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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Hoy sí no, por favor

Suele recomendarse, no sin alguna bienintencionada ingenuidad, que salga uno lo menos posible de su casa durante el accidentado transcurso de un día negro. Existe por supuesto una confabulación secreta, a la que no es ajeno el clima, ni el reloj, ni aquella sospechosa sincronía que hace a los aparatos descomponerse con abusiva simultaneidad. Pues no le basta al boiler con reventar a media tarde del sábado; ha de hacerlo además cuando le acaban a uno de cortar el teléfono. Con la puntual ayuda de la mala conciencia, parece fácil creer que el destino arrea hacia nosotros varias calamidades conexas para ofrecernos un escarmiento a tiempo. Es un aviso, se dice el culpahabiente, aliviado también por la ventaja extra de asumirse al comando de su vida, y en tanto libre del influjo fatal de un día negro.

     Hasta donde se sabe, sólo hay una manera de escapar al odioso transcurso de un jour noir, y ésta consiste en fallecer a primera hora -un despropósito, antes que una estrategia, pues nadie como un muerto pinta el día de ausencia de color-; de otro modo, el mal fario continuará encontrando la forma de colarse entre las intenciones más luminosas para contaminarlas de penumbra. Cada vez que comienza un nuevo año, sabe uno que el producto incluirá cincuenta y dos tardes de domingo. Doce, con suerte trece noches de luna llena. Dos solsticios y otros tantos equinoccios. Esquivamos, no obstante, la evidencia aritmética según la cual un periodo de 365 días incluye por defecto y necesidad un cierto número de días negros, amén de la certeza estomacal de que varias entre esas jornadas funestas serán de riguroso origen orgánico.

     Un día en verdad negro es aquél que sucede igual dentro que fuera del cuerpo que lo sufre. Más allá de ese pesimismo colaboracionista que ya antes de las diez de la mañana le invita a uno a jurar que hoy no es su día, lo interesante de los días chuecos está en la persistencia que los hace invencibles aun ante el talante fanfarrón de un fundamentalista del optimismo. Se engaña entonces no quien astutamente reconoce al día por su negrura y en tanto se resigna a contar las horas que le quedan, sino quien se resiste a dar completo crédito a la inminencia y sigue batallando inútilmente por alumbrar aquello que de suyo es oscuro y fotofóbico.

     Para tranquilidad de los aprensivos, los días negros no son mucho más que eso. Por oscuro que haya decidido ser, un día dura nada más que un día, con su corrrespondiente noche de zozobra (misma que de repente conseguimos ahorrarnos, toda vez que al final de la salada jornada llega uno a la cama contagiado del sueño bendito de los perdedores). Ahora bien, nada nos garantiza que al término de un día negro no vaya a venir otro igual o peor. Es infrecuente, claro, pero de pronto ocurre. O uno hace que ocurra, empujado por los malos augurios paridos a lo largo del día anterior, pues se sabe que la desgracia inmotivada tiene aparte el mal gusto de causar adicción. Hay quien disfruta de saberse elegido, aunque sea sólo por el mal agüero.

     Se ignora qué sería de las novelas y sus sufridos autores sin la providencial intervención de los días negros, que a menudo resuelven tramas espinosas e intrincadas con la varita mágica del fario traidor. No era su día, opina uno de aquel protagonista cuya debacle súbita resolvió el argumento de la historia y acabó literalmente de un plumazo con las noches en vela del novelista. Al final, casi nada consuela y reconforta a las almas desesperadas tanto como asomarse a un día negro ajeno y verse a salvo de él, díscolamente.

     Un día sólo es oficialmente negro cuando al fin ha acabado de transcurrir y podemos narrar sus incidencias. Entonces mueve a risa rememorarlo. Cree uno que si le encuentra el lado chusco al destino podrá minimizarlo, en el futuro. Hasta que llegue un nuevo día negro y, como es su costumbre, nos minimice sin tantita piedad. Sólo porque, otra vez, no es nuestro día.

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30 de abril de 2008
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Soberano interino

Lo encontré en una tienda, enjaulado. Luego de un titubeo premonitorio -sabía de sobra a lo que me arriesgaba- pedí que me dejaran verlo fuera de la mazmorra; diez minutos después, ya le había pagado la fianza. Desde entonces, junio del 2005, el joven Boris ha hecho cuanto ha podido por cumplir un papel destacado en la monarquía hogareña, empezando por destrozar la mesa de la sala, comerse la mitad de Conversación en La Catedral y acabar con los nervios de Don Vittorio -quien hasta el día de la estruendosa llegada del joven Boris había ejercido un aplastante absolutismo afectivo.

     Supuestamente ambos provienen de los Montes Pirineos. Boris, no obstante, es gringo, si he de dar crédito a su árbol genealógico, y Don Vittorio es asimismo hijo de padres gringos, pero nacido en Tlalpan, Distrito Federal. Chilango, al fin. Lo que para uno es guau, para el otro es arf. No me deje mentir quien haya visto ya cuán complicada llega a ser la convivencia entre un chilango y un gringo del mismo sexo. Tres visitas intempestivas al quirófano y varios puntos de sutura más tarde, ambos han terminado por construir una discreta pero firme camaradería. Cuando se quedan solos con la casa -Boris adscrito al área de garage y zotehuela, Don Vittorio en la comandancia general, adentro- se acuestan a ambos lados de una misma puerta de cristal. No se pueden tocar, pero igual siguen juntos.

     Una cosa es vivir con un perro y otra muy diferente con dos. Bien o mal, somos tres y nos gusta amafiarnos en pareja. Sobre todo al principio, cuando la monarquía de Don Vittorio resintió la llegada de un príncipe extranjero notoriamente ávido de reflectores. Lejos de tan siquiera pensar en proponer cualquier forma de democracia representativa o división ilusa de poderes, he entendido que tengo de dos sopas: apandillarme con el Soberano o con el otro súbdito. Es decir que nos queda la alternativa de sopa de fideos o sopa de jodeos, y la primera ya se terminó. Pues aun si me amafio con el súbdito debo genuflexiones al reyecito, cuyo château se yergue entre la sala y el baño de abajo. Territorio Vittorio.

     ¿Cómo se hace entender tamaña jerarquía a un perro adolescente y apunkado? Tras varios días de arresto en el garage y otros tantos a solas en el jardín, el joven Boris ha entendido al fin que al Rey no se le muerde ni con el pensamiento. Todavía no logro que le haga caravanas, que bien se las merece el buenazo de Vito, pero ya lo acompaña en los rondines y hace coro de aullidos con él si escuchan la sirena de una ambulancia. He ahí la situación curiosa del terceto: si entre dos cabe sólo una relación, entre tres caben cuatro, tres de ellas entre dos, más la propia del trío. Escenarios distintos y distantes. ¿Necesito decir que guardo secretos diferentes con cada uno, que los tres juntos compartimos otros, que también ellos dos tendrán los suyos?

     Ayer fuimos a ver a nuestro enfermo. Primero con el sol del mediodía, luego en el fresco del atardecer. Caminamos un rato por el patio, con la bolsa del suero y el catéter colgando, Boris mirándonos desde la ventanilla. Hoy, que de nuevo hacía un calorón, el principito me hizo un escándalo cuando quise dejarlo en el garage. Luego de meditarlo unos instantes, decidí promoverlo temporalmente al grado inmediato superior. Ya en la clínica, Don Vittorio aceptó caminar media cuadra, al lado de un parque. Hablamos largamente, tumbados a la orilla de la banqueta, igual que dos borrachos amigables. Por prudencia, mejor ni toqué el tema del interinato. Muy al contrario, me entregué a hacerle no únicamente las caravanas de rigor; también, y en especial, a rascarle y rascarle las orejas por dentro. Hasta ayer, no soportaba ni eso. Hoy casi lo exigió, armado ya otra vez de su elocuencia e instalado de vuelta en la guapura. Cosechó un par de fans, en tanto.

     Uno sabe que el rey es El Rey porque no pierde el porte ni cuando hace su entrada en un calabozo. De vuelta a su aposento de aluminio habilitado como lecho del dolor, Don Vittorio esperó a que le abrieran la reja y se acomodó solo, sin una orden de por medio porque él muy rara vez acepta órdenes. Sabe su cuento, no suele equivocarse. Con la reja cerrada, se acomoda y me mira con ojos de hasta mañana, como si fuera a lamerme las manos. Majestad hechicera, que la llaman.

 

P.S. En cuanto a los atentos y entrañables mensajes relativos a la salud del Monarca peludo, encarecidamente guau, guau, guau.

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25 de abril de 2008
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Una por Don Vittorio

Don Vittorio no ladra, ni llora, ni gime siquiera. Me mira fijamente y jadea. Hace una hora que entra y sale de aquí, sólo que cada vez se queda más tiempo. Si lo acaricio se me va pegando, en un descuido se me acurruca. Quiere algo, por supuesto, pero aún no consigo imaginarme qué. Amparado por la ley del menor esfuerzo, vuelvo al texto del blog, que sigo sin poder empezar, y me digo que debe de ser el calor. Me levanto y encuentro el plato lleno de agua. Vuelvo al texto pensando que tengo que calmarme, acaricio al muchacho con la derecha y recorro el teclado con la izquierda. ¿De qué me dije que iba a tratar el post?

     No me ha dado la gana todavía reconocer que tengo los nervios de punta. Trato de concentrarme en la pantalla y a un lado se aparecen los ojos achinados de Vittorio. Un momento. Él no tiene los ojos achinados. Me le acerco, lo miro de frente. Nunca le había visto esa mirada. En realidad es una mirada extrañísima. Miro a Boris, después a Vittorio. Claro que son los mismos, pero esos ojos chinos me desconciertan. Parecería que estamos en el principio de una pesadilla, cuando la realidad comienza a torcerse. Una hora y media de verlo entrar y salir, con ese frenesí en la mirada, más el jadeo que sube a cada rato de intensidad, y ya no puedo ni ver la pantalla.

     Miro el reloj. Son ya casi las dos de la madrugada. Me acerco a mi muchacho, le palpo las costillas y por fin gime. Palpo de nuevo: esa hinchazón no estaba ahí hace rato. Miro otra vez sus ojos, y hasta entonces entiendo que se le han puesto chinos por el dolor. Todavía no lo sé, y afortunadamente no tardaré en saberlo, que hace una hora y media que Vittorio me ruega que le salve la vida. Pero ya vamos los dos hacia el coche. Me doy cuenta que apenas puede caminar, lo cargo como puedo y en un par de minutos estamos en la calle.

     Don Vittorio conoce los quirófanos. Sabe que de ahí se sale mejor que como se entra. No bien llegamos, casi se arrastra hasta el pie de la mesa. Está desesperado, ha ido perdiendo fuerza en cosa de minutos. El médico de guardia lo toca, mueve la cabeza. La hinchazón es enorme, preocupante. Me dice que por suerte lo he traído rápido, de otro modo se habría quedado en el trance. Le pincha el esternón, la barriga comienza a desinflarse. Lo acaricio, lo rasco, le hablo quedo al oído. Su mandíbula sigue tensa de dolor. Son ya las dos y media de la mañana, tenemos puestas sendas batas antirradiaciones. Si la radiografía lo confirma, va a ser precisa la cirugía mayor.

     Hace unas horas lo miraba correr, ahora lo van a abrir en canal. Pasa un rato, llegan los dos doctores que esperábamos y entre los tres lo suben a una distinta mesa, entre el coro de aullidos de los otros enfermos, a sus espaldas. A estas alturas, Don Vittorio está totalmente dopado. Uno de los doctores se me acerca: tiene el estómago torcido, no saben todavía si gangrenado. Van a hacer lo que puedan por salvarlo. Dicho esto, se lo llevan al quirófano.

     (No hace mucho, me topé con un par de líneas de Javier Marías donde el narrador habla de lo mucho que duele perder a quien queremos, y más aún perder a quien nos quiere.)

     Pienso en el joven Boris, que se quedó chillando como un endemoniado. Pienso en cualquier idea que me saque de la cabeza esta ansiedad. Hago cuentas estúpidas con el calendario. Me pregunto de nuevo de qué diablos iba a tratar el post de hoy y nada, lo olvidé por completo. Pasan ya de las cuatro cuando veo salir a los doctores. Hasta ahora, me dicen, todo ha ido bien. Hay que esperar a que se recupere. Cuarenta y ocho horas, por lo menos.

     Vuelvo a la casa, Boris se me abalanza. Descubro entonces que no soy el único que se ha quedado con los nervios de punta. Abro de vuelta la computadora, sin importarme más de que me dije que iba a tratar el post. Recuerdo al muchachote con la sonda metida hasta el estómago, derrumbado sobre la mesa de operaciones. Me digo que está vivo. De milagro. Hago rewind mental: qué noche intensa. Son ya casi las cinco de la mañana cuando por fin consigo la primera línea. Asumo desde ya que hoy no podré escribir sobre otra cosa. En un par de horas más, la noche habrá acabado de capitular.

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23 de abril de 2008
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Estupefaciente tinta

Prefiero que sea negra, si es posible. Tengo esta idea maniática de que la azul no queda bien fija. Negra y espesa, incluso. La Mont Blanc, por ejemplo, no es lo bastante negra. La Waterman, en cambio, roza el cero cromático absoluto. Lo sé no solamente por el tiempo que tarda en secarse y su brillo tenaz sobre el papel; también por la negrura de las manchas que van quedándome en las manos. Una costumbre mal vista en la escuela que hasta hoy, sin embargo, me parece esencial. Encuentro que mancharse manos y antebrazos de la tinta más negra disponible es también una forma de comprometerse. O, si se quiere, un modo de entender la vida y la escritura en conjunto. No es lícito salir completamente limpio de la faena. Vamos, la sola idea me abochorna. Por no hablar del pequeño placer que es embarrar el punto sobre el dorso de la zurda cada vez que una nueva carga lo deja rebosante de tinta.

     Tener que levantarse a recargar el tanque no es propiamente un deber fastidioso, pero la tinta tiene esta fea costumbre de terminarse a la mitad del párrafo, de modo que debe uno saltar en pos del frasco repitiendo la hilera de palabras que ya sacó del horno y no ha podido aún vaciar sobre el papel. Pienso de pronto en esas paradas de la fórmula uno que duran entre seis y nueve segundos y me maldigo por no tener ni un lápiz disponible para las emergencias. Por supuesto, los lápices me parecen indignos de confianza. Pintan las letras de un gris deslavado a todas luces tibio y pusilánime. Y al final ya aprendí a recargar la pluma en nunca más de cuarenta segundos, durante los cuales voy repitiendo la frase pendiente como un mantra, costumbre hoy plenamente integrada al ritual de la tinta.

     Cuando se escribe un texto que, se teme, superará las seiscientas cuartillas -esto es, más del millón de caracteres- cargar tinta permite la satisfacción de percibir o dar por sentado un avance palpable: seis o siete cuartillas efectivas, probablemente el uno por ciento del proyecto en bruto. Si acontece que en una semana debo llenar el tanque más de dos veces, gano la sensación de que emprendí una fuga en una moto y los de azul jamás van a agarrarme. Un estímulo grande, cuando lo que se intenta es construir una historia verosímil. Puede que sea por eso que, así como otros gozan del olor de la gasolina o la pólvora, me quedo a veces instantes de más con la nariz sobre la boca del tintero.

     Si uno insiste en creer que escribir equivale a atentar, el olor de la tinta le llevará lejos. Inhalarlo es lanzarse hechizo arriba, con las manos manchadas del delito que no piensa ocultar, menos aún hacerse perdonar. Cuando el tintero muere, hay un doble placer en salir de excursión a por el nuevo. ¿Prefiero el ingrediente autolimpiador de la Mont Blanc o la oscura espesura de la Waterman? ¿Y si cargo dos plumas, una con cada una de las tintas? ¿Y si mejor me llevo la entrañable Skrip? Tras dos horas de consideraciones golosas, vuelvo a la cueva con al menos un frasco apergollado. El segundo deleite sobreviene a la hora de hacer girar la rosca por primera vez. Nada hay como el aroma de cincuenta mililitros de sangre negra y fresca, lista para empezar a ser succionada.

     Imposible explicarlo, sólo sé que funciona. ¿Placebo? Puede ser. ¿Vicio? Seguramente. ¿Brujería? Ojalá.

 

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21 de abril de 2008
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The Rise And Fall Of Pedro Infante And The Spiders From Mars

No falla: cada quince de abril se te olvida que es quince de abril. Sales como si nada, tuerces calzada abajo y de pronto ya estás embotellado. Imaginas algún árbol caído, un autobús volteado, unos cables de alta tensión chicoteando de lado a lado de la calzada. Te gustaría creer que el desperfecto está cien metros adelante y en un par de minutos la fila correrá a velocidad normal. Pero nada, ruedas a poco más de veinte minutos por kilómetro -caminando serían quince, cuando más- y no se ve por qué ni hasta dónde. Si por lo menos recordaras que es un quince de abril, lo tomarías con feliz pachorra. Te pararías a comprar una cerveza, reclinarías el asiento, subirías el volumen de la canción que hace días se te incrustó en el coco. En el peor de los casos, si todo ello fallara, mínimo ya sabrías por qué razón maldices tu suerte.

     Muchos en tu lugar lo habrían sabido desde pequeños. Se supone que nadie en este país ignora un dato así -asumes que cualquiera en la ciudad de Kingston sabe dónde reposan los restos de Bob Marley- mas a ti te tomó todavía un par de años averiguar que en el camino que conduce a tu hogar está el sepulcro más popular de México. Año tras año, a lo largo del último medio siglo, en la mitad de abril acontece una multitudinaria procesión espontánea que desemboca en el Panteón Jardín, donde se alza la tumba de Pedro Infante. Muerto el 15 de abril del '57.

     Jamás tuviste un disco suyo entre tus manos, y si bien más de una entre sus películas te arrebató unas cuantas carcajadas, creciste rechazando a esa zona de la memoria nacional donde quienes cantaban lo hacían vestidos de charro y con pistola, dueños de una anticuada fanfarronería que por lo visto era muy graciosa. No podías entenderlo, tal vez porque negar aquel pasado ajeno en blanco y negro era una forma de afirmarte como heredero de un futuro en high definition, al cual ya venerabas sin alcanzar ni a oler. Cuando cayó en tus manos aquella juglaría futurista de Bowie -donde el protagonista, un astronauta, cortaba felizmente y para siempre el contacto con la Tierra- alguien dentro de ti tomó la decisión de escaparse a un planeta quizá repleto de arañas, pero vacío de charros, mariachis, pistolas y sombreros. Mal podía coquetear Lady Stardust con Pepe el Toro.

     Mentirías si a estas alturas te diera por reivindicar a Pedro Infante, cuya memoria tan lejos está de requerir tu apoyo moral. A lo largo de toda la infancia esquivaste sus películas en la televisión, si bien conoces cuatro o cinco clásicas. Tenías que estar demasiado aburrido para soplarte una película del canal 4. Y ahora que buscas las escenas en YouTube, experimentas cierta nostalgia por lo nunca vivido, no bien vas descubriendo que las recuerdas, pero de verlas casi no las viste, y apenas las habrás escuchado, de seguro ocupado en materias que reclamaban más de tu atención. La tarea, los cochecitos, las historietas.

     Vivías por entonces al otro lado del Periférico, a salvo de la entrada del camposanto y sus tumultos del quince de abril. Has vivido, haces cuentas, cuando menos dos décadas cerca de aquella tumba celebérrima. Y ahora que terminas con las últimas líneas de una parrafada que nunca habrías creído probable, certificas que tú tampoco te has librado del todo del fantasmón. Con suerte, el año entrante vas a recordarlo. Abril 15: día de guardar.

 

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18 de abril de 2008
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Rento patíbulo para toda ocasión

No me asombra saber que un hijo de vecino mató a otro, ni tan siquiera si antes asesinó a veinte. Nada de eso podría prevenirse, es un hecho que tiene uno la potencial prerrogativa de escabecharse a quien le dé la gana, y hay quienes además se salen con la suya. La gente va a seguir entrematándose de aquí al final del género humano, nada hay en ello de insólito, por más que la noticia nos arrebate el sueño, o nos devaste, o nos haga temblar de indignación. Lo que sí me parece asombroso, amén de espeluznante y enfermizo, es que pueda existir toda una maquinaria legal consagrada a legitimar y ejecutar el asesinato, en el ambiguo nombre del bien común.

     Hasta antes de caer en desgracia por la monumental estupidez de pretender probar que en Auschwitz jamás hubo cámaras de gas, Fred A. Leuchter Jr. era un exitoso constructor de patíbulos. Había comenzado rediseñando la silla eléctrica, impelido por la piadosa idea de hacerla más eficaz, por tanto menos cruel, y encima de eso muy económica. Luego, ya encarrerado con el negocio y ante la sugerencia de un cliente, se aventuró a incursionar en la construcción de aparatos para inyección letal. Más tarde se metió al diseño de horcas y cámaras de gas. Todo, hasta hoy insiste, con el mero propósito de optimizar los métodos de ejecución y disminuir el sufrimiento del ajusticiado.

     Tras el atentado contra Hitler en julio de 1944, los acusados de participar en la conspiración fueron públicamente humillados a lo largo del juicio fársico que los llevó a la horca, tanto que el mismo juez, cada vez que podía, aprovechaba para insultarlos. Uno a uno, se les condujo a la pequeña mazmorra del verdugo, que no contento con ajustarles la soga entre burlas, denuestos y bofetadas, solazábase luego bajándoles los pantalones hasta media pierna, mientras los infelices -algunos, hasta pocos días antes, orgullosos generales del ejército alemán- se balanceaban ya, colgando de una viga. Había allí, con todo, un curioso detalle humanitario: cierta botella de cognac sobre la mesa. No para los ahorcados, sino para el verdugo, que de pronto como que se estresaba.

     A lo largo del documental de Errol Morris -Mr. Death: El ascenso y caída de Fred A. Leuchter Jr.- el oficioso constructor de mataderos observa, no sin alguna dosis de extrañeza, que hay personas renuentes a trabajar en ese negocio porque creen que algo quedará en ellas después de haber colaborado en lo que a fin de cuentas es una matanza. Y todo eso a Leuchter, que se mira a sí mismo como un filántropo, le cuesta comprenderlo. ¿Qué es preferible, al fin, morir en un patíbulo defectuoso que a la pena de muerte le suma la tortura, o abandonar el mundo amparado por la eficacia de una aséptica máquina de matar? Puede ser que las invenciones de Leuchter contribuyeran a disminuir los efectos traumáticos de la atrocidad -especialmente en los verdugos, a los cuales las leyes norteamericanas no conceden la vieja botella de cognac-, pero al cabo hay trabajos de mierda y el suyo. ¿Quién más querría quedar como el mejor amigo del verdugo?

     Hasta hoy estigmatizado y arruinado por unirse a esa banda guarra de los negacionistas, el autor del nefando Informe Leuchter -ya puedo imaginar la edición persa sobre el buró de Ahmadineyad- no tiene empacho en describir a detalle el mecanismo de sus inventos. Por el contrario, está muy orgulloso. Es arrogante, se siente científico, igual que cuando dicta sus conferencias ante decenas de hinchas del austriaco impetuoso. No le tiembla la voz al explicar que su sofisticado mecanismo de exterminio hace precisamente lo inverso que los aparatos destinados a conservar la vida. Y es que, insiste, lo hace por motivos humanitarios. ¿Tal vez equiparables a los que mueven a un médico?

     No me asombran, decía, los asesinos. Sí, en cambio, la máquina asesina y quienes la mueven. Me espeluzna mirar la sonrisa del falso ingeniero Fred Leuchter y advertir que le gusta su trabajo. Algo así como a little bit too much. Es un hombre que mata. Piadosamente, claro. Pero también con todas las licencias. En una de estas, cualquier día se lo llevan de Massachusetts a trabajar a Irán, o a Libia, o a China, donde el Estado mata con premeditación, alevosía, ventaja y coartada. En su opinión, los condenados deberían morir en un ambiente agradable, no ante un muro pelado sino frente a una televisión. Repito, una televisión. Puestos a imaginar tanta piedad, no sería mala idea que uno de los botones del control remoto inalámbrico echara a andar el mecanismo de la inyección letal. El botón de apagado, por ejemplo.

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16 de abril de 2008
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Para una arquitectura del destino

"Estoy completamente a favor de mantener las armas peligrosas más allá del alcance de los idiotas", aseguraba Frank Lloyd Wright, y en seguida proponía: "Empecemos por las máquinas de escribir." Por su parte, mi padre opina que si los idiotas volaran no veríamos la luz del sol. ¿Cómo puede uno estar seguro, al momento de sentarse a escribir, de que no hará el papel de idiota? De ninguna manera; esa es precisamente la gracia de intentarlo. Jugarse la autoestima en cada frase, temer que a la primera línea irregular se vendrá abajo todo el edificio. Un pavor que es directamente proporcional al número de líneas involucrado, que en el caso de una novela de talla mediana sumarían algo menos de diez mil. Más que un asunto de mero lenguaje, un problemón en términos de arquitectura narrativa. Ahora, si como bien decía Lloyd Wright el doctor entierra sus errores y el arquitecto sólo puede recomendar a sus clientes plantar enredaderas, el narrador vive aterrado de morir con la fama de idiota. O sin fama ninguna, que es todavía peor.

     "Encárgate de los lujos, ya las necesidades se harán cargo de sí mismas", aconsejaba Le Corbusier. Y efectivamente, uno se lanza a poner los primeros ladrillos y ya está trabajando en los acabados, sin pensar demasiado en varillas, castillos, cimientos y planos. Es decir, sin pensar conscientemente, o también: pensando con la zona trasera del cerebro. Porque lo cierto es que esa angustia crece y estresa sin que uno se permita acreditarla, entre otras cosas porque no tiene tiempo ni paciencia para enfrentar las ñáñaras de temerse arquitecto fallido. Dedica uno tanto tiempo a los lujos que luego hasta dormido se preocupa por las necesidades. No pocas veces se despierta a media madrugada con alguna cuestión estructural resuelta, y ello es de gran consuelo para quien lleva meses construyendo un pent-house sin haber ni pensado en los cimientos.

     "Buscamos cualquier modo de armonía entre dos intangibles: una forma que aún no hemos diseñado y un contexto que propiamente no podemos describir", decía Christopher Alexander. Afortunadamente, la arquitectura narrativa permite asumir varios de los retos eclécticos que al constructor de un edificio lo enviarían a la ruina o a la cárcel. Puede uno comenzar en cualquier piso, eventualmente los cimientos van creciendo hacia abajo como raíces, mientras que las varillas suelen aparecer de semana en semana, por obra de esa angustia que jamás se da tregua, pues carece de todo plano arquitectónico y duda todo el tiempo si lo que quiere hacer tiene acaso algún nexo con lo que está haciendo. Nada del otro mundo, claro está. Quienes saben de amor ya conocen de sobra esos insomnios.

     Para Nietzsche, la arquitectura es "música congelada". Cuando uno se propone acometer sus primeros proyectos narrativos, cree ingenuamente que con mostrar un par de cuartillas a quien se deje conseguirá librarse del terror al derrumbe que suele acompañar durante todo el camino al sufrido y feliz constructor de ficciones. ¿Cómo explicar qué hacen exactamente todas esas cuartillas en una historia que no ha sido escrita, ni todavía lo bastante pensada para hacerse existir, y de la cual no existe representación gráfica alguna, como no sean los dibujos y mapas rudimentarios que uno se va inventando como puede, aunque sea para no terminar de perderse? El árbol genealógico que une a determinados personajes, el trazo de la distribución de cierta casa que hubo que inventar, y a partir de ahí un mapa de posibilidades. Para suerte de todos, la arquitectura narrativa no busca la comodidad de los residentes. Y es más, prefiere uno que estén incómodos. Esas cosas lubrican la rueda del destino.

     No se enseña la arquitectura narrativa. Parecería que es el sentido común quien nos da sus lecciones principales, pero antes interviene el instinto animal; si bien no deja uno de preguntarse si de acuerdo al común de los mortales su edificio podría tener sentido. Frank Lloyd Wright, que se veía a sí mismo como un honesto arrogante, no quiso dejar dudar a este respecto: Nada hay menos común que el sentido común.

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14 de abril de 2008
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Las cenizas del vaquero

Según cierta estadística, cada día el tabaco mata un promedio de quince mexicanos. Figurémonoslo: quince muertos ayer, quince hoy, quince mañana. Cuatrocientos cincuenta cada mes. Cinco mil ataúdes en menos de un año. Ahora bien, si tomamos en cuenta que el total de los nacidos en México no constituye ni el dos por ciento del grueso de los seres humanos y nos da por multiplicar irresponsable aunque conservadoramente, fantasearemos que el tabaco debe de andar matando por ahí de los mil fumadores diarios; poco más de un millón en tres años. Ignoro cuántas cajetillas de cigarros puedan ser necesarias para ganarse un enfisema pulmonar, pero seguro exceden la capacidad simple de un ataúd. De modo que pensar en la escena dantesca de un millón de ataúdes llenos de cajetillas de cigarros es todavía un cálculo conservador. Ahora hagamos cuentas delirantes en torno al costo de todos esos cigarros...

     Nada de lo anterior supone, sin embargo, que a los ejecutivos de las tabacaleras se les persiga o se les tache de genocidas, aun a sabiendas de que sus productos suelen contener ingredientes pensados para crear y fomentar el consumo adictivo. Uno prefiere creer que esos mil muertos diarios sabían lo que hacían y a lo que se arriesgaban, pues cree de paso que por delante del privilegio de ser cuidado está el santo derecho a cuidarse solo, y eventualmente descuidarse tanto como a uno, soberano de su vida y en tanto de su muerte, se le pegue la nihilista gana. El problema es que tengo mil muertos a mis pies y cada nuevo día habrá mil más. Al mismo tiempo, se incrementan las constantes capturas de negociantes de marihuana, que muy difícilmente alcanza para matar a nadie, y los condenarán a varias decenas de años de cárcel por cometer "delitos contra la salud".

     Si cada día mueren mil fumadores, puede decirse, con la frialdad estólida de la estadística, que poco más de uno se quiebra cada minuto y medio, pero es de sospecharse que ello termine siendo otro poderoso atractivo del tabaco. No está de más pensar que esas espeluznantes advertencias impresas en las cajetillas venden más y mejor de lo que disuaden. ¿O es que el vaquero duro del anuncio, acostumbrado a toda especie de rudezas, va a inmutarse porque un señor de bata le anuncia que su vicio bien puede aniquilarlo? Es mucho más sencillo enseñarse a fumar que aprender a montar vacas salvajes, y al fin la recompensa no parece variar. Se diría que el puro cigarrito hace que todo valga la pena. ¿O no acaso es la vida lo que le da valor a la muerte?

     No sé qué es más tedioso, la arrogancia machista del fumador con aires de vaquero o la histeria del enemigo jurado del tabaco. No sé qué da más asco, el Estado cuidando al fumador o el Estado cobrando impuestos especiales por tratarse de mercancías venenosas. No sé si ser cuidado por el Estado sea mejor que estar entre las garras de las tabacaleras. No sé siquiera qué se sienta fumar o por qué se hace vicio. Sé hacer cuentas y el resultado apunta hacia un negocio de mil muertos por día. Habrá quien diga que es asunto de opinión.

     "De algo tengo que morirme", opinaba mi abuela, que consumía la marca Del Prado. "No sé cómo no pueden dejar el cigarro, yo lo he dejado más de cincuenta veces", alardeó mi padre durante varios años, hasta que abandonó sus Raleigh con filtro. Cuando, con catorce años, me robé de una fiesta una cajetilla de Marlboro y di cuenta de nueve o diez cigarros en hilera, concluí por la jaqueca y el vómito consecuentes que de seguro habría en el camino marcas más atractivas para un suicida joven y entusiasta. Qué sabría yo, Kawasaki, Cessna, Smith & Wesson. Algo espectacular, de preferencia. No se suicida uno todos los días.

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12 de abril de 2008
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Mal, gracias, ¿y usted?

Todos fuimos alguna vez devotos de una pasión así, y hasta en cierto momento encontramos orgullo en que por ello nos pensaran idiotas. Creíamos, y algunos aún creen, que esa suerte de terca languidez en que nos sumergimos por su causa tiene o merece el rango de estado de gracia. De ahí a temerla musa insustituible hay apenas distancia, quizá por esa música de flautas desangradas que con frecuencia repta detrás de ella y le da al día un aire de antesala del patíbulo, ideal para entregarse a los deleites íntimos del automenosprecio. Es chantajista, cruel y atorrante, pero se piensa sexy cuando escucha su nombre entre las otras pasiones tristes.

     La pasión triste se alimenta a menudo de sí misma, toda vez que desea aquello que no puede, ni pudo, ni podría tener. Y si un día lo obtuviera, contra todo pronóstico y a pesar de la lógica del autoboicot, es seguro que haría lo imposible por destruirlo. La idea es apostar a perder, fabricar más de esa tristeza sólida y pesada que permite al usuario apasionarse por lo que le hace daño. Tropezarse, cortarse, lastimarse, luxarse, para que quede claro que es el mal fario quien tiene la culpa. Creer en cualquier cosa menos en uno mismo y aprender a hacer chistes ácidos al respecto, como lo haría quizás un pariente insidioso.

     La pasión triste se parece a un cobertijo repleto de lluvia, impermeable a los días de sol y aun así extremadamente cómodo. Mal podría uno arriesgarse ya a nada cuando desde el principio elimina la posibilidad de ganar y halla en ello coartada para irse tan abajo como pueda. ¿Cómo no va a ser cómodo vivir acurrucado en la certeza de la incomprensión ajena, que es uno de esos sentimientos fáciles que se encuentran por miles a la orilla del río? Desenredarse de una pasión triste significa tener que hacerse cargo de asuntos previamente asignados a la fatalidad.

     Decía Carlos Drummond de Andrade que al fracasado le asiste el derecho de considerar que fue la sociedad quien fracasó. Algo similar piensa el triste apasionado, que encuentra a la alegría de los otros árida y deprimente como la agenda de un condenado. Por eso necesita que lo compadezcan, se ha propuesto llevarlos de paseo por el sótano anímico que tan bien conoce. Se compadece de ellos cuando observa que quieren ayudarle, los muy ingenuos no han considerado que las pasiones tristes se avergüenzan de recorrer cualquier camino que no lleve hacia abajo.

     Cultivar una o más pasiones tristes es asumir el riesgo de acabar coqueteando con el espejo desde la orilla del escenario. Uno a veces se cura de las pasiones tristes sólo para no hacer el papelón, si bien a veces la mejor medicina consiste en aplicar una nutrida salva de soplamocos. Hay quien piensa que son un mal endémico, pues si hoy me burlo de ellas cualquier mañana me veré en sus manos. De otra manera ya me habría quitado esa manía enfermiza de compadecer a los libres de locura igual que a un discapacitado sin terapia.

Imposible seguir: recién amaneció. Sobre el balcón relucen ya los primeros reflejos del sol, habría que ser un infeliz supino para perseverar en la penumbra. Se oye un largo murmullo de pájaros afuera. Una canción-caricia me recuerda que el romanticismo no es una pasión triste.

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10 de abril de 2008
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¿De qué se ríe el gordito?

Varias noches después de haberla visto, la escena continúa sobrevolándome. Al principio de una de las sesiones de los juicios de Nuremberg, tras la proyección de ciertas escenas que documentan la anexión de Austria al Tercer Reich, Hermann Göring divierte a Rudolf Hess y Joachim Von Ribbentrop narrando ciertas anécdotas pertinentes que por lo visto son de lo más graciosas. Se les ve muy contentos, carcajeándose juntos a medio juicio. Luego, a medida que avance la proyección y aparezcan algunas de las atrocidades filmadas en los campos de exterminio, la mayor parte de los jerifaltes nazis habrase derrumbado en el banquillo, excepto el propio Göring y Julius Streicher, amigos entusiastas del trabajo sucio. Ya de vuelta en la celda, Göring levantará la voz airadamente por la proyección de "toda esa propaganda". ¿Quién se cree el fiscal que es para echar a perder ese ambientazo?

     Hitler consiguió el puesto de canciller como parte de un colmilludo chantaje que incluyó una segunda condición: Hermann Göring sería jefe de policía. A partir de ese punto, el rollizo implacable de los gustos excéntricos y los lujos exóticos se encargaría de pacificar las zonas conquistadas. Solamente en Berlín, durante los primeros dos días en su puesto, el policía mayor habría hecho arrestar a más de cien mil enemigos reales o potenciales de los nazis, la mayoría de ellos detenidos en sótanos habilitados como mazmorras y cámaras de tortura, donde según se cuenta era común andar entre charcos de sangre y miembros mutilados. ¿Esperaba el jurado de Nuremberg que el fundador del primer campo de concentración se conmoviera viendo una vez más esas atrocidades que con seguridad conocía de memoria?

     Regresé varias veces la grabación. Había algo contagioso en esas carcajadas. Varios entre los peores criminales de la Historia son juzgados por millones de crímenes aberrantes y están ahí, risa y risa delante de las cámaras. Son las estrellas y no lo ignoran, ya varios de los guardias que los cuidan les han pedido autógrafos. "En cincuenta años esta firma va a valer una fortuna", se jacta el gordo, convencido de que tarde o temprano habrá quienes lo reivindiquen como héroe y mártir. ¿De qué pueden reírse varios de los más terminantes promotores del odio criminal durante el juicio que muy probablemente los llevará a la horca? ¿De qué se ríe el nihilismo absoluto? De cualquier cosa, literalmente. Supone uno que al verdadero nihilista tiene que parecerle muy gracioso narrar entre los suyos el último estertor de su mamá. Claro que ya llegados a ese nivel, solamente las bromas en verdad ácidas consiguen el aplauso del selecto público. Göring tiene que estarse luciendo.

     Según demuestran numerosos indicios, Hermann Göring se apoderó de la cápsula de cianuro de potasio con la que consiguió burlar a los verdugos gracias a su amistad con uno de los guardias, que contra el reglamento le ayudó a recobrar varios de sus efectos personales. Tal parece que el gordo sabía administrar tan bien su leyenda como su magnetismo personal, de manera que aun precedido por su fama de homicida masivo podía contar con la admiración fetichista de sus captores. Los habría hecho reír, más de una vez. Querrían atesorar esas anécdotas. Les daría ilusión poder contar después a amigos y parientes que habían tratado personalmente al antiguo Reichsmarschall.

     "Su culpa es única en su enormidad", dictaminó el jurado antes de condenarlo. Él por su parte estaba satisfecho. "Solamente los mártires son declarados héroes", se ufanó días antes de morder la cápsula que sin embargo no lo libró de ser fotografiado ya cadáver, al igual que los otros sentenciados. Pero al final un muerto no es mucho más que un muerto. Las imágenes de un asesino múltiple carcajeándose al lado de sus compinches me siguen pareciendo más perturbadoras. ¿De qué se reía Göring, con esa repelente simpatía digna de un enemigo de Batman? El demonio lo sabe, literalmente.

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9 de abril de 2008
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El Boomeran(g)
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