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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Un canal habitado y una pintura viva

Utrecht esconde una sorpresa que no es la de sus canales en ‘duplex', ni la del campanario de su catedral, el más alto de Holanda, ni siquiera su paz, la que estudiábamos con encono en la escuela, pues al firmarse en 1713 el tratado o ‘Paz de Utrecht' que ponía fin a la llamada guerra de Sucesión española, se "nos quitó" Gibraltar. La sorpresa o regalo es el poder conocer, de un modo que rara vez es posible con tanto pormenor, la obra de uno de los grandes arquitectos de la vanguardia europea, Gerrit Rietveld, oriundo de la ciudad.

La llegada a Utrecht, que normalmente será por tren, una de las delicias de ese país pequeño y de eficiente transporte, puede desconcertar. El viajero sabe que está llegando a una población recoleta e histórica, y lo que encuentra nada más pisar el andén es un descomunal centro comercial atestado de franquicias y floristerías. Hay que salir de ese laberinto francamente feo aunque muy céntrico, empotrado en la estación de Santa Catalina, y hallar el camino, muy bien indicado, hacia la zona monumental y navegable, que, como suele suceder, está en torno a la plaza de la catedral o Dom; su torre gótica, de 112 metros de altura, se halla de hecho separada del templo, por culpa de un devastador tornado de fines del siglo XVII que, entre otros estragos, demolió el conjunto de la nave, dejando intacto el ‘campanile'. Desde lo alto hay una vista espléndida y casi ilimitada, en una tierra tan llana, punteada de hitos, parques y zonas acuáticas; también se ve, en una esquina estratégica de esa plaza catedralicia, el Domplein, la bandera española ondeando, no por desafío patriótico en la ciudad donde se fraguó la famosa amputación territorial sino porque allí se encuentra, en una bonito edificio que fue durante un tiempo templo metodista, la sede del animado Instituto Cervantes local.

Como el casco antiguo es pequeño, todo lo fundamental de la visita ‘clásica' se puede hacer en un recorrido de dos o tres horas: de las 40 iglesias que se alzaron en tiempos de esplendor, quedan pocas, siendo la de mayor interés, después de la catedral (su claustro es beatífico), la Pieterskerk, airosamente románica antes del tornado y las posteriores restauraciones. Cerca también del Domplein está el Museo Central, reducido de tamaño pero poseedor de una buena representación de pintura barroca, con los fascinantes ‘Caravaggistas' de Utrecht, y una muy bien dispuesta colección de muebles y objetos de diseño del primer tercio del siglo XX. Y después -o antes- el paseo por sus canales, bordeándolos o surcándolos en las embarcaciones ‘ad hoc'. Como ya dijimos, la ciudad se jacta, con toda razón, de un rasgo original y único en Holanda, el canal en dos niveles, pues en la Edad Media muchas de las casas construidas al borde de esas vías acuáticas abrieron almacenes en una planta inferior, que ahora, convertidos la mayoría en tiendecitas, cafés con encanto o talleres de artistas, permiten en el buen tiempo caminar o tomarse una copa a ras de agua y -por así decirlo-  bajo tierra.

Con la misma entrada que da acceso al Museo Central y al contiguo Dick Bruna Huis (la casa-estudio donde desarrolló su obra un ilustrador muy amado por los niños holandeses) se visita, en un barrio algo más apartado, y haciendo una reserva previa en la oficina de turismo en Domplein, lo que, para mí, justifica ‘per se' el desplazamiento a Utrecht, la casa Rietveld/Schröder. En un país de excelentes arquitectos, que sólo en el siglo XX cuenta con los nombres de Hendrik Berlage, Michel de Klerk, J.J.P. Oud o, más contemporáneamente, Rem Koolhaas, Rietveld (pronunciado "Ritfeld") destaca, situándose a la altura de las grandes figuras europeas del movimiento moderno. Creador muy activo y principal en el grupo ‘De Stijl' (‘El estilo'), formado en 1917 en torno a la revista de igual título por el pintor y escultor Theo Van Doesburg, de Rietveld se suelen conocer más sus muebles, algunos de ellos piezas emblemáticas, como el ‘Sillón rojo y azul' en madera y la endiablada ‘Silla zig-zag'. Pero Rietveld era un portentoso arquitecto, al que perjudica el haber trabajado casi exclusivamente en su país, y ni siquiera en la capital; una buena parte de sus construcciones forma hoy la Ruta Rietveld, con quince paradas visitables sólo en la provincia de Utrecht.

Ahora bien, la casa que este genial diseñador le construyó en 1924 a su amiga Truus Schröder es algo singular, un edificio con la elocuencia de una pintura parlante, que proporciona al curioso la sensación de estar durante una hora en un gran cuadro abstracto y tridimensional, mientras descubre el funcionamiento interno de un espacio amueblado para gozar prácticamente del secreto del neoplasticismo que difundieron Von Doesburg y Mondrian, asociado y colaborador de ‘De Stijl'. La casa fue ocupada sin interrupción, primero por Truus, que allí vivió con sus hijos y quedó viuda, acogiendo en los últimos años al propio arquitecto, en calidad, según parece, de huésped y amante. Eso permitió que el inmueble se haya mantenido en perfecto estado y con sus utensilios y elementos originales. La visita acompañada es un modelo de discreción y facilidad; todo se abre o se despliega para mostrar la constante inventiva que dentro de lo funcional tenía Rietveld: una bañera de piedra camuflada, una cocina estricta y luminosa, dormitorios que se hacen estudios por el corrimiento de unas mamparas. Y el colorido, los seis colores básicos con los que Rietveld pinta la mejor obra de arte habitable que conozco.

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26 de diciembre de 2011
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Respuestas a Mercurio

La decadencia, el cuerpo, los fetichismos, las novedades tecnológicas, los fantasmas, la diferencia entre la novela y el cuento. Sobre estos asuntos y otros me preguntó Tomás Val en la revista Mercurio, con motivo de la salida en octubre de mi libro de relatos ‘El hombre que vendió su propia cama', y aquí reproduzco algunas de las contestaciones.

1. La velocidad narrativa y los modos de composición son distintos en un cuento y una novela, como es bien sabido. Pero me gusta tejer historias, tramarlas, dejarlas suspendidas (preferiblemente al borde del abismo) o inconclusas, y tal vez por eso aun los relatos más breves de El hombre que vendió su propia cama puedan tener, una vez terminado su desarrollo en la página, una resonancia novelesca.

2. No trato de hacer meta-literatura, a la que soy poco dado, incluso como lector. Hay un primer cuento, El cuento de Gógol, que habla de un hombre maniáticamente libresco, lo que le sirve de gran acicate en su vida, y la segunda parte del libro, A partir de James, toma un pie literario, pero poco más que eso. Los otros labios, el único relato de esta parte ‘jamesiana' en el que la literatura adquiere relevancia por la personalidad de sus protagonistas, es en realidad una historia de ‘amour fou' llevada, a través de libros y reseñas críticas, hasta sus últimas consecuencias. Y no hay que buscarle significados ocultos al hecho de que la protagonista de El buda bajo el agua lea constantemente Episodios Nacionales de Galdós. Podría ser, en todo caso, un homenaje mío al autor de uno de esos Episodios, La estafeta romántica, el número 26 de la cuarta serie; lo leí fascinado un año después de la publicación de mi novela epistolar El abrecartas, tras ser advertido por un amigo, y encontré en esa obra extraordinaria del escritor canario un precedente ignorado.

3. Soy un fetichista, y mis fetichismos, de poca monta en el campo sexual o amoroso, son muy potentes, por el contrario, en lo que llamas (y me apropio la expresión, que me gusta mucho) "paisaje mobiliario". Álvaro Pombo me dijo una vez que en mis novelas veía mucho ‘cuerpo', y lo tomé, naturalmente, como un piropo literario. De ser así, habría también un "paisaje carnal" cohabitando con el "paisaje mobiliario y hasta con el "inmobiliario", si tengo en cuenta uno de mis cuentos predilectos, La ventana ilegítima, perteneciente a mi anterior libro, Con tal de no morir.

4. Las aventuras más trascendentales suelen pasar o ser imaginadas en las habitaciones de la gente, pero debo decir que mi instinto aventurero, siendo yo -como alicantino- descendiente de fenicios, se manifiesta en este libro a través de los viajes, reales (los de ‘La segunda boda' y ‘El cuadro familiar'), imaginarios (‘Un sueño de la diosa', ‘La ciudad dormitorio') o realizados en paralelo a la historia o con recelo respecto al porvenir (‘El hombre que vendió su propia cama', ‘A su edad'). Después de escritor me considero viajero, y hay etapas en que soy más lo segundo que lo primero. ‘Escritor y viajero profesional' sería una buena manera de definirse, ya que ‘vocacional' es un término que tendríamos que dar por hecho. Ahora bien, en los viajes se me ocurren ideas de escritura y hasta párrafos, sobre todo en los que realizo, en cualquier continente, al hemisferio sur, mi verdadera tierra de promisión.

5. Lo nuevo, que nos trae un progreso no siempre progresista, nunca acabará con esa esencia de lo moderno que es lo clásico, tal como lo veía Baudelaire. Shakespeare, Montaigne, Cervantes, Henry James: literaturas que nos siguen hablando con tanta o más elocuencia que las contemporáneas. Yo, al contrario que algunos escritores españoles de hoy, que dicen no leer a sus contemporáneos, como si alardearan de ello, leo lo nuevo, pero poniéndome a mí mismo una condición: cada dos meses dedico quince días seguidos a la lectura de los ‘antiguos', en ciertas ocasiones releyéndolos, si puedo hacerlo así, en su lengua original y en ediciones más solventes que las que me los descubrieron de joven.

6. Me han gustado mucho siempre las refinadas filigranas de los escritores y artistas decadentes, sobre todo los del ‘fin de siècle' XIX; ahora, por desgracia, una decadencia de otro tipo -inmoralmente grosera y descaradamente corrupta- nos engloba a todos a la fuerza en estos inicios del XXI. Respecto al fantasma, se ha convertido en uno de mis personajes preferidos, y tengo la sensación de llevar al menos diez años (desde ‘El vampiro de la calle Méjico' a ‘El hombre que vendió su propia cama') escribiendo historias fantasmales, como las que se cruzaban formando el núcleo y la trama de ‘El abrecartas'.

 

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19 de diciembre de 2011
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Gran cine invisible

La mejor película del año no ha sido estrenada en los cines, pero está visible. Hace más de tres lustros, para conmemorar el centenario del séptimo arte, una editorial francesa publicó en un bellísimo libro de gran formato una ‘Anthologie du cinéma invisible', que se componía de guiones escritos, entre vivos y muertos, por figuras de la talla de Artaud, Pavese, Brecht, Magritte, Gómez de la Serna, García Lorca, Duchamp, Zweig, Maiakovski, Sartre, entre otros muchos hasta completar la cifra de cien. Eran guiones nunca realizados, o más bien sueños fílmicos de poetas, pintores, dramaturgos y novelistas que usaban la literatura para imaginar el cine.

    La película a la que me he referido al comienzo, ‘La Morte Rouge', pasó por suerte del papel a la imagen, del sueño a la realidad, y constituye el último trabajo extenso de Víctor Erice, el mayor cineasta español contemporáneo y desde 1992 el más involuntariamente secreto. En ese año se estrenó su excelente largometraje sobre la labor pictórica de Antonio López, ‘El sol del membrillo', aunque Erice no ha descansado desde entonces; hizo y sigue haciendo pequeños films independientes, trabajó largamente en una frustrada adaptación de la novela de Marsé ‘El embrujo de Shangai', de la que queda sin embargo publicado su extraordinario guión, intercambió con el director iraní Kiarostami una correspondencia en vídeo, y realizó dos encargos que resultaron ser dos obras maestras, ‘Alumbramiento', que data del 2002, y ‘La Morte Rouge', filmada en el 2006. Ahora se han distribuido por la firma Rosebud (en colaboración con el FNAC), en un dvd de contenido y calidad excepcional, con un par de ‘extras' muy interesantes y una extensa y elocuente conversación de Erice con el crítico Manuel Asín.

     ‘Alumbramiento' dura 11 minutos, ‘La Morte Rouge' 34, pero en esos tres cuartos de hora encontramos innumerables momentos de gran cine, y, en el caso del mediometraje, tal vez la obra más personal y reveladora del director donostiarra. ‘Alumbramiento' formó parte en su día de un largometraje difundido en las salas comerciales de algunos países con poca resonancia, pese a ser sus autores Werner Herzog, Jim Jarmusch, Chen Kaige, Spike Lee, Aki Kaurismäki y Wim Wenders, además de Erice. Con una bellísima fotografía en blanco y negro de gran riqueza cromática, firmada por otro magnífico artista semi-olvidado, Ángel Luis Fernández, ‘Alumbramiento' es un poema lírico sobre el nacimiento de un niño, sobre una guerra, una canción popular, una mancha de sangre y el compás de un tiempo que adquiere los perfiles de una epopeya privada.

    Cuatro años después de aquel film colectivo (de muy desigual calidad, todo hay que decirlo), Erice realizó con producción del CCC de Barcelona y La Casa encendida de Madrid ‘La Morte Rouge', exhibida sólo en el marco de las correspondientes exposiciones allí celebradas. Escrita y narrada por el mismo director, con una cadencia vocal que a ratos llega a ser una hipnótica salmodia, ‘La Morte Rouge', nombre de la ciudad misteriosa de un film de terror, ‘La garra escarlata', que obsesionó al niño Erice espectador del suntuoso y hoy desaparecido Kursaal de San Sebastián, nos alumbra sobre el poder especular del cine, sobre la intrahistoria de nuestro país, sobre los mecanismos de la ficción, todo ello con la textura de un relato de iniciación que intriga tanto como conmueve.

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12 de diciembre de 2011
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El siglo XXV: una hipótesis de lectura

En el segundo capítulo de ‘Verano', novela biográfica en la que J.M. Coetzee escribe sobre sí mismo a través de personas, reales o figuradas, que le retratan y le maltratan, una de ellas, Julia, mujer casada que habría tenido con él una belicosa historia de amor, relata al biógrafo ficticio que hace las entrevistas una de sus muchas discusiones con John (Coetzee), en este caso sobre literatura. John le dijo en cierta ocasión, según cuenta Julia, que a la gente del futuro "tal vez seguirá gustándole leer libros que estén bien escritos", a lo que la mujer le respondió: "Eso es absurdo. Es como decir que si construyo una buena radio en miniatura la gente seguirá usándola en el siglo veinticinco. Pero no lo harán. Porque las radios en miniatura, por bien hechas que estén, para entonces serán obsoletas. No le dirán nada a la gente del siglo veinticinco" (cito por la traducción de Jordi Fibla, Mondadori, 2010). La discrepancia entre los amantes culmina con la exclamación del hombre, entre arredrado e irónico: "Tal vez en el siglo veinticinco aún habrá una minoría que sentirá curiosidad por escuchar cómo sonaba una radio en miniatura de fines del siglo veinte". La mujer se muestra taxativa, usando para esos posibles seres del futuro dos demoledores calificativos: "Coleccionistas, aficionados".

      Aumenta por doquier el número de lectores de libros electrónicos, de dispositivos ‘ad hoc' y de grupos editoriales o empresas tecnológicas que ofrecen a este nuevo público hijo de su tiempo la posibilidad de descargarse, legal o ilegalmente, novelas y hasta ensayos o poemas. La piratería, ese ‘heroísmo' de la vida moderna que acabó fraudulentamente con el disco de música y la cinta fílmica, ya está enfilando sus naves sin bandera hacia el cargamento escrito, pero tal latrocinio no es el asunto que aquí trato hoy. Como en toda iniciativa osada y debatida, el libro electrónico cuenta también, además de la patulea de los corsarios, con un creciente número de paladines bienintencionados, que, siendo alguno de ellos proveedor de la propia materia legible, confiesa sin rubor no ya la comodidad sino la infinita superioridad de este nuevo modo de leer los libros que nos gustan, los pasados, los presentes y los todavía por escribirse en cualquier esquina del mundo. El último defensor de esa causa ha sido un admirado novelista (y amigo), Jorge Volpi, al que me gustaría replicar su artículo ‘Réquiem por el papel' (colgado en su blog de El Boomeran pero antes publicado en papel, o al menos leído por mí en papel en las páginas de opinión de El País).

      El argumento de Volpi en favor del ‘e-book' trasluce el consuetudinario optimismo de quienes, desde una atalaya cerrada al ‘déjà vu', avistan un inédito territorio de progreso y anuncian al resto de los mortales la buena nueva: "una transformación radical de todas las prácticas asociadas con la lectura y la transmisión del conocimiento [...] la mayor expansión democrática que ha experimentado la cultura desde...la invención de la imprenta". Y en razón de ese imparable progreso Volpi ve a los actuales editores, impresores, correctores de pruebas, distribuidores y libreros como vates o practicantes de una religión supersticiosa y regresiva que las avanzadas corrientes de la creencia progresista confinará al basurero (o bueno, a las polvorientas estanterías) de la historia. Imagen recurrente en el texto ‘volpiano' es la de los copistas medievales, aquellos monjes de buena letra que pasaban las horas muertas practicando un arte, el de la caligrafía y la iluminación, que a su vez murió con la llegada de las prensas y otras formas de producción en serie del libro. Persistir en la fabricación o lectura del libro impreso en papel sería así pues un gesto empecinado de nostalgia, una labor de ilusos, o, sacando de nuevo a colación a la articulada Julia Frankl de ‘Verano', de meros coleccionistas o aficionados, es decir, ‘amateurs'.

      Como quiero poner mis cartas sobre la mesa, digo antes de seguir que yo soy las dos cosas, ‘amateur' del libro y coleccionista, aclarando al tiempo que mi coleccionismo libresco, empezado en la primera adolescencia y proseguido con incluso mayor afán en la segunda o quizá ya tercera madurez, se basa en la curiosidad y la promesa de una inmediata o futura prestación, no en la incunabilidad, si bien la edad, la amistad y la muerte habrán convertido seguramente algunos de esos libros de mi biblioteca en ejemplares valiosos. O no tanto, si aceptamos el universo fantacientífico que nos pinta Volpi, con las grandes bibliotecas, muchas de ellas verdaderas obras de arte en sí mismas, transformadas en "distribuidores de contenidos digitales temporales para sus suscriptores". Qué grima da esa perspectiva, comparada con la de pasar una tarde amena en la sala de lectura de una ‘public library' bien provista y cómoda, que no tiene porqué tener la grandiosidad de la sala principal de la Nacional de Madrid o la del Trinity College en Dublín, por citar dos ejemplos cimeros.

      Amenidad, proximidad, sensualidad. Espacio real. Parece como si Volpi y quienes como él rechazan la coexistencia del ‘ebook' y el libro de papel olvidaran o desdeñaran la función complementaria que las cosas y los gestos desempeñan en nuestra vida, para ensancharla. Su dictamen: "tanto para el lector común como para el especializado, el libro-electrónico ofrece el mejor de los mundos posibles: el acceso inmediato al texto que se busca por medio de una tienda online", me parece reduccionista y en cierta medida falsificador de la realidad. Olvida por ejemplo el autor de ‘En busca de Klingsor' que en países como la India, China y algunos de los que conozco en el continente africano el precio de los ejemplares en las lenguas propias de cada lugar, pero también de los allí editados (legalmente) en inglés o francés, es notablemente inferior al de los que se venden en Occidente, y por ello bastante asequible para el comprador local, estando por otro lado muy limitada la capacidad de acceso electrónico, por no hablar de la de subscribirse a refinados programas digitales. Son además frecuentes, en vastas extensiones de ese pujante y no tan pujante Tercer Mundo, los apagones y desconexiones de energía, que dejarían en un limbo sideral esas galácticas tiendas online del idílico paisaje anticipado por Volpi. 

      Pero hay otros valores que me sorprende no ver reconocidos por un escritor de su fuste. Volpi parece sólo primar la necesidad, la eficacia, la prontitud, nociones sin duda muy útiles para los estudiantes y los estudiosos, una parte, menor o mayor, del cuerpo universal de los lectores. Leer por gusto, para matar el rato y así ganarse tal vez la eternidad, ha sido siempre el motivo de esa búsqueda de la felicidad y el conocimiento que es la lectura, y como en todos los actos humanos innecesarios o superfluos -a la vez que trascendentales- el acompañamiento personalizado, irrepetible (aunque tu ejemplar sea uno entre un millón que otros desconocidos leen en ese momento), fungible, de un libro ‘fisico', añade al acto de leer un componente sensual y sentimental infalible. El tacto y la inmanencia de los libros son, para el ‘amateur', variaciones del erotismo del cuerpo ‘trabajado' y manoseado, una manera de amar tradicional que, justo es reconocerlo, no pocas personas rechazan, prefiriendo el contacto sexual con aparatos, figuras de holograma y voces pregrabadas, lo que antes se conocía como "telephone sex" y pronto será, no lo dudo, "digital sex", seguramente operado, como la telefonía móvil de alta gama, sin manos.

     Al final de su artículo el novelista mexicano anima a superar, para que la revolución del e-book "se expanda a todo el orbe", la nostalgia del libro, comparándola con la que podrían haber sentido los lectores medievales al ver ‘Las muy ricas horas del Duque de Berry'. Pero ese maravilloso trabajo de iluminación de un libro de horas, encargado por un noble y compuesto en el taller de los Limbourg en torno a 1410, fue un ejemplar único, y pocos seres vivos de la época pudieron sentir nostalgia y menos aún tocar con sus dedos tan refinada y elitista obra de arte. Filigranas como aquella siguen produciéndose hoy, ilustradas por artistas contemporáneos, pero naturalmente los aficionados al papel nos conformamos con comprar por menos de lo que cuestan un par de copas, bautizar con el nombre propio, anotar al margen, dedicar a veces, alinear en nuestra pequeña o grande biblioteca unas palabras impresas que no se apagan nunca, aunque eso sí, tienen la misma costumbre que sus dueños. Envejecen, y pueden un día dejar de vivir.

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5 de diciembre de 2011
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Secreto y bulto

Pasan por la cartelera dos películas antagónicas sobre dos artistas muertos que no pudieron ser más opuestos en vida. La primera, ‘Los pasos dobles', de Isaki Lacuesta (ganadora del máximo premio, la Concha de Oro, en el último festival de San Sebastián), oculta intencionadamente la figura y la trayectoria artística, ya de por sí envueltas en el misterio, del pintor y maldito francés François Augiéras. La segunda, ‘Pina', de Wim Wenders, da todo el relieve posible a los trabajos escénicos de la mundialmente conocida e influyente Pina Bausch.

      Augiéras comparte con el boxeador y escritor proto-dadaísta Arthur Cravan (sobre el que Lacuesta hizo su primer largometraje de metaficción biográfica, ‘Cravan vs Cravan') la desubicación permanente ejercida como una de las bellas artes, así como el final enigmático: Cravan se perdió una mañana del año 1918 surcando en una barca de vela las aguas del Golfo de México, y Augiéras, después de haber pintado al fresco maniáticamente el interior de un búnker militar abandonado en el desierto centro-africano, lo sepultó bajo la arena y se retiró a una cueva donde en 1971 murió a los 46 años como un eremita. Arrastrado por la fascinación que el pintor Miquel Barceló ha sentido siempre por el llamado "diablo eremita", Lacuesta, que simultáneamente a ‘Los pasos dobles' ha realizado otro documental, ‘El cuaderno de barro', centrado estrictamente en las labores pictóricas del mallorquín en su taller de Mali, introduce en su búsqueda ficcionalizada de Augiéras pequeñas secuencias perfectamente prescindibles y casi molestas en la que Barceló actúa como chamán.

     El procedimiento ‘desviado' de Lacuesta, construir ‘Los pasos dobles' como si se tratara "de un mapa del tesoro que debíamos reconstruir a partir de fragmentos, de trozos de papel dispersos", según sus propias palabras, funciona perfectamente en sí mismo, y da pie a una película que tiene tanto de cuaderno personal de un viaje a la incertidumbre como de relato de aventuras sin graves peligros reales. Es una lástima, por lo demás, que Lacuesta, en su proceso de deliberada mistificación anti-romántica de Augiéras, haya omitido toda mención explícita a la homosexualidad rampante del pintor francés, pues sin ese dato el espectador desavisado no entenderá el ingenioso juego de alteridades ‘gays' que asume a lo largo del film el muchacho negro que precisamente es llamado y se llama a sí mismo "François Augiéras".

      La discontinuidad que compone la línea de fabulación de ‘Los pasos perdidos' produce momentos de fascinante hechizo, nada perjudicados por la noción de secreto a ultranza que inspira a Lacuesta. Son particularmente memorables la visita del protagonista a la recatada prostituta que no se desnuda, el encuentro con los albinos y la ambigua escena de tacto físico entre el joven negro y el joven albo, así como todo el episodio de la vida arbórea y el pequeño ejército de los niños-árbol. Ahora bien, ¿quién relata ‘Los pasos perdidos? El narrador no puede ser el intermitente y en el fondo desvaído Barceló, tampoco el artista muerto hablando desde ultratumba, ni el actor "Bouba" que personifica a Augiéras, ni, si somos estrictos en la aplicación de esa ley capital de la narrativa, el director propiamente dicho. Así que es otra de las preguntas que quedan sin respuesta en el film de Lacuesta, aunque tengo la duda de que esto responda a una vuelta más en la tuerca de los enigmas o a la desatención al punto de vista narrativo endémica entre los cineastas españoles actuales.

     Esa duda no se produce respecto a ‘Pina', extraordinario artefacto con el que Wenders firma una de sus mejores películas, poniendo en la figura de Bausch, que inspiró y alentó el proyecto pero murió poco antes del inicio del rodaje, la agudeza de una mirada de gran cineasta y el portentoso foco de la lente estereoscópica, responsable de ese ‘bulto' casi tangible que tiene la película si se ve (y es ineludible hacerlo de ese modo) en las salas preparadas para 3D y proveedoras de las gafas de pasta negra capaces de llevarnos hasta el fondo casi infinito del plano cinematográfico.

       Vista así, ‘Pina' tiene un poder seductor que le devuelve al cine aquella primaria condición de "substancia de los sueños" que añoraba Lévi-Strauss con la llegada, a lo largo de los años 1960, de las corrientes, las militancias y los manifiestos de las ‘nuevas olas'. Lejos del efectismo de una película en 3D tan pueril como ‘Avatar' (por citar un ejemplo), ‘Pina' se sirve de las tres dimensiones para dar relieve y hondura al incomparable trabajo de ese genio del siglo XX llamado Pina Bausch, quien confesó una vez: "no estoy interesada en cómo se mueven mis bailarines, quiero saber qué los mueve".

     Wenders, de común acuerdo previo con la autora, eligió cuatro de sus grandes coreografías, mostradas exhaustiva aunque salteadamente a lo largo de los 103 minutos del film, que proporciona, además, la oportunidad de ver imágenes de la propia Pina bailando -con su cuerpo escuálido y su rostro doliente- el papel solista de ‘Café Müller', tal vez su obra maestra y una de las piezas más trascendentales del teatro contemporáneo. Pero como rehuye la exaltación hagiográfica y el esquema trillado de las entrevistas, Wenders ha entreverado en esos fragmentos coreográficos unos 'solos' de danza a modo de "respuestas bailadas" del elenco de la Tanztheater Wuppertal a una preguntas no rutinarias del director. Los solos se desarrollan en escenarios naturales elegidos por él en torno a la ciudad germana donde la artista creció y fundó su compañía, y demuestran el infalible instinto plástico del autor de ‘París, Texas'. En un complejo industrial, junto al acantilado o la montaña, bajo el carril de un tren aéreo, los cuerpos se nos adhieren, y las sillas, las piedras, las hojas en un parque otoñal y el agua que salpica desde los charcos nos insinúan, con su materialidad realzada, un más allá del arte.

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28 de noviembre de 2011
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El semestre soviético

Ahora que se dan, sorprendentemente, brotes de realismo socialista en la novela española contemporánea, la Fundación Juan March presenta una interesantísima exposición dedicada, a través de la figura del pintor Aleksandr Deineka (1899-1969), al arte oficial realizado bajo Stalin y los primeros años del ‘deshielo’ soviético. Coincide la muestra con otra no menos fascinante en La Casa Encendida (abierta, como la anterior, hasta el próximo mes de enero), y que lleva el hermoso título de ‘Caballería Roja’, prestado del novelista ruso Isaak Babel, ajusticiado en 1940 por la policía del régimen. Teniendo en cuenta que hasta finales de agosto se pudo ver en el Museo Reina Sofía, dentro de la antológica ‘El movimiento de la fotografía obrera (1926-1939)’, una importante sección dedicada a la URSS, y que en septiembre se clausuró en Caixa Forum la excepcional ‘Construir la Revolución. Arte y arquitectura en Rusia 1915-1935’, podemos decir que Madrid está viviendo su más intenso semestre soviético desde el fin de la guerra civil.

   Tiene sentido recuperar, con la riqueza y la variedad que se dan tanto en La Casa Encendida como en la Fundación Juan March, un tiempo tan fértil en la creación de nuevas formas, poniéndolo en el contexto de una revolución que se convirtió paulatinamente en una paralizante pesadilla autoritaria encarnada en esos dos demonios exterminadores (no sólo de artistas) que fueron Stalin y su esbirro Beria. El espectro recogido por ‘Caballería Roja’ es muy amplio (es una exposición que se aconseja visitar con tiempo por delante), y para mí destaca, en el siempre estupendo ‘bric-à-brac’ comunista, el juego de ajedrez donde se enfrentan, en madera y marfil, los peones del mundo capitalista y la Rusia soviética, y, dentro de un registro mucho más serio, la parte dedicada a los pioneros del arte del sonido, con la ambigua y sugestiva figura de Lev Theremin, al que Hitchcock debe algunos de sus mejores ‘thrills’.

    El pintor y magnífico dibujante Aleksandr Deineka empezó ejercitándose en la vanguardia, pero tuvo más suerte o más picardía que todos aquellos osados poetas, pintores, directores de cine y de teatro que sufrieron persecución y sumaria ejecución por las mismas razones por las que, en 1936, fue acusado Deineka: ser un formalista, lo que equivalía en el lenguaje de los dirigentes del Kremlin a estar infectado por la marea del capitalismo enemigo de la revolución. Deineka capeó ése y otros temporales peores, sobrevivió, viajó con libertad, oficialmente a veces, fuera de la URSS, hizo grandes obras públicas (como sus treinta y cinco plafones de mosaico para el metro de Moscú, reproducidos ingeniosamente en la exposición), y, al lado de cuadros proletarios y deportivos sacudidos por una alta tensión eléctrica y pintados con mano moderna, fue, poco a poco, sucumbiendo a la férrea blandura de un arte de acomodo. En 1946, en un texto que publicó, se permitía atacar el ‘suprematismo’ del gran Malevich, calificándolo de “decorativismo geométrico”, mientras él mismo se preparaba para llevar al lienzo, en los años finales de su vida, escenas de torpe e idílica propaganda. Deineka o el ejemplo de cómo el artista que vende su talento a la causa del dogma es una de las figuras más desgarradoras de la universal historia de la infamia.

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21 de noviembre de 2011
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La “tragedia monstruo” de Lou Reed y Bob Wilson

  Producida por el legendario Berliner Ensemble, el teatro creado por Bertolt Brecht, la "Lulu" de Robert Wilson y Lou Reed estrenada en Paris es un fascinante espectáculo distinto en cuanto a la parte musical del doble disco recién publicado con el mismo titulo, compuesto y grabado por Reed en extraño pero feliz maridaje con el grupo heavy Metallica. La función teatral tiene menos de opera rock que el disco, seguramente porque la personalidad plástica y dramática de Wilson es dominante. La nueva colaboración entre los dos artistas (tras "Rocker Time" en 1996 y "POEtry" en el 2000) resulta, sin embargo, armónica y casi siempre brillante, contando además con nuevas canciones escritas ex profeso por Reed y no incluidas en el vinilo. De hecho dos de las mejores piezas musicales interpretadas en el escenario son nuevas: "A Gift" (con deliciosa letra de Reed que empieza con el verso "Solo soy un regalo para las mujeres de este mundo") y la extraordinaria "Vicious Circle", encomendada al personaje clave de la Condesa y maravillosamente cantada por la actriz Anke Engelsmann. Al mismo tiempo, Wilson encuentra soluciones de poderosa fuerza visual para las composiciones del cantante, destacando en particular la escena sobre la pieza en mi opinión central del disco, "Brandenburg Gate", convertida en un "burlesque" cantando coralmente por los seis protagonistas masculinos.

   Como es sabido, la obra original de Franz Wedekind sobre el personaje inocente y maligno de la joven Lulu que provoca la desesperación y la muerte de sus amantes antes de caer ella asesinada por el mismísimo Jack el Destripador, tiene una complejidad y una extensión que dificulta su plasmación escénica. Aun en su versión inacabada, la opera de Alban Berg captura de modo elocuente el espíritu de Wedekind, si bien el compositor hizo su libreto mucho antes de que, en 1988, se publicase el texto hoy considerado definitivo de la trilogía de "Lulu", más de cuatrocientas paginas en formato libro. El espectáculo de Wilson parte de una dramaturgia muy sucinta (de Jutta Ferbers), primando en él los elementos grotescos de esta "tragedia monstruo", tal y como la llamó el propio Wedekind. Los actores-cantantes son en su mayoría excelentes, aunque la protagonista, la gran Angela Winkler, mas conocida en nuestro país por sus películas con los mejores directores del nuevo cine alemán, no acaba de acoplarse al peculiar lenguaje gestual de Wilson. Este, en una de sus geniales ocurrencias, le ha dado gran relieve, sin un rol específico, a una anciana y magnifica actriz del Berliner Ensemble, Ruth Gloss, que cierra de modo inolvidable el primer acto interpretando uno de los clásicos de Lou Reed, "Sunday Morning".  El montaje, con el acompañamiento de seis músicos nada "heavy" de atuendo ni de carácter, abunda en momentos de irresistible comicidad, en un espíritu que mezcla el "slapstick" del cine mudo con la caricatura de las ilustraciones infantiles del último periodo victoriano. Una lectura intuitiva, sorprendente e iluminadora, muy característica del "sello Bob Wilson", un creador anti-intelectual que solamente en España tiene cierta fama de abstracto y arduo.

   En Francia, por el contrario, es una figura de referencia, me atrevo a decir que un ídolo desde los lejanos días de los primeros 1970 en que fue apadrinado, con un famoso articulo extasiado, por el poeta Louis Aragon. Las entradas para las diez funciones de "Lulu" en el inmenso Théatre de la Ville se agotaron en pocos días, y tiene por ello su lógica que haya sido la capital francesa donde se cerrara el mes de celebraciones "wilsonianas" con motivo de su setenta aniversario. Cinco grandes ciudades del mundo, Berlin, Nueva York, Sao Paulo, Milán y ahora París, han organizado, siguiendo un modelo muy norteamericano, cenas para invitados de pago en beneficio de Watermill, la fundación de investigaciones teatrales y plásticas creada y sostenida por el en Long Island, precedidas cada una por el estreno de uno de sus espectáculos. La de París iba a haberse celebrado en la casa de Pierre Bergé, el viudo de Yves Saint Laurent, del mismo modo que la de Milán tuvo lugar en la de Giorgio Armani. Pero el gran numero de los "paying guests" en París, que incluía, entre amigos y mecenas de diversos países, a Isabelle Huppert, una rejuvenecida Anouk Aimée y el ministro de Cultura Fredéric Mitterrand, obligo a desplazarla al (muy) tradicional restaurante de la Rive Droite "Chez Laurent", donde no faltó el pastel ni las canciones de cumpleaños.     

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14 de noviembre de 2011
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La perorata del bombero

Hoy pocos leen fuera de Francia a Théodore de Banville, el poeta parnasiano de exquisita técnica al que le debemos uno de los conceptos más brillantes de la nomenclatura estética. En 1880, De Banville estableció un nexo comparativo entre los bomberos franceses ("les pompiers") y los personajes de la antigüedad grecorromana de algunos cuadros de Jean Louis David y su escuela neoclásica, que combaten desnudos pero con casco: "le pompier qui se déshabille". A partir de ese texto de De Banville el término ‘pompier' se empezó a aplicar, con el consabido éxito mundial, a los cuadros ridículamente enfáticos, y por extensión, desde entonces, a toda forma de representación artística engolada, vacua y pretenciosa.

    ‘El árbol de la vida' (‘The Tree of Life'), quinta película de Terrence Malick, es constantemente bombera, aunque en algunos momentos de su larga duración de 139 minutos estemos viendo atisbos del gran director que este hombre nacido en Texas en 1943 sin duda puede ser, con el agravante de que cada una de ellas ha sido peor que la anterior. Malick deslumbró en 1974 con su opera prima ‘Malas tierras' (‘Badlands'), un fascinante relato, más lírico que violento, de una pareja de asesinos jóvenes, tocó sesgadamente el ‘western' fantasmagórico con ‘Días del cielo' (‘Days of heaven', 1978), que contaba entre sus alicientes la extraordinaria fotografía de Néstor Almendros, por la que éste obtuvo un Oscar, se retiró después veinte años de las vanidades del cine, según parece para leer con sosiego a Heidegger, sobre el que había hecho una tesis doctoral como alumno en Oxford, y dar clases de literatura en Francia, volviendo a Hollywood en 1998 con ‘La delgada línea roja' (‘The Thin Red Line'), parábola algo tediosa sobre la guerra de Vietnam, muy perjudicada en la casi inevitable comparación con las anteriores obras magistrales de Coppola (‘Apocalypse Now', 1979) y Kubrick (‘Full Metal Jacket', 1987). Luego vino, ya en el siglo XXI, ‘El nuevo mundo' (‘The New World', 2005), que tenía algunas hermosas secuencias en torno al personaje de la india Pocahontas y una enmarañada cantidad de hojarasca.

     ‘El árbol de la vida' arranca con veinte minutos de una excepcional potencia narrativa, presentando en breves trazos elípticos la vida feliz de los O´Brien, un joven matrimonio tejano con tres hijos varones al que un día (estamos en la década de los 50) llega la noticia de la muerte accidental de uno de los chicos; es profundamente conmovedora la escena de la madre (Jessica Chastain) andando por la calle desorientada, y la correspondiente del padre (Brad Pitt) enterándose del accidente por teléfono, a punto de embarcar en un avión que se convierte en el contrapunto sordo de su dolor. Las nociones de pérdida, de ausencia, de recuerdos que no bastan para llenar el vacío dejado por el niño muerto, componen una delicada sonata de cámara, íntima y verdaderamente patética, a la que añade su portentoso instrumento vocal la actriz Fiona Shaw, en una intervención como consoladora abuela irlandesa que se hace corta. Pero inmediatamente después, y una vez que nos ha sabido intrigar con la presencia en una ultramoderna ciudad de hoy del personaje interpretado por Sean Penn, el director siente la necesidad de remontarse a los orígenes del universo, de la angustia vital, de la maternidad, del amor, del Padre Eterno y también de la flora, la fauna y la orografía planetaria. Empieza pues la alegoría, que oscila en la media hora siguiente entre el reportaje al estilo National Geographic y las tomas microscópicas de un documental de divulgación ginecológica, uno y otras de una notable fealdad, culminando esa parte en uno de los mayores hitos de involuntaria comicidad que ha alcanzado el séptimo arte desde que nació: la familia de los dinosaurios problemáticos en el tropo (digital, por supuesto) que la compara a la de los O´Brien. Las músicas acompañantes de ese galimatías, alguna de compositores excelsos, adquiere el valor de una cantinela coral agotadoramente eclesiástica.

      Las artes han dado, antes de que naciera Malick, paradigmas, generalmente sinfónicos, pictóricos o poéticos, de ambiciosas fabulaciones cosmogónicas. Si pensamos en las literarias, probablemente las que más le han inspirado al cineasta norteamericano, acuden enseguida a la cabeza ‘El paraíso perdido' de Milton, ‘El Preludio' de Wordsworth y ‘Hojas de hierba' de Whitman, tres obras también  desmesuradas, no en todos sus versos igual de inspiradas, pero sí dotados sus autores de dos talentos que le faltan a Malick: sentido de la composición y oído. La celebración de sí mismo de ‘El árbol de la vida' (en la que hay numerosos elementos autobiográficos) no tiene, por ejemplo, la rica alternancia del libro de Whitman, que tras iniciar su ‘Song of Myself' con el conocido verso ‘I celebrate myself, and sing myself', sabe intercalar en las exhalaciones subjetivas del vasto poema un elocuente correlato objetivo. Otro tanto sucede en ‘El Preludio', tensado entre las evocaciones personales y las digresiones intelectuales. Respecto al oído poético, no ya aquellos maestros, sino casi ningún escritor consciente del ridículo se atrevería a poner por escrito lo que el narrador de Malick dice en una de sus confesiones más rotundas: "La única forma de ser feliz es amar". Por no hablar, en términos fílmicos, del chirriante final de metáforas vegetales playeras y tecnológicas.

     Irrisoria cuando es trascendental y cósmica, deslavazada al reflejar los trozos de vida de sus seres humanos, es posible, sin embargo, si uno tiene el aguante o la curiosidad de los fragmentos, disfrutar esporádicamente con alguno de los hallazgos plásticos o temáticos: el rito de la rana lanzada al espacio, el niño con pelagra, los juegos táctiles de los dos hermanos en el cristal de la ventana, o la magnífica escena de la enagua de la madre robada, escondida y lanzada al río por el mayor de los hijos, cuando aún no sabemos del todo su agobiado destino bíblico de moderno Job escondido tras el facilón acrónimo de su nombre, Jack O´Brien.

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7 de noviembre de 2011
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‘Mylfs’ y ‘cougars’

Oí por primera vez la palabra ‘mylf' en labios del hijo de una querida amiga, atractiva viuda próxima a cumplir los sesenta que ha llenado su vida de estímulos intelectuales y cuidados corporales. La escena sucedía en la cocina de un piso de París, aun no siendo ninguno de los presentes estrictamente francés; el hijo, un estudiante de periodismo, nos hacía a mi amiga y a mí la revelación de que un compañero de similar edad a la suya (‘veintipocos') había pronunciado en voz baja ese acrónimo de origen norteamericano al conocer a esta hermosa madre, una madre con la que uno querría fornicar ("Mothers You´d Like to Fuck"). El chico lo contaba en la cocina  -donde había un perro muy atento a las incidencias de los humanos-  sin sombra de reproche; más bien con un asomo de vanidad filial.

       Poco tiempo después alguien me informó de la existencia de otro término igualmente asociado a la mujer y a la sexualidad, ‘cougar', que, menos explícito que el primero, tal vez contenga una mezcla de prestigio y desdoro, ya que una ‘cougar' (puma en inglés) es la mujer mayor que se tira  -como las panteras se tiran en la maleza sobre su presa- a hombres mucho más jóvenes que ella. Entiendo que esta nomenclatura figurada, no siendo las actividades a las que se refiere totalmente novedosas, supone, en su creciente uso, un formidable avance: el reconocimiento de que, por perogrullesco que resulte lo que voy a decir, las mujeres también pueden, como los hombres que gustan de hacer el amor con chicas que podrían ser amigas de sus hijas, sentir y cumplir sus deseos fuera del cauce marcado por la edad y las conveniencias sociales.

     Nadie ignora, sin embargo, que la fenomenología del ‘viejo verde' ha sido, desde el tiempo de la comedia grecolatina, una fuente de bromas y burlas. El teatro, la ópera, la poesía satírica, el cine y en menor medida la novela seria han tomado con invariable frecuencia el prototipo del anciano rijoso que, tras mil añagazas y estando por medio a menudo el monto de una herencia o una fortuna fabulosa, obtiene su castigo en el desenlace, quedando con el rabo entre las piernas, desposeído del dinero y viendo con rechinar de dientes cómo las parejas adecuadamente jóvenes triunfan en el amor, en el altar y en el aplauso de los espectadores. Tampoco me siento original (aunque ahí sean muchos los discrepantes) al afirmar que una parte considerable del odio suscitado por DSK tenía que ver con el hecho de que el titular de este nombre acrónimo es un viejo salido millonario.

     Me asombra aún hoy que, en esa ‘cause célèbre', tanta y tan respetable opinión pública y escrita aceptase de entrada, sin asomo de duda, la versión victimaria de la limpiadora guineana, negándose en todo momento a reconocer que Strauss-Kahn ha sido la única víctima ‘probada' del caso, puesto que desde el primer instante de la sospecha fue detenido, sacado a la fuerza de un avión, esposado, maltratado, fotografiado en comisaría de frente y de perfil, encarcelado, desposeído de sus cargos públicos, eliminado de la carrera política a la que legítimamente aspiraba, y, siempre como figura de escarnio o desprecio, prejuzgado por el testimonio de una persona tan lábil y falible como cualquier otra y por la evidencia de unas manchas en el suelo alfombrado de un hotel de lujo. Que su riqueza y sobre todo la de su esposa Anne Sinclair le permitiera capear con comodidad ese cúmulo de desgracias, la mayoría de ellas irreversibles, no altera la condición de chivo (o macho cabrío) expiatorio de DSK. Respecto a la evidencia recogida en la suite neoyorkina del Sofitel, se supo después, demasiado tarde, que, si la mentirosa Nafissatou Diallo mentía también en eso, los restos orgánicos bien podían deberse a una eyaculación pactada por ambas partes.

       El puritanismo, ajeno a la debida repugnancia que debe suscitar un intento de violación en el que casi nadie cree hoy, tiene su abono en esas gotas de semen que un hombre indudablemente priápico derramó en una alfombra. Tras pagar un dinero, con mucha probabilidad. Se une a ese primer puritanismo de base sobre la lubricidad del vejete, otro integrismo peor, cada vez más manifiesto incluso en sociedades y gobiernos progresistas, el sueco, el español de Zapatero: el de entender que todo tipo de intercambio sexual negociado es una forma de atropello criminal, no en los flagrantes casos de explotación y trata de blancas (o negras), sino en aquellos en que las mujeres y hombres adultos que venden su cuerpo están haciendo uso de una prerrogativa que no nos corresponde a los demás, bajo ningún concepto, prohibir, vilipendiar, y mucho menos condenar.

      De las cosas dichas sobre el ‘affaire' DSK (algunas, he de confesar a título personal, escritas por periodistas españolas que admiro profundamente y fueron muy decepcionantes para mí) destaco las que profirieron dos mujeres francesas a raíz de la liberación del antiguo director del Fondo Monetario Internacional. La primera, ex-ministra y diputada comunista cuyo nombre no recuerdo, declaró que el sobreseimiento sin cargos del sumario abierto a DSK, y esto sí lo cito literalmente, era "un día triste para la justicia y para las mujeres", mientras que la segunda, ni más ni menos que Martine Aubry, una de las candidatas socialistas a la presidencia de Francia, manifestaba compartir "la opinión de muchas mujeres sobre el comportamiento de Strauss-Kahn".

       Las mujeres, en efecto, han de hacer valer con todo el empuje del mundo sus opiniones y sus reclamaciones, su indignaciones y el conseguimiento de sus derechos; en cualquier asunto  -también esto es evidente- exceptuando, me atrevo a señalar, aquellos en los que el reprender o el dictaminar significa ponerse del lado del mismo poder que a ellas secularmente las ha postergado. La lucha femenina es desigual, y su dimensión distinta. En unos lugares las mujeres tienen aún que bregar por lo básico, por lo irrenunciable: no sufrir mutilaciones corporales, no verse obligadas a matrimonios amañados contra su voluntad, no someterse al arbitrio del tirano o del patriarca, poder conducir, cantar, pasar la noche solas en un hotel, llevar el pelo suelto sin constreñimiento, bañarse en la playa como les plazca, casarse o tan solo vivir con el hombre al que aman. En otros, por suerte, han conseguido no ya más conciencia sino el modo de expresarla, con una libertad gestual que los estamentos habitualmente sospechosos y muy en especial las iglesias, capitaneadas todas por hombres, tratan de recortar, empleando el mismo afán justiciero con el que tratan de imponer sus anatemas a ciudadanos y grupos minoritarios enfrentados al monopolio de la moral.

     Esa libertad de la mujer, todavía vista con recelo o violentamente negada, incluye, por supuesto, las distintas formas de la voluptuosidad, una pasión que malamente admite preceptos, definiéndose al contrario por su licencia. La de amar o simplemente fornicar con hombres que podrían, por edad, ser sus hijos, sin que, al hacerlo a las claras, la maquinaria del humor rancio empiece a elaborar chistes hirientes contra las "viejas verdes".

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31 de octubre de 2011
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Tagore

Pocos se han acordado en España de conmemorar al primer asiático galardonado con el premio Nobel de Literatura, Rabindranath Tagore, que nació hace 150 años en Calcuta, capital del estado de Bengala, y allí murió, después de una larga vida viajera y comprometida, en 1941. El mundo anglosajón (por no hablar de la India, donde su figura es carismática, y entre los bengalíes venerada) lo ha celebrado de la mejor manera posible, reeditando muchas de sus obras y siendo, en las principales reseñas que he leído, imparciales con él: la poesía y el teatro de Tagore no han sido bien tratados por el paso del tiempo, pero su asombrosa versatilidad y su vocación de mentor y agitador social le dan un relieve que mantiene la capacidad de fascinar. Para mí fue una impresión muy gratificante, hace tres años, visitar en Calcuta la mansión familiar de Santiniketan donde él creó su hoy muy pujante centro de estudios y donde murió: un equilibrado remanso de civilización y belleza en la caótica y superpoblada ciudad. Y allí oí por primera vez la música de Tagore, una de las facetas más vigentes de su creación artística; es una lástima que las grabaciones de sus canciones líricas, interpretadas por grandes artistas clásicos del siglo XX como Hermanta Mukherjee, Prasad Goswami o Debabrata Biswas, tan asequibles en la India, apenas se conozcan en Occidente.

     Pese al olvido actual, Tagore tuvo una intensa y peculiar relación con España a través de Juan Ramón Jiménez, que se erigió en portavoz, traductor y hasta mejorador de su obra tras habérsela hecho conocer en 1913 Zenobia Camprubí, quien tres años después se casaría con el poeta onubense. Aún se debate sobre el reparto de papeles de la pareja en esa tarea de versionar a Rabindranath, siempre a través del inglés y no del bengalí en el que aquél escribía. En una de las pocas publicaciones ‘ad hoc' que han aparecido este año en nuestro país, la recopilación de aforismos poéticos ‘Pájaros perdidos' (Renacimiento, Sevilla 2011), el prologuista Arturo Ramoneda, que reconstruye con gracia un frustrado viaje de Tagore a España, parece compartir la inveterada sospecha de que, como en otros célebres matrimonios literarios, ella era la laboriosa y él el abajo firmante. Juan Ramón, sin embargo, con la petulancia que incluso sus más fervientes admiradores reconocen, le decía a su madre, en una carta, que "en las traducciones de Tagore [...] yo hago casi todo el trabajo, naturalmente".

     Fui en la adolescencia un lector deslumbrado de Tagore, de su teatro en particular (muy asociado al de Yeats, que le apadrinó y algo se dejó influir en sus propias piezas escénicas), pero ahora echo en falta en castellano nuevas traducciones de sus historias cortas y alguna de sus novelas como ‘La casa y el mundo', sin duda magníficas; Alianza Editorial mantiene en su catálogo media docena de sus títulos poéticos y dramáticos más conocidos (en las versiones de Camprubí/Jiménez), y Visor relanzó hace unos meses la antología ‘Últimos poemas', con traducción directa del bengalí revisada en castellano por el novelista Mariano Antolín Rato. La narrativa de Tagore inspiró además varias películas de otro extraordinario artista bengalí, Satyajit Ray, formado en la escuela de Santiniketan y en buena medida discípulo suyo. ‘Charulata', una de las obras maestras del cineasta, adapta maravillosamente ‘El nido roto', uno de los relatos más memorables del olvidado gran gurú.

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24 de octubre de 2011
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