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Santísimas caipirinhas

Por 6 de febrero de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

"Vistoso" es uno de los calificativos más comunes para el Carnaval de Rio de Janeiro. Estoy al fin, me digo, no sin emoción, en el Sambódromo. Esto es Sapucaí. Debe de haber al menos tres cámaras por metro cuadrado entre el graderío, basta con asomarse a uno y otro visor para advertir que toman casi todas la misma foto. A la mía la traje de paseo: recién llego descubro que la pila está muerta y eso en algún sentido me tranquiliza. Al final prefiere uno vivir las cosas que pasarse las horas fotografiándolas. Más todavía, no se desea ser espectador del Carnaval sino parte de él, en lo posible.

     Lo posible, no obstante, tiene sus límites. Un boleto allá abajo, o allá enfrente, en los palcos, flota entre mil quinientos y tres mil dólares. El mío, de gayola, con trabajos costó doscientos cincuenta, y he aquí que la Princesa Amazónica, por cuya compañía aúllo desde mi graderío, está allá enfrente, en el palco, dueña de una esplendente entrada de cortesía. Nos hemos separado por las próximas horas, que no serán pocas, y tengo la encomienda más bien espinosa de divertirme a solas durante todas ellas. Cosa que por principio no consigo ni moviendo las piernas al son de la canción de la primera escuela de samba de la noche: Mocidade.

     Mira uno y no lo duda: es todo tan vistoso como un desfile celestial. Tomo el teléfono para hacer un apunte y desisto tan pronto como empiezo, pero igual continúo pensando de la misma manera. Buscando las palabras en la cabeza, definiendo, distinguiendo, ejercitando inútilmente las neuronas para ver si así abarco cuanto miro. No me doy cuenta aún, y no me la daré durante el paso de las tres próximas escuelas -Unidos da Tijuca, Imperatriz Leopoldinense y Vila Isabel- que semejante forma de ordeñar la ocasión supone el ejercicio de la triste y torcida profesión de crítico de fiesta: ese pobre infeliz que está siempre a la orilla del baile, felicitándose de no ser jamás él quien hace los ridículos.

     Pasado el desfile de la cuarta escuela -cada una se toma poco más de una hora, son más de cuatro mil danzantes por escuela- desfallezco en las gradas y al fin salgo a pasear por un rato, en la esperanza de que la Princesa Amazónica se halle al menos igual de aburrida y me pida que nos vayamos de una vez. Le llamo en medio del escándalo y he aquí que está feliz. "¡Ya viene lo mejor!", me anima, pero sólo consigue emocionarme la idea de que lo mejor es también el final, que según nuestros cálculos sucederá poco antes del amanecer. En el camino se me cruza un ángel. "¿Caipirinha?", pregunta. Descubro entonces que son varios los ángeles y las regalan a todo el que pasa…

     Cuatro caipirinhas más tarde, los colores del mundo han cambiado. Se diría que estamos en high definition. Vuelvo a la gradería en el comienzo del quinto desfile. La escuela Grande Rio ha llegado partiendo leña y ya en las gradas se multiplica la danza. Ni siquiera lo pienso, llego a mi sitio y ya estoy brincoteando, con la letra en la mano y el coro en los labios:

     Com todo gás vou te dar amor
     Com muito amor vem me dar paixão
     É tão brilhante nossa chama que clareia
     Incendeia o meu coração.

     Hay un gozo que sube piernas arriba, un deseo interior de darlo todo aquí, ahora mismo, excederse bailando hasta que los pies duelan insoportablemente, pero esto último no se halla ni cerca. Hace un rato, cuando estaba de pie, sólo mirando, me torturaban de punzada en punzada, y ahora saltan sin freno ni pausa ni el mínimo deseo de reposar. En medio de todo eso, los colores y el esplendor reinante hacen que toda esta gigantesca extravagancia rebote en los sentidos como un milagro.

     Grande Rio vem cantar
     Minha escola é o gás da Sapucaí
     Se a lição é preservar
     Meu grito é verde, Amazonas, Coarí.

     Bailamos muchos, cantamos casi todos. Cuando la escuela de Grande Rio se va, salgo por una nueva caipirinha, entre el público y las bailarinas que vienen de regreso. Rodeada por ocho hombres de seguridad con las manos tomadas, camina oronda la reina de la batería, entre decenas de ojos caníbales. Pero uno tiene prisa por volver, allá adentro ya suenan los tambores de Beija-Flor, la escuela que ha sido campeona en cinco de los últimos seis carnavales. Una vez en las gradas, ya con el combustible en su lugar, me lanzo cuesta abajo hacia otros setenta minutos de baile ininterrumpido y frenético, bajo esa sensación más bien hambrienta de que hay que vivir mucho en poco tiempo, no sea la de malas que después se nos caiga el mundo encima.

     O meu valor me faz brilhar
     Iluminar o meu estado de amor
     Comunidade impõe respeito
     Bate no peito eu sou Beija-Flor.

     Hace un rato, cuando aún contemplaba impasible la fiesta, esperaba con ansia el paso de los trescientos o cuatrocientos tambores, pero ahora ni cuenta alcanzo a darme. El contagio es tenaz. Bailo entre un alemán y una carioca con los que solamente intercambio sonrisas, que no obstante son más que suficientes porque apenas hay tiempo para otra cosa. Entiendo ya que estoy en la fiesta más grande del mundo, que quizás nunca vuelva a estar en otra igual, que ahí vienen ya los últimos carros y la música habrá de terminarse. Mierda, hay que aprovechar.

     Tras los últimos miembros del desfile, camina una vez más el equipo de limpieza, cuya estrella es un hombre que baila mientras barre y recibe tantos o más aplausos que las estrellas. Hasta que en un momento la música para, se hace el silencio y es hora de salir, con la sonrisa impresa y el cuerpo agradecido (los pies, cosa rarísima, todavía no duelen). Son ya casi las seis de la mañana, tomo el teléfono y ahí está la Princesa Amazónica. "¿Nos vamos a la playa?", me sugiere, y al instante comprendo que ahora mismo el cielo de los cielos tiene que estar allí, en las rocas de Arpoador, a pocos metros de la de Ipanema, donde pronto veremos al sol salir.

     Afortunadamente hay multitud de taxis. "Al edén", por favor, le pediré al chofer, fingiendo mal que aún no estoy ahí.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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