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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Dos Españas

En el Museo Reina Sofía se puede ver hasta enero una pintura horripilante y subyugante titulada ‘La revolución española'. Está colgada -cerca de donde se apiñan los visitantes ante el ‘Guernica'- dentro de la excelente exposición ‘Encuentros con los años 30', y la pintó en 1937 Francis Picabia, en plena guerra civil. Con el tremendismo irónico de muchos de sus cuadros de figura, Picabia representa a una morena tópicamente andaluza, ataviada con un vestido de cola floreado y adornada con un collar de perlas, un crucifijo al pecho y la preceptiva peineta rodeada por la mantilla blanca. Al fondo del paisaje despejado destaca la Torre del Oro, pero eso no es lo primordial; a la bella morena la flanquean dos esqueletos, uno de mujer, con lacio pelo negro y florón rojo sobre la calavera, y el de su izquierda de hombre, con montera torera cubriéndole el cráneo. La joven hermosa se envuelve parcialmente en el trapo de una bandera roja clavada a pica en la tierra. Muy fascinado desde los veinte años por el ‘tema español', Picabia cultivó con frecuencia el retrato de la morenía femenina y la tauromaquia, pero sin la truculencia que muestra su parábola de ‘La revolución española'.
Me acordé de ese cuadro hispánico pintado por un francés de ascendencia cubana viendo ‘Blancanieves' de Pablo Berger, y del Post-Impresionismo de vena más purista en muchos momentos de ‘El artista y la modelo' de Fernando Trueba, dos estupendas películas españolas que, sin duda por casualidad, coinciden en las carteleras, en la bravía decisión de sus autores de utilizar la imagen en blanco y negro y, de modo más substancial, en el sesgo metafórico de su evocación. Cada una refleja una España distinta, muy reales las dos y a la vez soñadas, y lo que distingue y les da a ambos largometrajes su gran categoría artística es el logro de que la aguda mirada crítica, moderna, no se impone al trazo, que fluye en todo momento (en el de Berger quizá con algún borrón) con una caligrafía fílmica refinada, ocurrente y, latiendo al fondo del relato, una ‘intención' ética que nos concierne, aunque los referentes formales e históricos pertenezcan a un tiempo pasado.
También ha de ser casual el hecho extraordinario de que una sea muda y la otra hablada en cuatro lenguas y distintos acentos por actores de al menos cinco nacionalidades. En un país como el nuestro, tan reacio a leer subtítulos a cambio de gozar de la verdad del cine, resulta estimulante que en estas dos producciones, que están a mi juicio entre lo mejor que se ha hecho últimamente en Europa, no quede más remedio que leerlos, en una caso substituyendo, como en la época arcaica del séptimo arte, a lo que los personajes dicen sin dejarse oír, y en el otro como modo de apoyo lingüístico al idioma un tanto babélico de una historia que sucede en Francia pero está poblada de personajes de otras latitudes, españoles, catalanes, alemanes, italianos, y hasta un norteamericano, el combatiente aliado Stuart Merrill, en cuya fantasmal semblanza Fernando Trueba se permite un guiño anacrónico (para mí conmovedor) al verdadero Stuart Merrill, el alumno neoyorkino de Mallarmé, millonario, anarquista y poeta simbolista en francés, muerto en 1915, es decir, casi treinta años antes del momento en que sucede la acción de ‘El artista y la modelo'. No sé si voy demasiado lejos en mis cábalas, pero ese breve episodio, reforzado con la hermosa escena de los libros franceses legados por el Merrill soldado al joven resistente, me pareció una manera elocuente de afirmar -en una película que abunda en ese tipo de sugerencias- el espíritu abierto, acogedor, que el arte posee, incluso en momentos de confrontación bélica, y más allá de fronteras y lenguas.
Pablo Berger elabora la apoteosis de la españolada, y Trueba el sueño de una españolidad inquieta y culta, y lo relevante, lo emocionante, es que ninguno de los dos cae en la vulgaridad ni en el cosmopolitismo superficial tan decepcionante en las películas de turista ilustrado del último Woody Allen. Para contar su ácida variante del cuento de los hermanos Grimm, Berger maneja una iconografía autóctona de fuerte contenido atávico, en la que no falta tópico ninguno, en cierto sentido a la manera delirante y burlesca en que lo hizo, en la más sublime españolada jamás filmada (‘El diablo es una mujer'), Josef Von Sternberg, curiosamente, y si no me equivoco, el único director clásico que el autor de ‘Blancanieves' no ha citado entre sus fuentes: Stroheim, Eisenstein, Browning, Gance, Dreyer, Feyder, Sjöström, el Wilder de ‘El crepúsculo de los dioses' y algún otro. Más allá de la idea central de homenaje al cine que late en ‘Blancanieves', Berger demuestra, en la fusión de fragmentos tan bien hilados y en el gusto infalible para el encuadre, de qué modo fructífero pueden convivir una matriz localista y una inspiración foránea como el expresionismo germánico o la épica soviética de vanguardia.
Trueba, por su parte, compone de un modo elegíaco, y sin sarcasmo, su gran poema crepuscular, en el que, junto a la meditación sobre la vejez, el declive de la sexualidad y el perenne deseo de superación artística, también hay, dándole a ‘El artista y la modelo' su aliento más poderoso, una voluntad de ecumenismo, formal y moral, nada edificante. La acción trascurre en 1943, es decir, en un momento de guerra y posguerra, de conflagración de países y culturas, y la figura protagónica de Marc Cros, escultor perfeccionista y a los ochenta años aún sensual, se inspira claramente en Aristide Maillol, que pasaba largas temporadas en una masía-estudio de la Cataluña francesa donde nació y murió (en 1944). En torno a él y a su mundo pululan la joven catalana Mercè, su novio clandestino, la sentenciosa criada española, la exmodelo y ahora mujer del artista (una extraordinaria Claudia Cardinale mostrando los años que tiene), así como el ya citado militar norteamericano y el oficial nazi que en su calidad de estudioso del arte visita al escultor admirado. Las incidencias discurren armoniosamente en la trama de una película que a ratos podría ser una comedia bucólica del cine francés de los años 1940-1950, y en la que los nombres citados por el escultor Cros, Derain, Cezanne, Matisse, adquieren categoría familiar, subrayada su presencia simbólica por otros que aparecen en los agradecimientos finales del director, y que no sólo incluyen a Maillol sino, por ejemplo, al británico David Hockney.
Que Trueba sea de Madrid y Berger del País Vasco no añade, naturalmente, ninguna moraleja a este cuento actual en el que dos Españas negras, o en blanco y negro, convergen a través del arte y, por una vez, no se enfrentan entre sí ni nos duelen, ni nos agobian con sus nimiedades.
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12 de noviembre de 2012
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Varón dandy

Todos los seleccionados son hombres en ‘Prodigiosos mirmidones. Antología y apología del dandismo', eludiendo así el libro, que acaba de aparecer, el asunto del dandismo femenino, en el que yo creo firmemente. Publicado por la editorial madrileña Capitán Swing, ‘Prodigiosos mirmidones' consiste en una amplia selección de textos comentados por sus coordinadores, Leticia García y Carlos Primo, que lo introducen, después del prólogo de Luis Antonio de Villena. La obra se lee con gusto, aunque resulten superfluas, a mi juicio, las ilustraciones, a medias entre la caricatura y el tebeo, las cosas menos ‘dandy' del mundo.

      El espectáculo del dandismo siempre interesa y siempre entretiene, si bien yo sospecho que el verdadero ‘dandy' es una criatura sumamente aburrida, aniquilada por el esfuerzo en parecer más que en ser; Lord Byron, que estaba muy celoso de que la gente alabara por encima de la suya la elegancia de su contemporáneo ‘Beau' Brummell, dijo en cierta ocasión con astuta malicia que la levita de Brummell tenía más pensamiento que su cabeza. Claro que en este libro, más narrativo que ensayístico, se trata sobre todo de literatura, y no toda resulta igual de cautivadora. Los ensayos canónicos de Balzac, Barbey d´Aurevilly y Baudelaire (recogidos en los tempranos estudios antológicos de Salvador Clotas y el ya citado Villena, de cuya publicación se cumplirán pronto cuarenta años) aparecen aquí abreviados, pero se agradecen, dentro de la parte teórica, las páginas de Albert Camus; las de Robert de Montesquiou sobre el esnobismo resultan de una tediosa superficialidad, habiendo sido el conde, sin embargo, uno de los ‘dandies' más puros del tiempo de Proust. Y hay que destacar el rescate como prosista, en su hermosa semblanza de Ezequiel García, del estupendo poeta modernista cubano Julián del Casal.

    He leído con particular placer los capítulos de Álvaro Retana y Antonio de Hoyos y Vinent, los mayores decadentistas y pornógrafos de nuestra ‘Belle Époque'. El pequeño apunte de Hoyos sabe a poco, pero se puede por el contrario disfrutar en todo su esplendor mefítico el extenso relato de Retana ‘El encanto fatal', que data de 1927. No espere el lector encontrar en sus páginas mucho dandismo, aunque tanto Hoyos como Retana sin duda lo encarnaron en sus vidas, y uno habría dado cualquier cosa por conocerles y acompañarles de farra en aquel Madrid de la preguerra civil. ‘El encanto fatal' es una delirante fantasía gótica sobre un retrato encantado, un marqués lascivo, un inglés draculino y una peripecia entre Felipe II y la princesa de Éboli que explica audazmente el porqué la hermosa princesa se quedó tuerta. El estilo de Retana,  de un recamado preciosismo simbolista, brilla en pasajes como éste: "Las bailarinas prodigaban ademanes como sólo los pudo hacer la refinada Cleopatra; sonrisas que únicamente han flotado en el rostro de la pérfida Dalila; miradas codiciosas como las que alumbraron en pretéritos tiempos los ojos malditos de la enamorada del Bautista; temblores de senos como los que antes conmovieron los regazos incestuosos de las hijas de Loth, y crispaduras de manos como las de María de Magdala implorando al Nazareno". Una literatura sin complejos, amoral y sarcástica, que constantemente bordea los límites entre el desenfreno y la exquisitez. Y eso sí que es muy ‘dandy'.

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5 de noviembre de 2012
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Musical sin baile

‘The Deep Blue Sea' se estrenó en el West End londinense en marzo de 1952, y como la mayor parte de la producción escénica de Terence Rattigan tuvo un gran éxito y fue llevada al cine tres años después por un director rutinario, Anatole Litvak, que siguió al pie de la letra el guión escrito por el propio dramaturgo, contando con un magnífico reparto encabezado por Vivien Leigh en el papel de Hester Collyer, la protagonista femenina encarnada en el Duchess Theatre por Peggy Ashcroft. Según sus biógrafos Michel Darlow y Gillian Hodson, Rattigan escribió una primera versión teatral centrando el drama de la separación y el intento de suicidio en una pareja de hombres, influido por la conmoción que le produjo la muerte de su primer amante el actor Kenneth Morgan, quien en 1949, poco tiempo después de haber abandonado al escritor, se suicidó de la misma manera en que lo intenta Hester Collyer en la pieza: ingiriendo somníferos y abriendo la llave del gas. De esa original ‘The Deep Blue Sea' homoerótica no ha quedado rastro, si bien algunos amigos de Rattigan afirmaron haberla leído todavía en manuscrito en la década siguiente a su estreno. Conviene recordar que la homosexualidad fue un grave delito en Gran Bretaña hasta 1967.
La película de Terence Davies, escrita por el propio director, arranca con la escena suicida pero se toma una libertad que ya marca el sesgo de su adaptación: mientras espera la muerte, que nunca llega, Hester (Rachel Weisz), acompañada por un largo pasaje del Concierto para violín y orquesta Op.14 de Samuel Barber, rememora su vida sentimental triangular, presentando de paso al espectador, de un modo algo sumario, al marido convencional y fondón, el juez Sir William Collyer (Simon Russell Beale), y al atractivo amante conocido en un campo de golf, el expiloto de la RAF Freddie Page (Tom Hiddleston). La música de Barber se repite en los momentos más sentimentales, pero no es la única en la banda sonora del film.
De niño, Terence Davies veía melodramas y musicales en los cines de Liverpool, y lo más probable es que tarareara los grandes ‘crescendos' orquestales y las canciones ligeras en el regreso a su casa de familia obrera. A los siete años, como él mismo ha contado, vio ‘Cantando bajo la lluvia', un ejemplo de cómo "si la música está bien empleada, puede realzar las emociones y las tensiones de una película" (declaraciones a ‘Caimán, cuadernos de cine', julio-agosto 2012). Sin embargo, la naturaleza melódica de la obra fílmica de Davies nada tiene que ver, a mi juicio, con el fundamento y los mecanismos del cine musical de Hollywood. En sus dos mejores títulos, ‘Voces distantes' (‘Distant Voices, Still Lives', 1988) y ‘El largo día acaba' (‘The Long Day Closes', 1992), el director inglés hace cantar a sus personajes de un modo dispar al de los alados héroes de Donen, Minnelli o George Sydney; los hombres y mujeres de mediocre vida ‘lower middle class' que entonan sin cesar éxitos populares del tiempo en que suceden esas dos originales películas no cuentan una historia propia, ni se declaran amor o desdén. Tampoco danzan ni hacen cabriolas, fuera de los ‘halls' de baile o las fiestas caseras. Ellos repiten canciones que han oído en la radio o los tocadiscos, y cantan para salir del tedio, para acompañar su soledad y prolongar sus sueños. Para salvarse.
En los años 90, Davies, que siempre ha conservado una atractiva personalidad de ‘outsider' dentro del cine en lengua inglesa, filmó, con más medios de los habituales en él dos conocidas novelas norteamericanas, ‘La biblia de neón' de John Kennedy Toole (‘The Neon Bible', 1995), y ‘La casa de la alegría' de Edith Warthon (‘The House of Mirth', 2000). Se trata de películas superficiales y yertas, por momentos ridículas, en las que Davies muestra su buen gusto compositivo y su más terrible carencia: la dirección de actores, muy notable por el hecho de que en esas dos fracasadas adaptaciones tenía ante el objetivo verdaderos personajes de ficción y no figuras de su entorno familiar. En ‘The Deep Blue Sea', el material literario de base, fielmente tratado, le resulta evidentemente más próximo que los de Toole y Warthon, y por lo general acierta en la transposición, aunque sigue sin saber sacar provecho de su excelente ‘cast'. El ambiente de la mansión victoriana desmembrada en sórdidos ‘flats' de alquiler está bien reflejado (es el ‘territorio Davies' por antonomasia), y el enigmático plano final en el que la cámara se aleja de la ventana del cuarto de la mujer hasta llegar a una especie de terreno baldío con desechos es un secreto guiño a Rattigan, quien describe en la primera acotación de su drama la mansión, venida a menos "como sus alrededores muy dañados por las bombas" ("its badly-blitzed neighbourhood"). La guerra mundial palpita aún en los contornos de la historia contada, como se pone siempre de manifiesto en las alocuciones del personaje de Freddie, el joven cuya vida quedó detenida cuando sus vuelos militares acabaron.
Es por el contrario una pérdida que Davies elimine del personaje de Hester su formación de pintora, sólo insinuada de un modo confuso en la graciosa escena de la visita al museo, cuando Freddie, aburrido de la pintura cubista, sale corriendo a ver a los Impresionistas. Pero la Hester de Rattigan pinta, y sus cuadros la acompañan en la modesta casa donde vive su adulterio, hablándose más de una vez en la pieza teatral de que quizá esa vocación podría redimirla. Davies, subrayando el perfil ‘bovary', prefiere reducirla a la mujer pasional a quien ninguno de sus dos enamorados, el marido consuetudinario y el amante alborotado, satisfacen. Y para aliviar o animar el reducido esquema dramático (que acaba por pesar), recurre al repertorio tradicional de las canciones que tanto le gustan: la de los parroquianos en el pub y la balada popular irlandesa entonada a capella por los londinenses refugiados durante un bombardeo en la estación de metro de Aldwych. Son las dos escenas mejores de su film, perteneciendo a una película que no es la que estamos viendo.
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29 de octubre de 2012
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El pelo de James Bond

Un año antes de encarnar, por sexta vez, al agente James Bond en ‘Diamantes para la eternidad', Sean Connery, invitado a la Mostra de Venecia de 1970, se dejó fotografiar encima de una lancha motora que le llevaba por el Gran Canal. No parece ser víctima del robo de imagen de ningún paparazzo aprovechado, pues el actor sonríe dulcemente a la cámara mientras el viento le revuelve el pelo, un pelo que no es el pelo negrísimo y planchado del espía inglés, sino el de un hombre de cuarenta años cumplidos, con canas y grandes entradas en la frente. La foto de este Connery alopécico está en todos los kioskos y tiendas de souvenirs de Venecia, ya que forma parte de un calendario cinematográfico para el 2013, al lado de, entre otros, Mastroianni, la Loren, Clark Gable y, también, Roger Moore, que ahora, al cumplirse los cincuenta años del arranque de la saga, nos parece el menos lustroso sucesor ‘bondiano' de Connery.
Se cuenta que cuando le mostraron a Ian Fleming, autor de la primera novela de Bond que se iba a filmar, ‘Agente 007 contra el Dr. No', las pruebas del actor seleccionado, al novelista no le gustó ese poco conocido intérprete escocés, encontrándolo "un fortachón demasiado grandote" carente de la finura de su personaje. La parte femenina de la producción, y también, según parece, la entonces novia de Fleming, influyeron definitivamente en la elección final de Connery, atraídas por su "carisma sexual". No lo perdió con el paso del tiempo (a punto de cumplir los 70 años fue elegido por la revista ‘People' el hombre más sexy del siglo), pero Fleming, que después se convirtió en un entusiasta del actor, se equivocaba. Además de la potencia física del antiguo modelo de arte y culturista, Connery le dio a 007 malicia y elegancia, y una forma única de mirar a las mujeres, a aquellas que se dispone a seducir y a las que, sin esperanza amorosa, están ya seducidas por él. El Bond de Connery es un halagador del género femenino, un Don Juan que promete a todas la felicidad, aunque al final no cumpla más que con las impuestas por el guión.
En 1964, entre dos ‘jamesbonds', hizo de protector viril de la desquiciada ‘Marnie' de Hitchcock, interpretó al espía dos veces más, lo abandonó, para despedirse de él, ya un tanto acartonado, en 1983. Y mientras tanto, sin las proezas físicas del personaje, fue envejeciendo espléndidamente en la pantalla: el crepuscular Robin Hood de ‘Robin y Marian', el policía irlandés de ‘Los intocables', el Guillermo Baskerville de ‘El nombre de la rosa', el padre anciano de Indiana Jones. Cuanto más pelo perdía, mayor talento mostraba.
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22 de octubre de 2012
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Lógica de las hadas

Mitologías. W.B.Yeats. Traducción de Javier Marías, Alejandro García Reyes y Miguel Temprano García. Acantilado. Barcelona 2012. 382 págs

 

"Dentro de poco publicaré un libro grande sobre la comunidad del país de las hadas, y trataré de hacerlo lo bastante sistemático y erudito para ganarme el perdón por este puñado de sueños". Esto escribía Yeats en una nota de 1902 incluida en los preliminares de ‘El crepúsculo celta', según la edición de Javier Marías, y la cautela del gran poeta irlandés parece exagerada y hasta cómica, en alguien que se pasó la vida no ya soñando sino persiguiendo con sumo ardor a las hadas, algunas de carne y hueso. El presente volumen recopila dos libros aparecidos antes en castellano (el ya citado, en 1985, y el titulado ‘La rosa secreta' en 1986), con el añadido de interesantes escritos posteriores, ‘La rosa alquímica', ‘Las tablas de la ley', ‘La adoración y de los magos' y ‘Per amica silentia lunae'. El conjunto se lee como una excursión o tránsito a lo maravilloso, un compendio de historias trascritas por un médium que se toma muy en serio las voces de ultratumba y la realidad de los espíritus; "de lo que nunca se duda es de los duendes", afirmaba Yeats: "son lógicos".

     En todo tiempo ha habido grandes cabezas fascinadas por la pamplina del saber hermético y la teosofía; hay peores credos que esos, al fin y al cabo desprovistos de curia y penitencia. Por ceñirnos sólo a su tiempo, pensadores como Bergson o William James, y artistas de la talla de Strindberg, Conan Doyle o Kandinsky fueron creyentes del ocultismo y buscadores, con mayor o menor entrega, de la recóndita piedra filosofal. Yeats es, sin embargo, el más persistente, pues gran parte de su obra narrativa, poética y escénica está marcada por la impronta de la astrología y la nigromancia, aunque estilizada por las sinuosas formas del Simbolismo.

     El lector de ‘El crepúsculo celta' y ‘La rosa secreta' encontrará unos relatos y unas viñetas confesionales en los que la imaginación del autor se funde con el caudal de los cuentos folklóricos más fantásticos que Yeats buscaba y oía, en "lugares frecuentados por lo sobrenatural", de boca de los campesinos y las ancianas sabias de los pueblos remotos. Aquí se encuentran algunas de sus piezas maestras, como ‘Criaturas milagrosas', ‘Sueños que no tienen moraleja' o la serie de historias de Hanrahan el Rojo. Del material nuevo aportado en este edición destacan los tres primeros, en los que cobran vida las fascinantes siluetas de Michael Robartes y Owen Aherne, aunque habría sido de agradecer que los editores aclararan someramente al menos que esos importantes personajes no son ni reales ni del todo ficticios; se trata de dos de los heterónimos cabalísticos en los que el fabulador tortuoso que siempre fue Yeats se desdoblaba en sus escritos. Del último, ‘Per amica silentia lunae', es interesante el capítulo de evocaciones de sus amigos pintores, Burne-Jones, Morris y, el más oculto de todos, Simeon Solomon.

Es un placer reencontrarse con las hermosas y precisas traducciones de Marías y García Reyes; de inferior calidad y carentes del mismo grado de refinamiento son las de Temprano García.     

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15 de octubre de 2012
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Zonas sombrías

Si no lo hubiera leído en un reciente número de The New York Review of Books no lo habría creído. Y menos aún imaginado. Tres diferentes videojuegos confeccionados en Ucrania por la firma GSC Game World han tomado como inspiración la película de Andrei Tarkovski ‘Stalker' y se han vendido en grandes cantidades por todo el mundo, más de treinta años después de la realización de ese film y pasados casi veintiséis de la muerte del gran cineasta. Como no soy consumidor de tales artilugios infantiles (muchos de ellos hechos, según creo, para uso de adultos), me veo incapacitado para juzgar la fidelidad de los ucranianos a la metafísica de aquella extraordinaria fábula futurista, situada en una hermética ‘Zona' llena de charcos. Tarkovski murió joven, con 54 años, y su vitalidad ha crecido póstumamente, convirtiéndole, por encima de las chorradas del ‘play station', en un referente clave de la ‘cinematografía del silencio', rama tan antigua como el mismo cine pero hoy -por contraste con el griterío estridente de las últimas tecnologías fílmicas- muy en boga entre las minorías, entre las que me cuento.

     Como suele pasar con los muertos, sobre todo si son sublimes y prematuros, la herencia de Tarkovski está muy disputada; directores remotos, desde Tailandia a Islandia, reclaman su paternidad, aunque, lógicamente, los hijos putativos le salgan con más facilidad en su Rusia natal. Aleksandr Sokurov pasa por ser el primogénito indiscutible, pero una buena parte de la crítica internacional saludó en el año 2003 la aparición de un joven director siberiano, Andrey Zvyagintsev, como la llegada del heredero del dios muerto. La película que dio pie a esa filiación apresurada se llamó ‘Vozvraschenie' y se estrenó en España bajo el título de ‘El regreso', y a mí mismo, quizá contaminado entonces por el qué dirán, me pareció un poco ‘tarkovskiana': la gravedad sintomática de los niños, tan importantes en las primeras obras del maestro, la lírica desnuda del paisaje, la parsimonia. Se trataba en cualquier caso de una primera obra de notable calidad, que ganó premios importantes pero no por ello hizo de Zvyagintsev un nombre familiar entre los cinéfilos. Ahora, tras haber filmado en 2007 otro largometraje no estrenado aquí, ha llegado en medio del verano más tórrido su tercera película, ‘Elena', para convencernos de dos cosas: Zvyagintsev es como mucho un sobrino segundo de Tarkovski, y tiene un talento refinado y hondo, sutil y fosco, que le pone en riesgo de ser orillado entre las modas de temporada y los ‘indies' rutilantes. Baste con decir que ‘Elena', mostrada en el festival de Cannes del año 2011 (aunque no en la sección oficial a concurso), pasó allí bastante desapercibida, mientras que bodrios del tamaño de ‘El árbol de la vida' de Malick o aplicados ejercicios formalistas como ‘Drive', ‘Take Shelter' o ‘The Artist' eran, además de premiados, enaltecidos.

    En una entrevista con motivo del estreno de ‘El regreso', Zvyagintsev, después de contar sus inicios como actor, estudioso del jazz y accidental realizador de videoclips, manifestaba su gran admiración por ‘La aventura' de Michelangelo Antonioni, un film que, venía a decir, había él prefigurado antes de verlo en una clase del Instituto de Cinematografía de Moscú, o, tal vez, el propio Antonioni realizó pensando en espectadores como él. Lo cierto es que en la construcción del encuadre y en ciertas medidas del tempo narrativo, el cineasta siberiano parece más ‘antonioniano' que ‘tarkovskiano', si bien  hay en Zvyagintsev una resonancia litúrgica imposible de encontrar en la filmografía del italiano, el más materialista y descreído de los grandes del cine de su época.

    Claro que la liturgia y hasta los rasgos de devoción que hay en la trama pueden ser emanaciones documentales del marco histórico, la Rusia actual, que el director refleja en su historia. Y es que ‘Elena', a partir del momento en que deja de importarnos su drama familiar y el apunte de intriga criminal, se define como una rica y ambigua parábola contemporánea, ofreciendo, en ese espléndido final del bebé encima de la cama del muerto involuntario que ha traído la riqueza a sus padres, el corolario de una sociedad sin valores, sin héroes, sin más finalidad que la supervivencia tribal de los individuos, adormecidos en la banalidad del entretenimiento doméstico representada por el perpetuo bucle de los programas televisivos al modo de una Tele 5 eslava.

     Todo eso lo plasma Zvyagintsev con delicadeza y detenimiento, desde el arranque del film con los pájaros en las ramas de un árbol (un plano que se repite casi simétricamente al final) hasta los ritos y acciones cotidianas (los desayunos, la iglesia, el gimnasio, la compra de los alimentos). A veces nos preguntamos el porqué de una duración que, en un cineasta tan preciso y exigente, no puede deberse a un descuido de montaje. Una cierta morosidad es intrínseca al arte del silencio, pero ¿qué puede significar el extenso plano en que la enfermera cambia las ropas de cama de Vladimir, que ha superado su accidente vascular y acaba de dejar el hospital? En ese inexplicable gesto plástico y en los pájaros posados sobre las ramas del árbol que hay junto a la casa donde se desarrolla principalmente la acción de ‘Elena' quiero ver el misterio de una teogonía. ¿La que fundó, sin sacerdocio, Tarkovski?

      Un componente sorprende en esta fascinante alegoría de la corrosión moral. La música. El director ha elegido como continuo un movimiento de la Tercera Sinfonía de Philip Glass, que puede parecer antitético y antipático. El ‘crescendo' repetitivo y un tanto hipnótico del compositor norteamericano funciona, sin embargo, estupendamente como melodía inquietante, tensa, desde que acompaña el primer viaje en tren de la protagonista Elena. Nos pone sobre aviso de que, bajo la superficie, no hay costumbrismo quieto ni naturaleza muerta en el sombrío drama pintado sin tremendismo, sin chafarrinón.

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9 de octubre de 2012
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La familia Urdangarin va de viaje

Los viajeros estábamos todos acomodados, y el vuelo parecía a punto de cerrarse cuando hubo un revuelo. Habían entrado discretamente unos pasajeros, pero como eran tan altos (cada uno en su proporción) y tan conocidos, nadie pudo evitar mirarles curiosamente. Primero se sentó la Infanta Cristina, en butaca de ventanilla, pasaron a continuación los cuatro niños, que ocupaban asientos en la primera fila de la clase turista, y por último, después del breve ojeo de dos comedidos escoltas, el padre de familia, muy desmejorado de aspecto. "Está en los huesos", dijo la señora, tal vez canaria, que se sentaba detrás de mí. Despegó al fin el vuelo del Puente Aéreo Madrid-Barcelona de las 18 horas del pasado domingo 16, y el marido de la señora tal vez canaria, con su voz alta y menos melosa, nos lo aclaró a los ignorantes sentados a su alrededor: "Estos vuelven del cumpleaños de la Letizia".

            No hubo prerrogativas regias durante el vuelo de Iberia, que duró rigurosamente una hora. Sentado él junto al pasillo en la fila anterior a la mía, y al otro lado, era imposible, incluso cuando la curiosidad inicial se había disipado entre las nubes, dejar de ver la corpulenta y demacrada figura del duque de Palma haciendo lo que se hace en estas ocasiones aéreas tan gratamente exentas de la tremolina de los teléfonos móviles: hablar en voz queda, leer, dormir, tal vez soñar. Don Iñaki conversó tenuemente con su mujer, repasó las páginas de un cuaderno en el que tomó notas, y, como yo mismo un rato antes, cayó en una siesta reparadora. Reparadoras son, a mi juicio de gran dormilón en situaciones desacostumbradas, todas las cabezadas que uno da fuera del lecho y las horas prescritas, pero aquella tarde pensé que esos minutos de sueño serían especialmente lenitivos para quien quizá no lo concilie con facilidad al acostarse de noche. Y entonces se produjo el pequeño romance familiar.

     La niña y el segundo de los niños Urdangarin se acercaron a la fila de los padres y se los encontraron adormecidos (aunque yo a la infanta no la distinguía desde mi asiento). Los dos hermanos se miraron entre sí, con cara de perplejos al principio y de pilluelos a renglón seguido. El niño le sopló en una oreja a su padre, que no despertaba, y la pequeña dudaba entre no interrumpir el descanso paterno y no perder la ocasión  -habiendo conseguido zafarse del escolta infantil-  de travesear un poco con los papás. Fue ella quien optó por un despertar sin soplo en la cara ni zarandeo del brazo; se empinó sobre sus pies y le dio un beso al padre en la mejilla. Yo, que no tengo hijos y odio ser despertado en esas dormiciones extemporáneas que tan bien me sientan, aprecié la buena disposición del despertado, y volví al libro que llevaba entre manos. A la llegada al aeropuerto de El Prat, y puesto que la infanta y su marido viajaban en la primera fila de la cabina, el desembarco del avión, traídos prestamente los cuatro niños, con sus mochilitas individuales, hasta la puerta de salida, se hizo de nuevo con rapidez y discreción, aunque tanto la señora tal vez canaria y su marido, así como yo mismo, que desembarcamos después de ellos, pudimos ver que los Urdangarin bajaban directamente a la pista de cemento por la escalera auxiliar, al pie de la cual les esperaba una pequeña furgoneta de transporte y un vehículo de la Guardia Civil; el sargento que vigilaba la operación saludó militarmente a la Infanta cuando pasó frente a él, y ya no pude ver, al avanzar por la pasarela del ‘finger', si hubo saludo reglamentario al cónyuge.

    Nunca he sido un adepto del ‘ismo' de la monarquía, que, como todas las construcciones de fondo sobrenatural y forma dogmática, es ajeno a mi temperamento. El monarquismo, sin embargo, no me inspira el rechazo visceral que muchos amigos y otras gentes de lo más respetable profesan; históricamente siento por él la misma indiferencia que por el anabaptismo o, por poner otro caso extremo, el realismo socialista. Ese desapego no impide el reconocimiento de sus logros. Y así como al ateo más recalcitrante le resulta posible disfrutar trascendentalmente de las realizaciones pictóricas, literarias o arquitectónicas suscitadas por la teología de cualquier religión de cuya fe y ortodoxia reniega, los individuos concretos que ocupan tronos y llevan coronas que nadie o nada  -salvo un dios indocumentado o una componenda ancestral- les ha otorgado, pueden ser sujetos titulares de un poder simbólico de gran utilidad política para sus pueblos. Ese es en mi opinión el caso de la Casa Real española desde su restauración (tan anómala en principio) de 1975.

     No voy a repasar, por demasiado patentes, los errores de bulto cometidos en los últimos tiempo por el rey, y por la reina también (¿o se olvidan las palabras de tinte homófobo de Doña Sofía, nunca formalmente desautorizadas, en el infausto libro de Pilar Urbano?). La Casa del Rey parece estar ahora poniendo orden doméstico y doctrinal en asuntos que nos conciernen a todos, y eso, si queda sometido al escrutinio y el disentimiento de la ciudadanía, es positivo. Pero ahí está candente y pendiente el llamado ‘caso Noos', coincidiendo con un espíritu popular de indignación y revuelta no sólo frente a las medidas de recorte social que dicta el gobierno (o a él le dictan desde el norte de Europa) sino también contra todo privilegio, todo gasto injustificado y todo asomo de corrupción. Don Iñaki Urdangarin es, por el momento, el imputado de un delito grave y escandaloso, y el marido de la hija del jefe del estado. A ella y a su descendencia, mientras el curso procesal no sufra alteraciones, se le deben los miramientos propios de su rango; el saludo militar de la guardia civil, por decir algo de poca monta. Resulta sin embargo fundamental que la corona, que es una institución sostenida, dentro de los países democráticos, sobre un pacto simbólico, extreme en los próximos meses el cuidado del símbolo. Inaceptable sería, por ejemplo, que pudiera repetirse lo que sucedió el pasado febrero cuando el señor Urdangarin compareció en los juzgados de Palma, y el matrimonio, "por razones de seguridad", se alojó en un ala del Palacio de Marivent, que es un territorio que no pertenece a la familia Borbón sino al pueblo español. La seguridad, comprensible, del imputado y sus allegados la debe sufragar en estas circunstancias el propio interesado, sea su coste el que sea.

     Porque no hay que olvidar que, al lado de los muchísimos españoles decentes que, por principios, no quisieran tener a un monarca en la jefatura del estado, hay otros, nihilistas de extrema derecha los llamaría yo, que pretenden acabar con el sistema que ha funcionado bien casi cuarenta años y con la persona que, en sus luces y sombras, lo ha encarnado satisfactoriamente. Aquella tarde del Puente Aéreo a Barcelona, antes de despegar, tuve tiempo de leer en ‘El Mundo' el extenso reportaje en el que más de treinta "personalidades de la vida social" opinaban sobre la nueva página web de la Casa del Rey y el tratamiento que en ella se le ha dado a Urdangarín. Me llamó la atención que Federico Jiménez Losantos, con su inimitable estilo, expusiera en su respuesta lo que, me dicen los taxistas y algún amigo de manga radiofónica muy ancha, repite machaconamente en sus emisiones. Cito una de sus frases más tibias del reportaje: "El príncipe ha perdido y el rey está al lado del ladrón de su casa". Todos esperamos que se haga justicia, sin paliativos, en la resolución del caso Noos. Para restituir, para dar ejemplo y para castigar, si lo que la mayoría de la gente anticipa en la calle coincide con el dictamen de los jueces. Pero también para evitar que los rufianes de toda índole extiendan la sospecha de que no hay en nuestra sociedad morada para el justo, y ningún despacho bancario, mesa parlamentaria o palacio real libre de latrocinio.

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1 de octubre de 2012
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Shakespeare olímpico

Apagado el fragor de la competición y el brillo del metal, en Londres queda, incombustible, William Shakespeare. Qué país tan distinto al nuestro, que favorece el precio de las entradas de fútbol mientras penaliza a los ‘happy few' que quieren ir al teatro (y al cine) sin arruinarse del todo; Gran Bretaña, por el contrario, celebró con gran pompa su atracón olímpico, pero le quiso dar el espíritu de una Olimpiada Cultural muy centrada en las glorias del Cisne de Avon. El World Shakespeare Festival sembró la ciudad del Big Ben de montajes teatrales para todos los gustos (y en todas las lenguas), aunque yo, que rehuí los fastos de la quincena grande, me quedo con -y les recomiendo- la extraordinaria exposición ‘Staging the World' (‘Representando el mundo') que sigue abierta en el Museo Británico hasta el próximo 25 de noviembre.

    No se trata de una muestra sobre la vida del genio, de la que los eruditos, una raza genéticamente creada para la duda sistemática, siguen debatiendo, quitándole autorías, achacándole incorrecciones políticas de toda laya y rechazando algunos hasta su existencia real. Fuera quien fuera Shakespeare, si lo hubo, los abrumadores restos de su talento sirven de cañamazo a los comisarios de la exposición, Jonathan Bate y Dora Thornton, para presentar de modo amplio y original algo así como la temperatura social de la que surgió y la huella que dejó en el teatro del mundo, donde, obstinadamente, seguimos deseosos de escucharle al cabo de más de cuatro siglos.

    En las salas de la legendaria Sala Redonda de Lectura del British Museum, hoy sin libros ni pupitres, están los cuadros, pero no los retratos del propio autor de ‘El rey Lear', también sospechosos de inautenticidad, sino otros de contemporáneos suyos, entre los que destacan los realizados por el gran miniaturista Isaac Oliver y los de Marcus Gheeraerts el Joven, excelente artista de origen flamenco que pintó en la corte isabelina. ‘Staging the World' no es, sin embargo, una exposición pictórica, básicamente, tampoco literaria. Sus argumentos tienen más alcance, y su radio de atención iconográfica depara muchas sorpresas e iluminaciones en el recorrido. Es estupenda, por ejemplo, la sección segunda, dedicada a la melancolía renacentista, que los organizadores se encargan de hacer trascender más allá de los versos de ‘Como gustéis', su comedia de tintes crepusculares. Y tomando de punto de partida a uno de los mayores personajes femeninos de la literatura, la Cleopatra de ‘Antonio y Cleopatra', la figura histórica reverbera en sus recreaciones, así como los artilugios de hechicería mostrados se relacionan metafóricamente con la ‘obra bruja' de Shakespeare, ‘Macbeth', de la que ningún inglés cultivado osa decir el nombre, por el mal fario que se le atribuye; en la propia exposición es llamada, según costumbre, "la obra escocesa".

    Sentimentalmente, me quedé prendado de unos chapines venecianos en el apartado del influjo italiano, tan importante en el dramaturgo, y aún más de la gorra de lana expuesta, ejemplo muy modesto de la prenda que a partir del año 1571 se hizo de obligado uso en domingos y festivos para todos los varones del reino mayores de seis años. Y hay un cierre político memorable: el ejemplar en papel barato de las obras completas de Shakespeare que Nelson Mandela pudo leer en las largas horas de prisión en Robben Island. Su anotación firmada aparece junto a unos famosos versos dichos por el protagonista de ‘Julio César': "Los cobardes mueren muchas veces antes de morir".

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24 de septiembre de 2012
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Amor griego en Mallorca

En abril de 1957, un Baltasar Porcel de apenas veinte años le escribe a Lorenzo Villalonga desde el cuartel de Marinería de Cartagena. El muchacho mallorquín, que está haciendo el servicio militar en la península, había conocido un año antes en Palma al autor de ‘Bearn', cuarenta años mayor que él, y con esa carta comienza una fascinante correspondencia; les separa, además de la edad, la clase social y el estilo, de vida y de escritura, pero entre 1957 y 1976, fecha de la última que le dirige Porcel a Villalonga (fallecido en 1980), se desarrolla entre ambos una novela epistolar que bien merece el título del libro hace unos meses publicado, ‘Les passions ocultes' (Edicions 62), un volumen de más de ochocientas páginas redactadas en su gran mayoría en castellano.
Porcel tituló ‘Las pasiones ocultas' el interesante prólogo a la reedición póstuma de una de las novelas más singulares de Villalonga, ‘El ángel rebelde', cuyo protagonista Flo La Vigne, presente en otros libros del autor, era un trasunto de la figura del joven Baltasar, no siempre complacido con el retrato que el ‘senior' hacía de él en la ficción. Y en ese prólogo Porcel aborda con franqueza lo que de un modo subrepticio late en la correspondencia, la homosexualidad: "jamás supe por boca de nadie nada en este aspecto que pudiera implicar a Villalonga, ni él nunca se me manifestó en nada parecido. Pero aleteaba en sus ideas, sus actitudes, sus celos, incluso en sus afectuosos golpecitos en la espalda, un deje comprometedor...¿Provenía esa ambivalencia de un esnobismo de los años 20, como el culto a la gimnasia?"
La gimnasia es un motivo que aflora una y otra vez en las cartas de Villalonga a Porcel, siempre llamado en el encabezamiento Odín, un "nombre de dios y de niño" que era el pseudónimo de los comienzos periodísticos del segundo. "Querido Odín, no te dejaré en paz hasta que tengas el perímetro torácico, la presión arterial y los eritrocitos que te corresponden. Esto para que triunfes en el mundo" (carta del 16-XII-58). Hay que recordar que el gran novelista era médico (psiquiatra, no endocrino), y sus consejos al joven discípulo adquieren a menudo un rango paternal y benevolente, no exento en ocasiones de la malévola ironía de sus obras de creación. Queda claro, con todo, que la prestancia corporal de Odín le importa; le receta jarabes fortificantes, le aconseja la práctica prudente de la gimnasia sueca, y le urge a afeitarse el bigote y la barba, con los que estropea su "aire angelical". La salud, la estética, la protección (abundan, y a veces cansan, las trama conspiratorias para hacerle ganar al joven concursos literarios o puestos de trabajo) y por supuesto el magisterio, pues no sería el Doctor Villalonga un buen mentor si faltaran en sus cartas (que forman la mayoría del libro; muchas de Porcel se perdieron) la guía de lecturas y el aleccionamiento literario, casi siempre sagaz; el programa, en suma, no sólo para crecer más sano sino para llegar a ser mejor artista.
El personaje protagonista del libro es el de Villalonga, sarcástico, escéptico, castamente atraído por su joven y apuesto amigo a la vez que hiriente y desdeñoso en ciertas alusiones a homosexuales a los que trata, en la ciudad y en la consulta; un antimoderno nada parroquial, exquisito en sus gustos librescos y buen aficionado al cine, que comenta con regularidad. Sería injusto, sin embargo, pasar por alto la potencia dramática de algunas de las cartas de Porcel en la primera época de relación, antes de que un asunto de vanidoso recelo ante ciertas críticas literarias que le hizo Villalonga les distanciara de modo irremediable. En 1958, por ejemplo, Odín se dirige a su "Querido Don Lorenzo" y le reconoce cómo su influjo, sus palabras, su ejemplo, afectaron al joven que "vivía atado a un mundo de oscuridades, miedos, perezas, tonterías", haciendo "de las oscuridades evidencias, de los miedos firmeza, de las perezas trabajo, de las tonterías estudio". Y dos años más tarde, de nuevo Porcel resume con elocuente emoción en otra carta la esencia de esa transmisión de saberes y de valores que fue el fundamento afectivo de la academia griega: "todo lo que ha recorrido Vd. -real y valedero para Vd- es ahora mío, y lo he hecho mío de acuerdo con lo que yo soy". De ese modo, el maestro perdura en el alumno sin desnaturalizarle: "Aparte de mi intrínseco ser, soy también sus enseñanzas".
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18 de septiembre de 2012
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El parque de las almas

No hay drama, en el caluroso día festivo, cuando te acercas entre una multitud de pantalón corto y gorra, pero aun así apenas bullanguera, al Memorial del 11 de septiembre (9/11 en las siglas americanas). Tampoco la mayoría de los visitantes que hacen cola, provistos de su pase gratuito, conocerá la intriga, a veces cruel, que ha precedido y sigue manifestándose en la construcción de este parque conmemorativo que es ya, en su estado incompleto, una de las grandes atracciones turísticas de Nueva York, aunque, al contrario que todo lo demás en Nueva York, sea gratuita y no suponga pagar impuestos ni propinas. El pase, ‘Visitor Pass', se consigue con facilidad a través de la recepción del hotel, si eres turista, o solicitándolo a una página web que funciona con la minuciosa precisión que el mundo anglosajón suele darle al papeleo. La visita merece cualquier pena.

     La intriga, en más de una ocasión conspiratoria, del ‘9/11 Memorial' la cuenta muy bien  -inevitablemente como una intriga ‘in-progress'-  el excelente crítico Martin Filler, en el capítulo correspondiente de su libro ‘La arquitectura moderna y sus creadores", que aquí publicará en octubre Alba. Su texto es novelesco, y los protagonistas de su ‘thriller' inmobiliario tienen nombre, el de los alcaldes y gobernadores implicados (Giuliani, Bloomberg, Pataki, Spitzer), los arquitectos agraciados o perjudicados (Libeskind, Foster, Rogers, Calatrava, Childs, Arad), los contratistas con ánimo de lucro, en especial el promotor Larry Silverstein, afectados todos por algo que da a ese capítulo de Filler su valor añadido de cuento de fantasmas: el permanente halo de las 2983 víctimas, si se suman a las producidas por los pilotos suicidas de septiembre de 2001 las que hubo, allí mismo, en las más olvidadas explosiones de febrero de 1993. De los fallecidos en las Torres Gemelas hay memoria real y presencia figurada, pero los familiares han formado un ejército doliente y militante que vigila cada fase de la edificación del Memorial y se expresa y actúa con vehemencia cuando sienten que el espectáculo o la codicia desvirtúan el gesto conmemorativo. Y las autoridades neoyorkinas y nacionales escuchan a los vivos; por la gran dimensión de esa tragedia en la conciencia norteamericana y porque en el solar donde hoy se elevan varias de las edificaciones proyectadas han quedado los restos sin identificar de casi una mitad de las 2977 personas que perecieron en septiembre de 2001. "¿Cómo vamos a construir nada en el lugar donde lloran sus almas?", dijo con dramática elocuencia la viuda de uno de los eternamente desaparecidos.

    Olvidémonos en el recorrido de los nombres protagonistas de esta novela negra, entre otras razones porque no es seguro que todos ellos sigan siéndolo el día en que el relato al fin termine. La obra de Santiago Calatrava, un centro de operaciones de tránsito, aún no despunta, la hermosa torre, World Trade Center 2, diseñada por Norman Foster, 88 pisos rematados por cuatro segmentos que se abren al cielo como fauces en grito, se ha pospuesto y nadie sabe si se llevará a cabo, y Daniel Libeskind, el proyectista original del complejo, hace años que perdió el control de su desarrollo, y ha tenido que ver cómo la torre por él ideada, la World Trade Center 1, era desnaturalizada por su sustituto, David Childs, y perdía su simbólica referencia a la Estatua de la Libertad; lo que ahora se alza de esa Torre 1, que es mucho, no pasa de ser un edificio poco distinguido que estará en su día coronado por una gigante aguja metálica, a modo de símil fácil de las que hay en los dos célebres hitos de Nueva York, la torre Chrysler y el Empire State Building. Por no hablar de los políticos en ejercicio, cuya condición efímera conocemos los ciudadanos de cualquier país que somos a la vez votantes.

      Sin embargo, y pese a su enrevesada génesis, su inacabamiento actual y el conflicto de sus peripecias, el Memorial 9/11 posee ya un hálito que nos llega y nos conmueve. Uno entra en el recinto, jalonado por las siluetas de hormigón y cristal de aquello que está en obras, y advierte dos colores dominantes, el verde de la superficie y el negro excavado en el suelo. El verde corresponde al arbolado del parque, la plantación de robles blancos de California que aún han de crecer y hacerse más frondosos, y el ‘Survivor Tree' o árbol superviviente, un peral de flor que originalmente estaba en el jardín de la plaza interior situada entre las dos torres abatidas y que las brigadas de salvamento encontraron, dañado pero no muerto, en las ruinas humeantes de la llamada Zona Cero. Como un herido más de la masacre, el peral fue atendido y sanado en otro parque-hospital de la ciudad, hasta que renació y floreció de nuevo cada primavera, sobreviviendo también a los efectos de una devastadora tormenta sufrida, en su vivero provisional, en marzo de 2010. En diciembre de ese año el ‘Survivor Tree' fue replantado en el Memorial 9/11, donde hoy tiene un sitio de honor cerca del lado oeste de la Piscina Sur.

     Y así llegamos al punto culminante de nuestra historia, situado en las dos inmensas piscinas que ocupan el perímetro exacto donde estaban las moles gemelas desplomadas. En esas piscinas o fuentes, en su hermoso y sobrio granito negro, en sus parapetos grabados, en el fluir moroso de un continuo canal de agua que forma una cascada sin estruendo y un lago sin profundidad, se guarda el luto, y en lo que constituye su mayor logro estético, los anchos pozos centrales por los que cae el agua a un fondo insondable y sombrío, se da la imagen más elocuente de la pérdida, de la oquedad y la carencia. No el olvido. Para desafiar al olvido se dispuso que los nombres completos de todas las víctimas de los dos atentados del World Trade Center, unidos en la Piscina Sur a los de los muertos en los vuelos pilotados por terroristas que se estrellaron en Pensilvania y Washington, estén inscritos en letras de bronce en los rebordes, también de piedra negra, que flanquean las piscinas, siguiendo en su disposición una "contigüidad con significado" pedida asimismo por los familiares para los casos en que sus seres queridos tenían vínculos de amistad, de amor o de pertenencia religiosa y social con otros fallecidos. La letanía onomástica, que el visitante paciente se demora en leer, lejos de ser grandilocuente queda al contrario como la estela fúnebre de un numeroso grupo de seres erradicados de golpe de la vida y persistentes, de ese modo rotundo y escueto, en la materia escrita de su identidad.

     La gran paradoja narrativa del Memorial 9/11 es que los arquitectos-artistas, las celebridades, no son, al menos hasta ahora, los que han contribuido a crear el espíritu del lugar. En el caso de Foster y Libeskind, como hemos dicho, por la radical enmienda o incertidumbre de sus proyectos; en el de Calatrava, por la imposibilidad de juzgarlo antes de que pueda verse si el valenciano se repite a sí mismo, como a menudo hace, o trasciende sus líneas aladas. Los artífices más relevantes son comparativamente oscuros, el consorcio Davis Brody Bond, que firma el Museo Conmemorativo, y el arquitecto de origen israelí Michael Arad, quien hasta ganar el concurso de los dos monumentos acuáticos diseñaba, a sueldo de la municipalidad, comisarías para el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York. La parte substancial, ya construida, del Museo de Davis Brody Bond, pese al rutinario ‘déjà vu' de su estructura, imbrica con gran eficacia evocativa en el atrio de entrada los dos tridentes, colosales columnas en forma de tenedores de acero, rescatados de la fachada original de las Torres Gemelas. Arad, que ha trabajado en colaboración con el paisajista Peter Walker, encontró en las dos piscinas sentido y sentimiento. El eco de las almas sollozantes, las de los vivos y las de los muertos.

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3 de septiembre de 2012
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El Boomeran(g)
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