Xavier Velasco
Lo peor de guarecerse en manías gaznápiras es tener que sacar la cara por ellas, y hacerlo hasta el extremo de enorgullecerse. Sobran quienes se ufanan de ser intolerantes compulsivos, perezosos tenaces o frígidos del alma y reflejarlo en una larga lista de tics hechos en casa, que de acuerdo a una lógica comodina y mediocre resaltan lo que llaman su individualidad. Vamos, no es que se sienta uno libre de todo ello; si consigo advertirlo con facilidad es porque soy también anfitrión de numerosas y muy cretinas supersticiones. Nada desquicia tanto de los otros como que osen tener manías similares. Cosas que uno consigue perdonarse más fácilmente luego de haberlas condenado en el prójimo.
He conocido a tipos que se envanecen de nunca haber leído un libro. No tienen tiempo, dicen, para gastarlo en estupideces. Ya bastante se cansan pensando en el trabajo para tener que hacerlo fuera de él, como si los quehaceres neuronales fuesen un sacrificio y no un placer. Uno de ellos dejó de ser mi amigo el día que lo cité para un café en una librería. "Esos pinches lugares me agreden con su cultura", se excusó, y no pude evitar responderle qué tan beligerante me parecía su pinche ignorancia, cuando tal vez lo único procedente habría sido carcajerme en el auricular. Pero había que golpearlo, no tanto para hacerlo sentir mal como para atacar mis íntimos malestares, pues desde siempre siento que he leído y leeré menos libros de los que debería. Tachar, pues, de ignorante a mi amigo el palurdo me relevaba de la preocupación de temerme mucho menos sabihondo de lo que aquel silvestre imaginó.
Hasta hace poco me ufanaba de beber cuando menos seis Coca-Colas diarias. De otro modo, afirmaba con vanidad vestida de resignación, no puedo ni escribir. Cuando lo único cierto es que para sentarse a empujar las ficciones no se precisa más que un par de cucharadas de osadía y varios kilos de fe en uno mismo. Aquí y ahora, en mitad de la Amazonia, he cambiado las seis Coca-Colas por dos latas al día de Guaraná Antarctica y un poderoso plato de açaí, sin que por ello se me traben los párrafos o la tinta se niegue a fluir. Solía decir, también, que la escritura de una novela me exigía la familiaridad del espacio casero, de manera que sólo en mi hogar y a una hora del día podía hacer lo mío como Dios manda, cual si la Causa Primera No Causada se entretuviera en ordenar estupideces.
¿Cómo he sabido que toda esa teoría de la escritura sedentaria no era más que otra de mis manías idiotas? Desde el momento en que me vi orillado a elegir entre la mujer de mi vida y la novela en turno, que era como tener que decidirse entre llevar adentro corazón o pulmones. Reinaldo Arenas debió escribir tres veces la misma novela, no en un estudio bien acondicionado sino en una mazmorra infame, donde no había pretexto para el conformismo. ¿Y qué decir de esa manía antipática de encerrarme dos horas en un cuarto de hotel antes de proceder a la presentación de un libro? Pues nada, que hasta hoy no consigo quitármela, aun si más de una vez -o más de veinte, para ser sincero- he llegado hasta el escenario sin putísima idea de qué voy a decir, y una vez sometido a la presión del momento el asunto funciona como si hubiera habido un guión escrupuloso.
Detrás de cada manía suele ocultarse algún temor sin nombre. Nada que no sea fácil de ver en los demás y pasar totalmente por alto en uno mismo. Manías que limitan y acomplejan, que se alían con la peor parte de uno sólo para tranquilizar a sus zonas mediocres con la certeza bemba de que nunca ha podido, ni puede, ni podrá: un argumento irrebatible, según quienes envidian en secreto al maniático y prefieren que siga encariñado con sus limitaciones postizas. Claro que es imposible vencerlas a todas, pero de ahí a llevarlas por bandera existe cuando menos tanta distancia como la que separa a la compulsión del deseo. Y ahora, si no les importa, voy a empujarme la primera Coca-Cola de este mes. ¡Bebida inmunda, cuánto la extrañaba!