Vicente Molina Foix
Entre los libros más destacados del año pasado señalo ‘La ley del menor’, de Ian McEwan, que, por encima de su gran calidad, ha supuesto, al menos para mí, la plena recuperación de uno de los tres novelistas vivos que más admiro y al que, obra a obra, nunca he dejado de leer. Entre ‘La ley del menor’ (‘The Children Act’, aquí publicada, como el resto de su producción, por Anagrama, en traducción de Jaime Zulaika) y su título de inicio, los cuentos de ‘Primer amor, últimos ritos’, que yo leí asombrado por el descubrimiento cuando apareció en Inglaterra en el lejano año de 1975, viviendo yo entonces en aquel país, la narrativa de este casi exacto coetáneo mío ha sido uno de los mayores placeres, el más sostenido, el más estimulante, el más esperado, de mi experiencia de lector. Novelas como ‘Amsterdam’, ‘Amor perdurable’ y ‘Chesil Beach’ figuran entre las obras maestras que, para mi gusto, ha dado la novela contemporánea.
Ya antes de esa breve elegía de alta definición narrativa y atenuada evocación histórica que fue ‘Chesil Beach’, McEwan, sin perder sus constantes, dio un giro con ‘Sábado’, sintiendo la necesidad de entreverar en sus relatos cuestiones de fondo fundadas en una base científica o sociológica. Nada que objetar a ello, por supuesto, salvo la carga de minuciosa documentación erudita que últimamente hacía sus libros discursivos y argumentativos, lastrando hasta el fracaso ‘Solar’ y buena parte de ‘Operación Dulce’. ‘La ley del menor’ también parte de un nudo digamos social, e incluye en una nota final del autor los datos bibliográficos y casuísticos del marco legal en el que se inserta la historia de la juez de familia Fiona Maye, que ha de decidir si a un menor de edad enfermo de leucemia se le hacen forzosamente las transfusiones de sangre que le impedirán morir y a las que sus padres, testigos de Jehová, se niegan por su credo. Fiona Maye es un personaje rico en contradicciones y ambiguo, tanto como su propia vida, que, mientras ella trata de someter su dictamen judicial a su estricta conciencia legalista, ve cómo se desbarata en casa por el adulterio inesperado de su marido Jack.
La gran diferencia entre este último libro de McEwan y los inmediatamente anteriores es que el entrelazado de la esfera privada y el marco moral nunca se hace en detrimento del hilo dramático, que alcanza aquí momentos de sublime fantasía, como, en el capítulo 3, el dúo de canto y violín que la juez entona en su visita al hospital con el muchacho enfermo, otro personaje que va creciendo poderosamente a lo largo de la novela, hasta adquirir la memorable condición de antagonista, perseguidor y voz reveladora de la honorable señora Maye. El último capítulo, magistral, lleva a un desenlace que sería imperdonable contar, en el que la música, la ley, los amores no dichos pero posibles, cuajan en una imagen de desolación optimista, de angustia tolerable.