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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Las flores del maldito

Toda literatura crece en los márgenes de sus malditos, y España ha sido acusada a menudo de carecer de ellos. Como el maldito se hace y no nace, vamos a intentar despejar algo esta falacia y a hablar, sin salir del territorio contemporáneo, del digno fracaso, del voluntario o forzoso espíritu negativo, de la suprema maldición que es morir sin haber llegado a publicar o matarse para no tener que escribir más.

     La oportuna reedición de la novela ‘El don de Vorace' (Demipage, 2010) rescata el nombre de Félix Francisco Casanova, que descubrí con gran fascinación cuando él acababa de morir antes de cumplir los 19 años, en 1976, y cuyas pocas publicaciones (era para mi gusto aún mejor poeta que narrador) pude ir consiguiendo gracias a dos amigos canarios, Alfonso Delgado y Miguel F. Sánchez Barbudo, que le habían tratado de cerca y me facilitaron fotos, recortes de prensa y un ejemplar del ya entonces inencontrable primer libro suyo de versos, ‘El invernadero', regalado generosamente por el padre de Félix Francisco y también escritor Félix Casanova de Ayala. En el autor de ‘El don de Vorace' la original potencia de su mirada al mundo quedaba, me atrevo a decir, magnificada por algunos rasgos ajenos al valor artístico: la belleza efébica del muchacho, la muerte incierta en la adolescencia, su perfil musical, que en cierto modo le emparenta póstumamente, según lo veo yo, con otro malogrado y genial poeta del ‘pop', el cantante británico Nick Drake.

       Pero ya antes de haberme impresionado la corta obra y vida de Félix Francisco Casanova, yo había tenido estrecho contacto personal con dos escritores que igualmente convendría sacar del más allá, Eduardo Hervás y Antonio Maenza. Ellos forman, junto a Eduardo Haro Ibars, Pedro Casariego, Aliocha Coll (evocado hace pocas semanas por Javier Marías, que le conoció bien), Aníbal Núñez o Rafael Feo, una potente línea de sombra de la literatura española, en la que dejo de lado, por vivos, al gallego Carlos Oroza y a Leopoldo María Panero, para muchos el más obstinado y consistente maldito de nuestras letras.

      Quiero detenerme en la figura del valenciano Eduardo Hervás, que se llamaba realmente Eduardo Gómez González y era conocido entre sus amigos por el alias de ‘La Bola', en alusión a que sus lecturas abarcaban, y tan tempranamente, la entera bola del mundo. Como F. F. Casanova, Hervás tenía en sus versos una propensión o cadencia surrealista, y las marcas inevitables del adolescente; en ‘El don de Vorace', por ejemplo, se suceden los homenajes a dos ‘gurús' de la época, Jimi Hendrix y Herman Hesse, y el pintor por excelencia resulta ser Van Gogh. Hervás, que se suicidó a los 22 años, mostraba también en su notable obra poética (cuya edición completa, publicada por la Institución Alfons el Magnànim, es de 1994 y está hoy, creo, descatalogada) algunas fijaciones similares y las filiaciones propias de una torturada edad de la inocencia (su libro ‘Intervalo' estaba dedicado ‘A mis madres'). Pero su escritura era más radical, menos veleidosamente irracionalista que la de Casanova, tal vez influido la Bola por la figura magnética del cineasta y escritor aragonés Antonio Maenza, que creó en la Valencia de los últimos años 1960 una facción de esforzados ‘situacionistas' y ‘telquelianos', antes de trasladar su aguerrido influjo a Barcelona, donde rodaría a partir de 1969 ‘Hortensia/Béance', película desmesurada e incompleta que cuenta como actores a Enrique Vila-Matas, Félix de Azúa, Emma Cohen, Fabià Puigcerver, Carmen Artal y Paulo Rocha, entre otros, y en su condición de ‘cinema invisible' ha conservado aromas de leyenda sagrada y demoníaca. De Maenza se viene hablando bastante últimamente, pero nunca se acaba de sacar a la luz su cuantioso (y en mi memoria de entonces valioso) material fílmico, que incluye dos largometrajes acabados, ‘El lobby contra el cordero' y ‘Orfeo filmado en el campo de batalla', y el citado ‘monstruo' de ‘Hortensia/Béance', legado todo, tras su joven muerte violenta y confusa a finales de 1979, a Pere Portabella, que le había financiado aquel último proyecto inconcluso. También dejó Maenza esparcido en manos particulares un ‘corpus' substancial de inéditos literarios, habiéndose publicado sólo de él, si no me equivoco, una novela póstuma y enrevesada, ‘Séptimo medio indisponible'.

       "No sé si asistiré a las bodas / de King Kong. Hoy / he recibido la noticia / de su muerte. - Y se fue andando / por la capota de los coches. El mundo es de papel, y él un / cigarrillo. ". Es el fragmento de uno de los primeros poemas de Hervás, co-guionista asimismo del ‘Orfeo' de Maenza. Al ir ahora a releer a la Bola, he encontrado entre las páginas de ‘Intervalo', que estaba aún en imprenta cuando el poeta se mató en octubre de 1972, una carta suya de 1968. Es corta y lacerante, pero entre sus disculpas y sus arrogancias, incluye, antes de despedirse con un "Desconsolado, Eduardo", este pensamiento: "¿Quién es el compañero de juegos del que juega solo?". La carta contiene además un poema de cuatro versos, titulado ‘Señuelo': "Un paño blanco cuadrado / se pliega / se abisma se reduce / se preproduce" (reproduzco aquí la versión en mi poder, distinta a la publicada).

      El maldito -y los hay muy cuerdos- juega en efecto solo con la baraja de sus calamidades, pero busca, aunque sólo sea como contraste o desplante, la compañía de los que pueden entender su juego. Ahora bien, los que no tenemos ansia ni paciencia del dolor, tendemos a ser impermeables a la pertinacia un tanto torturadora del vidente, que suele caracterizarse, además, por un temperamento exigente. Todo el mundo literario y teatral del París de los años 1920 y 1930 sabía que Artaud era un genio, pero muy pocos estuvieron dispuestos a acompañarle en su vociferante y destemplada locura. Sólo cuando el poeta regresa en 1946 a la capital tras casi diez años de internamientos psiquiátricos, sus amigos le hacen homenajes, viéndole ya como a un ser-para-la muerte, que le llegaría en 1948.

     Quizá la flor maléfica necesite de un cultivo de invernadero, de parque protegido, únicamente apreciable en sus colores fuertes y sus aromas acres desde los senderos de la posteridad. Pero las plantas silvestres siguen, aquí y allá, brotando, y el campo de la literatura reverdece gracias a ellas, a su raíz intrincada, a su mala sombra. Y a su desaparición intempestiva, que crea primero una sensación de alivio en el jardín, hasta el momento del estallido póstumo de su simiente.

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10 de mayo de 2010
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La colonia penal

Un día soleado de 1950, un pequeño grupo de hombres avanzó por el bosque de Milly, al sur de París, cerca de la casa que allí tenía Jean Cocteau,  llevando una cámara cinematográfica. Era el reducido equipo de filmación de ‘Un chant d´amour', la película corta (dura 25 minutos) que Jean Genet escribió y pudo dirigir gracias a la producción de su amigo de la ‘mala vida', y más tarde cineasta, Nico Papatakis. Rodada en 16 mm con actores en su mayoría naturales pero muy bien arropada por un equipo técnico de profesionales que incluía, como director de fotografía, a Jacques Natteau, colaborador en numerosas películas de Renoir, Carné y Autant-Lara, ‘Un chant d´amour' es quizá el film más descarnado y sublime de algo que ha constituido en el cine un género peculiar y amplio, aunque sin duda Genet era ajeno a él, y sólo trataba de extender a la pantalla sus propias obsesiones y vivencias carcelarias, tan frecuentes en su obra literaria.

     Especialmente cultivado por Hollywood, el género carcelario ha ofrecido recientemente, fuera del contexto norteamericano dos ejemplos de gran calidad, ‘Un prophète', de Jacques Audiard, y ‘Celda 211', de Daniel Monzón. Ambas son muy distintas entre sí y radicalmente alejadas del mediometraje de Genet, que cuenta de modo muy escueto (es cine mudo) una historia de pasión (homo)sexual y ensueño erótico, a la vez que, sin subrayarlo, el autor de ‘Las criadas' ofrece la evidencia más elocuente del implacable sistema de poder imperante en las cárceles (los planos de los muros exteriores de la prisión que se ven al principio y al fin de ‘Un chant d´amour' fueron rodados, de modo clandestino, frente a La Santé, el centro penitenciario que Genet tan bien conocía por dentro).

      La película de Audiard, que ha sido saludada como una obra maestra desde que concursó el año pasado en el festival de Cannes y empezó allí a ganar los numerosos premios que viene recibiendo, tiene también una sub-trama homosexual, que para mi gusto la enreda y la empeora. La homosexualidad gay y lesbiana es un topos casi inevitable, e incluso en la puritana producción ‘hollywoodiense' del período clásico afloraba, más o menos veladamente. Dentro del cine español, era esencial en un título reciente, parcialmente fallido, ‘El patio de mi cárcel', de Belén Macías, situado en una cárcel de mujeres, si bien no aparece más de que refilón en ‘Celda 211'.

    Jacques Audiard, hijo de Michel Audiard, famoso guionista de calidad (una "qualité" que los jóvenes de la ‘nouvelle vague' francesa execraban), es autor de una excelente película sobre la Resistencia, ‘Un héroe muy discreto' (1996), y de otra posterior, ‘De latir, mi corazón ha parado' (2005), cuyo mero título ya indica, a mi juicio, el riesgo de dudoso lirismo que amenaza a este director, por lo demás muy vigoroso en la narración. Partiendo de un guión nítido y bien ordenado de Thomas Bidegain y el propio cineasta, ‘Un profeta' cuenta la historia de una corrupción moral, la del joven Malik, un magrebí analfabeto condenado a los 19 a una pena de seis años. Malik (un muy convincente, y debutante Tahar Rahim) no es un asesino, ni siquiera una mala persona, pero la cárcel se encargará de cambiar su manera de ser y sus principios, hasta convertirlo en un ‘capo' tan sanguinario como aquellos encallecidos presos que le reciben con desconfianza y luego le buscan, unos por atracción física y otros por su determinación y su coraje. El relato fluye con precisión y energía, pero la trascendencia digamos profética de la historia, ligada a las visiones y sueños que tiene Malik, emborrona lo que sin ellos no habría dejado de ser una aterradora fábula sobre la imposible inocencia en un medio de violenta lucha por el dominio mafioso, un medio, por cierto, que existe con similar virulencia tanto dentro como fuera de las cárceles.

    Más atractiva me resulta la película de Monzón, antiguo crítico en la revista ‘Fotogramas' y a mi juicio uno de los directores más estimulantes dentro del cine que ha elegido, el de los géneros tradicionales: la fantasía con toques de ciencia-ficción en su opera prima ‘El corazón del guerrero' (2000), el ‘thriller' (‘La caja Novak', 2006), y la comedia "bête et méchante" en ‘El robo más grande jamás contado' (2002), que ya contenía brillantísimas escenas de prisión. En esta su cuarta película de enorme éxito popular y amplio reconocimiento, Monzón adapta una novela (que desconozco) y, a excepción de unos desarrollos sentimentales que no acaban de funcionar en la parte final, iguala aquello que hizo grande, en su época dorada, al género penal: acción, tensión, angustia y brotes trepidantes emanados del propio universo concentracionario de la cárcel.

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5 de mayo de 2010
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Mallarmé sin libro

En su elegía a los libros, Félix de Azúa escribe lo siguiente: "En el futuro será cosa de locos o de millonarios reunir en casa más de mil libros. Mi generación es la última que ha logrado tener al alcance de la mano la totalidad del saber y de la literatura. La electrónica y el precio de la vivienda, aquí y en todo el mundo, matarán las grandes bibliotecas particulares".

    Me siento muy concernido por lo que Azúa dice en ese breve texto de su blog, y me identifico con los amigos descritos por él, arruinando su vida (por no hablar de salud) en el ejercicio de atesorar libros antes de leerlos, antes de tener al menos la oportunidad de leerlos. Mi biblioteca es la única inversión de mi vida, la única sin plazo fijo, pero el pasado día 23 de abril yo honré a Cervantes quedándome un buen rato pendiente de un árbol. No dramatizo. No quiero decir que fuese en plan suicida, llevado a la desesperación por los males de este tiempo, que son muchos y más graves que las estanterías combadas por el peso de las páginas que tengo frente a mí mientras escribo este texto. Estuve, con otros colegas de la literatura, colgando un papel de un árbol del Jardín Botánico, en una celebración recoleta pero pública que se planteaba como homenaje al silencio, al pensamiento y su trascripción en palabras, según lo resumía el maestro de ceremonias Germán Solís, de la Escuela de Escritores.

    La acción poética reproducía a su modo un encuentro de escritores que tuvo lugar en ese mismo jardín madrileño un día de otoño de 1923. Un grupo que incluía a Alfonso Reyes, Eugeni D'Ors, Ortega y Gasset, Bergamín y Díez Canedo se dio cita frente al museo del Prado y, con la excusa de rendir tributo de admiración a Mallarmé, guardó cinco minutos de silencio en el interior del Botánico, escribiendo todos los presentes a continuación en un papel lo que se les había pasado por la cabeza durante esos cinco minutos. Siempre me ha resultado curioso que Mallarmé pase por ser el pontífice máximo de una literatura del silencio, habiendo sido un grafómano empedernido que llegó incluso a crear y escribir íntegramente (oculto en pseudónimos) una revista de moda femenina de la que salieron ocho números.

    Me parece pertinente, además de ocurrente, proponer un adelgazamiento, incluso un escamoteo estratégico del libro en el Día del Libro, y no me importaría sumarme a una iniciativa que instaurase el Día Mundial sin Leer un Libro, siempre que los mismos preceptos obligaran al común de los mortales a leerlos en los restantes 364 del año. Yo no podría vivir sin ellos acompañándome en la soledad rumorosa de mi apartamento-biblioteca, pero la otra noche soñé que no existían los libros; no por haber desaparecido sino por no haber sido aún inventados. Me desperté eufórico, matinal, sintiéndome el patrocinador de una nueva era en la que, entre todos, se procedería a la creación de ese desconocido artefacto de papel escrito que los demás seres del universo tendrían en sus manos y leerían. Pero fue abrir la puerta de mi dormitorio y enseguida ver, mirándome con la sabiduría paciente de sus años, los primeros volúmenes que tengo apilados en el pasillo. Como dijo aquél: al despertar seguían allí.

   Tengo frecuentes ensueños, mientras estoy despierto, relacionados con el libro. Uno reciente me lo causó el propio Mallarmé, con un hermoso y enigmático texto en prosa sobre una imaginaria "bancarrota" de las librerías: "Los volúmenes alfombraban el suelo, aunque no se dijera, sin venderse; a causa del público que perdía el hábito de leer, probablemente para contemplar por sí mismo, sin intermediarios, las puestas de sol familiares".

    Y también he recordado hace poco lo que le pasó al gran locoide de la música romántica Charles-Valentin Alkan, de quien en estos días escucho una nueva grabación de sus impresionantes ‘Doce estudios en tonos menores', magníficamente interpretados al piano por Stephanie McCallum (ABC Classics, distribuído por Diverdi). Se cuenta que Alkan murió al caérsele encima mientras dormía la estantería de libros que, lector voraz a la par que maníaco del teclado, había puesto, por falta de espacio en la casa, detrás de su cama. Hace tres años una estantería alta fue vencida por la carga de los libros de arte que sostenía, y se desplomó en el pasillo por el que yo acababa de pasar, arrastrando en su caída, además de los gruesos tomos ilustrados, la madera, las alcayatas y una buena parte de la mampostería. Confieso aquí con cierta nostalgia la alegría de haberme salvado de perecer en ese accidente doméstico. Para gente como yo quizá nada es más dulce que irse al otro mundo llevado por el peso contundente y leve de lo que más ama.

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3 de mayo de 2010
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Fuentes fidelinas

Guillermo Cabrera Infante vuelve a ganar una batalla póstuma mientras los hermanos Castro, uno en chándal y el otro de verde olivo completamente descolorido, siguen dando lecciones de autoritarismo en Cuba. Por un lado, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores ya anuncia para el otoño la aparición del primer volumen de las obras completas del escritor, dedicado al cine, y donde se recogerán, junto a clásicos del calibre de ‘Un oficio del siglo XX' y ‘Arcadia todas las noches', gran cantidad de material inédito en libro (entrevistas, reseñas, textos sobre películas) firmados por su alter ego G. Caín. Pero ahora la novedad, publicada por esa misma editorial, es ‘Cuerpo divinos', extraordinaria amalgama de relato de iniciación erótica y memoria personal del tiempo inmediatamente anterior y posterior a la revolución de 1959.

     Es el libro más directo, más contundente y evocativo de Cabrera Infante, y sin duda el más desprovisto de sus celebrados retruécanos y ‘puns' verbales. Hay, con todo, episodios de una irresistible comicidad, como la entrevista del entonces crítico de cine Caín a Alec Guinness, que estaba rodando en Cuba y recibía en el plató a su amigo Noel Coward, quien sólo dirigió su atención a los periodistas jóvenes y guapos, o la visita del narrador al burdel habanero (páginas 150-154) donde, con un homenaje de pasada a Faulkner, destaca la figura de La Chimpancé, una prostituta mulata de cara poco agraciada pero asombrosa sabiduría sexual, sobre todo en el trato con clientes de gusto macabro y zoológico. También encontramos en las más de 550 páginas de ‘Cuerpos divinos' retratos del natural -trazados con gran viveza y economía expresiva- de Hemingway, del pintor Wifredo Lam en el acto ritual de quemar sus cuadros, de los fotógrafos Korda y Jesse Fernández, de Lezama Lima, el gran gurú poético de la isla llamado por algunos bromistas de su entorno José Dalai Lama, sin faltar los de los políticos y revolucionarios del momento; es muy sugestivo el del ‘Che' Guevara, descrito con toda la parafernalia vestimentaria de la leyenda, que Cabrera Infante, con su humor agudo, rebaja bastante sacándole al ‘Che' un parecido -razonable- con el caricato mexicano Mario Moreno ‘Cantinflas'.   

       Las ciento cincuenta páginas finales del libro están entre lo mejor de la obra del autor de ‘Tres tristes tigres': una crónica de los preparativos del golpe de estado, la huida vergonzante del dictador Batista y la toma del poder de los rebeldes de Sierra Maestra, vibrante victoria que a lo largo del tiempo acabaría en degradante derrota de la libertad. Aquí se advierte el talento periodístico del novelista, sus dotes de composición en simultáneo, la percepción profunda y la velocidad para el apunte, sobre todo cuando Cabrera forma parte del séquito que acompaña al recién instaurado Fidel en sus primeros viajes de estado. El libro se hace entonces apasionante recuento histórico, lo que no impide una socarronería mordaz inspirada en las "fuentes fidelinas" de un Comandante visto a menudo en calzoncillos escasamente limpios y emanadores de un tufo que quizá anunciaba la podredumbre futura del castrismo.

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29 de abril de 2010
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Biznaga

Reconozco que la primera vez que oí la palabra ‘biznaga' me pareció algo hindú, y más bien teológica que floral. Para el andaluz que me la decía era la cosa más natural del mundo, pero yo, puntilloso con el lenguaje, fui al diccionario, y la cosa no se aclaró: "planta umbelífera". "Umbelífera" es un término bonito, prácticamente gongorino, y también suena misterioso -de un modo lírico- "umbela", que es el tallo de la planta con el que, después de un delicado proceso de unión de las umbelas y las corolas, se hacen ramilletes de jazmín. El festival de cine español de Málaga, que este año ha cumplido trece años, da biznagas de plata de premio, y uno de los principales, el de mejor actriz protagonista, ha sido para Marisa Paredes en ‘El dios de madera'. Ya he hablado antes, aquí y fuera de este blog, de la altísima calidad interpretativa (por no hablar de la humana) de la Paredes, una opinión que comparto con muchísima gente de muchos países. Para mí fue un acicate tenerla en la cabecera del reparto de esta película que he escrito y dirigido, y hoy, después de enviarle mi felicidad en forma de felicitación cibernética, no voy a reiterarme en el elogio de una de las carreras artísticas más amplias y exigentes del panorama europeo.

   Ha habido dos biznagas más en el festival, y cuando lleguen a las carteleras las películas que los han obtenido iré a verlas; estoy seguro de que habrá más de una de las que han concursado -con o sin biznaga- junto a ‘El dios de madera' que me gustará. Soy un espectador persistente del cine español, y lo era muchos años antes de que se me pasara por la cabeza dirigir películas y de que se pusiera de moda denigrar globalmente nuestra producción cinematográfica.

    ¿Vicio, manía, costumbre? No me preocupa gran cosa buscarle la razón a mi insistencia de espectador de esas películas, que veo en número similar a las de otras nacionalidades, y con parecida respuesta: me gustan, me disgustan, me cansan o me estimulan a partes iguales, sean turcas o catalanas, coreanas, francesas, de Hollywood o de Bollywood. Lo anómalo, digo yo, sería lo contrario. Algo así como no leer novela española contemporánea por sistema. Lo curioso es que hubo un tiempo, que yo he vivido, en que así fue. La gente se tragaba cualquier novedad literaria de Italia o de Alemania, pero lo autóctono repelía, y haber ganado, por ejemplo, el Premio Campiello daba más prestigio y ganas que haber ganado el Biblioteca Breve. Seamos optimistas, pues, lo que no que equivale a decir que seamos patrióticos. El cine, como la literatura, no tiene nación, sólo lengua, que puede ser común y universal. ¿Cómo se dirá ‘biznaga' en checo?

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26 de abril de 2010
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‘Novum’

Hace poco más de un año Álvaro Pombo y yo jugamos una partida de ajedrez en un hotel de Madrid. La partida en sí, tomada no muy en serio por ninguno de los contendientes, quedó en tablas, pero el diálogo que la acompañaba supuso, al menos para mí, un gran placer. Convocados por Literalia (TV), un canal especializado en la difusión literaria, la conversación formaba parte de una serie de grabaciones a escritores, generalmente reunidos por parejas (la que sostuvimos Pombo y yo puede ser consultada, en sus tres partes, a través de la Red).

      En un momento ya final de la conversación, que antes había girado sobre libros y también sobre nuestras opuestas maneras de enfocar los viajes., Álvaro me pregunta qué estoy haciendo en ese momento, recién publicado entonces mi libro de relatos ‘Con tal de no morir', y yo le cuento los preparativos de ‘El dios de madera', así como el argumento de la película. Con la rapidez intelectual que le caracteriza, le bastaron al gran novelista las dos o tres frases someras que yo le dije para recapitular él a su brillante modo lo que ‘realmente' (o al menos ‘intencionalmente') es este segundo film que ayer presenté en el Festival de Cine de Málaga. A esas palabras de Pombo me refería el lunes en el blog al anunciar mi texto sobre el alma de ‘El dios de madera', texto que llega con un día de retraso (inevitable: la jornada de ayer empezó para mí y para los actores desplazados conmigo a Málaga a las 11 de la mañana y acabó, tras el maratón de las entrevistas y ‘chats', la rueda de prensa, los photocalls y la propia sesión a concurso en el Teatro Cervantes, pasadas las dos de la mañana de hoy miércoles).

     Yo le había dicho a Pombo en ese resumen del argumento que ‘El dios de madera hablaba del temor y la atracción de lo nuevo (del Otro), encarnada la idea en la pareja de María Luisa/Mavi y Róber/Roberto, madre e hijo llenos de historia, de pasado, de fantasmas culturales y religiosos y de amores frustrados o sin realizar, simultáneamente enfrentados ambos por el azar a las figuras de los dos inmigrantes, Yao y Rachid, que entran en sus vidas, trastocándolas. Un cansancio o ‘tristeza' de la civilización frente al puro presente enérgico y arriesgado de Yao y Rachid, los africanos de la película. Y entonces vino la frase de Álvaro Pombo que mejor puede representar mis aspiraciones en el concepto de la película; tras sostener que Europa está mal preparada para recibir novedades, por su fondo idealista, la llegada masiva y creciente de los inmigrantes, entendidos en cierta medida como ‘el ser salvaje', hace, decía él, que nuestra conciencia se recoja sobre sí misma. Una Europa "que concibe el mundo desde una conciencia que determina la existencia del mundo", le cito literalmente, y en consecuencia provoca, mezclada con la curiosidad y el deseo, la desconfianza, no exenta de dadivosidad, hacia ese ‘novum' que vemos llegar a nuestras asentadas y ricas tierras de Occidente.

   Una apostilla de Álvaro Pombo a nuestra conversación podría asimismo explicar  perfectamente el final de ‘El dios de madera': "Europa no puede [por tanto] ser fecundada".

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21 de abril de 2010
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‘Postpo’

Vuelvo a hablar de cine en primera persona la semana en que se presenta al público por vez primera, en el festival de Málaga, ‘El dios de madera', que los lectores más memoriosos de este blog quizá no hayan olvidado. La película, la segunda realizada por el escritor con apetencias de cineasta que soy, me sacó gozosamente de mis casillas literarias, y ya conté en este mismo espacio cibernético mis preparaciones, mis anhelos, mis disfrutes, alguna de mis dudas, pocos de mis sufrimientos, compartiendo con los lectores fieles de El Boomeran(g)  -a los que nunca olvido aunque no les conteste-  las imágenes, los relatos y hasta los accidentes del rodaje en Valencia, incluyendo el más aparatoso de todos los sufridos, que no fue un accidente de cine sino de cómic. Ustedes ya me entienden.

     Luego mantuve un silencio de postproducción, por así decirlo. Volví aparentemente a mi ser primordial, el de escritor, y ocupé mi hueco (mi "nicho", como ahora se dice en la prensa, en esa ignorante traducción literal del término inglés "niche") aquí y en otros espacios de publicación periódica con textos de opinión, de viaje, de crítica; saqué hasta el tiempo de escribir tres largos textos literarios, uno sobre Jane Bowles, que acaba de aparecer, y dos prólogos a Henry James y Juan Benet que están a punto de ser publicados en los libros correspondientes (‘Eugene Pickering' por la nueva editorial Contraseña, ‘Teatro Completo' por Siglo XXI).

    He dicho aparentemente, ya que en todos esos meses, desde mitad de octubre hasta mitad de febrero, estaba montando y haciendo las mezclas de ‘El dios de madera', codo con codo con personas más sabias que yo en los distintos apartados de los que eran responsables y a la vez muy permeables a mis indicaciones o propuestas, en un ejemplo de trabajo de colaboración permanente que le da al cine su furor y su misterio, en palabras del poeta. Terminado el montaje, la sonorización y la colocación de la música, la extraordinaria música de Luis Ivars que acompaña ‘El dios de madera',  revisada en todos sus pormenores la imagen, y supervisada minuciosamente la calidad de las primeras copias tiradas, ahora llega a las pantallas de Málaga la cosa-en-sí.

    No voy a hacer propaganda del resultado de mi trabajo, ni tampoco autocrítica o ante-crítica (como se hacía antes en el teatro) de la película, por mucho que hacer crítica  -de cine, de libros, de arte-  haya formado parte de mi paisaje consuetudinario. El cuerpo de ‘El dios de madera' está listo para pasar revista. Mañana me gustaría hablar aquí un poco de su alma.

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19 de abril de 2010
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El tramo oscuro de Gran Vía

La Gran Vía fue para mí un lugar más literario que real al leer, el año 1986, la excelente novela de Álvaro Pombo ‘Los delitos insignificantes', una de las mejores de su primera etapa. El libro arranca con el encuentro en una cafetería entre el protagonista, Ortega, escritor frustrado de mediana edad, y un joven bien parecido, Quirós, que ha quedado en Callao con su novia para ir al cine. La novela es madrileñísima de localización (lo cual no quiere decir que sus escenas sean matritenses), cobrando en ella un aura inquietante, por ejemplo, comercios tan poco misteriosos como las Cristalerías Quevedo, en Quevedo, o calles del apocado calibre de José Abascal. Ortega y Quirós vuelven a citarse más de una vez en la misma cafetería donde se han conocido entre el gentío una tarde muy calurosa de mitad de julio, estampa que le inspira a Pombo esta hermosa y característica reflexión: "Verosimilitud e inverosimilitud intercambiaban velozmente sus papeles". Aunque ahora que he vuelto a sus páginas no encuentro el nombre, sigo convencido (quizá porque el propio autor me lo dijo en su momento) de que la cafetería en cuestión era Fuyma, durante muchas décadas emplazada en la esquina de Gran Vía con la pequeña calle de Miguel Moya, frente a Callao, y hoy desaparecida, pese a lo cual, o quizá por eso mismo, mantengo hacia ella una -digámoslo así- reverencia, pues fue el primer café madrileño al que me llevaron mis padres en la primera visita que hice a la capital, a la quebradiza edad de trece años. Teniendo Fuyma aires cosmopolitas, al menos para una sensibilidad alicantina todavía incontaminada por el ‘boom' turístico, yo me debí de tomar una Mirinda o algo más inocuo, y tampoco creo que mis padres, una feliz pareja de poco beber, pidiesen whisky. Mi padre, eso sí, fumaba por entonces, y fumó en Fuyma.

    Cuando después, poco antes de cumplir los diecisiete, vine a vivir aquí, yo iba mucho, más de lo que voy ahora, a la Gran Vía;  Fuyma seguía en su sitio, pero mi polo de atracción eran los locales de estreno que entonces jalonaban la (mal) llamada Avenida de José Antonio. Enfrente del Palacio de la Música y del Avenida, que ya no son de cine, había otro más pequeño, el Imperial, y delante del Imperial un señor que vendía libros solapadamente. Libros prohibidos por la censura franquista, que uno ojeaba mirando receloso a ambos lados de la acera, como en las cintas de espionaje. Al señor del cine Imperial le compré mi primer Jean Genet, por azar pero con mucha lógica, pues la venta ambulante de ese material prohibido se hacía a pocos metros de la calle de la Ballesta, que el autor francés habría encontrado congenial. No todos los libros que adquirí de aquel modo peripatético tenían la misma sintonía con la mala vida; conservo aún, fechados y localizados, un tomo de teatro de Alejandro Casona y un ensayo sobre el Opus Dei publicado en Francia por Ruedo Ibérico.

    Entre otras muchas piezas conmemorativas del centenario, he leído en la revista ‘Tiempo' una condensación muy bien hecha por el historiador Ignacio Merino de su ‘Biografía de la Gran Vía', que acaba de publicar Ediciones B. Merino divide su relato viario por tramos, y nos da pinceladas y datos muy interesantes de cada uno de ellos. Así me entero de que Conde de Peñalver no sólo es una calle muy cercana a mi corazón sino un alcalde de Madrid emprendedor e ilustrado, fundamental en el nacimiento y buena parte de la morfología de la nueva arteria ciudadana, que al ser inaugurada por el rey Alfonso XIII en 1910 llevó en su primer tramo (o Avenida B, y me gusta esa denominación propia de novela utópica) el nombre del conde-alcalde.

     Me resulta difícil decidir cuál de los tres tramos me seduce más, aun cuando sea nostálgicamente. En el que va desde la Red de San Luis hasta Alcalá hubo mucho pecado, según cuentan. En los salones de Sicilia Molinero fui, siendo estudiante universitario, a mi primera boda madrileña (excuso decir que yo no contraía), y me causó un cosquilleo el estar al lado del Abra y enfrente de Chicote, bares de renombre deletéreo. Un poco más arriba de la acera del Abra venía la posibilidad de expiación en el Oratorio del Caballero de Gracia, obra maestra de Juan de Villanueva, el autor del Museo del Prado, y una de las joyas artísticas más desconocidas de la ciudad, siempre que se vea desde la fachada principal y entrando a visitar su ingeniosísimo interior.

    No cabe duda de que estéticamente el más hermoso es el que arranca desde la Plaza de España y llega hasta Callao, con su efecto de ‘trompe l´oeil' empinado. Aunque tiene construcciones de mérito arquitectónico, para mí es un tramo de marisquerías, el lugar donde vivió mucho tiempo en un apartamento envidiable del edificio Coliseum el escritor Eduardo Mendicutti y, justo al lado, del ya inexistente cine Azul, donde era fácil sentirse ‘blue' y, años después de leer a Pombo, me atreví a situar una escena de alta comedia freudiana dentro de una novela de comunistas.

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16 de abril de 2010
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Isherwood y McCarthy

El alma de la catástrofe es lo único que une ‘A Single Man' y ‘The Road', dos novelas de escritores en las antípodas, separados también por la nacionalidad y los años. El británico Christopher Isherwood escribió ‘A Single Man' (aparecida en 1964) cuando aún no había cumplido los 60, mientras que ‘The Road' (del 2006) es la obra de un viejo americano, si se me permite la expresión: un autor de 73 años. Ambos libros han ido a caer, sin embargo, en directores relativamente jóvenes y más bien inexpertos, siendo curioso que Tom Ford, el modista tejano, sea quien se ha planteado con mayor libertad y seriedad la expansión del breve texto de Isherwood, enriqueciendo la trama con la obsesión del suicidio del protagonista, la presencia recurrente de Jim, el amante fallecido, y la introducción de la escena del encuentro en el supermercado con el joven buscavidas español, escena un tanto estropeada por el prurito fotográfico que Ford y su iluminador, Eduard Grau, exhiben siempre que pueden en esta ‘opera prima'. El australiano John Hillcoat, responsable de vídeos musicales y tres largometrajes anteriores presumiblemente locales, lleva a cabo en ‘La carretera', por el contrario, de la mano de su guionista Joe Penhall, un trabajo de amor servil en la adaptación, que sólo levanta el vuelo cuando algún factor ajeno al relato cobra fuerza: las imágenes de unos grandes árboles desplomándose sobre la tierra, filmadas con sublime ausencia de retórica por el director de fotografía vasco Javier Aguirresarobe, o la voz de Viggo Mortensen narrando pasajes literales del libro sobre el fondo musical de Nick Cave, en un ‘sprechgesang' o cantinela elegíaca que recuerda ciertas canciones de Leonard Cohen.

    Y no es que las novelas adaptadas sean extraordinarias. Con Cormac McCarthy tengo un problema íntimo, que les expongo en toda su crudeza: empecé a leerle por sus libros más recomendados, ‘Todos los caballos bellos' y ‘No es país para viejos', pero como apenas tengo sensibilidad para el ‘western' escrito los abandoné pronto. Cuando alguien que me conoce bien me dijo que ‘La carretera' me iba a gustar por ‘beckettiana', la leí, y no la abandoné, aunque su desnudez sintáctica la veo más cercana a Gertrude Stein que a Beckett; a ratos su repetitiva salmodia verbal me pareció ungida y ampulosa como una ceremonia por el rito ortodoxo. Lo malo de ‘The Road', la novela y la película, es que su fábula de descomposición del inmediato mundo futuro ya la hemos visto y leído antes, y a mí me fue difícil sustraerme mientras veía el film al recuerdo de la excelente ‘Children of Men' de Alfonso Cuarón, sin dejar de pensar en lo elocuente que resultaba P.D. James en su libro de base, escrito en un estilo menos portentoso que el de McCarthy.

    La catástrofe que irrumpe en la cotidianeidad de George, el hombre soltero y profesor de literatura inglés establecido -como el propio Isherwood la mayor parte de su vida-  en los Estados Unidos, no es metafísica ni siquiera atómica; es tan común como un accidente de tráfico, que en su caso le hace perder al hombre que ama, y la vida que ambos llevaban, posiblemente igual de doméstica y feliz que la de los innominados protagonistas de ‘La carretera', el Hombre, la Mujer, el Niño, víctimas de un cataclismo inexplicado y tal vez universal. Los dos directores coinciden en la magnificación estética del sufrimiento. Ford no se está quieto en casi ningún momento, aunque cuando lo está le funciona: por ejemplo en la poderosa escena de la noticia del accidente mortal de su amante, que George, sentado y casi inmóvil, oye por teléfono. El diseñador de moda planifica con sus tijeras, montando venga o no a cuento planos de ojos sueltos, de manos, de cuellos, de esquinas y paseantes, a menudo al ralenti. Y también los dos directores disponen de un gran material humano en sus actores, pero la impresión que dejan en el espectador es que les da igual tenerlos ante la cámara. Hillcoat, por ejemplo, no sabe sacar partido de un momento tan potencialmente conmovedor como la reflexión del padre y el hijo frente a la playa sucia, y sólo en un pasaje, el del ladrón negro perseguido y desnudado, consigue el verdadero patetismo.

   Respecto a Ford, ha elegido a los actores idóneos y a los chicos más guapos del campus y el ‘locker room', pero al rodar se olvida de ellos, distraído en sus manualidades camarógrafas y juegos de color intervenido. Colin Firth, uno de los galanes más aburridos de expresión que hay en el cine contemporáneo, da aquí lo mejor de sí mismo, que no es, para mi gusto, mucho. El estropicio es ver a los generalmente magníficos Matthew Goode (Jim) y Julianne Moore (Charley) pasar por las manos y la mirada del director de ‘Un hombre soltero' sin dejar más huella que el perfil de una silueta en la pasarela.

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12 de abril de 2010
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Dalia y gardenia

En la sobria pero hermosa lápida de granito negro de Finlandia que la ciudad de Málaga ha puesto encima de los restos de Jane Bowles sólo hay una leyenda debajo del nombre: "Cabeza de gardenia", atribuida a Truman Capote. El autor de ‘A sangre fría' fue amigo y fan acérrimo de la Bowles, y por escrito la describió, en el prólogo a la edición de sus (pequeñas) obras completas publicada en 1966 con  "su cabeza de dalia de desmochado pelo". Otros testimonios posteriores y el recuerdo de uno de los íntimos aún vivos de la escritora, Pepe Carleton, hablan de que la flor usada comparativamente era la gardenia. Probablemente Jane Bowles se levantara un día con el pelo pincho de la dalia y otro con los cabellos en pétalo recogido de la gardenia, y las dos flores de su cabeza se le irían marchitando a medida que se consumía en la clínica malagueña donde murió joven el 4 de mayo 1973.

   Ha sido una semana de recuerdo a Jane y a Paul, en una serie de actos tocados misteriosamente por la gracia a la vez chispeante y desdichada de esta singular pareja. El homenaje fúnebre del cementerio, el lunes 5, tuvo sol y viento y la breve música de la flauta de Richard Horowitz, uno de los dos compositores de la banda sonora de ‘El cielo protector' de Bertolucci, evocando el aire y la arena y el tránsito de los ‘outsiders' felices de serlo. Y es bellísimo el entorno de la tumba, en ese cementerio decimonónico de San Miguel en el que todo acoge y acompaña a los vivos que no se olvidan de sus muertos. (Resulta pintoresco, y sin duda a ella le habría hecho gracia, que la tumba más próxima a la de Jane, y ahora más modesta que la suya, sea la del grandilocuente poeta modernista Salvador Rueda).

     Por la tarde del mismo día, el salón de actos del Museo del Patrimonio se llenó para una nutrida sucesión de mesas redondas ‘bowlianas' iniciadas con la presentación del poeta y novelista Alfredo Taján, que en su capacidad de director del Instituto Municipal del Libro ha sido el entusiasta impulsor de las jornadas y las diversas publicaciones asociadas. Tuve la satisfacción de participar, junto a Jorge Herralde y Juan Cruz, en la que se centraba en las obras de narrativa de Jane, que Anagrama ha reeditado en un solo volumen. Pero yo recomiendo también otros libros ahora aparecidos, desde el más modesto, la edición por el propio Instituto de la deliciosa obrita breve para marionetas crueles ‘A Quarreling Pair' (que Luis García de Ángela traduce como ‘Una pareja en discordia' y yo llamaría ‘Una pareja de litigantes'), hasta el impresionante y muy bien editado e ilustrado volumen colectivo ‘Jane Bowles, últimos años'. Sin olvidar el título que a mi juicio es el mejor de Jane Bowles,  al lado de su magistral e influyente relato breve ‘Placeres sencillos': la obra teatral ‘En el cenador', un poema escénico de madres e hijas maliciosas, volubles, elocuentes y atormentadamente felices.

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9 de abril de 2010
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El Boomeran(g)
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