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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Exilio y deriva

Después de una primera película, ‘Todas las canciones hablan de mí'' (2010), que ya mostraba tendencia a la logomaquia y tenía, sobre todo al final, brotes de gran encanto adolescente, Jonás Trueba guardó un silencio y se hizo mayor con ‘Los ilusos' (2013), que no se estrenó en cines comerciales. De la tercera, ‘Los exiliados románticos', se ha subrayado su filiación ‘rohmeriana', que el director no ha negado, por elegancia más que por modestia, aunque sin mostrar mucho convencimiento, y con razón: Rohmer asoma (menos, a mi juicio, de lo que Godard lo hacía en ‘Los ilusos'), pero hay también otra ‘nouvelle vague', Rivette, y Eustache, en su cine, como lo viene habiendo en la filmografía de tantos cineastas de todas las latitudes nacidos a partir de 1970. En otro orden de influjos, mientras veía con una enorme felicidad ‘Los exiliados románticos', tuve el pálpito de que podía haber más franceses en la genealogía de su autor, y sobre todo uno, Guy Debord.

El  por una finalidad muy alejada de las exaltadas aunque cerebrales búsquedas pulsionales que André Breton y Louis Aragon se marcaban al azar de las calles de París, en pos de sus magas soñadas. Los exiliados de Trueba son románticos, es decir, ingenuos, y conocen los tres sus objetivos sentimentales, que van apareciendo, en una gradación acertadísima de tono y tempo, en las figuras de las chicas que aman, recelan o pretenden, Renata, Isabelle y Vahina. Las tres carnales, y dos muy locuaces.

Película "basada más en ciertos ideales que en hechos reales", como dice el burlón cartel de los créditos finales, uno de los logros que la singularizan es su mezcla de lo improvisado (lo aportado por la realidad ambiental, los accidentes y las ocurrencias ‘in situ') y lo ideal, no sólo motor del viaje sino del film, de su luminosidad especial, festiva en exteriores y cálida sin empalago (en un excelente trabajo de Santiago Racaj), y su planificación, que favorece las tomas largas, frontales, y los planos-secuencia. En su aparente desestructura, ‘Los exiliados románticos' se articula también en tres encuentros ligados a las mujeres antes nombradas, y todo lo que sucede (poco siempre) y se habla (en abundancia) en torno a ellas, o con ellas, acaba por dar al relato trepidación y substancia, elementos, aquí inesperados, de las mejores historias. Con una deliciosa, y no sabemos si también deliberada determinación: la ligereza de lo mostrado es tal y la duración del film tan reducida (recuerda la de las comedias sintéticas del Hollywood de los años 1930), que el desenlace en el lago de Annecy deja dos sensaciones contrapuestas, ninguna de las dos desagradable. La primera es que ‘Los exiliados románticos' sólo se podía acabar así, en ‘lo abierto', con sus personajes distantes de la cámara, despegados del propio relato e independientes de su hacedor cinematográfico, insolentes con él quizá; pero a la vez, y es la segunda sensación, se impone la gana de seguirles más lejos, a un nuevo lugar de Francia o en un regreso a lo que imaginamos que ha de pasar en su ciudad de origen, o allí mismo sorprendernos.

Jonás Trueba ha dicho en una entrevista publicada recientemente en los cuadernos de cine Caimán que ‘Todas las canciones hablan de mí' "era una película de guión escrito, ‘Los ilusos' es un film de guión en montaje, y esta es una película de guión en rodaje". La declaración resulta plausible, e inquietante. Dado que varios de los actores de ‘Los exiliados románticos' también protagonizaban ‘Los ilusos', que explora de manera más acartonada y redicha lo que en la última resulta fluido e inconsútil, habría que preguntarse por dónde irá el cine futuro del joven guionista y director madrileño. ¿Tendrán siempre que acompañarle intérpretes tan naturalmente dotados como Isabelle Stoffel, Francesco Carril y Renata Antonante, sus mejores cómplices y en este caso, por lo visto y oído, inventivos co-autores? ¿Estarán todos dispuestos a compartir sus andanzas y sus vericuetos? La inquietud se disipa cuando uno revisa la película en la memoria; la cena grupal, numerosa de elenco, en la casa parisina de Jim Haynes, funciona estupendamente, en torno al eje de Isabelle Stoffel, y de la limitación expresiva de Vito Sanz y Vahina Giocante, el director, sentándolos diez minutos sin cortar el plano en una terraza de los Jardines de Luxemburgo, obtiene un resultado de poderosa y elegante emotividad. Nos gustará en cualquier caso, estén ellos o no ante la cámara, saber si escenas de una belleza tersa como la de la conversación ante el parapeto de piedra en que Renata y Francesco hablan de los cuentos de Natalia Guinzburg, o la posterior en la cocina, en que ambos retoman el diálogo, las citas combinadas y el presentimiento de una crisis, algún día las interpretarán otros y nos seducirán igual. Entonces Jonás Trueba habrá dejado tal vez de ser iluso, o exiliado, siendo de desear que no por ello abandone su deriva.

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25 de noviembre de 2015
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Visitas estivales

Ha sido, el de 2015, un verano rico en visitantes pobres; a comienzos de agosto, contando desde primero de año, ya se habían ahogado en las aguas del Mediterráneo dos mil emigrantes venidos de diversos puntos de África y Oriente Medio, cuatrocientas bajas más que en la misma fecha de 2014. Es el recuento macabro de un fenómeno ajeno al turismo, que también crece en España por cierto, y al cine, que en la formidable cartelera de películas en versión original de Madrid y Barcelona trae el consuelo de una diversidad más palpable en la pantalla que en la calle. Hago un cómputo de lo visto desde el mes de junio hasta fines de septiembre, sin salir del vértice de las madrileñas salas Renoir, Golem y Verdi: una poderosa y a ratos emocionante superproducción épica del notable cineasta turco-germano Fatih Akin, El padre (The Cut), centrada en el genocidio del pueblo armenio; una simpática comedia griega de Panos H. Koutras, Xenia (aquí llamada Cuestión de actitud), que refleja en un envoltorio superficial la intransigencia con las minorías sexuales y la violencia de extrema derecha; tres historias de infancia de calidad variable, desde la libanesa Ghadi, de Amin Dora, sobre un niño nacido con síndrome de Down, hasta la israelí La profesora de parvulario, del interesante Nadav Lapid, en torno a un precoz geniecillo de la rima poética, pasando por la mejor de las tres, Retratos de familia (Ilo Ilo), del primerizo cineasta de Singapur Anthony Chen, delicada estampa de una familia de clase media alterada por una sirvienta filipina que llega para ocuparse de un problemático colegial. También, procedente de Estonia, Una dama en París (Une estonienne à Paris), pequeña fábula realzada por la presencia grande en el reparto de Jeanne Moreau, además de los dos excelentes filmes georgianos comentados en esta misma página hace dos meses.

En un nivel de rareza no menor para mí destaca Los caballos de Dios, de Nabil Ayouch, título del año 2012 que aun habiendo sido galardonado en su día con el máximo premio en la Seminci de Valladolid ha tenido que esperar su estreno casi tres años, debiéndose esto sin duda a la escandalosa resonancia (sobre todo en Francia y en Marruecos) de que su último largometraje, Much Loved, haya sido prohibido, tras verse en Cannes el pasado mayo, por el gobierno islamista del "moderado" Benkirane, lo que en el país magrebí ha supuesto una conmoción a gran escala; la película circula allí por las redes en una versión espuria que muestra el atrevimiento del realizador en la plasmación de la vida cotidiana de unas prostitutas de alto standing y sus clientes de la mejor sociedad panarábiga, perjudicándole doblemente esa piratería al estar confeccionada sobre un material en bruto y sin montar de casi cuatro horas de duración. Ayouch, nacido en 1969, forma parte de la generación intermedia que -junto junto a Nour Eddine Lakhmari, realizador del vigoroso thriller Casanegra, el también actor Faouzi Bensaïdi, de quien aquí se estrenó su desbocada comedia esperpéntica WWW. What a Wonderful World, y la muy estimulante Laïla Marrakchi, autora de ese hito insuperado que fue, hace ya diez años, Marock- está  vitalizando, no sin cortapisas ni anatemas, la aún precaria cinematografía marroquí. Ayouch compone unos relatos descarnados y contundentes (que a veces recuerdan a Eloy de la Iglesia), pero apoyándose en una cuidada dirección de actores, no profesionales muchos de ellos, y un vertiginoso ritmo narrativo. Basada en una novela que dio que hablar, Las estrellas de Sidi Moumen de Mahi Binebine (autor bien traducido al castellano), Los caballos de Dios afronta un hecho histórico contemporáneo, los atentados terroristas del 16 de mayo de 2003 en Casablanca, contado en dos tiempos y un mismo contexto, el de esa barriada a las afueras de la gran ciudad de donde procedían los jóvenes suicidas que provocaron la matanza.

No se trata de un cine de denuncia, sino de una crónica, exenta del débito periodístico y la lección moral. Cuando son niños, Yashin y su hermano Hamid, con los vecinos Nabil y Fouad, protagonistas del filme, juegan al fútbol en los descampados, tienen riñas pueriles y cometen pequeños hurtos; la criminalidad les vendrá por el adoctrinamiento religioso, sin que ninguno de ellos fuera luchador de la yihad entrenado en Irak o Afganistán, sino el producto de una frustración social y una falta de horizonte personal. Ayouch ha declarado que, tras el impacto que le causó la acción de esos chicos de un barrio que conocía bien, al haber rodado allí varias secuencias de su película Ali Zaoua (en cierto modo un prólogo involuntario a Los caballos de Dios), fue a Sidi Moumen con una cámara para entrevistar a las víctimas, a los supervivientes y sus familias, haciendo un cortometraje que le resultó insuficiente. Quiso entonces elaborar una mirada de ficción sobre un suceso y unos personajes reales, y compró los derechos del libro de Binedine, despegándose de él en la adaptación y tampoco queriendo conservar su título, ante el recelo de que algunos espectadores, sobre todo musulmanes, pudieran leer en la palabra "estrellas" una exaltación de lo que llevaron a cabo los kamikazes. Su intención, plenamente lograda en este filme de gran fuerza y profundo pathos, era humanizarlos, no glorificarlos, y mientras el rodaje avanzaba encontró un texto sobre la guerra santa, escrito en tiempos del Profeta, que le inspiró: "Volad, caballos de Dios, y las puertas del paraíso se abrirán para vosotros." Esa frase, utilizada a menudo por la retórica yihadista y en los sermones televisados en tantos cafés del mundo árabe, las pronuncia en la película de Ayoub el emir reclutador de los muchachos, y es el lema que les conduce a la muerte y al suicidio. La entrada al paraíso no se ve. 

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16 de noviembre de 2015
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El género egoísta

Somos egoístas cuando leemos libros que sus autores nunca quisieron que los demás leyéramos. Tan egoístas como ellos y ellas, que, unas más y otros menos, pasaron una buena parte de su vida contestando cartas y guardando las que recibían, sin molestarse en romperlas o negárselas a la posteridad. Hace años, no tantos, en España se juzgaba irrelevante, propio de metomentodos, leer epistolarios y otras secciones de la escritura biográfica. La cosa está cambiando, aunque el yo ajeno revelado aún desconcierta a muchos, que no saben a qué carta quedarse.

De la abundancia reciente menciono aquí los últimos que he leído: el segundo volumen de la extraordinaria edición emprendida por Cambridge University Press de ‘The Letters of Samuel Beckett', de momento sólo disponibles en inglés, también, bajo el título ‘Crónica de mí mismo' (Errata Naturae), un centenar de las muchas escritas por el poeta Walt Whitman, así como las que Vicente Aleixandre le escribió a Miguel Hernández y a su mujer Josefina Manresa, prematuramente convertida en viuda de guerra, ‘De Nobel a novel' (Espasa Calpe). Tres obras maestras del género epistolar. Esperan lectura ‘Puedo contar contigo' (Destino), las cartas intercambiadas entre Carmen Laforet y Ramón J. Sénder, un tándem para mí inesperado, y las ‘Cartas a Véra' de Nabokov (RBA), que no sólo tratan, por lo que llevo ojeado, de amor conyugal y mariposas.

Quiero hablar más extensamente de un libro que llevaba muchos años agotado y aparece ahora reeditado por la editorial Comba. Se trata de ‘De mar a mar', sesenta y siete cartas intercambiadas entre Rosa Chacel y Ana María Moix desde el día de 1965 en que la joven ‘prenovísima' de dieciocho años le escribe a la novelista exiliada, poniendo en el sobre una dirección incierta de Río de Janeiro. La carta llegó y fue respondida larga y generosamente por Chacel, quien, en otro de sus muchos envíos a otros corresponsales, que cita, en el prólogo de su excelente edición de Comba Ana Rodríguez Fischer, entraba así al trapo del arte epistolar: "¿Es el epistolario una relación de contacto personal o es un conocimiento de obra? No sé qué decir, pero en nuestro presente se nos aparece como un lujo demasiado caro. No importa, todo es cuestión de habilidad económica".

Rosa Chacel tuvo esa "habilidad económica" de la carta, y quedará algún día, si se hace justicia, como epistológrafa de máxima altura en nuestra lengua. Rodríguez Fischer anuncia en dicho prólogo que la mayoría de sus cartas está aún por recoger, y juzgando por el breve y delicioso apéndice de cartas a Javier Marías incluido en la preciosa recopilación de textos chacelianos ‘Astillas' (Cuadernos de Obra Fundamental, Fundación Banco Santander, 2013) y, sobre todo, por éstas a Ana Moix, no cabe duda de su agudeza en establecer una "relación de contacto personal", así como del profundo instinto literario y perceptividad sentimental, deslumbrantes sobre todo en las cartas números 26, 30 y 59. ‘De mar a mar' es un libro de encantadora lectura. La adolescente y la casi setentona pierden pronto la formalidad táctica y se confiesan, discutiendo de libros, de cine (en el que Godard las separa), de amigos comunes, con pasajes de gran fuerza de Ana María (su desgarrada carta 65, de marzo de 1970). El retrato dual es elocuente, y lo que se dicen da ganas de leer en sus libros propios a ambas escritoras desaparecidas.

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10 de noviembre de 2015
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Rostros penetrables

Fue uno de los logros de un género que siempre hemos execrado, la traducción española de los títulos de películas extranjeras. Con una rara inspiración poética, nada sintomática, a alguien, en algún lugar, se le ocurrió cuando su estreno en 1962 que ‘One-eyed Jacks', el extravagante pero en absoluto desdeñable western interpretado y dirigido por Marlon Brando, se llamase ‘El rostro impenetrable'; un título que esquivaba el difícil juego de palabras con un naipe y un comportamiento insincero, conteniendo a la vez  -si le seguimos dando crédito de ocurrencia al anónimo retitulador del original-  una mordaz alusión a la manera estudiada, metódica, con la que el gran actor ocultaba sus facciones en una máscara de opacidad, de impermeabilidad.

Me he acordado de esa película, que vi de adolescente y me penetró, leyendo el libro de Manuel Gutiérrez Aragón ‘A los actores' (Anagrama, 2015), en el que se hace una lúcida separación del relato fílmico y el literario no basada en la manera de contar sino en el cociente de los actores, que, escribe el cineasta y novelista, "son un antes, una señal en el tiempo, una prioridad, no una preferencia", añadiendo, páginas después, con característica sorna: "siempre he procurado no perder de vista al actor, por si me engaña con la cámara, esa desaprensiva". Las cámaras de cine, incluso ahora, en su portátil conformación digital, son desaprensivas en la gula; se tragan todo lo que tienen delante, y en ese festín las ‘personas' son los tropezones más substanciosos del paisaje. Ahora bien, un actor no es sólo el intérprete de un personaje. Yo no me acuerdo apenas de la enrevesada trama edípica de ‘El rostro impenetrable', pero cincuenta años después me acuerdo de los tics de Brando debajo de un sombrero mexicano. El actor crea memoria en el espectador, y esos recuerdos se superponen, creando una especie de ‘ur-personaje' o ‘super-marioneta' que unas veces es sólo mecánica -y no por ello decepciona- y otras inteligente, significativa.

He visto en las últimas semanas películas que no eran ni mucho menos obras maestras y complacían enormemente mientras duraba en pantalla la escapada adúltera del actor y la actriz con la cámara, que les amaba tanto que se olvidaba de su legítimo enlace con el director. Films como ‘Cut Bank', de Matt Shakman, en el que un genio como John Malkovich decide que la historia narrada y el modo de narrarla son tan elementales que hay que compensarlos facialmente. Su personaje, improbable, y por ello más apetecible, de sheriff en un remoto villorrio de Montana, "el pueblo más frío de Estados Unidos", conduce la película cuando él aparece en pantalla, mirando lo que sucede a su alrededor con una conmiseración escéptica que completa el sentido del ‘thriller' grotesco. En ‘Mi casa en París' (‘My Old Lady'), de Israel Horovitz, comedia ñoña en la que tres excelentes actores, Maggie Smith, Kevin Kline y Kristin Scott Thomas, se han de desgañitar para dar verdad a una trama de poco recorrido, quien sale más airosa es la ‘vieja dama' inglesa, que recurre a una añagaza en la que los actores de experiencia se sienten a sus anchas: los acentos recreados. La anciana interpretada por Smith es una francesa que habla perfectamente el inglés pero con un  deje, algo similar a otro ‘tour de force' reciente, el de Helen Mirren, británica de pura cepa, deformando su inglés con erres franco-suizas en la comedia culinaria ‘Un viaje de diez metros'.

Los grandes actores, una vez alcanzado el estrellato, quieren no ya sólo acumular premios, sino hacer el ganso, una de las facetas más nobles y más primigenias de su oficio. De ese modo, en una comedia hábil, de éxito en Italia, ‘Latin Lover', aquí traducida, esta vez con poca poesía, como ‘Mi familia italiana', la realizadora Cristina Comencini, semejante a su padre Luigi en la combinación de intencionalidad crítica y trazo grueso, cuenta el vacío estruendoso que deja al morir un actor celebrado y conocido también por su donjuanismo. Los sucesos, que tienen una gracia limitada y una interesante sorpresa final, importan menos que el desmadre a la española que aportan, en un reparto donde también despuntan Valeria Bruni Tedeschi y Virna Lisi (que murió poco después del rodaje), Marisa Paredes, Candela Peña, Lluís Homar y Jordi Mollà, haciendo un sainete gestual y vocal en un italiano macarrónico que vitaliza mucho las escenas en que aparecen. La Paredes en particular se desboca y se deja poner un pelucón intolerable que, lejos de rebajarla entre el elenco de viudas del difunto donjuán, le da una dimensión de gran histriónica dueña de los recursos cómicos incluso cuando los desborda.

En ‘Mr. Holmes', el director Bill Condon, que ya sabía por un trabajo conjunto anterior, ‘Dioses y monstruos', lo que Ian McKellen es capaz de hacer, le deja suelto en una extensión japonesa más bien inverosímil de las andanzas del detective imaginario, y una subtrama familiar con cansina fabulación apiaria. Los incidentes detectivescos apenan importan, cuando el espectador tiene delante dos rostros, dos dicciones y una duplicación somática en un solo intérprete. Pues de eso trata ‘Mr. Holmes' esencialmente, de un actor, McKellen, haciendo de un Sherlock Holmes nonagenario que se levanta dificultosamente de los sillones y olvida las cosas, y de otro hombre que con treinta años menos está en plenitud deductiva y viveza corporal. Esa misma cara y voz a los noventa, McKellen la convierte en un paisaje derrelicto de ojos sin lustre y labios sumidos que pronuncian, en uno de los grandes momentos del film, la palabra "Portsmouth", con un odio a ese lugar costero (donde su ama de llaves quiere irse a trabajar en un hotel) que hace del fonema un castigo bíblico. La palabra, la cara, las extremidades: el romance privado que los actores de cine sostienen con la cámara, distinto al que ejecutan sobre las tablas teatrales. Ante el objetivo copulan sin que nadie ajeno al equipo les vea. Por eso el director puede sentirse celoso y cortar el plano, o montarlo sincopadamente. La pasión clandestina quedará.

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27 de octubre de 2015
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¿Existió Nasrudín?

Del Oriente próximo no únicamente llegan noticias graves y seres desdichados. Aunque no sirva paliativo, es un gozo leer el reciente libro de la editorial Pre-Textos ‘Noventa y nueve iluminaciones de Nasrudín', bellísima conjunción, además, de lo que un occidental puede sacar en claro (y en oscuro) de la lectura, traducción libre y glosa de una de las figuras más sugestivas de la imaginación islámica. El excelente poeta y traductor Jorge Gimeno, que es el occidental de nuestra historia, consigue en el libro un audaz trabajo de presentación y reconstrucción poética de una obra que como tal nunca existió y de un autor de quien sólo sabemos que procedía de la Anatolia y anduvo, envuelto en la leyenda y la incertidumbre, por el Mediterráneo clásico, en fechas imprecisas de los siglos XIV y posteriores, cuando oralmente se cuentan y se trasmiten sus "anécdotas", que llegarían por primera vez a la imprenta en 1837, en turco, pronta y debidamente traducido al árabe con las libertades que un ‘decir' tan volátil permite.

Nasrudín, si es que tuvo carne mortal y una sola voz, fue un sabio sardónico y algo impúdico (sus reflexiones sobre el orín son de una escatología muy refrescante), un maestro de enseñanzas no siempre edificantes, un inventor de paradojas fulgurantes al que, desde que le descubrí en la famosa recopilación de Idries Shah ‘Caravana de sueños', tomé por un sabio del entorno sufí. Gimeno le llama, con cierta guasa, antisufí, siendo por tanto lo suyo "el verdadero sufismo". Sobre su identidad se hacen cábalas, aunque sigue hoy siendo una figura celebrada, desde Irán a Turquía, donde la gente de la calle da por sentada su historicidad, dudosa para muchos estudiosos.

Reproduzco, para dar una idea de la extraordinaria ocurrencia de Nasrudín y la belleza no menos ocurrente de las transcripciones versificadas por el poeta Gimeno, alguna muestra. Por ejemplo, entre las anécdotas que ponen en solfa los usos amorosos, ésta: "Me pide que le regale un anillo. / Así cuando lo vea en su dedo, dice, / se acordará de mí, de mi magnificencia. / No lo haré. Así cuando no lo vea / se acordará de mí". Nasrudín cultivaba también el apólogo sapiencial, a menudo en forma de diálogo: "El Maestro se planta ante el espejo / con los ojos cerrados. / Está así mucho rato. Respira y nada más. / Un amigo le dice: -¿Acaso has acabado de perder la cabeza? / -Intento ver el rostro que tendré / cuando esté muerto. / Nada más". Una de mis composiciones preferidas, en su conciso humor, es la que lleva por título ‘Miel': "Se me posa en el miembro / la abeja. / ¡Sí que sabe de flores!".

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20 de octubre de 2015
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‘Castroenteritis’

Lo último que escribió Cabrera Infante, poco antes de morir, fue un artículo publicado el 27 de febrero de 2005 en las páginas de Opinión de El País y que concluye el recién publicado segundo volumen de su obra completa. Se llamaba ‘La Castroenteritis aguda', y no era la primera vez que él usaba ese término médico-paródico para calificar la infección fidelista; en 1990, ‘La Castroenteritis' aún no era aguda, en el artículo de ese título recogido después en ‘Mea Cuba', aunque ya lleva, dice el articulista, más de tres décadas causando víctimas. En años posteriores, el mal dará paso por escrito a  otras variantes: ‘La castradura que dura' y la ‘Castrofobia', síndrome que sin duda aquejó al escritor. Es sin embargo en el primer texto, el de 1990, donde lo detecta: "una enfermedad del cuerpo (te hace esclavo) y del ser (te hace servil), y la padecen nativos y extranjeros", estos últimos, apostilla, ocupando la planta de la "Castroenteritis chic".

 

     Cabrera, que ya desde finales de los 60 sufría la anatema no sólo del régimen castrista sino de ciertos medios intelectuales afines, hace en ‘La Castroenteritis' un poco de cirugía, y saca a relucir las insuficiencias democráticas de Carlos Barral, Felipe González y Julio Cortázar, por quien se sintió traicionado en un notorio y debatido episodio, tras haber trabajado en el guión cinematográfico de un cuento del argentino. Es en todo caso un hecho irrebatible para quienes a principios de los años 70 lo experimentamos de cerca, dudando aún entonces juvenilmente sobre quién tenía razón, que Cabrera Infante fue objeto del cordón sanitario que se aplica a los apestados, y que entre sus practicantes hubo grandes escritores que "lo vieron tarde" o, como en el caso de García Márquez y Saramago, no lo vieron nunca. A todos ellos, siguiendo en el registro medicinal, el autor cubano les diagnostica y les receta: "Aunque la enfermedad es infecciosa [...] y a veces suele ser fatal, tiene un antídoto poderoso: la verdad. La verdad desnuda crea anticuerpos que combaten la Castroenteritis eficazmente".

     Cabrera Infante fue el médico de su honra, pero no sabemos si su tratamiento, aún rechazado por no pocos, acabará imponiéndose en la salud pública de su tierra natal.

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5 de octubre de 2015
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Escritos políticos. Cabrera Infante

Este libro de mil doscientas cincuenta páginas no contiene ninguna novela pero sí el apasionante relato de varias vidas, todas encarnadas en la figura de Guillermo Cabrera Infante. El primero, que podría titularse "El hijo de los comunistas", empieza por el principio, y el montaje diacrónico del material publicado se agradece, como en las epopeyas fundacionales. En 1951, el autor es un joven periodista que  -alimentado desde la cuna con una estricta dieta marxista prescrita por sus padres, cofundadores en Cuba del Partido por antonomasia y fieles a su ortodoxia hasta el fin de sus días- se confiesa, en la impagable crónica autobiográfica de cierre, que le hace un guiño a Sterne, como "criatura con suficientes anticuerpos comunistas como para estar efectivamente vacunado de por vida contra el sarampión revolucionario". Pero el apasionado lector y espectador en sus facetas más degustativas y selectas se da de cara un día, por sus amistades y sus afinidades, con la Historia, en mayúscula. Ha fundado con un grupo de cinéfilos también muy jóvenes la Cinemateca de Cuba, ha conocido a una muchacha con la que poco tiempo después se casará, y publica su primer cuento en ‘Bohemia', por el que (Fulgencio Batista acababa de dar su golpe de estado) se le expulsa de la escuela de periodismo y se le encarcela. Sale de prisión, y ya casado y padre de una hija da el salto a su segunda personificación novelesca: nace G. Caín, de la costilla del cine, pues con ese seudónimo -inicialmente una tapadera-  formado por las primeras sílabas de sus apellidos se da a conocer, de un modo que deslumbró pronto dentro y fuera de Cuba, escribiendo sobre películas en la revista ‘Carteles' y convirtiéndose, junto a James Agee, Manny Farber, José Luis Guarner o Pauline Kael, en uno de los críticos más ocurrentes e inteligentes que ha habido.

 

    Pero el Caín vividor y sensual, humorístico, dado al invento verbal y vacunado contra los maximalismos, no puede dejar de mirar a su alrededor. Y así en 1957 ve a varios de sus amigos detenidos o muertos a manos de la policía batistiana, entra él mismo en actividades clandestinas, se compromete. Al año siguiente, aparece en su vida Miriam Gómez, escribe la mayoría de cuentos y ácidas viñetas de violencia política que después formarían su primera obra narrativa, ‘Así en la paz como en la guerra', y la palabra no le basta: sirve de enlace entre los comunistas paternales y el recién creado Directorio Revolucionario de la guerrilla, a la que le pasa armas de contrabando, y estaba preparándose, a modo de jefe de prensa no-oficial, para llevar a dos periodistas norteamericanos a la Sierra Maestra cuando, el 31 de diciembre, abdica, así lo escribe él, el dictador Batista.

       ‘Mea Cuba. Antes y después' es el segundo volumen de la obra completa en curso, pero hay que decir que además de ofrecerse en sus páginas una ordenación ampliada de aquel devastador ‘Mea Cuba' que hizo decir a Susan Sontag en los años 80, cuando empezaron a aparecer sus textos en distintos medios, "He was the first to see it" ("Fue el primero que lo vio"), el tomo tiene como ‘entrada' fuerte las casi doscientas páginas inéditas en libro, y sus tres singularidades. Por un lado, reflejan la formación de ese gran cronista que fue, cuando el oficio no tenía el relieve que hoy tiene, Cabrera Infante, ya antes de iniciar su auto-construcción como novelista. Por otro, dan la medida de lo que significó ‘Lunes de Revolución', de donde proceden estos artículos firmados por él, responsable también del semanario. Y en tercer lugar, el más crucial, componen un retrato que muchos parecen haber querido, si no borrar, olvidar: el de un hombre de treinta años que fue parte de una vanguardia intelectual comprometida en la lucha contra la dictadura y que creyó fervientemente en la revolución no tutelada por el comunismo soviético que empezó siendo el movimiento guerrillero de Fidel Castro. Una revolución en la que, además de la justicia social y la libertad democrática, cabría un acercamiento a la realidad que pudiese armonizar la dialéctica materialista, el psicoanálisis y el existencialismo, por citar literalmente las palabras sin firma, escritas por Cabrera Infante, que aparecen a modo de presentación del número 1, de 23 de marzo de 1959, de la citada revista.

     Hace un mes pasé dos tarde enteras en la casa que el escritor cubano de pasaporte inglés habitó casi cuarenta años en el centro de Londres con su segunda esposa Miriam Gómez, una viuda de escritor emprendedora, fiel y muy valiente en las decisiones. La mayor parte de la primera tarde la ocupó el examen de los tres grandes volúmenes encuadernados en un cartoné algo gastado que recogen la mayoría, pero no la totalidad, de la colección de aquel legendario suplemento semanal que en su trayectoria, desde marzo de 1959 a noviembre de 1961, traza de modo sucinto pero esclarecedor la novela de una decepción personal y el fin de una revolución audaz y liberadora.

     Esos volúmenes que yo repasaba tienen su propia historia. Cuando el autor de ‘Tres tristes tigres' abandonó para siempre su país a finales de 1965, en circunstancias de ‘thriller' esperpéntico que él ha narrado con gran viveza en su libro póstumo ‘Mapa dibujado por un espía', pudo llevar a sus dos hijas adolescentes del primer matrimonio, pero no, en un limitado y muy vigilado equipaje, sus libros, y entre ellos, la valiosa y bien conservada colección de la revista. Una década después, Juan Goytisolo viajó a Cuba, cuando ya la verdad de la dictadura se hacía palmaria para quienes, como él mismo, la defendieron tantos años con buena fe y esperanza, y, en un gesto admirable y no sin riesgo, decidió hacerles un obsequio a sus amigos Guillermo y Miriam: rescatar esos cuatro volúmenes de ‘Lunes de Revolución' que seguían en poder del padre del escritor, ya entonces repudiado por el régimen castrista, meter en su maleta tres de los cuatro (falta el volumen correspondiente al año II), pasar la aduana, y entregárselos en Londres a quien, junto con Carlos Franqui, el, digamos, editor, y Pablo Armando Fernández, subdirector, había hecho posible su existencia.

     Más allá de cualquier mitomanía, la lectura de muchas páginas de esos tres mamotretos tamaño sábana produce la emoción de la obra bien hecha en circunstancias difíciles y aurorales. En el mismo texto de presentación antes mencionado, ‘Una posición', Cabrera Infante expresa con modestia que la finalidad es "realizar para Cuba la labor divulgatoria que hiciera en España una vez la Revista de Occidente", añadiendo a continuación una coda de premonición optimista que tampoco deja de impresionar, sabiendo nosotros ahora lo que pasó apenas tres años después de haber sido escrita: "jamás se volverá a dar una ocasión como ésta -también en el orden de la vida diaria- en que una revista que antes estaría dedicada a una exigua minoría, se vea repartida entre los cien mil ejemplares de Revolución. Se trata ni más ni menos que de un regalo que hace el diario de la Revolución a sus lectores y a la cultura".

     El regalo queda en los anales y en las bibliotecas. El primer número, bellamente compaginado e ilustrado, tiene unos contenidos de asombrosa calidad: un trabajo de Sergio Rigol sobre las raíces nazistas de Heidegger, un perfil de James Dean firmado por Edgar Morin, entre artículos de Maxwell Anderson y Lydia Cabrera y dibujos de Saul Steinberg. En el número 2, Ionesco, Isaac Babel y Piñera, en el 29 un atrevido diseño letrista (casi ‘avant la lettre'), y en todos un sinfín de grandes colaboradores entre los que destacan Bruno Schulz o Gertrude Stein, nombres nada frecuentes entonces, compartiendo espacio con Lezama Lima, Calvert Casey y portafolios de fotografía americana de vanguardia. La revista anti-dogmática.

    El grueso libro que recopila el tomo I del año III (no hubo ya volumen II, ni año IV) da motivos para la melancolía. Por imperativos superiores que Franqui le comunicó a Cabrera Infante, se suceden números sobre Laos, Vietnam o Rumanía que huelen a boletín de propaganda: cánticos de alabanza de infames poetas, panorámicas de campos de maíz y alegres labriegos, gráficos explicativos de los triunfos del socialismo leninista. Corría el año 1961, y al suplemento se le permitió un canto del cisne, el número especial sobre Picasso, con 48 páginas de inéditos literarios del pintor y trabajos de, entre otros, Albert Skira, Apollinaire y Juan Larrea, de quien se imprime su texto sobre el ‘Guernica' poco tiempo antes leído en el MOMA.

       Los propios artículos de Cabrera Infante en ‘Lunes de Revolución' reflejan el conflicto que desgarraría al escritor. En alguno de 1960 como ‘Peregrinaje hacia la Revolución' o ‘La marcha de los hombres' leemos aún su entusiasmo por la nueva era iniciada, y su invectiva sardónica contra quienes la desdeñan, aunque ya en el primero una conversación suya con el presidente Dorticós vaticina las amenazas de la vigilancia ideológica en el trabajo intelectual: "La Revolución entrará lentamente en la obra de nuestros artistas y de nuestros escritores", le dice el presidente. Es de enorme interés ‘Las vértebras de España', en el que relata su paso por Madrid, volviendo de un viaje oficial a la URSS, con una mezcla de pena, clarividencia y crudeza crítica. La obra maestra de este conjunto, ‘La letra con sangre', íntima crónica bélica de la "guerrita de Bahía de Cochinos", introduce muy sutilmente la sombra de la sospecha que había empezado a materializarse, según lo ha contado quien la sintió con él, Miriam Gómez, al ver una madrugada, saliendo en automóvil de la ciudad de Matanzas, su marítima Vía Blanca llena de enormes camiones tapados con lonas y circulando sin identificación, como fantasmas; el preludio de la intervención soviética que él mismo vería en el campo de batalla junto a su gran amigo Walterio Carbonell. Cuando Cabrera volvió de Playa Girón, aún con el rostro tiznado por la pólvora, se abrazó a su mujer Miriam y le dijo: "Este hijo de puta nos ha engañado".     

    Aunque haya mayoría de textos combativos, de uno y otro signo, ‘Mea Cuba. Antes y después' recupera, en una colocación que lo aclara y realza, su extraordinario libro de prosas ‘Vista del amanecer en el trópico', con sus viñetas de gran potencia lírica sobre la violencia, tanto la revolucionaria como la que la precedió y la siguió. Pero hay otro factor que merece ser resaltado: el retrato del artista como crítico literario, que ya se vio en la primera edición de ‘Mea Cuba', pero aquí, en el desdoblamiento de contenidos que el autor decidió en su momento y ha sido enriquecido, cobra una notable dimensión. Un recorrido informado y agudo sobre la literatura de Cuba, un pequeño país rico en escritores de la talla (y sólo citamos a unos cuantos) de José Martí, Lezama Lima, Lydia Cabrera, Lino Novás, Alejo Carpentier, Carlos Montenegro, Virgilio Piñera, Calvert Casey, Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, de quienes escribe semblanzas llenas de buen juicio.

     Los nombres más presentes en el utilísimo índice onomástico son los de dictadores: Batista, Franco, Hitler y Stalin, todos por detrás de Fidel Castro, que cuenta con varios cientos de anotaciones. Este libro, que es la múltiple historia de un desengaño, un doloroso exilio, un descrédito y una reivindicación final de la decencia y la verdad, es también el reflejo de una obsesión con un espíritu maléfico, y recuerda en eso la de Max Aub con Francisco Franco y más aún la de Bulgakov con Stalin. Estos dos magníficos escritores obsesos se guiaron por el humor en su diatriba, y así lo hizo Cabrera Infante, quien por encima de la indeseada encomienda de ser la conciencia de un triste país, tuvo el mérito de expresarla sin perder la risa. 

 

                                           ____________

 

‘Castroenteritis'

                                                                  

Lo último que escribió Cabrera Infante, poco antes de morir, fue un artículo publicado el 27 de febrero de 2005 en las páginas de Opinión de El País y que concluye este volumen de su obra completa. Se llamaba ‘La Castroenteritis aguda', y no era la primera vez que él usaba ese término médico-paródico para calificar la infección fidelista; en 1990, ‘La Castroenteritis' aún no era aguda, en el artículo de ese título recogido después en ‘Mea Cuba', aunque ya lleva, dice el articulista, más de tres décadas causando víctimas. En años posteriores, el mal dará paso por escrito a  otras variantes: ‘La castradura que dura' y la ‘Castrofobia', síndrome que sin duda aquejó al escritor. Es sin embargo en el primer texto, el de 1990, donde lo detecta: "una enfermedad del cuerpo (te hace esclavo) y del ser (te hace servil), y la padecen nativos y extranjeros", estos últimos, apostilla, ocupando la planta de la "Gastroenteritis chic". Cabrera, que ya desde finales de los 60 sufría la anatema no sólo del régimen castrista sino de ciertos medios intelectuales afines, hace un poco de cirugía, y saca a relucir las insuficiencias democráticas de Carlos Barral, Felipe González y Julio Cortázar, por quien se sintió traicionado en un notorio y debatido episodio, tras haber trabajado en el guión cinematográfico de un cuento del argentino. Es en todo caso un hecho irrebatible para quienes a principios de los años 70 lo experimentamos de cerca, dudando aún entonces juvenilmente sobre quién tenía razón, que Cabrera Infante fue objeto del cordón sanitario que se aplica a los apestados, y que entre sus practicantes hubo grandes escritores que "lo vieron tarde" o, como en el caso de García Márquez y Saramago, no lo vieron nunca. A todos ellos, siguiendo en el registro medicinal, el autor cubano les diagnostica y les receta: "Aunque la enfermedad es infecciosa [...] y a veces suele ser fatal, tiene un antídoto poderoso: la verdad. La verdad desnuda crea anticuerpos que combaten la Castroenteritis eficazmente". Cabrera Infante fue el médico de su honra, pero no sabemos si su tratamiento, aún rechazado por no pocos, acabará imponiéndose en la salud pública de su tierra natal.

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29 de septiembre de 2015
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Un cuarto lleno de Miguel

En la primavera de 1935, Vicente Aleixandre recibió la carta de un desconocido que le pedía con gran modestia al consagrado poeta un ejemplar de ‘La destrucción o el amor' que el remitente anhelaba leer pero le era imposible adquirir; la carta la firmaba "Miguel Hernández, pastor de Orihuela", y dio origen a una de las amistades más luminosas, en su brevedad, de la literatura española y, ahora, a un libro apasionante, ‘De Nobel a novel. Epistolario inédito de Vicente Aleixandre con Miguel Hernández y su esposa Josefina Manresa', publicado, en minuciosa edición de Jesucristo Riquelme, por Espasa.

      Los acontecimientos acaecidos en los apenas siete años que duró la amistad de Aleixandre con Miguel, hasta la prematura muerte de este a finales de marzo de 1942 en la Cárcel de Alicante, son conocidos. El pastor de Orihuela, que en 1935 sólo había publicado ‘Perito en lunas', desarrolló una personalidad lírica, escénica y política de extraordinaria calidad, mientras su compromiso social, como militante y soldado republicano en las trincheras, era intenso. Distintos humanamente y opuestos en su escritura, Aleixandre y Hernández se hermanaron y, lamentando la pérdida, sin duda irremediable, de las misivas de Miguel a Vicente, éstas que ahora ocupan una buena parte de las 600 páginas del libro contienen no sólo el relato de una aventura espiritual compartida en tiempos convulsos de nuestro país sino también páginas de una belleza y potencia literaria incomparables.

     Se sabía ya, por epistolarios parciales anteriores y en otros casos, como es el mío, por haber recibido numerosas cartas suyas, que Aleixandre, más allá de su eminente relieve poético, fue uno de los grandes prosistas de su generación. El delicado hallazgo verbal, la mirada honda y sabia, el punzante humor y el don de narrar son sus marcas de identidad, que ante el aguerrido poeta oriolano, desde el fin de la guerra perseguido y encarcelado, dejan paso a la preocupación y el desvelo por su suerte. En enero de 1938 le escribía Aleixandre a Hernández: "Está mi cuarto lleno de Miguel", y esa presencia intangible nunca desapareció, manteniéndose al morir el autor de ‘El rayo que no cesa' con el carteo y la ayuda de Aleixandre a su viuda.

    Exceptuando las tres primeras, todas las cartas al amigo más joven fueron escritas después del alzamiento de Franco, y aunque la contienda sólo aparezca de fondo, Aleixandre, débil entonces de salud, le habla de la "sensación de sordera horrible" que es "estar enfermo en medio de la guerra". Los pasajes más conmovedores son aquellos en que, demostrándose la plena confianza que el homosexual Vicente tenía en el heterosexual Miguel, el primero le cuenta al segundo, como no hizo en ninguna otra correspondencia, los quebrantos sentimentales en su relación con Andrés Acero, que tuvo un trágico final en México. En la carta del 1 de septiembre de 1936, quizá la más hermosa del libro, Aleixandre revela cómo la historia privada de su corazón, que no ha sido "totalmente feliz en casi ningún amor", le da la sensación de que, amando él con la intensidad que lo ha hecho, ha "trabajado para el aire".

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17 de septiembre de 2015
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Aute: los tres

Mi primer contacto con Luis Eduardo Aute fue castrense. Haciendo yo el servicio militar en un cuartel del ejército del aire, la tropa, en los raros momentos de relajación de los mandos, se distraía desfilando al ritmo atosigante de los himnos guerreros pero con una importante variación; el listo de la compañía había cambiado la letra marcial por una versión obscena de la ‘Aleluya nº 1', de Aute, que en aquellos tiempos era un hit popular. Sólo recuerdo alguna de las rimas indecorosas, pero lo que nunca he olvidado es la música.

Aute lleva casi cincuenta años en el candelero, y recientemente he podido comprobar que este gran compositor e intérprete que arrasa en los conciertos multitudinarios, gana en las distancias cortas, cantando, encima de un taburete, solo con su guitarra y su voz (que no ha perdido filo) ese repertorio que muchos nos sabemos de memoria. En España ha habido y siguen habiendo excelentes canta-autores, pero Aute es, en mis preferencias, el más francés de todos, el más Leonard Cohen, el más original.

Ahora acaba de publicarse en Sony Music un hermoso artefacto que completa al Aute poeta músico con los otros dos ‘autes' quizá menos conocidos: el pintor y el cineasta. Este artefacto compuesto de dos discos, un cd y un dvd, recoge su nueva producción fílmica, ‘Vincent y el giraluna', que se suma a sus dos películas anteriores, ‘Un perro llamado Dolor' y ‘El niño y el basilisco'; en las tres, Aute anima (en 2D y 3D) sus preciosos dibujos a lápiz y sanguina, siendo la última un mediometraje de treinta minutos que desarrolla plásticamente la canción ‘Giraluna', introduciendo con juguetona ternura la figura del gran pintor de girasoles, Van Gogh, al que Aute da vida y una pequeña peripecia entre soles, girasoles y aves rapaces que atacan el espacio poético del giraluna, definido por el autor como "un girasol distinto, al que le gusta llevar la contraria". Aute es un ejemplo pertinaz de giraluna artístico, y así lo demuestran las imágenes en movimiento de este mediometraje, delicadamente melancólico y sensual, y punteado con deliciosos homenajes al mundo poético ingenuo del pionero Méliès y a la pintura simbolista de Félicien Rops.

    En el cd de ‘Giralunas' hay sólo música, toda de Aute y ninguna cantada por Aute (aunque él sí cierra el dvd con la interpretación, al final de los títulos de crédito, de esa bellísima canción). Se trata de un homenaje rendido por un notable ramillete de intérpretes actuales que han elegido cada uno una canción del maestro para ‘versionearla'. La calidad del conjunto es alta. El mexicano Leonel García transforma sorprendentemente la celebérrima ‘Pasaba por aquí', Andrés Suárez logra una inspirada ‘Volver a verte' (en la que destaca el violín de Marino Sáiz), y descubrimos asimismo lo bien que suena Aute en el catalán de Els amics de les arts. Destacan poderosamente las dos versiones ‘aflamencadas' de ‘Prefiero amar', realizada por Miguel Poveda, y la ‘Aleluya nº 7' de Soleá Morente.

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7 de septiembre de 2015
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Georgianas

Antes de la desmembración del imperio comunista del norte de Europa, el cine que venía de aquel inmenso país parecía unitario sin serlo; las antiguas repúblicas y regiones sujetas al régimen de Moscú producían películas en estudios propios, y algunos de los directores más esenciales de lo que en el resto del mundo se conocía como cine soviético o cine ruso eran ucranianos (así, por ejemplo, el gran clásico Dovjenko), georgianos (Abuladze, Yoseliani) o armenios, como el genial y malogrado ‘outsider', Sergei Paradjanov, cuya incomparable y provocativa obra se está recuperando a través del dvd en el mercado anglosajón. El mapa creado por las últimas hostilidades, invasiones, movimientos separatistas y golpes de mano -la mano férrea y dictatorial- de Putin, escapa a nuestra consideración, que sólo quiere ser cinematográfica y celebrar la coincidencia extraordinaria en la cartelera de dos películas en las que la calidad del relato alcanza una dimensión superior, en tanto que ambas cuentan, sin duda por azar, la misma historia desde dos perspectivas dramáticas y dos enfoques estéticos diferentes.

Se estrenó primero ‘Mandarinas' (‘Mandariinid', 2013), y también esa precedencia era provechosa, porque la conmovedora obra del georgiano Zaza Urushadze refleja a modo de parábola el trance, nunca del todo acabado, de la llamada guerra de Abjasia y Georgia en los años 1992-1993, situándolo en sus dimensiones patéticas. Ivo es un granjero estonio de avanzada edad que ha decidido no irse de la aldea georgiana donde ha vivido toda su vida, trabajando la madera; su hijo murió al comenzar la guerra, y su hija huyó a Estonia, quedando él solo ocupado en fabricar cajas en las que su vecino Margus, otro resistente pacífico, embala las mandarinas que producen sus huertas. A ese lugar despoblado, por el que cruzan soldados de las distintas facciones en liza, llega un día la confrontación en toda su crudeza; hay una emboscada, la casa de Margus y sus frutales quedan arrasados, y dos heridos de gravedad, un chechenio musulmán, Ahmed, y un georgiano cristiano, Niko, sobreviven a la matanza y son recogidos, alimentados y curados por Ivo en su propia casa, único refugio ahora para los cuatro hombres. La rivalidad y el encono étnico siguen latentes, de manera brutal, dentro de la vivienda, se producen más escaramuzas y bajas, y el final de ‘Mandarinas' contiene un mensaje conciliador que pese a su discurso edificante logra conmover profundamente, por la falta de énfasis, por la sutileza de los excelentes actores que interpretan a Ivo y a Niko, y por la potencia metafórica del emplazamiento marítimo de esa escena fúnebre y esperanzada.

‘Corn Island' (‘Simindis kundzuli', 2014) trascurre enteramente en un entorno acuático, el del caudaloso río Enguri que hace frontera entre Georgia y la república secesionista de Abjasia. La contienda en ese paisaje fluvial es la misma que en ‘Mandarinas', el anciano granjero (sin nombre propio en el reparto) también está solo y entregado a tareas agrícolas, pero en su caso se produce, cuando la película lleva casi media hora de metraje, la llegada casi feérica de una adolescente que sabremos más adelante que es su nieta, huérfana del enfrentamiento bélico. El director y guionista georgiano George Ovashvili compone un bellísimo poema telúrico, sin alegato; hay disparos en la tierra firme, sonidos militares, lanchas de soldados que pasan voceando en distintas lenguas (ruso, georgiano, abjasio), pero la violencia nunca irrumpe en el delicado triángulo que forman el abuelo, la nieta risueña y otro herido fugitivo al que acogen en su cabaña y esconden del enemigo que le persigue. Entre la muchacha y el fugitivo se establece un minueto de coquetería pueril y juegos de escondite que bordean la sexualidad sin llegar a nada. Las estacas clavadas en la arena, el crepitar del fuego al que asan los peces capturados, el ruido de la lluvia, el lejano canto de las aves de paso; esa es la voz natural del drama en sordina, sin apenas diálogo ni alusión al trágico conflicto.

Sin embargo, esta película lírica refleja el mismo impulso de intransigencia tribal que anida en los personajes de ‘Mandarinas'. El director de ‘Corn Island' lo resume con estas claras palabras: "Todo era felicidad hasta que un día de agosto de 1992, un tipo de Abjasia, pistola en mano, me dijo: "Tienes que dejar nuestra tierra, eres georgiano. La guerra ha comenzado". Doscientos cincuenta mil georgianos que vivían en Abjasia tuvieron que abandonar sus tierras y sus hogares. Un pequeño grupo de georgianos se quedaron para siempre".

Los desplazamientos forzosos, los odios raciales, el arma de las religiones, tan lacerantes hoy como hace veinticinco años en el microcosmos de aquellas tierras caucásicas, son la materia de estas dos películas de historia contemporánea. ‘Mandarinas' pone al desnudo, con brío narrativo y severidad, el corazón del mal. ‘Corn Island' se detiene en el trazo de la desolación humana producida, y la imagen de la que se sirve en el desenlace es memorable: el islote feraz ganado al río donde vivían calladamente abuelo y nieta es arrasado, en una ley de la naturaleza que sin duda ambos conocen de antemano, por la crecida anual de la corriente. La adolescente había vuelto antes del diluvio a la ribera, dejando su muñeca de trapo, y esa figura blanda y descoyuntada es lo único que permanece, enterrado en los arenales, cuando un hombre, un desconocido de quien nada se sabe, vuelve en un bote al lugar donde estuvo aquel maizal que un día las aguas arrastraron llevándose al anciano, su frágil casa de tablas, sus campos labrados y su paraíso hecho a la pequeña medida de una vida sin guerra.

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2 de septiembre de 2015
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