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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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El arte del carteo

Confieso de antemano un interés particular en el asunto que trato, el casi desaparecido arte (o al menos costumbre) de la correspondencia. Conservo en mi poder miles de cartas recibidas a lo largo de mi vida y mandadas por todo tipo de personas, escritores de gran renombre y criaturas sin ‘pedigree’, del mismo modo que, si sus destinatarios no las perdieron o quemaron por despecho (en el caso de las amorosas), en algún baúl o alacena estarán las que yo esmeradamente he escrito sin cesar hasta hoy mismo. También confieso, y no es un secreto, que hace unos pocos años escribí una extensa novela de casi 500 páginas toda ella desarrollada en cartas cruzadas por un gran elenco de personajes reales e inventados de la España del siglo XX. El libro, que llevaba por título ‘El abrecartas’, obtuvo varios premios ‘a posteriori’, y me proporcionó además un incomparable regalo: Correos editó una estampilla de curso legal con la portada de la novela, que utilicé, hasta casi agotar la edición de 300 sellos, en las cartas con sobre que seguí enviando a mis amistades.

    Se entenderá por ello que celebre la tendencia editorial, nueva entre nosotros, a publicar de modo constante correspondencias; uno de los mejores libros del año pasado fue para mí el cruce de cartas entre Carmen Martín Gaite y Juan Benet (muy bellamente producido por Galaxia Gutenberg), y ahora mismo leo con placer el grueso volumen recién publicado por Edicions 62 con el carteo del gran Llorenç Villalonga y su más joven y persistente amigo Baltasar Porcel, que, pese a su título en catalán, ‘Les passions ocultes’, están en el 90% del total escritas en castellano.

   Por las mismas razones, acudí con ilusión a la Biblioteca Nacional para ver lo que prometía ser un festín: 500 años  de escritura de cartas, como dice el subtítulo de una exposición titulada, con cierta ordinariez, ‘Me alegraré que al recibo de ésta’. La decepción duele, pues se trata de una muestra diminuta y confusa, montada en un pasaje del Museo del Libro, en la planta sótano de la Biblioteca, y desprovista de catálogo o mero folleto explicativo. El visitante, si logra encontrarla y deslindarla del resto de contenidos del museo, encontrará cosas curiosas, como los manuales para enseñar a escribir cartas, y alguna rareza, no siempre bien articulada con el resto del material. La curiosidad chismosa, tan legítima cuando las cartas tienen historia o nombre, sostiene los pocos gozos de la exposición; una misiva de Valle Inclán a Azorín del año 1923, en la que destaca la letra vigorosa del gallego, con sus mayúsculas reforzadas, o el apelativo con el que Doña Emilia Pardo Bazán encabeza una de sus cartas amorosas a  Don Benito Pérez Galdós: “mi ratón del alma”. La época contemporánea está muy mal reflejada, y sólo nos consuela (un poco) la carta en la que María Teresa León, escribiéndole desde Roma en 1969 a su amiga Olga Moliterno, después de exponerle ciertas cuitas familiares se queja de que Sarita Montiel, así la llama, aún no les ha pagado un libro y un dibujo de Rafael Alberti. No sabemos si la pobreza de esta exposición se debe al presente curso de los tiempos o al hecho de que la inveterada falta de atención a ese importante capítulo literario que son las cartas haya desprovisto a la primera biblioteca de España de un buen fondo del que tirar.

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7 de mayo de 2012
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El antimoderno convulso

'Fausto’ no es una película para almas impacientes. Aunque menos larga, con sus 134 minutos de metraje, que alguno de sus poemas documentales más celebrados (‘Confesión’, “novela corta cinematográfica en cinco capítulos“, de 210 minutos de duración, y ‘Voces espirituales’, que alcanzaba los 340), Sokurov se toma su ‘tempo’ y sus circunloquios, si bien es cierto que en este caso le justifica la fuente literaria de la que parte, el ‘Fausto’ teatral de Goethe, que en su redacción última superaba las 300 páginas. Y tampoco está hecha para espectadores de estómago delicado: arranca con la escena de la autopsia de un cadáver pútrido, que no elude ninguna de sus interioridades, y contiene además laceraciones, lepras, úlceras, evisceraciones, homínidos en estado fetal y, en una secuencia memorable, el desnudo integral de Mefistófeles (nunca llamado así en el film) entrando en unos baños públicos y mostrando su cuerpo monstruoso de minúsculo rabo anal y carnes adiposas carentes, allí donde tenía que estar, de miembro viril. El diablo de Sokurov parece una figura salida de un cuadro de El Bosco, que es una referencia estética, pero no la única, de una película llena de recursos pictóricos.

 

    ‘Fausto’, premiada en la última Mostra de Venecia con el León de Oro, es, si no me equivoco, la tercera obra fílmica del artista ruso que llega a nuestras pantallas de estreno, después de ‘Aleksandra’ y ‘El arca rusa’, aunque sus trabajos plásticos y videográficos circulan con regularidad por los museos y galerías de arte de vanguardia, en Madrid y, ahora mismo, a través de un ciclo de sus series militares en el MACBA de Barcelona. Discípulo confeso del gran cineasta Andrei Tarkovski, de quien hizo un elocuente retrato libre en su ‘Elegía de Moscú’, Sokurov es un antimoderno radical; se confiesa deudor conceptual del siglo XIX, y sostiene que el cine que hoy se exhibe en salas comerciales debería llevar, como los paquetes de cigarrillos, el aviso de que lo que se va a ver “es peligroso para el espíritu”. En ese sentido, era reveladora en ‘El arca rusa’ la presencia, como protagonista, maestro de ceremonias y alter ego del director en el recorrido (una sola toma de 96 minutos) por el Museo del Hermitage, del Marqués de Custine, fascinante figura del pensamiento reaccionario decimonónico, cronista lúcido de la Europa de su tiempo, homosexual rampante y legitimista monárquico.

    ‘Fausto’ es el segmento final de una tetralogía fílmica sobre el poder, hasta ahora centrada en grandes dignatarios políticos del siglo XX: Hitler (en ‘Molokh’, de 1999), Lenin (en ‘Telets’, 2001) y el emperador Hirohito (‘The Sun’, 2005, única de las cuatro que no he visto). En las dos primeras, Sokurov utilizaba actores y fondos de archivo para sus alegorías, mientras que en ‘Fausto’ sigue un tratamiento de ficción pura y una iconografía romántica, siguiendo con notable fidelidad las acciones y muchas de las palabras del texto de Goethe. El propio director ha aclarado la vinculación del conjunto: “Los tiranos de las películas anteriores de la tetralogía se veían a sí mismos como representantes de Dios en la Tierra, pero hacían un desagradable descubrimiento: sólo eran humanos. En Fausto sucede lo contrario: un hombre se convierte en ídolo ante nuestros ojos. La marcha triunfal de Fausto por el mundo sólo es el comienzo […] Se marcha para convertirse en un tirano, un líder político, un oligarca”. El espectador no verá la resolución de ese proceso simbólico, y Sokurov, con cierta malicia, lo corrobora al hacerse esta pregunta: “¿Es casualidad que el autor del film interrumpa ese viaje?”.   

      Como el Marqués de Custine, Sokurov es un intempestivo, que busca la belleza convulsa del irracionalismo contemporáneo, aunque no podamos decir que se trate de un hombre que guste de Breton y del surrealismo programático. De buscarle otro paralelo excéntrico, yo pensaría en Lautréamont, compartiendo ‘Fausto’ con ‘Los cantos de Maldoror’ una deslumbrante riqueza metafórica, una oscuridad que incita a seguir mirando, y un paroxismo un tanto sensacionalista, con el que nos sacude, nos desconcierta y nos perturba con frecuencia. Para conseguir sus efectos, Sokurov se sirve en su película de un actor especialmente inspirado, Anton Adasinsky, que interpreta al deforme demonio tentador, y de unos procedimientos formales que suele utilizar: el uso de filtros de color y juegos monocromos en la imagen, y la deformación anamórfica del encuadre, por medio de una especie de contracción de los fotogramas que no siempre resulta relevante. Aun así, ‘Fausto’ interesa e intriga en todo momento, y tiene momentos de singular belleza: las secuencias en el interior de la iglesia, bañado de una luz blanca que apunta a la abstracción, y el largo paseo por los bosques de las dos parejas formadas por Fausto y Margarita y la madre de ésta acompañada de Mefistófeles; la escena da un sentido a la película, pero es asimismo el recordatorio del talento de paisajista de Sokurov. Con lo que podríamos llamar su naturalismo místico, el director ruso consigue que la aridez y la autocomplacencia de algunos de sus títulos, como las citadas ‘Confesión’ y ‘Voces espirituales’, posean una intensidad lírica próxima a la de Tarkovski.

    Odiado por muchos y adorado por los ‘happy few’, ignorado y premiado, Alexandr Sokurov es, como los recientemente fallecidos Theo Angelopoulos y Raúl Ruiz, un cineasta portentosamente ambicioso e intermitentemente desigual que nunca he dejado de seguir con pasión. Alguien, y ahora hablo sólo de él, de quien me aleja su espiritualidad de cuño religioso y tal vez ciertos posos ideológicos heredados del zarismo, pero al que no olvido como autor de tres obras maestras fundamentales: ‘Sonata para viola’ (original retrato del compositor Shostakovich, realizado en 1981 en colaboración con Semyon Aranovich), la profundamente conmovedora ‘Madre e hijo’ (1996) y ‘El arca rusa’ (2002), incomparable e hipnótica metáfora del peso del pasado en un presente sin norte.

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30 de abril de 2012
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Una noche, un tren

Veinte años después de haber obtenido (y rechazado) el premio Goncourt por ‘El mar de las Sirtes', Julien Gracq publicó en 1970 con su habitual editor francés José Corti ‘La presqu´île' (‘La península'), un volumen narrativo compuesto de tres relatos sin más unidad que la impuesta por el estilo y la inspiración del paisaje transfigurado de uno de los más grandes novelistas del siglo XX. La segunda parte independiente que daba título a aquel libro, ‘La península', nos llega en castellano editada por Nocturna, que ya sacó anteriormente, por separado, la tercera y más breve, ‘El rey Copetua', también en traducción de Julià de Jòdar. No quisiera quedar como un exagerado al afirmar que este libro de poco más de cien páginas, y en esta versión, constituye un acontecimiento literario que, probablemente, no situará a Gracq en las listas de los ‘best sellers'; nunca fue, y no podía ser, un autor de muchedumbres, pese a su estatuto de clásico moderno en Francia, ya entronizado desde los años 90 en los dos volúmenes de sus obras completas dentro de la Bibliothèque de la Pléiade.

      Preguntado en cierta ocasión sobre el influjo de su formación científica en su obra, Gracq respondió que "cuando se ha hecho geografía física es igual de imposible al mirar un paisaje dejar de ser geógrafo de lo que lo es para un médico que mira una escultura olvidar la anatomía y las sesiones de disección". Gracq el escritor (escindido del profesor de geografía Louis Poirier, su verdadero nombre) hace habitable en sus novelas una Bretaña primordial y descrita en bellísima minucia como un lugar lleno de resonancias del tiempo ido pero a la vez sujeto al color y a las figuraciones de lo contemporáneo. De hecho, el protagonista de ‘La península', Simon, se pasa casi todo el relato conduciendo su coche y esperando trenes que pueden traer de pasajera a Irmgard, la amante con la que fantasea en un delirio diurno o sueño anticipado.

     Gran maestro en el arte descriptivo, equiparable a Proust, Gracq usa las palabras llevado por una sensualidad del sonido que le procura al lector no ya aquel "placer del texto" que señalaba Barthes, sino una intensa y verdadera lujuria de la lengua. Todo ello sin amaneramiento ni poses verbales; ‘La península' avanza al ritmo de la espera de Simon, angustiosa y sensual, sostenida la trama por el movimiento interno de una sucesión de metáforas que nunca son estampas, pues añaden densidad dramática y crean tensión. Cito un ejemplo: "tan cerca como estaba ahora del placer que el tren nocturno le acercaba a toda velocidad, le parecía que el paisaje que le rodeaba hubiera debido de enarbolar alguna señal precursora, algo así como esas comitivas musicales, esas calles alfombradas, esas carretas enjaezadas que advierten de la proximidad de las romerías aldeanas".

    Científico de la construcción narrativa y orfebre de la frase (y modelo en las dos instancias de Juan Benet, para quien fue seminal, más que Faulkner), leer a Gracq consiste en introducirse en un paraíso intoxicante donde, entre la vegetación frondosa y bellísima siempre hay, a punto de brotar, un convulso mundo de pasiones (el escritor coqueteó con el Surrealismo y publicó un libro, lleno de interés, sobre André Breton). Da gusto poder decir que en Julià de Jòdar Julien Gracq ha encontrado a un traductor de una calidad extraordinaria, nada frecuente, y mucho menos al enfrentarse a quien es, por su ritmo, su precisión y la riqueza un tanto arcaizante del léxico, un autor de los que se suele considerar intraducibles. Aquí está, traducido de modo deslumbrante por un novelista -y eso produce más asombro- de lengua catalana que maneja el castellano con un rigor y una inspiración inmejorables. Sólo es de señalar, a riesgo de caer en la mezquindad ante un trabajo de tanta perfección, el pequeño desliz de ese "llegase con el tren" (por "serait dans le train") o el uso corrompido por el habla corriente de "derelictos" en vez de "derrelictos", aunque es de justicia resaltar que la recuperación de la palabra castellana en su acepción auténtica de sustantivo (traduciendo la francesa "épaves") es uno de los incontables logros del traductor.

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23 de abril de 2012
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Marina y Antony, Bob y Willem

Hay varias combinaciones para enfrentarse a Vida y muerte de Marina Abramovic, el espectáculo que se representa en el Teatro Real de Madrid hasta el día 22 de abril. La primera empareja a la artista conceptual y performer que da título a la obra con quien fue durante años su amante y colaborador artístico, Ulay, evocado en la obra teatral y presente en alguno de los fascinantes materiales videográficos que se pueden ver en la exposición Abramovic abierta en la galería madrileña La Fábrica hasta el mes de junio. En la galería vemos el cuerpo y la sangre (el substrato sado-masoquista es esencial) de ‘la Abramovic', y llamarla así, con el artículo delante de su apellido, al modo de la Callas o la Caballé, tiene sentido, pues en el Real su porte, su imponente figura estatuaria y sus modos son operísticos; desgraciadamente, su voz ni es operística ni es buena, y la canción que interpreta, medio hablándola, en el segundo acto constituye el único momento irrelevante y mortecino de la velada.

        Pero hay otro raro y anómalo emparejamiento, también de índole amorosa, aunque casta, que une a la artista serbia con su alter ego en escena, la estrella pop inglesa Antony, que aparece sublime vestido de tumba etrusca y canta, él sí divinamente, unas piezas melancólicas y de un barroco muy contemporáneo.

     La tercera pareja la forman dos cómplices excepcionales, Bob Wilson y Willem Dafoe, que trabajan juntos por primera vez y se han entendido a la perfección, Wilson como director y diseñador de escena, el segundo como actor principal y narrador de la obra. Era estimulante, el pasado martes 10 de abril, en el ensayo general con público (un llenazo) ver a Wilson, sentado en el patio de butacas junto a su mesa de trabajo, reírse con las intervenciones irónicas o dramáticas de su actor; las carcajadas de gozo del director eran siempre las primeras y más sonoras.

    Preguntado en una reciente entrevista, mientras ensayaba en Madrid, por el sufrimiento implícito en un trabajo tan riguroso y matemático como éste, el cantante Antony tuvo una respuesta con la que concuerdo plenamente: crear no es ese dolor que muchas veces se compara ginecológicamente con un parto. La creación artística, por difícil y arriesgada que sea, tan sólo requiere "sentimientos fuertes". Los hay, bajo su apariencia de gélida belleza y ‘burlesque', en esta inolvidable Vida y muerte de Marina Abramovic.

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17 de abril de 2012
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Esencias poéticas

Durante años, Loewe fue para mí el nombre de un perfume por el que notaba la presencia de un amigo muy querido que siempre se lo ponía. También sabía, claro, que la marca, de fama internacional, producía bolsos y maletas, hermosos chaquetones de piel (demasiado caros tal vez para mi bolsillo) y corbatas de estampados zoológicos y blasonados, una de las cuales, que me regaló una chica por Reyes, aún conservo y me pongo de vez en cuando, ahora que la prenda -como yo mismo- tiene categoría de ‘vintage'. Pero llegó un momento en que esta firma, llevada por el entusiasmo de Enrique Loewe, empezó a patrocinar a través de una fundación un premio poético, en realidad dos, y la casa de alta costura se ha convertido en uno de los más importantes centros de irradiación de la poesía en lengua castellana; este año se ha concedido el que lleva el número XXIV en su modalidad ‘senior' (el de Creación Joven quedó desierto), y el libro que lo ha ganado, ‘Canción en blanco', es de extraordinaria calidad.

Impresiona ver en el ejemplar ganador, muy bien editado como es norma de la casa por Visor, los nombres del jurado, García de la Concha, Brines, Caballero Bonald, Colinas, García Baena, Siles, Villena, Pérez Azaústre (que ganó el año pasado), así como el listado de los antecesores en el premio, que se lee como un censo de la mejor poesía española de las tres últimas décadas (hay tres premiados latinoamericanos, para mi gusto de inferior calidad). A ellos se suma hoy Álvaro García, malagueño del año 1965, muy buen poeta y traductor, entre otros, de Auden, Larkin, Kipling y Margaret Atwood, que ofrece en ‘Canción en blanco' algo nada frecuente entre nosotros, un poema largo, unitario, de quinientos versos, en los que el curso narrativo de cuño anglosajón se ve realzado por ciertos brotes visionarios, irracionalistas, y una honda potencia lírica en el tratamiento del tema amoroso.

Como ha indicado su autor, ‘Canción en blanco' sitúa en un hotel de una gran ciudad a una pareja de amantes: "el mismo punto inmóvil / del mundo giratorio y azulado / en cuya habitación / de este hotel junto al mar / también ahora nacemos". Es un poema de cámara, por tanto, en el que, sin embargo, el reflejo urbano entra a ráfagas, algunas de sorprendente elocuencia: "Un último suspiro de la ciudad en sus luces / y empezaba a hacer frío cuando suenan / los silbidos de un loro o los de un loco". En esta hermosa cantata hay reflexiones íntimas y miradas al exterior, sobre un fondo febril ("es como si la luna / ardiera para dos") que oscila entre la aceptación melancólica ("Somos un animal que es dos humanos") y la exaltación erótica: "Con dedos de saliva me recorres / igual que las mareas trabajan una roca, / exhausta al fin en una espuma blanca." El singular relato poético acaba, como las mejores novelas de amor, con el anticipo de la amargura final que toda gran pasión contiene dentro de sí: "Puede que un día estemos / juntos en el olvido uno del otro." Pero la voz de Álvaro García nunca deja de ser sensual y placentera, y el último verso de ‘Canción en blanco' dice así: "La muerte tendrá dentro memoria de un sol vivo".

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9 de abril de 2012
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El género español

Por primera vez en mi memoria de los premios Goya, que cubre, si no me equivoco, los veintiséis años trascurridos desde su inicio, las películas con el mayor número de nominaciones eran todas de calidad. Faltaban, a mi juicio, entre las candidatas dos de las propuestas más estimulantes y ambiciosas del 2011, ‘Los pasos dobles', de Isaki Lacuesta, y ‘La mitad de Oscar', de Manuel Martín Cuenca, un poco raras ambas, quizá, o recalcitrantes, para el gusto académico, aunque Lacuesta sí vio reconocido otro trabajo suyo, ‘El cuaderno de barro', entre las nominadas al mejor largometraje documental. No ganó el premio, concedido, en un acto de justicia metajudicial a ‘Escuchando al juez Garzón', la entrevista que Manuel Rivas le hace a palo seco ante la cámara al magistrado perseguido. El galardón, y las palabras combativas de la directora del film, Isabel Coixet, movieron al aplauso a la sala, mientras quedaban quietas las manos del ministro y el subsecretario de Cultura, presentes en la entrega.

Más que hablar de mi acuerdo o desacuerdo con los resultados, me gustaría hablar de tendencias, ya que las cuatro finalistas a mejor película y mejor dirección, ‘Blackthorn' de Mateo Gil, ‘La piel que habito' de Pedro Almodóvar, ‘No habrá paz para los malvados' de Enrique Urbizu, y ‘La voz dormida' de Benito Zambrano, son obras de género, cada una en su registro, como también lo es la quinta triunfadora, ‘Eva', que obtuvo tres ‘goyas', entre ellos el de mejor director novel para su joven autor Kike Maíllo. ‘Eva', a mi modo de ver la película española más redonda del año pasado, pertenece a un género poco frecuente aquí, el de la ciencia-ficción, y de ahí que resalte más el logro de Maíllo; tiene un guión muy bien escrito (en el que colabora el dramaturgo Sergi Belbel), unos actores estupendos (con un Lluís Homar sensacional haciendo de robot tocado por la ‘comedia del arte') y un conglomerado de aciertos técnicos y visuales más cercanos al aparato industrial de Hollywood de lo que entre nosotros es habitual. También tiene las ingenuidades de la fantaciencia, que no resultan nunca ñoñas, matizadas, como lo están muy efectivamente, por el humor.

La película ganadora de seis ‘goyas', incluyendo los dos principales, ‘No habrá paz para los malvados', es un competente ‘thriller' de policías problemáticos, un género pujante dentro del género del cine negro actual. Urbizu, que no elude los tópicos cuando se le presentan en su propio guión, dirige siempre con brío, rara vez con genio, que es lo que le sobra a su máximo rival del año, Almodóvar. ‘La piel que habito' (con cuatro ‘goyas', ninguno para él directamente) puede tener ciertas descompensaciones en el trazo dramático y tal vez un abuso del ‘flashback', pero es una obra deslumbrante en su relato, en su refinamiento formal, nada veleidoso, y en su propuesta de cine gótico, que transforma el motivo del ‘mad doctor' fílmico (los doctores Jekyll y Caligari, Moreau, Mabuse o Quatermass) en algo más: una profunda exploración de los mecanismos creativos y del rol del artista como gran cirujano de las formas imaginarias. Es además admirable ver al cineasta seguramente más famoso hoy en el mundo dando un salto semántico fuera de la comedia y el melodrama, donde se le reconoce la maestría, para explorar el terreno nuevo del cuento de terror.

Aunque es, de todas las candidatas, la que menos me gusta, ‘La voz dormida' (con premios a dos de sus actrices y a la canción original) es un ejercicio solvente y bien tramado del género historicista de la guerra civil, arrasador por cierto en los ‘goya' del año pasado gracias a ‘Pan negro', ya comentada en su día, con respeto y decepción, en esta misma página de la revista. La película de Zambrano, que adapta la novela de éxito de Dulce Chacón, se asemeja en su tono, en su buen acabado y en su sesgo ideológico al muy popular culebrón de izquierdas de Televisión Española, ‘Amar en tiempos revueltos'. Las razones del gran fracaso en el ‘box office' de ‘La voz dormida' las veo claras: su vibrante lectura republicana y laica de la represión en el primer franquismo está concebida para un espectador de ideas afines al que la blandura sentimental del tratamiento dramático le resulta ajena. Mientras que ese sentimentalismo, en la segunda mitad del film muy acentuado, podría haber seducido a los espectadores más convencionales y acomodaticios, que no quisieron pagar el precio de una entrada para recibir un mensaje tan inequívocamente progresista. ‘La voz dormida' tenía a su público reñido.

Lo más inesperado de los premios de este año es todo lo relacionado con ‘Blackthorn', segundo largometraje del director canario (y coguionista de Alejandro Amenábar) Mateo Gil. Tuvo muy buen crítica en su estreno a principios del verano pasado y un pobrísimo balance económico en las salas de exhibición, del todo inmerecido, pues es un ‘western' crepuscular de excelente factura, magnífico guión y un gran duelo de titanes interpretativos entre Sam Shepard y Stephen Rea, a los que Eduardo Noriega responde con aplomo y en un inglés comprensible. Película alabada por los que la vieron pero maldita, ‘Blackthorn' renació (un poco) en los cines al obtener once nominaciones, y ahora se ha ido con cuatro premios (producción, fotografía, vestuario y dirección de arte). En este caso, el gran público nacional tal vez se vio ante un dilema, y eso le retrajo en taquilla: pese a nuestro pasado almeriense como escenario del spaghetti-western, la novedad de un film del oeste de ambiente boliviano posiblemente hizo que este noble y acreditado género cinematográfico no pareciera lo suficientemente español.

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2 de abril de 2012
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Sol en invierno

Como los británicos que llegan a Alicante en avión y no salen, hasta su regreso, del coto cerrado de Benidorm, muchos españoles viajan al Caribe sin pisar las ciudades que no ofrezcan primera línea de playa, hoteles "all inclusive" y el azar del casino o el ligue. La República Dominicana, destino cada vez más propuesto por las agencias, tiene, como Jamaica, Cuba o Cancún, sus grandes centros de atracción, siendo los más conocidos los situados al este de la isla, Punta Cana y Playa Bávaro, sin olvidar los también hermosos arenales del norte, Puerto Plata y otros puntos de la llamada Costa del Ámbar, bañada por el Atlántico. Mi viaje, que también tuvo playa y una hermosa naturaleza interior, se concentró en tres provincias del centro meridional, Santo Domingo, San Cristóbal y Azúa, exactamente llamada Azúa de Compostela, pese a lo cual sus bellezas no son arquitectónicas sino las de un frondoso paisaje de palmeras cocoteras, ‘mings' y flamboyanes, que amenizan con el rojo anaranjado de sus vistosas flores los caminos rurales y ríos practicables que rodean la grata ciudad de San Juan de la Maguana.

   Santo Domingo es una urbe grande y extensa, con una población de más de dos millones y medio de habitantes, lo que significa que en ella vive casi un tercio de todos los del país. Muy volcada hacia el mar, gracias a su Malecón de más de siete kilómetros de longitud, también tiene sus zonas altas humildes y sus barrios residenciales, todos con la abundancia de parques que el clima húmedo y estacionalmente lluvioso favorece. Merece una visita la céntrica Plaza de la Cultura, un amplio espacio abierto y arbolado donde se hallan los edificios de la Biblioteca Nacional, el Teatro Nacional y una variedad de museos, siendo el de mayor interés la llamada Galería de Arte Moderno, interesante por su edificio y por su colección, en la que pueden verse buenos cuadros del pintor español Vela Zanetti, de quien volveremos a hablar.

      Lo más destacado de la capital es, por supuesto, su Zona Colonial, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1990. Bordeada al sur por el puerto y el fin del Malecón y al este por el río Ozama, que parte la ciudad en dos, la Zona Colonial tiene un airoso reducto militar del siglo XVI, la Fortaleza Ozama, aunque lo que da carácter y encanto a la zona es el trazado de sus calles nobles, y en especial la de Las Damas, con una serie casi ininterrumpida de palacetes y casones renacentistas a ambos lados de la calle. La calle de las Damas desemboca al norte en la monumental Plaza de España, donde conviven con las históricas Casa de Colón y Real Audiencia (sede del interesante museo de las Casas Reales) algunas moles trujillistas, nada feas, de inspiración tardo-fascista, así como los restaurantes más prototípicos de la ciudad. Del Santo Domingo colonial vale la pena su catedral, más hermosa por fuera que por dentro, aunque su interior ofrezca, al lado de algún bello sepulcro esculpido, una peculiaridad para mí enteramente nueva: está refrigerada, y a una temperatura que puede hacer, si uno no posee el calor interno de la fe, tiritar de frío. La catedral ostenta con orgullo el rango de Primada del Nuevo Mundo, y esa primacía se repite en otras instituciones del país, primero al que llegó en su viaje descubridor Cristóbal Colón, bautizando la isla (hoy repartida entre Haití y la República Dominicana) como La Hispaniola. Para honrar a Colón, la capital levantó un Faro gigantesco con dependencias diversas y una potente luz nocturna que no pocas veces, me cuentan, produce apagones en la ciudad. Carece de interés, salvo para colombinos acérrimos, y puestos a buscar un hito simbólico me quedo con la también grandiosa estatua a Fray Antón de Montesinos, un dominico español representado, de modo extraordinariamente elocuente (sobre todo si se ve a una cierta distancia desde el Malecón), en el momento de pronunciar el sermón del cuarto domingo de Adviento del año 1511, defendiendo a los nativos indios taínos frente al atropello de los conquistadores.

     Las mejores y menos desnaturalizadas playas para una excursión corta desde Santo Domingo están al oeste de la capital, en la provincia limítrofe de San Cristóbal, que fue el predio del general Rafael Leónidas Trujillo, nacido en la homónima capital. Trujillo, inmortalizado tenebrosamente en la magnífica novela de Vargas Llosa ‘La fiesta del chivo', sigue aún latente en el país cincuenta años después de su asesinato, ejecutado, por cierto, en el Malecón de Santo Domingo, en un punto que está hoy señalado. Y en su ciudad natal de San Cristóbal, mimada durante los treinta años de su tiránico gobierno (1930-1961), erigió numerosos edificios civiles y religiosos, encomendando grandes conjuntos murales al citado Vela Zanetti, un republicano de tendencia anarquista que, entre otros españoles huidos de la España franquista, halló paradójico refugio en este país caribeño dominado por quien tan próximo estuvo a Franco. En Santo Domingo (llamada en la dictadura Ciudad Trujillo) sigue abierto y haciendo buen café, en la céntrica calle peatonal de El Conde, La Cafetera, local un tanto triste pero con atmósfera, que fue el refugio preferido de nuestros exiliados. Fuera de San Cristóbal, y entre las playas de Najayo y Palenque (mi preferida), quedan en estado semi-ruinoso la Casa de Caoba y algún otro de los ‘picaderos' lujosos adonde Trujillo llevaba, seducidas o forzadas, a sus conquistas femeninas.

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26 de marzo de 2012
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Los Torrentes

He tenido la suerte de experimentar en esta vida algo que pertenece al reino de la leyenda: una saga. No una saga islandesa de grandes proporciones, con invencibles héroes y muertes truculentas, sino algo más hogareño, menos trepidante, dotado sin embargo de lances de emoción y buena literatura. Mi saga, que no es una exclusiva, consiste en haber tratado a tres generaciones de escritores de una misma familia y apellido. El primero que conocí fue el eslabón intermedio, aunque a la larga fuese -tal vez- su factor más romántico y desmelenado. Se llamaba Gonzalo Torrente Malvido, y he de confesar que, por la inconsecuencia de la adolescencia, le  leí a él,  siendo yo escolar, antes que a su padre, el ya consagrado Gonzalo Torrente Ballester. Empezaba, en sexto de bachillerato, a comprar libros, y me atrajo uno con tres ventajas: su reducido precio (quince pesetas), su brevedad (93 páginas), y su título, que era ‘La raya', una palabra desprovista entonces de alguno de sus más deletéreos significados posteriores. ‘La raya' de Torrente Malvido me abrió, detrás de su portada que la veo ahora y me parece ‘mondrianesca', un mundo. Se trataba de una novela corta (premio Café Gijón de 1963) con una trama de fondo policiaco centrada en los contrabandistas de la raya fronteriza del Miño, pero en nada más se parecía a las novelas del oeste o de forajidos de las colecciones populares (a cinco pesetas) que también caían en mis manos. Torrente Malvido escribía de otra forma, una forma que no supe cuál era exactamente, pero que asocié con la literatura y no con el pasatiempo; tenía muchos diálogos, tan vivos como los del teatro moderno que había en casa, legado de mi abuelo el ‘hacedor teatral', e imágenes como ésta: "enormes árboles que abovedaban con sus follajes la cinta asfaltada e impedían ver el cielo negrísimo salpicado de estrellas". La tengo subrayada.

     Pasaron los años, leí debidamente al padre del autor de ‘La raya', empezando por su trilogía de ‘Los gozos y las sombras' y por un para mí muy revelador volumen de ensayo sobre ‘Teatro español contemporáneo', todo ello sin abandonar al hijo, de quien compré siendo universitario, ya a otro precio, su novela ‘Tiempo provisional', premiada con el Sésamo de 1968, que hablaba del amor y de las drogas de un modo inusitado, aunque no desconocido en los ambientes ‘progres' en que me movía. El primer episodio de mi saga llegó en la siguiente década, cuando, mientras devoraba las grandes obras maestras de Gonzalo Torrente Ballester ‘Off-side' y ‘La saga/fuga de J.B.', conocí en Madrid y traté a Gonzalo Torrente Malvido, recién salido de la cárcel. A la cárcel se iba por aquella época, al menos entre mis amistades, por militancia y por ideología, cosa que no era el caso por el que Malvido había estado a la sombra; ‘Gonzalito' era, me dijo el amigo escritor que me lo presentó, ladrón de guante blanco, estafador de bancos y timador. "Con este ‘pedigree' tan turbulento tendría que leer más al hijo que al padre ex-falangista", me dije a mí mismo. No tuve ocasión. Como era muy simpático y muy seductor, muy bien hablado y leído, uno se confiaba, asociando sus fraudes y sus hurtos más al espíritu de la Belle Époque que al de los presos comunes de Carabanchel. A mí ‘Gonzalito' (un hombre por entonces de más de cuarenta) me estafó poco dinero en un pequeño ‘deal', justo castigo, pienso, a mi curiosidad psicotrópica. Pero al amigo que nos presentó se le llevó de casa, un chalet de la zona del Viso, una cubertería de plata (herencia maternal), aprovechando el momento en que el anfitrión servía en la cocina de la planta baja los ‘whiskies'. Siempre quedó el enigma de saber dónde pudo meter su botín y cómo en las horas siguientes, mientras bebían los dos en el salón antes de salir juntos a la calle, no se oyó en un bolsillo el choque de los tenedores y las cucharas.

    La mejor peripecia de Torrente Malvido está asociada a su padre, y era uno de los relatos preferidos de ese incomparable narrador oral que fue Rafael Azcona, a quien se lo oí en Almería pocos meses antes de su muerte. Como en la saga clásica, los detalles de la gesta, difundida por otros relatores cambia en algún color, en alguna incidencia o personaje secundario, pero la base es la misma, y se remonta a los primeros años 1960, cuando una urgente llamada telefónica interrumpió la velada en la que un grupo de escritores desengañados del Movimiento (Rosales, Vivancos, Laín Entralgo, Tovar, quizá Ridruejo) tomaban copas en casa de Torrente Ballester, que también invitaba alguna tarde, siendo comunista y más joven que ellos, a Juan García Hortelano. Torrente Ballester volvió pálido tras responder al teléfono. El director general de Seguridad le había llamado personalmente por el robo de un valioso cáliz en una iglesia de la capital, del que era sospechoso ‘Gonzalito'; el padre, después de colgar, había ido al dormitorio que su hijo ocupaba a veces en la casa familiar, y allí, bajo, la cama, encontró en efecto el cáliz de oro y pedrería, y lo que era peor, su contenido, una considerable porción de hostias. Al haber por medio no sólo un delito sino un posible sacrilegio, los allí presentes convinieron en que había que pedir consejo al intelectual afín que más podría saber de estos pormenores, Jesús Aguirre, a la sazón sacerdote apenas ejerciente y no vinculado todavía a la Casa de Alba. El cura Aguirre se presentó en taxi poco después, y, ante la duda de que aquellas hostias estuviesen consagradas, les dio la comunión ‘in situ' a los poetas y novelistas y antiguos jerifaltes del régimen, los cuales fueron tragando las benditas formas una tras otra, con la excepción de García Hortelano, que, al contrario que los demás, no se arrodilló y no dejó su ‘gin tonic' mientras se hacía el reparto eucarístico. El copón fue devuelto vacío e intacto, y por ese robo no hubo condena.

     Coincidí con el fundador de la dinastía en los habituales actos del mundillo literario y en especial en uno algo exótico: un homenaje al tango en el Gran Café Moderno de Salamanca, donde yo, que ni lo bailo ni lo conozco casi, hablé, citando prolijamente a Borges, por compromiso amistoso con el organizador, Santiago Beneítez, mientras Torrente Ballester, que vivía entonces en la ciudad castellano-leonesa con su nueva familia, al llegar su turno nos deslumbró a todos con su erudición y el canto a capella de tangos en lunfardo y milongas, que él sabía diferenciar. No hablamos de su primogénito, que por aquellos años, los primeros 90, comparecía con menor frecuencia ante los tribunales y se dedicaba al cuento; su colección ‘Cuentos recuperados de la papelera' contiene al menos dos piezas histórico-sarcásticas estupendas.

     De su primer matrimonio, Torrente Ballester había también tenido dos hijas muy poco parecidas, físicamente, entre sí. A una, Marisé (María José), me la encontraba de vez en cuando, por ser buena amiga de amigos; de poca estatura, de pelo ensortijado y siempre con gafas negras, se la llamaba, de modo cariñoso, ‘Bob Dylan Torrente'. La segunda era Marisa (María Luisa), amiga mía hoy residente en Corcubión pero nunca olvidada: inteligente, culta, bella, fue galerista y periodista televisiva, y es la mujer con el mejor saludo de beso en la mejilla, parco y cálido, que he conocido. Marisé tenía un esposo o pareja muy vivaz, el grabador Julio Zachrisson, y Marisa, cuando la conocí, un ex-marido pintor, Juan Giralt, cuyos cuadros yo admiraba. Y había un hijo de ambos que vivía con la madre, un adolescente de rasgos efébicos y mirada melancólica que seguía las conversaciones adultas con atención y hablaba poco; nunca ha sido, creo, muy hablador. Pronto fue, sin embargo, muy buen escritor.   

     Marcos Giralt Torrente nos dio hace un par de años la emocionante narración de una sub-trama propia de la saga Torrente en su libro ‘Tiempo de vida', que cuenta una relación paterno-filial no siempre fácil y la enfermedad y muerte de Juan Giralt. Y también hizo en este periódico el retrato breve de su tío Torrente Malvido cuando ‘Gonzalito' murió a finales del pasado mes de diciembre. Caí en la cuenta con ese motivo de que Marcos se llama como el protagonista de ‘La raya', la primera noticia que yo tuve de esta formidable estirpe literaria.

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20 de marzo de 2012
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Amor y cicatrices

'Diario de invierno' no es un diario, sino la memoria física y sentimental de un hombre que, al llegar a los 64 años, entra en el invierno de su vida. Estas son las últimas palabras que Paul Auster escribe en este magnífico libro aparecido en español antes de salir en su lengua original en los Estados Unidos, y que tiene todo el impudor de las revelaciones íntimas y el poder ilusionista de la mejor literatura de ficción. ¿Ficción o autobiografía? Poco importa. Los datos y los nombres que se dan coinciden con los que ya sabemos de Auster (a veces por él mismo, en obras suyas anteriores), pero resulta fácil olvidar en muchas de las páginas que lo contado responde a la verdad; la novela se impone al recuento verídico.

Auster, que es (en la realidad) un hombre alto y fornido, apuesto, y con un pasado de jugador de béisbol, se presenta en este relato como alguien desde siempre -es decir, desde antes de llegar a la edad de su invierno- frágil e inseguro, y víctima de accidentes y dolencias graves. El repaso a las cicatrices que quedan en su cuerpo es lacerante, pero muy divertido el descubrimiento, siendo niño, de que la punta de su propio pene circuncidado se parecía a un casco, y de lo adecuado que es tener "un casco de bombero esculpido en tu propia persona, precisamente en la parte del cuerpo, además, que parece y funciona como una manguera" (cito por la excelente traducción de Benito Gómez Ibáñez en Anagrama).

Hay una parte central que descrita en dos palabras puede parecer árida y poco prometedora y de la que, sin embargo, el autor norteamericano saca un gran partido novelesco: la mención y comentario, una por una, de las casas en las que ha vivido, tanto en su país como en Europa, y especialmente en Francia, donde residió varios años. Las ‘moradas' de Auster tienen algo, como las de Teresa de Jesús (escritas por la santa a los 62 años y muy achacosa), de camino espiritual y de expiación, ya que en ellas empezó su formación, llegaron sus fracasos y sus preocupaciones, y también, en la última dirección que incluye, Park Slope, Brooklyn, encontró su paraíso, una casa rojiza de cuatro plantas con un pequeño jardín en la parte de atrás donde "quieres seguir viviendo hasta que ya no puedas subir y bajar las escaleras por tu propio pie".
Ahora bien, más allá del paisaje familiar (es muy conmovedor el retrato desventurado de su madre), de los percances físicos y de los domicilios, ‘Diario de invierno' es una confesión amorosa que lo cuenta todo: los primeros escarceos, las primeras ‘pajas', el gozo del amor mercenario y la felicidad del amor-pasión. Uno de los pasajes más fascinantes del libro es el encuentro con Sandra, una prostituta parisina que después del coito, y al mencionar el cliente Paul que es poeta (y lo era entonces), se puso a recitar de memoria a Baudelaire. Tanta impresión le causó la chica que, tiempo después, de regreso en Nueva York, él se preguntó si no debía volver a París y casarse con Sandra. Paul Auster se casó finalmente con la traductora y cuentista, hoy muy afamada, Lydia Davis, de la que se divorció pronto, y lleva treinta años casado con su segunda esposa, la también escritora Siri Hustvedt, a la que se declara en este falso diario, contando con gran elocuencia el momento en que la conoció y se enamoró irremediablemente. Una mujer inteligente y hermosa a la que era imposible idealizar, pues ya ella "se había inventado a sí misma".

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12 de marzo de 2012
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El país Kaurismäki

Las hermandades cinematográficas, esa peculiaridad tan conspicua del séptimo arte (desde que la iniciaron, junto con el propio arte, les Frères Lumière), tienen en los Kaurismäki una de sus facetas más llamativas. Al principio, cuando aparecieron en los primeros años 80, no se les distinguía del todo; el cine finlandés ya era en sí mismo raro, y los hermanos tenían inverosímiles nombres de pareja de ‘clowns', Aki y Mika. Firmaron un largometraje documental juntos, ‘The Saimaa Gesture' (1981), sobre las bandas de rock finlandés que tanto han contribuido después a difundir por el mundo, y se fue cada uno por su lado, rechazando la idea de consorcio que tan buen resultado artístico les ha dado a los Coen, los Quay, los Taviani, los Dardenne o los Wachowski. Aki y Mika siguieron trabajando por separado, como Fernando y David en la fraternidad española de los Trueba, que coincide por cierto con el clan de los finlandeses en haber tenido también descendencia fílmica de los dos mayores de edad: a Fernando le sucede hoy su hijo Jonás, y a Mika su hija María, que debutó en 2008 con un largometraje, ‘Sideline', que no he visto.

    De Mika, que se mantiene en activo haciendo por lo visto documentales de música carioca, sabemos muy poco, y aquí hablamos de Aki, cuyas películas nos suelen llegar con regularidad y han configurado un universo que está entre los más influyentes y personales del cine actual, siendo curiosamente una obra formada a partir de un elaborado ‘patchwork'. Aki está exento de la angustia de las influencias; cuando un periodista se interesa por el influjo que en él han tenido Bresson, Ozu,  Renoir o Truffaut, él lo corrobora y lo multiplica, citando a otros maestros: Jean Pierre Melville, Jacques Becker, Jacques Tati, Nicholas Ray, Samuel Fuller, y me quedo corto. En el caso de su última película ‘Le Havre', Kaurismäki es aún más valiente que generoso, incluyendo entre sus fuentes a cineastas  -Duvivier, Carné, Clouzot-  que, después de ser pasados por armas por los jóvenes turcos de la Nouvelle Vague surgidos de la revista ‘Cahiers', quedaron arrumbados en el limbo del cine de ‘qualité' más denostado.

       De tal amalgama de maestros clásicos y competentes academicistas, Kaurismäki crea un mundo muy singular, gélido y sentimental, feísta y alambicado, costumbrista y sobrenatural, al que suma en ‘El Havre', tratando ese tema de nuestro tiempo que es la inmigración africana, la marcada impronta del neorrealismo italiano en su vertiente digamos más dulce, la de Vittorio de Sica. Y no sólo, como resulta obvio, el de Sica de ‘Milagro en Milán' (1950), sino sobre todo el de ‘El limpiabotas' (‘Sciuscià', 1946), al convertir a Marcel Marx, el protagonista derrotado pero animoso de su film, en limpiabotas, un oficio prácticamente desaparecido de las calles de la Europa occidental, y al fundir, al modo en que lo hicieron el director italiano y su guionista Zavattini en ‘Sciuscià', un realismo documental con una deriva fantástica.

     ‘El Havre' pudo haberse llamado ‘Cádiz' si el director, como ha contado él mismo, hubiese filmado su fábula de emigrantes nobles y europeos compasivos en la ciudad portuaria andaluza, que fue su idea inicial hasta que comprobó que las calles del centro gaditano eran demasiado estrechas y el rodaje habría paralizado allí la vida cotidiana. También pensó en Marsella, descartada por las mismas razones, y la elección de El Havre tiene, por lo demás, un punto de credibilidad superior, ya que todos los días se lee algo sobre los miles de subsaharianos apiñados en distintos puntos de la costa noroeste francesa, a la espera de cruzar ilegalmente el Canal de la Mancha. Naturalmente, Le Havre de Kaurismäki es una ciudad irreal, pues aunque aparezcan los buques de carga, las grúas en el muelle y los estibadores adictos al ‘pastis', la trama se desarrolla en los lugares íntimos que el director construye con la ayuda de colores fuertes iluminados con énfasis, objetos pobres llenos de vida emocional y vestimenta por lo general desastrada y fuera del tiempo. La casa humilde de Marcel Marx y su mujer, las tiendas prototípicas del ‘quartier', el bar lánguido, el hospital aséptico, el embarcadero de los escondites del niño Idrissa. Podrían estar en cualquier población europea del mismo tamaño, pero en virtud del genio transmutador del cineasta son sólo localizaciones del país Kaurismäki, uno de los grandes conceptos territoriales de la ficción cinematográfica contemporánea.

     La irrealidad de los espacios ‘kaurismäkianos' se engarza y se fomenta con sus actores, no menos genuinos y fidelizados (y algunos moldeados) al estilo impasible del director, en esta ocasión reforzados por el estupendo cómico francés Jean-Pierre Darroussin, un habitual del cine socio-populista de Robert Guédiguian, que encarna a un comisario Monet híspido pero benévolo. La impasibilidad de Kaurismäki es humorística, y la risa leve que a menudo suscitan sus escenas evita el ternurismo acechante y siempre mantenido a raya en la historia que cuenta ‘El Havre'. Del humor se desprende la ironía, la que revela el autor al responder, cuando Christine Masson le pregunta en una entrevista si habló con emigrantes reales antes de escribir el guión: "En esta ocasión no, pero en otras desde luego", o la que marca de modo memorable la escena del descubrimiento de los ilegales en el container: en vez de sucios y desfallecientes, todos aparecen vestidos de domingo y risueños ante los policías.

    Así que la película, una fábula romántica en sordina que oscila por igual entre lo sarcástico y lo piadoso, no gustará a quienes entienden los conflictos sociales en términos absolutos y sólo aceptan el filtro maniqueo de un Ken Loach, por ejemplo.

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5 de marzo de 2012
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