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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Infectos Artefactos / IV

IV. Manzana mecánica. 

Nos llevábamos bien, aunque a menudo nos entendíamos como salvajes. Me había acostumbrado a darle al Treo trato de prótesis, al punto de sentirme un poco manco y otro tanto rengo si llegaba a olvidar echármelo en la bolsa del pantalón. Cosa difícil para quien se ha habituado a no pisar la calle sin cartera y prótesis en sendos bolsillos. Primero fue la Clié, un juguetazo de aluminio con la pantalla grande y rectangular, más un teclado medianamente útil que entonces -el año 2002- permitía al usuario la ilusión de poseer una microlaptop, aunque ésta sólo consiguiera comunicarse con el exterior a través de modestos rayos infrarrojos. Todo lo cual llevaba a la necesidad de cargar con un tercer bulto desequilbrador, correspondiente al teléfono. Para llamar, tenía que tener un aparato en cada mano y coordinar los dedos tácticamente para no hacer las cosas al revés. Si no recuerdo mal, esos manejos me hacían sentir moderno.

     Como un último síntoma de su lado flaco, a la Clié la perdí en la cabina de un teléfono público. Cuando intenté explicar, en la oficina de objetos perdidos del aeropuerto de Bilbao, cómo era el aparato que olvidé, preferí conformarme con el burdo genérico "agenda electrónica", antes que describirla como "inteligente". La habían descontinuado, además, con esa cara dura que suelen mostrar ciertos fabricantes para hacerle entender al usuario que la vieja vanguardia es la nueva chatarra... Por eso el novedoso Treo 650 fue recibido con bombo y platillo. Tenía pantalla corta y memoria limitada, pero a cambio servía para llamar virtualmente desde cualquier latitud y sabía conectarse por Bluetooth, entre decenas de monerías paralelas. No quisiera abundar en la adicción que llega a provocar un artilugio así, baste decir que aun a media consulta con el dentista seguía tirando bolas en el BowlingDeluxe.

     Con todo, lo mejor era el teclado. Podía uno escribir en cualquier ocasión, a dos dedos pulgares: clic-clic-clic-clic-clic-clic. Bajabas del avión con el artículo hecho, sin cargar otro hardware que ese juguete gordo que igual servía para escuchar música que para almacenar las contraseñas o navegar por internet. Nada de esto se hacía a plenitud, y lo de internet constituía un derroche espectacular, pero aún así vivíamos un idilio. Creo que nos hacíamos sentir menos salvajes. Todavía al principio de esta semana me escuchó descalificar al nuevo iPhone porque "un teclado en pantalla nunca va a darte la sensación de las teclas físicas". Fue entonces cuando cometió el error de írsele a los madrazos a la MacBook, que desde su llegada es dictadora incontestable. Y el muy idiota se hacía llamar smart phone...

     Empujado por el berrinche del usuario despechado, esa noche llegué hasta el sitio del iPhone, listo para fumarme entera la visita guiada de treinta y ocho minutos: una mezcla de infomercial y manual de instrucciones, a la cual asistí como a un subyugante cyberthriller. Valga decir: pescado del cogote. Descubrí luego la versión en español, y procedí a bajarla en formato para iPhone. Cuando el supuesto smart phone despertó, ya estaba yo firmando el contrato para armarme con el nuevo artefacto. Borrosamente aún, pero entendía ya que ese cambio de prótesis iba a traer consigo un diferente ritmo de vida. ¿O es que acaso una pata de palo es la misma con base de hule que con ruedas? Diez minutos después, el viejo chip del Treo jubilado latía en las entrañas de la Manzana Mecánica.

     (Todavía no hacía la primera llamada, pero seguía con la boca abierta. Como es propio de todos los salvajes.)

 

Mañana: V. La llave de Yahvé.

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24 de julio de 2008
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Infectos Artefactos / III

III. El estigma de Billy Windows.

Luego de tantos años de adelantos puntualmente ordeñados, todavía disfruto, presa de cierto revanchismo enfermizo, del Año Nuevo de Wim Wenders y Solveig Dommartin en Australia, cuando de acuerdo al guión de Hasta el fin del mundo se creían colapsadas todas las computadoras del planeta y de pronto no había tesoro más preciado que una mugrienta máquina de escribir...

     Qué actitud detestable, by the way. Desquito mis complejos anal-lógicos en un teclado de aluminio con Bluetooth, al cual mantengo paranoicamente lejos de cualquier vaso lleno de lo que sea, no sea que se me moje y me lance de vuelta a la prehistoria alámbrica. La misma pose de esos progres europeos que encuentran muy romántico el terrorismo, sólo que al otro lado del océano. Y todo porque ayer el Treo se agarró de las trenzas con la MacBook y entre los dos me hicieron el favor de borrarme decenas de teléfonos y direcciones, no sé cuántos ni cuáles. Por supuesto, la culpa es del teléfono. ¿Qué se puede decir de un artefacto circa 2005 cuyos nuevos modelos han trocado el sistema operativo Palm por otro marca Windows? Gaznápiro teléfono obsoleto: qué bien se ve que ignora lo poquito que valen las cosas, comenzando por él. Debo reconocerlo: soy un usuario que respeta los estigmas.

     Una prueba fehaciente de que hoy por hoy ya nada vale nada está en que el último de los James Bond tiene el descaro de usar una Vaio. ¡El 007 con PC! A este paso, no dudo que en futuras misiones Mr. Bond traiga una Acer con procesador Celeron; y ya entonces a nadie extrañará que consiga salvarle el pellejo a Su Majestad abordo de algún Chevy prototipo. Francamente, me lo había imaginado manejando una Silicon Graphics con sistema Unix y todavía más teras dentro del disco duro que pixeles poblando el monitor. Pero insisto, ya no quedan valores que no estén condenados a la obsolescencia. Sabía de sobra el Treo majadero que veía yo al Blackberry como un triste grillete corporativo. Aún se cree irreemplazable, el ingenuazo. Con la jeta de jubilado que se le está poniendo...

 

Mañana: IV. Manzana mecánica.

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23 de julio de 2008
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Infectos Artefactos / II

II. ¿Sueñan los ratones con usuarios binarios?

¿Quién no querría hablar con su computadora? Yo, por lo pronto. Dales un día voz y al siguiente van a exigir derecho a voto. Incluso me espeluzna la ñoñísima idea de hacerme buen amigo de alguna inteligencia artificial. Peor aún, encariñarme. Si ya las naturales me causan suficientes contratiempos, sólo falta encontrarme con una que presuma de perfecta. La veo en mis pesadillas, plena de chulería chilanga y algún porte porteño, menospreciándome en voz alta con acento californiano, autoridad soviética y autoestima en alta resolución.

     A estas alturas no consigo entender cómo es que el mismo mundo que celebró el 2001 de Kubrick se atrevió a entronizar esa mamarrachada de Star Wars. Cambiaría una legión de R2D2 por un solo ejemplar de HAL, y de no conseguirlo trataría de venderlos como chatarra. Perdón por el exceso, pero según recuerdo fue después de la tercera PC con Windows -una Vaio arrogante y tontarrona- que contraje esta rabia de blade runner.

     Hay quienes se preguntan qué será peor, la máquina que te obedece con celo militar o la que carga con más taras irreversibles que un neonazi abusado por estalinistas. Recuerdo todavía la discusión entre dos invitados en la cabina de una estación de radio: uno de ellos, empleado de Microsoft, achacaba cada uno de los problemas de Windows a los presuntos defectos del hardware, mientras el otro, empleado de Hewlett Packard, no tenía duda alguna sobre la baja calidad del software. No había que ser un experto en el tema para concluir que ambos tenían razón.

     Por otra parte, detestaría convertirme en uno de esos evangelizadores fanatizados por el ambiente Mac. Hasta hoy me resisto a la idea de hacerme con un Ipod, si bien me quedan cada día menos pretextos razonables para seguir así. Soy un usuario que escapó del infierno de Stanley Kubrick, mas no por eso acepta instalarse por siempre en el cielo de George Lucas. Suéltenme, pues, cada quien su atavismo. Y ahora con su permiso, voy por mi pluma fuente.

 

Mañana: III. El estigma de Billy Windows.

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22 de julio de 2008
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Infectos Artefactos / I

I. Los discos duros no cantan. 

Se habla mal y a menudo de la deshumanización de las personas, aunque bastante menos y casi siempre con simpatía de la humanización de las máquinas. Abundan, además, los cándidos que se solazan hallando toda suerte de coincidencias huecas entre el reino de las tinieblas y el imperio de William Gates, en tanto los dominios de Steve Jobs gozan de inmunidad plenaria. Si nos diéramos a seguir la estricta lógica de estas supersticiones prepúberes, arribaríamos a una conclusión optimista: el demonio, que de siempre se arroga el papel de eficiente y genial -¿alguien confundiría una tontería inoperante con una "idea diabólica"?-, se entrega a fabricar sistemas defectuosos asociados a máquinas frecuentemente disfuncionales, mientras su competencia celestial se esmera diseñando aparatos, aplicaciones y accesorios cuyo funcionamiento es poco menos que impoluto.

     No vayamos más lejos, desde su mismo sitio web, el mundo Mac alardea elegancia y funcionalidad. Su sistema de ventas es sencillo y preciso, compra uno cualquiera de sus aparatos en un par de minutos, y pocos días después los recibe en su casa, perfectamente envueltos en un empaque de por sí seductor, sin pagar un centavo de más. Todo funciona, todo tiene sentido, nada evoca el rencor cotidiano que une al usuario con su PC. Excepto cuando se le ocurre a uno plantar un Microsoft Word en su MacBook, y he aquí que la máquina cuasihumana comienza a desplegar actitudes bestiales. Nada molesta más al usuario contento de una Mac como sentir que está de vuelta al frente de una Compaq.

     ¿Qué es al fin más diabólico, el logrado perfeccionismo del mundo Mac o la ya proverbial ineficacia de Windows? ¿Cabe pensar en un infierno tan mal administrado que es incapaz de producir siquiera ideas diabólicas?

 

Mañana: II. ¿Sueñan los ratones con usuarios binarios?

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21 de julio de 2008
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Sonho Meu / y II

Pasada la mitad de los años cuarenta, destacaba un compositor carioca conocido como Maestro Fuleiro, menos por sus canciones que por las de su prima Ivone, que no podía firmarlas y se las endosaba, ya que no era bien visto entre los sambistas que una mujer se diera a componer canciones. Pero ella persistió y terminó firmándolas con su nombre completo: Ivone Lara.

     No muy lejos de ahí, otra carioca acostumbraba cantar en horas de trabajo, sin pensar que algún día pudiera ser aplaudida por nadie más que los patrones de la casa donde por veinte años fue empleada doméstica. Nacida en el principio del siglo XX, hija de esclavos, Clementina de Jesús difícilmente se imaginaba cantando en África y Europa, y hasta entendía que la dueña de casa se quejara a menudo de "sus maullidos". Con 48 años, la tremenda Quelé -la llamaban así sus allegados- se inició formalmente como reina del samba (término masculino, curiosamente).

     Paula Lima -pianista desde niña, imantada más tarde, como cantante ya, en dirección al soul y el funk- tampoco se esperaba una transformación como la que le trajo el siglo XXI. Y pasa que allá está, meciéndose y haciéndonos mecer durante un homenaje ritual que le exige invocar al fantasma de Clementina de Jesús, y más tarde traer al escenario a doña Ivone Lara en persona. Desafíos extremos para otras, tal vez, porque lo que es la Lima se transfigura y entra en el personaje con la elasticidad de una mujer múltiple. Por mucho menos que esto, la Inquisición hacía acopio de leña.

     Estamos bien atrás, pero igual no tan lejos. Cabrán quizá trescientos o poco más en este teatro donde las doce hileras de butacas parecen oscilar al ritmo de la Clementina rediviva que se mira capaz de hacer suyos cualquier canción y estilo, ser otras sin parar de ser ella, poseer el escenario y envolver a la audiencia bajo el látigo dulce de una voz que va y viene a su guapo capricho. Temo que está de sobra detenerse en las dosis de cachondería natural que la diva prodiga como su mismo aliento.

     Sé en realidad muy poco de doña Ivone, y todavía menos de Clementina (de los nueve álbumes que grabó, no queda ni una sombra en las tres tiendas FNAC de São Paulo). Ella, que es brasileña y me acompaña de concierto en concierto, lista para quitarme lo silvestre respecto a estas y algunas otras cuestiones, con trabajos recuerda haberlas visto en la televisión. "Detestaba esa música, de niña", confiesa por lo bajo, evidenciando alguna vergüenza retrospectiva, y acto seguido me recuerda la suerte que tenemos de estar ahora aquí en nuestras butacas, mirando a doña Ivone Lara caminar despacito del brazo de la diva, con sus años a cuestas y el carnaval por dentro, terco siempre.

     Ignoro si estas nupcias de samba, soul y funk evoquen el espíritu primigenio que hizo de Clementina la Rainha Quelé, pero es claro que hay una historia con mayúscula pasando por delante de nosotros, y acaso la mejor constancia de ello sea la electricidad en el ambiente, pleno de aplausos, gritos y carne de gallina. "¡Bravo!", le grito intermitentemente, con la voz cada vez más destemplada merced a la emoción y a esa alegría intensa que va creciendo dentro en esta clase de ocasiones -tan raras, singulares y afectivas que da pena meterlas en un mismo costal.

     No es exageración contar que a doña Ivone Lara el escenario le recarga las pilas. Si la vimos llegar con un esfuerzo casi doloroso hasta alcanzar su silla, diez minutos más tarde se le mira de pie, maciza, bamboleante. Gostosa, que dirían los locales. Y si la Lima no se cansa de recordarnos cuánto le honra cantar junto a la Leyenda, no parece un secreto que a ésta la retroalimentan la presencia y el vocerrón de su nueva heredera.

     Hay cámaras presentes que transmiten en vivo la ocasión, pero las mira uno con cierto desdén. Ninguna de ellas servirá de mucho para atrapar la magia de la diva contoneándose al lado de la leyenda en el nombre de aquella reina ausente, si bien las grabaciones que en cuestión de unas horas estarán ya presentes en uTube me dejarán al menos comprobar que nada de esto ha sido sólo un sueño. A la salida, abrazo a mi princesa con la epidermis aún electrizada y ella, que mejor que yo sabe dónde está parada, levanta el índice y señala en lo alto la Cruz del Sur.

     -¡O Cruzeiro do Sul! -añado, redundante, por el puro placer de decir cualquier cosa en el lenguaje de la cachondería cósmica y extender esta magia en cualquier dirección. Odiaría exagerar, mas en estos momentos no hay estrella que insista en parecer distante.

 Mítica Clementina.

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18 de julio de 2008
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Sonho Meu / I

Es domingo en São Paulo, son ya más de las seis de la tarde. El Shopping Higienopolis no cuenta con un solo café internet, pero hay a la entrada una suerte de bistro cuyo menú también ofrece tarjetas para conectarse sin cables. Abro la MacBook sobre la mesa, listo para subir un texto al blog, mientras ella se tira un clavado en las carteleras de la Folha de São Paulo. Parece un poco tarde para darse a tejer un plan ambicioso, mas ella juzga que es aún temprano para dejar morir la última esperanza. Y ahí está, tenue como los restos de la luz del día pero cierta como una estrella distante: Paula Lima en concierto en el SESC Santana.

     Leo y me quedo tieso: es a las siete y media, falta una hora para que empiece. La veo desenfundar el celular, marcar el número, preguntar y obtener la respuesta temida: hace ya cinco días que se vendieron los últimos boletos. Ella me mira como quien no quisiera decirle al niño que Santa Claus no va a poder venir. ¿Y si lo intentamos?, pregunto, y ella aprovecha para recordarme la noche en que logramos ver a Toquinho en el SESC de Vila Mariana, a fuerza de acosar a los que iban llegando. "¿Le sobra algún boleto?", es la pregunta mágica de quienes nunca planeamos nada con tiempo y lo apostamos todo a una suerte que al fin suele favorecernos. El problema es que Santana está lejos, en los meros suburbios de la ciudad. Nos miramos con ojos centelleantes: Paula Lima bien vale un lance intrépido.

     Cuando llegamos son las 7:28. Casi todos los asistentes ya están dentro, afuera quedan unos cuantos tercos, dos de los cuales corren a preguntarnos si de casualidad nos sobra algún boleto. Conforme van pasando los minutos, la esperanza adelgaza descorazonadoramente. Peor todavía ahora que nos hemos enterado del cartel completo: Duas historias, uma saudade: Paula Lima - Ivone Lara. La diva paulista y la leyenda carioca. ¿Nos vamos, de una vez? De ninguna manera. Ahora menos. Bajamos por la rampa, hasta la entrada del auditorio. Somos en total seis los que miramos hacia las puertas de cristal que nadie habrá de traspasar sin un boleto en la mano, pero ni así aceptamos capitular. Fe, que le llaman a esta forma de terquedad que pese a todo espera y de un momento a otro resplandece sin motivo aparente. ¿Será que el breve fajo de boletos que brilla entre las manos de la empleada del SESC puede acabar cayendo en nuestras manos?

     Yo no sé si la fe mueva montañas, pero a veces consigue lo inconseguible. A ver quién va a creernos que entramos sin pagar un centavo. Aún atónito, leo en el boleto y encuentro la palabra cortesía. La mujer nos ha dado las entradas por nuestra triste cara. Dos minutos después ya estamos en presencia de Paula Lima. Hasta atrás, pero adentro. Luego la voz se encarga de llevarnos a otra parte. Una garganta honda y corpulenta que de pronto recuerda a Sarah Vaughan apandillada con Sergio Mendes en el Brazilian Romance. Pero esto va más lejos, al punto que propulsa las cancioñes añejas de doña Ivone Lara y vuelve a dibujarlas con una suculenta elegancia...

     (A como van las cosas, algo se nos derretirá muy cerca de la médula cuando diva y leyenda entonen Sonho Meu.)

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16 de julio de 2008
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Palabra de gurú

Ya sabemos que nadie sabe para quién trabaja. Tampoco, por supuesto, para quién escribe. Lejos de las paredes que resguardan lo que pomposamente nombro mis dominios, camino por las calles del barrio de Higienópolis, en el São Paulo frío de medio año, perseguido por unos cuantos aforismos que hace un par de meses traduje de un librito de Carlos Drummond de Andrade: El reverso de las cosas. Era, en efecto, un libro muy pequeño, aunque también muy gordo, que contenía kilos de sabiduría larga y entrañable, destilada a partir de un ingenio arrollador. Lo encontré en el lugar menos pensado -una tienda del aeropuerto Antonio Carlos Jobim- y desde ese momento me aquejó la tentación de tranferir al español algunas entre aquellas perlas indispensables (cientos, por cierto). Lo hice al fin para el suplemento Laberinto, del periódico mexicano Milenio, en cuyas páginas disfruto de cálido asilo.

     Voy tras ellas ahora, de regreso en la MacBook, luego de terminar el artículo semanal para Milenio, donde me temo que escribí sin querer líneas pertenecientes a El Boomerang. Creo que todo el mundo debería leer los aforismos de Drummond, no solamente para entender mejor lo inentendible, sino también para cumplir con el primer deber del lector, que consiste en otorgarse placer, y en lo posible multiplicarlo. Vayan, pues, las palabras del gurú, por el puro placer de reproducirlas:

 

Amar sin desazón es amar sin amor.

La tradición es cultivada por los que no saben renovarla.

Hay confusión entre verso y poesía; entre estado poético y poesía; entre poesía y poesía.

La tauromaquia es menos injusta cuando toro y torero mueren juntos.

El mérito de la derrota consiste en eximir al derrotado de las responsabilidades de la victoria.

Hay muchas razones para dudar y sólo una para creer.

La ignorancia, la codicia y la mala fe también eligen a sus representantes políticos.

Dios está en todas partes, pero tan disfrazado que es como si no estuviera.

Por falta de opinión personal, el político invoca a la opinión pública.

Es función tácita de la ropa preparar el instante de la desnudez.

Dialogar es decir lo que pensamos y soportar lo que los otros piensan.

Placeres de la cama, que no participa de ellos.

En muchos de nosotros hay un artista que se resignó a ser crítico.

Al momento de intercambiar información, los maniáticos sexuales verifican que la originalidad es imposible.

Hay quien siente nostalgia por la crítica literaria, substituida por la crítica universitaria.

El sofisma adquiere validez cuando es contradicho por otro sofisma.

No interpretes al sueño; vívelo u olvídalo.

Es cada vez más difícil venderle el alma al Diablo, por exceso de oferta.

El olvido procura fabricar una red confortable para el insomnio.

La unanimidad se compone de una parte de entusiasmo, una de conveniencia y una de desinformación.

En la escuela literaria no hay discípulos; sólo maestros.

El tratado internacional realmente no obliga a nada, lo cual hace agradable firmarlo.

Al dinero le gusta circular en el área de los que no lo necesitan.

La encuadernación bella sufre con la contingencia de vestir al texto insignificante.

La unión hace la fuerza, que, aplicada, hace la desunión.

En la religión del Estado la penitencia se llama multa, y no existe indulgencia.

Al convertirse en una carta de la baraja, y no en la baraja entera, el rey propicia el advenimiento de la República.

La vida enseña que la moral de las fábulas es inmoral.

El profesor tiene derecho a enseñar cosas equivocadas que mañana serán ciertas.

En la exposición de arte se habla de todo, incluso de arte.

La naturaleza no hace milagros; hace revelaciones.

Todo hombre tiene derecho al desempleo, el hambre, la enfermedad y la muerte.

La enseñanza jamás hace un genio, pero hace especialistas.

Es necesario regar las flores sobre la sepultura de las amistades extintas.

No me contradigas, porque sabes, como yo, que ninguno de los dos tiene razón.

La elegancia verdadera ve en la moda a su principal enemigo.

El grito del orgasmo es espontáneo, pero el orgasmo es elaborado.

Somos correligionarios, esto es, nada tenemos en común a no ser el costal en que nos metemos.

La piscina es una extensión de la tina o una reducción del mar, para fines de estatus.

Vista desde la Luna, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre es irrevocable.

La pobreza tiene sobre la riqueza la ventaja de no estar sujeta a las variaciones de la Bolsa.

La Universidad enriquece el diccionario con palabras que sólo ella conoce.

No es difícil ser amado por dos personas; difícil es amarlas a las dos..

La vanidad es el mayor consuelo para la inaccesibilidad de la gloria.

La caridad sería perfecta si no causara satisfacción en quien la practica.

Madame Bovary protesta: "No soy Flaubert."

Pecar con consciencia atenúa la sordidez del pecado.

Kafkiano es todo aquello que no le ocurrió a Kafka.

Es un deber sacrificarnos por la patria, aunque algunos prefieren que ella se sacrifique por ellos.

Los Mandamientos de la Ley de Dios son diez; los pecados capitales son siete; y las virtudes teologales apenas cuatro para tamaña responsabilidad.

El voto obligatorio extendido al analfabeto anuncia el analfabetismo obligatorio.

Seamos francos: todos abominamos la franqueza.

Dios no siempre está atento a la elección de un Papa.

La fe mueve montañas, substituyéndolas por abismos.

Los animales del zoológico no viven; son vividos por los ojos del visitante.

Los hijos educan pésimamente a los padres.

Hay hombres y mujeres que hacen del matrimonio una oportunidad para el adulterio.

Si el pene contara todo lo que sabe, la moral sería otra.

El optimismo es un cheque en blanco para ser llenado por el pesimista.

El hecho de que el can sea fiel al hombre no significa que aprueba los actos de su dueño.

La libertad de pensamiento exige esta cosa rara: pensamiento.

La voluptuosidad de castigar nos induce a lamentar el buen comportamiento de los otros.

No me juzguen por mis pensamientos secretos, que hasta a mí me asustan.

El cine y la televisión divierten; el teatro emociona.

Pedir la bendición de los viejos les da la ilusión de tener el poder de bendecir.

La lluvia es igualmente responsable por las gripes y los poemas llorones.

El hombre vale por lo que sufrió y olvidó.

La comida acostumbra faltar o sobrar por motivos ajenos al apetito.

Somos humildes en la esperanza de un día ser poderosos.

El cleptómano, llegando al poder, hurta sus propias insignias.

Todos los hombres pequeños, superpuestos, no forman un gran hombre.

Con el boleto de entrada al cine, compramos un harem de mujeres maravillosas, que a la salida nos abandonan.

El hombre vive en la casa del gato, que lo tolera por política.

Mi voluntad es fuerte, pero débil mi disposición a obedecerla.

Al fracasado le asiste el derecho de encontrar que la sociedad es la que fracasó.

La nalga es una forma de belleza que despierta risa, cuando tendría que despertar admiración.

No hay envidiosos; hay admiradores bizcos.

Una civilización que, para sobrevivir, depende del petróleo, no merece ese nombre.

La ingratitud es el impuesto cobrado a la generosidad.

La libertad es defendida con discursos y atacada con ametralladoras.

Los celos, hijos del amor, se vuelven parricidas.

Todo viejo es un joven que se niega a envejecer.

Creer en nuestra propia mentira es el primer paso para el establecimiento de una nueva verdad.

Caín ya no mata a Abel: lo coloniza.

Aprendiendo a leer, desaprendemos la infancia.

Todo el mundo es bueno cuando no usa la cabeza.

Generalmente la imperfección vive satisfecha consigo misma.

Cada quien lee en la Biblia el versículo que le conviene.

El humorismo es la aptitud para despertar en los otros la alegría que no sentimos.

Mentiroso sin imaginación no merece perdón.

Marcel Proust hizo del arte una solución para el asma.

Judas impresionó de modo tal que terminó inspirando a una legión de imitadores.

Las academias coronan con igual celo el talento que la ausencia de él.

Imposible creer en la inmortalidad de las almas mezquinas.

Ignora el banquero que tiene dinero suficiente para cerrar el banco y comenzar una vida nueva.

Así como hay hombres singulares, hay otros plurales.

El camino de la felicidad, que los terroristas intentan abrir, es obstruido por los cuerpos de las víctimas.

El anonimato combina el placer de la villanía con la virtud de la discreción.

La limpieza de conciencia no siempre coincide con la limpieza del cuerpo, que es más exigente.

Vivos no hay; están los que murieron y los que esperan turno.

El purista procura cercenar la lengua cada vez que ella tiene un acceso de vitalidad.

Al contrario del amor, el amor propio no termina nunca.

Hay libros escritos para evitar espacios vacíos en el estante.

Sólo es un luchador el que sabe luchar consigo mismo.

El tiempo consumido en aprender cosas que no interesan nos priva de descubrir las interesantes.

El periodiquito escolar debería ser conservado para escarmiento del futuro escritor.

Todas las mujeres son iguales, pero cada una es diferente de las otras.

El mal se ríe de los malos incompetentes.

La obra de arte es el resultado feliz de una angustia continua.

Falta al vicio del lenguaje el sabor del vicio auténtico.

El mundo sepulta invariablemente a los anunciadores del fin del mundo. 

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13 de julio de 2008
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Negocio para viudas

Nancy es una mujer como tantas otras. Viuda y desamparada, debe aplicarse a fondo para sostener a los suyos. Ello incluye aceptar la inminencia de riesgos y peripecias cotidianos, como vivir un poco a salto de mata y eventualmente verse obligada a prender fuego a su propia casa. Cualquier cosa con tal de sostener el negocio familiar, que en el primer descuido bien podría venirse a pique, con todo y la esperanza de sus seres queridos. Nada conmovedor, a fin de cuentas, si tomamos en cuenta que es un negocio tan ordinario como lucrativo. Otros en su lugar usan pistolas y pistoleros; Nancy tiene un encanto personal que la hace ver desprotegida, frágil y apetitosa, de manera que nadie se atreva a suponer que su oficio consiste en proveer a su comunidad de marihuana.

     Weeds, se nombra la serie. Lleva tres temporadas y ya inició la cuarta, si bien su difusión es limitada. Para verla en el territorio mexicano, donde los traficantes de drogas no pueden aspirar a tanta fotogenia, es preciso comprar los dvds o suscribirse a larga distancia y plantar tres antenas de diversos tamaños en la azotea. Gracias a ellas, cada semana asisto a la vida de Nancy con una honda codicia de risotadas. Hoy mismo, mientras vuelo hacia el sur del continente justo cuando se está transmitiendo el capítulo cuarto de la nueva temporada, me tranquilizo bajo la expectativa de que la lluvia no haya echado a perder la señal y Weeds se haya grabado como Dios manda. A estas alturas, antes puede faltarles el material didáctico a los clientes de la buena de Nancy a que uno se quede un lunes sin Weeds.

     Es de creerse que si Weeds se transmitiera en México, pocos ingenuos tomarían en serio esa guerra a las drogas que por lo visto las leyes norteamericanas preferen librar en otros territorios. ¿O es que alguien se interesa en refundir en la cárcel a una pobre viuda y arrebatarle su modus vivendi? Capítulo a capítulo, Nancy Botwin va reduciendo las aristas de su ingenuidad y relajando esos viejos conceptos según los cuales ciertas cosas no deberían hacerse. ¿Cómo evitar entonces relajarse con ella uno mismo, si lo que menos quiere es que la atrapen y hasta se alegra cada vez que las ventas se elevan y la ve celebrarlo con la satisfacción del deber cumplido? Weeds es de esos programas indispensables que hacen de cada televidente un cómplice.

     Hasta el final de la tercera temporada, cada nuevo capítulo permitía una diferente banda sonora, con la misma canción -Little boxes, se llama- interpretada cada vez por diferentes músicos. Asistimos después a la vida cotidiana de Agrestic, una comunidad californiana donde ya se iniciado el proyecto de convertirla en un fraccionamiento nombrado Majestic. Nancy, con sus dos hijos y un cuñado más o menos disfuncional, va haciéndose de proveedores y clientes, amparada por esa bendición celestial que en teoría protege a las viudas desamparadas. A todo esto, valdría añadir que Judah, el marido fallecido, desempeñaba en vida un oficio íntimamente emparentado con el que ahora sostiene a su familia: agente federal de narcóticos. ¿Qué clase de infraespíritu mezquino se atrevería a sospechar de la viuda de un hombre de la D.E.A.? ¿Quién creería que su hijo adolescente distribuye la mercancía con tremendo éxito, ayudado por una novia fanática cristiana que a su vez se la vende a su comunidad de iluminados?

     Hoy día, con Agrestic-Majestic consumido por las llamas, Nancy y los suyos se han refugiado en casa de su suegro, cerca de la frontera que va a dar a Tijuana. Asociada con una banda de mexicanos, Nancy comienza a ir y venir por ella con cargamentos progresivamente comprometedores, mientras la policía comienza a ubicarla. Debemos de ser muchos, millones tal vez, quienes oramos para que no la agarren.

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9 de julio de 2008
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El día del Matador

Pasa cada año, entre el final de junio y el principio de julio. Llevo una doble vida en el nombre de Wimbledon: seis o siete horas diarias de tenis compulsivo. Nunca es lo mismo ver los juegos a partir de la segunda semana que comenzar desde el primer lunes, como quien zarpa hacia un destino secreto. Cuando al fin llega uno a las semifinales, puede decir que ya comparte tanto el cansancio como el hambre de tenis de los que quedan. Sólo que este año ha sido diferente, por decir lo menos. Como bien lo explicó el cronista Bud Collins a mitad de la edición 2008: parecería que un par de jugadores celebraron su fiesta particular e invitaron a ciento veintiséis amigos a hacerles compañía. Nada más.

     A diferencia de los otros años, cuando se emocionaba uno imaginando que en un golpe de suerte cualquiera podía ganar, los cierto es que esta vez algunos -¿la mayoría, tal vez?- no hemos logrado hacer cosa mejor que esperar la final inminente de Nadal contra Federer, y entre tanto entregarnos al deleite de la especulación precoz, al igual que cada uno de los comentaristas de la televisión. Nada que quiera uno dejar de hacer cuando ha caído la noche en Londres y en México no han dado las cuatro de la tarde; ya por la noche, apenas conseguía despegarme de los anchos resúmenes del Tennis Channel, con el pretexto cierto de que al día siguiente por la mañana tenía nueva cita con la transmisión de ESPN. No había que ser experto en la materia para saber de cierto que algo bien grande estaba por ocurrir.

     Como cualquiera que conozca su juego, admiro la elegancia perfeccionista de Roger Federer. Su modo de plantarse al centro de la cancha, obligando a los otros a orbitar en torno a su zona de confort. Esa ecuanimidad envidiable que le permite jugar con el cerebro frío. El inmenso catálogo de golpes y posturas que le hace propietario natural de cada metro cuadrado de la cancha. Sus maneras aun más caballerescas que caballerosas. Me gusta así de Federer todo aquello que, temo, me es inalcanzable, ya no en el tenis como en la vida misma, igual que no me queda sino mirar de lejos a la luna. Por eso fue que hoy, como hace uno y dos años, y obviamente en las últimas cuatro finales de Roland Garros, mi favorito ha sido siempre el monstruo.

     Matador, le han llamado algunos periódicos ingleses. Otros, más específicos, lo apodan Carnicero, de seguro por esa intensidad demoledora que hace de cada punto que juega una gesta de dimensiones heroicas. Algunos, incapaces de heroísmo, miramos hacia allí y no podemos invitar la identidad profunda de los que creen que vida sólo hay una y hay que exprimirla a toda hora, a como dé lugar. A gritos, a pujidos, a la fuerza. Esta vez, lo he seguido a lo largo de seis juegos, en los cuales descuartizó a sus oponentes sin encontrar más que fugaces resistencias. Beck, Gulbis, Kiefer, Youzhny, Murray, Schuettler, no más que meros trámites para llegar al juego del domingo. Ninguno suficiente para quitar del todo la comezón por ver al Matador pelear en la final como sólo él pelea. Monstruosamente, pues.

     Quien haya estado frente a la televisión durante toda la final de Wimbledon sabrá conmigo que no hay forma de contarla. Jamás antes vi nada parecido, ni siquiera entre ambos protagonistas. Según John McEnroe, en su papel de insuperable cronista televisivo -ya en Roland Garros narraba las intervenciones de Nadal con pasmo y reverencia-, se trata del mejor partido que alguna vez presenció. Una de esas batallas que lo llevan a uno de paseo por multitud de sentimientos y emociones inefables, al punto que a partir del final del tercer set ya no puede parar de gritarle a la pantalla. Mil perdones, Rod Laver, Bjorn Borg, Peter Sampras: tampoco creo haber visto antes a un tenista de ese tamaño, menos aún a dos.

     "Lo intenté todo", ha dicho Federer al recibir la charola del segundo lugar. "Gracias", exclama McEnroe desde la cabina. Luego lo hace ante Federer, a un lado del pasillo, recién devuelto de la cancha central, con los ojos llorosos que a uno también le duelen porque nunca quisiera ver perder a un jugador de esta categoría -inaugurada a solas por él, compartida hoy con Rafa Nadal-, menos después de una batalla así. "Para ganarle a Federer tienes que ser Nadal, corretear por la cancha como conejo y tirar winners desde todos los ángulos", había declarado Marat Safin antes de su partido semifinal.

     Han pasado diez horas desde entonces y todavía no sé bien lo que vi, pero me queda claro que muy difícilmente volverá a suceder. Qué razón tuvo McEnroe en recordar lo afortunados que somos por haber visto todo lo que vimos. Han pasado diez horas desde el último golpe del Matador y todavía me queda la carne de gallina.

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7 de julio de 2008
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Escape de Nahualópolis / y VIII

VIII. ¿Alguien dijo jaqueca? 

Puede que cielo sea más inspirador, pero cierto es también que alguien dentro de uno resucita cuando al fin vuelve a ver el suelo. Caminar por la alfombra libre de trebejos, tenderse y retozar en ella con los canes, abrir los párpados para estrenar el miércoles y contemplar, todavía con pasmo e incredulidad, el paisaje del territorio liberado. Probar el viento fresco que sopla desde dentro del cerebro, asumir que hasta ayer cargué aquel tiradero sobre los hombros, preguntarme cómo lo pude soportar, recordar que uno siempre es más fuerte de lo que creía y sospechar, de paso, que poco o nada le fortalece más ni mejor que sus debilidades.

     Una debilidad es como un personaje. Nos fascina, en principio. Le otorgamos confianza y crédito sin límite, como a ese nuevo amigo que se ostenta capaz de volar siempre gratis. La miramos crecer, embarnecer, engordar. Creemos por capricho o terquedad que es la misma de siempre y no se empeña en controlarlo todo. La soportamos y la defendemos, aun si ella persiste en ser ingrata y responde con esos golpes de soberbia que erosionan toda probable nobleza. Hasta que llega la hora de sacar el chicote, o la soga, o la espada, y mostrarle a ese coco quién manda en este coco.

     (Coco: pocas palabras hay en tal modo compactas y versátiles. Una fruta, un árbol, una cabeza o un golpe en la cabeza. Coco es también la némesis a la que en teoría no podemos vencer; o el nahual invocado por las dominanas para espantar y extorsionar a los niños pequeños a su cargo; o el infeliz que se complace inhalando ese polvo antipático y prepotente sabiamente apodado caspa de Satanás. Es asimismo sobre la superficie frontal del coco que a los cuernos les gusta crecer, por no hablar de la inmensa cantidad de chamucos que caben dentro de él, cómodamente. No es, pues, casual que se abuse del término. Haber decapitado a uno o más nahuales, inclusive con lujo de sevicia, no lo exime a uno de la sabrosa tentación de volver a invocarlos. ¿O acaso serán ellos quienes se hacen llamar, tal como alguna vez se hicieron querer? Lo cierto es que ni muertos se hacen del rogar.)

     Esta mañana, no bien di un paso afuera de la recámara amplia y despejada, noté que una manada de diablos rencorosos, a los que masacré durante la víspera, se lamía las heridas en las otras recámaras, donde el nahual del caos hace tiempo fundó sendas repúblicas, según él soberanas. Mismas que, según yo, quedarían despejadas días después; promesa tan dudosa como la inviolabilidad presunta de los Diez Mandamientos. Entre tanto, temíme, los nahuales mantendrían la recámara en riguroso estado de sitio, cada uno con decenas de monstruos habilitados como perros de presa.

     ¿Que esperaban? ¿Que huyera o corriera a postrármeles? Escapé, desde luego, pero no a la velocidad bastante para perdérmeles, sino a la suficiente para hacerme seguir por ellos como un flautista medio taciturno. Quería que creyeran que les temía tanto como a mí mismo, que al final soy el que los trajo al mundo. Salí, pues, al balcón, resuelto a acomodar la parafernalia. El tapete, la silla reclinable, la sombrilla por si salía el sol; luego el control remoto, la pluma, el cuaderno y un gin-and-tonic a manera de provocación, nacido de una mezcla macumbera de Tanqueray Ten con Bombay Sapphire. Una vez instalado frente al parapeto, con la barranca a un lado, la ciudad al frente y varios gangs de pájaros intercambiando trinos, procedí a oprimir play y subir el volumen.

     (Es una canción vieja de Paul Williams, cuyo protagonista escribe una cantata, y para conseguirlo abre las puertas del coco a cada uno de los héroes y villanos que alguna vez ha sido. Demonios que me perturban y los ángeles que no sé como los vencieron: entren todos en mí ahora. Habré visto aquella película sobre el diablo plagiario, dirigida por el también plagiario Brian De Palma, un mínimo de diez veces. Las últimas, quizás, sólo por escuchar la voz chillona de Williams practicándose un lujuriante endorcismo.)

     Los llamé uno por uno, con el coco repleto de trampas para osos y un orden por lo pronto impecable. Ya podía el demonio del caos resucitar, reproducirse, regresar equipado con los más variopintos semblantes, que llegando a mi coco enfrentaría tantas catapultas y ballestas como pelos tuvieran todos sus monstruos juntos.

     "Nombrarlos es dominarlos", reza, según recuerdo, una línea de la novela de A.R.S. * que bastaría para explicar al propio tiempo la urgencia de invocarlos y la muy relativa utilidad de combatirlos. Aunque lo cierto es que, como espero que haya quedado claro, no los enfrento en nombre de un objetivo edificante y comedido, sino entregado a la quimera obsesiva de construir algo enteramente inútil y ojalá de algún modo indispensable. Algo superfluo como la cola de un demonio y elemental como su cornamenta. Algo igual de tramposo y casi tan temible. Algo que me permita echar abajo el mismo título de esta historia y no ser yo quien huya de los nahuales, sino ellos quienes corran despavoridos.

     De siempre los conozco, hatajo de granujas. Son los mismos que merodeaban mi cama y me hacían gritar a media madrugada. Los que entraban por las rendijas del salón de clases, ávidos de lunáticos en ciernes, argonautas mentales y dispersos a ultranza. Los que después prendían fuego a la cama donde el deseo hacía huir al sueño y éste volvía trayendo a rastras al amor. Nahuales todos, claro. Vengan pues, ya les digo. Vengan y jódanme la vida a cornadas, confúndanse con cuantos querubines quieran, copulen aquí dentro de una vez, aterricen y atérrenme, que ese es el juego. Cuando ya no tolere la temblorina, tendré que deleitarme en degollarlos.

Epígrafe tardío injertado en epílogo.

"Cabe la posibilidad de que constantemente en las conversaciones más ordinarias que sostenemos, aparezcan pronunciados sus nombres; al enunciarlos sin saberlo, sin la voluntad de exorcizarlos, los estamos invocando, los acercamos a nuestra boca.  Así pudiera ser que obsesiones como las del goloso, el lujurioso y el avaro se nutran específicamente, y a la callada, del solo hecho de hablar una lengua.  Cabe otra posibilidad, más atroz, si es pensable:  que una vez que conociéramos sus nombres, el lenguaje se suspendiera de una vez por todas, los demonios quedaran exorcizados y los hombres cayéramos en la mudez extrema por el solo hecho de que eso que llamamos la lengua hablada fuera simplemente la imposibilidad de nombrar a los demonios."

Jaime Moreno Villarreal, en torno a
* Los demonios de la lengua,
de Alberto Ruy Sánchez.

(Ilustraciones animadas a partir de las originales de Albert Dubout.)

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3 de julio de 2008
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El Boomeran(g)
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