Vicente Molina Foix
Venecia es la ciudad más deseada del mundo, no la más querida. Las pasiones que inspira son del género sublime, pero que inviten al 90% de sus visitantes a vivir en ella más tiempo del fijado para la extasiada visita turística, y pocos querrán, en un movimiento similar al de la población nativa, estudiantes, dependientes de comercio y hostelería, parejas jóvenes, que huyen a mansalva de los canales y los ríos estancados para instalarse en Mestre y otros puntos de la ‘tierra firme’, donde disponen de coche, parking, centros comerciales, discotecas y demás garitos nocturnos. Justo lo que falta en Venecia y la hace, para el reducido porcentaje que la desea como amante estable, el incomparable ideal.
Tony Tanner fue un destacado profesor británico e influyente estudioso, prematuramente fallecido en 1998, y ‘Venecia deseada’ (traducción de Amaya Bozal del original ‘Venice Desired’, editada entre nosotros por Antonio Machado Libros, que marca con ese libro el número 200 de su ejemplar colección de ensayos ‘La balsa de la Medusa’) hace un compendio de seis figuras mayores de la literatura que la amaron y sobre ella escribieron, glosando cada uno a su manera el ensueño de la laguna. Los mejores capítulos del libro son los que Tanner dedica a John Ruskin y Henry James, quienes, junto a Lord Byron, Hugo von Hofmannsthal, Proust y Pound, no tuvieron el dilema que hoy se abre ante el viajero; en el tiempo de vida de esos escritores, que cubre desde principios del siglo XIX a la mitad del XX, Venecia ofrecía sin alternativas ni dispersiones modernas su inmutable belleza, haciendo más fácil la contemplación y los descubrimientos propios, ajenos a la actual sumisión de las masas.
Ruskin fue uno de los grandes reinventores de Venecia, y no sólo por los efectos nutricios que tuvo en las novelas de Proust. Escribió obras de divulgación y de erudición sobre la ciudad y sus artes arquitectónicas y pictóricas, pero también la dibujó y la fotografió de forma pionera (se han descubierto hace poco los daguerrotipos que coleccionó y él mismo tomó), describiéndola en un hermoso pasaje de ‘Las piedras de Venecia’ como "una naturaleza salvaje de ladrillo, que un mar petrificado ha golpeado hasta recubrirla de mármol […] una ciudad oscura, lavada en blanco por la espuma del mar". Turner, de quien Ruskin fue el mayor paladín, la pintó, en su descomposición nebulosa, mejor que nadie.
Junto al ensayo sobre Ruskin, el más extenso e inspirado del libro, Tanner habla también con gran minucia de James, y es interesante, en su sesgo malicioso, la contraposición entre ambos, señalando el aborrecimiento del novelista norteamericano por el "gobierno teológico" que prima en los textos ‘ruskinianos’ sobre arte, a menudo, en efecto, taxativos y condenatorios; leerle supone, dice el autor de ‘Las alas de la paloma’, encontrar "una especie de corte judicial en sesión perpetua".