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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El fin del buen humor

Un último informe de CEDRO, la asociación que trata de proteger los derechos de los escritores, nos comunicaba anteayer que el sistema de protección de la propiedad intelectual de los autores y editores de libros se ha debilitado en tal grado que los derechos de autor han quedado "vaciados de contenido económico". ¿La razón? Falta de compensación por copia privada, lenidad en la Administración y los centros de enseñanza, usos torcidos de Internet, falta de regulación en los préstamos de las bibliotecas públicas.

La cuestión invitaría a la lástima si al lado del vaciamiento económico de los derechos de autor no se alzara el gigantesco cráter de seis millones de parados. Un 36% de ellos ha dejado de comprar carne o pescado, la mitad ha entrado en una depresión, dos millones de hogares tienen a todos sus componentes (potencialmente activos) en un paro tan prolongado que han vendido ya casi un 10% de sus coches, junto a todos los enseres de algún valor. Los derechos de autor se han vaciado de contenido económico pero, ¿cómo revertir o comparar esta situación a la que padece el albañil?

Muy característico de esta crisis es que la adversidad, lejos de provocar una reacción subversiva, cae en abatimiento y su contagio crea la extensa cultura de la desesperanza que hoy sobrevuela. Cuanto más tiempo un trabajador permanece parado menos esperanzas tiene de hallar un empleo. De modo que la desdicha de la desdicha se agranda y la maldición engendra otra nueva maldición. En estas condiciones no hay lugar sino para la escritura maldita, la cultura del mal.

¿Poemas de amor, novelas de humor y policíacas, excursiones argumentales hacia la historia del antiguo Egipto o la Roma imperial, excursiones hacia los hombres primitivos del Neanderthal? Todo esto junto a los partidos de fútbol y los cotilleos televisivos alivian el peso de la negra tonelada ambiental. No por casualidad el programa más trivial de la tele se llama Sálvame y los best sellers de la narrativa son aquellos que proporcionan guarida en la oscuridad (la trilogía de Las cincuenta sombras de Grey). O, para redondear, los partidos embriagadores entre el Madrid y el Barça se repetirán próximamente a razón de tres por mes.

La derecha franquista sabía bien lo decía cuando en los años de miseria confiaba los víveres a los éxitos del Real Madrid en Europa. Pero la situación se presenta hoy, igualmente, con el cariz de una dictadura enajenante. Millones de protestas son aplastadas por la ideología de una Gran Crisis sistémica, tan fatal como una hecatombe de la Naturaleza. El pus de una cólera tan vasta que se extiende ya desde los funcionarios a los albañiles y desde los periodistas al Alma Venus de Gimferrer. ¿Para qué pugnar? El poder ha hecho sentir que esta crisis es como el efecto natural de una encrucijada en el seno genético de la sociedad occidental. De modo que incluso Merkel declara su asombro ante el desempleo de España y la inminencia de una biológica recesión alemana. Todo ello, como prueba de que el fracaso del sistema neoliberal expande un virus que enferma todo: los niños y sus escuelas, la sanidad y sus sábanas, la investigación y sus cálculos.

Editorial Península ha publicado recientemente un libro mío que, por evidente deseo del editor, se ha titulado Apocalipsis now. Nunca, en los preparativos previos a la edición, nos pareció que exagerábamos con ese rótulo teniendo en cuenta las líneas mediáticas evocando una situación "al borde del abismo" así como los diagnósticos que los analistas hacían sobre el final de un tiempo, al modo de las estremecedoras revelaciones de San Juan.

Pero además, visto lo visto, vaciados todos de espíritu, de ingresos de CEDRO incluidos, habríamos de llamar al mundo la Emptiness now. Es decir, el mundo donde la creciente vaciedad de soluciones nos privara de toda morada ideológica mientras nos infundirá la desmoralización como ideario emocional y general.



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12 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El álbum y la muerte

¿Es el álbum familiar una obra de arte? No cabe la menor duda. Pero ¿una obra gráfica o una composición literaria? Una mezcla de las dos. De este modo en Huesca se expone estos días una muestra con el certero título de Narrativas domésticas, cuya materia prima es el álbum y su constante inspiración.

De una parte, nada más próximo a la realidad que un conjunto de fotos caseras, sin pretensiones de trascendencia ni de creatividad. De otro, nada más artificial que esa colección que salta y resalta, sonríen casi invariablemente los personajes y se juntan azarosamente en las páginas de un libro que apenas posee el hilo de sus vacilantes fechas. Un hilo fino y quebradizo puesto que las instantáneas, como tales, sobrevuelan en microsegundos varios meses o años, captan una boda, una excursión, una boda, un viaje y, actualmente, casi cualquier momento de unos y otros: todos aquellos sujetos (la vecindad entera) que en esa circunstancia se halla parada y cerca de la cámara del móvil.

Los álbumes de la época preindustrial, cuando incluso era preciso desplazarse hasta el estudio del profesional para obtener la foto, eran como tesoros familiares porque en ellos solo entraba lo que había alcanzado un singular y festivo valor. Hoy, en cambio, los libros de álbumes serían tan copiosos como imposibles de almacenar. En consecuencia, es la misma cámara la que almacena las secuencias en el invisible contenedor del móvil, donde se apilaría una profusa colección cargada de trivialidad.

Casi nada se ha popularizado más que la misma foto. Y acaso nada de este tipo inocente nos ha dominado más. La compulsión a fotografiar sin razón ni pausa ha creado una suerte de histeria colectiva. Y lo fotográfico se une a la experiencia de modo tan íntimo que no parecen capaces de existir la una sin la otra.

La fotografía, al fin, es hoy el testimonio del menor suceso a tal grado que llega a ser la parte más incuestionable de la experiencia. Porque ¿cómo transmitir mejor la belleza de un paisaje, de un banquete, un monumento, una novia, un nieto o un familiar? La belleza y la fealdad, el mal tiempo o el accidente acaban siendo avalados por la foto. La foto no es el motivo de vivir pero es casi imposible vivir del todo sin fotografiar.

¿Álbumes de fotos hoy? Los sucesos que antes lo constituían y se presentaban como importantes capítulos de la "narrativa doméstica" han sido ametrallados por un sinfín de microanécdotas. De este modo, la historia de la vida mediante fotos ha llegado a ser un continuum parecido a los días sucesivos en los que ocurre algo o nada sin que se distingan demasiado entre sí.

Pero ¿y la muerte? ¿Se fotografiará ya también la muerte? Claro que no. Antes, siendo el álbum familiar, la gloria de la experiencia positiva excluía naturalmente la enfermedad y la agonía. Pero hoy, la muerte, siempre con mucha más autoridad que cualquier otro momento de la vida tendría que hallarse recogida en el carrete llamado (precisamente) "virtual".

En la inteligente exposición de Huesca, patrocinada por su Diputación, una artista británica Jo Spence tuvo la idea de fotografiarse a sí misma a lo largo del plazo en que sufrió un cáncer y reflejar así cómo ese maldito asesino fue deteriorándola. Murió en 1992 y, obviamente, no ofreció constancia de su rostro muerto, final indispensable del relato. Todos los álbumes ayer y hoy son, en consecuencia, historias falsas. Cuentos de la vida sin su correspondiente muerte. Cromos sin su cronos terminal.

Un álbum clásico da siempre mucho que pensar. Da siempre mucho que sentir. En todo álbum, el paso del tiempo nos traspasa de un velado dolor al recorrer sus páginas. Ni las verbenas, los baños del verano o las manos entrelazadas de los enamorados nos animan. El álbum nos mata. No hay foto de esa defunción privada pero, de hecho, el álbum mismo alcanza su máximo sentido para los otros cuando no existimos ya.



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7 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Arte en la calle, ¿arte desahuciado?

El Musée de la Poste de París expone, hasta el 30 de marzo, 70 obras de 13 artistas urbanos de prestigio internacional. La exposición se titula Más allá del arte urbano pero, en realidad es un más acá puesto que los han encerrado en un local cuando lo suyo debía ser ontológicamente un lugar sin determinaciones.

Artistas urbanos y mucho más que artistas del campo, pero el arte que ahora practican muchos de estos pintores ciudadanos sobre las grandes urbes posee la particularidad de que no solo se capturan artificialmente para mostrarlos después en salas bajo techo, sino que al ser street art o arte de la calle su encantamiento desaparece radicalmente con el acantonamiento.

Obra de callejeros y de marginales, de fumatas o de rebeldes sin causa, estos grafiteros existen desde los años sesenta, aunque solo en las dos últimas décadas han penetrado desde las fachadas a los paneles de algunos museos. Solo en París los grafiteros han pasado ya por la sala Cartier y por el Grand Palais, lo que no es solo una casualidad sino más bien una sorna. Aquello contra lo que luchaba y sigue luchando la policía y los servicios de limpieza de los municipios millonarios ha logrado la categoría de arte con valor inestimable. Porque, ¿cuánto valdrá hoy una obra de Corbread que pintaba hace más de medio siglo en los vagones del metro neoyorquino? O ¿qué precio obtendría en Christie's las creaciones de Banksy, Obey o Space Invader? Acaso mil millones o acaso, también, ni un céntimo. El valor sustantivo de estas obras es que no se pueden vender a menos que unas veces se derribe un edificio u otras un puente. Es por tanto tan sólo lúdico o simbólico. Son, lo que se llamaría, impagables. Aunque, como era de esperar, ya hay algunas galerías, como WallWorks, Itinerance o Ligne 13 en París que han introducido soportes más o menos convencionales para no desaprovechar los réditos.

Pero, ¿serían entonces estos productos comerciales sucedáneos enlatados? La Tate Modern expuso los grafitis en su fachada y así se ha hecho en Filadelfia o Copenhague, entre otros lugares. Sin el soporte de la ciudad no hay arte urbano. Y ya sin arte urbano toda gran ciudad pierde modernidad. Lo marginal ha prestado valor a lo central, lo excluido a lo integrado y, al fin, los recursos más pobres han enriquecido al arte de mayor integridad. Un grafitero si es tal no cobra. Es famoso porque lo contempla todo el mundo con una u otra emoción, es famoso porque se agrega a los monumentos, se plasma en el trayecto cotidiano, compone la pared del vecino que se proyecta día y noche sobre nuestras ventanas. Es famoso porque no es famoso o no se sabe dónde está. No se sabe donde está el autor ni de la fama se sabe adónde va.

En París, es ahora corriente ver constantes motivos de arte urbano, sea en las señales de tráfico, en los buzones, en los pasos de peatones. Tanto en las esquinas como en las bajantes, en las fachadas o en las columnatas. El grafiti empezó siendo una forma bárbara de ensuciar lo venerable y ahora lo que fuera suciedad se expone en el Grand Palais al modo de joyas. Pronto el Thyssen, que ahora alberga una exposición de Cartier, instalará a su lado una batería de street art. El lujo se aparta radicalmente de la miseria pero ambos se juntan en su incalculable valor moral o material. ¿Y qué otra cosa podría ser más significativa de esta época? Cuando el dinero se ha concentrado como una bomba atómica en manos de unos pocos, los muchos componen la bomba humana de acaso mayor explosión. Al borde de la desesperación y el estallido social, el arte de los marginados se reconduce a las salas con medidas de seguridad.

¿Haremos también del hambre un show brillante? Claro que sí. África fue un escenario inmejorable para las vanguardias de hace un siglo que supieron sacar inspiración de sus vidas primitivas. Ahora regresa un fenómeno semejante. El grafitero es un artista rico reducido a cero. Pero puede ser la nueva inspiración. Una inspiración que se recrea no de la abundancia que es ya excremento del sistema sino del impulso desahuciado. Un impulso que trata de decir lo que la afonía del arte actual no puede. Haciendo ver, en los márgenes, el relevo de las metrópolis tradicionales, se trate de su poder económico, político o cultural. Con una importante particularidad y es que ese mundo en ciernes no reproducirá el poder del poder, la política de esta política ni la condición de ningún sistema maestro. Creíamos que la libertad se había secado y, sin embargo, ahora fluye desde las canaletas de los desagües, por los túneles del ferrocarril, por los ojos húmedos de un puente. Se desliza por las fachadas para volver del revés el edificio más educado puesto que la posible educación del futuro será igual a la liberadora creación y educación sin canon.



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5 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La fragilidad de la ignorancia

Hay momentos en la Historia, como fue la mitad del siglo XX, después de la II Guerra Mundial, en que parece que ya se sabe todo. Se tiene ordenado el valor del arte, se tiene organizada la articulación familiar, se hallan en su sitio los partidos, la medicina se felicita tras el antibiótico y tanto los automóviles como los aviones se deslizaban sin miedo a chocar. De este tiempo se derivó una fuerte afirmación de la arquitectura, del comercio, del teatro y aún del mismo Estado de Bienestar. Prácticamente todo se creía bajo un dorado control y con las puertas abiertas hacia un porvenir aún más brillante. La luz iluminaba tanto a América y Europa y todo el resto se componía de una doméstica oscuridad. Incluso el anticolonialismo no impidió que en la mayoría de los casos las secesiones se hicieran sin sangre y, por si fuera poco, incluso volvían a coaligarse en una fraterna commonwealth. No era el Paraíso pero la realidad del mundo parecía posible entenderla con nitidez.

Todo lo contrario de lo que ahora ocurre. Ni la familia, ni la política, ni la educación, ni la justicia, la economía o el sexo se aprecian con nitidez. El barullo de esta época no es tanto la crisis de una época como el vacío del conocimiento general. No se sabe cómo tratar la economía pero tampoco a los hijos. Lo que más se nota es el paro, los desahucios o el invencible endeudamiento pero lo que hay debajo es el despiste del político, el funcionario o el economista. Corruptos precisamente, por su degradación mental.

Nassim Nicholas Taleb, el autor de El cisne negro (The black swan) no dice exactamente esto porque entonces maldita necesidad tendría yo de escribir esta columna, pero el diagnóstico de su reciente libro, Antifragile (Random House), enfatiza el posible beneficio del error, sistemático y de su obstinada repetición. Su tesis, en fin, podría sintetizarse en la sentencia de que "lo que no mata engorda" y así explica los progresos escalonados de la humanidad.

La "resiliencia" (de "resilio", volver a empezar), cuyo concepto hizo famoso en España Boris Cyrulnik con Los patitos feos. Una infancia infeliz no determina la vida (Gedisa), tiene que ver con la capacidad de aguantar los golpes sin deformarse. Lo antifragile de Taleb significa, en cambio, no sólo que el choque no lisie al dañado de por vida sino que llegue a aprovecharle en su porvenir.

Con esta tesis, Taleb, cuya facundia es ya casi infinita, ha escrito 450 páginas candidatas a la lista de best sellers en The New York Times. Pero que sea muy pesado y, desde luego, oportunista, no le quita toda la razón. El error duele y el siguiente duele más pero si el dolor no postra a la víctima es predecible que se fortalecerá. El mismo Tales recuerda que se lo decía su abuela: la adversidad aumenta la experiencia y la experiencia es la madre de la ciencia. De la ciencia nueva, se supone que decía la abuela.

De modo que si, como es patente, no hay actualmente casi nada en que creer, la experiencia del descreimiento girará hacia otros mundos que nos procuren la ración de fe. No hallamos ahora anonadados, no solo condolidos sino desalentados. El soplo de sabiduría que falta para animarnos será pues aquel que venga de instituciones y seres humanos que encajen sus errores como piezas de hierro y construyan artefactos nuevos. Inventos de hierro o de espíritu santo pero que, en definitiva, se concreten en materiales cuya composición y disposición superen el atasco del artefacto actual.

Injusticias, abusos, estafas son componentes de un mundo degenerado y, entonces, ¿cómo esperar que desde ese subsuelo encenegado se alce un edificio valioso? ¿No hay pues esperanza? La esperanza que Taleb esboza -como ya hizo con el cisne negro- derivará de aquello que en medio de la degeneración preserve inesperadamente la integridad para parir todavía o alumbrar con ello entre las tinieblas, una o cien ideas que impulsen el airoso salto al porvenir. Dios lo quiera.

 



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31 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La fertilidad del miedo

El miedo es un medio donde el puñal se hunde y acaba disipando su influencia en los blandos humos del pavor. Nada ata más, emascula más, obnubila más que la presa del temor. Y ahora no es solo una amenaza lo que nos paraliza, sino ya un psicofármaco atmosférico que ha aspirado el inocente pulmón social. ¿Pero miedo, miedo tóxico y más miedo adónde puede llevar? Efectivamente, a una exasperación de su dosis y a la producción del efecto paradójico mediante el cual se llega al punto en que, saturados, ya no se tiene nada más que temer.

En ese momento, la explosión de ira es igual a la de Los Miserables de Víctor Hugo, que no por azar se representa en los teatros, en la música, en la televisión y en el cine de la actualidad. El miedo, el miedo y el miedo continuos. La Santísima Trinidad bajo la que se ha sacralizado el discurrir de esta Gran Crisis ha sido posible gracias a inculcar miedo a granel en la totalidad de los cerebros sociales. ¿Una conspiración satánica para la trepanación? Un efecto quirúrgico de la aguda seducción del mal.

Todos nos preguntamos, desde los periodistas a los quiosqueros, desde los ministros a los obreros, cómo no se ha producido ya -o hace algún tiempo- un formidable estallido social. Cierto: hay huelgas, manifestaciones, carteles de diferentes colores, protestas airadas, pero lejos de coaligarse para crear una dinamita crítica, al borde de la explosión, las sublevaciones se disuelven en las aguas amargas de la cólera efímera y hasta los enfermos aceptan pagar a la ambulancia para que les practiquen una diálisis o les extirpen el corazón. El miedo ha hecho posible esta luctuosa coyuntura donde es posible la crueldad, el crimen o el desahucio sin que haya otra reacción popular que la de darse muerte y, sin embargo, no asesinar al comendador. Los miserables no dejan de amontonarse y de crecer. En un barrio de Las Palmas, con un 46% de parados, el 76% de sus habitantes son ya excluidos sociales. Si la tasa aumentara un grado más ¿qué quedará finalmente de la inclusión social?

Una de las perspectivas más seguras para los próximos años será, pues, el cambio de sociedad, porque como un cambio de piel ruinosa, la penuria va carcomiendo el tejido conjuntivo de la colectividad. En adelante pues, no habrá ya ciudad ni colectividad sino, como se va viendo, comunidad.

En ABC Punto Radio hay (o había, antes de su paso a la COPE) un programa vespertino de diez minutos en donde unos ofrecían aquellos bienes que les sobraban, desde una máquina de coser a una bicicleta estática, desde una mecedora o una bañera para el bebé, puestos de trabajo y puñados de euros para prestar. Seguro que con la COPE por medio continuarán haciéndolo, porque entre sus fines de hace unos días se hallaba animar a todas las emisoras a producir programas semejantes de caridad. Programas en los que se establecía una comunicación entre lo sobrante y la necesidad. La suerte y la muerte. El exceso y el deceso. La sombra y la sombra de la vaciedad.

En la radio, en la red y fuera de la red, en Caritas, en Médicos sin Fronteras o en la tendencia de la multicaridad se siembra la luminosa acción de auxiliar al otro. Solo en las guerras o las inmediatas posguerras se ha conocido un efecto parecido al que ahora cunde por toda España o Grecia, Irlanda o Portugal.

Vivir atemorizado incrementa la tendencia a la empatía y la agrupación, tanto entre los animales como entre los seres humanos. La riqueza diferencia, conlleva distancia, distinción, mientras la pobreza aglomera a la muchedumbre bajo el mismo tufo de privación. El amigable olor penoso de la misma especie.

Nunca la solidaridad, la idea de cooperación y el sentimiento de culpa han crecido, por tanto, con tanta intensidad. La reducción del consumo suntuario entre los más pudientes -que ahora se contienen empáticamente en el lujo o en las compras de arte- tiene que ver con esta clase de imantación paupérrima. Cuando el país es comunitariamente más pobre aumenta la igualación de barriada y, con ella, la idea de curativa de la vecindad.

¿La independencia de Cataluña o de Ciudad Real? Nunca una reivindicación separatista resultó más grotesca y tan ajena a lo real. Todo caso de este tipo, sea del carácter que sea, denota síntomas de una neurosis suicida o un delirio institucional o cerebral. Lo que no es del todo extraño contemplando la esquizofrenia del conjunto político-social al que hemos llegado sin apenas darnos cuenta y empeorando mes tras mes. Porque otro factor en perspectiva, pero ya evidentemente activo, es el creciente descrédito de toda autoridad. Y tanto más cuanto la autoridad se relaciona con la exigencia de su distinción retórica, sea nacionalista, salarial, condecorada o no.

El ridículo o el escándalo acompañan a todos aquellos casos en que la llamada autoridad pretende investirse de púrpuras identitarias, viajar en business o aumentar su cualificación gracias al AVE y la pompa volátil en general.

La totalidad del estamento autoritario arde hoy por sus cuatro costados y gracias al incandescente cinismo de la muchedumbre, excitada de antemano por la sofocante hoguera del poder.

Nada que sea vertical, jerárquico o impositivo puede ya consentirse o tragar con relativa facilidad. La gente, por mano de la reiterada injusticia de esta Gran Crisis y el ejercicio diario de las redes sociales, no acepta la arquitectura piramidal y sí, en cambio, la habitual y creciente vida en horizontal de la precariedad compartida. Odia en fin, la píldora y acepta consuetudinariamente el puré.

 De esto mismo deriva que, desde el Tribunal Supremo a los parlamentarios, desde el ministro de Educación al de Sanidad, todos se hallen cuestionados y a punto de perecer simbólicamente a causa de su arrogancia salvífica y, al cabo, tan ridícula como fatal.

La ciudadanía asustada y aplastada ha compuesto una pasta venenosa donde, tarde o temprano, van muriendo los barrocos gestos de autoridad. Lo privado, en sanidad o educación, en energía o en agua potable, es lo opuesto a la ley de la comunidad. El público ya no traga más relatos infantiles cuyo moral dulzor ha colmado su aforo de ingenuidad.

Porque dos relatos principales han sido los best seller de esta Gran Crisis. Uno es aquel que hace culpable de esta hecatombe a la actuación de los malvados. Tipos avariciosos y estafadores, que han robado los ahorros de la población, sea a través de las trampas preferentes o mediante todas las prevaricaciones bancarias aunadas al humus de una democracia en descomposición. Este relato de malos, al modo de un cómic, comporta un pensamiento religioso que explicaría el gran delito de la burbuja como un soplo diabólico, un desafío ante la respiración transparente del mismo Dios.

Pero Dios, como juez económico supremo y emperador del mundo, habría desencadenado su ira contra este delito que, en su extremo, no sería sino una directa profanación del espejo divino. El espejo o la luna del dormitorio donde habita, día y noche, la silente figura de Dios.

Pero hay, además, otro relato más, difundido entre la población española que obtiene su ascendencia en la estructura el cuento infantil. Alguien, como la madrastra de Blancanieves representada por la señora Merkel, nos impide obtener la dicha de una recuperación castiza y familiar. Merkel, como horrenda y extraña figura del Anticristo, señalaría la cercanía de un Apocalipsis al que la población otorgara su anonada pasividad.

El año 2013 habrá superado la profecía terminal de los mayas pero encerraría en la suma de sus números un maldito 6 (suma de sus cifras unitarias) que remite al compuesto numérico de la Bestia del Apocalipsis de San Juan. La Bestia, designada con el número 666, representa al nombre de Nerón porque el nombre de Nerón César es igual a NRWN QSR respecto a cuyas siglas, en los abecedarios griego y hebreo, la N ocupa el lugar 50, la R el puesto 200, la letra W el 6, la N el 50, la Q el 100, la S el 60 y la R el 200, hasta formar el 666 con que se alude al diablo mismo. Y 2013, sumado número a número arroja un fatídico resultado de 6. El principio de la Gran Destrucción.

No hay, por tanto, que extrañarse demasiado de las cábalas. 2013 puede ser un año apocalíptico o de inflexión crítica, ponderado así por muchos analistas. El año del "doloroso progreso" o el año del dolor del progreso en su peor opción hacia lo mejor. El mismo progreso, sea a través del "progreso decreciente" o "crecimiento negativo" vienen a ser la diabólica meta de la evolución de la que partiría el tiempo de la larga Parusía posterior.

Evolución social en metamorfosis, porque, así como en el ciclo del gusano de seda fuimos una vez mariposas especulativas, ingrávidas y volanderas, ahora somos larvas reptantes apegadas al suelo como al borde empedernido de la sepultura.

 ¿La muerte? Esa idea había casi desaparecido de la historia del aún breve siglo XXI. Así como el siglo XIX fue explícito respecto a la muerte (plañideras, corros y lloros en torno al lecho del moribundo) fue en el sexo una perfecta excavación. Por el contrario, el siglo XXI fue explícito con el sexo en todas de sus versiones y muy recatado, sin embargo, con la muerte en cualquier manifestación.

El sexo, de hecho, se halla hoy por todas partes (o en ninguna) mientras la muerte es una esquela sin demasiada dimensión. El sexo ha sido liberado incluso del tabú del incesto en nuevas series televisivas o en el cine mientras la muerte permanece celada en los hospitales o consolidada en los birriosos tanatorios del extrarradio.

Ahora, sin embargo, con la Gran Crisis esa muerte marginada reaparece como una venganza capital. No solo hay muertes masivas en los colegios de primaria norteamericanos, sino muerte a granel en los países islámicos, muerte en las parejas románticas o muerte en las casas desahuciadas, tanto en los ancianos esquilmados como en la economía general. Muerte que no deja entrar en los ambulatorios a los pobres moribundos sin papeles y muerte lleva su agonía a los presupuestos de los hospitales, los quirófanos y la investigación.

La muerte regresa ahora, dos siglos después, con su imperio absoluto y como el hermoso paralelo de la crisis llamada sistémica. Porque no se trata ya de una crisis financiera, ni económica, ni de Bretton Woods o de toda su parentela liberal. Esto es la crisis de la vida social y personal. La perspectiva de un mundo que, mediante la muerte física o simbólica, ha regresado hasta años atrás para replantearse la flecha del tiempo y, para recobrar, gracias a Dios, el sentido de la vida comunitaria. Tan feliz o desdichada como humanitaria. Finita y perdurable con riqueza o sin ella en la voluntad de una nueva razón de ser.

 

 



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28 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Incesto entre horror y error

El error y el horror se parecen no solo en su ortografía y ortofonía sino en que numerosas veces se funden en el mismo emoticón. El horror económico(Fayard 1996) fue un libro de Viviane Forrester que aunaba en muchos aspectos los dos términos de la crisis que llegó después. Traducido a unos 30 idiomas, este ensayo anunciaba con más de una década de antelación la miseria que se extendería de una parte a otra del mundo a causa de la miseria de la filosofía desarrollista sin factor humano. El abrumador error que el libro describía causó incluso en su autora una errática (o errónea) alteración del habla, según contaba la periodista y entrevistadora francesa Anne Marie Mergier.

Y ha sido, en definitiva, horrorosa la creciente agravación de la Crisis Económica porque anida un venenoso error. Ninguna de las políticas aplicadas han mejorado la situación. Más bien se ha alcanzado un punto crítico en que el enviscamiento en la austeridad ha engordado el yerro.

En la arquitectura, en la literatura o en la música, una errata en el papel o una nota desafinada nos llevan de inmediato las manos a la cabeza. Tal como si se tratara de detener una locura y un incesto sobrevenidos como efecto de haberse sumado error y horror en una pieza.

En verdad, la obra humana puede pasar de lo bello a lo siniestro y de lo encantador a lo grotesco en un instante fatal. Los errores en la construcción de un edificio provocan la tragedia horrenda. El mínimo error genético presagia la monstruosidad.

Puede que ocurra lo mismo en la creación de una pintura, pero nunca es de consecuencia tan explosiva. En la pintura, lo erróneo lleva a la torpeza y no, con tanta seguridad, al horror. En la pintura lo contrahecho acaba en el fallo de la obra y allí termina su daño.

La razón de que sea frecuentemente así proviene de que tanto la composición, en la música en la escritura o en la arquitectura tiende a un punto de culminación. Una cima sintetizadora que raramente se halla en el juego del cuadro cuya estampa se defiende por los cuatro costados.

El pilar, la nota musical o la palabra son un disparo que lleva a vivir o morir en el intento. A su lado, la pincelada traza sucesivamente un mapa y su itinerario, siendo errado en un cruce, no desmiente la cartografía integral. Un cuadro puede provocar un vuelco del corazón pero raramente su infarto definitivo.

Efectivamente la peor pintura provoca malestar pero el horror es otra cosa. El malestar dura mientras el horror carece de duración. Nadie puede sentirse tan estafado como ante una obra del pintor de más éxito y más pega. Pero estafado y horror son sentimientos diferentes. La estafa denigra pero el horror tiende a dar muerte.

La estética de la Navidad es ejemplo de esta tesis. Si son tristes las Navidades en manos de la Iglesia -y pese a su intención- es porque en su esencia exaltan un divino natalicio dirigido unívocamente a la agonía de la crucifixión. El error junta el gozo con el duelo y el bautismo con el funeral.

Este error de bulto es, por antonomasia, la Religión. En su interior el error es igual al pecado y el pecado es igual a lo infernal. Unos aman las Navidades y otros no pero, al cabo, masoquistas o inhibicionistas, resoplan aliviados cuando quedan atrás estas fiestas. ¿El próximo año nuevo? 2013, cuya suma de sus cifras es 6, alude al 666, nombre de la Bestia. De nuevo el inevitable horror del número 13 lleva casi inexorablemente a la continuación del error.



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10 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El azar y la memoria

Artur Ramon es historiador del arte, anticuario y galerista. Pero yo diría, enseguida, que es, además, un buen periodista. Escribió 15 historias sobre pintura en La Vanguardia y hace unos días, la editorial Elba ha reunido estos textos mejorados y ampliados en un modesto libro. Su título es Nada es bello sin el azar.

Artur Ramon sería un colega profesional y un amigo pinti-parado si le conociera. No lo conozco aún y si fui a buscar el libro en la librería Lé fue primordialmente por la palabra "azar". El azar que condimenta sus episodios y, sobre todo, porque, en mi opinión, ciertamente, tan solo el azar es capaz de conseguir la obra maestra final.

¿Maestra una obra? Una obra maestra posee la exclusiva peculiaridad de que no enseña nada. Ante las "obras maestras" la mirada se complace y los sentidos se avivan pero ¿qué hacer un minuto después? No hay nada que hacer porque el bendito azar de aquello disuade la tarea de la posible imitación. Ninguna obra de importancia histórica se apoya en la importancia circunstancial de su autor. Más aun: el autor no vale nada si no posee el arbitrario patrocinio del azar. Unos son afortunados y otros no. O bien, el azar, que siempre acude como un polvo de luz en los momentos de pintar o escribir, solo posa sus partículas si el pintor o el escritor son perspicaces.

No hay cuadro deslumbrante que no parta de una primera y obligada oscuridad. Como en la novela o en la arquitectura, hay que desconfiar de aquellos profesionales que, de antemano, lo tienen anotado todo. Las muchas notas que preceden a un libro o los innumerables bocetos que presagian un cuadro son valiosos en cuanto no se tienen demasiado en cuenta.

Las genuinas notas de una buena partitura o las pinceladas excelentes de un lienzo deben nacer de pronto y al hilo del azar que se devana al compás de la línea sentimental sobrevenida.

Ningún cuadro, incluidos los deudores de una escuela, será "bello", como dice Artur Ramon, sin el aura de lo azaroso. No dice exactamente esto Artur Ramon, pero apuesto a que por su experiencia lo piensa. No hay obra de arte sin inspiración y la inspiración, fisiológicamente hablando, introduce en el cuerpo artístico toda clase de bacterias. Solo los tontos -o muy tontos- disfrutan plasmando en el libro o en el cuadro lo que ya tienen previamente enumerado en su cabeza.

Propio de narradores vulgares es el decir que a su novela, por ejemplo, solo le falta la escritura puesto que su contenido entero se encuentra almacenado en la cabeza cuadrangular del autor.

Cabezas de cordero. Cabezas como calabazas que ignoran el variable olor de la papaya y la veleidosa personalidad vegetal de la escritura. Quien no tenga la costumbre de crear sin abundantes trazos y bocetos deja de ser un genio. Desde Pinito del Oro a Juan Carlos Onetti, el salto es absoluto porque no hay cables ni tampoco redes. Las redes y cables seguros aburren la narración así como las notas fielmente respetadas en la música impiden el coito inaugural o bailable entre la obra y el autor. Ninguna familiaridad con aquello que se va a escribir o pintar estimula el excitante pecado de la creación.

Dios mismo, si es un ser creativo, lo debe a su azar. No hay plan divino trazado de antemano. Dios actúa a su antojo y resulta especialmente adorado por efecto de su imprevisible error. ¿O qué otra cosas sino el azar y el yerro constituye su indiscutida majestad?

El asesinato, la felicidad, la muerte son productivas, dentro delmarketing gracias a su comportamiento estocástico. El azar nos mata o nos redime. La mano del azar, abierta como una cepa, proporciona el alcohol que embriaga al artista y al alma del receptor.

No dice lo mismo que yo digo Artur Ramon puesto que es un hijo de la Universidad pero ¿quién duda de que con este libro de la editorial Elba él va de la Ceca a la Meca despejando, en el museo o ante un determinado cuadro, la mirada del turista ocasional, su ojo bobo o especular?



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8 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fin del autor monocultivo

Los pintores que solo pintan, los escritores que solo escriben o los músicos que solo componen no son artistas. Puede que sean enviados de Dios o excelentes criaturas del Infierno, pero no serán artistas.

Hace un siglo que Ortega se horrorizaba por la moda de la especialización que, en su parecer, reducía hasta la monstruosidad la condición humana. Eran los tiempos en que los filósofos críticos se mostraban aterrorizados por el taylorismo que condenaba a repetir el mismo trabajo en la monótona cadena industrial. Esto fue, a su vez, el amanecer de lo que Chaplin llamó Tiempos modernos y en cuyo ámbito la moral fue adaptándose hasta considerar sinónimo de honestidad al “hombre de una sola pieza”.

Ser de una pieza garantizaba el ajuste al artefacto social o laboral y quien no cumplía este diseño se convertía en un marginado. Pero ese tiempo “moderno” ya ha pasado. No solo se ha pasado de rosca y ha dejado de valer sino que vuelve a revelarse tan limitador como Ortega y sus colegas lo contemplaron en otras circunstancias. Ni el profesional de la comunicación es hoy solo un locutor ni en el empleo, cualquiera que sea, se valora al sujeto que sabe mucho de algo y no sabe mucho más. De este modo su rendimiento disminuye puesto que ya en el omnipresente sector servicios lo que importa no es la pieza exacta sino la empatía, y vale incomparablemente más el tipo facetado que el de una misma y única cara.

Y lo mismo vale para el llamado “creador”. Serlo de veras conlleva no ser sirviente de una única modalidad a la manera de los troqueles unívocos de la industria metalúrgica. Luis Eduardo Aute, Navarro Baldeweg, Alberto Corazón, David Trueba pintan, cantan, hacen cine, diseñan, escriben o construyen edificios gracias a una creatividad que, si ha desarrollado más en un sentido no ha podido impedir que le crezca la poderosa arboleda por aquí y por allá. La comunicación es la clave del quehacer y cuantas más idiomas se sepan mejor.

En los reductos estancos y férreos de hace cincuenta o sesenta años, especializarse era asegurarse un lugar profesional. Ahora no es ya nada seguro pero en el caso de los artistas resulta tan grotesco que el pintor solo pinte o el poeta solo haga versos que debe dudarse sobre lo genuino de su condición. Siempre ha habido pintores poetas y poetas pintores, por ejemplo, pero nunca se les aceptó con gusto en más de una cosa.

Un artista hoy, sin embargo, comporta serlo en tres o cuatro manifestaciones y bajo una hipóstasis principal: la directa comunicación con el mundo, las personas y las muchas cosas. Porque si no es concebible un buen rendimiento de un futbolista que solo desarrolle las piernas y los pies o que sepa tan solo atacar o defender, igualmente debe desconfiarse de aquellos que hacen partituras pero no comparten nada más. O de los pintores cuyas dimensiones del cuadro reflejan demasiado la limitación de su capacidad.

Y no se trata con todo esto de repetir la alabanza del tipo renacentista. O sí: se trata de un inminente renacer de la cultura que, en adelante será múltiple o ya no valdrá. Los obstinados fracasos de los políticos y economistas que han orientado las criminales medidas anticrisis proceden de la misma raíz invalidante. Es decir, de la falta de atención a la complejidad social y de su reverencia tan fanática como simplista, tan angelista como satánica, a las metas econométricas. Pero todo ello, en fin, redondea hoy con su hecatombe el término de un mundo que se tambalea como un zombi a falta de una transfusión de varios colores y sabores. O lo que es lo mismo, ansioso del tuti frutti de la época que nos espera y en donde, arrumbado el corsé de la pieza única, gozaremos de artistas en masa haciendo esto, lo otro y lo de más allá, porque patético será aquel que se embolique en una dedicación y que, como ciertos animales menores, solo sepa repetir y repetir las gracias que le enseñó su propio domador.



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19 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Triste estrella del paladar

La estrella de mar es capaz de recobrar cualquiera de sus apéndices si alguna causa los mutila, pero es imposible que la cultura recupere su posible estrellato si algún accidente la demedia de verdad.

Un accidente, muy grave, casi mortal, ha sido la subida del IVA hasta el 21%. Veíamos los cines o los teatros sin mucha gente, las exposiciones sin ventas de cuadros, las librerías sin visitantes y todo ello lo atribuíamos a los efectos de la crisis general. Tampoco se vendían zapatos, ni coches, ni pisos. La diferencia es que mientras otras actividades, en la producción o en el mismo comercio, han podido absorber los costes o han seguido la venta de esos bienes indispensables, con la cultura se ha sumado a la depresión el crimen fiscal que, si por una parte no resuelve nada de los problemas presupuestarios del Gobierno, por otro crea una cuerda de quiebras y cierres sangrantes que nunca más volverán a reconquistar su proporción.

Las cifras de espectadores o de lectores habían caído tanto durante estos años que ni siquiera la CEGAL, confederación que agrupa a 3.100 librerías, se atrevía a difundir los números de la debacle. Ahora serían ya cifras de perdición. Serían así porque si la mayoría de ciudadanos, precisamente españoles, puede vivir bien sin leer un solo libro, no acercarse a una sala de cine o no comprar nada en una galería, poco a poco sus perfiles se van erosionado irreversiblemente y en definitiva el pasado estrellado pasado está.

Y con un ingrediente adicional, tan coherente como pernicioso. Puesto que hoy no se venden más allá de media docena de firmas en cualquier ámbito, los autores hoy respetables no se afanarán en escribir o pintar otra clase de que objetos que los que, por experiencia, van a pegar.

"Pegar" algo es como si la estrella de mar recuperara sus brazos con cola. Cola industrial, blanca o transparente, de eficientes resultados para dar el pego a quien no distingue lo apañado de lo original. Lo original de la pega.

Y sucede pues que cada vez se ruedan más filmes mediocres, se reponen putescas funciones o se redactan libros, generalmente novelas, que en dignidad siguen una progresión peor tanto para el lector como para el autor.

Esta misma semana, en El Cultural de El Mundo, el buen crítico Ignacio Echevarría escribía que "la lectura continuada de libros mediocres... tiene en no pocos casos efectos narcóticos sobre el gusto e incluso sobre la inteligencia... cuyos puntos de vista se van ablandando y desdibujando paulatinamente".

Pero más que paulatinamente podría decirse, puesto que esta crisis galopa y aúlla más que el viento, que el fenómeno se caracteriza por una velocidad que lleva a acuchillar volúmenes en tiempos récord, cerrar cines de prisa como contagiados de una plaga infernal y clausurar exposiciones que, al cabo, no han encontrado a un solo coleccionista y comprador.

El vacío o la mediocridad culturales se extienden como una pelagra y, para infectarla hasta la misma muerte, llega ese maldito 21%. Puede ser que este impuesto mutilador se suspenda años después, acaso en 2015, pero la ablación cerebral entonces no se repondrá.

Nuevos artículos comerciales aparecerán para ofrecer víveres a esta clientela de sinapsis deliberadamente amputadas pero, con toda seguridad, los artículos serán también blandengues, tan revenidos como las galletas que, a granel, han dejado atrás sus cajas primorosas y ahora se hallan amontonadas en los mercadillos de ocasión. ¿O qué otra cosa que un mercadillo ocasional van a significar los bienes culturales que queden vivos tras esta inducida enfermedad mortal?

Ayer se celebró el Día de las Librerías porque aún queda gente en pie que ama la creación y la luz del conocimiento pero, a propósito, no voy a ahorrarme ahora unos versos de Caballero Bonald: "Entra la noche como un trueno / por las rompientes de la vida, / recorre salas de hospitales, habitaciones de prostíbulos / templos, alcobas, celdas, chozos / y en los rincones de la boca / entra también la noche".

¿Será entonces esto lo que nos ha dejado sin escarchadas estrellas (marinas o no) y con este amargo sabor, tan penoso como incurable, el cielo del paladar?



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7 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La elocuencia del defecto

Prácticamente todas las obras de arte son intrínsecamente defectuosas. Gracias a Dios. Puesto que de lo contrarios serían no labores humanas sino divinas.

Pero hay, con todo, una diferencia, entre la obra plástica o la escritura equivocadas y el defecto en su composición. Naturalmente tanto en un caso como en el otro se trata de diferentes grados pero no es lo mismo lo feo que lo imperfecto, ni tampoco es lo mismo, dentro y fuera del arte, lo deforme que lo falto de culminación.

No puede decirse que esa obra deja de ser bella porque se equivoca respecto a una armónica regulación sino, sencillamente, que su trazo sigue un rumbo, acaso incalificable o deficiente, se trate de la pintura, la narrativa, la música, el filme. La circunstancia hará, al cabo, que la obra aparezca sellada por un defecto (firmada o filmada como un garabato) o resulte en efecto contrahecha. En realidad, la contravención ineficiente de algo en una novela, una música o una obra plástica puede ser el motivo de que su atracción o su turbación aumente. Y no poco porque la ausencia melancólica de lo perfecto constituya el compasivo factor de su atracción. Sino porque nada es más fuerte que la ausencia para crear presencias, la falta para otorgar realidad, ni nada es más seductor que la imposibilidad de poseerlo por completo todo.

Lo que no está en una obra y sólo se revela mediante el defecto no perjudica necesariamente el efecto sino que tendería si la obra es todavía buena a acrecentar su aura y su evocación. Toda obra, en suma, que no deje a la invención del receptor la holgura de su oferta será una obra que empache por su exceso. Los cuadros de Palazuelo son perfectos. No hay nada que decir. Pero los de Gordillo, Barceló, Bacon o Ràfols Casamada son interminables por su defecto de concreción.

Igualmente las escrituras de Kafka son imperfectas en su vana intención pero resultan incomparablemente más evocadora que la de un perfecto Thomas Mann. Más cercanamente, la escritura de Antonio Muñoz Molina será impecable pero es más sugestiva la relativa imperfección de Manolo Longares que hace por hacerlo bien. Ninguno de los dos puede ser del gusto del mismo lector pero su diferencia radica en que mientras el pulimento de Muñoz Molina se saborea como un polo, la prosa de Longares se saborea a fondo, como un filete del menú.

Ser perfecto, alcanzar la perfección, es la senda a cuyos lados cunde el negocio de los tenderetes religiosos, pero ser adorablemente imperfecto como Julia Roberts es un prodigio que no se puede aprender. Las escuelas tratan de escolarizarnos, hacernos escolares. O lo que es lo mismo, procurarnos un puesto seguro en la grada numerada del estadio académica, pero nada más allá.

Como en las advertencias o en las admoniciones eficientes, el maestro no debe decirlo ni anotarlo todo. Esto ahoga al interlocutor o crea un rechazo en quien se ve investigado. Tanto el castigo como la censura, la exposición como la composición deben poseer una holgura. Un defecto que no es otra cosa que su ángel. Y el ángel no está ni se describe, ni se dicta ni se copia. Sólo se presiente, se padece o se adivina.

La idea de completar todos los ángulos de un proyecto ahoga las soluciones más agudas. Esto lo saben bien los grandes arquitectos, los buenos pintores y los escritores con impulso. El cuadro no debe acabar con la mirada del receptor sino promover su opción sobre lo que no pudo haberse pintado. O no está filmado o no está escrito o referenciado.

La facultad de la deficiencia no faculta directamente al genio. Pero lo contrario es verdad: sin una determinada deficiencia es imposible crear. Oscar Wilde decía: "Cultiva tus defectos; será aquello que más envidien tus enemigos". La deficiencia es potencial de ida y el defecto es la primera fuente de la originalidad.

Puede ser que la deficiencia anule o mate, pero ¿qué decir de la soga que rodea el cuello del santo como consecuencia de haber seguido el inmortal camino de la perfección?

 



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5 de diciembre de 2012
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El Boomeran(g)
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