Skip to main content
Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

Blogs de autor

Proceda, Mr. Pro

Así como la mayoría de los inquilinos de la cárcel jura que es inocente, afuera casi todos aseguramos ser profesionales. Y si no que le prueben a uno lo contrario. Para suerte de pícaros, buscavidas y fantoches, el diccionario ofrece notable manga ancha en alguna de sus definiciones de la palabra 'profesional': Dicho de una persona: Que practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive. Una vez aceptada en el club de los pros semejante legión de legiones, el diccionario acaba de premiarlos con la última acepción de la palabra: Persona que ejerce su profesión con relevante capacidad y aplicación.

     No es por error ni azar que el diccionario abre a felones y cacos las puertas del reconocimiento profesional, si ya la policía se encarga de orillarlos a hacer lo suyo con relevante capacidad y aplicación, amén de que muy pocos oficios castigan el error con tal severidad. Si otros toman la senda del profesionalismo por cariño, ambición o desafío, el que roba o estafa lo hace básicamente pensando en evitarse la calamidad de pasarse los próximos quince años encerrado entre puros aficionados. Ser, en este sentido, profesional, es conocer el precio del amateurismo y a partir de ese punto darse a perder el sueño afinando el control de calidad. ¿Qué malandro no busca ejercer un control a prueba de sabuesos sobre todas y cada una de las variables propias de cada lance, si ya todos sabemos que en el arte de sorprender al prójimo no hay constantes que valgan y sus únicas leyes pertenecen al código de Murphy?

     Acción y efecto de profesar, define el diccionario el término ‘profesión'. En lo tocante al verbo ‘profesar', la Academia establece, entre otras acepciones no tan pertinentes, que consiste en "sentir algún afecto, inclinación o interés, y perseverar voluntariamente en ellos". En caso, pues, de duda, bastaría con averiguar si el prospecto de pro en realidad profesa al proceder. Cosa nada difícil, pues la presencia del afecto, la inclinación o el interés suele advertirse pronto, aunque no tanto como su escandalosa ausencia. Por más que los románticos abismales insistan en no ver el desdén del objeto de sus ansias, uno en el fondo sabe quién lo quiere y quién no. Uno prende la tele y advierte, sin tener que aplicarse mayormente, que el monigote que está ahí cantando no lo hace por cariño ni por gusto ni por mínimas ganas de profesar, y acaso, de poder, elegiría estar en otra parte.

     Nada irrita y estorba más al conformismo propio que el profesionalismo ajeno. Y viceversa. Una vez que los sentimientos se involucran en un cierto proyecto, se desarrolla un miedo visceral a fracasar en el querido empeño, hasta el extremo de equipararse involuntariamente al criminal, que tampoco se atreve a contemplar la posibilidad nefasta de ver frustrado el plan. Corrijo: El Plan. Profesar es poner en la mira al desafío soñado, ir hacia allá y prender fuego a las naves. No es que el profesional sepa más que los otros, sino que se ha prohibido fracasar, de modo que lo que uno menos terco juzgaría un fracaso parece, a los ojos obsesos de nuestro personaje, nunca más que una curva en el camino. Que es lo que le sucede al ladrón que ya trae tres patrullas detrás pero conserva viva la certeza de que los aguafiestas de azul van a acabar pelándole los dientes, y eso cuando menos.

     Keith Richards, otro pro con escasas simpatías entre los de uniforme, ha dicho alguna vez que un músico profesional no es el que hace rugir a un estadio repleto, sino el que puede llegar a un restaurante con su guitarra, proceder a lo suyo y lograr que le sirvan un plato de comida. Joderte alegremente por lo que amas, qué otra cosa al final es profesar.

Leer más
profile avatar
4 de abril de 2008
Blogs de autor

El asesino era el diccionario

Aquél era uno de esos restaurantes cuyo menú destaca por el ingenio de quien lo concibió. Los platillos tenían nombres de novelas y las bebidas de personajes. A cada sugerencia la acompañaba, además, una descripción que habría sido muy divertida de no cojear del único pie del cual un texto literario no puede darse el lujo de estar chueco. La ortografía, claro. Incluso los errores de sintaxis consiguen hacerse pasar por descuidos, y en ciertos casos por vanguardia pura, pero un cajón escrito con ‘g' incinera ipso facto el respeto ajeno. Llamé, pues, al mesero, preocupado por presunta la calidad de unos platillos de ínfulas literarias que se anunciaban con mala ortografía. Diez minutos después, ya tenía a la dueña disculpándose. Yo lo entiendo, añadió, luego de prometer que mandaría imprimir un menú sin errores, duelen los ojos de leer el español así.

     Hasta donde recuerdo, mi mayor mérito académico en la infancia entera fue sacudirme las faltas de ortografía, bajo el atormentado celo de mi madre. Hasta entonces yo no me daba cuenta, ni entendía por qué pedirle a Santa Claus una bisicleta y barios cochesitos podía ocasionarle a mi mamá punzadas en la córneas e insuficiencias crónicas en la autoestima. Hay quien dice que los errores ortográficos no impiden que el mensaje se transmita, pero equivale a pronunciar un discurso con un frijol a medio colmillo. ¿Cuál es, a todo esto, el mérito de quien nos habla sin delatar qué fue lo que comió? Ninguno, por supuesto. La gente espera que uno intente hablar con la boca vacía, de ser posible sin un solo eructo. Detalles que uno aprecia, pero tampoco es cosa de aplaudirlos. Cuando al fin consiguió que no la avergonzara -al menos por escrito, que ya era algo- mi madre conoció no la satisfacción del que se anota un mérito, sino la paz de espíritu de quien al fin cumplió con cierto requisito.

     Complace a los infieles que uno crea con ellos que ser fiel es un mérito, del mismo modo que el mal escritor se solaza escuchando que su última novela está muy bien escrita. A una persona honrada no le cuesta trabajo la honradez, ni espera premios, halagos u ovaciones por ejercer el acto reflejo de la decencia. Nunca he visto que condecoren a un empleado por no robarse nada en cuarenta años. Tampoco sé de un grupo de ladrones que se premie entre sí por no haberse dejado agarrar. Un libro mal escrito se parece a una de esas mentiras mal contadas que  causan extrañeza primero e indignación después -¿cree acaso el narrador que es uno imbécil?-, cuando no indiferencia desde el principio.

     Curiosamente, al narrador sin otro mérito que el cumplimiento estricto del requisito básico no solamente se le perdonan los despropósitos que llevarían a un cirujano a la cárcel, sino que hay quien lo premia y lo cubre de encomios almibarados por ese libro tan bien escrito. Para quienes leemos por placer, un libro mal escrito ni siquiera existe. No se le ve, y de leerlo ni hablar. Pasa lo mismo con cantidad de textos muy bien escritos que no tienen más que eso. O sea nada de nada. Escribir bien no es deslumbrar a punta de palabras, sino hacerse invisible detrás de ellas, y de pronto evitar esa frase tan bien escrita que se bastaría sola para darse un balazo en el centro del crédito. Escribir bien incluye, si se hiciera preciso, la posibilidad de escribir mal. Ojalá que a propósito.

     Está muy bien escrita, me asegura un amigo luego de preguntarle por cierta novela. Por la neutralidad de su tono de voz, que evidencia total ausencia de entusiasmo, creo entender cuál es el mérito del libro de marras: carece de una sola falta de ortografía.

Leer más
profile avatar
2 de abril de 2008
Blogs de autor

Memoria de Isabel

Mentiría si dijera que éramos muy amigos, pero me quedaría corto si omitiera la mutua simpatía que en más de una ocasión nos llevó a chocar copas, entre risas. Corría el 2003 cuando la conocí, durante una de esas mañanas deslumbrantes en que todo es inédito y parece que el mundo acaba de inventarse. Tenía apenas unas horas en Madrid, seguía pensando y apenas creyendo que un par de meses antes aún me preguntaba cómo hacer para publicar mi novela, y de pronto me veía con el libro en las manos, sentado frente a Isabel Polanco.

     Estaba en todas partes, nada se le escapaba. La recuerdo borrosa de aquel primer día en el que no logré hacer foco en nada porque todos los rostros eran nuevos y cada nueva escena tenía la textura de un sueño sin orillas. Pero al día siguiente ahí estaría, y por la noche igual. Era una de mis cómplices, cómo dudarlo. Tiempo después, ya en México, la encontré en un cocktail y fue como si nos hubiéramos saludado la noche anterior. No se daba importancia, tenía demasiadas ideas entre manos y energía de sobra para echarlas a andar.

     Desde que vi su foto en el periódico no he logrado sacármela de la cabeza, ni tampoco asumir que ya no está. Uno tiende a creer que las mujeres como Isabel van a estar ahí siempre, cuenta con ellas como con el mañana. Releo la noticia del sepelio y me niego a creer que el redactor se refiere a Isabel. Miro otra vez su foto y menos me lo creo. Voy cerrando la boca, los ojos, el periódico. Busco una flor, encuentro un tulipán. En el nombre de aquella complicidad, pido asilo en la tierra del silencio.

Leer más
profile avatar
1 de abril de 2008
Blogs de autor

Del lunes y los otros

La tarde del domingo seduce a los suicidas y ensombrece a los niños que detestan la escuela. Por oscuros motivos emparentados con el equilibrio cósmico, la mañana del lunes tiene un peso específico mayor sobre los hombros del terrícola promedio. La del jueves es noche de cómplices, nadie quiere contar lo que hizo en esas horas de hedonismo traidor. En un miércoles cabe cualquier cosa, los buenos viernes comienzan en miércoles. Ni el mediodía de un lunes asfixiante pesa tanto como una noche de sábado a solas. El primer lunes de cada año se llega hasta la noche con piolet o muletas. Contra lo que los tristes prefieren asumir, la del domingo suele ser la mejor noche de la semana, sólo que uno la desperdicia durmiendo. Ciertos martes el universo amanece inflado de una rara ligereza. El jueves tiene un magnetismo especial sobre los malamados intrépidos. Aun si nadie lo cree, hay pervertidos que van al supermercado en plena madrugada del sábado. Pocas fiestas ocurren durante la noche del lunes al martes; si alguna se prolonga, nadie la olvidará. Cada tarde de viernes se parece a una fuga masiva, sólo un sino fatal explica que estén todos de vuelta para el lunes. Morir durante el fin de semana supone una salida triunfal, aunque estorbosa para el elenco vivo. Hay quienes creen que las personas felices son aquellas que se desvelan en miércoles. Existe cierta dosis de vanidad hedionda en esa extravagante propensión de los virtuosos a desmañanarse cada día festivo. Por regla general, los lunes de diciembre contienen más pimienta que los viernes de enero. El encuentro casual entre un domingo y un lunes feriado produce la impresión de doble o triple domingo seguida por un martes con sabor de lunes. Los licántropos tímidos experimentan culpa cuando vuelven a casa al comienzo de un martes y encuentran al vecino realizando ejercicios matutinos: Se me murió una tía, declaran con las gafas recién puestas. Si la revisa uno escrupulosamente, descubrirá que en la mañana del viernes caben varios minutos de quince segundos. Matemáticamente es improbable que un lunes pueda ser el mejor día en la vida de nadie, pero a más de uno le ha sucedido y cuentan que creían flotar en uno de esos sábados jupiterianos cuyas noche se extienden igual que las caricias de un fantasma invocado intensamente. Por lo demás, las matemáticas trabajan poco en lunes: las variables tienen su día de asueto y las constantes no se dan abasto (¿será que aquella rara luminosidad que tienen ciertos martes se explica solamente a partir del retorno de las variables a las horas hábiles?). Un suicida que llega vivo al martes probablemente sea un chantajista. Un niño que se finge muy enfermo para no ir a la escuela tiene el poder de transformar al lunes en unas vacaciones de verano. Que los días de la semana tengan su nombre propio e intransferible nos hace inevitablemente supersticiosos. Puede uno llegar lejos con una mujer a la que conoció en viernes, pero sólo hasta ciertas alturas del sábado. Es decir que de haberse conocido en la aridez oceánica de un lunes, seguramente nunca se habrían dejado.

Leer más
profile avatar
31 de marzo de 2008
Blogs de autor

Los zapatos del canalla

Con frecuencia seguramente sintomática, quienes nos olvidamos de nuestros problemas para hundirnos en los de nuestros personajes nos parecemos a las sufridas heroínas de las telenovelas. Por más que echamos mano del buen juicio, terminamos cayendo en las garras de los malos. Les creemos todo lo que nos dicen, aun a sabiendas de que sólo nos quieren porque les somos útiles y cuando puedan van a abandonarnos. Festejamos incluso sus chistes más infames, sin pensar demasiado que mañana podrían hacerlos a nuestras costillas, y por supuesto a nuestras espaldas. Los seguimos de cerca, igual que un cazador de autógrafos, sólo para después asquearnos de ellos y preguntarnos cómo pudimos aguantarlos. ¿Cómo saber, no obstante, qué tan bueno es un personaje bueno cuando no hay un canalla junto al cual medirlo?

     Parte del protocolo de suponerse bueno -decente, dice uno, o piensa, o de menos asume- consiste en azorar y ser azorado con el relato entre alarmante y sardónico de lo que otros se atreven a hacer. Cuando niño, solía investigar el calibre moral de mis fechorías contándole a mi madre que otro, nunca yo, las había cometido. Hay una bienhechora sensación de indulgencia en el repaso de la maldad ajena, con la cual es más fácil ensañarse. Condenar a quien hizo lo que uno hace tiene el efecto de una larga indulgencia sobre el hipocritón que se finge asustado para alumbrar mejor su inocencia. Él sería incapaz de una cosa así.

     Simpatiza uno al fin con los villanos porque nadie sino ellos nos da la sensación de tener en números negros la cuenta kármica. No hay cómo defenderlos, pero lo que ellos buscan es ser temidos y hasta denostados. Si realmente son malos, deberán carcajearse de la alarma que causan sus procederes. En lugar de sufrir hasta las lágrimas, como es seguro que lo merecen, esperan que nosotros sollocemos por ellos, pues incluso los más antipáticos tienen alguna vena seductora. El cinismo seduce a los desprevenidos, quizá por esos aires de libertad extrema que alguien dentro querría compartir y no se atreve.

     Nada hay pues de estrambótico en que los llamados canallas sean ricos en propiedades narrativas, que son precisamente las que procuramos quienes queremos contar sus historias. No basta entonces con creer en ellos, sino que es necesario comprenderlos. Hacerse uno con ellos y peor, acompañarlos. No digo que no sea entretenido convertirse en villano impunemente y más tarde, de noche, recordarlo y reírse de todo lo que uno hizo sin hacerlo, en la persona de ese miserable que es evidentemente capaz de cualquier cosa, menos de osar tentarse el corazón por nadie. Pero pasan los meses y llegan las cuentas y uno es al fin quien tiene que pagarlas, ya se sabe que los villanos esquivan por sistema a los cobradores.

     Cree uno, muy al principio, que el privilegio del narrador está en una supuesta impunidad, pero ello es tanto como suponer que un celador es libre sólo porque no está detrás sino delante de esas mismas rejas. En realidad, creo que simpatizo con mis villanos porque les debo buena parte de la historia, y porque cuando las almas de Dios sólo saben chillar y maldecir su suerte, siempre hay un canallita dispuesto a destrabar la trama entera con el poder de su ingenio torcido. Si ya después me llega la factura, no me queda más que ponerme a mano por los excesos del engendro perverso sin el cual no habría historia, ni ganas de contarla. Y ahora con su permiso, tengo cita con dos perfectos desgraciados. Me urge contar su historia, ponerme en los zapatos de uno y otro. A ver si no contraigo pie de atleta en el alma.

Leer más
profile avatar
28 de marzo de 2008
Blogs de autor

De íntimo kodachrome

Si creyera en aquella burrada de ingenioso barniz según la cual "una imagen dice más que mil palabras", andaría por la vida cargando una cámara. Quien haya pergeñado ese eslogan con ínfulas de proverbio poco o nada sabrá de la delicia que es encerrarse a acomodar un millar de palabras retobonas. Cuando hacía publicidad -si hubiera de elegir una imagen ideal para ilustrar estas tres palabras, usaría la de una sierva sexual en el retiro- solía escuchar máximas de este tipo, con las cuales podía uno salvar o echar abajo una determinada idea. Dos de ellas me gustaban. De hecho, deberían formar parte del catecismo elemental de cualquier escritor o fotógrafo, toda vez que una y otra son aplicables a los dos quehaceres, y a su modo a cualquier tarea estética:

     1. Escribe con imágenes, ilustra con palabras.

     2. Si ya lo has visto antes, no hagas click.

     En mil palabras caben varias decenas de imágenes, y hasta cientos, si se escribe un poema. Palabras de sabores, olores y colores diferentes, de pesos y medidas tan variables como formas habrá de combinarlas, de duración y resonancia configurable de acuerdo a los conjuros exigidos, de hondura elástica y casi siempre alta temperatura (se habla o se escribe, al fin, para romper el hielo). Escribir con imágenes no es trazar dibujitos insulsos -que es como a mí me salen los dibujitos- y acaso explicativos, sino pujar, sudar y desvivirse por el puro deseo de traer a la luz algo que es más que imagen o palabra. Algo que duele o arde o punza o peturba o desvela o o fascina o perfora o somete o hechiza, o todo al mismo tiempo, si es posible. Algo que parece alguien, de repente. Algo que sólo puede existir de una manera exacta, que sin embargo vemos aún borrosa y es preciso encontrarla de entre tantas variables concebibles. Cual si más que una imagen fuera un espíritu y hubiera que llamarlo a puros gritos en medio de una noche chocarrera.

     Se está desamparado entre tantos fantasmas. Afortunadamente, de eso se trataba. Darse a acomodar uno o varios millares de palabras supone una afición al desamparo que bien puede expresarse en otra máxima, por lo común sarcástica y sin embargo cierta y comprobable como las mismas leyes de Newton, sólo que en territorios del placer. Así, lo que en la burocracia nos parece execrable lo exigimos en la literatura:

     3. ¿Para qué hacer las cosas fáciles, cuando podemos hacerlas difíciles?

     No se sienta uno a escribir una historia pensando en resolver sus problemas, sino antes y encima de eso en hacerlos crecer y multiplicarse. Inventarse acertijos que desembocan en nuevos acertijos, y éstos en otros más, de forma que al final se invoca a un extravío similar al de aquellos intrépidos cósmicos que desafiaron a la psilocibina y se preguntan ya, a media turbamulta sensorial, si les será posible regresar. Por eso nos da risa el necio petulante para quien escribir es "cosa fácil", cuando la verdadera gracia de intentarlo está en hacerlo endemoniadamente difícil. No es en la libertad, sino en la restricción donde quien narra encuentra el cuerpo del deleite. La fórmula es antigua, como el deseo: entre menos se pueda, más se querrá.

     No hay palabra que valga por mil imágenes, pero hay varias que se cotizan en un click. Nunca sabemos en dónde buscarlas, aunque de pronto se aparecen solas y uno sencillamente sabe que son ellas, como quien llamó a un alma en la distancia y reconoce ya su inconfundible pálpito. Conjura con plegarias, predica con espectros, pienso en parafrasear, preguntándome si ésta podría ser tal vez la imagen final, cuando de pronto escucho la música secreta de un botón que hizo click.

     Y amén.

Leer más
profile avatar
27 de marzo de 2008
Blogs de autor

Tenderly

Corren tiempos tiernitos, por lo visto. El Comandante en Jefe del Ejército Más Poderoso del Mundo digiere la noticia sobre sus cuatro mil soldados muertos en Irak abrazado a un conejo de peluche. Algo que pocos niños hacen después de cierta edad, menos aún en público o delante de un fotógrafo. Ya con nueve o diez años, una publicidad como esa habría hecho pedazos mi de por sí mermada reputación escolar. Me imagino llegando a clases abrazado a mi conejito de peluche... y saliendo más tarde con los huevos de pascua machacados. Pero eso no le pasa al Presidente Bush, que a falta de un discurso propiamente guerrero lanza contra sus duros enemigos -el eje del mal, ha dicho- un dardo al corazón: Soy tierno.

     Saddam Hussein solía disparar kaláshnikovs a medio balcón. Sus hijitos se divertían ametrallando parvadas enteras de patos. Y así les fue, claro. El mensaje es que de ahora en adelante los niños bravucones no podrán ya abusar de los niños tiernos, y todavía menos de los niños mejor armados que ellos. Que es el caso del hombre del conejito. Cuatro mil muertos y diez mil mutilados o incapacitados son números a la medida del mensaje. O en fin, a la medida del conejo, cuya cabeza es varias veces más voluminosa, y quién sabe si no también más entendida, que la del niño del pelo entrecano. Es tiempo de llorar y patalear, y eventualmente destripar al maldito conejo. Toma, animal imbécil, para que veas quién manda en esta casa. Armar una revuelta planetaria porque no me gustaron los ojos del conejo y además yo quería el del aparador.

     Todos hemos querido abofetear un día a un niño así. Toma, escuincle culero, y si me acusas te saco los ojos. Lecciones provechosas, por supuesto, que sin embargo muchos no hemos sido lo bastante generosos para brindar a tiempo. El mundo, con razón, se escandaliza por los niños maltratados, pero no existe quien alce la voz contra esos bravucones de resortera y chantajistas de conejito que desde muy pequeños se enseñan a manipular arteramente al mundo. ¿Qué iraquí con un mínimo sentido del decoro no habría querido reventarle los belfos a los niños Hussein, que ya entonces vivían acostumbrados a presenciar torturas y ejecuciones?

     -¿No va a querer su cena, niño Jogito?

     -Cállate ya el hocico, criada infeliz, por tu culpa llevo cuatro mil muertos.

     Recuerdo que a partir de los ocho, nueve años, los muñecos de peluche servían para dos cosas: pretender inocencia y desahogar la mala conciencia. Míralo, pobrecito, ¿no te da ternura? Y uno fingía que no escuchaba nada, se aplicaba a adueñarse del papel de estrella frente a un público pleno de gratitud. ¿Quién va a creer que un angelito así pudo haber insultado a la recamarera? ¿No es cierto que la forma en que se abraza al conejito es prueba contundente de su naturaleza angelical? Y adentro de Jogito suenan tambores y clarines victoriosos porque mamá va a terminar echando a esa chismosa a la calle y ni ella misma supo ni mamá va a enterarse que me oriné en su sopa, ja-ja-ja.

     Un niño acostumbrado a vencer en secreto a los adultos es poco menos -a veces poco más- que un Godzilla en potencia. Tal como los políticos manipuladores se valen, de los nazis para acá, de un chamaco para tomarse la foto, los niños consentidos hacen desfachatado uso de la ternura para manipular a sus mayores más maleables. No me consta, por cierto, que la fotografía de George W. Bush abrazando al conejo sea un estricto acto de cinismo, pero prefiero eso a pensar que es sincero, perspectiva esta última que ya de entrada me revuelve el estómago. Todos hemos temido vomitar algún día sobre un niño así.

     You took my lips, you took my love... so tenderly, cantaba Sarah Vaughan desde un piso distinto de la ternura. Ay, la ternura. Podría uno hacer niños a lomos de esa música. Y hasta maleducarlos, no faltaba más.

Leer más
profile avatar
25 de marzo de 2008
Blogs de autor

Chatarra para el diván

Lo que bien se aprende, no se olvida, decían en la escuela cada vez que uno argüía que algún conocimiento pertenecía a un curso anterior. El problema, entonces incipiente y hoy escandaloso, está en la cantidad de fruslerías que uno debe aprenderse si pretende seguir tuteando al mundo. Instructivos, manuales, tutoriales y cursos cuya vigencia se desvanece con el arribo del próximo invento. Me amargaría la vida calcular, sólo en el disco duro de mi computadora, cuántos manuales hay cuyo conocimiento me ahorraría esfuerzo y tiempo en el manejo de cada herramienta, aunque sólo por algún corto tiempo. Pero al cabo no sé si sea más amargo resignarse a que nunca va uno a apalabrarse bien con todos sus autómatas, o a continuar atesorando conocimientos chatarra y más pronto que tarde terminar compartiendo su obsolescencia.

     Cada aparato con el que uno se entiende aspira a convertirse en una prótesis. No saber manejarlo tal como lo aconseja el instructivo equivale a ir cojeando por la vida, pero ni los usuarios más ordenados tienen el tiempo y el espacio mental para moverse con gallardía por las decenas de tableros e interfaces con los que hay que entenderse cada día. Al final, descompone uno los juguetes sin saber bien a bien qué fue lo que hizo mal, y eso desde el momento en que desconoce supinamente la utilidad de buena parte de los mandos y botones, de modo que oprimirlos equivale a sumir la tecla random y encomendarse al Espíritu Santo. Imaginemos una mano mecánica que se limita a obedecer las dos terceras partes de las órdenes de su dueño, ¿quién le asegura que cualquier día no va a mirarse abofeteando involuntariamente a un alto jerifalte siciliano?

     Son legión quienes se enorgullecen de sus conocimientos chatarra. Que es como envanecerse por poseer un coche nuevo que tardará unos meses en cubrirse de herrumbre. Pero son igualmente legión los que encuentran orgullo en no saber usar un jodido teléfono. Debe entenderse, piensan, que tras esa renuncia a la destreza técnica se oculta un alma insobornablemente libertaria y no una colección de pavores atávicos, primos hermanos de la idolatría. De modo que no sé ni qué pensar, vivo con sentimientos encontrados respecto a esos tiranos electrónicos que en teoría obedecen a un amo que no acaba de gobernarlos.

     Debe de haber un porcentaje importante de caos personal a partir de esta diaria randomización que tiene a buena parte de la humanidad tomando decisiones meramente fortuitas en torno a actividades elementales, que es como irse a vivir a un casino donde las reglas rara vez son las mismas y el premio máximo es la supervivencia. No poca cosa, finalmente, para quienes nos hemos pasado mañanas, tardes y madrugadas enteras oprimiendo botones diseñados para salvar princesas y masajearse el ego en cada buen intento, pues como cuando niños encontramos inmensos yacimientos de autoestima en el manejo diestro de un par de juguetes. ¿Quién no quiere escuchar de unos labios queridos que es un crack del volante, un gurú cibernáutico, un connoiseur en hi-tech, aunque no sea tan cierto y en fin, más que nada por eso?

     Dreamweaver, Word, Safari, Photoshop, ImageReady, Director, iTunes, DVD Ripper, Sound Forge, TextEdit, iPhoto, Flash, Yummy FTP, Fireworks. Son los que me han venido de inmediato a la mente. Cada uno es un brazo mecánico que se mueve de acuerdo a mi colección personal de conocimientos chatarra y destrezas desechables. Nada que pueda presumir ante nadie, la mayoría de estos programas son juguetes celosos y adictivos, meras prolongaciones del gusto viejo por los videojuegos y las monomanías propias de quien ha contraído el vicio de narrar. Hay oculta una placentera impostura, similar a la de los juegos infantiles, tras el apasionado escozor por los conocimientos chatarra. Se juega y no se juega, se es y no se es, se salva a la princesa cojeando de ambas piernas y se siente uno heroico por eso, como San Juan Autista recién canonizado. To be and not to be, that is the password. *

 

* Escrito tras pasar a duras penas por la lección 14 del libro-curso-juguete Final Cut Express: Movie Making For Everyone (Apple Training Pro Series), por Diana Weynand.

Leer más
profile avatar
24 de marzo de 2008
Blogs de autor

Levantamiento de cruz

Vi la fotografía del ahorcado aún vivo, en manos de los verdugos. Luego otras donde ya se balanceaba, colgado de una enorme grúa. Hasta la fecha encuentro un magnetismo espeluznante en las imágenes de un ajusticiamiento. Contemplar esas instantáneas siniestras donde la maquinaria inapelable asesina en público y con la ley en la mano. ¿Qué ley? La sharia, en este caso. La gran conquista de la revolución iraní. Los condenados cuelgan  en plena calle, mientras abajo y desde los edificios menudean los curiosos que aprovechan para tomar fotos del muerto fresco. Habrá quienes aún lo pescaron convulsionándose, con las facciones de pronto deformadas por la acción de esa soga de color azul, coquetería extraña en un patíbulo. O será que les da igual el color, para un trabajo en tal medida cotidiano.

     Siempre es algún consuelo fantasear sobre los horribles crímenes que el ahorcado tuvo que haber cometido para acabar así. Puede uno hacerse a un lado, entonces. Sentenciar levantando los hombros que el infeliz se ganó su castigo. Pero al fin no sabemos por qué fue, si se le ha condenado por la sharia pudo ser acusado de no creer en Dios. O inclusive de no acreditar a sus representantes en la tierra, que son precisamente los que imponen la sharia. Pudo ser acusado por cualquier cosa, y hasta por ninguna. Su función, al final, es servir como ejemplo. Que la gente lo vea y se asuste y se pasme y se sacie. Mira lo que les pasa a los infieles.

     De acuerdo a los criterios de esos jueces, yo merezco de menos un castigo idéntico. Como lo habría merecido de la Inquisición, si de vivir entonces me hubiesen acusado de herejía. Hay una fiesta secreta y mezquina en torno a cada cuerpo que cuelga o arde o es descuartizado, al público le gusta presenciar acontecimientos inolvidables. Ver que es otro, no uno, el que estira la pata frente a todos, las manos esposadas y los pies descalzos. Fotografiado antes, durante y después del trabajo de la grúa, que alza el cuerpo en lo alto como un trofeo público. Se diría que es el botín de todos. El trofeo de los puros, que de seguro sólo inquietará a los que deben algo y ya tarde o temprano pagarán.

     Soy uno de los tantos que crecieron pensando que el hombre de la cruz murió por sus pecados. Sé desde entonces que en algún punto del planeta hay una cruz que espera por mí, pero es cierto que bien podría ser una soga. Vuelvo a mirar las fotos y experimento el vértigo enfermizo que tantas veces me pescó del cogote en la iglesia. Una fascinación aterrada que luego me ayudaba a fantasear en torno a toda clase de muertes y asesinatos. Por eso pocas veces puedo evitar, durante la horas oceánicas de Semana Santa, practicar el antiguo deporte del cross-lifting. Qué le vamos a hacer, es lo de hoy.

Leer más
profile avatar
19 de marzo de 2008
Blogs de autor

El patín del diablo (y otras estrategias monstruicidas)

De los diablos sabemos que no toleran escuchar su nombre. De los monstruos, que no son tan abstractos para no alborotarse con la luna llena. Los unos son cobardes, los otros animales (y esto último lo certifico en los míos, que son unos cabrones bien hechos). Debe de haber cientos de formas de arrinconarlos, e incluso de meterlos en cintura. Cualquier cosa con tal de no tener que pelear contra unos y otros al mismo tiempo, corriendo incluso el riesgo de que se amafien.

     Pastorear a los monstruos es quizás el trabajo más ingrato en el oficio de la escritura. Ha dicho José Emilio Pacheco que el bloqueo no consiste en no poder escribir, sino en no poder sentarse a escribir. Es decir que los monstruos no se están quietos, finalmente cualquier animalito se harta de que lo traigan dándole vueltas a la noria de la nada. No es socialmente higiénico sacarlos a pasear, pero tampoco es mentalmente sano pasar el día entero jugando al gladiador con ellos. Y aquí es donde interviene el patín del diablo.

     Me gustaría que fuera menos ruidoso, pero al diablo no siempre le gusta ser discreto, menos aún si sale a patinar impulsado por un motor de podadora. Es, visto de muy cerca, la clase de aparato que tendría que avergonzar a quien lo conduce, pero lo cierto es que genera tantas simpatías como extrañezas. Los automovilistas tardan en reponerse de la visión de un cuerpo firme y vertical acercándose por el retrovisor. Nunca muy rápido, con trabajos cuarenta kilómetros por hora. Pero quienes tuvimos un patín del diablo y gastamos decenas de suelas impulsándolo, sabemos lo que vale la idea de volar con él a una velocidad impensable para cualquier juguete doméstico.

     No he olvidado la tarde en que se me ocurrió amarrar a mi chucho -un afgano veloz e impetuoso- al tubo del manubrio del patín del diablo. Pasearía como un rey, sería la envidia de muchos otros niños... Funcionó media cuadra, hasta que el perro vio a una hembra al otro lado de la calle y se soltó corriendo como un caballo flaco. Luego se paró en seco, no bien el patín del diablo y su dueño se estrellaron de frente contra un árbol. Tampoco olvido, aunque esto sucedió hará pocos años, que en mi primera tarde con un patín del diablo motorizado me di de frente contra una reja, de lo cual aún conservo un hueso de la mano ligeramente chueco y salido.

     Recuerdo ambas anécdotas con un cierto deleite, toda vez que una y otra le confieren a mi patín motorizado algo del sex appeal propio de los vehículos autodestructivos. No mucho, pues. Puede que sea el .04 %, pero al menos hasta hoy ha arrasado con varias especies de monstruos. Algo tiene el patín, que revientan después de un rato de ir tras él. Vuelvo entonces a casa libre de alimañas, me atrevería a decir que los he visto desprenderse de mí, no bien sintieron la vibración del manubrio. Estaciono el patín con una excitación similar a la de un día de feria. Recorrer, finalmente, la ciudad de México abordo de un patín motorizado, vale por tres montañas rusas en hilera.

     Aliarse con los diablos para mejor pelear contra los monstruos parece una estrategia comprometida. No sabe uno los cobros que vendrán después, los muchachos del trinche conocen infinitas artimañas, pero a ver quién prefiere vivir montando a pelo al monstruerío en pleno jaripeo de esperpentos. Al fin al mando de la situación, levanto la libreta, tomo la pluma y sin pensarlo más se la clavo en el pecho al demonio que me trajo hasta acá. Perdona la molestia, me disculpo, pero es que tengo que ponerme a trabajar. Digo entonces su nombre y el diablo moribundo se arrastra con premura hacia el infierno que lo parió. Tengo que comenzar de una vez con el párrafo.

Leer más
profile avatar
18 de marzo de 2008
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.