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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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El peso de la tierra

En las grandes obras dramáticas hay siempre personajes que tienen menor presencia, pero sin cuya acción toda la trama se desmoronaría. Sin la torpeza de Cassio, que cae ingenuamente en la trampa de Yago, Otelo no hubiera encontrado ocasión de dar salida a su inconsciente celoso, y la tragedia no hubiera tenido lugar. Y algo análogo cabe decir respecto de Fray Lorenzo en Romeo y Julieta. Si el clérigo no hubiera tenido la idea de dar a Julieta una poción para que parezca estar muerta, el melancólico Romeo no hubiera creído que efectivamente estaba muerta y no hubiera decidido morir asimismo, para desesperación de la joven al despertarse. Pues bien:

En la historia de la ciencia hay también personajes clave que, por así decirlo, están poco presentes en los textos. Desde los años de bachillerato el lector sabe que Newton establece las leyes de la gravitación universal y que la fórmula general depende de una constante escrita usualmente G (F= G.m1.m2/r2, tal es la fuerza gravitacional ejercida por una partícula de masa m1 sobre una segunda partícula de masa m2). Newton enuncia su fórmula en 1686, pero el valor preciso de G (y por consiguiente la posibilidad de que la fórmula sea matemáticamente operativa) no se establece hasta pasado más de un siglo (1797-98) gracias a los delicados experimentos del científico británico Henry Cavendish. "Weighing the earth" fue al parecer la expresión explícita con la que Cavendish designó su experimento. El proceso para alcanzar el valor de G pasó por determinar la masa MT de la Tierra. Ello permitía calcular el "peso" de la tierra es decir la fuerza con la que sería atraída por el campo gravitatorio de una segunda masa.

No es sólo el aspecto técnico lo que llama la atención sino también el prometeico tono de la expresión literaria: "Weighing the earth"... Sometiendo a la tierra misma, el peso dejaba de ser mera expresión de nuestra limitación como sustancias físicas, de ese por desgracia inevitable apego a la tierra, de la imposibilidad de alzarse sobre ella, excepto para el humo que asciende del abismo apocalíptico: "Y tocó el quinto ángel. Y vi caer una estrella desde el cielo hasta la tierra. Y se le dio la llave del pozo del abismo. Y abrió el pozo del abismo, y subió humo desde el pozo, como humo de un gran horno, y se oscurecieron el sol y el aire por el humo del horno" (Apocalipsis 8, 1-2).

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24 de octubre de 2019
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Y huye de ellos la muerte

"Y en esos días buscan los hombres la muerte, y no la encuentran; y desean morir y huye de ellos la muerte". (Apocalipsis 9,6).
 

Tras el suicidio de Jeffrey Epstein en una prisión de Nueva York, donde se hallaba acusado de gravísimos delitos de carácter sexual, la prensa se hizo eco de negligencias por parte de los responsables de la prisión, dado que días atrás habría fracasado en un primer intento de suicidio. De hecho ciertos analistas se escandalizaron de que en una prisión de alta seguridad (la misma en la que fue recluido el narco mexicano El Chapo) quepa alguna posibilidad de que un interno tenga medios para atentar contra su propia vida.

Sin duda cabe pensar que las motivaciones de los legisladores a fin de excluir toda posibilidad de suicidio tienen base en consideraciones humanistas: la situación de prisión puede provocar una depresión pasajera de la que se espera el sujeto se repondrá; privarle de los medios de darse muerte sería pues tan imperativo para los responsables de la prisión como para el médico intentar salvarle caso de efectivo intento.

Sin embargo entre las críticas de las que fueron objeto los gestores del centro, llama la atención la formulada por una de las víctimas. Sin ambages, esta les acusaba, no de haber fallado a un deber de custodia de la vida, sino de haber posibilitado que el acusado escapara al castigo. Escapara, eso sí, al precio de la muerte, pero al fin y al cabo...escapara. El diario El País se hacía eco de sus palabras exactas: "Deberemos vivir con las cicatrices de sus acciones el resto de nuestras vidas, mientras que él no se enfrentará nunca a las consecuencias de los crímenes que cometió".

Una cosa es imponer la muerte a un reo y otra muy diferente exigirle que a toda costa...viva. En el caso de un malhechor hay pocas dudas de que ello esconde una sombra de venganza, una exigencia de que pague en el dolor y la tiniebla. Pero la cosa va más allá del castigo por delitos más o menos ignominiosos. Y toca de pleno a la reivindicación del derecho moral de morir. Asunto sobre el que volveré. Retomo ahora la frase del Apocalipsis que citaba al principio, insertándola en el contexto (traducción de Patxi Lanceros en edición de Abada con un impagable prólogo del traductor):

"Y tocó el quinto ángel. Y vi caer una estrella desde el cielo hasta la tierra. Y se le dio la llave del pozo del abismo, y subió humo desde el pozo, como humo de un gran horno, y se oscurecieron el sol y el aire por el humo del gran horno. Y de este humo salieron langostas a la tierra .Y se les dio potestad, como la potestad que tienen los escorpiones de la tierra. Y les fue dicho que no dañaran la hierba de la tierra, y ninguna verdura, ni ningún árbol, sino a los hombres que no tienen la señal de dios sobre sus frentes. Y no se concedió que los mataran, sino que fueran torturados cinco meses. Y su tortura es como la tortura del escorpión cuando pica al hombre. Y en esos días buscan los hombres la muerte, y no la encuentran; y desean morir y huye de ellos la muerte".

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27 de septiembre de 2019
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Cuando el pacifismo es coartada

Me he referido aquí en varias ocasiones al filósofo francés Jean Cavaillès detenido por la Gestapo en agosto de 1943, torturado, encarcelado en Fresnes, finalmente fusilado el 17de enero de 1944 en la ciudad de Arras y sepultado en la designada "fosa número 5" bajo la inscripción "Desconocido". Jean Cavaillès fue acusado entre otros cargos de actos de sabotaje contra las tropas de ocupación, lo cual era hasta tal punto cierto que, en un artículo de homenaje, el físico francés Etienne Klein se refiere a él con el juego de palabras "Un filósofo explosivo".

El padre de Jean Cavaillès era oficial de carrera y de hecho la infancia y adolescencia del futuro pensador transcurrió en un entorno de militares. Ello no le impidió considerarse siempre un pacifista. Pero pacifista no significa anti-militarista. Cavaillès tenía muy claro que la disciplina militar es susceptible de estar al servicio de muy diferentes causas. Ser antibelicista como Cavaillès no debería impedir (¡al contrario!) la clara conciencia de que en determinadas situaciones (así la de una Francia bajo la doble bota del fascismo alemán y del régimen colaboracionista de Pétain)...tomar las armas era una exigencia ética. Pues bien:

El amigo de Cavaillès, asimismo filósofo y también fusilado por actos de resistencia Albert Lautmann, en sus años de estudiante participa también de un sentimiento anti- belicista, en su caso en razón de sus simpatías por el socialismo francés. Sin embargo, hijo de mutilado de la primera guerra, sabía que en determinados momentos el pacifismo podía servir de coartada para la cobardía y de ninguna manera estaba dispuesto a que este caso de indignidad fuera el suyo. De ahí que en 1938, lúcidamente inquieto por la amenaza fascista, sigue los cursos de formación de oficiales.

Al estallar la guerra, tras colaborar en una acción en la que son derribados siete aviones alemanes, vive la derrota del ejército francés en la primavera de 1940, es hecho prisionero e internado en uno de los campos para oficiales denominados Oflag (Offizier-Lager) y distinguidos entre ellos por números romanos que correspondían a la región (alemana o anexionada) en la cual se encuadraban. El de Lautmann era el número IV en Silesia, del cual se evade en 1941.

Integrado en la resistencia, entre otras tareas se ocupa concretamente de facilitar contacto, vía España, de personas de diversas nacionalidades que colaboran con el ejército secreto. Arrestado por la Gestapo en razón de un chivatazo en mayo de 1944, es fusilado en agosto de 1944 en Camp de Souge en las proximidades de Burdeos, dónde cayeron 256 prisioneros, víctimas de los soplones de la policía de Vichy tanto o más que de las rafias de los ocupantes alemanes.

Albert Lautmann se ocupó entre otras cosas de la relación entre la realidad matemática y la realidad física, esbozando sus primeras hipótesis en su libro "Las matemáticas, las ideas y lo real físico". La realidad física nos interpela en tanto meramente humanos. Ello desde que un niño constata con rabia esa necesidad natural, esa tozuda irreductibilidad que impide alzarse del suelo. Pero nos interpela también la realidad social, desde el momento en que ese mismo niño constata que le es vetado apoderarse del deseado fetiche de su compañero de juegos (mientras que eventualmente la recíproca no se cumple).

Irreductible a la voluntad, la naturaleza es quizás sin embargo accesible al conocimiento, a una observación desinteresada, a lo cual nos conduce simplemente el amor al lenguaje y a sus frutos. Pero el amor al lenguaje pasa también (y quizás sobre todo) por intentar apuntalar las condiciones sociales que favorecen la eclosión de ese mismo lenguaje, y no dándose las mismas en la sórdida cotidianidad de la Francia del general Pétain, Albert Lautmann no entrevé otra actitud digna que el compromiso con la resistencia.

De haber sobrevivido a la ocupación de su país, muy probablemente Lautmann habría llegado a ser sido un puntal en esa metafísica sustentada en la ciencia que en nuestros días está constituyendo, una verdadera resurrección de los orígenes jónicos de la filosofía. Pero como Kant dejó sentado (al extender la filosofía crítica de la razón pura cognoscitiva a la razón práctica), la exigencia del espíritu va más allá del deseo de conocer. Tomando corajudamente una vía que le llevaría al pelotón de fusilamiento Albert Lautmann dio otra prueba inequívoca de entereza filosófica.

Si vuelvo a traer a colación la envidiable envergadura de estos dos pensadores es por mostrar mi desasosiego cuando escucho discursos en los que se proclama sin más, con toda generalidad (¡y desde luego a precio nulo!) la equivalencia entre posiciones antibelicistas y rechazo de la condición de militar. Estar en contra del belicismo imperialista no debería impedir (¡al contrario!) la clara conciencia de que en determinadas situaciones (así la de una Francia bajo la doble bota del fascismo alemán y del régimen colaboracionista de Pétain)...tomar las armas es una exigencia ética.

 

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17 de septiembre de 2019
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A vueltas con la necesidad y l libre albedrío (VI)

He enfatizado que la idea de necesidad es el punto de arranque de una concepción de la Physis que hace posible la física. Y el conflicto entre el intelecto y los sentidos del texto de Demócrito pondría esencialmente de relieve que cada una de las dos facultades reivindica la prioridad como instrumento de acceso a esa necesidad (recordemos: el intelecto asegura que lo único real en la naturaleza son los átomos y el vacío, es decir, algo inasible para los sentidos; pero los sentidos responden al intelecto, denunciando el círculo vicioso consistente en que son ellos la única fuente de la cual extrae el intelecto sus evidencias, por lo cual si el intelecto consigue derrotar a los sentidos no haría otra cosa que derrotarse a sí mismo). Sin embargo el nombre de Demócrito se halla fuertemente asociado a posiciones que equilibran el peso de la necesidad, complementando su papel en la naturaleza con el del azar.
 
En un libro de Jacques Monod (Jacques Monod, « Le Hasard et la Nécessité. Essai sur la philosophie naturelle de la biologie moderne ». Les editions du Seuil, Paris 1970), que en el pasado siglo dio un enorme impulso a la filosofía natural (en este caso, no en base a la física sino a la biología) se insiste en que el juego cómplice del dúo necesidad-azar sería la clave para entender la evolución, la emergencia de la vida y desde luego la diversificación de las especies. El libro se abre con un fragmento atribuido (no sin que la hipótesis despierte dudas) al filósofo de Abdera: "Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad".

Como ser natural el hombre es un producto ciego de la evolución y lo mismo ocurre con todos y cada uno de sus órganos. Sin embargo el "technites" (ser marcado esencialmente por la técnica) que el hombre constituye rompe el automatismo cada vez que simplemente construye una herramienta. Aunque la naturaleza hubiera por azar, es decir automáticamente o por sí misma, dado lugar a la forma "cuchillo", sólo se trataría de esta herramienta en la medida en que se reconoce en ella la similitud con el cuchillo proyectado, el cuchillo fruto de una intención. Pues bien:

En el laboratorio de un físico actual el technites apunta a desentrañar la naturaleza forjando situaciones que explotan las posibilidades de la misma, pero que trascienden el automatismo. Un comportamiento previsto es sometido a verificación. Y de tal verificación extraemos consecuencias relativas a la necesidad en sí, la necesidad que carecería de testigo. Lo grave no es desde luego que la previsión falle, pues simplemente se retorna a las condiciones y se transforma la conjetura, sino que llegue a hacerse patente la imposibilidad de previsión, que lo esencialmente imprevisible surja en el seno de la tarea por esencia previsora del technites.

"¡O Zeus! ¿qué decir?, ¿conservas tu mirada protectora sobre los humanos, o se trata de una esperanza ilusoria? ¿Es falsa la creencia de que hay dioses? ¿Sólo el azar rige sobre la existencia de los mortales? (Eurípides Hecuba , 488-491. Citado por Marcel Conche en « La métaphysique du hasard » en « Le portique, revue de philosophie et de sciences humaines » 9, 2002".

La eventualidad de dioses a cuya voluntad la naturaleza se sometería, podría (en el caso de que su voluntad nos fuera favorable) ser una promesa para nuestras necesidades vitales, pero constituiría sin embargo una amenaza para nuestro deseo de intelección, al hacer de la naturaleza un teatro para la manifestación de sus voluntades caprichosas. Pero dioses aparte, peligro aun mayor la exigencia cognoscitiva sería que la naturaleza fuera un escenario intrínsecamente imprevisible, sometida a un auténtico azar, esa modalidad de azar que Aristóteles negaba, reduciéndola a una carencia epistémica, a expresión de nuestro desconocimiento de la riqueza de causas en juego, cuya intersección se expresaría en el fenómeno...

Como pórtico de "El azar y la necesidad", junto a la sentencia atribuida a Demócrito, Jacques Monod sitúa un célebre párrafo de "El mito de Sísifo" de Albert Camus: mientras la roca que ha empujado hasta la cima se va aun deslizando, Sísifo vuelca su mirada sobre ella y percibe su destino como una secuencia de acciones sin intrínseco lazo y a las que sólo su memoria confiere unidad. La vida de Sísifo sería así efectivo resultado de un auténtico azar, esa "true randomness" en la jerga anglosajona, que deja estupefacto a los propios científicos cuando creen constatarla experimentalmente. Pues bien, vale la pena completar la referencia literaria a Sísifo con esta tremenda reflexión al final de la obra de Monod:

"La probabilidad a priori de que se produzca un acontecimiento particular entre todos los acontecimientos posibles en el universo es próxima a cero. Sin embargo el universo existe; es pues necesario que se produzcan eventos particulares cuya probabilidad (antes del evento) era ínfima. Hasta prueba de lo contrario no tenemos derecho ni a afirmar ni a negar que la vida sólo haya aparecido una vez en la Tierra, y en consecuencia, que antes de surgir sus posibilidades eran casi nulas.

Esta idea no solamente es desagradable para la mente de los biólogos en tanto hombres de ciencia. Choca con nuestra tendencia humana a creer que toda cosa real en el universo actual era necesaria, y ello desde el origen de los tiempos. Hemos de mantenernos vigilantes contra este sentimiento tan poderoso de destino. La ciencia moderna ignora toda inmanencia, el destino se escribe a medida que se realiza, nunca antes. El nuestro no estaba trazado antes de que emerja la especie humana, única en la biosfera que utiliza un sistema lógico de comunicación simbólica. Otro evento único que debería prevenirnos contra las consecuencias de todo antropocentrismo. Si fue único como quizás lo fue la aparición de la propia vida, es que antes de su aparición sus posibilidades eran casi nulas. El universo no encerraba la vida, ni la biosfera encerraba el hombre. Nuestro número salió en la ruleta de Monte-Carlo. ¿Qué tiene de extraño que al igual que aquel que acaba de ganar un millón experimentemos lo extraño de nuestra condición" (p.161).

Varias cosas en este texto: las probabilidades de emergencia de la vida, a fortiori de emergencia del ser provisto de un "sistema lógico de comunicación simbólica" eran quizás pocas, pero no nulas, de lo cual no estaríamos aquí reflexionando sobre ello.

El autor nos pone en guardia contra el antropocentrismo, pero paradójicamente de alguna manera nos incita al mismo al enfatizar el hecho de que nuestra condición es "única en la biosfera".

El espíritu humano, se sentiría chocado ante la posibilidad de no toda cosa real en el universo actual era necesaria. Esto sería particularmente intolerable para el espíritu científico marcado desde los pensadores jónicos por la idea de la necesidad natural.

Lo sorprendente es que (al menos en ciertas interpretaciones dominantes de la física cuántica) el azar ni siquiera esté reñido con la ciencia, aunque quizás ello suponga una cierta revolución en el concepto mismo de ciencia. Pues cuando la ciencia se focaliza en lo probable se da un salto. Habrá concretamente ciencia de la naturaleza, aun aceptando que, aun dándose exactamente las mismas condiciones un acontecimiento podría ser sustituido por su contrario, hubiera podido salir cruz en lugar de cara, si se quiere.

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3 de septiembre de 2019
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Una palabra a liberar… no a repudiar

En plena agonía del dictador Franco, la revista francesa Esprit publicó un número titulado " Europa en política", centrado en cinco países: Alemania (texto escrito por Jürgen Habermans), Italia, Reino Unido, Francia y España. Hablando con el entonces director de la publicación sobre el tipo de abordaje en relación a nuestro país, me manifestó su sorpresa por el hecho de que en su primer viaje realizado, había encontrado una España muy diferente de la imagen pre-concebida. Esperaba encontrar una población resignada, temerosa y triste, y se encontró con una secuencia de pueblos, que se mantenía diversa en lo lingüístico, rica en sus expresiones culturales, muchas veces audaz en lo social y desde luego afirmativa y festiva. La impresión no era aislada. Muchos eran los que tenían el sentimiento de que el proyecto de sumisión que la dictadura suponía había fracasado en una dimensión esencial, y que de alguna manera no había encontrado en el cuerpo social la porosidad necesaria para calar en lo profundo.

Ello explica que para los emigrados (ya fuera por razones económicas, políticas o ambas a la vez), España fuera una causa a reivindicar, una España que cantaban poetas, evocaban músicos, y desde luego describían con amor escritores totalmente alejados de connotación ideológica con la dictadura. Había que arrojar lastre de muchas cosas que se referían a España. España era una palabra a liberar, no una palabra a repudiar. Liberar la palabra de connotaciones estereotipadas, que a veces suponían una auténtica traición a las costumbres y manifestaciones culturales de sus pueblos (paradigmático era ciertamente la abyecta instrumentalización de las tradiciones populares andaluzas), para que resurgieran las imágenes de una España serena en su cotidianeidad, conmovida en sus ritos y fiestas y desde luego indómita y resistente cuando precisamente los enemigos de todo lo que representaba quisieron verla en genuflexión. Imágenes que, en el París de mis años de estudiante, despertaban en tantos españoles un sentimiento de desarraigo que a su vez alimentaba el imperativo de lucha.

Muchas personas de aquel París han desaparecido, mas por eso mismo puedo evocarlas como testigos, en su vida y en su trabajo, de esta presencia de una España de la que siempre tendremos digna añoranza. Añoranza de una promesa no sustentada en el vacío, sino en una potencialidad, un objetivo de realización que respondía a un pasado y que se trataba de recuperar. Odiábamos el casticismo, el trazo grueso reductor de identidades plurales, la retórica patriota, pero amábamos profundamente a España... amábamos su lucha en el pasado y su resistencia a ser un pueblo de tiniebla. Todos éramos conscientes de que España sufría una humillación consecuencia de una gran derrota. Pero nos animaba respecto a España la misma confianza que teníamos respecto a tantos otros pueblos: bajo el manto de la mentira encubridora de la injusta realidad social, perduraba el rescoldo de una gran civilización y este rescoldo podría ser en cualquier momento avivado.

Ello hacía que la misma resistencia política fuera también cultural en el sentido fértil de la palabra: expresión de una simiente múltiple que se recrea; resistencia de un pueblo contenido en el duelo y luminoso en la celebración. Una España afirmativa en la que (con severo juicio sobre tantos aspectos de su pasado y su presente) merecía la lucha simplemente por poder vivir en ella. Vivir en cualquiera de los lugares de su cultura, con la aceptación por supuesto de lo que cada uno de ellos decidiera respecto al tipo de lazo con los demás, en una comunidad que lo sería simplemente porque se constituía en base a querer que lo fuera.

 

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20 de agosto de 2019
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A vueltas con la necesidad y el libre albedrío (v): los implícitos de un problema teológico

El asunto respecto al peso a acordar a la cultura en el devenir moral de la humanidad, del que me he venido ocupando en columnas recientes a partir de ciertos textos de Rousseau, va más allá de este filósofo (y de su polémica con Voltaire), pues en el mismo se vieron peligrosamente implicados muchos pensadores vigilados por la ortodoxia de uno u otro tipo. La atmósfera espiritual de una de estas ortodoxias tiene la siguiente transcripción teológica:

La razón (al menos la razón cognoscitiva) no sería fuente alguna de moralidad; en el mejor de los casos su virtud consistiría en adecuarse a esa moralidad natural que Dios nos acordó "graciosamente"; en el caso peor, la razón se erigiría en facultad dominante de la voluntad del infortunado, al que Dios habría dejado de mano. Conservar la gracia equivale a poner la razón en su sitio, subordinarla respecto a la condición natural. Adán y Eva no lo hicieron, y de tal mal uso somos por así decirlo herederos. Si haciendo el bien nos salvamos, no será en absoluto como consecuencia de nuestro libre albedrío sino, por el contrario, de que Dios nos protege de nuestra libertad, haciendo magnánimamente que perdure nuestro estado de gracia.

En el mundo social implícita o explícitamente determinado por referencia al cristianismo, esta visión tiene una inmediata consecuencia, a saber, que la mediación por las condiciones que la iglesia erige en imperativo de salvación es prescindible. Responder a las mismas es eventualmente inútil, pues todo en definitiva depende del lazo directo de cada uno con el hacedor. No estamos lejos del protestantismo luterano: sólo la fe (que en su libertad absoluta Dios otorga o deja de otorgar) salva.
Pero en la atmósfera rousseauniana que estoy evocando, estamos aún más cerca de un radical movimiento que se da en el seno de la propia obediencia católica y muy particularmente en Francia. No olvidemos que el vicario de Rousseau es savoyard, y que Savoya fue lugar dónde tuvo relevancia esa modalidad radical de competencia con la reforma calvinista que fue el jansenismo.

El clérigo holandés Corneille Janssens, o Jansen ( 1585 - 1638) se enfrentó a los jesuitas arguyendo las doctrinas de Agustín de Hipona y lanzó un movimiento espiritual que tuvo gran repercusión en el catolicismo y más allá. Uno de los puntos esenciales de las polémicas de los jansenistas es que sus adversarios otorgaban excesiva importancia a la libertad humana. Los jansenistas ponían en la diana fundamentalmente a las teorías del jesuita español Luis de Molina.

¿Que había pues de singular en las tesis de este filósofo, nacido en Cuenca y enviado por la orden como estudiante de filosofía a Coímbra, de cuya universidad llegó a ser profesor, tras haber seguido quizás las clases del entonces célebre Fonseca? Pues simplemente que Molina abordaba con gran originalidad un problema que recubre una interrogación esencial de la condición humana, a la cual se da en general respuesta negativa. El andamiaje escolástico del asunto era la doctrina de la predestinación, que a muchos parecía incompatible con la no menos canónica doctrina del libre albedrío. Pues si estábamos pre-destinados para el mal o para el bien, ¿cómo es posible que se nos atribuya responsabilidad alguna?

Tesis escolástica comúnmente aceptada era que, a diferencia de la nuestra, la inteligencia de Dios es susceptible de conocer exhaustivamente el futuro, y en consecuencia Dios sabía de toda eternidad si cometeríamos o no actos contrarios a su voluntad, sabía concretamente que podíamos (como Adán y Eva) hacer mal uso de nuestro razón. Pero, aun así, Molina pone el énfasis en nuestro libre albedrío y en un último recurso frente a la secuencia que nos llevó al mal:

Por pecadores que aun seamos, demandaremos la gracia, implorando que aquello que nos condujo al pecado no haya tenido lugar. Gracia que, de sernos acordada (la sinceridad de la petición sería criterio suficiente para el don), supondría intervención humana sobre el pasado, aunque no directamente sino... Dios mediante, pues la veracidad de la petición de gracia lo que hace es desencadenar la intervención correctora del Hacedor. La objeción es inmediata: sin duda Dios había previsto también si haríamos buen uso o mal uso de nuestra capacidad de implorar la Gracia, es decir, de nuestra potencia de intervenir en el pasado, con lo cual todo seguiría predeterminado... de ahí que no hubiera concordia entre los protagonistas de la discusión, a la que el Papa puso fin, acabando por suprimir la Congregación creada ex profeso para decidir sobre el asunto.

¿Qué es, en suma, lo que no gusta a los jansenistas en Molina? Pues en esencia lo siguiente: el hombre gozaría de capacidades que relativizan la potencia de Dios; pues si hacemos buen uso de ellas, ni Dios mismo podría impedir nuestra salvación. Frente a Molina, y apoyándose en interpretaciones de los textos de San Agustín, los jansenistas repudian todo lo que no sea asunción de estar en manos de una voluntad sin limitación posible, ese Señor implacable e imprevisible que "exige dónde no ha dado y recolecta dónde no ha sembrado" de la parábola de los talentos, y tan presente en las máximas de Lutero en "La Esclavitud de la voluntad": 

"Es obvio que las malas obras ofenden a Dios. Lo importante es que las buenas tampoco le satisfacen. Merecen su ira, no su favor". Y en otro momento, al constatar que dios condena en ocasiones al que creíamos honesto y premia al que estimábamos malvado escribe: "No nos incumbe investigar por qué lo hace".

En el siglo de Rousseau y Voltaire las doctrinas jansenistas habían sido proscritas en el seno de la iglesia católica: en 1713 el Papa Clemente XI había realizado una condena formal de 101 proposiciones jansenistas y en 1718, a través de una nueva bula, ya decididamente excomulgó a sus defensores. Pero el anatema por parte del Vaticano no suponía que el espíritu jansenista dejara de estar presente dentro de la iglesia y fuera de ella. Pero ¿qué sostenía en esencia el jansenismo? Pues, como ya indicaba en una columna anterior, que hubo un momento en el cual el hombre gozaba de la Gracia divina en un estado de perfecta armonía con la naturaleza, sus semejantes y el propio hacedor. De tal situación el hombre cayó...según el mito bíblico por sucumbir al deseo del conocimiento (árbol de la ciencia del bien y del mal), en la filosofía rousseauniana por razones más complejas.

Sin duda esta aproximación tiene sus límites. De hecho en 1762 los jansenistas están en el origen de una de las persecuciones a las que se vio sometido el pensador de Ginebra, pero como señala la estudiosa Monique Cottret ( « 1789-1791: triomphe ou échec de la minorité janséniste? », Rives nord-méditerranéennes, 14 | 2003, 49-61) fueron muy sensibles a ciertas ideas rousseanianas, entre ellas la de la voluntad general. El propio Rousseau confiesa que, pese al espanto que le provocaba la dureza de la teología jansenista, la lectura de Port Royal y del Oratorio habían hecho de él un semi-jansenista.

Nada más cercano a la visión jansenista de la vida como una potencial y muy probable condena...nada más alejado de la afirmación vital que (pese a su lucidez) atraviesa toda la obra de Voltaire que esta afirmación ya citada anteriormente: "Lloraba y suspiraba a propósito de cualquier nimiedad, sentía que mi vida se escapaba sin haberla degustado".

Habrá ocasión de volver sobre el tema en próximas columnas.

 

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6 de agosto de 2019
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Hermoso barco viejo

"Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo.

Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres (...) Venían de la angustia, de la derrota y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran los combatientes españoles que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de treinta años.

Recoger a estos seres desperdigados, escogerlos en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul, frente al mar de Francia, donde suavemente se mecía el barco Winnipeg fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación"

He topado con el texto de Pablo Neruda relativo a la expedición del Winnipeg en una pequeña exposición, presente hasta el 1 de septiembre en las cocheras del Palau Robert de Barcelona, en la que se evocan las dificultades para conseguir que la nave tomara rumbo hacia América. La desesperación del poeta (por entonces "Consul especial para la inmigración de España en París") a la que alude el texto se debe a que, ya los pasajeros a bordo, Neruda recibe orden de sus superiores de renunciar a la travesía. Sin embarco, por la terquedad del escritor, y al precio de una crisis gubernamental en Santiago, el viejo barco "cargado con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso".

El propio Neruda pone de relieve su convencimiento de que la inserción de esas personas supondría para su país una riqueza a la vez material y moral. Riqueza moral dada la entereza de aquellas gentes al no doblegarse a una fuerza que (fueran o no conscientes los movilizados en el bando "nacional") no tenía otra finalidad objetiva que el mantenimiento de estructuras sociales que garantizaran la rapiña del débil. En cuanto a la preocupación de Neruda por asegurarse de que aquel acto de solidaridad supusiera asimismo una riqueza material para Chile, el propio escritor nos recuerda que uno de los criterios en el duro momento de elegir entre los aspirantes al viaje (todos no cabían) era el oficio de la persona. Al respecto vale la pena ampliar los párrafos de Neruda citados en la evocada exposición con el siguiente fragmento perteneciente al mismo texto:

"Sucede que se presentó ante mí un castellano, paleto de blusa negra (hombre maduro, de arrugas profundísimas en el rostro quemado), con su mujer y sus siete hijos
Al examinar la tarjeta con sus datos le pregunté sorprendido:

-¿Usted es trabajador del corcho?
-Sí señor me contestó severamente
-Hay aquí una pequeña equivocación -le repliqué- En Chile no hay alcornoques. ¿Qué haría usted por allá?
-Pues los habrá, me respondió el campesino.
-Suba al barco, le dije, usted es de los hombres que necesitamos. 

Y él, con el mismo orgullo de su respuesta y seguido de sus siete hijos, comenzó a subir las escaleras del barco Winnipeg. Mucho después quedó probada la razón de aquel español inquebrantable: hubo alcornoques y, por lo tanto, ahora hay corcho en Chile". Corcho hoy imprescindible para la pujante industria vitivinícola del país, me permito añadir por mi cuenta.

Muchos de los embarcados en el Winnipeg habían sido recuperados de campos de reclusión o de confinamientos en la Africa francesa. Para estas personas Francia no había sido en absoluto la tan retóricamente proclamada "terre d'accueil", y en consecuencia la América hispana era para ellos una promesa. En 1938, un año antes de los acontecimientos de la nave Winnipeg, Neruda había descrito la misma situación anímica, esta vez en relación a otro poeta, su admirado Cesar Vallejo: "Ya en tus últimos tiempos, hermano, tu cuerpo, tu alma te pedían tierra americana, pero la hoguera de España te retenía en Francia, en donde nadie fue más extranjero".

"Querían matar la luz de España", dirá aun Neruda en 1968 en Sao Paulo ante un monumento de Flavio de Carvalho evocador de la muerte de Lorca...Y así, por diversos vericuetos, esta sencilla exposición en las cocheras del Palau Robert de Barcelona nos desliza hacia la memoria conmovida de un testigo singular, memoria evocadora de gentes vencidas pero nunca interiormente sometidas, gentes de la España que tanto quisimos.

 

 

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23 de julio de 2019
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El Tahití de los filósofos

"Como un tigre salvaje recubre hasta el ahogo a sus propios cachorros, así el mar precipita las más poderosas ballenas contra las rocas. Implacable, sin poder exterior que lo controle, jadeante y resoplando como un loco corcel que en la batalla ha perdido a su jinete, el océano sin dueño, sumerge al entero globo.

Fijémonos en la sustancia del mar: sus más temibles creaturas se deslizan bajo el agua; invisibles en su mayor parte, traicioneramente ocultas bajo los más amables tintes del azul. Fijémonos en el diabólico brillo y belleza de alguna de las más despiadadas tribus; en la delicada y bella factura de múltiples especies de tiburones. Fijémonos de nuevo en el universal canibalismo del mar, cuyas creaturas imploran unas a otras, protagonizando una eterna guerra desde que el mundo es mundo (...)

Fijándonos en ambos, mar y tierra, ¿no encontramos una analogía con algo en nosotros mismos? Pues al igual que este terrible océano rodea las verdes praderas, así en el alma del hombre reposa un singular Tahití, lleno de paz y de alegría pero cercado por todos los horrores de la parte semi-desconocida de la vida. ¡Dios te aguarde de alejarte de esta isla! Puede que nunca retornes" (Moby Dick).

Hace unos meses me refería aquí al diferendo entre Voltaire y Rousseau respecto al peso a acordar a la cultura en el devenir moral de la humanidad. En su "Profession de foi du Vicaire Savoyard", Rousseau viene a indicar que la virtud esencial reside en la condición de un hombre carente de poder, pero también de conocimiento científico o formación letrada, y en suma carente de toda sofisticación; en razón de ello estaría precisamente en condiciones de discernir perfectamente el bien del mal. Hay en esta tesis como dos aspectos: 

Por un lado la convicción de que, por así decirlo, no se necesitan profesores de virtud, es decir, casi el germen de la concepción kantiana del imperativo categórico como rasgo que permite a todo ser de razón no dudar respecto a ciertos postulados de la moralidad (ejemplo canónico: nadie duda de que aprovecharse de la situación de debilidad de un ser humano para instrumentalizarlo es marca de ignominia). Pero Rousseau hace decir a su vicario algo más:

"Sólo sé que la verdad está en las cosas y no en mi espíritu que las juzga, y que cuanto menos pongo de mi espíritu en los juicios que emito, más seguro estoy de de acercarme a la verdad: así mi regla de adecuarme más bien a mi sentimiento que a la razón es confirmada por la propia razón".

Si el lector se introduce en la lectura del texto de Rousseau verá que la moraleja es en suma la siguiente: el hombre es por naturaleza bueno, pero el ejercicio de la razón le pervierte. Y ¿por qué las cosas son así? Respuesta en una traducción teológica del problema, sustentada en la inspiración jansenista de Rousseau:

Pues porque Dios, además de hacernos naturalmente buenos, nos dio la razón para que pudiéramos libremente elegir ser o no fieles a tal bondad natural. Por desgracia (ebriedad de la razón) no siempre prevalece el buen criterio. No siempre adoptamos una actitud moral conforme a nuestra buena naturaleza; no siempre resistimos a nuestra vanidad de seres racionales; no siempre, por así decirlo, somos modestos. No lo fueron ciertamente nuestros ancestros paradisíacos tentados por la "Ciencia del bien y del mal", es decir bien y mal reducidos a conocimiento (contrapunto absoluto de la tripartición kantiana que separa la razón cognoscitiva tanto de la razón práctica, base de la moralidad, como de la razón que se actualiza en el juicio estético).

Así pues habría habido un momento en el cual el hombre gozaba de la Gracia divina, en un estado de perfecta armonía con la naturaleza, con sus semejantes y con el propio hacedor. De tal situación el hombre cayó...según el mito bíblico por sucumbir al deseo del conocimiento (árbol de la ciencia del bien y del mal); en la filosofía rousseauniana por razones más complejas. En cualquier caso el valle de lágrimas sería ahora nuestro hábitat. Al respecto la siguiente confesión de Rousseau:
"Lloraba y suspiraba a propósito de cualquier nimiedad, sentía que mi vida se escapaba sin haberla degustado (Je pleurais et soupirais à propos de rien, je sentais la vie m'échapper sans l'avoir goûtée)".

Nada más cercano a la visión (como decía de inspiración jansenista) de la vida como una potencial y muy probable condena; nada más alejado de la afirmación vital que (pese a su lucidez) atraviesa toda la obra del contemporáneo de Rousseau Voltaire. Voltaire no espera gran cosa de Dios ni tiene confianza en la naturaleza; baste recordar su queja ante la tragedia de Lisboa: 

"¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable!/ Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: "Todo está bien"/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas». 

Sin embargo Voltaire estima que el hombre, forjador de ciudades poemas, narraciones y construcciones teóricas como los newtonianos Principia, simplemente... vale por sí mismo. El hombre no en su abstracción sino el hombre inserto en el medio concreto que a Voltaire le tocó vivir. Pues quien se alzó contra el optimismo del mejor de los mundos, se reconoció sin embargo en la burguesía montante y amó cuanto la sociedad fronteriza comenzaba a deparar, empezando por los refinamientos gastronómicos y ciertas libertades en materia de costumbres, sin que ello le impidiera tener la visión más lúcida sobre las miserias, desafueros e injusticias de todo tipo que se daban a su alrededor; males achacables a los hombres pero que no cabe, en el espíritu de Voltaire, contraponer a una supuesta bondad de la naturaleza, que deberíamos agradecer al creador. 

El Rousseau que tanta armonía veía en la naturaleza... se lamenta de la razón y de la vida. El Voltaire que clama contra una naturaleza implacable, parece desde las profundidades dar un sí profundo al pensamiento y a la vida trágica del singular animal que da soporte al pensamiento. El aspecto afirmativo, que en las más difíciles circunstancias caracteriza a filósofos muy diferentes (Nietzsche, Descartes, el propio Voltaire), reposa quizás tan sólo en una aleatoria y afortunada circunstancia que forjó un precioso y preciado espacio interior: "así en el alma del hombre reposa un singular Tahití, lleno de paz y de alegría pero cercado por todos los horrores de la parte semi-desconocida de la vida. ¡Dios te aguarde de alejarte de esta isla! Puede que nunca retornes".

No sería sin embargo justo transcribir este párrafo de Moby Dick sin evocar también este otro que le hace radical contrapunto:

"¿Conocéis ahora la especie de los Bulkington? Os parecerá entonces vislumbrar esta mortal e intolerable verdad: que todo pensamiento profundo y severo no es sino el intrépido esfuerzo del alma por mantener la abierta independencia de su propio mar, mientras que los más furiosos vientos del cielo y de la tierra conspiran por arrastrarla hacia la orilla traidora y servil".

 

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11 de julio de 2019
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Tristitia Christi

"De la tristeza, tedio, temor y oración de Cristo antes de ser capturado ( De tristitia, taedio, pavore et oratione Christi ante captationem eius)"es el título completo del texto, sustentado en diferentes pasajes evangélicos ( Mateo 26, Marco14, Lucas 22, Juan 18.) dónde Tomás Moro (prisionero en la Torre de Londres dónde le espera el patíbulo) nos confronta directamente al problema de la significación conceptual del cristianismo, más allá de la usual representación del mismo por parte de los creyentes.
 

Al respecto un preámbulo de inspiración digamos hegeliana:
Cristo se halla en relación de alteridad tanto respecto de los demás hombres como respecto de los individuos singulares de las demás especies, naturales o artificiales. Cristo vive su finitud como la vivimos todos; como a nosotros le invade la tristeza cuando toma conciencia de su condición, el tedio cuando las horas transcurren sin sombra de trascendencia, y desde luego el pavor cuando la finitud se concretiza en amenaza de muerte. Y Cristo pide entonces ayuda a su dios como lo hacen los hombres en situación de aflicción, e incluso solicita temeroso que no le dejen sólo: "quedaros aquí y velad conmigo". En suma, el Dios hecho hombre, hecho pues realidad finita y determinada, no tendría un estatuto diferente del de toda otra realidad finita. Pues bien:

Cabe decir que en tal figura frágil y abandonada se reconoce Moro en la Torre donde se halla confinado por orden de Enrique VIII. Pero la reflexión sería incompleta si nos detuviéramos en este extremo. Si el cristianismo ha tenido tan enorme eco en la disposición espiritual tanto de creyentes como de no creyentes, es porqué la imagen de la humanidad de Dios, luego su intrínseca fragilidad, tiene como vertiente la imagen de la trascendencia intrínseca del ser humano. Un cristiano como Moro lo vivirá de una manera muy diferente a la de una persona formalmente no cristiana (aunque muy marcada por el catolicismo), como por ejemplo la pensadora Simone Weil. Y desde luego la percepción de uno y otro nada tiene que ver con la de quien, totalmente agnóstico, se halla sin embargo convencido de la catástrofe espiritual que supondría la muerte de las catedrales (tan temida por Marcel Proust), o la reducción a mera traza arqueológica de las cruces de piedra en las intersecciones de caminos de Bretaña.

Que la figura del Cristo, tras atravesar momentos de tedio, hastío, tristeza, aflicción y llano miedo, suplique escapar a su finitud, es sin duda una representación contingente, pero no lo es en absoluto el pensamiento de que en la asunción de esa entera secuencia, y sólo en tal asunción, el hombre alcanza la posibilidad de dar a su finitud una respuesta que precisamente la relativiza. Por eso, en su dolorida descripción de la debilidad de Cristo, Moro nos habla en realidad de su interior flaqueza; de tal modo que la entereza final de Cristo ante los jueces y en la cruz ha de ser premonición de la propia entereza. Es precisamente por ser tal emblema de superación que Cristo viene a ser no ya el hombre redimido, sino el hombre redentor.

Comentando pasajes evangélicos (Juan 18,1; Mateo 26, 36; Marco 14, 32) relativos al arroyo Cedrón (Naḥal Quidrón), en el valle del mismo nombre, cruzando el cual se alcanza Getsemani, Moro nos recuerda que " Quidron" significa tristeza a la vez que calima o negrura (blackness), mientras que por el contrario la significación de "Getsemani" es valle fértil. Y nos exhorta entonces a atravesar el Cedrón de las lágrimas y la tristeza, cuyas olas sin embargo lavarían la capa de ceniza en nuestras almas. 

Y evitaremos pensar que cabe realizar esta travesía en una suerte de ataraxia (resultado quizás de una elevación al infinito del umbral del dolor). Moro hubiera reiterado mil veces las palabras de Cristo ("Mi alma está mortalmente triste" Mateo 26, 38), ante el sentimiento de haber sido traicionado por uno de los suyos, y la inminencia de falsas acusaciones, latigazos, golpes y espinas. Acceder a Getsemaní equivale a dar sentido al dolor, no a suprimirlo. Y "puesto que Cedrón significa "ennegrecido", se cumple- nos dice Moro- la profecía de que Cristo accedería a su gloria a través de humillantes tormentos, desfigurado por hematomas, sangre, escupitajos y suciedad. Y cita los tremendos versículos de Isaías (53, 2): "Como raíz de tierra seca, carece de hermosura que admiremos, ni apariencia que le haga deseable".

Sin embargo, el clima de gran serenidad espiritual que se desprende del "De tristitia Christi", sería un indicio de que el autor ha superado ya la tremenda prueba por la que atraviesa, y que nos describe proyectada en la figura de Cristo. Si a ello se añade la calidad literaria que todos reconocen al texto, cabe reiterar lo que en alguna de estas columnas he dicho respecto al legado de autores histórica e ideológicamente muy alejados de Moro: en la obra, la redención tiene la prueba de fuego; la finitud se relativiza no por esperanza de que una fuerza exterior arrancará a la misma, sino porque la obra muestra en acto que la economía del ser finito, la extenuante y estéril lucha por retener el tiempo, no lo es todo.

Si "De Tristitia Christi" no hubiera agitado el alma de sus lectores como la agita la lectura de la "Noche oscura del sentido", de poco valdría que Moro insistiera en que la entereza de Cristo es para todos un ejemplo. ¿Es lo acabado de la escritura signo o reflejo de que el alma se ha fortalecido? ¿O cabe más bien decir que el espíritu se serena porque un pensamiento que podría pensarse haber sido centenares de veces iterado, se renueva en una frase nunca antes articulada? Cambio una sola palabra en una línea de un autor del siglo XX: "el libro, lo auténticamente real, la escuela de vida más sobria y el verdadero juicio final".

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20 de junio de 2019
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Hay que irse…

"Acudiendo a la cita con su ejército, en la calma del invierno, combina en su mente los misterios de la naturaleza con las leyes de la matemática, aspirando a desvelar los secretos de ambas" (Hector Pierre Chanut, Epitafio de René Descartes).
 

La escritora Francesa Annie Ernaux indica en uno de sus relatos que, por realista que sea la situación representada, rige en los sueños una especie de densidad en el entorno que acentúa el torpor de los propios miembros y dificulta el manejo usual de las cosas. Hay sin embargo invariantes respecto a la situación de vigilia. Suponga el lector que está viviendo una pesadilla: un ser amenazante se avanza por la izquierda y la puerta salvadora se encuentra a la derecha. Su intención de apresurarse se verá quizás dificultada por el aludido torpor del cuerpo (en el caso límite el tan corriente "quiero correr y no puedo"), pero en todo caso no se le ocurrirá al lector dirigirse hacia la izquierda, y calculará la distancia a cubrir exactamente como si se encontrara en la vigilia. O sea: la topología, la ciencia del topos, lugar o extensión, es indiferente a la variable soñando/ despierto (ello ocurre según el "Discurso del Método" con todo lo que tiene un carácter matemático). Me he servido aquí mismo en alguna ocasión de ejemplos análogos para cuestionar ciertas presentaciones esquemáticas de la obra de Descartes, en las que se acentúa el peso de polaridades que el autor presentó de manera sumamente matizada, empezando por la polaridad entre el pensamiento y una realidad diferente del mismo, la "res cogitans" y la "res extensa". Una pesadilla, en general un sueño, es en principio cosa mental. ¿Estamos pues en la "res extensa" o en la "res cogitans"? Pero la reflexión de hoy va por otro lado.

Desde el punto de vista de la consistencia matemática la diferencia soñando-despierto es quizás irrelevante, y por ello Descartes no encontrará en la matemática un criterio que le permita discernir si está o no está realmente "sentado junto al fuego" (tal no es el caso de otras representaciones; así si en la huída del peligro conseguimos volar, podemos tener la sospecha de que estamos en un sueño). Ciertamente no está claro que perder la certeza de que hay una clara frontera entre el sueño y la vigilia sea compatible con la confianza en el carácter previsible y ordenado del entorno natural y social, sin la cual no puede haber sentimiento de seguridad y arraigo. Y en la columna anterior utilizaba esta hipótesis cartesiana de que quizás el narrador del Discurso está soñando para poner de relieve la radicalidad de la aventura filosófica; poner de relieve que la inmersión en algunos grandes textos de la filosofía no es algo que pueda realizarse sin riesgo (compensado sin duda por el sentimiento de estar haciendo algo que nos aproxima al ideal de hacer aquello que como humanos debemos hacer). Y sirviéndome de una frase de Hermann Melville sugería que René Descartes encarna paradigmáticamente tal riesgo.

La vida de Descartes fue un constante exilio que de hecho se prolongó siglos tras su muerte. En 1802 se destruye la abadía Sainte Geneviève y los restos de Descartes son depositados en un museo, hasta que en 1819 son trasladados a la iglesia de Saint Germain-des-près, donde reposan en una tumba contigua a las de dos monjes eruditos, Jean Mabillon y Bernard de Montfaucon. Una placa resume las peripecias que condujeron a esta ubicación. Entre los restos del pensador no figura la cabeza...: exhumada de su sepultura sueca en 1666 y convertida en objeto fetiche, habría pasado por las manos de varios traficantes hasta recaer en posesión del naturalista Georges Cuvier, que la donó al museo que lleva su nombre. 

He señalado aquí en otras ocasiones que Descartes fallece tras pronunciar la sobria frase "Il faut partir", poniendo así de manifiesto su entereza ante el momento radicalmente crepuscular de la existencia. Mas tales palabras reflejan asimismo la contemplación retrospectiva de una vida y la lúcida aprehensión del sino que ha marcado su transcurso: irse en el sentido literal, huyendo de potenciales inquisidores o en busca de sublimados remansos espirituales; hay que irse, desde luego, cuando acucia la curiosidad científica (imposible de satisfacer en la inercia y la costumbre), el deseo de frecuentar desconocidas sociedades o el mero espíritu de aventura. Irse también, como metáfora de dolorosos momentos de quiebra en la filiación: desde la imaginaria pérdida de la vida de su madre en el parto del propio Descartes, hasta la efectiva muerte a los cinco años de una hija del pensador. Así pues "il faut partir", hay que romper, hay que irse, como ruptura en el vínculo generacional, mas también como escisión respecto a sí mismo, al poner en entredicho el conjunto de vínculos (patrióticos, culturales, religiosos), forjadores de ese caparazón defensivo que consideramos como nuestra identidad. "Il faut partir" sería, en suma, emblemático lema para una vida que, en la aventura, la celebración festiva o el dolor fue conducida simplemente de forma admirable.

René Descartes puso de relieve lo universal del espíritu humano, defendiendo el acuerdo racional entre quienes lo encarnan, mas se enfrentó solitariamente espada en mano a quienes, creyéndole débil, se disponían a traicionar su confianza. Subvirtió la ciencia y la filosofía, guardando el mayor respeto para la ortodoxia de sus numerosos oponentes, siempre y cuando intentaran argumentar sus convicciones. Dominó la lengua de erudición de su época, mas prestigió como pocos la lengua natural que le era propia. René Descartes respondió siempre a quien le demandaba legítimamente explicaciones y las exigió a su vez. En suma, René Descartes fue tanto un pensador como cabalmente un hombre.

Quizás un día Descartes será finalmente trasladado al Panthéon, o al menos se trasladará su cabeza, según una proposición parlamentaria de hace unos años. Erigido como memorial de héroes por la Revolución, el Panthéon des Grands Hommes ha dado oportunidad a toda clase de trapicheos a la hora de decidir quiénes son los ilustres que allí tienen derecho a reposar. Por ello ese reconocimiento tardío, que supondría una nueva exhumación y traslado de restos problemáticos, sería tan sólo una etapa más en ese destino errante que fue el de Descartes, aun después de la muerte. Los honores que le negaron los defensores de diversas ortodoxias, no se los niega sin embargo el gran Honoré de Balzac cuando escribe en La Comédie Humaine: "El amor tiene sus grandes hombres desconocidos, como la guerra tiene sus Napoléon, la poesía sus André Chenier y la filosofía sus Descartes".

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5 de junio de 2019
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