Suele recomendarse, no sin alguna bienintencionada ingenuidad, que salga uno lo menos posible de su casa durante el accidentado transcurso de un día negro. Existe por supuesto una confabulación secreta, a la que no es ajeno el clima, ni el reloj, ni aquella sospechosa sincronía que hace a los aparatos descomponerse con abusiva simultaneidad. Pues no le basta al boiler con reventar a media tarde del sábado; ha de hacerlo además cuando le acaban a uno de cortar el teléfono. Con la puntual ayuda de la mala conciencia, parece fácil creer que el destino arrea hacia nosotros varias calamidades conexas para ofrecernos un escarmiento a tiempo. Es un aviso, se dice el culpahabiente, aliviado también por la ventaja extra de asumirse al comando de su vida, y en tanto libre del influjo fatal de un día negro.
Hasta donde se sabe, sólo hay una manera de escapar al odioso transcurso de un jour noir, y ésta consiste en fallecer a primera hora -un despropósito, antes que una estrategia, pues nadie como un muerto pinta el día de ausencia de color-; de otro modo, el mal fario continuará encontrando la forma de colarse entre las intenciones más luminosas para contaminarlas de penumbra. Cada vez que comienza un nuevo año, sabe uno que el producto incluirá cincuenta y dos tardes de domingo. Doce, con suerte trece noches de luna llena. Dos solsticios y otros tantos equinoccios. Esquivamos, no obstante, la evidencia aritmética según la cual un periodo de 365 días incluye por defecto y necesidad un cierto número de días negros, amén de la certeza estomacal de que varias entre esas jornadas funestas serán de riguroso origen orgánico.
Un día en verdad negro es aquél que sucede igual dentro que fuera del cuerpo que lo sufre. Más allá de ese pesimismo colaboracionista que ya antes de las diez de la mañana le invita a uno a jurar que hoy no es su día, lo interesante de los días chuecos está en la persistencia que los hace invencibles aun ante el talante fanfarrón de un fundamentalista del optimismo. Se engaña entonces no quien astutamente reconoce al día por su negrura y en tanto se resigna a contar las horas que le quedan, sino quien se resiste a dar completo crédito a la inminencia y sigue batallando inútilmente por alumbrar aquello que de suyo es oscuro y fotofóbico.
Para tranquilidad de los aprensivos, los días negros no son mucho más que eso. Por oscuro que haya decidido ser, un día dura nada más que un día, con su corrrespondiente noche de zozobra (misma que de repente conseguimos ahorrarnos, toda vez que al final de la salada jornada llega uno a la cama contagiado del sueño bendito de los perdedores). Ahora bien, nada nos garantiza que al término de un día negro no vaya a venir otro igual o peor. Es infrecuente, claro, pero de pronto ocurre. O uno hace que ocurra, empujado por los malos augurios paridos a lo largo del día anterior, pues se sabe que la desgracia inmotivada tiene aparte el mal gusto de causar adicción. Hay quien disfruta de saberse elegido, aunque sea sólo por el mal agüero.
Se ignora qué sería de las novelas y sus sufridos autores sin la providencial intervención de los días negros, que a menudo resuelven tramas espinosas e intrincadas con la varita mágica del fario traidor. No era su día, opina uno de aquel protagonista cuya debacle súbita resolvió el argumento de la historia y acabó literalmente de un plumazo con las noches en vela del novelista. Al final, casi nada consuela y reconforta a las almas desesperadas tanto como asomarse a un día negro ajeno y verse a salvo de él, díscolamente.
Un día sólo es oficialmente negro cuando al fin ha acabado de transcurrir y podemos narrar sus incidencias. Entonces mueve a risa rememorarlo. Cree uno que si le encuentra el lado chusco al destino podrá minimizarlo, en el futuro. Hasta que llegue un nuevo día negro y, como es su costumbre, nos minimice sin tantita piedad. Sólo porque, otra vez, no es nuestro día.
