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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Series en serio

A mi alrededor todos hablan de las series televisivas, y todo el mundo las ve, por capítulos sueltos o en paquetes de temporadas. Creo que son muy buenas, las americanas, pero yo no las veo. Me falta el tiempo, un tiempo de la imagen que dedico al cine, visto en los cines, que me resultan, hoy por hoy, más ilusionistas que los cuartos de estar de la casa de uno. Y para demostrar que el séptimo arte aún sigue siendo el mayor depositario de "moving pictures" de calidad en todos los frentes, desde el cine de autor al cine-espectáculo, ahí están, en el terreno serial, dos maravillas disfrutadas recientemente, ‘El despertar de la fuerza' y ‘Spectre'. El cine mudo, en 1913, popularizó las series con las cinco entregas del ‘Fantomas' de Louis Feuillade, que fascinaba tanto a los poetas más exquisitos de las vanguardias como al público llano, y la edad contemporánea no ha dejado de cultivarlas, en Hollywood sobre todo, ligadas al género de la ciencia ficción (‘Star Trek', ‘Alien', ‘El planeta de los simios', ‘Matrix', ‘Mad Max') y el espionaje aventurero (‘Misión imposible', ‘Indiana Jones'). En España contamos, sin género definido más allá de la astracanada borde, con los cinco ‘Torrentes' de Santiago Segura, que tengo la impresión de que gustan más en los minicines de barrio que en las torres de marfil.

       Tanto ‘El despertar de la fuerza' como ‘Spectre' suponen la recuperación de dos sagas languidecientes en su largo recorrido. A ‘La guerra de las galaxias', iniciada en 1977 por George  Lucas, que dirigió cuatro de las siete y creó una mitología para mi gusto estupendamente materializada de forma táctil en su colección de figuritas de los personajes, que conservo de mis tiempos mitómanos, le hizo daño, creo, el enredo y planetario y las constantes vueltas atrás de los episodios, sin perder nunca el aura espectacular y edificante, de una filosofía moral algo pueril aunque encantadora. En este episodio VII, con los actores encanecidos y engordados por el paso del tiempo, volvemos a lo de siempre, pero los autores del guión, Lawrence Kasdan y el propio director del film, J.J. Abrams, se permiten un recurso auto-referencial que posiblemente se inspire en la segunda parte de ‘Don Quijote', y cuya expresión más divertida es el momento en que al mencionarse la inminente llegada del en su día héroe adolescente Luke Skywalker, el personaje joven de Kylo Ren exclama: "¡Luke Skywalker! Creía que sólo era un mito".

   La diferencia de la mucho más prolongada James Bond (se inició en 1962) es, naturalmente, que los actores han ido cambiando en su totalidad, ya que era imposible tener un seductor infalible como 007 con más de ochenta años y enteramente calvo. La sustitución de Sean Connery fue un trauma generacional, sobre todo para las espectadoras, y entre sus herederos quien le ha dado de nuevo carisma es el último, Daniel Craig, favorecido extraordinariamente, él y nosotros, por la dirección de Sam Mendes, que tanto en ‘Spectre' como en la anterior, ‘Skyfall', logran las mejores películas.

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7 de marzo de 2016
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Cinearte

El cine de arte empezó siendo pictórico, teatral, ilusionista al modo circense, pero tales dependencias no predominaron. En su evolución, el cinematógrafo ganó su popularidad y su honra estética fuera de esos terrenos, donde aparecieron, por ejemplo, los grandes ascetas como Dreyer o Rossellini, Ozu o John Ford, e incluso genios del tipo de Buñuel, que hizo de su estudiada desmaña reñida con la floritura un hito estilístico. Hoy analizamos aquí unas raras muestras de un cine concienzudamente artístico, dos distintas y delicadas flores de invernadero dentro del jardín del cine de autor y muy lejos del parque de atracciones del ‘blockbuster'.

    ‘La novia', segundo largometraje de la interesantísima realizadora Paula Ortiz, anuncia desde su primer plano y sus primeros compases que el espectador está ante algo distinto a lo habitual, una propuesta narrativa en la que la palabra, no pocas veces en verso, adquiere un valor puramente rítmico, y la música, componente sustancial de la película, se aparta de los cánones del mero acompañamiento o subrayado, tan pobres y trillados por lo general en el cine español. Esa banda memorable que firman Dominik Johnson y Shigeru Umebayashi, pero en la que hay más participantes, actúa en todo momento como predicado enriquecedor del sujeto narrativo, la obra teatral ‘Bodas de sangre', muy fielmente adaptada. Consciente Paula Ortiz, autora del guión junto a Javier García, de las dificultades fílmicas de un texto tan verbalmente sublime como el de Lorca, renuncia, y es un gesto de gran artista, a adelgazarlo o simplificarlo, dando por el contrario a la historia contada, a las acciones desarrolladas y a la interpretación de sus estupendos actores un volumen de alto lirismo que logra dramatismo siendo en todo momento anti-naturalista.

   La propia cineasta, en un texto incluido en la edición de ‘Bodas de sangre' publicada por Galaxia Gutenberg coincidiendo con el estreno del film, lo dice de modo confesional, aludiendo al concepto lorquiano del ‘duende'. En la búsqueda y captura del oscuro grito del ‘duende', Ortiz acepta la premisa y los términos literarios característicos del poeta granadino, citándole: "para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio", añadiendo que del duende "solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida".

    No hay desde luego geometría aprendida en ‘La novia', que avanza en un continuo zigzag de hallazgos, tanto visuales como auditivos; los encuadres revelan un ojo jamás perezoso, el montaje combina lo trepidante con lo sereno, y pocas veces se ha hecho un uso tan productivo y hermoso de los paisajes, tanto los aragoneses como los turcos, en las escenas rodadas en Capadocia, que huyen radicalmente del exotismo y la dulzura inherente a la tarjeta postal. Aunque el sonido de la cinta resulta por momentos fallido, la voluntad de Paula Ortiz es de un notable empeño, puesto que los actores siguen la prosodia de los versos, tienen incluso tríos sonoros, como el de Leonardo, la Novia y la Mendiga al final de la película, y responden con su entonación y sus maneras a la musicalidad del conjunto, en el que las coplas populares y las zarabandas flamencas se funden sin disonar con el ‘Pequeño vals vienés' de Leonard Cohen, que, cantado maravillosamente por Soledad Vélez, produce un momento de alteridad o distanciamiento emocionante.      

   ‘Langosta' (‘The Lobster'; ¿y porqué se le ha quitado el artículo al título original, como quien le extrae una pinza al crustáceo?) produce, si se deja uno llevar por su ‘nonsense', una felicidad permanente, hilarante, aunque el día que la ví en los cines Renoir Princesa, con mucho público, sólo una joven y yo reíamos abierta y constantemente. Es la tercera película del reputado director heleno Yorgos Lanthimos, y para mi gusto la primera plenamente satisfactoria, aunque el hecho de que en este caso disponga de muchos medios y grandes estrellas no es la razón de esa superioridad que yo le veo; los actores griegos de las anteriores eran excelentes. ‘Langosta' también tiene una amplia base musical, pero diferente a la de ‘La novia'. Lanthimos escoge composiciones de, entre otros, Britten, Schnittke y Shostakovich, sin buscar en ellas un hilo más del argumento, como lo hace Paula Ortiz; él desea (y consigue) que esos bellos fragmentos instrumentales abran expectativas de misterio y desasosiego al relato, un ‘thriller' disfrazado de comedia de enredo irracional. También la artisticidad difiere; frente a la filigrana llena de invento de ‘La novia', ‘Langosta' basa sus disparates y ‘non sequiturs' en una mecánica férrea y seca, de una solidez anti-dramática casi ‘bressoniana', eludiendo además en su registro formal las posibilidades del capricho, tan importantes en el arte. El arte de Lanthimos en este film magistral se concentra en el trazo serpentino de la historia y en la riqueza extraordinaria de los diálogos, así como en un dispositivo que introduce con moderación y funciona elocuentemente, la voz narradora en tercera persona, cuyo uso de comentario irónico, recapitulación y vaticinio recuerda el de Javier Rebollo en ‘El muerto y ser feliz' y Resnais en ‘Les herbes folles'.

    Rodada en Irlanda, otro lugar que resuena con enorme potencia a lo largo de todo el metraje, ‘Langosta' arranca con una presentación de personajes que ya seduce, tiene luego secuencias inolvidables en los esponsales dentro del hotel, en el concierto del maestro Rodrigo oído ante los padres del personaje de Léa Seydoux, en el deambular de los cuatro rebeldes fugados, que alcanza en las escenas finales del bosque y la mujer ciega (hipnótica Rachel Weisz) un contrapunto lacerante de patetismo. Ese dolor melancólico de su rostro realza aún más el humor nihilista de esta profecía con formato de parábola y guiños de vodevil.

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29 de febrero de 2016
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Mayores y menores

Entre los libros más destacados del año pasado señalo ‘La ley del menor', de Ian McEwan, que, por encima de su gran calidad, ha supuesto, al menos para mí, la plena recuperación de uno de los tres novelistas vivos que más admiro y al que, obra a obra, nunca he dejado de leer. Entre ‘La ley del menor' (‘The Children Act', aquí publicada, como el resto de su producción, por Anagrama, en traducción de Jaime Zulaika) y su título de inicio, los cuentos de ‘Primer amor, últimos ritos', que yo leí asombrado por el descubrimiento cuando apareció en Inglaterra en el lejano año de 1975, viviendo yo entonces en aquel país, la narrativa de este casi exacto coetáneo mío ha sido uno de los mayores placeres, el más sostenido, el más estimulante, el más esperado, de mi experiencia de lector. Novelas como ‘Amsterdam', ‘Amor perdurable' y ‘Chesil Beach' figuran entre las obras maestras que, para mi gusto, ha dado la novela contemporánea.

    Ya antes de esa breve elegía de alta definición narrativa y atenuada evocación histórica que fue ‘Chesil Beach', McEwan, sin perder sus constantes, dio un giro con ‘Sábado', sintiendo la necesidad de entreverar en sus relatos cuestiones de fondo fundadas en una base científica o sociológica. Nada que objetar a ello, por supuesto, salvo la carga de minuciosa documentación erudita que últimamente hacía sus libros discursivos y argumentativos, lastrando hasta el fracaso ‘Solar' y buena parte de ‘Operación Dulce'. ‘La ley del menor' también parte de un nudo digamos social, e incluye en una nota final del autor los datos bibliográficos y casuísticos del marco legal en el que se inserta la historia de la juez de familia Fiona Maye, que ha de decidir si a un menor de edad enfermo de leucemia se le hacen forzosamente las transfusiones de sangre que le impedirán morir y a las que sus padres, testigos de Jehová, se niegan por su credo. Fiona Maye es un personaje rico en contradicciones y ambiguo, tanto como su propia vida, que, mientras ella trata de someter su dictamen judicial a su estricta conciencia legalista, ve cómo se desbarata en casa por el adulterio inesperado de su marido Jack.

     La gran diferencia entre este último libro de McEwan y los inmediatamente anteriores es que el entrelazado de la esfera privada y el marco moral nunca se hace en detrimento del hilo dramático, que alcanza aquí momentos de sublime fantasía, como, en el capítulo 3, el dúo de canto y violín que la juez entona en su visita al hospital con el muchacho enfermo, otro personaje que va creciendo poderosamente a lo largo de la novela, hasta adquirir la memorable condición de antagonista, perseguidor y voz reveladora de la honorable señora Maye. El último capítulo, magistral, lleva a un desenlace que sería imperdonable contar, en el que la música, la ley, los amores no dichos pero posibles, cuajan en una imagen de desolación optimista, de angustia tolerable.

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8 de febrero de 2016
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Bond y su espectro

La razón principal de la simpatía que nos inspira James Bond es que nunca es viejo, única de sus proezas al alcance de aquellos espectadores de vida sana y salud recia incapaces sin embargo de volar por los aires, ser inmunes a la ametralladora y lograr infaliblemente cualquier presa amorosa. Esa condición, mantenerse eternamente en una madurez lozana y calisténica, ha requerido como es natural reparaciones fotográficas (en el caso del duradero y talludo Sean Connery), y recambios, no todos del mismo calibre. El último, el excelente actor Daniel Craig, lleva ya cuatro ‘jamesbonds', y si bien en las dos primeras, ‘Casino Royale' y ‘Quantum of Solace', lo encontré demasiado austero y un tanto shakesperiano para el papel de playboy, ahora soy un convencido de su idoneidad; se ha amoldado al carácter del agente, y el hecho de que le cueste tanto sonreír conviene al perfil de un hombre que lleva más de cincuenta años viviendo -en distintos cuerpos- una vida interior hecha de soledad, tragos largos, coitos cortos y trepidación abundante.

 

   No voy a decir que he visto las veintiséis entregas de la serie, aunque lo cierto es que he visto casi todas, incluso las que interpretaba un actor tan insufrible como Roger Moore, que a punto estuvo de acabar con el aura carismática del 007. En mi memoria, que es un lugar propenso a los romances nostálgicos y enaltecedores, siguen radiantes las tres primeras, ‘Agente 007 contra el Dr. No', con la venusina salida del mar de Ursula Andress en plan de ninfa acuática, ‘Desde Rusia con amor', con la mayor perversa imaginable, la gran Lotte Lenya, y ‘Goldfinger', asociada por siempre a la canción memorable de John Barry cantada por Shirley Bassey. Las ha habido también francamente malas, no diré nombres, pero las dos últimas, dirigidas por Sam Mendes, han elevado el nivel, siendo sin duda, como relatos fílmicos, las mejores.

    Hemos hablado de las personificaciones de Bond. Tan importantes como ellas son las de sus rivales, es decir, los villanos, siempre con más peso específico (esto es acorde con la misoginia rampante que marca las novelas originales de Ian Fleming, y por él a su personaje) que las ‘chicas bond', por lo general intercambiables y casi prescindibles en las tramas, dejando aparte, claro, a la avispada Monnypenny que creó y mantuvo estupendamente durante años Lois Maxwell. En la galería de asesinos indeseables hay figuras de gran relieve, en una demostración brillante del principio, propiciado por Eurípides y sustanciado genialmente por Marlowe (el isabelino Christopher, no Philip el sabueso), de que la maldad exquisita y elocuente es un requisito de las mejores historias de odio. El primero en aparecer en la pantalla como dirigente de la siniestra organización criminal Spectra fue Joseph Wiseman, el Dr. Julius No de ‘Agente 007 contra el Doctor No', con sus ojos rasgados y sus camisas de cuello Mao. Donald Pleasance le confirió en ‘Sólo se vive dos veces' a su Ernst Stavros Blofeld, personaje tan prominente en ‘Spectre', los mofletes rotundos, la calva total, anterior a la moda de los rapados, y la cicatriz que le cruzaba la cara, haciendo más temibles sus ojos de acero. La muerte aparatosa en una montaña del maligno príncipe afgano interpretado por Louis Jourdan se hacía, por el contrario, de esperar desde que este melifluo ex-galán se dejaba ver.

   Pero Mendes creó, con la colaboración inspiradísima de Javier Bardem, el más formidable contratipo de James Bond, el ciberterrorista Raoul Silva de ‘Skyfall', sibilino, procaz, untuoso, y aterrador como nadie en la gran escena dialogada con Bond, en la que el género del espionaje se transmuta en aporía transgénero. Christoph Waltz es un grandísimo actor, no siendo culpa suya por tanto que su Franz Oberhausser de ‘Spectre', con poco papel, quede descolorido. Brillan, por el contrario, las otras dos incorporaciones aportadas por Mendes en ‘Skyfall', el delicado y algo neurótico asistente Q de Ben Whishaw, y Ralph Fiennes, que hereda el cargo de jefe del servicio de espionaje, antes inolvidablemente encarnado por Judi Dench. Fiennes no la hace olvidar, pero si sigue interpretándolo se hará inolvidable él mismo.   

   Es difícil señalar los momentos cumbres de ‘Spectre', que está casi constantemente, desde el portentoso arranque mexicano, en lo alto del relato (aunque hay que lamentar el fallo de algo que la serie ha cuidado siempre, los títulos pre-genéricos; acompañados por una canción que no es nada del otro mundo, ‘The Writing is on the Wall', la danza del fuego y las coreografías medio veladas resultan de un vulgaridad rayana en lo hortera). Después de México, vienen Londres, París, los Alpes austriacos, y una Roma fulgurante de oscuras callejuelas y la basílica de San Pedro como mole amenazante, en la que me atrevo a decir que es la mejor persecución automovilística de las innumerables habidas en la trayectoria de 007. No falta el orientalismo, que se ha hecho, y no sólo por el acuciante espíritu del tiempo, un ‘leit motif' de la saga ‘bondiana'. Aquí Marruecos queda muy vistoso, en Tánger, en los desiertos del sur, y en esa recreación (bellísimo decorado) de la sede futurista de Spectre donde Bond y la joven Madeleine son encerrados, entre el meteorito fundacional y la oficina siniestra que podría ser la de un banco mundial del mal tecnificado.

    Los finales de Bond siempre han de quedar abiertos por necesidades de continuidad, pero Mendes y sus guionistas cierran ‘Spectre' con una exhuberancia espectacular. La central londinense del MI6, que efectivamente fue demolida, sufre aquí una aparatosa destrucción, mientras que la noria gigante junto al Támesis rivaliza con los helicópteros, aparato que nunca ha faltado en la serie, como icono o totem. La danza macabra del helicóptero entre el puente y la torre del Big Ben llega a adquirir una resonancia autoparódica que casa bien con el espíritu de esta gloriosa epopeya fílmica, uno de los ejemplos en la historia del cine (no es el único) en que las películas mejoran la base literaria que les dio origen.   

 

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27 de enero de 2016
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Casa del alma

Un Marcel Proust que no había escrito aún ninguna de sus novelas visitó, en octubre de 1898, la casa en la que tuvo su estudio y su vivienda el pintor y también escritor Gustave Moreau, que había muerto seis meses antes. Al volver de aquella visita al casón de la rue de La Rochefoucauld, en el entonces bohemio barrio parisino llamado Nueva Atenas, cerca de Pigalle, el joven Marcel tomó unas notas que dejó inéditas toda su vida; en el segundo apunte de ese hermoso texto se lee lo siguiente: "Ya en vida, la casa de un poeta no es del todo una casa. Se siente que, por un parte, lo que allí se ha hecho ya no le pertenece, es ya de todos, y que a menudo no es la casa de un hombre [...] es [...] el lugar de encuentro de corrientes misteriosas. Pero es en un hombre donde se agita a veces ese alma [...] Su casa es mitad iglesia, mitad casa del sacerdote. Ahora el hombre está muerto, sólo queda lo que ha podido desprenderse de lo divino que había en él".

     Las casas de los más grandes artistas pueden no tener nada del otro mundo; han sido muchas veces desnaturalizadas, ‘tuneadas', por no hablar de las que tenían vestigios importantes y fueron destruidas de modo rapaz por el municipio o los herederos, uno y otros ávidos de la plusvalía. Las hay que parecen santuarios concebidos para que, caído allí por accidente, el turista, después de pasar por caja y comprar a la salida un imán de nevera o un posavasos con la efigie de Shakespeare, se sienta satisfecho de haber ganado -sin haber leído una sola línea del genio en cuestión- la indulgencia plenaria del tribunal de las artes y las letras. De la modesta casa de Goya en Burdeos me atrajo el orinal bajo el somier, que un cartel un tanto rudimentario afirmaba haber sido usado por el pintor cuando de noche urgía la vejiga. Proust sintió efluvios de la divinidad en la rue de la Rochefoucauld, y yo tuve hace años un espejismo casi erótico en la mansión campestre de Isak Dinesen en Rungstedlund, al norte de Copenhague, donde la extraordinaria narradora, enterrada allí mismo a la sombra de una rotunda haya, se me mostró, yo juraría que desnuda y solícita, entre los arbustos.

          La casa de Vicente Aleixandre en Velintonia (rebautizada a su pesar con su propio nombre al ganar el Nobel) lleva muchos años desierta, y así la ha retratado en la revista Librújula el gran fotógrafo Asís G. Ayerbe, que le ha visto el alma con la cámara, deteniéndose también, con ojo narrativo, en los rincones que uno no asocia con el sublime arte del autor de ‘Poemas de la consumación': el armatoste de la calefacción, los baldosines rotos, la pila de lavar. Durante veinte años yo le vi el cuerpo y las tripas al nada lujoso chalet del madrileño Parque Metropolitano, como uno más de los visitantes asiduos de la vivienda en la que un hombre sufrió y amó y escribió -siempre tumbado en la cama de un dormitorio escueto- los versos tal vez más hermosos del siglo XX sobre el dolor y el ansia amorosa, sobre el paraíso de la sensualidad y los infiernos del abandono. Cuatro generaciones literarias de España y Latinoamérica pasaron por allí en un rito laico oficiado por el sacerdote más descreído, menos profesoral y solemne que yo haya conocido. No había homilías ni mandamientos en el salón de Aleixandre. Sólo la paz elocuente de un espíritu abierto a la curiosidad y al diálogo.

     He vuelto varias veces a ese lugar cerrado, echando en falta los muebles y los libros, la cama de los versos (todo por fortuna conservado a buen recaudo), y recordando la risa del gran sarcástico que fue el poeta nacido en Sevilla, su voz tan memoriosa. Voces de Velintonia: las de Miguel Hernández y Federico, trasmitidas a larga distancia, la de los exiliados amigos que no volvieron, la de Conchita, hermana de Vicente, que estaba cerca, discreta, atenta. Y la de Sirio, el perro sucesivo que Aleixandre tuvo siempre, una dinastía canina que sólo acabó al morir su dueño. 

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20 de enero de 2016
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El mal moderado

La palabra ha gozado siempre de buena fama, asociada al consejo que le da una madre al hijo un sábado por la noche, "bebe con moderación", el ministerio del ramo a los conductores del parque automovilístico, "modere la velocidad", o los curas al pecador genuflexo en el confesionario, "modera tus instintos". En un pasado que hoy nos parece remoto e inverosímil, el adjetivo se aplicaba también a los políticos catalanes de centro derecha, pero esa aplicación ha caído en desuso; últimamente se utiliza mucho en la prensa, casi siempre unido al Islam.

    Es preciso revisar las moderaciones contemporáneas, y entre ellas ninguna más necesitada de una urgente ortopedia que el llamado islamismo moderado, un concepto legítimo en su raíz pero actualmente borroso. Y nada lo ha puesto más en evidencia que los crímenes terroristas que empezaron en enero de este año en París, siguieron en Túnez y Egipto, y ya se verá cuándo acaban. La diferencia entre el ‘yihadista' que dispara a mansalva o hace volar por los aires a los inocentes al grito de Alá y aquellos musulmanes que de ningún modo condonan el crimen es evidente, y no hay que insistir más en ella, del mismo modo que nadie sensato pretendía, ni en los tiempos del crimen sistemático de la banda ETA, que los cientos de miles de ciudadanos vascos que no ponían bombas pero miraban a otro lado cuando estallaban en los supermercados tuvieran que ir a la cárcel, aun siendo cómplices, como en efecto lo eran. Hoy sin embargo, y desde hace cierto tiempo, a los ejecutantes y colaboradores del terrorismo etarra se les pide, cumplida la pena jurídica, retribución verbal y expiación, y algunos las llevan a cabo. Ha llegado el momento de pedirles algo más a los creyentes islámicos, a la vez que nos lo pedimos a nosotros mismos, pertenezcamos a alguna religión o a ninguna.

     La respuesta de condena a la más reciente matanza parisina por parte de la inmensa mayoría de los musulmanes europeos es sin duda sincera y ha de ser altamente valorada, sobre todo cuando adquiere el relieve de la expresada por el Consejo Francés del Culto Musulmán (CFCM), y, en especial, por el imán de la Gran Mezquita de París, que hacía hincapié en el obligado compromiso de  acatamiento de sus fieles a los valores republicanos que chocan o se apartan de los mandamientos del Corán. Incluso entre nosotros, la mezquita de la M30 de Madrid, conocida como semillero de la predicación salafista más extrema (así lo señaló, en una interesantísima y poco difundida entrevista, un alto comisionado religioso del rey de Marruecos de visita en España), se sintió obligada, pocos días después de esa entrevista y de los atentados del trece de noviembre, a emitir unas declaraciones ‘moderadas'.

    Es notorio que sólo desde dentro del Islam, es decir, con la convicción de sus practicantes, incluyendo a los más fervorosos, de que por encima del íntimo credo está la pertenencia pública a una comunidad civil, sólo, repito, asumiendo tal actitud, se podrán hacer avances significativos para detener la deriva violenta de los kamikazes que invocan al Profeta mientras asesinan. Entre esos practicantes están, naturalmente, los altos dignatarios y dirigentes políticos mahometanos de una u otra facción religiosa, pertenecientes todos, en distinto grado, a la categoría de colaboradores o ‘socios' de los regímenes occidentales. Lo preocupante es que por razones de conveniencia política y alianzas de tipo militar o estratégico, Occidente ha de contar con un Oriente que no pocas veces se dedica a atropellar en su propio territorio los derechos humanos, como es el caso de la Turquía ‘moderada' (yo la llamaría integrista) de Erdogan, o, de manera extrema, la Arabia Saudí del sultán Salman bin Abdulaziz, monarca festejado por todas las élites y casas reinantes europeas mientras, entre sus últimas fechorías, está la de condenar a muerte sin remisión a un reconocido poeta palestino pero nacido en Arabia Saudí, Ashraf Fayad, comisario internacional de la Bienal de Venecia, cuyo delito fue exponer en su libro ‘Instructions Within' (‘Las instrucciones, dentro') sus ideas filosóficas de no creyente, lo que le hizo merecer primero una pena de cuatro años de cárcel y 800 latigazos, y ahora la muerte, por apostasía.

     Otros países islámicos con gobiernos ‘moderados' no llegan a tanto, pero instauran en sus propios confines la intolerancia, la discriminación femenina y la injerencia violenta en la privacidad de los ciudadanos. ¿Sólo ellos? Lo preocupante alcanza lo terrible cuando en esas alianzas democráticas de una guerra contra el terrorismo participan regímenes ajenos a la órbita musulmana y ellos mismos radicalmente ‘no moderados', como Rusia o  -pertenecientes estos a la Unión Europea- Polonia y Hungría. Ahora bien, ¿hasta qué punto somos moderados todos los españoles, o lo son los franceses cristianísimos que votan a Marine Le Pen y las gentes de Gran Bretaña o Suecia que favorecen opciones de odio al diferente, al desposeído, al extranjero? Y la pregunta crucial: ¿puede ser ‘moderada' la democracia, puede una autoridad gubernamental o religiosa imponer la moderación de los instintos, hacer que la vida privada se conduzca según un código teocrático de la circulación?

     No es tolerable una ‘democracia a la carta', hecha de territorios vedados, de salvedades y bulas prudenciales que permitan en nombre de Dios no ya matar sino simplemente hostigar y recortar brutalmente el vivir libre. La libertad de conciencia es una, común a todos aun siendo plural, y si bien cada persona es responsable de cumplir los principios morales que le sean propios, de ningún modo debe aceptarse que por esos principios y esas creencias un conductor de autobús franco-musulmán se niegue a tomar el volante que acaba de dejar, acabado su turno, una compañera de trabajo, o un ministro islamista se ausente de la manifestación por los muertos de Charlie Hebdo y del supermercado ‘kosher'. ¿O es que no todas las matanzas son igual de odiosas?

    Así que mi última pregunta es: ¿saldrían a la calle a orar y a llorar, a protestar, a pedir guerra, musulmanes y católicos integristas de Francia si un ‘yihadista' suicida explotara su cinturón en medio de una manifestación de mujeres reclamando el humanísimo derecho al aborto, o si los fusilamientos y bombas del Bataclán hubieran sido en una discoteca gay del Marais, donde abundan, y se mueven con plena libertad mujeres y hombres homosexuales que en países miembros de esta nueva cruzada serían detenidos o lapidados?

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12 de enero de 2016
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La familia monstruo

Las dos notables películas ‘El club', del chileno Pablo Larraín, y ‘El clan', una coproducción hispano-argentina de Pablo Trapero -que no sólo en su título, su materia y el nombre de pila de los cineastas se asemejan-, podrían llamarse con igual acierto ‘El club de los sacerdotes perdidos' y ‘El deshonor de los Puccio'. Ambas son el retrato de seres monstruosos de pía condición, la primera, y atractivo color social y empaque físico, la segunda, y se basan en hechos reales, la de Larraín sin locación ni tiempo precisos, y la de Trapero siguiendo de cerca la reconstrucción periodística y judicial de los sucesos que ocurrieron en Buenos Aires en los primeros años 1980. Más allá de esas coincidencias, sin embargo, las separa radicalmente el espíritu de su tragedia y la forma elegida para contar lo abyecto y lo elevado, la suave elocuencia del criminal y el alarido brutal de las víctimas.

    Confieso aquí que ‘No', la anterior película de Larraín, nominada a los Oscar al mejor film extranjero en 2012, me resultó abstrusa y confusa, sin que en ningún momento su combinación del documental y la ficción política de lo acaecido en el trascendental plebiscito anti-Pinochet de 1988 alcanzara para mí rango dramático. ‘El club', por el contrario, desde sus primeras imágenes de la playa, el adiestramiento del perro, los ritos de alimento y plegaria dentro de la casona, adquiere un poder de sugestión y una densidad en lo extraño que engarza con lo mejor del llamado ‘cine del silencio' (Dreyer, Bresson, Tarkovsky, por citar los grandes nombres), aunque no por ello sea Larraín un ventajista o un imitador. Con un registro formal reducido, de escasos movimientos de cámara y un módulo recurrente, muy eficaz, de interrogatorios ante una ventana del caserón, el director en ningún momento pretende denunciar o ridiculizar la aberración de conducta de los curas pederastas allí confinados por orden superior y en un momento dado  -tras el suicidio de uno de los acusados- investigados por el enviado de la curia. Ahora bien, tampoco esa investigación, que a la fuerza tiene algo de trama policial, se inclina por el suspense. A Larraín le interesa la figura de sus personajes, los culpables y los inocentes, descarnados todos pero sin los tintes negros del ‘thriller', y delineados en un equilibrado claroscuro emocional, también logrado, hay que señalarlo, gracias a un elenco de actores de primera magnitud, encabezados por Roberto Farías, en el papel de Sandokan, Antonia Zegers (la Hermana Mónica) y Alfredo Castro (el Padre Vidal). En ‘El club', la evanescencia entre los límites de la devoción y el estupro tiene un correlato estético de inusitada fuerza en el tratamiento fotográfico, al que al comienzo del film cuesta acostumbrarse: una tenue luz lechosa, borrosa, después enriquecida por los tonos vivos del canódromo y la noche lóbrega, y que, según ha explicado el director, se consiguió utilizando la luz natural y unas antiguas lentes soviéticas de óptica anamórfica que angulan y resaltan los rostros. Rostros y paisajes, y su fusión demente, en escenas tan inolvidables como las dos confesiones monologadas de Sandokan, la primera en un ‘stream of consciousness' hipnótico de imagen y de verbalidad, y la segunda, no menos convulsiva, insertada en el diálogo que el mismo Sandokan sostiene ante las marismas con el Padre Vidal.

    La comunidad cerrada y compacta de ‘El clan' es mucho más vistosa, y su gradación violenta más epidérmica, subrayada además en todo momento, de modo empalagoso, por la música pop de la época, The Kinks en especial, que alguna vez hace pensar en el videoclip o en el ‘juke box'; en ese sentido, y aun abusando de ella, es más inteligente la función que Larraín confiere en la banda sonora de ‘El club' a varias composiciones de Arvo Pärt, un compositor a estas alturas demasiado socorrido, por no decir socorrista (en momentos muertos). Pablo Trapero narra muy bien la casi increíble saga de la familia Puccio, encabezada por el padre, Arquímedes (magnífica interpretación del actor cómico Guillermo Francella), una esposa y dos hijas dulcísimas y un efebo jugador de rugby, Alejandro, todos, junto a sus sicarios y dos hermanos más, uno dubitativo y el otro plenamente corrupto, embarcados en una de las trayectorias criminales más repulsivas de la dictadura argentina. Pero su narración es gruesa a veces, y no le importa caer en el efectismo, como en la secuencia que, en un contrapunto fácil, alterna las torturas al preso con el coito de Alejandro y su novia dentro del automóvil, ese vehículo totémico y siniestro del tiempo de los ‘milicos'.

   Al contrario que ‘El club', cuya base verídica importa sólo en cuanto soporte de una fascinante aporía sobre la moralidad, ‘El clan' se sigue con interés por la gravedad de su asunto, que no admite en este tratamiento matices, sino más bien colores simples. De modo que dos películas que parten de un semejante universo concentracionario, los dos con marcado componente religioso, se bifurcan en la línea que separa el arte del alegato. Larraín, en la incertidumbre, nos pregunta sobre nosotros mismos. Trapero, lógicamente horrorizado por el legado histórico no del todo resuelto en su país, nos da respuestas.

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22 de diciembre de 2015
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Mujeres que sueñan

El hecho que voy a relatar sólo pudo haber pasado en Argentina, que no es la cuna del psicoanálisis pero sí su campo marcial. Un día de 1948, la popular revista femenina ‘Idilio' decidió dedicar una de sus secciones a la interpretación de los sueños de sus lectoras, invitadas a enviarlos por escrito, con la promesa, cumplida, de que un doctor (en sociología, no en medicina) los interpretaría en cada número; la sección se tituló ‘El psicoanálisis le ayudará', y para acompañar las explicaciones del sociólogo fue llamada la artista de origen alemán Grete Stern, que había estudiado fotografía en la Bauhaus y estaba casada con el gran fotógrafo argentino Horacio Coppola, con quien vivía desde 1936 en Buenos Aires.

 

   El resultado de ese insólito trabajo para una revista básicamente del corazón, que introdujo como novedades las fotonovelas y dicha página de casuística onírica, se muestra, hasta el 31 de enero, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y los casi 50 fotomontajes recogidos (los conservados en el archivo de la artista entre los 150 que ella contribuyó a ‘Idilio' en los tres años de su colaboración) constituyen uno de los episodios más fascinantes de la historia del arte surrealista, con el interés añadido de dar a conocer la labor de una figura teóricamente de segunda fila, a la que oscureció su propia unión con el celebrado Coppola, una entrega a la actividad museística y el hecho de que en los últimos veinte años de su vida (murió a los noventa y cinco en 1999) dejó de tomar fotografías por razones de salud.

     Las obras de Stern, casi todas en blanco y negro, son, además de sueños verídicos, maravillosos relatos gráficos de una página, llenos de incidencia y de misterio. En uno de ‘Los sueños del cansancio' (sus títulos, agrupados temáticamente, aportan sentido y humor a los contenidos) una mujer asciende una ladera arrastrando una enorme roca atada con cuerdas, tal vez el yugo de una infelicidad doméstica; otra joven cuelga sobre el vacío, sujeta a una cuerda similar, mientras mira con horror el abismo de las montañas que la rodean. Hay sueños de indecisión, de perfección, de destrucción, de curación y de liberación, siendo uno de estos el de una mujer lánguida abrazada por un enorme sapo salido de un acuario. En un sueño de enmudecimiento la mujer habla ansiosa al teléfono pero no tiene boca, y en un sueño de los relojes la señora vestida de negro hace de manecillas del gran reloj de mesa, erguida para las horas y estampada sobre el cuadrante para los minutos. En todos era una condición que el personaje protagonista, o sea, la propia soñadora, figurase en la fotografía. Imágenes que inventan más que ilustran, y añadían no pocas veces una intención crítica que hoy llamaríamos feminista. ¿Ayudó ‘Idilio' a la psique de sus lectoras? Al menos contó lo que soñaban, y les dio, de la mano de Grete Stern, un rostro a su inconsciente.

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17 de diciembre de 2015
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Venecia: los amores

Venecia es la ciudad más deseada del mundo, no la más querida. Las pasiones que inspira son del género sublime, pero que inviten al 90% de sus visitantes a vivir en ella más tiempo del fijado para la extasiada visita turística, y pocos querrán, en un movimiento similar al de la población nativa, estudiantes, dependientes de comercio y hostelería, parejas jóvenes, que huyen a mansalva de los canales y los ríos estancados para instalarse en Mestre y otros puntos de la ‘tierra firme', donde disponen de coche, parking, centros comerciales, discotecas y demás garitos nocturnos. Justo lo que falta en Venecia y la hace, para el reducido porcentaje que la desea como amante estable, el incomparable ideal.

   Tony Tanner fue un destacado profesor británico e influyente estudioso, prematuramente fallecido en 1998, y ‘Venecia deseada' (traducción de Amaya Bozal del original ‘Venice Desired', editada entre nosotros por Antonio Machado Libros, que marca con ese libro el número 200 de su ejemplar colección de ensayos ‘La balsa de la Medusa') hace un compendio de seis figuras mayores de la literatura que la amaron y sobre ella escribieron, glosando cada uno a su manera el ensueño de la laguna. Los mejores capítulos del libro son los que Tanner dedica a John Ruskin y Henry James, quienes, junto a Lord Byron, Hugo von Hofmannsthal, Proust y Pound, no tuvieron el dilema que hoy se abre ante el viajero; en el tiempo de vida de esos escritores, que cubre desde principios del siglo XIX a la mitad del XX, Venecia ofrecía sin alternativas ni dispersiones modernas su inmutable belleza, haciendo más fácil la contemplación y los descubrimientos propios, ajenos a la actual sumisión de las masas.

     Ruskin fue uno de los grandes reinventores de Venecia, y no sólo por los efectos nutricios que tuvo en las novelas de Proust. Escribió obras de divulgación y de erudición sobre la ciudad y sus artes arquitectónicas y pictóricas, pero también la dibujó y la fotografió de forma pionera (se han descubierto hace poco los daguerrotipos que coleccionó y él mismo tomó), describiéndola en un hermoso pasaje de ‘Las piedras de Venecia' como "una naturaleza salvaje de ladrillo, que un mar petrificado ha golpeado hasta recubrirla de mármol [...] una ciudad oscura, lavada en blanco por la espuma del mar". Turner, de quien Ruskin fue el mayor paladín, la pintó, en su descomposición nebulosa, mejor que nadie.

   Junto al ensayo sobre Ruskin, el más extenso e inspirado del libro, Tanner habla también con gran minucia de James, y es interesante, en su sesgo malicioso, la contraposición entre ambos, señalando el aborrecimiento del novelista norteamericano por el "gobierno teológico" que prima en los textos ‘ruskinianos' sobre arte, a menudo, en efecto, taxativos y condenatorios; leerle supone, dice el autor de ‘Las alas de la paloma', encontrar "una especie de corte judicial en sesión perpetua".

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9 de diciembre de 2015
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Novísimas

Es un fenómeno de la cultura española que no cesa. Y milagroso. En un tiempo en que se lee menos, se eliminan o reducen los estudios de literatura en el bachillerato y las gentes no están en disposición de comprar libros con lo que, después de comer y de vestirse, les queda de su salario (los que lo tengan), proliferan las editoriales de calidad, los pequeños negocios hechos por valientes que aspiran a mantenerse y no a hacerse de oro. Hemos hablado aquí mismo de sellos que aparecieron y se consolidaron con el tiempo; hoy me gustaría señalar a unas editoriales novísimas cuyas publicaciones he estado leyendo con enorme placer a lo largo de este año. Muy bellamente editados, los libros de la madrileña Dioptrías se centran en la no-ficción, destacando su rescate de ‘Los orígenes del Doctor Fausto' de Thomas Mann, ‘Eros', un singularísimo ensayo sobre el deseo de la excelente poeta norteamericana Anne Sexton, y la deliciosa antología ‘La literatura como mentira', en la que uno de los grandes, Giorgio Manganelli, escribe con agudeza sobre otros grandes, Beckett, Yeats, Nabokov o Edmund Wilson (magnífica y largamente analizado), pero también se ocupa de genios más pequeños como Ronald Firbank, el barón Corvo o la incomparable novelista Ivy Compton-Burnett. De Barcelona llegan muy recientemente los de Gatopardo Ediciones, con un poderoso arranque: el breve opúsculo sobre ‘Alejandro Magno' de Pietro Citati, y un clásico de las aventuras marinas, ‘En peligro' (‘In Hazard'), del británico Richard Hughes, conocido sobre todo por su ‘Huracán en Jamaica' y la memorable adaptación cinematográfica que de esa novela llevó a cabo el director Alexander Mackendrick. También son hermosos, en su cómodo formato, los de Mardulce, y en especial ‘El viento que arrasa', de la argentina Selva Almada, escritora que descubro con este inquietante relato.

 

Atrevidas en su compaginación y muy originales en el material seleccionado son las dos primeras entregas de la colección de narrativas ‘detresentrés' de Mishkin Ediciones, libros que contienen dos textos y un cd complementario en cada volumen temático. En el primero, ‘rusófilo', he disfrutado con la lectura de los bocetos narrativos de Nikolái Pomialowski, un maldito muerto muy joven en 1863 y conocido, si acaso, por su vinculación con Dostoievski, que le apoyó, así como revisando la estupenda película de Andréi Konchalovski ‘El primer maestro' (1965). El segundo se centra en el mundo circense, y es todavía más sugerente en la combinación de ‘Jack el payaso', la novela del sueco Hjalmar Bergman, otro gran ignorado entre nosotros, el cuento de César Aira ‘Los dos payasos', y el film de Federico Fellini, no suficientemente valorado en su día, ‘Los clowns' (1970), que tanto ha ganado con el paso del tiempo.

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2 de diciembre de 2015
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El Boomeran(g)
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