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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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‘Anisakis’

Debo de ser uno de los pocos seres humanos -fuera del universo de la microbiología-  que ha visto un ‘anisakis' vivo. Adelanto que se trata de uno de los bichos más repugnantes que puedan imaginarse, pese a su nombre, dotado, tras el prefijo espirituoso, de un cierto predicamento japonés. La palabra podría, de hecho, dar título a una película de terror bacteriológico procedente de la cantera oriental, tan proclive tanto a ese tipo de cine como al pescado crudo, al que debe su fama (si no su propia existencia) el ‘anisakis'.

     Lo vi en un piso bien puesto del madrileño Barrio de Salamanca donde recibe el médico al que acudí, en segunda consulta, por unos leves pero persistentes picores en los tobillos. El dermatólogo, el especialista al que en buena lógica había recurrido en primera instancia, no detectó ningún mal puramente dérmico en mi persona, pero, hombre prudente y experimentado, pidió unos análisis que revelaron, junto a una aceptable sanidad de mi piel, indicios de un contacto esporádico interno, no se sabe de qué intensidad y en qué fechas, con el parásito que anida en los peces que más nos gustan.

          Como el aprensivo, levemente hipocondríaco, que soy, fui a ese segundo médico, el primer alergólogo de mi vida sanitaria, para asegurarme de que -a pesar de que desde la infancia he sido un desaforado comedor de pescado sin haber tenido nunca la menor reacción alérgica a las criaturas marinas- no era portador ignorante del maléfico gusano. Con los dos brazos plantados de agujas esperé una media hora larga en la consulta, entre otros ‘eccehomos' igual de anhelantes que yo. El resultado dio a conocer que, efectivamente, yo tuve (sin saberlo y sin consentirlo) relaciones íntimas con algún alevín de ‘anisakis', pero el alergólogo, al ver pintados en mi rostro el estupor, la incredulidad y el larvado deseo de seguir comiendo, mientras no fuera víctima de un sarpullido letal, los frutos del mar, hizo dos cosas. La primera fue la más sensacional.

    Se levantó de la mesa de despacho, fue a un mal iluminado laboratorio adjunto, abrió un cajón y volvió hasta donde yo me sentaba, al otro lado de su mesa, con un pequeño recipiente lleno de un líquido semejante al agua donde nadaba a sus anchas, en la relativa estrechez del bote, un ser filiforme y exiguo, aunque coleante, de inmaculada blancura. "Ahí lo tiene usted. Eso es un ‘anisakis'. Recordé las lombrices de nuestra infancia, que aparecían a veces revueltas en el conglomerado de las deposiciones; ¿tienen por cierto hoy los niños lombrices en sus pequeños intestinos, o la lombriz histórica ha sido colonizada, como sucede con los caracoles del delta del Ebro, por el más poderoso monstruito de nombre vagamente japonés?

      Porque, y aquí viene el segundo acto, la revelación del alergólogo, el ‘anisakis' no sólo prospera en las vísceras de la merluza, del abadejo, el salmón o la sardina cuando estos deliciosos comestibles aún están, por decirlo en palabras de Shakespeare, en sus "salad days", o sea, crudos. El bicho, y lamento compartir mi angustia con todos ustedes, y en particular con los ictiófagos como yo mismo, puede trasmitirse al humano también en la carne asada o hervida del pez fresco.

    Lo que quiere decir que la mala noticia se contrarresta con otra buena. Los que nos deleitamos con el ‘carpaccio' de atún o los tiraditos de lubina que ofrece la creciente y excelente nómina de restaurantes peruanos o nikkei, estaremos a salvo del parásito, ya que, según la ley, todo pescado servido sin cocción previa ha de ser congelado anteriormente, como usted o yo hacemos en nuestras casas. Y también el molusco y una buena parte de los crustáceos son, por lo visto, inmunes al ‘anisakis', por lo que sin angustia podremos comer ostras y otras ‘delicatessen' del mar, ahora que llegan los meses fríos. ¿Y qué pasa con el exquisito pescado fresco de nuestras costas? Todo placer conlleva, ya lo sabíamos, un riesgo.   

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18 de octubre de 2011
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Niños privados

En mi niñez nadie cercano a mí iba a colegios públicos, término que yo creo que ni existía, o de existir no se estilaba; eso dará una idea de mi clase, mi clase social, y del tipo de escuela al que fui a clase. La educación primaria y los primeros cursos del bachillerato los hice en un colegio de los Hermanos Maristas que estaba, literalmente, a un tiro de piedra de nuestra casa. Yo no tiraba piedras de niño, que conste.

    Pero a dos o tres tiros más de mi colegio ‘marista' se alzaba en lo alto de un montículo el instituto, tal vez el único que existía en mi ciudad de entonces, Alicante. La gente lo llamaba "el Instituto", y lo era en mayúscula, no sólo por su mole. Estaba céntrico, pese a su colocación montañosa, y tenía unas grandiosas y no siempre limpias escaleras de acceso desde un paseo muy transitado; aun así, los niños como yo nunca subíamos esas escaleras, que tenían, tácitamente, algo de camino a la perdición. La enseñanza pública era como la mujer pública: un mal menor en un mundo que, de ser mejor, no las necesitaría, a ninguna de ambas.

    Mi familia cambió de domicilio, de colegio y orden religiosa yo, y con parsimonia llegaron cambios más substanciales, no sólo a Alicante y provincia. La España nueva que se fue dibujando en nuestro horizonte empezó a tener colegios laicos e institutos sin halo mefítico, y la enseñanza fuera del amparo o el yugo de la iglesia cobró relieve. No todos los niños y niñas que tú veías saliendo bulliciosos de algún colegio ante cuya puerta pasabas a media tarde llevaban uniforme, aunque todos iban doblados, como porteadores, por su mochila, ese bolsón dañino para el espinazo que sustituye a la cartera y el cabás (con o sin plumier dentro) de antaño.

     Hay gente de izquierdas que defiende hoy el uniforme en los niños, y yo lo entiendo, aunque mi esfuerzo mental me ha costado. En la época de lo público anatematizado, todo ser uniformado, el jesuita, el bedel, el salesiano modesto, el policía de gris y hasta el cartero cargado de su henchida saca, nos parecían -a poco que nuestra conciencia de clase hubiera dado un salto cualitativo- representantes del orden establecido y represores. Sólo se perdonaba, me parece, a los bomberos y a algunos árbitros laxos. El cambio operado en la democracia nos hizo también perder, poco a poco, la desconfianza hacia los uniformes, empezando por el de la guardia civil (que dejó de asociarse con el estribillo lorquiano) y acabando, cuando les vimos de azul, más guapos todos y más altos y con la porra menos activa, por la policía nacional. ¿Y los niños? La verdad es que están monísimos, ellos y ellas, con el mismo calcetín y la misma corbata o faldita plisada todos. Y en países donde la enseñanza no era o no es un bien común, da gusto (pienso en el sur de la India y en alguna capital del África occidental) verles con las camisas blancas y el emblema bordado que les da el rango de la escolaridad.

     Uniformado o no, el niño, y ahora hablo del niño y también del adolescente español actual, se merece más. Más de lo que tuvimos nosotros en la casi obligada enseñanza religiosa de aquellos años. Por supuesto que había curas y madres jesuitinas de gran sabiduría, y si después de darnos literatura o álgebra nos obligaban al escapulario o a la novena, bueno, uno se lo perdona retrospectivamente, siempre que no existiera lavado drástico de cerebro o metedura de mano. Pero es una infamia, un crimen de lesa autoridad, que con lo que ha costado en este país salirse (en cierta medida) del molde ultramontano en la enseñanza y diversificarla, quitarle el hisopo y la homilía contra la libre sexualidad y el libre albedrío, vengan ahora unos políticos electos (y los que vendrán el próximo mes) a abonar y regar generosamente el terreno de élite de la didáctica discriminatoria y retrógrada, tratando de que la palabra "insti" o la palabra "seño" suenen mal y esté mal visto que -en vez de quedarse dócilmente en el aula a dar el genitivo sajón bajo un crucifijo- los maestros y los alumnos saquen públicamente la angustia de su privación. ¿De su privatización?

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10 de octubre de 2011
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Monos sabios

En 1968 amábamos menos a los animales, desde luego en España, donde no se reconocían sus derechos a una vida digna ni se veían las actuales y coquetísimas residencias para mascotas, siendo poco común asimismo el ‘prêt-à-porter' canino que hoy se vende en boutiques especializadas. Tampoco se tenía conocimiento directo de la especie simia, pues el único lugar de la península donde había monos en abundancia era Gibraltar, reñida plaza británica en suelo español. De ese modo, recuerdo el formidable impacto del estreno de ‘El planeta de los simios' de Franklin J. Schaffner, un éxito a nivel internacional y, como este verano se ha comprobado, una leyenda viva, pues tras haberse realizado en los primeros años 70 cuatro secuelas fílmicas y dos adaptaciones televisivas, una de ellas en dibujos animados, hubo un ‘remake' de la película original de Schaffner firmado  -en el augural año 2001-  nada menos que por Tim Burton, y ahora sigue triunfando en las pantallas ‘El origen del planeta de los simios', que trata de alumbrar los puntos oscuros de la saga.

      En un principio estaba, naturalmente, la novela homónima del francés Pierre Boulle (que no he leído) y el guión por lo visto fiel que hicieron dos pesos pesados de la industria como Michael Wilson (guionista de ‘Lawrence de Arabia', ‘El puente sobre el río Kwai' y algunos de los primeros ‘jamesbonds') y Rod Serling, el creador de la mítica serie ‘The Twilight Zone'. La película, otra emanación, sin duda casual, del mirífico 1968, era una fábula progresista algo ñoña, dotada de escenas y diálogos de gran encanto y potente en su iconografía; el mensaje (el término cuadra en este caso) predicaba no ya la buena conciencia animalista entonces poco más que tenue sino una proposición pan-humanista a modo de parábola inversa: a la inveterada crueldad del hombre con los seres inferiores le sucede un mundo cambiado en el que los dominantes primates son elocuentes y belicosos mandatarios que ejercen su despotismo sobre unos desastrados humanoides que ni siquiera tienen el don del habla.

      En la película de Schaffner los monos tardan treinta minutos en aparecer, contando mucho en ella el prolegómeno futurista de la nave perdida, la exhibición varonil del personaje de Taylor, interpretado por un fornido Charlton Heston (aunque antes que él rechazaron el papel Marlon Brando, Paul Newman y John Wayne), y la minuciosidad de los efectos de maquillaje, que en su día asombraron al mundo (y premió la Academia de Hollywood) y cuarenta años después nos parecen tan rudimentarios como los de las figuras de cuento infantil de ‘El mago de Oz'. Los simios de aquel film fundacional eran arbitrarios y despiadados según el modelo humano, exterminan y cazan a los pobladores originales de sus territorios, los llevan enjaulados o colgados de palos a su poblado (un decorado de estudio que se asemeja bastante a las urbanizaciones levemente futuristas que por aquel entonces construía en la costa mediterránea Ricardo Bofill), y se hacen fotos jactanciosas ante las piezas cobradas, como los cazadores en las monterías.

     Pero en el seno de esa sociedad avanzada y brutal crece, como en todas, la semilla del progreso, representada por una pareja de monos ilustrados y benéficos, la Doctora Kira y el Doctor Cornelius. Sensacional en la época que dos grandes actores como Kim Hunter y Roddy McDowall, irreconocibles bajo la pelambrera y la nariz chata y hendida, se prestaran a hacer de chimpancés, así como el audaz beso inter-genérico que se dan al final la doctora simia y el hombre blanco, hoy, al revisar la película, tanto los personajes como la carga aleccionadora que les marca (y hace tan tediosa la larga escena del juicio de los monos a los hombres), resultan ingenuos y trillados en comparación con el moderno cine de apocalipsis y utopías. Tim Burton, que más de treinta años después tuvo no diré que mejores maquilladores pero si más malicia, convirtió a la doctora, ahí llamada Ari (y portentosamente encarnada por la que a partir de ese rodaje sería su esposa, Helena Bonham Carter), en una intelectual de izquierdas, un tanto "rive gauche" hasta en el atuendo, y muy lasciva desde que pone sus ojos en los pectorales del explorador caído del cielo, encarnado en el ‘remake' por el supremo ‘boy next door' del cine americano, Mark Wahlberg. También alcanzan momentos de sarcástica brillantez en el film de Burton los enfrentamientos con el malvado Thade, el siempre inquietante Tim Roth, capaz de trasmitir su espíritu esquizoide y sus tendencias ‘sadianas' aun bajo las capas de afeite y látex.

       La recientemente estrenada ‘El origen del planeta de los simios', segunda película de un tal Rupert Wyatt, es, si cabe, más avanzada en la ética y en la técnica, logrando sobre todo en las escenas de la prisión-refugio de los cuadrumanos  (¿Guantánamo?) un vertiginoso ímpetu narrativo gracias al uso de las cámaras de precisión llamadas "cabezas calientes" y los efectos digitales en posproducción. El avance del progreso también se nota en los animales, humanizados en la fusión de actores especialistas y novísimos procedimientos de ‘motion capture'; el simio principal, César, tiene en sus ojos verdes más expresión que los actores enteramente humanos, tanto los buenos (James Franco, Freida Pinto) como los malvados (John Lithgow, Brian Cox, malgastados por la sobreactuación). La media hora final de la huída y la toma del Golden Gate es trepidante, aunque su colofón no se hará tan célebre como el de Schaffner, con la ruina de la Estatua de la Libertad en la playa, o el procazmente genial de Burton mostrando la efigie de Abraham Lincoln metamorfoseado en orangután en lo alto de las escalinatas de un Capitolio controlado por la hordas simias. En el desenlace de esta nueva entrega de la serie, que bien puede no ser la última, los monos otean el horizonte de San Francisco subidos a los árboles de donde fueron desplazados, esperando tal vez el reencuentro con su naturaleza. Es un final que refuerza el vínculo de la saga con la más grande película simiesca jamás realizada, ‘King Kong' (1933), que confirió a su gorila la rudeza, la ternura no exenta de deseo y el signo del oprimido, por descomunal que fuera la criatura traída de la selva.

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3 de octubre de 2011
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Sueño de Martín Gaite

El 17 de marzo de 1986 Carmen Martín Gaite tuvo un sueño que le contó a Juan Benet por carta, la última que se conserva de su intercambio y la que cierra la fascinante ‘Correspondencia' que ya comenté en este blog, permitiéndome ahora añadir una breve apostilla. Se trata de un libro pugnaz, humorístico muchas veces, doliente otras, y siempre marcado por la diferencia: la que les separaba en la literatura y en el temperamento, y la que, en el ejercicio con frecuencia interrumpido de una correspondencia de más de veinte años, les acercó y más de una vez les consolaba a ambos y les iluminaba. Esa carta de 1986 es reveladora en sus pormenores oníricos de los altibajos y cariñosas suspicacias de la relación, para Martín Gaite siempre más acuciante y a la postre insatisfactoria; en el sueño, los dos compartían un cuarto, puesto o alquilado por él para ella: "O sea que tu despacho y el mío iban a estar casi juntos, separados por aquella media pared".

      Queda claro en el conjunto epistolar, y de manera sugestiva y reveladora en el relato de ese sueño, que Carmiña sentía una gran admiración por su amigo, lo que nunca le impidió discrepar, tomarle el pelo zumbona o reprocharle el "bizantinismo" de su prosa, como en la muy severa carta del 7 de enero de 1973, la época en que se siente un poco dejada por el ingeniero y tal vez suspicaz de un reconocimiento que ella misma obtendría, con mayor amplitud, años después. Benet, sobre todo en una serie de tres importantes cartas de marzo de 1965, le expone (y hay una crítica implícita) sus principios literarios, en buena medida divergentes. Mas no siempre se cruzan las espadas y los juicios. Con delicada franqueza se cuentan sus cuitas y sus pérdidas, no sólo amorosas, y comparten con un histrionismo innato en ambos su duradera aunque enfurruñada afición al teatro, que en Martín Gaite se extendió, incluso vocalmente, a la tonadilla, y ya en eso Benet no la acompañó.

    Hay mucho sentido y mucha sensibilidad en la descripción de Carmiña (18/11/65) de un bloqueo literario que sufre (la dificultad de ser "al mismo tiempo lúcidos y espontáneos"), y mucho sarcasmo en un Benet (16/8/65) al desdeñar con guasa las lecturas liberatorias que su amiga hace de Marcuse o Reich: "Desde que a los diecisiete años tuve un tifus de órdago mi cuerpo padece mucho más del problema intestinal que del sexual".

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27 de septiembre de 2011
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Flotante rizo

Hay dos romanticismos en los relatos inéditos de Juan Benet que ahora se rescatan. El primero lo pone la imagen memorable del mechón de pelo de la larga melena de un librero y periodista español afincado en México, Cipriano de las Cagigas, amigo y protector de José Zorrilla en su larga estancia centroamericana. La amistad, los viajes conjuntos y la muerte, atacado por el "vómito negro", de Cagigas, ocupan una parte importante de las extraordinarias memorias de Zorrilla, ‘Recuerdos del tiempo viejo', contando el poeta cómo ese mechón de Cagigas quedó fuera por descuido al cierre del ataúd y se fue meciendo al viento en el largo trayecto hasta el cementerio, donde el autor de ‘Don Juan Tenorio' no pudo contenerse más y cortó, antes del sepelio, "aquel flotante rizo". Y añade Zorrilla: "Sobre mí lo he llevado mucho tiempo, y aún lo conservo".

    El ‘tema' del título del libro, ‘Variaciones sobre un tema romántico' (que lleva como pórtico la escena del pelo suelto y cortado de Cagigas) es la breve historia, una sola página, de una pareja de novios a la que un macabro accidente de moto impedirá casarse. Y a continuación empieza a sonar el teclado romántico de Benet, componiendo las cinco variaciones del libro, al que le falta una, encontrada entre sus papeles de un modo demasiado fragmentario como para aconsejar su inclusión. Hay que decir, sin embargo, que esa ausencia, por mucho que nos pese o intrigue, de ningún modo deja insatisfecho al lector; la última variación, ‘El legado', no sólo es, junto a la primera y única conocida de antemano, ‘Amor Vacui', la mejor, sino que cierra perfectamente, en su final asombroso y esclarecedor, el bucle narrativo de la obra. Las cinco variaciones son, en todo caso, un maravilloso ejercicio de virtuosismo, a la altura de las mejores páginas ‘benetianas' del período en que este libro se fue escribiendo y guardando en una carpeta, los años 1975-1985, es decir, entre otras, las de ‘En el estado', ‘El aire de un crimen', ‘Saúl ante Samuel', ‘Trece fábulas y media' y las dos primeras entregas de ‘Herrumbrosas lanzas'. La brevedad de los movimientos, la alegre soltura del impromptu, así como la auto-impuesta plantilla de la variación temática a partir del motivo fúnebre y capilar de Cagigas, permiten al autor el juego de un intérprete inspirado que se desmelena sin perder de ojo las notas de su aleatoria partitura.

     Es particularmente apropiado por ello que Lumen haya hecho coincidir, en elegantes volúmenes de tapa dura, las ‘Variaciones' con los ‘Ensayos de incertidumbre', una antología al cuidado y criterio de Ignacio Echevarría, quien además de haber elegido inteligentemente las piezas (todas posteriores al libro ensayístico seminal de Benet, ‘La inspiración y el estilo') la prologa y la culmina con un prontuario de opiniones y dichos ‘benetianos' sin duda útil para lectores curiosos y neófitos, aunque tal vez impertinente al espíritu del novelista madrileño. Echevarría retoma los cuatro ensayos capitales de la que a mi juicio es la obra de pensamiento artístico más radical y vigente de Benet, ‘En ciernes' (1976), donde destacan dos conferencias originalmente dictadas en Salamanca y Berlín, y que leídas ahora, en conjunción con la escritura alada, de pérfida belleza, que caracteriza estas ‘Variaciones', alumbran y sostienen vigorosamente la naturaleza del arte literario del creador de Región, su singular potencia verbal, la poética del eterno retorno de la metáfora, la comicidad entre sublime y astracanada, que alcanza un hito en las páginas 104-106 del libro al describir los preparativos y efectos, inducidos por el bicarbonato francés, de un eructo en el vestíbulo de techo neomudéjar de una sede provincial de Correos:  el Benet del rechazo a "la determinación y la funcionalidad" de la novela, y la defensa del "componente de arbitrariedad de toda creación artística".

     Esta segunda cita procede de otro texto recogido y resaltado por Echevarría en sugestiva comparación con un pronunciamiento de Gil de Biedma sobre Juan Ramón, la carta abierta de Benet a Pedro Altares, entonces director de ‘Cuadernos para el diálogo', a propósito de Galdós, una proclama de 1970 que no tiene desperdicio, en sus brillantes invectivas contra la "novela asertórica" y de "levantamiento catastral" y en sus manifiestas veleidades (Benet reconoce haber frecuentado poco la vasta obra de Don Benito), no por ello desprovistas de gracia, como al hablar de la "imaginación litográfica" del autor de ‘Fortunata y Jacinta'.

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22 de septiembre de 2011
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Calila y Juan

No he conocido en mi vida a dos personas tan distintas como Carmen Martín Gaite y Juan Benet, que estuvieron muy próximos en una época de sus vidas (los centrales años 1960), después se vieron menos y se alejaron, con un cierto resentimiento por parte de ella, muriendo el más joven, Benet, en 1993, a los 65 años de edad, y la autora de ‘Nubosidad variable' en el 2000, con 75. El volumen que recoge su correspondencia (cartas de ambos, postales, telegramas y algún dibujo) es una pequeña maravilla de algo más de 200 páginas, todas ellas sin desperdicio y en un libro editado primorosamente por Galaxia Gutenberg/Circulo de Lectores bajo el cuidado de un meticuloso y atinado compilador, José Teruel.

    Fui amigo de los dos, aunque apenas los vi juntos, pues en 1968, cuando un grupo de jóvenes escritores (o todavía aspirantes a serlo) leímos asombrados la novela ‘Volverás a Región' y visitamos al autor en su piso de la calle Serrano de Madrid para -como él mismo contó años después- descubrirle y ‘lanzarle', Martín Gaite y Benet ya se comunicaban menos (de las 67 misivas incluidas, 54 llegan hasta el año 1968, siendo las restantes de menos calado y más espaciadas, hasta la última, de 1986). A Benet le traté en la intimidad de una para mí fundamental amistad personal y literaria (compartida, entre otros compañeros de generación, por Javier Marías, Pere Gimferrer y Félix de Azúa) hasta el mismo día de su muerte; a Carmiña o Calila, que ambos nombres le gustaba usar a Carmen, la veía en actos librescos, en cenas, que solían acabar con su transida interpretación vocal de boleros y coplas de la Piquer,  y en el teatro, al que era muy aficionada, aunque -siempre franca y desinhibida- no resultaba raro oírla patear en el estreno de alguna función de postín.

    Es un libro íntimo y a la vez altamente literario, dominado por el humor que Benet imponía a todo y Calila aceptaba gustosa como modo de réplica (hay un ‘pastiche' suyo benetiano absolutamente delicioso). Establecido el intercambio epistolar como un juego dotado de unas reglas que los dos amigos acotan, Martín Gaite es la más persistente (aunque muchas de sus cartas no se han conservado), quejándose a veces de la inconstancia de su amigo a la hora de contestarle. Los momentos de depresión o tragedia (la separación de ella de su esposo, Rafael Sánchez Ferlosio, la muerte en accidente de carretera de Paco Benet, el hermano y mentor de Juan) son evocados de modo indirecto, ajeno a sentimentalismos, prefiriendo casi siempre los dos, a instancias de Benet, la broma, la ironía y hasta la bufonada, como en la creación por parte de Carmiña de un heterónimo, el falso abogado Ernesto Ruiz-Cañete, que escribe a Benet comunicándole que la señora Gaite anda quejosa de que el ingeniero-escritor manche su "inmaculada reputación" propalando que está ligada "por vínculos pasionales y pecaminosos" ni más ni menos que con Don Julián Marías. En una carta anterior, y respondiendo al entusiasmo con que Calila le habla de sus lecturas de ‘La revolución sexual' de Wilhelm Reich, Benet se mofa: "lo último que hace falta es una revolución sexual", confesándole a su amiga que "antes que al acto sexual habitual prefiero subscribirme al ABC". Pero hay también en el volumen consideraciones sobre la narración, el estilo, el amor y los dogmatismos que acreditan la original y poderosa personalidad de estos dos grandes escritores tan opuestos.

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19 de septiembre de 2011
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Nostalgia de lo cursi

Hay quien dice que hemos dejado de ser cursis de puertas adentro, y sólo desde fuera interesa el concepto o al menos la palabra, un infierno para los traductores, que a veces nos preguntan a los nativos y nos obligan a dar rodeos semánticos. El adjetivo cursi no se puede traducir, y el destino de las palabras intraducibles es ser eternamente glosadas.

      Los diccionarios apenas ayudan. Lo cursi se lleva en el alma o se detecta a flor de piel; nadie aprende a ser cursi, y por eso tampoco nadie posee el vocablo único para explicarlo. María Moliner, en su Diccionario de Uso del Español, dice de cursi que es lo que pretendiendo ser refinado resulta ridículo, y en términos similares se expresa la Real Academia de la Lengua en el suyo, que añade sin embargo una acepción literaria: "dícese de los escritores, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados".

    No es eso, ¿verdad?, o no es eso sólo. Qué lástima que en el Renacimiento aún nadie fuera cursi, o no se tuviera conciencia de ello, pues nos gustaría contar con una definición de cursi en el incomparable Tesoro de la Lengua Castellana de Covarrubias, publicado en 1611. En su interesante ‘La cultura de la cursilería' (Antonio Machado Libros, traducción de Olga Pardo Torío, Madrid, 2010), Noël Valis, profesora de literatura española en Yale, traza el origen de cursi a los años centrales del XIX, y lo precisa en Cádiz y a partir de la deformación un tanto legendaria del nombre de unas hermanas francesas, las Sicur, que iban siempre muy emperifolladas.    

      Tres o cuatro escritores del siglo XX, valientes ellos, quisieron adentrarse en el galimatías y nombrarlo. Y sorprenderá a algunos que fuese Don Jacinto Benavente, candidato él mismo a uno de los tronos de la cursilería escénica nacional, quien estrenó en 1901 una obra, ‘Lo cursi', que tiene, como tantas de este autor malquerido por la posteridad, sumo interés. Benavente hizo a menudo un teatro de ideas envuelto en los ropajes de la alta comedia, y así es en ‘Lo cursi', dedicada por cierto a Don Benito Pérez Galdos, otro hombre de ideas que cuando escribió teatro expresó vanamente sentimientos elevados, siendo por tanto, según sentencia la Real Academia, reo de cursilería. Los cursis y anticursis de la pieza de Benavente juegan con los significados como con el amor, en un vodevil conceptual sobre la infidelidad conyugal lleno de apotegmas: "es cursi tener celos", dice Carlos, el personaje más frívolo. Pero otro de esta misma obra, el sesudo Marqués, portavoz yo diría que a un 50% de las ideas del autor, se expresa con más contundencia al afirmar que la invención de la palabra cursi complicó terriblemente la vida de la gente: "Antes existía lo bueno y lo malo, lo divertido y lo aburrido, a ello se ajustaba nuestra conducta. Ahora existe lo cursi, que no es lo bueno ni lo malo, ni lo que divierte ni lo que aburre; es...una negación".

      Ortega y Gasset habló sociológicamente (en 1929) de la cursilería, según él endémica en un país pobre y carente de una sólida y asentada burguesía como era España. Pero fue Gómez de la Serna quien con más elocuencia se acercó a ‘lo cursi' en su breve ensayo de ese título, publicado en 1934 y más tarde (1943) ampliado para su segunda edición en libro. Ramón no es enemigo de la cursilería; la entiende demasiado bien como para despreciarla, y, maestro infalible de la paradoja, se burla a veces de ella y otras la ensalza. Así, en las páginas de su ensayo tanto puede leerse que "el repudio de lo cursi es lo que envenena la sociedad", como el silogismo siguiente: "La oratoria, que es lo que más mueve al mundo, es cursi. Castelar fue un gran cursi, y por eso llenó su época de vibrante repercusión". Siempre brillante en las greguerías, Ramón contrapone el ‘snob', "el que pide en un restaurante gallinejas", al cursi, "el que pide caviar en una taberna".

    ¿Qué sería hoy cursi, de seguir existiendo entre nosotros esa condición del alma o el cuerpo? El baremo de los sentimientos lo cambia, como cualquier otro valor inestable, el curso de los tiempos, y actualmente respondemos con una calurosa apreciación a lo que en los años 30 causaba el ramoniano "escalofrío cursicional", por ejemplo Charlot, "el genio de lo cursi", la "obra divinamente cursi" de Juan Ramón Jiménez o Don Quijote, que "plasmado en pintura o escultura es fundamentalmente cursi, hágalo quien lo haga". La coincidencia resulta fácil, por el contrario, cuando Ramón proclama que "es cursi la Virgen de Lourdes saliendo con túnica celeste claro de una gruta rococó".

      Personalmente, y aunque se me ocurre algún ejemplo reciente de novelas, películas y dramas de consumada cursilería, siento nostalgia del tiempo en que lo cursi abrigaba, con su ñoñez inocua y sólo tenuemente espectacular, ofreciendo, como escribe Ramón, un "gran cobijo". Mi recelo es que la decadencia de la cursilería ha producido el auge de afectaciones y pretensiones infinitamente peores, unas más indignas que otras, pero todas igual de irritantes.

     Gómez de la Serna, que a fuerza de agudeza tuvo dotes de augur, hacía en su ensayo citado una anticipación asombrosa de nuestro presente ferroviario: "Los primeros vagones de ferrocarril, los que recorrieron las praderas norteamericanas con coches-salón, eran vagones cursis, y por eso se veía mejor el paisaje y no había soledad en el viaje, puesto que se viajaba en el gabinete íntimo [...] Ese fue el encanto de los primeros viajes en tren, encanto que se pierde cuando se construye el vagón profesional, el vagón para viajantes". El párrafo debería radiarse al inicio de todos los trayectos de la Renfe, en especial los de sus grandes líneas, sus veloces trenes dominados por la marea acústica de la línea telefónica particular. No sólo Ramón. Hasta el remilgado Benavente denuncia por boca de Agustín, el protagonista de su comedia, "esta ferretería progresista tan antipática y tan cursi". Pocas cosas tan ridículas y agresivas hoy como el exhibicionismo vocal del yo a través de los aparatos llamados móviles, que convierte en petimetres y damiselas de una neo-Belle Époque impúdica y maleducada a sus usuarios, incapaces de distinguir las áreas de descanso entre lo privado y lo público. Las cursis de Cádiz, y sus especimenes posteriores, llevaban tocados inauditos y joyas chabacanas, pero su cursilería "se comprendía  -volvemos a Ramón-  a la hora de cerrar el landó, cuando sobre las bellas primas se cerraba la capota de atrás contra la de delante y se entraba en una oscuridad de baúl mundo".

      Por no hablar del registro chillón del reflejo mediático de la actualidad. Cuando en algún programa de archivo o documental se oyen ahora las voces del NODO, los noticieros cinematográficos franquistas, el engolamiento y la rimbombancia de la locución nos hace sonreír, por mucho que el mensaje implícito fuese generalmente tan siniestro. Pero, ¿qué decir de la tendencia de los telediarios actuales de todas las cadenas (a excepción, y no siempre, de los de TVE), a la adocenada y escandalosa exposición de los ‘sucesos'? La Sexta y la nueva Cuatro, que tan poco tiene que ver, tristemente, con la anterior, se igualan a menudo con las otras cadenas privadas, otorgando a las noticias -no hablo de las tertulias y los programas de cotilleo- el rango de accidentes o catástrofes. Y así, la cabecera de esos espacios informativos se deja llevar por el "impulso de la sangre" (lo mismo da que sea bélica que pasional), el predominio del "efecto" sobre el conflicto, del sensacionalismo sobre el decoro. El reino, pues, del ‘kitsch', según la definición certera y luminosa que, allá por los años 1930, le dio Hermann Broch. La vil ordinariez frente a la pompa fatua de la cursilería.

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13 de septiembre de 2011
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De Semprún a ‘Inside Job’

Vi la película ‘Inside Job' la misma tarde en que se anunció la muerte de Jorge Semprún, un intelectual cuya elevada talla humana ha sido para mí mayor que la valía de su obra escrita. En el cine, Semprún, que tuvo siempre, hasta en la vejez, físico y maneras de galán, trabajó de guionista con algunos excelentes cineastas, haciendo, a lo largo de un poco más de una década (entre 1966 y 1978), películas políticas muy europeas, y no sólo de tema. Fueron títulos, sobre todo el primero en que colaboró con Resnais, ‘La guerra ha terminado' (1966), y los dos primeros escritos para Costa-Gavras, ‘Z' (1969) y ‘La confesión' (1970), de gran relevancia moral, innovadores en su alegato, pero, a mi juicio, de no muy distinguida calidad cinematográfica. Incluso trabajando para un extraordinario director como Joseph Losey, en ‘Las rutas del sur' (1978), el denso tejido ideológico que Semprún aportaba a temas candentes iba en detrimento del armazón narrativo de las historias contadas, que aspiraban a ser alegorías de la resistencia al franquismo y sus desilusiones (‘La guerra ha terminado' y ‘Las rutas del sur') o denuncia, en su momento osada e intempestiva, de los posos estalinistas del comunismo centroeuropeo (‘La confesión'). En ninguna de ellas el núcleo histórico del compromiso y el marco ficticio cristalizaban en algo similar a ‘Salvatore Giuliano', la obra maestra de de Francesco Rosi que en 1962 se adelantó al formato del documental manipulado por la invención que ahora está tan en boga. Las limitaciones discursivas del guionista Semprún en la trilogía valientemente ‘revisionista' que interpretó Yves Montand para Resnais, Losey y Costa-Gavras se advierten comparando esas películas con las que posteriormente hizo Costa-Gavras trabajando con guionistas de menos categoría intelectual pero más sabiduría dramática, logrando esas dos extraordinarias muestras del cine de memoria política que fueron ‘Missing' (1982) y ‘La caja de música' (1989).

     Ahora bien, estamos hablando y poniéndole peros al cine político realizado cuando el cine tenía más rango y más ambición, y las grandes construcciones historicistas cobraban fuerza en relatos de un magistral empuje romántico, los mejores de ellos dirigidos, por alguna razón inexplicable (¿o lo explicaría la tradición operística?) por cineastas italianos, y sobre todo por dos, cada uno a su modo discípulo de Visconti: Bertolucci (con ‘Antes de la revolución', ‘El conformista' o ‘Novecento') y Gianni Amelio con ‘Lamerica'. Frente a ellas, las películas que ahora nos conmueven, o al menos nos mueven a ir a los cines, que ya es mucho, son de otra estirpe, acorde con los tiempos. Películas que extienden vigorosamente el clásico cine bélico de Fuller o Anthony Mann, añadiéndole una noción política más nítida, e incluso más crítica, por ejemplo en la estupenda ‘The Hurt Locker' (‘En tierra hostil') de Kathryn Bigelow, o en los numerosos documentales y pseudo-documentales que suelen venir con frecuencia de la franja ‘indie' norteamericana: los divertidos panfletos de Michael Moore, la juiciosa ‘Una verdad incómoda' de Al Gore, la más bien indigesta empanada mental sobre Guantánamo del británico Michael Winterbottom, y ahora la interesantísima ‘Inside Job' de Charles Ferguson.

       El éxito mundial de ‘Inside Job' reconforta mucho y despierta a la vez una nostalgia de los lenguajes fuertes en el arte. Apasionante de ver, inquisitiva sin trampas, muy bien argumentada, ‘Inside Job' no pasa de ser en su planteamiento un buen programa de formato televisivo cuyo gran mérito es su valor cívico y su oportuna salida pública en medio de la crisis bancario-político-gubernamental que recorre, como un fantasma forrado de billetes ilícitos, el mundo. Es también, y eso constituye para mí su principal virtud, una película demoledora en su pesimismo, pues sabe presentar y elaborar de modo irrebatible no ya lo que presentíamos o temíamos sino lo que nos espera irremediablemente: una sociedad global mandada por los mismos amos en la sombra que engañaron, robaron y salieron indemnes, y ahora, con otros gobiernos más progresistas como el de Obama en los Estados Unidos, siguen manteniéndolos como quinta columna empotrada en las fuerzas de salvación de la macro-economía. La película, y es sólo un ejemplo, desmonta de modo palmario los sucios manejos extorsionistas de las agencias de calificación financiera, esas hoy célebres Moody´s, Fitch y Standard & Poor´s cuyos nombres no nos ha quedado más remedio que aprender, y a la vez confirma que nuestro futuro depende de ellos, pues siguen dictando a los ‘zapateros', ‘sócrates' y ‘papandreus' de la tierra lo que tienen que hacer en sus mercados interiores.

      La gran pegada de una película algo árida y a veces fea, por el abuso del gráfico y la estadística en la pantalla, es su sutil pero contundente maniqueísmo, nada chusco en comparación con el invasivo y narcisista estilo de Michael Moore. ‘Inside Job' es un western de las altas finanzas, y su acierto está en introducir, plasmando un asunto tan poco figurativo, malos y buenos, emboscadas y duelos a muerte, e incluso, en una de las entrevistas más agradecidas, una ‘madame' opulenta al frente de un ‘saloon' de chicas seguramente tan rubias como ella y  atendiendo a diez mil clientes, de los que la mitad, ella misma lo afirma ante la cámara, son los cuatreros de Wall Street. Como pasa en el cine de género, también en ‘Inside Job' resultan más atractivos los malvados, en especial esa lumbrera académica y consejero de Bush llamado Glenn Hubbard, frío y calculador hasta el último momento, quizá por saber que a él nunca le llegará la hora del ‘sheriff'. Ferguson termina su documental sobrevolando la Estatua de la Libertad y lanzando un mensaje que quiere ser de esperanza. Los espectadores sabemos, sin embargo, que en esta película del oeste no oiremos al final el toque de corneta de la caballería yanki, que viene a rescatarnos.

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6 de septiembre de 2011
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Tarjetas de visita

Sin saberlo, los internautas más audaces están recuperando una de las costumbres de más abolengo entre las élites burguesas del siglo XIX. Me refiero naturalmente al modo de auto-presentación de los usuarios de Facebook y demás vías sociales de contacto, que incluye, junto al perfil, al menos una foto del interesado. Exactamente igual a lo que hicieron, sin Red, los prohombres decimonónicos, cuando en la segunda mitad de ese siglo, exactamente el año 1854, el fotógrafo francés André Adolphe Disdéri patentó su invento de una cámara con múltiples objetivos con la que era posible obtener, en una sola sesión y a partir de un único negativo, numerosas impresiones fotográficas en el formato llamado ‘carte de visite'.

    Las que se exponen en una pequeña pero fascinante exposición abierta (hasta el 26 de septiembre) en el museo de la Fundación Lázaro Galdiano, en Madrid, son frontales y algo solemnes, como corresponde a quienes posaron para distintos artistas de la cámara, como el propio Disdéri y otros de mayor renombre como Nadar o Laurent. Esas tarjetas de visita con la fotografía del titular las fue coleccionando otro prohombre, nuestro Pedro Antonio de Alarcón, a quien muchos se empeñan sólo en recordar como autor de ‘El sombrero de tres picos', por toda su secuela de adaptaciones al cine, al teatro y a la danza. El escritor granadino se cuenta, en buena lógica, entre los retratados, pero el repertorio mostrado en la Fundación recoge un panorama de la ‘jet set' de entonces, que, no usando aeroplanos, se desplazaba con gran frecuencia y abundante bagaje, como lo hizo el propio Alarcón, autor de un delicioso recuento de un viaje ‘De Madrid a Nápoles'. El Papa Pio IX, Napoleón III, los decimoquintos Duques de Alba, la flor y la nata de la poesía postromántica (Rivas, Núñez de Arce, Ventura de la Vega, Campoamor), y tantos otros políticos, oradores y prelados figuran en esa galería de grandilocuentes aunque de tamaño modestas tarjetas. Mujeres hay pocas, y las que hay son marquesas o cómicas principalmente, si bien está la poetisa Carolina Coronado absorta en la contemplación de un libro. También se puede ver a un moro de importancia, Muley-el-Abbass, y al hombre de carne y hueso que dio nombre a la copla de Mambrú, aquel que se fue a la guerra.

      Yo adoro las tarjetas de visita, que tuve y repartía, en un rasgo de petulancia precoz, a mitad del bachillerato, sin que mis compañeros de curso se mostrasen impresionados. La mía, como las de la mayoría de los humanos del siglo XX, no tenía foto incorporada, sólo el nombre y la dirección de casa, de casa de mis padres. De más mayorcito pude poner un domicilio propio, un teléfono, antes de que llegaran el fax y los correos electrónicos. Las sigo teniendo, encargándolas en paquetes de cien a una imprenta artesanal del barrio de la Guindalera, pero creo que en los últimos tiempos sólo usaban tarjetas los profesores universitarios extranjeros y algunos funcionarios del Estado.

      Luego llegó, como ustedes saben, el siglo XXI, y los cambios de costumbres, que no se acaban nunca. Reaparece con ellos la tarjeta, además de los ya citados insertos con foto en Internet. Ahora se hacen negras (ya me habría a mí gustado tener en el colegio, para achantar a los díscolos, una tarjeta negra de visita), oblongas, ribeteadas, y hasta sonoras. Aunque la más mundial es la que vi en una tienda fotográfica de Antalya, al sur de Turquía. Uno se fotografiaba ante un Disdéri local, y en dos horas obtenía diez, sólo diez, copias de su propia efigie en 3D, pudiendo asimismo insertar la foto en un llavero o un posavasos. El precio era alto, y no me decidí.

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2 de septiembre de 2011
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Mancha y culpa

Esta hilarante tragedia grotesca empieza cuando su protagonista, Lise, rechaza con ira en una tienda un vestido confeccionado, según le asegura la dependienta, a prueba de manchas. Exacerbada por la mera existencia de un tejido inmaculado, Lise regresa a su oficina, se encara con su jefe, acepta de mala gana la sugerencia de que se tome unas vacaciones y, tras comprarse en otros almacenes una ropa chillona y ensuciable, viaja al sur, un sur abigarrado y seguramente italiano. A lo largo de todo el trayecto se nos anuncia el asesinato que tiene lugar al final de libro, y la sentenciosa ironía de la autora le da la razón a David Lodge, quien dijo que Spark estaba fascinada con las similitudes y diferencias entre la omnisciencia de Dios y la omnisciencia ficticia de los novelistas.

El paralelo teológico es aún mayor sabiendo que Muriel Spark era una católica conversa, y algunos de sus libros son comedias sobre la culpa, ligeras de apariencia y en lo profundo atormentadas por el pecado. Breve, sucinta y tan inexorable como el crimen que en ella se comete, ‘El asiento del conductor' (aparecida en 1970 y ahora bien traducida por Pepa Linares para Impedimenta) es además uno de sus títulos más deletéreos en el terreno sexual: Lise busca al hombre que sea su tipo, excita y descarta a los candidatos, entre los que destaca el personaje de Bill, un sinvergüenza de la dietética que se dirige al sur con el propósito de iniciar en Nápoles, precisamente en Nápoles, un movimiento juvenil macrobiótico que llamará Yin-Yang Young. La escena del avión, en la que nunca se acaba de saber quién seduce a quién, es una de las más brillantes del libro, y queda magníficamente redondeada en el reencuentro de Bill (que no ha tenido su orgasmo diario) con Lise, quien, acosada por su prototipo masculino, no tiene reparo en decirle que "el sexo no me sirve de nada". Mentirosa, capciosa y retorcidamente voluptuosa, Lise se quiere condenar a toda costa, pero no sin antes gozar del éxtasis sensual de una mártir.

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29 de agosto de 2011
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El Boomeran(g)
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