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Una por Don Vittorio

Por 23 de abril de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Don Vittorio no ladra, ni llora, ni gime siquiera. Me mira fijamente y jadea. Hace una hora que entra y sale de aquí, sólo que cada vez se queda más tiempo. Si lo acaricio se me va pegando, en un descuido se me acurruca. Quiere algo, por supuesto, pero aún no consigo imaginarme qué. Amparado por la ley del menor esfuerzo, vuelvo al texto del blog, que sigo sin poder empezar, y me digo que debe de ser el calor. Me levanto y encuentro el plato lleno de agua. Vuelvo al texto pensando que tengo que calmarme, acaricio al muchacho con la derecha y recorro el teclado con la izquierda. ¿De qué me dije que iba a tratar el post?

     No me ha dado la gana todavía reconocer que tengo los nervios de punta. Trato de concentrarme en la pantalla y a un lado se aparecen los ojos achinados de Vittorio. Un momento. Él no tiene los ojos achinados. Me le acerco, lo miro de frente. Nunca le había visto esa mirada. En realidad es una mirada extrañísima. Miro a Boris, después a Vittorio. Claro que son los mismos, pero esos ojos chinos me desconciertan. Parecería que estamos en el principio de una pesadilla, cuando la realidad comienza a torcerse. Una hora y media de verlo entrar y salir, con ese frenesí en la mirada, más el jadeo que sube a cada rato de intensidad, y ya no puedo ni ver la pantalla.

     Miro el reloj. Son ya casi las dos de la madrugada. Me acerco a mi muchacho, le palpo las costillas y por fin gime. Palpo de nuevo: esa hinchazón no estaba ahí hace rato. Miro otra vez sus ojos, y hasta entonces entiendo que se le han puesto chinos por el dolor. Todavía no lo sé, y afortunadamente no tardaré en saberlo, que hace una hora y media que Vittorio me ruega que le salve la vida. Pero ya vamos los dos hacia el coche. Me doy cuenta que apenas puede caminar, lo cargo como puedo y en un par de minutos estamos en la calle.

     Don Vittorio conoce los quirófanos. Sabe que de ahí se sale mejor que como se entra. No bien llegamos, casi se arrastra hasta el pie de la mesa. Está desesperado, ha ido perdiendo fuerza en cosa de minutos. El médico de guardia lo toca, mueve la cabeza. La hinchazón es enorme, preocupante. Me dice que por suerte lo he traído rápido, de otro modo se habría quedado en el trance. Le pincha el esternón, la barriga comienza a desinflarse. Lo acaricio, lo rasco, le hablo quedo al oído. Su mandíbula sigue tensa de dolor. Son ya las dos y media de la mañana, tenemos puestas sendas batas antirradiaciones. Si la radiografía lo confirma, va a ser precisa la cirugía mayor.

     Hace unas horas lo miraba correr, ahora lo van a abrir en canal. Pasa un rato, llegan los dos doctores que esperábamos y entre los tres lo suben a una distinta mesa, entre el coro de aullidos de los otros enfermos, a sus espaldas. A estas alturas, Don Vittorio está totalmente dopado. Uno de los doctores se me acerca: tiene el estómago torcido, no saben todavía si gangrenado. Van a hacer lo que puedan por salvarlo. Dicho esto, se lo llevan al quirófano.

     (No hace mucho, me topé con un par de líneas de Javier Marías donde el narrador habla de lo mucho que duele perder a quien queremos, y más aún perder a quien nos quiere.)

     Pienso en el joven Boris, que se quedó chillando como un endemoniado. Pienso en cualquier idea que me saque de la cabeza esta ansiedad. Hago cuentas estúpidas con el calendario. Me pregunto de nuevo de qué diablos iba a tratar el post de hoy y nada, lo olvidé por completo. Pasan ya de las cuatro cuando veo salir a los doctores. Hasta ahora, me dicen, todo ha ido bien. Hay que esperar a que se recupere. Cuarenta y ocho horas, por lo menos.

     Vuelvo a la casa, Boris se me abalanza. Descubro entonces que no soy el único que se ha quedado con los nervios de punta. Abro de vuelta la computadora, sin importarme más de que me dije que iba a tratar el post. Recuerdo al muchachote con la sonda metida hasta el estómago, derrumbado sobre la mesa de operaciones. Me digo que está vivo. De milagro. Hago rewind mental: qué noche intensa. Son ya casi las cinco de la mañana cuando por fin consigo la primera línea. Asumo desde ya que hoy no podré escribir sobre otra cosa. En un par de horas más, la noche habrá acabado de capitular.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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