Skip to main content
Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

Blogs de autor

Presente, payador

Cierto es que fueron más los buenos que los malos. No quiero ni pensar en esos bestias que a mis padres les repartían reglazos y hasta bofetadas. (Mi padre alguna vez, con diez años, recibió una bien puesta de su profesor, misma que respondió con certera patada en la espinilla y carrera inmediata a la oficina del director, donde obtendría al cabo indulgencia plenaria.) Pasados los tres años en la asquerosa escuela lasallista donde la delación solía ser estimulada y recompensada, sólo padecí ya a uno que otro aburrido e hice cierta amistad con varios de ellos, incluso los que aún me reprobaban.

     Me importaban bien poco, para entonces, los números de mi aprovechamiento escolar. Recibía para entonces cada mala nota con el talante de un enemigo de Batman. Ya en la universidad, los mejores maestros solían ser vetados por los alumnos más cuadrados, que preferían tomar el dictado a ser objeto de cuestionamiento alguno. Aunque al final aquella universidad -la Iberoamericana, cuya carrera de Letras tenía apenas unos cuantos matriculados, la mayoría desafectos a la escritura- ofrecía perspectivas inmejorables en los pasillos y la cafetería, donde las musas eran legión y ya eso me bastaba para colmar la vida de intensas perspectivas literarias. Hasta que conocí al poeta Hugo Gola.

     Detestaba perderme una sola de sus clases, tanto que hasta dejaba alegremente la cafetería y olvidaba sus musas para acudir puntual a esa vibrante cita que era la clase de Poesía y Poética, misma que Hugo impartía en rigurosas minúsculas, pues detestaba tanto el academicismo que se reía de mi gusto por la poesía de Octavio Paz. ¡Vallejo!, contraatacaba con la sonrisa luminosa y voraz del niño que recién ha descubierto un tesoro debajo de una piedra. Tal era el tono de la clase entera: un hombre deslumbrado que habla, escucha y lee con los ojos de fuego y una sonrisa de amplio escaparate.

     Se carcajeaba de esos lectores pudibundos que no se atreven a leer en voz alta, entendía la poesía como música y se refocilaba en sus ecos, resuelto a confundir a la enseñanza con el contagio. Una vez nos sacó de la clase para sentarnos en un jardín, frente al crepúsculo del cual, aseguró, recibiríamos las mejores lecciones de poesía; otra nos desafió a decir el nombre de un árbol cercano, que por supuesto nadie atinó a adivinar. ¿Y así queríamos hacernos poetas?

     Algunos nunca lo pretendimos, pero Hugo ya insistía en la necesidad de escribir una prosa preñada de música, y esas solas palabras eran música para los oídos del narrador que yo quería ser. Por eso recibí como un regalo extraordinario su invitación a presentarme en dos de las sesiones de su club de poetas disfrazado de taller literario, que ocurrían de noche, en su casa invadida de payadores -así era como le gustaba llamarnos- a los que repartía consejos entusiastas y deslumbrantes. Fue gracias a su recomendación expresa, luego de que escuchó con atención quirúrgica la lectura de uno de mis embriones de novela, que leí Corrección, de Bernhard. Me haría bien, sentenció con ojo colmilludo, no sé si imaginando que sus observaciones me llevarían a dar tantos virajes como embriones dejé por el camino.

     Cierto es que nunca antes me vi tan lejos y tan cerca de hacer literatura. Quedaba la impresión, luego de tantas risas compartidas, de que aquel profesor que parecía todo menos profesor era la encarnación de la escritura. Por eso aquí y ahora lo recuerdo a él, bueno entre buenos, y al hacerlo regresan los demás. El que en muy buena hora sugirió que dejara esa carrera de mierda y abrazara a la vida con todos sus riesgos. La que me soportó por simpatía y me bajó los humos por deber. El que me plantó un siete y me aclaró que merecía el diez, pero no se le daba la gana ponérmelo porque quería verme hacer algo más. Y aquella que, muy niño, me abrazó a medio llanto hasta que una sonrisa triste lo reemplazó. Es para ellos que aquí mismo me robo un trozo de poema de Hugo Gola (cuyo rastro he perdido desde entonces, pero jamás, sin duda, su memoria fresquísima):

y si el vuelo
blanco
fuera la mano de dios
y el mar
su alcoba?

 

 

 

Leer más
profile avatar
20 de febrero de 2008
Blogs de autor

Presente, profesor

Siempre es más fácil imantar lo peor, especialmente cuando está en el recuerdo. Olvida uno lo que le hacía bien, no así las cosas que le fastidiaron, acaso porque aún le habitan en secreto y hasta se han hecho parte de su carácter. Somos antes moldeados por nuestros enemigos que por quienes nos quieren; con frecuencia termina uno por parecerse a lo que más detesta, o a lo que puso enjundia en evadir. Luego lo rememora con aborrecimiento renovado, como si ya con eso lograra exorcizar al demonio que un día se le incrustó en el alma y la manchó de bilis y amargura. Lo de menos es si era para tanto, pues el rencor antiguo no quiere licitud, ni pretende justicia; su función es buscar una revancha íntima que le permita a uno considerarse mejor persona que aquél que le agravió, tal vez nunca a propósito. Como es el caso, a veces, de los profesores.

     Con alguna frecuencia me divierto lanzando maldiciones contra esos profesores que parecían deleitarse más en repartir castigos que enseñanzas, e incluso se ufanaban de zorrajar más ceros que ningún otro. El día que uno de ellos me presentó ante dos centenares de alumnos, y luego ante mi madre, como el peor alumno en la historia de su jodida escuela, debí haber entendido que el fracaso era suyo. Aunque ya lo difícil habría sido convencer a mi indignada madre (que me obsequiaba con pellizcos indiscretos en tanto el profesor abundaba en detalles sobre el caso perdido que era yo) de una tesis así de novedosa. Hasta hoy, sin embargo, recuerdo a aquellos profesores lasallistas, que se decían estrictos sólo por disparar los ceros a mansalva, como unos fracasados y unos sinvergüenzas.

     "Un escritor conformista muy probablemente es un bandido, y con seguridad es un mal escritor", escribió alguna vez Gabriel García Márquez. Si reemplazamos "escritor" con "profesor", la máxima funciona con igual contundencia. De ahí, quiero pensar, que recuerde más fácil a los bandidos, cuando lo procedente sería mostrar alguna gratitud hacia quienes tomaron como propio el desafío de quitarme lo burro, y quién sabe si no habrán considerado derrotas personales cada uno de aquellos exámenes vacíos de respuestas que los forzaban a plantarme un cero. Que lo eran, al final. De ahí que un profesor que encuentra orgullo personal en reprobar a multitudes de alumnos sea con toda certeza un fracasado supino y debiera ser echado a la calle.

     Fracasa siempre quien detesta lo que hace, y a algunos se les nota desde lejos. Podemos verlos siempre en busca de culpables, ávidos de revancha, y es así que de pronto ya no son ellos, sino uno mismo quien se da a enarbolar vicariamente aquellas frustraciones, igual que el exorcista que vuelve en sí con el demonio adentro. ¿Cómo culparlos, tantos años después, por el cochambre que uno mismo se ha esmerado en alimentar? Pienso en esos colegios pedagógicamente correctos donde aún los escuincles endemoniados son tiranuelos cargados de razón y todo adulto es un torturador implícito, entonces me horrorizo más aún ante la perspectiva de soportar a semejantes monstruos autoritarios. Tal vez la gratitud del ex alumno consista solamente en sobrevivir a la clase de horma que le tocó, si de uno u otro modo no hay horma que acomode.

     No incurriré, por cierto, en la cursilería de agradecer a aquellos desdeñosos padrastros matinales la cantidad de obstáculos que me impusieron en el camino que hasta acá me trajo, pero si veo las cosas con alguna frialdad no me habría gustado estar en su pellejo. Debieron de sufrir a edad temprana el acoso de profesores seguramente más rígidos que ellos, y quién sabe si no, ya en el trabajo, la presión inclemente de un director malamado, de cuyo veredicto dependería su puesto o su salario. ¿Quién sino uno, al fin, conoció tan de cerca sus debilidades, su mezquindad secreta, su miedo a parecer irrespetables? ¿Cómo saber si la mayor lección en literatura alguna vez recibida consistió en reprobar la materia y darse el lujo de enorgullecerse?

     Se cuenta que una vez dos de los integrantes de The Clash se acercaron al viejo gurú Pete Townshend para solicitarle consejo y bendiciones, y él por toda respuesta los envió sin escalas al carajo, arguyendo que su deber moral -esto es, la única forma de gratitud aceptable- no era idolatrarlo, sino escupirle. Vaya, pues, esta escupitina cariñosa para los malos, y dos para los buenos, que bien merecen parrafadas aparte. Ya la canción lo dice: I'm not down.

Leer más
profile avatar
19 de febrero de 2008
Blogs de autor

El sentido de leer

Escribir es leer. Leer es escribir. Escribo para complacer al lector que me habita, si bien hay días en que me complace irritarlo. Leo pensando en darle de comer a ese mismo individuo que gusta de escribir. Cuando alguien me pregunta para qué escribo, o para qué leo, siento la tentación de preguntarle para qué diablos ejercita su aparato reproductor. Vamos, que son legión quienes dan cualquier cosa por ejercitarlo, y en el primer descuido zas: se reproducen. Irresponsablemente, casi siempre. Un proceso infinitamente más caro y riesgoso que el de reproducir las ideas, pero difícilmente hay quien se cuestione su validez universal. Nadie se extraña cuando sabe que otros se reproducen, aun a sabiendas de que ciertos zopencos no deberían siquiera intentarlo.

     En su abismal Helada -esa novela extensa cuya intensidad dio lugar a no más de dos puntos y aparte- Thomas Bernhard se pregunta, a través de un pintor de lucidez suicida, qué tan ruin y egoísta debe ser una madre para traer a un hijo a este mundo infeliz. ¿Lo dice así, tal cual? No, por supuesto. Lo leí hace ya tiempo y es como lo recuerdo. Seguramente ahora lo estoy reescribiendo, para incomodidad de sus lectores memoriosos, pero insisto: escribir es leer, y viceversa. Escribo para dar inicio a una suerte de juego cuyas secuelas nunca conoceré, pues no sé ni consigo imaginar qué clase de novela se construirá este o aquel lector, que al leer la tendrá que reescribir en la cabeza con una libertad que, como autor, me asusta. Pues el autor, al fin, es el provocador que intempestivamente se mueve de la escena una vez que termina con su parte en la fechoría. La novela ha dejado de ser suya, en adelante sólo vivirá gracias a quien se atreva a interpretarla, y así la reproduzca, deformándola.

     Hay, entre la mano que escribe y los ojos que leen y por tanto reescriben, una complicidad equivalente a la de quienes se entregan al ritual prodigioso de la reproducción. Sobra decir que abundan los patanes dispuestos a ayuntarse con quien se deje sólo por deshacerse de sus demasías, pero existen también quienes encuentran mística en el ritual, y tras ella un genuino manantial de conocimientos. Pobre de aquel que logra la estúpida proeza de hacer impunemente el amor, pues me temo que tal cosa equivale a terminar de leer un libro sin jamás enterarse de qué trataba. En tal caso -y hay muchos, sobre todo en los años escolares- sería preferible no haber leído nada, toda vez que al hacerlo no se corrió más riesgo que el de quedarse igual, tantas hojas después. Se lee igual que se ama: con callado apetito de peligros mayores.

     Me da un poco de asco leer sin apetito, tanto quizá como dormir a solas en compañía. Cuando se lee un mal libro, o uno bueno a destiempo, colabora uno poco o nada en su reescritura. Recuerdo ciertos textos escolares -asestados por profesores frígidos e incompetentes- cuya lectura rigurosamente obligatoria equivalía a un estupro neuronal. Se dejaba uno hacer, recorriendo las líneas y las páginas como el preso que se entretiene descontando sus días de cautiverio; o ya de plano se iba saltando renglones, hojas y capítulos. Da horror la mera idea de escribir un libro que estuprará al lector y lo forzará a odiarlo.

     "Ándale, hijo, baila con tu prima", me empujaba mi madre enfrente de los tíos, cuando lo que realmente deseaba era largarme de una vez por todas de esa boda de mierda y acudir presuroso a la fiesta donde podría bailar con la que me gustaba, no con aquella prima papanatas. Y lo mismo pasaba con los libros que no me seducían. Prefería ganarme un cero en la materia de Literatura con tal de huir del libro obligatorio para refocilarme en la lectura de, digamos, Pantaleón y las visitadoras. Leer sin libertad es amar por la fuerza, que equivale a no hacer lo uno ni lo otro.

     Camus se preguntaba la razón por la cual la gente se suicida, pues la sola respuesta habría resuelto la duda elemental de la filosofía. Con él, y en buena medida gracias a él, creo aún que la vida carece de sentido, y esa es la gran razón para vivirla. ¿Por qué leer, entonces? ¿Por qué escribir? Porque hacerlo, de entrada, no tiene sentido; y porque sólo haciéndolo se sabe para qué. Cualquier aventurero respondería lo mismo si alguien le preguntara por qué hace lo que hace. Para saberse libre, pues, para qué más.

Leer más
profile avatar
18 de febrero de 2008
Blogs de autor

Paraíso recobrado

"¿Estás seguro que eso está en Brasil?", me preguntó el taxista en Rio de Janeiro, camino al aeropuerto. En lugar de respuesta, le entregué una sonrisa tantito más incrédula que la suya. Cuando algún mexicano me pide referencias de Macapá, preciso recurrir a un texto conocido: "Papillón llegaría nadando", les explico, en la esperanza de que al menos sepan ubicar la Guayana Francesa. Aunque lo cierto es que no hay nada cerca, ni siquiera Cayena. Papillón las habría pasado negras para sobrevivir a la travesía por el estado insular de Amapá, donde malaria, dengue, fieras, bichos, piratas, contrabandistas y forajidos se encargan de cubrir la travesía de obstáculos insalvables para las ratas de ciudad.

     He venido seis veces, todas volando desde Belem, capital del estado de Pará que para algunos es también inubicable (Roberto Carlos, el futbolista, declaró alguna vez, recién bajado del avión al lado del equipo nacional, que era un honor para él poder jugar en la ciudad que vio nacer a Cristo). Hay quienes llegan navegando el río Amazonas, en barcos más o menos precarios cuyo más grande lujo disponible es una hamaca sobre la cubierta. Por eso, si quisiera morirme sin dejar huella, vendría directo a esta ciudad, me escurriría entre sus calles anchas y su medio millón de habitantes y avanzaría solo selva adentro, donde seguramente sucumbiría entre las fauces de un jacaré o bajo los zarpazos de una familia de onzas, si antes no me derrite el puro calor.

     En otras circunstancias evitaría el clima artificial; aquí vivo completamente a su merced. Lamento incluso que no exista un tunel climatizado para llegar del hotel al coche, que se transforma en horno crematorio si se comete la torpeza de estacionarlo al rayo del sol. En tales circunstancias, la mañana y la tarde, con su amplitud oceánica, son de sobra auspiciosas para quien las dedica a leer, escribir y aguardar el arribo del anochecer, con todo y mosquitos. Parecería el infierno, pero hay que estar aquí para empezar a confundirlo con su antípoda. Cortesano de la única Princesa en infinitas leguas a la redonda, preciso de muy pocos adminículos para sobrevivir con la sonrisa puesta y creer firmemente que el paraíso no está ya en la otra esquina, sino frente a la Plaza Floriano Peixoto, entre el lobby, el comedor y la habitación donde ahora mismo me bebo un plato entero del mejor açaí de este país. Pobres de los paulistas, le llaman "açaí" a ese caldo insaboro que en nada se parece a este manjar espeso y deleitoso que baja de la lengua a la garganta en calidad de combustible para gladiadores.


     La pluma, la libreta, el libro, el plato ya vacío de açaí, un billete de cinco reales que uso como separador, tales serían mis vestigios postreros si ahora mismo estirase la pata sobre la cama. Efectos personales, que les llaman. O también, por qué no, efectos especiales. Cada uno a su manera contribuye a crear una suerte de hechicería íntima que me deja sobrevolar Macapá con el viento a favor de las ficciones y el lujo de una fresca ligereza que sería impensable bajo ese sol de plomo que vacía las calles del mediodía a las cuatro de la tarde.

     Son ya más de las tres de la mañana del día de San Valentín, que en Brasil significa poca cosa y todavía menos en Macapá. Guardo el libro, la pluma y la libreta, tengo sueño a pesar del açaí, pero alcanzo a entender que cuando el furibundo Yahvé decidió castigar a Adán y Eva le bastó con desconectar el aire acondicionado. Ello no sólo explica los alcances de la Divina Ira, sino de paso el mal humor de Caín. Con su permiso, voy a santiguarme. No sea la de malas que me lo desconecten.


Leer más
profile avatar
14 de febrero de 2008
Blogs de autor

Con perdón de Belmondo

No es difícil, para un espectador convulso, alimentar cierta debilidad narcisista por los héroes románticos. Piensa uno que en el fondo se les asemeja, apostaría de pronto a que en su sitio haría lo mismo que ellos, pero no porque quiera o lo decida sino por esa senda vertiginosa que le sugiere imperativamente desafiar toda obvia conveniencia, presa del fatalismo redentor que apenas un canalla o un imbécil se atrevería a eludir. Eso es lo que uno cree, con firmeza fanática y ánimo combativo. Por eso cuando asiste a la historia lo hace con más enjundia que curiosidad, resuelto a sucumbir junto a sus héroes antes que conceder lugar al conformismo vergonzoso de procurar refugio en las certezas vanas, que por lo general son casi todas.

     A los ojos de un héroe romántico nunca parece demasiado tarde, aunque casi. Por eso tiene prisa, pero también paciencia sin medida. Irá hasta donde tenga que ir por la oportunidad de tirar los dados y jugárselo todo en un solo tiro. "Todo o nada", declara, desde ya despreciando a la medianía puesto que nada en ella le impresiona. Y uno acá en la butaca no hace sino asentir con devoción equivalente y nunca menos sed de pasión. Se desea la luna, o en su defecto se acepta la ruina. No con otra intención hemos desembarcado en un destino incierto y acto seguido incendiado las naves.

     No escribo de memoria, ni busco teorizar, aunque aprovecho la oportunidad para echarle una trompetilla a Jean-Luc Godard, cuyo canonizado A bout de souffle me sigue pareciendo abominable desde que vi por primera vez Breathless. Dispárenme, si quieren, pero hasta ahora sigo sin querer nada con aquel Belmondo que agoniza insultando a su postrera amante traicionera. Vi tres veces aquella historia pretenciosa y très cool, al principio buscándole los famosos encantos y ya después sólo por ubicar el origen remoto de mi favorita, donde el protagonista es un ladrón de coches que irrumpe con la ayuda de una ganzúa en el departamento de la heroína, transportando una flor entre los dientes, listo para apostar su resto a ojos cerrados.

 

     Conozco la aversión que a numerosos contemporáneos les inspira la penúltima década del siglo pasado, y a lo mejor por eso se las restriego aquí. Me hace ilusión que algunos me condenen, y si es posible que se escandalicen. Linda palabra: escándalo. Supongo al fin que preferir, por leguas de ventaja irremontable, a un producto ochentero californiano sobre un ícono sacro de la Nouvelle Vague, me ganará un lugar seguro en el infierno, que como bien sabemos está repleto de héroes románticos.

     Jesse Lujack, se llama el héroe de la segunda versión de Sin aliento, aunque la policía también lo conoce como Jack Burns. Si el afán fuese disecar la película, podría pasarme párrafos incontables recorriéndola de escena en escena, luego de haberla visto algo así como veinte veces, cuando menos, con los pies hasta el fondo de las botas de Lujack y los ojos en la estudiante de arquitectura que lo sigue en mitad de una fuga romántica al extremo de lo tóxico. De Philip Glass a Chrissie Hynde, y asimismo de Elvis a Jerry Lee Lewis, el héroe de la historia (un Richard Gere sin canas que para bien de todos aún no ha conocido a Julia Roberts) jamás se cansa de doblar la apuesta. Ahora mismo, de noche, con la lluvia selvática estallando allá afuera y el Amazonas rugiendo a unas cuantas decenas de metros, alzo un vaso repleto de cachaça emocional por aquellos que un día se hayan visto en el espejo de Jesse Lujack, seguramente el único héroe romántico capaz de arrodillarse ante el Silver Surfer y hacerle ciertos ascos al mismo William Faulkner, por el pecado de elegir a la pena sobre la nada.

 

     "It's all-or-nothing with me!", sentencia Lujack y alguien adentro de uno aplaude a rabiar. Vamos, Jesse, se dice sin decirse porque de tiempo atrás lo sabe y lo respalda, no te quiebres ahora, que los dados ya ruedan sobre el tapete; que la vida se apuesta de todas maneras y las naves quedaron hechas ceniza; que los héroes románticos desdeñan el peligro y no existe confort que los detenga. "Va mi resto, señoras y señores", le dice uno al espejo retrovisor y acelera dispuesto a morar en el cielo o morir en la raya.

     Antes la nada entera que un todo en pedacitos.

Leer más
profile avatar
13 de febrero de 2008
Blogs de autor

Ufanas aguas negras

Lo peor de guarecerse en manías gaznápiras es tener que sacar la cara por ellas, y hacerlo hasta el extremo de enorgullecerse. Sobran quienes se ufanan de ser intolerantes compulsivos, perezosos tenaces o frígidos del alma y reflejarlo en una larga lista de tics hechos en casa, que de acuerdo a una lógica comodina y mediocre resaltan lo que llaman su individualidad. Vamos, no es que se sienta uno libre de todo ello; si consigo advertirlo con facilidad es porque soy también anfitrión de numerosas y muy cretinas supersticiones. Nada desquicia tanto de los otros como que osen tener manías similares. Cosas que uno consigue perdonarse más fácilmente luego de haberlas condenado en el prójimo.

     He conocido a tipos que se envanecen de nunca haber leído un libro. No tienen tiempo, dicen, para gastarlo en estupideces. Ya bastante se cansan pensando en el trabajo para tener que hacerlo fuera de él, como si los quehaceres neuronales fuesen un sacrificio y no un placer. Uno de ellos dejó de ser mi amigo el día que lo cité para un café en una librería. "Esos pinches lugares me agreden con su cultura", se excusó, y no pude evitar responderle qué tan beligerante me parecía su pinche ignorancia, cuando tal vez lo único procedente habría sido carcajerme en el auricular. Pero había que golpearlo, no tanto para hacerlo sentir mal como para atacar mis íntimos malestares, pues desde siempre siento que he leído y leeré menos libros de los que debería. Tachar, pues, de ignorante a mi amigo el palurdo me relevaba de la preocupación de temerme mucho menos sabihondo de lo que aquel silvestre imaginó.

     Hasta hace poco me ufanaba de beber cuando menos seis Coca-Colas diarias. De otro modo, afirmaba con vanidad vestida de resignación, no puedo ni escribir. Cuando lo único cierto es que para sentarse a empujar las ficciones no se precisa más que un par de cucharadas de osadía y varios kilos de fe en uno mismo. Aquí y ahora, en mitad de la Amazonia, he cambiado las seis Coca-Colas por dos latas al día de Guaraná Antarctica y un poderoso plato de açaí, sin que por ello se me traben los párrafos o la tinta se niegue a fluir. Solía decir, también, que la escritura de una novela me exigía la familiaridad del espacio casero, de manera que sólo en mi hogar y a una hora del día podía hacer lo mío como Dios manda, cual si la Causa Primera No Causada se entretuviera en ordenar estupideces.

     ¿Cómo he sabido que toda esa teoría de la escritura sedentaria no era más que otra de mis manías idiotas? Desde el momento en que me vi orillado a elegir entre la mujer de mi vida y la novela en turno, que era como tener que decidirse entre llevar adentro corazón o pulmones. Reinaldo Arenas debió escribir tres veces la misma novela, no en un estudio bien acondicionado sino en una mazmorra infame, donde no había pretexto para el conformismo. ¿Y qué decir de esa manía antipática de encerrarme dos horas en un cuarto de hotel antes de proceder a la presentación de un libro? Pues nada, que hasta hoy no consigo quitármela, aun si más de una vez -o más de veinte, para ser sincero- he llegado hasta el escenario sin putísima idea de qué voy a decir, y una vez sometido a la presión del momento el asunto funciona como si hubiera habido un guión escrupuloso.

     Detrás de cada manía suele ocultarse algún temor sin nombre. Nada que no sea fácil de ver en los demás y pasar totalmente por alto en uno mismo. Manías que limitan y acomplejan, que se alían con la peor parte de uno sólo para tranquilizar a sus zonas mediocres con la certeza bemba de que nunca ha podido, ni puede, ni podrá: un argumento irrebatible, según quienes envidian en secreto al maniático y prefieren que siga encariñado con sus limitaciones postizas. Claro que es imposible vencerlas a todas, pero de ahí a llevarlas por bandera existe cuando menos tanta distancia como la que separa a la compulsión del deseo. Y ahora, si no les importa, voy a empujarme la primera Coca-Cola de este mes. ¡Bebida inmunda, cuánto la extrañaba!

Leer más
profile avatar
12 de febrero de 2008
Blogs de autor

Basta de saudade

La imagen que antecede a estas palabras -tomada hace unas horas, ya de noche, a no más de cincuenta metros de la línea ecuatorial- corresponde a la última orilla de la ilusión. Cada una de las ciudades brasileñas alberga otras así, por el momento. Son los cadáveres del carnaval, restos de carros alegóricos que agonizan al sol, en los suburbios de cada sambódromo. He volado de Rio de Janeiro a Macapá poco después del Miércoles de Ceniza, cuando del carnaval queda sólo el recuerdo y hay que arrancar de cero con un nuevo año.

     Llámenlo fetichismo imberbe o sentimentalismo barato, pero ya desde niño me conmovía la visión de las piñatas rotas en el basurero, con la expresión a medias extinta de una ilusión que ya cesó de ser. Ahora bien, el rostro roto y con el cuello quebrado que encabeza los restos de este carro alegórico -no es alto en realidad, medirá con trabajos cinco o seis metros- parece menos hecho para la fiesta que para su final. Cuesta algo de trabajo imaginar esta expresión como parte del esplendor carnavalesco, incluso acompañada de una legión de jíbaras en paños refulgentes y muy menores. Ignoro, pues, qué tan decorativa sería en su momento, pero sigo pensando que fue construida sólo para ilustrar la melancolía propia del fin de fiesta; o en su caso, quizá, la certidumbre de que toda alegría -más aún si es intensa- encuentra su final en un abismo nunca menos triste y añorante que la imagen de una piñata reventada.

     Ahora, mientras escribo, la contemplo a la orilla de la pantalla y no puedo evitar que cada nueva línea se contagie de su extraña saudade selvática. Una técnica vieja, muy socorrida por los novelistas a la hora de recrear un sentimiento ajeno y distante, pues verdad es que ahora y aquí, en la mitad del mundo, el universo entero me parece tan lindo que no entiendo bien a bien la tristeza y necesito de una muñeca rota para evocarla. Nadie duda que la alegría, cuando llega, tiende a ser epidémica, pero ya quiero ver quién le saca la vuelta con éxito al imán del abismo seductor.

     "Acabó nuestro carnaval", escribió alguna vez Vinicius de Moraes sobre la melodía de Carlos Lyra en la Marcha del Miércoles de Ceniza, no exactamente en torno al fin de fiesta sino al advenimiento de una dictadura, mas ahora que el gorilato es historia vieja permanece en aquella canción el humor lánguido y remotamente esperanzado propio del día más hueco del Brasil.

     "Pero eso ya pasó", reaccioné de repente, ya de vuelta en el coche, con la fotografía triste dentro de la cámara y de nuevo la mano sobre el hombro de la Princesa Amazónica que metía primera, segunda, tercera por la calle bordeada de graderíos que apenas la semana pasada fungía como pista del sambódromo en el único carnaval que sucede entre dos hemisferios. Medio minuto más tarde, fugazmente en América del Norte, la memoria completa del carnaval se había disuelto. Llegando a la luz roja del semáforo, ante el guiño flotante de la luna flaca, miré de nuevo al lado y bastó el beso largo de sus ojos para traer de vuelta al carnaval. "La tristeza no tiene fin, la felicidad sí", sentencia la canción de Tom y Vinicius, pero esta misma noche dos luces verdes me han jurado lo contrario. Y yo les he creo, no faltaba más.

 

Leer más
profile avatar
11 de febrero de 2008
Blogs de autor

Sobre escribir

Escribir cada día, y hasta a cada rato. Escribir y escribirse, explicarse, comprenderse, contrastarse, cambiarse, complicarse, cosificarse. Escribir como apuesta contra todo, y todavía más que eso contra la nada (que como siempre acecha como nadie). Escribir por tristeza, por saudade, por miedo, por deseo, por fe ciega y por eso luminosa. Escribir porque es hora ya de enviar el escrito y no se sabe aún por dónde comenzar. Escribir en la cama, la mesa, la playa, el taxi, el baño, la carretera. Escribir a mitad del escenario de una mesa redonda sobre algún tema serio, con dos dedos discretos sobre el teléfono, esperando que nadie se dé cuenta. Escribir lo que duele y fingir que no duele, que se es duro y mundano y capaz de mirarlo todo desde arriba, desde lejos, desde otro que no es uno y jamás tiembla ni acredita el ardor. Escribir con sarcasmo, jugando a que ese látigo truena sobre los otros y no sobre la espalda del mismo que lo empuña. Escribir un insulto, un requiebro, una frase inconexa que se quiere ingeniosa sólo por inconexa. Escribir lo que pasa y aclarar que no pasa, que sólo es ocurrencia y no escurrencia, que no hay sangre a la vista y todo está en su sitio. Escribir con los pies en el aire, ingenuamente, como otros van y cazan mariposas. Escribir una carta plena de languidez, leerla y caer víctima de su hechicería y contemplarse lánguido en sus párrafos. Escribir con las ganas de abrirse las entrañas y que así nadie dude que en lugar de escribir se está gritando y ya no importa más que escuche quien escuche. Escribir cautamente y jamás darse cuenta que se hace exactamente lo contrario y no hay siquiera forma de prevenirlo. Escribir tan contento que ya no se concibe un estado distinto, y luego hacerlo en medio de tal desolación que ya no se recuerda que se estuvo contento. Escribir nombres, fechas, llenar hojas y hojas de datos bien precisos, creer que ya por eso se ha edificado alguna cosa sólida. Escribir con medida arquitectura, calculando los ritmos hasta irlos respirando, encontrando colores entre las vocales y una rara lujuria en las consonantes. Escribir con triptongos y darse a pronunciarlos en voz alta por una mera súplica de los sentidos. Escribir como el niño que juega a las mentiras y hacer la travesura de que absolutamente todo sea verdad. Escribir en un sitio de internet lo que nunca se escribiría en otra parte y agazaparse entonces tras el monitor. Escribir en paredes, como un paria, pero cuidar celosamente la ortografía. Escribir y borrar, tachar, romper, quemar, que no quede ni el rabo de una coma porque igual hasta eso podría delatarnos. Escribir chistes malos y creerlos buenos; o tal vez al revés, cómo saberlo. Escribir el recuerdo de lo que uno juró que olvidaría. Escribir porque sí, para nada ni nadie, como si por ahí se respirase. Escribir con calor en medio de una helada. Escribir el amor, si eso es posible, y suponer que así se entrará en sus secretos, como lo haría algún bisturí apasionado. Escribir describiendo lo que nunca existió y descubrir que existe sólo por eso. Escribir cada sueño que no se tuvo para ver si ahora sí llegamos a tenerlo. Escribir cada cosa, cada detalle, cada ángulo y arista. Escribir cada día, y hasta a cada rato.        

Leer más
profile avatar
7 de febrero de 2008
Blogs de autor

Santísimas caipirinhas

"Vistoso" es uno de los calificativos más comunes para el Carnaval de Rio de Janeiro. Estoy al fin, me digo, no sin emoción, en el Sambódromo. Esto es Sapucaí. Debe de haber al menos tres cámaras por metro cuadrado entre el graderío, basta con asomarse a uno y otro visor para advertir que toman casi todas la misma foto. A la mía la traje de paseo: recién llego descubro que la pila está muerta y eso en algún sentido me tranquiliza. Al final prefiere uno vivir las cosas que pasarse las horas fotografiándolas. Más todavía, no se desea ser espectador del Carnaval sino parte de él, en lo posible.

     Lo posible, no obstante, tiene sus límites. Un boleto allá abajo, o allá enfrente, en los palcos, flota entre mil quinientos y tres mil dólares. El mío, de gayola, con trabajos costó doscientos cincuenta, y he aquí que la Princesa Amazónica, por cuya compañía aúllo desde mi graderío, está allá enfrente, en el palco, dueña de una esplendente entrada de cortesía. Nos hemos separado por las próximas horas, que no serán pocas, y tengo la encomienda más bien espinosa de divertirme a solas durante todas ellas. Cosa que por principio no consigo ni moviendo las piernas al son de la canción de la primera escuela de samba de la noche: Mocidade.

     Mira uno y no lo duda: es todo tan vistoso como un desfile celestial. Tomo el teléfono para hacer un apunte y desisto tan pronto como empiezo, pero igual continúo pensando de la misma manera. Buscando las palabras en la cabeza, definiendo, distinguiendo, ejercitando inútilmente las neuronas para ver si así abarco cuanto miro. No me doy cuenta aún, y no me la daré durante el paso de las tres próximas escuelas -Unidos da Tijuca, Imperatriz Leopoldinense y Vila Isabel- que semejante forma de ordeñar la ocasión supone el ejercicio de la triste y torcida profesión de crítico de fiesta: ese pobre infeliz que está siempre a la orilla del baile, felicitándose de no ser jamás él quien hace los ridículos.

     Pasado el desfile de la cuarta escuela -cada una se toma poco más de una hora, son más de cuatro mil danzantes por escuela- desfallezco en las gradas y al fin salgo a pasear por un rato, en la esperanza de que la Princesa Amazónica se halle al menos igual de aburrida y me pida que nos vayamos de una vez. Le llamo en medio del escándalo y he aquí que está feliz. "¡Ya viene lo mejor!", me anima, pero sólo consigue emocionarme la idea de que lo mejor es también el final, que según nuestros cálculos sucederá poco antes del amanecer. En el camino se me cruza un ángel. "¿Caipirinha?", pregunta. Descubro entonces que son varios los ángeles y las regalan a todo el que pasa...

     Cuatro caipirinhas más tarde, los colores del mundo han cambiado. Se diría que estamos en high definition. Vuelvo a la gradería en el comienzo del quinto desfile. La escuela Grande Rio ha llegado partiendo leña y ya en las gradas se multiplica la danza. Ni siquiera lo pienso, llego a mi sitio y ya estoy brincoteando, con la letra en la mano y el coro en los labios:

     Com todo gás vou te dar amor
     Com muito amor vem me dar paixão
     É tão brilhante nossa chama que clareia
     Incendeia o meu coração.

     Hay un gozo que sube piernas arriba, un deseo interior de darlo todo aquí, ahora mismo, excederse bailando hasta que los pies duelan insoportablemente, pero esto último no se halla ni cerca. Hace un rato, cuando estaba de pie, sólo mirando, me torturaban de punzada en punzada, y ahora saltan sin freno ni pausa ni el mínimo deseo de reposar. En medio de todo eso, los colores y el esplendor reinante hacen que toda esta gigantesca extravagancia rebote en los sentidos como un milagro.

     Grande Rio vem cantar
     Minha escola é o gás da Sapucaí
     Se a lição é preservar
     Meu grito é verde, Amazonas, Coarí.

     Bailamos muchos, cantamos casi todos. Cuando la escuela de Grande Rio se va, salgo por una nueva caipirinha, entre el público y las bailarinas que vienen de regreso. Rodeada por ocho hombres de seguridad con las manos tomadas, camina oronda la reina de la batería, entre decenas de ojos caníbales. Pero uno tiene prisa por volver, allá adentro ya suenan los tambores de Beija-Flor, la escuela que ha sido campeona en cinco de los últimos seis carnavales. Una vez en las gradas, ya con el combustible en su lugar, me lanzo cuesta abajo hacia otros setenta minutos de baile ininterrumpido y frenético, bajo esa sensación más bien hambrienta de que hay que vivir mucho en poco tiempo, no sea la de malas que después se nos caiga el mundo encima.

     O meu valor me faz brilhar
     Iluminar o meu estado de amor
     Comunidade impõe respeito
     Bate no peito eu sou Beija-Flor.

     Hace un rato, cuando aún contemplaba impasible la fiesta, esperaba con ansia el paso de los trescientos o cuatrocientos tambores, pero ahora ni cuenta alcanzo a darme. El contagio es tenaz. Bailo entre un alemán y una carioca con los que solamente intercambio sonrisas, que no obstante son más que suficientes porque apenas hay tiempo para otra cosa. Entiendo ya que estoy en la fiesta más grande del mundo, que quizás nunca vuelva a estar en otra igual, que ahí vienen ya los últimos carros y la música habrá de terminarse. Mierda, hay que aprovechar.

     Tras los últimos miembros del desfile, camina una vez más el equipo de limpieza, cuya estrella es un hombre que baila mientras barre y recibe tantos o más aplausos que las estrellas. Hasta que en un momento la música para, se hace el silencio y es hora de salir, con la sonrisa impresa y el cuerpo agradecido (los pies, cosa rarísima, todavía no duelen). Son ya casi las seis de la mañana, tomo el teléfono y ahí está la Princesa Amazónica. "¿Nos vamos a la playa?", me sugiere, y al instante comprendo que ahora mismo el cielo de los cielos tiene que estar allí, en las rocas de Arpoador, a pocos metros de la de Ipanema, donde pronto veremos al sol salir.

     Afortunadamente hay multitud de taxis. "Al edén", por favor, le pediré al chofer, fingiendo mal que aún no estoy ahí.

Leer más
profile avatar
6 de febrero de 2008
Blogs de autor

Me acuso de haber brincado

Hay quienes creen que un blog debe cumplir funciones de confesionario público. Muy al principio de este experimento que con el tiempo se me ha hecho misión, supe de una lectora que se quejaba porque no hallaba aquí mi vida íntima. Más allá del escaso interés que pueda generar el tema -siempre quise vivir como James Bond, pero me faltan muchos galones de Bollinger y martini para intentarlo- encontraría francamente aburrido ceder a tentaciones tan obscenas. La gracia de este juego, me parece, consiste en ir saltando entre la vida y la imaginación sin dejar mayor rastro que el brincar natural de las palabras.

     Ahora mismo uso el verbo brincar como un lusitanismo que quiero insospechable, aunque no del todo. Brincar en portugués significa "jugar", y yo sostengo que este asunto de escribir es una brincadeira. Ahora bien, si me atrevo a brincar aquí de esta manera es porque me entretiene un demonial decir y no decir qué hago y dónde estoy. La semana pasada, por ejemplo, cometí la flagrante cursilería de encimar un pequeño corazón en el centro de una ruleta, y luego un par de ellos sobre el tapete verde. Había escrito el texto abordo de un avión, al principio de un vuelo de nueve horas entre México y São Paulo: un viaje intempestivo concebido y resuelto un par de días antes en nombre de una inmensa apuesta sentimental.

Hoy que por fin compruebo que no he perdido el alma en el intento, la brincadeira consiste en plantar aquí arriba un confesionario para no hablar del panorama imperante, pues aún insisto en hacer de esta misión escritural cualquier cosa menos el diario del autor. Quién sabe, podría ser que todas las palabras precedentes fueran sólo ficciones, aunque nunca mentiras. No se puede mentir cuando se escribe en pos de un fin estético, toda vez que la intensa vehemencia requerida difícilmente aflorará de la pluma de un mero mentiroso -siempre a la defensiva: criminal paranoico- cuyo medido arrojo no alcanza para hacer apuestas grandes. Escribir, casi siempre, es delatarse.

     No puede uno por menos de sentir subrepticia simpatía por aquellos ladrones que dejan siempre un cabo suelto, a manera de firma inconfundible, tras cada una de sus fechorías; cual si al hacerlo desafiasen al sabueso oficioso que avanza lupa en mano detrás de ellos. "Alcánzame si puedes", susurrará la pista. Un juego similar al del proscrito que corre innecesariamente a exceso de velocidad por el puro placer de incrementar la apuesta. Apostar es, a veces, ganancia de por sí.

     He sembrado un confesionario al comienzo de estos párrafos no exactamente para reforzar el título, como para ocultarme detrás, pero llegando a estas profundidades mudo violentamente de opinión, echo a andar nuevamente el photoshop y recorto la imagen de una reina de batería. Dentro de algunas horas, escribiré el siguiente post en el teléfono, toda vez que sería aburridísimo llegar con todo y MacBook al sambódromo de Rio de Janeiro.

 A rainha da bateria

     "Basta de saudade", suplicaba Vinicius de Moraes en una de sus letras fundamentales, para luego exigir el fin de "este negocio de ti viviendo sin mí". Luego de tantos años de adorar esta música sin haber puesto pie en la más grande pasarela de samba del universo, me come la saudade por el mañana. Con su permiso, pues: Ego me absolvo.

Leer más
profile avatar
4 de febrero de 2008
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.