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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Estética de la huelga general

Tanto la huelga general como la huelga de hambre son temibles e importantes en tanto que la naturaleza de su fuerza es igual a la negación total. Fueron armas revolucionarias que representaban la refutación de lo existente. Oponían al sistema no ya el antisistema inmediato sino la desaparición del sistema. El punto cero de la revolución.

Pero todo ello ha perdido valor. Ni la huelga de hambre se hace efectivamente sin ingerir absolutamente nada, ni la huelga general lleva a la completa paralización del trabajo. De la primera huelga raramente se muere y de la segunda, raramente conlleva una plena abolición. Tanto un caso como otro son ahora teatralizaciones que recrean, como en las fiestas populares, momentos heroicos del pasado. Sea ese pasado perteneciente a la lucha de la clase obrera, sea remedo de los procesos en los que el individuo se inmolaba ebrio de su ideal.

El contenido de la huelga general, el fauvismo de la organización obrera o del ser humano que no cede al chantaje de sobrevivir, pretenden manifestar, en la ciudad o en la celda, la amenaza de producir un vacío pavoroso o un "no" demoledor. El capital posee el patrimonio, los órganos repletos, , mientras la clase obrera posee nada menos que la nada. A la bomba atómica que todo lo destruye se opone la bomba de neutrinos que deja las instalaciones intactas y ayunas de función.

Cabalmente, para que la huelga general alcance su excepcional categoría debe hallarse libre de cualquier excepción. Pueden seguir funcionando los servicios de salud hasta el grado en que no pueda imputársele ningún parecido terrorista pero ni un paso más. De ese modo, las fábricas, las calles, los comercios, los transportes ingresan en la desolación y se exponen como fantasmas, versiones del Manifiesto Comunista desfilando, como zombis, por la superficie de la sociedad.

No hay actividad, no hay movimiento, no hay nada. Que el seguimiento sea del 70 o del 80 por ciento no hace triunfar una huelga general. Ni siquiera un porcentaje mayor lo lograría porque así como una columna si no llega al techo es irrelevante la altura que tenga, la huelga general pierde toda su función, bélica y estética, si hay servicios mínimos en otro sector que no sea la sanidad.

Más aún: el servicio mínimo es la victoria del capital incrustado entre las filas del proletariado o del inmenso "precariado" actual. Con alguien respetando los horarios laborales en plena huelga general su condición pierde sentido. Su estampa se verá salpicada de esquiroles y perjudicada por la racional servidumbre a las necesidades que el Estado ordena. De este modo, la huelga general en vez de protagonizar la máxima escena de la "improducción" subversiva deriva en el aspecto urbano de una festividad.

Se parecerá pues, a los domingos, por ejemplo, y con ello lo que aspiraba a ser un arma del "esclavo" se transforma en un día del Señor. O lo que es lo mismo, se presentará como una jornada dentro de la semana laboral y su propósito aniquilador mutará en un efecto inocuo o testimonial. De ahí que el presidente del Gobierno pueda calificar a la próxima huelga general de "vana". Los mismos convocantes saben de antemano que esa acción no hará cambiar lo preexistente. La Ley no será alterada por turbulencia de la inacción (la inanición) sino que asumirá el suceso como otro dato contable y sin necesidad de revisar la vigente de contabilidad, sus recortes, sus normas y su arqueo criminal.

Con una huelga general los gobiernos quedaban antes "tocados" o malheridos. Ahora, sin embargo, quedarán incluso saneados: sea ante la Unión Europea que valora las extremas medidas adoptadas contra el déficit maligno, sea ante la misma sociedad que, muerta de miedo, sabe que ya no puede emplear, como un arma eficiente, morirse todavía más.



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29 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La belleza instantánea

El nuevo Porsche 911 (unos 100.00 euros, 4 cilindros y hasta 400 caballos) apenas ha modificado la pureza de su diseño exterior pero en su cuadro de mandos aparece como extraordinaria novedad un pequeño pulsor que se comporta a la manera del punto G en el quehacer del sexo.

Este dispositivo que apenas se ve tiene por misión hacer desaparecer una membrana aislante y permitir la escucha, dentro de la carlinga, del rugido del motor que hizo famoso y apasionado este modelo en las ediciones anteriores a 1997.

Por entonces no había reglas sobre contaminación sonora ni patrullas de policías para multar infracciones ecológicas por el estilo. Toda la imaginada testosterona del órgano motor brindaba la sensación de un vibrante poder, rudo y masculino, poderoso y turbador.

Acaso no sea hoy posible mantener mucho tiempo conectado ese mando o climax sin arriesgarse a una multa de tráfico pero de cuando en cuando el conductor puede probar el regreso a la juventud de ese motor y al clamoroso atributo de esa máquina que, nacida en 1963, ni siquiera el type 991 ha conseguido superar en rendimiento.

El nuevo 911 pesa 40 kilos menos que su precedente y pasa de 0 a 100 kilómetros en 4 segundos. Pero, sobre todo, pasa en un solo instante desde su madurez a la fisonomía rugiente de su juventud inmortal.

Así sucede en una parte de la industria del automóvil pero este caso calca, no por casualidad, el proceso más reciente en la evolución general de la cosmética. De hecho, prácticamente todos los nuevos productos de belleza en forma de sérum o cremas añaden a la promesa de sus efectos rejuvenecedores la exaltación de su acción inmediata.

La instantaneidad en la desaparición de las manchas y rojeces, líneas de expresión y arrugas de la edad, junto a la reconquista del brillo y la expresión lozana sin rastros de estrés, es la base central de su oferta. Todos los posibles clientes, antes que elegir cualquier producto que, a la larga, procurará resultados más consistentes, prefieren aquel otro que opera de inmediato, broncea enseguida, embellece en segundos o, como el nuevo champú de L'Oréal consigue producir en el cabello, gracias a sus partículas perladas, un efecto gloss como antes se logró para los labios.

La juventud retorna como en el Porsche 911 a una velocidad más que ultrasónica y al cabo con una presencia enérgica que es, al cabo, lo que cuenta.

Contaba precisamente Michel Serres en una entrevista publicada en Libération en noviembre de 2011 que la verdadera razón por la que en los tiempos premodernos los cónyuges hacían el amor sin desprenderse de los camisones, a oscuras y valiéndose de un orificio estratégico en la prenda femenina, no era a causa de un mandato moral sino por imperativo de la fealdad carnal.

De hecho, los cuerpos soportaban desde muy pronto toda suerte de sevicias, se desdentaban, por ejemplo, a los 50 años y acarreaban sobre la piel toda clase de cicatrices, granos y pústulas que no curaban nunca y trataban por ello de no dejarse ver.

La cosmética aplicable en el trance de la circunstancia amorosa consistía no en el disimulo del estrago crónico sino en su ocultación sin más. La mirada no hallaría aquella carnalidad indeseable y el cuerpo entero, en consecuencia, se tapaba.

Todo lo contrario de la cosmética que desde Sisleÿa a Vichy, desde Clarins a Givenchy se ha propuesto devolver el esplendor, masculino o femenino, a la lozanía perdida. Se pulsa el dispensador y como en la activación del punto mágico del flamante Porsche 911, regresa el vigor, la luminosidad y la juventud al cuerpo. Son tan solo pantallas, apariencias, películas finas, efectos especiales. Pero, ¿quién no ama desesperadamente el cine?



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27 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las branquias del mundo

He aprendido en el último número de la revista Yorokobu (marzo, 2012) una palabra que da cuenta de la realidad actual con extraordinario tino.

La palabra es "exaptación" y se emplea en biología para referirse a una estructura orgánica que hallándose dirigida originariamente a cumplir una función, el paso del tiempo la modula para desarrollar otra. El ejemplo que se cita es el del oído de los antiguos vertebrados: de estar destinados a registrar los sonidos fueron evolucionando hasta convertirse en branquias.

El punto final parece no tener nada que ver con el principio, pero una línea sutil une sus funciones y sus almas. Del oído que actúa, digamos, como un sumidero del ruido y le otorga sentido volcándolo en el interior de la cabeza, se pasa a la branquia que es como el aspirador de un exterior filtrado dentro de la cabeza como material decisivo.

A otro nivel, los fármacos han sido especialmente ejemplares en cuanto a la "exaptación". Dilatores vasculares contra la hipertensión como el Minoxidil o la Viagra se emplean ahora no para bajar las medidas sino para incrementarlas en el terreno de la alopecia y la sexualidad.

Parecería imposible que algo deprimente fuera capaz de mutar en un quehacer exultante pero la "exaptación" proporciona esta paradoja que o bien regala un producto añadido o bien crea un artefacto tan impensado como benéfico.

Toda la teoría económica y moral del reciclaje se relaciona con este fenómeno, insignia central de nuestro tiempo. Los miles de millones de basuras que se producen en el mundo y se dirigían antes hacia la nada dan la vuelta y regresan transformadas en elementos más o menos familiares o abstrusos, que alteran la fisonomía y el saber del mundo.

El plástico que vuelve hecho bolsa de plástico desde otra bolsa de plástico hace patente la tremenda idea de la reencarnación. El neumático que reciclado vuelve en forma de cinturones y bolsos de moda expresan el potencial redentor que encierran aun las cosas más modestas.

Por otra parte, de esta misma naturaleza redentora son todos los movimientos ideológicos que rebuscan en los contenedores para obtener limpio provecho del desecho. Y de este carácter ético y hasta revolucionario fueron los cachivaches que impulsó Ivan Illich en su centro de Cuernavaca y que sirvieron para hacer ver, hace más de cincuenta años, el enorme valor que podía extraerse de las pérdidas.

El ojo que se anega de opulencia perece en la masa de lo mismo. El ojo que intencionadamente mira en los residuos y fisuras halla, sin embargo, un mundo de intrigas prácticas o inteligentes. En los tiempos de erección (del pelo, del pene, del beneficio empresarial) no hacía falta mirar mucho más allá. Los elementos se comportaban de acuerdo a las expectativas.

Sin embargo, el fallo inesperado delata la posible existencia de una mina interior. En el fondo de esta Gran Crisis yace, efectivamente, una mina fatal, una causa imposible de analizar cuando el orden provoca opacidad y resistencia. Todo fallo, todo desorden, cualquier disfunción plantea siempre una pregunta al sistema. Y a la farmacología y al ingenio. No podemos saber en qué se convertirán nuestros actuales fracasos como tampoco pudo predecirse en qué irían a parar los oídos de los primeros vertebrados, pero una esperanza parte de estos destrozos, alguna presencia nueva nace de la evanescencia.

De hecho, los muchos movimientos de bricoleurs actúan hoy como patrullas de un bricolage mundial que recuerda el avance histórico de los pueblos observados por Lèvi-Strauss. Del informe montón de escombros surge, mediante la necesidad motora, una nueva ciudad, un nuevo hogar, un sentido nuevo.

Será pues vano desesperar ante la hecatombe. Una fuerza interna, conectada con la energía de nuestra pobre y firme especie humana, convertirá el derrumbe en edificio, la disfunción en erección y la sordera en una branquia transversal por donde respirará y nadará el mundo.



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16 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El instinto del paladar

Esta Crisis es, en cuanto calamidad gigante, un cementerio sin lindes donde los muertos vuelan ya. Muertos y enfermos, inválidos y desamparados, partículas rotas y desintegradas del montón.

La generalidad del mundo occidental que sufre este embate adquiere la apariencia de un cosmos o esfera en descomposición cuyos componentes desaparecen como cenizas unos, y otros se desgajan del conjunto, salen del sistema y evolucionan errabundos en busca de una nueva identidad.

En el mundo de la cultura se detecta cada vez más esta evolución del sistema decadente. Los bloques que formaban parte del universo cultural, desde la escritura a la arquitectura, desde la música a la moda, van deshaciéndose del conglomerado Cultura para adquirir una vida aislada, no muy próspera pero independiente del sistema que antes la reunía como un peñón social.

Ahora se puede ser culto en numerosas materias que jamás se enunciaron en la escuela. Pero, a la vez, no se es más culto hoy con más libros, más sinfonías o más pinacotecas en la memoria. La memoria, paralelamente, ha quedado descalificada. Y no porque no contribuya a establecer relaciones y a gozar de los recuerdos más hermosos, sino porque se ha dejado almacenar artificialmente y hoy vale más un Google que mil nemotecnias a disposición. Toda nuestra Historia fue destilando memorias y ahora, sin embargo, su miel enfrascada como una compota, se colmata en los depósitos de no se sabe qué.

De este modo, pues, no se es más culto acumulando más saber. En verdad, no cabe hablar de alguien culto o "de peso" puesto que la blenda cultural se ha dispersado entre millones de emisores y millones de receptores como una metralla sin fin.

Ser culto fue un concepto plenamente estático, acorde con tiempos de meditación. Pero ahora, presentarse como alguien culto evoca al dueño de una caja de plomo donde se hacina un conocimiento sólido y difícil de desplazar.

En vez de culto, el individuo vale más en cuanto es un creativo. Puede que sea más creativo gracias a lo que aprendió anteayer pero ni un paso más. En cuanto el creativo hunde sus inspiraciones en profundidades filosóficas, por ejemplo, sus proyectos huelen a naftalina y no debe descartarse que lo despidan del cargo.

Ser un valioso creativo conlleva ser un dinámico, veloz y provisto de una elasticidad que le permita cambiar sin rendir mucho tributo a lo convencionalmente adquirido. Efectivamente, la cultura pudo tenerse por una sagrada convención pero se trataba, además, de un monumento sagrado. Todos los feligreses que parecían más doctos en cuanto más cultura tenían fueron también los mayores dignatarios en sus Iglesias respectivas.

Lo culto aupaba. ¿Puede ser, entonces, que ahora lo culto achaparre? Puede ser. Porque hallándose el saber repartido por los supermotores de búsqueda que lo encuentran enseguida todo, hallarse perdido no es tanto la ignorancia de las grandes verdades como el desconocimiento del dispositivo clave.

La moda, la novela, el cuadro, la película van desprendiéndose de la masa culta y de sus casas matrices para aglutinarse en el contenedor del entertainment. Mientras la esfera cultural de tradición va quedándose pues sin contenido real, aumentan los departamentos de creación que juntos, cada uno a su aire, cada uno sin definición cabal construyen (creativamente) el nuevo ámbito del placer intelectual. Un gozo que carece de firme dirección y nombres propios. Un disfrute desordenado y ligero, al fin, que, como ocurre en la cocina de fusión, posee sabor variante, sorprendente y desconocido. Un sabor del saber que jamás habría soñado hace poco el alma pura, la libido más encarnada y el amarillo instinto del paladear.



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14 de marzo de 2012
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Felicidad: esa luz que se apaga

La prosperidad económica se hizo tan extensa y duradera que a los largo de los años anteriores a la crisis, desde 1995 a 2007, aproximadamente, que brotaron como setas de temporada miles de libros editados con el tema de la felicidad en sus contenidos. Libros que se dedicaban a enseñar cómo ser feliz, como evitar el sufrimiento, como prolongar la vida dichosa sin importar la estatura, el sexo, o la edad.

En un hermoso paralelismo histórico, mientras de un lado aumentaban los ingresos de otro crecían las recetas parea sacar provecho al nuevo estatus de  la personalidad.

 Desde manuales para saber  vivir  o tratados para disfrutar mejor  unas semanas, las editoriales cultivaron un bosque de publicaciones destinadas a abrillantar la riqueza, a personalizar el bienestar y a escoger una vida mejor, dinero aparte.

 De hecho no pocas  investigaciones sobre el  proceder del cerebro se encaminaban a localizar un punto F de felicidad como correlato al punto G de la sexualidad, ya pasado de moda. El placer cerebral base primordial del saber lo comprendía prácticamente todo pero, en primer lugar hacia presagiar que atendiendo bien esa área inteligente la vida alcanzaría un nivel superior. No habría de bastar pues ser listo en los negocios sino que fue cada vez más relevante estar avisado para lograr una vida feliz. Y sin que una cosa excluyera a la otra.

Prepararse para ser feliz llevó a vender más libros que cualquier otro manual orientado a ser más ricos. De hecho, nunca en ka Historia de la especie  se vivió con tal intensidad la obsesión, la obstinación y hasta la obligación de ser feliz. Mientras la religión cristiana tuvo relevancia lo chic era el dolor. Lo prestigioso, como decía Nietzsche era declarar que se padecía horrendas jaquecas y que siempre se dormía mal. El sentirse mal o muy mal en este mundo  podría ser una señal de un gusto espiritual exquisito puesto que lo realmente elegante radicaba en ir al cielo.

De otra parte, la Historia de la Humanidad, con o sin capitalismo salvaje, no ha dejado de presentar motivos trágicos y consecuencias tan sangrantes como desgarradoras. A la reiterada tristeza de la crónica mortalidad infantil, se unía la amargura de las pandemias, las plagas de langostas y las bombas atómicas.  Sólo estos quince años desde finales se los noventa a comienzos del siglo XXI permitió tratar de pensar en la felicidad como una de las mercancías a incluir en el sistema personista del capitalismo de ficción. La felicidad o el bien que se ofertaba entre muchísimos otros como una insólita propuesta de los tiempos en los que ha apestaba la saturación hiperindividualista.

Sin duda buscar la felicidad, soñar con ella o dar unos sorbos de ella , fue un asunto de toda la vida y de todas las vidas, fauna y flora incluidas. Lo significativo, sin embargo, de aquellos años previos a esta Gran Crisis es que se perfilara la dicha como un bien accesible, un artículo posible si se posee la debida enseñanza para cazarlo.

De hecho, prácticamente, todos los libros de autoayuda - tan abundantes que desde hace años posee una sección propia y extensa en las librerías- son de la misma naturaleza. Directa o indirectamente, los  libros de autoayuda van encaminados a adiestrarnos e  ser felices y todos juntos, los de hallar la felicidad espiritualmente o por stretching vienen cargados de consejos,  estudios, ejercicios prácticos   o meditación a la manera de un manual del consumidor ya avezado y maduro. Porque ser  feliz en este mundo y cuánto más mejor requiere, sin duda, la relación con los demás puesto que sin ellos la felicidad nunca será posible. El superindividualismo fue la enfermedad infantil del capitalismo tardío pero hoy el "personismo" es la clave eléctrica del bienestar. La felicidad funciona bien, las luces se encienden, el fruto luce, dependiendo de las conexiones interpersonales.

De hecho, con las redes sociales el mundo se electrificó desde uno a otro confín. O como decía Lenin: socialismo es igual a electricidad más revolución.

Esta revolucionaria luminaria supuestamente "feliz", sin embargo, ha venido a chisporrotear en los últimos cinco años y si la Gran Crisis no ha reducido el grado de conectividad globalizado sí ha rebajado la bondad de las conexiones hasta llegar a este 2012, año bisiesto en que son mellizos tanto el desempleo como una orgánica oscuridad social. La vida dirigida a brillar gracias a la extensión de libros, profesores, carteles, masajes y spas ha ido perdiendo su próspera intensidad y en esta nueva atmósfera de  recesiones nacionales ha emergido un nuevo pensamiento sobre el yo y los demás. ¿Un pensamiento triste?  (CONTINUARÁ)

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27 de febrero de 2012
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El veneno de la mierda

A estas alturas, sería ingenuo creer que esta crisis se va a quedar en una calamidad económica con sus graves consecuencias sobre la vida material de las personas. Son las personas, quienes también,  metabolizando esta crisis transforman la realidad en una funeraria realidad. Ese metabolismo o deposición que hacen los ciudadanos  tras tragarse forzosamente los males de la crisis hace de su masiva deposición un mundo diferente, ni siquiera mejor o peor, un mundo de mierda que determina el nacimiento de valores y ambiciones asociadas a los detritus asociados a  la depresión.

La depresión psíquica, como la presión física, destila líquidos, inflamables unos y emolientes otros. Líquidos importantes , que alteran la calidad del porvenir.

Del provenir y su horizonte adquieren los caracteres que la maldad de la crisis inspira y modula día a día.

 En este caso Occidente visualiza un porvenir notablemente alterado. Sustancialmente diferente y quebrantado.  En esta expectativa vivencial van situándose cada vez mayor número de personas y, sin duda, en su interior el número abrumador que componen los proletarios y la antigua clase media ahora transformados todos  en lo que los franceses llaman el "precariado".

Un precariado que  envuelve a casi todos y desde cuya posición nacen tantas secreciones tristes como son el reduccionismo de las ambiciones económicas y, también, las expectativas de satisfacción o felicidad. Todos los cientos de libros destinados en los años noventa a procurar métodos para alcanzar de la felicidad han quedado obsoletos, ridículizados y laminados por el efecto demoledor de la "crisis sistémica". Extraño bicho que ha terminado con la totalidad de los cultivos "florales".

 El pensamiento de un futuro mejor y hasta espléndido, dotado de posibilidades y altos ingresos, innovaciones que mejoraban y alargaban la vida, ha sido sustituido por una realidad que ha frenado tanto la esperanza de vida como la vida de esperanzas. Frente al trabajo que nos hacía ascender, nos conformamos con el trabajo que nos deje sobrevivir, contra la idea de progresar y hacer subir el sueldo, la idea de no quedar despedido. El capital, al fin, ha expuesto sus leyes y la sobreexplotación a cualquier precio se revela como la enseña del capitalismo imperial, amo del precio. 

Alguna vez, en la socialdemocracia, se creyó otra cosa. Pero ¿quién no pensaba que se trataba de un  aliño disfrazando su esencio? Ahora, topos desnudos, sin disfraces, a la crueldad del capital se opone apenas la piedad de la piedad ordinaria. Al  extraordinario pavor de la especulación apenas se  opone una manifestación de estudiantes.  Y la oposición no connota con la revolución  sino apenas con la aspiración de supervivencia y regreso a lo anterior, ahora humeante.

De este modo tanto la familia, como el amor, como el empleo, como el estatus se hallan demediados. No esperamos que la Gran Crisis, el Atila del capital, deje de imponerse y vuelva siquiera la mejor etapa anterior, sino a la más modesta. Esto es ya como un cuento infantil que apenas pide otra cosa que en la reyerta no mueran sus padres.

 El pasado próspero, pasado está. El mundo por delante se presenta desprovisto de sus oropeles y sería grotesco, esperar que reproduzca las ambiciones de la etapa anterior. Los especuladores han ido matando como insectos venenosos que infectaron la atmósfera y  los que todavía tratan de especular aparecen sin más como mamíferos grandes, terribles y ladrones. Sigue existiendo y actuando esta manada  pero son ya, sin tapujos, delincuentes. Cada acción especulativa se manifiesta como acción capitalista criminal que unas veces mata a familias sin número y otras a países enteros.

 Los especuladores que antes formaban parte del ejército de los inversores de capital se destacan ahora como criminales sistémicos.  No buscan oro o beneficios, en el turbión del sistema sino que, como  descubren las agenciad de rating son actores dirigidos a enriquecerse -lo consigan o no- mediante el asesinato de otros, asean particulares o estados completos.  Delincuentes pues, que operan para aumentar la generosa pobreza general. Delincuentes pues no porque como sacan el dinero a otros sino porque su actuación impide que llegue el dinero a los bolsillos de los demás. Hunden países, sociedades, clases sociales. Son criminales en una economía que ha llevado su perversión capitalista al punto del exterminio. La hoguera del capital.

En medio de este siniestro medio, ¿qué otra cosa cabe desear que no caer muerto? Los sindicatos, los 15Ms se movilizan contra la masacre pero apenas, unos y otros, alcanzan a rozar  las raíces de la masacre.  A todo lo que aspiran estas organizaciones en tiempos de crisis y crimen es procurar farmacias para supervivir. A procurar que sus afiliados alcancen a fin de mes y sus familias no mueran víctimas de una penuria que aumenta su tóxico día tras día.

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22 de febrero de 2012
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Sociedad de bajo coste

Más de una vez, a lo largo de esta eterna crisis, nos hemos preguntado si al deterioro del sistema, social o económico, cultural y político, no correspondía también un empeoramiento en la calidad de las personas.

En la dialéctica de toda la vida unos creen que es la sociedad quien decide el valor de los individuos y otros que son los individuos quienes perjudican a la sociedad. La política penitenciaria en Estados Unidos cree que debe aislarse y hasta eliminar al sujeto que daña a la comunidad mientras en España, por ejemplo, la doctrina es que son unas malas condiciones sociales quienes lo malean y, en consecuencia, la culpabilidad ha de buscarse en la organización social. Con la primera idea los individuos merecen la pena de muerte y con la segunda merecen la oportunidad de su reinserción.

¿Fue la codicia y la ignominia de los agentes financieros quienes desencadenaron esta gran crisis o fue el sistema neoliberal quien arrolló los pilares que habían proporcionado estabilidad y prosperidad durante más 10 años seguidos? Lo cierto es que una y otra juntas se sintetizan en una época donde la insignia viene a ser el low cost. Un bajo precio de las cosas unida a su mala prestancia, una corta obsolescencia de los artefactos debido a su deliberada fabricación sin rigor. Y, en paralelo, una corta duración de las amistades, los amores, los vínculos que a su brevedad suman la propensión a la avería.

Igualmente, una a una, las personas inmersas en esa atmósfera poco limpia también ellas se manchan o contagian de algún hollín moral y no se trata solamente de que parezcan más egoístas, menos dignos o de pobres conocimientos, sino que fallan como escopetas de feria en una proporción seguramente coherente con la lasitud de la feria en general.

Un ejemplo significativo que salió hace poco a flote fue la vergonzosa conducta del capitán del Costa Concordia, que abandonó el barco sin cumplir con sus deberes para el salvamento del pasaje. No todos los capitanes han perdido la honra, pero miles de políticos y empresarios han dejado de lado la honradez. Ni parece que haya leyes eficaces para evitar que la sociedad se degrade como pedía Aristóteles en Ética Nicomáquea, ni los preceptos religiosos que armaban la conciencia interior de los creyentes, son cosas de un tiempo donde la relajación hace negocios por todas partes, desde los conciertos a los gimnasios, desde las sesiones de masaje a la medicina natural.

El episodio del Costa Concordia podría ser, exagerando, la metáfora de un naufragio de la condición actual de las personas. No todo el mundo es malo pero muchos han contraído el mal. No va a terminarse el mundo, pero cuando se trata de esta coyuntura financiera casi nadie duda en referirse al "borde del abismo" o al Apocalipsis de san Juan.

A la inmoralidad esencial del sistema económico se añade la carga de la débil moral cívica o personal. Una se encarama en la otra y trabadas se hunden en un momento en que cumplir con la palabra, comportarse con dignidad, respetar a los demás y a sí mismo ha ido perdiendo importancia.

La pérdida de importancia de la integridad es la pérdida de importancia del mundo (y de lo inmundo). Frente a la justicia la lenidad, frente a la honradez la trampa. El peso que han perdido hoy casi todos los objetos conocidos, desde el teléfono a la máquina del tren, se corresponde con la ligereza en que se tienen las categorías que antes pesaban tanto. Pesaban tanto como para cimentar una personalidad respetable y contaban tanto como lo que ahora, como un patrimonio raro, se llamaba la reputabilización.

Se llamaría así, dentro de lo económico, a la confianza que hoy, excepcionalmente, posee un banco o un político. Pero, en general, la reputación fue una condición que hace medio siglo decidía el destino común y sobreentendido de las relaciones, privadas o colectivas.

Una malla con agujeros

Si la irresponsabilidad ha sustituido en buena medida al sentido del deber, la especulación ha hecho lo mismo con el sentido del crédito. No hay producción en la especulación como no hay asiento en la firme personalidad del otro. De ello se deduce una malla social que se agujerea o deshilacha fácilmente y de cuyo desarreglo brotan los individuos tarados. Tipos incapaces de responder ante su extraviada conciencia y sin su sanción, sin acuerdo civilizado la comunidad se desciviliza o, justamente, se envilece.

Esta gran crisis puede llegar a ser, por tanto, una crisis de civilización. A la degradación general de los materiales, la mala calidad de los tejidos, la calculada obsolescencia de los aparatos o la artificial elaboración del pan, sigue, en coherencia, la pérdida de consistencia en las personas. ¿Cómo no pensar, pues, que si el sistema ha colapsado es por efecto de sus materiales revenidos y los defectos de su infame construcción?

Bien, admitámoslo como hipótesis: las gentes de ahora son de peor calidad que las de antes. Pero ¿por qué? Una explicación darwiniana vendría a exponer que ese peor no es otra cosa que una nueva cualidad para sobrevivir en la actual realidad del medio.

Físicamente, cabría decir que una persona íntegra (entera) se aviene mal con un mundo complejo (no integrado) y fraccionado. La gente no sería de este modo peor en sentido absoluto sino que la notaríamos desigual con el paso del tiempo.

La buena persona o la persona honrada, se caracterizaba porque alteraba poco o nada su composición y a esto lo llamábamos ser fiel a sus principios. Poseíamos un retrato de ella y el retrato constituía su único y fiable repertorio. Un retrato de ese "de cuerpo entero" puesto que era así como se definía al ser ejemplar: "un hombre o una mujer de cuerpo entero", "un hombre o una mujer de la cabeza a los pies".

La honradez perfecta amazacotaba el valor (tanto como amazacotaba la miga del pan candeal) hasta hacer una sola pieza uniforme. Seríamos acaso diversos en el carácter, pero seres con alma de oro macizo. Un búnker metálico-moral que precedería al plástico capitalismo de consumo proclive a la flexibilidad.

Los dos factores importantes del sistema de consumo, la novedad y la flexibilidad, el fraccionamiento y la adaptabilidad se oponen a la integridad y la inalterabilidad. Todo ser compacto pesa más e incluso repitiendo su ser se hace mostrenco. Un modelo, tótem en la cultura tradicional, inservible hoy en la cultura del cambio.

La máxima de ser igual a sí mismo, base de la honradez, será opuesta a la novedad sin tregua. Individuos y objetos dejan de ser indivisibles y se hacen transformers ya sea en las relaciones personales, en las laborales o en las morales. La consideración positiva que se confiere a la innovación en todos los ámbitos es consecuente, por tanto, con la inconsecuencia de las personas. Es decir, a su inestabilidad antes que a la permanencia de sus principios básicos.

Las que vemos pues hoy como personas de mala calidad, gentes que, como los objetos, no mantienen su composición deviene en la imposibilidad de fijar en ellas la confianza, y hace obsoleta o la fidelidad. Son el efecto, en suma, de la movilidad incesante que exige la supervivencia. Para todos y para todo.

La paz y las tías

Pero ha de haber alguna explicación más. Las buenas personas fueron la base de nuestra paz. Ahora parece que ese tipo de gentes se han quedado ociosas o demediadas; y día tras día cuesta tropezar con este género de cuya actitud derivaba una bonanza casi vecinal. Podía confiarse en las buenas personas como soportes a través de cuya emulación se sanaba por contagio. Esos pilares actuaban, además, con la mayor naturalidad y era precisamente su real benevolencia, su capacidad de perdón y su asistencia la que decidía el relativo bienestar de los pueblos.

No era necesario que numéricamente fueran legión, pero eran relativamente tantas que constituían una atmósfera o un dominante olor. Tías, antiguas compañeras, primas... Casi siempre estas buenas personas coincidían con ser mujeres, pero también había algunos y principales hombres buenos que en frecuentes ocasiones cumplían como alcaldes, notarios, médicos o abogados que nos ayudaban generosamente y nos asesoraban bien. La pérdida o la fuerte reducción de las buenas personas ha dejado por tanto al grupo social enflaquecido o deshilvanado porque estas gentes en las que convergían muchos otros actuaban como una hilación dentro de cuyo círculo vivíamos más confiados y liberados del inevitable temor de cada relación.

Hace muchos años, cuando no teníamos la televisión, los videojuegos, los vídeos, el cine y hasta la radio, los adultos y los ancianos se distraían mirando a la gente pasar. Los balcones con vistas a la calle mayor, las terrazas de los cafés, las ventanas que daban al paseo o, en general, todo puesto que permitiera contemplar el discurrir de los vecinos eran claramente apreciados.

De la observación y el comentario había, claro está, buenos y malos especialistas. Ojeadores pacientes que con su finura ataban cabos y ligaban historias secretas. Y comentaristas con liderazgo que, en frecuentes ocasiones, lograban difundir sus consideraciones y elevar sus conclusiones a categoría.

Las personas se entretenían así con las personas. Las personas se entretejían así con las personas. Se constituía así un genuino tejido social porque lo excitante consistía en hilar de modo tan fino y audaz como para hacer pasar el hilo argumental de la escena callejera a la escena hogareña y sus ocultos entresijos. Numerosos libros se escribieron a partir de este mínimo punto de vista entre visillos, pero lo importante fue, sin duda, la gigantesca biblioteca romántica (trágica o cómica) que numerosas personas, sin otros medios de distracción, obtenían de otras personas transformadas en actores de películas, novelas o cuentos en vivo.

¿Se amaba la gente más entre sí? No es seguro. Sí resultaba, no obstante, cierto que se necesitaban más. Más en casi cualquier aspecto, desde la sanidad a la compañía, desde la admiración a la envidia, desde la investigación al entretenimiento. Y dependían entre sí mucho más para brindar contenido a las múltiples horas del día y su particular modo de ponderar al personal.

De hecho, las personas se dividían entre las que demostraban fundamento y las que no, siendo la fundamentación igual a la cimentación y la cimentación sinónimo de un arraigo en lo cabal.

En coherencia, el linaje significaba un arraigo en la historia de la herencia familiar. La sangre provenía de arriba como de un manantial que se derramaba desde el cielo y traspasaba la historia a través de los cuerpos bañados por su corriente.

Las familias se desplegaban en el tiempo y los abuelos veían en sus nietos una continuidad vertical que provenía desde sus ancestros y se hundía en la tierra siempre prometida y comprometida ¿Qué ocurre sin embargo ahora? El conocimiento no recibe una inspiración vertical y honda a la manera de los libros, sino que el saber procede de las superficies de las pantallas, de los panoramas de los viajes, de las fachadas de los edificios.

Igualmente, el linaje puro y vertical se reemplaza por la mancha en horizontal. Las familias no trazan una línea de descendencia sino de evanescencia por cuya realidad el valor vuela, se pierde o se transforma. Lo sagrado pesa, es tabú, es débito a la probidad y la honra. Lo laico, poco a poco, tiende a desarticularse, gana velocidad y se deshace en aguas tan libres como turbulentas.

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20 de febrero de 2012
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Biología tecnológica

De la misma manera que la fauna y la flora posee sus subsistemas ecológicos, la tecnología ha ido desarrollando un subsistema e relaciones propio en cuyo seno, como en todo lo demás, nos encontramos. A nuestra espalda o en el tiempo de nuestro sueño, en nuestra vigilia y en nuestra intervención los artefactos can creándose un perfil que, de un lado nos arrebata porciones de humanidad y, de otro, se configura como un universo tan heterogéneo como propio.

Este mundo es un mundo provisto de su particular lenguaje o lenguajes. Ahora, por ejemplo, el auge de la relación entre cristales (de los móviles, las tabletas, las teles, los ordenadores) ha inaugurado una conversación múltiple y compleja. Es una cháchara que en cuanto a los cristales sigue a las que a finales del siglo XIX mantuvieron los nuevos edificios de vidrio y acero pero en cuya interrelación -unida a las piezas decorativas del Art Deco y del Art Nouveau- no sobresalió la gran dinamicidad que caracteriza a nuestra época. La tecnología es una cara del progreso pero esto es sólo una apreciación superficial. Más que un aspecto de cada temporada histórica es un trasunto de su alma. No usamos las novedades tecnológicas sólo de adentro a afuera como herramientas sino también de fuera adentro como elementos de la condición humana. De este modo es que la tecnología actúa de forma importante. No facilitándonos una labor sino, a la vez, trabajando sobre hacia la mayor complejidad de nuestra inteligencia. Y no sólo de la inteligencia.

Actualmente, la mayor parte de los nuevos aparatos inteligentes son artículos emocionales. Efectúan emociones y producen efectos afectivos. Para bien o para mal, la última revolución tecnológica, la tercera o la cuarta revolución industrial, es imposible considerarla una fase de la producción material sino como siempre fue, por otra parte, de la producción humana. Nosotros, más que nunca, nos reconocemos como artefactos. Objetos de reparación física o psíquica sea través de las prótesis, los injertos, los trasplantes. A través de los psicofármacos, las psicoterapias, las ablaciones cerebrales matéricas o no. Somos, a imagen y semejanza de los aparatos, una subespecie de la ecología tecnológica. Nos reinventamos como ellos, perdemos actualidad o ganamos obsolescencia a su semejanza. Están a nuestro lado pero nunca han estado, también, tan insertos en nuestros mismos cuerpos, desde los dispositivos para la salud a los dispositivos para dar cuenta de nuestra identidad general. La tecnología ha dejado hace tiempo de se un ramo de la ingeniería para transformarse en un dominio inseparable de la biología. 

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7 de febrero de 2012
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La última vagina

Vigilar y castigar eran los dos términos que Foucault usaba para empezar el retrato del poder. Nos vigilan y nos castigan. Nos vigilan y nos castigan con la mera vigilancia. Nos castigan y nos marcan definitivamente como seres inconfundibles para ser observados en el futuro.

El recorrido de la existencia social atraviesa una calle donde las miradas del poder, un poder dividido en miles de ojos, nos unta y acribilla. Nos mata, finalmente.

Nos mata finalmente mediante la humedad de la muerte ocular pero, entretanto, estando vivos la profusión de los impactos sancionadores van saciando nuestro depósito íntimo. Nos sancionan y nos modifican. Nos hacen figuras de observación o muñecos sometidos al poder omnímodo.

Un  poder que, precisamente es tal, tan omnímodo, porque no se ve.

 La invisibilidad del poder le excluye de la vigilancia, la imposibilidad de vigilarle le libra de cualquier condena, la imposibilidad de atraparlo desarrolla su extraordinaria expansión. Finalmente, una fortaleza se erige en nuestro entorno. Una auténtica penitenciaría.

Uno a uno, los ciudadanos, habitan el patio de ese recinto con infinidad de torres vigías, incontables carceleros, torturadores de la vigilancia perpetua antes incluso de llegar  a la celda. Carceleros o celadores feroces de los constantes panópticos que componen cárceles y hospitales, iglesias, universidades, ejércitos  y escuelas.

Ser vigilado desde afuera, sin saber dónde se encuentra, ese punto óptico hace que inesperadamente por deslizamiento de lo que no se sabe desde donde ve, el sujeto se sienta todo él un objetivo. Un objetivo en lugar de un subjetivo capaz de pugnar contra el objeto. Un objetivo que, a la fuerza, su totalidad llega a ser un surtido de pupilas. Él mismo, abrumado de vigilancia, crea en su interior una pupila. La pupila que resulta del gran coito del ojo absoluto que todo lo ve sobre el último frunce que parecería libre de su incursión. La última y tenebrosa vagina que tampoco quedará exenta de la aguja luminosa que la percibe.

 

El bien o el mal. La buena o la mala persona se cincela mediante el arte de la mirada criminal. La mirada del vacío o el viento.

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31 de enero de 2012
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Móviles y móviles

Bien, admitámoslo como hipótesis: las gentes de ahora son de peor calidad que las de antes. Pero ¿por qué? ¿Qué circunstancias las han dañado? Una explicación darwiniana vendría a poner el acento en que ese "peor" no es otra cosa que una nueva cualidad para sobrevivir en nuestro medio.

 ¿Por qué? Físicamente cabría decir que una persona íntegra (entera) se aviene mal con un mundo complejo (no integrado) y fraccionado. La gente no sería de este modo "peor" en sentido absoluto sino que la notaríamos desigual a  lo largo del tiempo.

La persona de antes, la buena persona o la persona honrada, se caracterizaba  porque alteraba poco o nada su composición y a esto le llamábamos ser fiel a  sus principios. Tan incólumes sus características positivas que en ellas se podía confiar. Poseíamos un retrato de ella y el retrato constituía su único y permanente repertorio.

 Un retrato de ese ser de cuerpo entero puesto que era así como de definía a una persona ejemplar: "un hombre o una mujer de cuerpo entero",  "un hombre o una mujer de la cabea a los pies".

La honradez perfecta amazacotaba el valor (tanto como amazacotaba la miga de pan) hasta hacer una sola pieza uniforme. Seríamos acaso diversos  en el carácter, pero seres con alma de una calidad a prueba de bomba. Un tipo de oro macizo. Puro.

Este ser búnker metálico-moral que precedió al plástico capitalismo de consumo propenso a la flexibilidad.

Los dos factores importantes del sistema de consumo, la novedad y la flexibilidad, el fraccionamiento y la adaptabilidad se oponían a la integridad y la inalterabilidad.  Todo ser compacto pesa más e incluso  repitiendo su ser se hace mostrenco.

Este modelo es tótem en la cultura tradicional resulta tosco e inservible en la cultura del cambio.

La máxima de ser igual a sí mismo, base de la honradez, será  opuesta a la novedad sin tregua para seguir el paso de la realidad cambiante.

Individuos y objetos dejan de ser in-divisibles y se hacen transformers ya sea en las relaciones personales, en las laborales, en las morales.

La transformación, la actualización, la reinvención de sí mismo (y de las cosas). Constituye el mandato de la época en busca de la supervivencia y la adaptabilidad progresiva. Todo inmovilismo lleva antes al caos que el movimiento en dirección imprevisible.

 En vez de prestar devoción a lo ya conocido, la potencia se halla en lo nuevo. La consideración positiva que se confiere a la innovación en todos los ámbitos es consecuente, por tanto, con la inconsecuencia de las personas. Es decir a su inestabilidad antes que a la permanencia de sus principios. 

Las que vemos pues hoy como personas de mala calidad, gentes que, como los objetos, no mantienen su composición deviene en la imposibilidad de  fijar en ellas la confianza y hace obsoleta o la fidelidad. Son el efecto, en suma, de la movilidad incesante que exige la supervivencia. Para todos y para todo.

Pero ha de haber alguna explicación más. (CONTINUARÁ) 

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30 de enero de 2012
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El Boomeran(g)
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