Utrecht esconde una sorpresa que no es la de sus canales en ‘duplex', ni la del campanario de su catedral, el más alto de Holanda, ni siquiera su paz, la que estudiábamos con encono en la escuela, pues al firmarse en 1713 el tratado o ‘Paz de Utrecht' que ponía fin a la llamada guerra de Sucesión española, se "nos quitó" Gibraltar. La sorpresa o regalo es el poder conocer, de un modo que rara vez es posible con tanto pormenor, la obra de uno de los grandes arquitectos de la vanguardia europea, Gerrit Rietveld, oriundo de la ciudad.
La llegada a Utrecht, que normalmente será por tren, una de las delicias de ese país pequeño y de eficiente transporte, puede desconcertar. El viajero sabe que está llegando a una población recoleta e histórica, y lo que encuentra nada más pisar el andén es un descomunal centro comercial atestado de franquicias y floristerías. Hay que salir de ese laberinto francamente feo aunque muy céntrico, empotrado en la estación de Santa Catalina, y hallar el camino, muy bien indicado, hacia la zona monumental y navegable, que, como suele suceder, está en torno a la plaza de la catedral o Dom; su torre gótica, de 112 metros de altura, se halla de hecho separada del templo, por culpa de un devastador tornado de fines del siglo XVII que, entre otros estragos, demolió el conjunto de la nave, dejando intacto el ‘campanile'. Desde lo alto hay una vista espléndida y casi ilimitada, en una tierra tan llana, punteada de hitos, parques y zonas acuáticas; también se ve, en una esquina estratégica de esa plaza catedralicia, el Domplein, la bandera española ondeando, no por desafío patriótico en la ciudad donde se fraguó la famosa amputación territorial sino porque allí se encuentra, en una bonito edificio que fue durante un tiempo templo metodista, la sede del animado Instituto Cervantes local.
Como el casco antiguo es pequeño, todo lo fundamental de la visita ‘clásica' se puede hacer en un recorrido de dos o tres horas: de las 40 iglesias que se alzaron en tiempos de esplendor, quedan pocas, siendo la de mayor interés, después de la catedral (su claustro es beatífico), la Pieterskerk, airosamente románica antes del tornado y las posteriores restauraciones. Cerca también del Domplein está el Museo Central, reducido de tamaño pero poseedor de una buena representación de pintura barroca, con los fascinantes ‘Caravaggistas' de Utrecht, y una muy bien dispuesta colección de muebles y objetos de diseño del primer tercio del siglo XX. Y después -o antes- el paseo por sus canales, bordeándolos o surcándolos en las embarcaciones ‘ad hoc'. Como ya dijimos, la ciudad se jacta, con toda razón, de un rasgo original y único en Holanda, el canal en dos niveles, pues en la Edad Media muchas de las casas construidas al borde de esas vías acuáticas abrieron almacenes en una planta inferior, que ahora, convertidos la mayoría en tiendecitas, cafés con encanto o talleres de artistas, permiten en el buen tiempo caminar o tomarse una copa a ras de agua y -por así decirlo- bajo tierra.
Con la misma entrada que da acceso al Museo Central y al contiguo Dick Bruna Huis (la casa-estudio donde desarrolló su obra un ilustrador muy amado por los niños holandeses) se visita, en un barrio algo más apartado, y haciendo una reserva previa en la oficina de turismo en Domplein, lo que, para mí, justifica ‘per se' el desplazamiento a Utrecht, la casa Rietveld/Schröder. En un país de excelentes arquitectos, que sólo en el siglo XX cuenta con los nombres de Hendrik Berlage, Michel de Klerk, J.J.P. Oud o, más contemporáneamente, Rem Koolhaas, Rietveld (pronunciado "Ritfeld") destaca, situándose a la altura de las grandes figuras europeas del movimiento moderno. Creador muy activo y principal en el grupo ‘De Stijl' (‘El estilo'), formado en 1917 en torno a la revista de igual título por el pintor y escultor Theo Van Doesburg, de Rietveld se suelen conocer más sus muebles, algunos de ellos piezas emblemáticas, como el ‘Sillón rojo y azul' en madera y la endiablada ‘Silla zig-zag'. Pero Rietveld era un portentoso arquitecto, al que perjudica el haber trabajado casi exclusivamente en su país, y ni siquiera en la capital; una buena parte de sus construcciones forma hoy la Ruta Rietveld, con quince paradas visitables sólo en la provincia de Utrecht.
Ahora bien, la casa que este genial diseñador le construyó en 1924 a su amiga Truus Schröder es algo singular, un edificio con la elocuencia de una pintura parlante, que proporciona al curioso la sensación de estar durante una hora en un gran cuadro abstracto y tridimensional, mientras descubre el funcionamiento interno de un espacio amueblado para gozar prácticamente del secreto del neoplasticismo que difundieron Von Doesburg y Mondrian, asociado y colaborador de ‘De Stijl'. La casa fue ocupada sin interrupción, primero por Truus, que allí vivió con sus hijos y quedó viuda, acogiendo en los últimos años al propio arquitecto, en calidad, según parece, de huésped y amante. Eso permitió que el inmueble se haya mantenido en perfecto estado y con sus utensilios y elementos originales. La visita acompañada es un modelo de discreción y facilidad; todo se abre o se despliega para mostrar la constante inventiva que dentro de lo funcional tenía Rietveld: una bañera de piedra camuflada, una cocina estricta y luminosa, dormitorios que se hacen estudios por el corrimiento de unas mamparas. Y el colorido, los seis colores básicos con los que Rietveld pinta la mejor obra de arte habitable que conozco.
