Vicente Molina Foix
Pocos se han acordado en España de conmemorar al primer asiático galardonado con el premio Nobel de Literatura, Rabindranath Tagore, que nació hace 150 años en Calcuta, capital del estado de Bengala, y allí murió, después de una larga vida viajera y comprometida, en 1941. El mundo anglosajón (por no hablar de la India, donde su figura es carismática, y entre los bengalíes venerada) lo ha celebrado de la mejor manera posible, reeditando muchas de sus obras y siendo, en las principales reseñas que he leído, imparciales con él: la poesía y el teatro de Tagore no han sido bien tratados por el paso del tiempo, pero su asombrosa versatilidad y su vocación de mentor y agitador social le dan un relieve que mantiene la capacidad de fascinar. Para mí fue una impresión muy gratificante, hace tres años, visitar en Calcuta la mansión familiar de Santiniketan donde él creó su hoy muy pujante centro de estudios y donde murió: un equilibrado remanso de civilización y belleza en la caótica y superpoblada ciudad. Y allí oí por primera vez la música de Tagore, una de las facetas más vigentes de su creación artística; es una lástima que las grabaciones de sus canciones líricas, interpretadas por grandes artistas clásicos del siglo XX como Hermanta Mukherjee, Prasad Goswami o Debabrata Biswas, tan asequibles en la India, apenas se conozcan en Occidente.
Pese al olvido actual, Tagore tuvo una intensa y peculiar relación con España a través de Juan Ramón Jiménez, que se erigió en portavoz, traductor y hasta mejorador de su obra tras habérsela hecho conocer en 1913 Zenobia Camprubí, quien tres años después se casaría con el poeta onubense. Aún se debate sobre el reparto de papeles de la pareja en esa tarea de versionar a Rabindranath, siempre a través del inglés y no del bengalí en el que aquél escribía. En una de las pocas publicaciones ‘ad hoc’ que han aparecido este año en nuestro país, la recopilación de aforismos poéticos ‘Pájaros perdidos’ (Renacimiento, Sevilla 2011), el prologuista Arturo Ramoneda, que reconstruye con gracia un frustrado viaje de Tagore a España, parece compartir la inveterada sospecha de que, como en otros célebres matrimonios literarios, ella era la laboriosa y él el abajo firmante. Juan Ramón, sin embargo, con la petulancia que incluso sus más fervientes admiradores reconocen, le decía a su madre, en una carta, que "en las traducciones de Tagore […] yo hago casi todo el trabajo, naturalmente".
Fui en la adolescencia un lector deslumbrado de Tagore, de su teatro en particular (muy asociado al de Yeats, que le apadrinó y algo se dejó influir en sus propias piezas escénicas), pero ahora echo en falta en castellano nuevas traducciones de sus historias cortas y alguna de sus novelas como ‘La casa y el mundo’, sin duda magníficas; Alianza Editorial mantiene en su catálogo media docena de sus títulos poéticos y dramáticos más conocidos (en las versiones de Camprubí/Jiménez), y Visor relanzó hace unos meses la antología ‘Últimos poemas’, con traducción directa del bengalí revisada en castellano por el novelista Mariano Antolín Rato. La narrativa de Tagore inspiró además varias películas de otro extraordinario artista bengalí, Satyajit Ray, formado en la escuela de Santiniketan y en buena medida discípulo suyo. ‘Charulata’, una de las obras maestras del cineasta, adapta maravillosamente ‘El nido roto’, uno de los relatos más memorables del olvidado gran gurú.