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Las cenizas del vaquero

Por 12 de abril de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Según cierta estadística, cada día el tabaco mata un promedio de quince mexicanos. Figurémonoslo: quince muertos ayer, quince hoy, quince mañana. Cuatrocientos cincuenta cada mes. Cinco mil ataúdes en menos de un año. Ahora bien, si tomamos en cuenta que el total de los nacidos en México no constituye ni el dos por ciento del grueso de los seres humanos y nos da por multiplicar irresponsable aunque conservadoramente, fantasearemos que el tabaco debe de andar matando por ahí de los mil fumadores diarios; poco más de un millón en tres años. Ignoro cuántas cajetillas de cigarros puedan ser necesarias para ganarse un enfisema pulmonar, pero seguro exceden la capacidad simple de un ataúd. De modo que pensar en la escena dantesca de un millón de ataúdes llenos de cajetillas de cigarros es todavía un cálculo conservador. Ahora hagamos cuentas delirantes en torno al costo de todos esos cigarros…

     Nada de lo anterior supone, sin embargo, que a los ejecutivos de las tabacaleras se les persiga o se les tache de genocidas, aun a sabiendas de que sus productos suelen contener ingredientes pensados para crear y fomentar el consumo adictivo. Uno prefiere creer que esos mil muertos diarios sabían lo que hacían y a lo que se arriesgaban, pues cree de paso que por delante del privilegio de ser cuidado está el santo derecho a cuidarse solo, y eventualmente descuidarse tanto como a uno, soberano de su vida y en tanto de su muerte, se le pegue la nihilista gana. El problema es que tengo mil muertos a mis pies y cada nuevo día habrá mil más. Al mismo tiempo, se incrementan las constantes capturas de negociantes de marihuana, que muy difícilmente alcanza para matar a nadie, y los condenarán a varias decenas de años de cárcel por cometer "delitos contra la salud".

     Si cada día mueren mil fumadores, puede decirse, con la frialdad estólida de la estadística, que poco más de uno se quiebra cada minuto y medio, pero es de sospecharse que ello termine siendo otro poderoso atractivo del tabaco. No está de más pensar que esas espeluznantes advertencias impresas en las cajetillas venden más y mejor de lo que disuaden. ¿O es que el vaquero duro del anuncio, acostumbrado a toda especie de rudezas, va a inmutarse porque un señor de bata le anuncia que su vicio bien puede aniquilarlo? Es mucho más sencillo enseñarse a fumar que aprender a montar vacas salvajes, y al fin la recompensa no parece variar. Se diría que el puro cigarrito hace que todo valga la pena. ¿O no acaso es la vida lo que le da valor a la muerte?

     No sé qué es más tedioso, la arrogancia machista del fumador con aires de vaquero o la histeria del enemigo jurado del tabaco. No sé qué da más asco, el Estado cuidando al fumador o el Estado cobrando impuestos especiales por tratarse de mercancías venenosas. No sé si ser cuidado por el Estado sea mejor que estar entre las garras de las tabacaleras. No sé siquiera qué se sienta fumar o por qué se hace vicio. Sé hacer cuentas y el resultado apunta hacia un negocio de mil muertos por día. Habrá quien diga que es asunto de opinión.

     "De algo tengo que morirme", opinaba mi abuela, que consumía la marca Del Prado. "No sé cómo no pueden dejar el cigarro, yo lo he dejado más de cincuenta veces", alardeó mi padre durante varios años, hasta que abandonó sus Raleigh con filtro. Cuando, con catorce años, me robé de una fiesta una cajetilla de Marlboro y di cuenta de nueve o diez cigarros en hilera, concluí por la jaqueca y el vómito consecuentes que de seguro habría en el camino marcas más atractivas para un suicida joven y entusiasta. Qué sabría yo, Kawasaki, Cessna, Smith & Wesson. Algo espectacular, de preferencia. No se suicida uno todos los días.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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