Xavier Velasco
Vi la fotografía del ahorcado aún vivo, en manos de los verdugos. Luego otras donde ya se balanceaba, colgado de una enorme grúa. Hasta la fecha encuentro un magnetismo espeluznante en las imágenes de un ajusticiamiento. Contemplar esas instantáneas siniestras donde la maquinaria inapelable asesina en público y con la ley en la mano. ¿Qué ley? La sharia, en este caso. La gran conquista de la revolución iraní. Los condenados cuelgan en plena calle, mientras abajo y desde los edificios menudean los curiosos que aprovechan para tomar fotos del muerto fresco. Habrá quienes aún lo pescaron convulsionándose, con las facciones de pronto deformadas por la acción de esa soga de color azul, coquetería extraña en un patíbulo. O será que les da igual el color, para un trabajo en tal medida cotidiano.
Siempre es algún consuelo fantasear sobre los horribles crímenes que el ahorcado tuvo que haber cometido para acabar así. Puede uno hacerse a un lado, entonces. Sentenciar levantando los hombros que el infeliz se ganó su castigo. Pero al fin no sabemos por qué fue, si se le ha condenado por la sharia pudo ser acusado de no creer en Dios. O inclusive de no acreditar a sus representantes en la tierra, que son precisamente los que imponen la sharia. Pudo ser acusado por cualquier cosa, y hasta por ninguna. Su función, al final, es servir como ejemplo. Que la gente lo vea y se asuste y se pasme y se sacie. Mira lo que les pasa a los infieles.
De acuerdo a los criterios de esos jueces, yo merezco de menos un castigo idéntico. Como lo habría merecido de la Inquisición, si de vivir entonces me hubiesen acusado de herejía. Hay una fiesta secreta y mezquina en torno a cada cuerpo que cuelga o arde o es descuartizado, al público le gusta presenciar acontecimientos inolvidables. Ver que es otro, no uno, el que estira la pata frente a todos, las manos esposadas y los pies descalzos. Fotografiado antes, durante y después del trabajo de la grúa, que alza el cuerpo en lo alto como un trofeo público. Se diría que es el botín de todos. El trofeo de los puros, que de seguro sólo inquietará a los que deben algo y ya tarde o temprano pagarán.
Soy uno de los tantos que crecieron pensando que el hombre de la cruz murió por sus pecados. Sé desde entonces que en algún punto del planeta hay una cruz que espera por mí, pero es cierto que bien podría ser una soga. Vuelvo a mirar las fotos y experimento el vértigo enfermizo que tantas veces me pescó del cogote en la iglesia. Una fascinación aterrada que luego me ayudaba a fantasear en torno a toda clase de muertes y asesinatos. Por eso pocas veces puedo evitar, durante la horas oceánicas de Semana Santa, practicar el antiguo deporte del cross-lifting. Qué le vamos a hacer, es lo de hoy.