Xavier Velasco
Prefiero que sea negra, si es posible. Tengo esta idea maniática de que la azul no queda bien fija. Negra y espesa, incluso. La Mont Blanc, por ejemplo, no es lo bastante negra. La Waterman, en cambio, roza el cero cromático absoluto. Lo sé no solamente por el tiempo que tarda en secarse y su brillo tenaz sobre el papel; también por la negrura de las manchas que van quedándome en las manos. Una costumbre mal vista en la escuela que hasta hoy, sin embargo, me parece esencial. Encuentro que mancharse manos y antebrazos de la tinta más negra disponible es también una forma de comprometerse. O, si se quiere, un modo de entender la vida y la escritura en conjunto. No es lícito salir completamente limpio de la faena. Vamos, la sola idea me abochorna. Por no hablar del pequeño placer que es embarrar el punto sobre el dorso de la zurda cada vez que una nueva carga lo deja rebosante de tinta.
Tener que levantarse a recargar el tanque no es propiamente un deber fastidioso, pero la tinta tiene esta fea costumbre de terminarse a la mitad del párrafo, de modo que debe uno saltar en pos del frasco repitiendo la hilera de palabras que ya sacó del horno y no ha podido aún vaciar sobre el papel. Pienso de pronto en esas paradas de la fórmula uno que duran entre seis y nueve segundos y me maldigo por no tener ni un lápiz disponible para las emergencias. Por supuesto, los lápices me parecen indignos de confianza. Pintan las letras de un gris deslavado a todas luces tibio y pusilánime. Y al final ya aprendí a recargar la pluma en nunca más de cuarenta segundos, durante los cuales voy repitiendo la frase pendiente como un mantra, costumbre hoy plenamente integrada al ritual de la tinta.
Cuando se escribe un texto que, se teme, superará las seiscientas cuartillas -esto es, más del millón de caracteres- cargar tinta permite la satisfacción de percibir o dar por sentado un avance palpable: seis o siete cuartillas efectivas, probablemente el uno por ciento del proyecto en bruto. Si acontece que en una semana debo llenar el tanque más de dos veces, gano la sensación de que emprendí una fuga en una moto y los de azul jamás van a agarrarme. Un estímulo grande, cuando lo que se intenta es construir una historia verosímil. Puede que sea por eso que, así como otros gozan del olor de la gasolina o la pólvora, me quedo a veces instantes de más con la nariz sobre la boca del tintero.
Si uno insiste en creer que escribir equivale a atentar, el olor de la tinta le llevará lejos. Inhalarlo es lanzarse hechizo arriba, con las manos manchadas del delito que no piensa ocultar, menos aún hacerse perdonar. Cuando el tintero muere, hay un doble placer en salir de excursión a por el nuevo. ¿Prefiero el ingrediente autolimpiador de la Mont Blanc o la oscura espesura de la Waterman? ¿Y si cargo dos plumas, una con cada una de las tintas? ¿Y si mejor me llevo la entrañable Skrip? Tras dos horas de consideraciones golosas, vuelvo a la cueva con al menos un frasco apergollado. El segundo deleite sobreviene a la hora de hacer girar la rosca por primera vez. Nada hay como el aroma de cincuenta mililitros de sangre negra y fresca, lista para empezar a ser succionada.
Imposible explicarlo, sólo sé que funciona. ¿Placebo? Puede ser. ¿Vicio? Seguramente. ¿Brujería? Ojalá.