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Blogs de autor

Oops, I shat it again!

Por 28 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Desde siempre tengo algo personal contra esos ejercicios universitarios cuya realización obligatoria y supervisada no hace sino dejar algo muy similar a un antecedente criminal en la currícula de tantos forzados entusiastas: las tesis. Cuando me llaman de la editorial para decirme que un estudiante quiere hacer una de ellas basado en mi trabajo, dudo entre revolcarme de risa o retorcerme presa de un pánico instantáneo. No es que hayan sido tantos, pero vamos, bastaría con uno para hacerme correr en sentido contrario a sus intenciones. Quiero decir que acabo de leer las páginas de uno de esos proyectos de tesis y paladeo aún el bochorno profundo, salpicado de ciertos impulsos que no por autodestructivos son menos constructivos.

El estudiante era sin duda un buen tipo, pero apenas abrió la boca observé que sabía demasiado. De muy poco sirvió pretender disuadirlo soltándole mis convicciones íntimas al respecto, pues para entonces ya había escudriñado en escritos tan viejos que ni yo mismo los recordaba. “La nostalgia es un animal estéril”, me comentó hace poco el filoso juglar Jaime López durante una sabrosa tanda de cervezas, pero omitió añadir que es asimismo un bicho artero y falaz. ¿Cómo pude olvidar que tras aquellos datos puntillosos dormitaba tamaña manada de esperpentos, a los que alguna vez me atreví a creer dignos de publicarse? ¿Qué le costaba a mi ego emponzoñado inventarse un seudónimo providencial? Hace un rato, mientras lidiaba con la experiencia traumática de leer las primeras citas textuales de aquellas inmundicias, entendí por primera vez a Stalin. Yo también, si pudiera, me ensañaría con ciertas hemerotecas.

Entre los veinte y los veinticinco años escribí una novela y un librillo de cuentos. La primera, por lógica y ventura, fue del todo ignorada por los jueces de un premio de novela; el segundo recibió el visto bueno en la editorial de la Universidad Veracruzana, mas a la hora de intentar corregirlo entendí que en su caso no había corrección más acertada que enviarlo sin más trámites al bote de la basura, como quien se deshace de un tumor maligno. En cuanto a los artículos, cometidos semanalmente con mucho menos oficio que desparpajo, creí que era bastante con arrumbarlos al fondo de una cómoda vieja y esperar que las ratas hicieran lo suyo. Pero he aquí que el monstruo seguía vivo. Lo he visto, me ha mordido, tiene mi antigua jeta y un aliento infumable.

¿Qué haría uno de ustedes, intrépidos blogueros, si recibiera en sobre cerrado una copia de su primer y acaso último poema de amor, perpetrado en algún vetusto cuaderno escolar, con la amenaza de publicarlo en su página? ¿Cuánto estarían dispuestos a pagar por borrar los vestigios de aquellas hormonas? Había olvidado casi por completo el rubor propio de la cursilería sorprendida in fraganti durante la temprana adolescencia: esos ímpetus negros de desaparecer antes que dar la cara por unos cuantos sentimientos pudendos. Por Dios, ¿qué sinodal que se respete va a conceder valor curricular a aquellos balbuceos tan bienintencionados como malparidos? Perdón por insistir, pero no me he repuesto del golpe bajo. Enséñenme otra tesis y acabaré con tisis.

Una de las funestas consecuencias de la sacralización de la literatura está en el fanatismo fetichista, que consiste en creer —y peor: hacer creer— que todas las palabras de un autor deben ser ventiladas en autopsia pública, pues cada una de ellas podría ser susceptible de arrojar luz sobre el resto de su trabajo. Un afán no del todo diferente de la voracidad del fan por conocer hasta las hemorroides de Britney Spears. Ahora bien, de existir tan privadas tumoraciones, no dudo que serían infinitamente más dignas y decorativas que las palabras muertas e insepultas que en mala hora envié a las rotativas.

¿Qué opinaría un director de tesis si me viera escondiéndome cobardemente tras las faldas de la mejor amiga de Paris Hilton? Yo en su lugar sugeriría al diligente alumno limitarse a resucitar los textos de autores ya difuntos, que cuando menos son naturalmente inmunes al bochorno de verse retratados en paños en tal grado menores. No creo ni un segundo en la posteridad, aunque sí en la paz espiritual de quien logra morirse sin una sola tesis que le eche tierra encima antes de hora. Hoy que tantos elogian las múltiples virtudes del procesador de palabras, sería un acto de justicia poética que se reconociera el valor innegable del incinerador de basura. Vendría bien, incluso, una sesuda tesis al respecto.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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