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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Saura en papel

Cuando se anuncia el verano ya es costumbre que llegue el regalo regio de PHotoEspaña, de la que esperamos cada año, como niños ansiosos, la sorpresa de lo que nos trae, no sólo de Oriente. Y tampoco en esta ocasión faltan la abundancia ni la calidad; hay una amplia antológica del italiano Gabriele Basilico (en el Museo ICO), Eduardo Arroyo saca a la luz su colección de ‘inestables' en el Lázaro Galdiano, y en Cibeles comparten lugar con el Municipio dos potentísimas muestras de un mundo marginado que no se esconde, aun con riesgo: la bohemia canalla pero gozosa del legendario ‘Café Lehmitz' de Hamburgo fotografiada por Anders Petersen, y pared con pared, ‘Pistas de baile', las conmovedoras ampliaciones en color de las prostitutas transgénero de Ciudad Juárez tomadas por Teresa Margolles, comisariada por Alberto García-Alix, a quien PHotoEspaña le ha dado este año Carta Blanca y expone él mismo en la galería Juana de Aizpuru obra reciente en la que trabaja con sobreimpresiones: impresiona la que titula ‘Autorretrato San Elvis'.

    Pero mi máxima ilusión ha sido ver reunidas en el Museo Cerralbo tantas fotos de una gran personalidad artística de nuestro país, el cineasta Carlos Saura, un clásico en plena actividad (cumplidos ya los 85) y cuya faceta en papel es menos conocida que su extensa y trascendental filmografía. En los escuetos pero sinceros paneles que acompañan la exposición, Saura se presenta como aprendiz de ese arte al que llegó por azar, y en el que al principio incurría en "defectos evidentes de exposición y de contrastes". Nunca lo abandonó, sin embargo, desde que en los primeros años 1950, con su cámara Rolleiflex, tomó en la Ciudad Encantada una bellísima serie semi-abstracta, ‘Rocas de Cuenca' (no expuesta en el Cerralbo, pero sí incluida en el magnífico libro ‘Carlos Saura. España Años 50', editado el pasado año por La Fábrica con Steidl, y aún a la venta). La imagen del director de ‘Cría cuervos' entrando en el Museo Cerralbo el día de la inauguración de PHotoEspaña con una cámara al cuello era el indicio de su curiosidad inagotable, de su ojo alerta, de su deseo constante de poner la mirada sobre la realidad y captarla.

      La selección colgada es muy variada, dentro de la acertada circunscripción a los años del medio siglo pasado. Una de las secciones que más nos llega es la de Sanabria; siendo estudiante en la Escuela de Cine de Madrid, Saura fue ayudante de un documental que se preparaba en esa entonces pobrísima zona castellana fronteriza con Portugal y Galicia, y lo que vemos en las imágenes (todas en blanco y negro) es un mundo desaparecido, no por el progreso social sino por la desgracia: "La mayor parte de las personas que aparecen aquí fotografiadas murieron al reventar el muro de contención del embalse cercano", cuenta el propio fotógrafo, en referencia al pueblo de Ribadelago, tragado por las aguas. Otras secciones son menos lúgubres, viajando el fotógrafo por Andalucía, por Valencia, o retratando la densa noche madrileña de la época. Es una España negra y clara, humilde, piadosa pero festiva, bronca y alegre al mismo tiempo, en la que Saura, a veces muy artista (una preciosa instantánea de gigantes y cabezudos cruzando un puente conquense) siempre quiere ser, más que otra cosa, el testigo de lo real.

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3 de julio de 2017
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Jardín para pensar

En una época de mi vida fui jardinero, sin sombrero de paja ni azadón. Hacía en Londres estudios posgraduados de historia del arte, en un sistema ‘a la carta' que permitía, cada trimestre, elegir la materia impartida por grandes especialistas, procedentes en su mayoría de los institutos universitarios Courtauld y Warburg; llevado por la curiosidad y mi inopia campestre, me matriculé en un curso que trataba, dentro de la transición neoclásica, del llamado ‘jardin anglais'. Me familiaricé así con los nombres de grandes jardineros-paisajistas como ‘Capability' Brown o Humphrey Repton, cuyas obras de fantasiosa recreación vegetal visité maravillado, mientras leía en casa a los tratadistas de lo sublime y lo pintoresco. Por eso ha sido un placer volver a aquellos campos de la imaginación romántica con la lectura de ‘Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines', de Santiago Beruete (publicado por Turner), que es una obra múltiple: estudio histórico de la evolución de los jardines desde la antigüedad hasta el siglo XXI, reflexión sobre sus fundamentos y su variedad, a la vez que compendio erudito que el autor redondea, en un libro de más de 500 páginas que se devoran, con un glosario muy útil, un nutrido reparto de personalidades importantes y una bibliografía (siendo solo de lamentar que no se incluya un índice onomástico general). 
 
El libro de Beruete coincide con un reverdecimiento teórico del concepto de jardín. Es muy noble el impulso humano -nunca fenecido, pese al avance implacable de la especulación inmobiliaria- de cavar unas zanjas y plantar un macizo de rosas o una pequeña arboleda, pero más trascendental es la noción de que el jardín, por encima de su función de ‘hobby' o su utilidad frutal, es una de las bellas artes, un arte mudo que no produce rimas ni arias ni cuadros alegóricos, pero logra emocionarnos como si fuera parlante, melodioso, pictórico. Con la ventaja de que la naturaleza no es, ni siquiera cuando está retocada por la mano del hombre, pedante.
 
Aparte de leer a Santiago Beruete, de quien recomiendo en especial los siete capítulos de su tercera parte (desde el jardín moral de los filósofos hasta los laberintos mitológicos o contemporáneos), así como su análisis de los jardines racionalistas de Le Corbusier y Lloyd Wright y su brillante excurso sobre las plantas en la ciencia-ficción, quien viaje a París antes del 24 de julio no debería perderse la bellísima exposición ‘Jardins' en el Grand Palais, que mezcla la instalación ocurrente (como el botánico vertical de Patrick Blanc) con el reflejo artístico de la jardinería en grandes pintores como Durero o Cezanne. En su defecto, es también muy recomendable ver online la serie producida por la cadena Arte, ‘Jardins d´ici et d´ailleurs', episodios de 26 minutos en los que, de la mano del arquitecto paisajista Jean-Philippe Teyssier, recorremos en filmaciones espectaculares jardines de un aquí y un allá que incluyen el sur de Europa, Japón, Marruecos, Irán o Indonesia.
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20 de junio de 2017
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La viuda valiente

La institución del matrimonio, después de haber nutrido de grandes obras maestras el teatro, la novela y, más modernamente, la poesía, prolonga el dramatismo y la intriga cuando los escritores dejan, además de un legado, cónyuges. Se habla ahora bastante de viudas cicateras o mangoneadoras, quizá por la sencilla razón numérica de que hay más hombres escritores célebres que mujeres, algo que cambiará en poco tiempo. Mientras llega el momento de hablar con la apropiada normalidad de los ‘malos viudos', es justo recordar que familiares y allegados los ha habido siempre, desde que el libro es libro, y a no pocos les debemos un eterno agradecimiento. La reina de las solteras, Emily Dickinson, tuvo una hermana, Lavinia, y una sobrina, Martha, que le hicieron justicia póstuma sin cortapisa ni avaricia, mientras que albaceas muy próximos como los de Lord Byron quemaron, en la chimenea de su editor John Murray, las 400 páginas de las Memorias del poeta. La cuestión permanente es el cómo guardar y administrar, el destruir o sacar a la luz con integridad lo que cualquier humano que escribe no ha roto antes de morir.

 

     Hace unos cuantos años (1992) Ian Hamilton, notorio sobre todo por sus rifirrafes con JD Salinger, que no se dejaba hacer la biografía que Hamilton perseguía, escribió un libro lleno de interés -y cierto rencor por la cerrazón del autor de El guardián en el centeno- sobre los legados literarios, Keepers of the Flame, título que mucho antes, en 1942  (y en singular, La llama sagrada), popularizó una memorable película de George Cukor; la guardiana de aquella llama del celuloide (nada menos que Katharine Hepburn) era la viuda de un dirigente de gran popularidad que rehúsa dar información al periodista-biógrafo (Spencer Tracy) que la visita: el prohombre escondía dentro de sí a un conspirador fascista. En la literatura y la filosofía ha habido también casos de intencionada falsificación o enmascaramiento biográfico post-mortem.

     Frente a ese ejemplo de ficción (el guión del Cukor, escrito por el formidable Donald Ogden Stewart, se basaba en una novela), conviene señalar que la leyenda de la viuda pacata o pérfida tiene contrarréplicas reales en las que la heredera enviudada, yendo a veces contra sus propios sentimientos e intereses, toma una decisión osada y franca. En nuestra lengua es reciente el ejemplo de Miriam Gómez, que, además de cuidar minuciosamente el material y los archivos de Guillermo Cabrera Infante, se vio en el dilema de difundir dentro de las obras póstumas del gran escritor cubano su Mapa dibujado por un espía, una novela muy dolorosa para ella. Ahora hemos sabido de otro protagonizado por la canadiense de origen Rita Labrosse, mujer de Witold Gombrowicz desde 1964 y desde 1969 su viuda, quien conservó desde la muerte del escritor "un diario íntimo en el que de vez en cuando anoto cosas privadas", según él le dijo un día de 1966 en que lo vio escribiendo en papeles de color y formato distintos a los que habitualmente usaba. De Gombrowicz ya eran conocidos y celebrados sus extraordinarios Diarios. El nuevo libro al que me refiero, Kronos, publicado en polaco en 2013 y hace pocos meses en francés (Stock, 2016) es, como lo llama el prologuista de esta última edición, "el diario del Diario", lo que significa que, si bien en sus más de 300 páginas no se encuentra la densidad y el pensamiento siempre original de los dos volúmenes de los Diarios, ambos son de alguna forma complementarios, en la medida en que su autor, inspirado por la lectura del Journal de Gide, se siente capaz de llevar simultáneamente un dietario público y otro privado. De ese modo contamos ahora con una guía descarnada y sucinta del pecador que, divagando, metiendo pullas o desnudándose ante nosotros, muestra su aguda inteligencia y una vena picante, cómica a veces y otras conmovedora.

     En una nota previa a las entradas de Kronos, que van desde 1922 a 1969, Rita Gombrowicz no duda en incluirse irónicamente, al igual que muchos otros seres que la precedieron en la historia literaria, formando parte de los "daños colaterales de vivir con un escritor". Esos daños no sólo se derivan de las manías, las costumbres alcohólicas o la infidelidad reiterada con la máquina de escribir. Un gran cínico, Cyril Connolly, dijo que el más sombrío enemigo dcoe la gran literatura es un cochecito de niños en el vestíbulo. De cumplirse, la advertencia (desatendida por el propio Connolly, que se casó tres veces y tuvo dos hijos) haría de los escritores máquinas solteras, un tanto neuróticos y proclives al solipsismo. Pero aquí hablamos de parejas felices. Cuando entre los manuscritos no publicados en vida de Cabrera Infante apareció Mapa dibujado por un espía (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013), se entendió la razón de que, al contrario que otros inéditos de su autor como La ninfa inconstante o Cuerpos divinos (ambos también editados póstumamente por Galaxia Gutenberg), casi nada se supiera de aquél. El valor de sacarlo sin expurgo por la viuda y heredera radica en que en esa trepidante crónica novelada del viaje a Cuba en 1965 para asistir al entierro de su madre, el escritor, entonces aún diplomático al servicio del gobierno de Fidel Castro y retenido a punto de embarcar en el avión de regreso a Europa, cuenta, en paralelo a los cuatro meses siguientes de pesadilla burocrática, la relación amorosa con una joven llamada Silvia. Enamorado de ella, el novelista relata en el libro que estuvo a punto de alterar su trayectoria y su matrimonio con Miriam Gómez, con quien, una vez que la dictadura castrista le permitió viajar, volvió y vivió en plena armonía hasta el fin de sus días.

    Rita Gombrowicz sabía desde el primer momento que su marido era un bisexual promiscuo con marcada preferencia a su propio sexo, pero en la trascripción ejemplar de las notas de Kronos, ella misma ha descifrado los términos a menudo elípticos o abreviados del diario. ¿No era mejor, tomada la decisión encomiable de no romper lo que su marido dejó a buen recaudo, ocuparse ella misma de su edición, aclarándola sin disimulo? Muerta o viva, escribe Rita, las palabras de Witold "no cambiarían nunca, estaban escritas en la piedra".

   La lectura de Kronos nos deja conocer una personalidad, más que una intimidad. La salud, la falta de dinero, el desarreglo vital; la dieta común de un hombre libre y voluptuoso, independiente y estricto, como lo fue el polaco. A esas páginas recobradas les confía sus dolores de piel, las inyecciones obligatorias cuando sufre de sífilis, y también, en un recuento nunca narcisista, la peripecia de sus ligues. En ese campo está alguno de los episodios de comedia más fulgurantes del libro, contrarrestados por la verdad superior de un cuerpo deseante al que la vejez le produce, así termina una entrada, "calma erótica". Y de nuevo la viuda se encarga de puntualizar, en otro comentario, el pensamiento narrativo y la figuración carnal del autor de Ferdydurke, quien jamás confió, nos dice, en una filosofía que no fuese erótica.

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2 de junio de 2017
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Los sirios en Finlandia

Fuman frenéticamente todo el tiempo, beben en bares astrosos, viven en casas feas, llevan monos azules de trabajo o delantales, y su físico nunca es agraciado. No se besan y apenas se tocan, aunque el deseo carnal asome, de palabra, sin apenas obra, como una floritura del encuadre, en alguna de las películas; la idea de un desnudo total o una copulación ante la cámara es inimaginable, por extemporánea. Así son los hombres y las mujeres de Aki Kaurismäki, y a la mayoría les hemos visto envejecer y engordar y perder pelo en la pantalla, sin dejar de encender un pitillo tras otro. En el desenlace dramático de ‘El otro lado de la esperanza', la llegada de la hermana perdida de su protagonista Khaled en los bajos de un camión es celebrada por ellos dos y su salvador con unas caladas, y el último plano de un Khaled gravemente apuñalado por el neo-nazi y recostado en un árbol, tiene el alivio del cigarrillo en la boca del joven, quizá moribundo. Es difícil pensar que el tabaco sea solo un mensaje afirmativo o subliminal del cineasta, reconocido fumador en cadena desde la adolescencia, aunque ahora se le ve en las entrevistas vaporeando electrónicamente. Tampoco un sarcasmo de los que tanto le gustan, ni un desplante a las buenas costumbres, a medida que fumar en público se hace delictivo. Fumar en Kaurismäki significa tener la cabeza y las manos ocupadas en un paliativo, quizá no muy eficaz, de la ansiedad de las vidas proletarias.

 

     Hay pocas galerías humanas en el cine contemporáneo tan reconocibles, tan compactas, tan elocuentes, si bien los personajes sean siempre de poco hablar; el silencio llegó al extremo con ‘Juha', su película muda de 1999, homenaje al melodrama lagrimoso y gesticulante y, en una divertidísima secuencia, parodia del episodio del hacha, la cocina y el encierro de Jack Nicholson en la cámara frigorífica de ‘El resplandor'. Últimamente, el director ha ampliado el registro de sus nacionales, introduciendo en ‘El Havre', entre franceses, al niño africano refugiado, y ahora a los dos sirios y al iraquí, en lo que se anuncia como la segunda entrega de una trilogía sobre la inmigración portuaria. La llegada, exótica en su obra, de estos seres humanos remotos amplía el elenco físico y vestimentario (los acicala un poco, sin dejar de hacerles fumar), pero no altera los tres pilares que sustentan el cuadro caracteriológico de su filmografía: la crueldad, la honradez y el apego.

    Desde sus primeros títulos, Aki, el menor de los Kaurismäki, hace cine social sin consignas, ajeno a la solemne y conminatoria homilía de otros colegas suyos europeos. La burla y el humorismo seco están siempre presentes, como lo están los trazos de la explotación humana, la violencia y la insolidaridad, que se colaban incluso en el paréntesis de sus gamberradas con la banda de los Leningrad Cowboys, nada menos que tres largometrajes y cinco cortos rodados entre finales de los años 80 y primera mitad de los 90. Vistas ahora en serie constituyen un plato fuerte a mi modo de ver sólo apto para paladares ‘rockabilly' de mucho diente, reconociendo sin embargo que los números musicales en clave de chillona caricatura de ‘Total Balalaika Show' (1994) son tronchantes, especialmente las interpretaciones de la banda, acompañada por los Coros del Ejército Rojo y una caterva de bailarines y ‘crooners' eslavos, de clásicos inmortales como ‘Delilah' y ‘Happy Together'. Humillados y ofendidos, nunca cariacontecidos ante el constante fracaso, los Leningrad Boys también sufren en sus giras y en sus viajes, por mucho que su estrambótico atuendo mitigue nuestra percepción de esa pena.

    Los perfiles social-grotescos son menos palmarios en ‘El otro lado de la esperanza', construida sobre dos hilos narrativos que discurren en paralelo y se juntan a la perfección en la segunda mitad. La película recuerda un tanto, como variante puesta al día, su obra maestra ‘Nubes pasajeras', y no sólo por la coincidencia en el reparto de Sakari Kuosmanen, el representante de camisería de caballeros convertido en restaurador, y, en un breve papel, de la extraordinaria Kati Outinen, actriz totémica del realizador, aquí responsable de uno de los chistes más logrados, cuando, arruinada su pequeña tienda de mercería en Helsinki, anuncia su intención de establecerse en Ciudad de México "a beber sake y bailar el hula-hoop'. En el universo terso y sintético de Kaurismäki extraña en la primera media hora el pormenor de los trámites y circunstancias del refugiado ilegal, a quien su compañero de celda en el centro de detención aconseja no mostrar tristeza, pues en Europa "nadie quiere vernos", y si les ven los prefieren sin melancolía.

    La máquina estatal es implacable, impasible, la violencia de las bandas de matones aterradora, los empresarios y banqueros despiadados, cuando no fraudulentos, y en ese contexto de malevolencia, con frecuencia ironizada, aparece, como distintivo del gran director, el honrado proceder de clase (de clase obrera por lo general) y lo que hemos llamado apego, es decir, el impulso espontáneo, cada vez más diluido en nuestra sociedad, de acudir en remedio del desamparado y ayudar al más débil. Kaurismäki ha retratado ese sentimiento solidario en muchas de sus películas, sin endulzarlo, aunque también hizo de su heroína vilipendiada en ‘La chica de la fábrica de cerillas' (1990) una vengadora inmisericorde. Y nunca pierde el aliento cómico, la capacidad  de sorprender, la libertad fantástica de los cuentos de hadas, que se muestra en ‘El otro lado de la esperanza' con la aparición de Khaled en un montículo de carbón, la timba que hace rico al ex camisero, la reconversión mágica de un local vetusto en un restorán de sushi, con disfrace nipones incluidos, en un censo, ya habitual, de personajes angélicos y demonios empedernidos. De ahí la significación ambigua del final, que podría ser feliz o todo lo contrario.

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23 de mayo de 2017
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Los premios

Despotricar, lamentarse, o sencillamente burlarse de los Oscars es un hábito que tienen también las personas más quisquillosas respecto a los Nobel de literatura. Ambos son premios que desdeñamos desde el olimpo de la exigencia por sus chillones y tan frecuentes errores de elección pero nunca dejan de afectarnos: nos irritan, nos escandalizan, nos mueven a prestarles atención y a hacer cábalas. En el pasado ejercicio lo original (un acto de justicia poética en un contexto, el norteamericano, reacio a ella desde noviembre) fue que la Academia de Hollywood puso en solfa a la Academia Sueca, que hizo el ridículo premiando a un notable cantautor, infinitamente mejor cantante que poeta, quien se mostró a su vez displicente con tan exagerado honor; por primera vez en décadas, la mayoría, cinco de las nueve candidaturas a mejor película, distinguían films excelentes, de lo mejor del año, y se fijaban en actores-artistas y guiones no sólo bien escritos sino sofisticados (como el de la película griega ‘Langosta'). Hasta tal punto era buena la preselección que el veredicto, sin ser el ideal para mi gusto, da carta de naturaleza a cineastas inconformistas y ambiciosos como Chazelle, Lonergan y Barry Jenkins, dejando solo un poco desairada la que entiendo como la obra maestra de 2016 en cualquier cinematografía conocida, ‘Jackie', del chileno Pablo Larraín.

 

    Ya se sabía por ‘El club' y, en menor medida por ‘No' y ‘Neruda', que Larraín es un maestro extrañando materiales de raíz familiar o histórica, en un proceso de transformación de lo real que se atiene al término inglés ‘the uncanny', muy usado, a veces banalmente, en contextos de cine gótico a partir del importante ensayo de 1919 ‘Das Unheimliche', en que Freud exploró la ocupación por corrientes oscuras y terribles de espacios estables o situaciones domésticas que sufren así el desalojo de su vulgar previsibilidad, siendo la palabra alemana ‘unheimlich', que en español se tradujo por López-Ballesteros, con la aprobación del autor vienés, como 'lo siniestro', antagónica de ‘heimlich' en su primigenio sentido de confortable, dócil, hogareño.

 

 

    El inesperado ‘tour de force' de Larraín, a partir del guión muy bien estructurado de Noah Oppenheim, es el descolocamiento constante de unos hechos, unas figuras y unas imágenes tan icónicas como las de aquel atentado del 22 de noviembre de 1963, hurtándolas al documental, al biopic y al marco político sin esquivar ninguno de esos tres presupuestos. Es decir, ‘Jackie' cuenta el magnicidio y el funeral del presidente asesinado, retrata a Jacqueline Bouvier y a sus huérfanos y refleja con agudo humor los entresijos de la maquinaria estatal tan brutalmente atacada y, por decirlo sin chiste, atascada por la tragedia. Todo ello plasmado como una amenaza superior a la de un complot o la vesania de un loco suelto; el sistema queda averiado, la viuda desestabilizada toma el mando en medio del sufrimiento, la familia Kennedy mantiene por encima de todo su espíritu de clan oligárquico y su catecismo.

    Es una película memorable por sus primeros planos (el rostro de Natalie Portman, que conserva la sangre de su marido casi un tercio del metraje) en la que el cineasta ha enriquecido de fantasmas los segundos términos y los fuera de campo; la danza de los edecanes en la Casa Blanca llega a ser macabra, y la escena de la búsqueda de una tierra idónea para enterrar al muerto en Arlington es tan conmovedora como aterradora. Ayuda mucho a crear ese clima la música de Mica Levi, con sus ‘dégradés' sonoros, pero sobre todo ayuda la creación de Portman, merecedora no ya de la estatuilla que no ganó sino del reconocimiento indudable de una grandeza suprema como intérprete: el acento ligeramente extranjero y de alta clase, sus cigarrillos (¿ha fumado alguien en el cine con tanta belicosidad y tanta necesidad?), su altivez veteada siempre de insuficiencia.

    Sí ganó el oscar a la mejor película de lengua no inglesa ‘El viajante' (‘Forushande') de Asghar Farhadi, otro texto fílmico de extraordinaria calidad que, de un modo distinto al de Larraín, combina dos esferas, la real o incluso costumbrista y la representada en el gran teatro del mundo. Farhadi trabaja siempre con metáforas que pueden pasar desapercibidas, siendo un director poco dado a las figuras de estilo y los alardes de bravura; acumula sus tensiones dramáticas tenuemente -de ahí que a veces cueste entrar en ellas hasta bien avanzada la proyección-, pero cuando el puzzle se arma su eficacia es devastadora. ‘El viajante' comienza con el resquebrajamiento de un edificio a causa de unas obras contiguas, y sigue la línea de muchas grietas, rupturas, objetos escondidos y olvidados, maledicencias y mentiras que se imponen a la cotidianeidad de Rana y Emad, una pareja bien avenida de clase media que ocupa sus tardes ensayando y representando ‘La muerte de un viajante' de Arthur Miller. Como en toda su obra anterior, Farhadi se mueve en el terreno de la ambivalencia moral sin escorar el objetivo de su cámara (ni su juicio) hacia una u otra actitud. Emad es un justiciero, y Rana, la esposa agredida, una víctima que busca consuelo en la piedad. Las heridas de la ciudad en que viven afectan a todos, pero en el prolongado episodio final en la casa resquebrajada las dos razones, el bien a ultranza, el pecado común, se enfrentan. No hay venganza al agresor, peor el viajante de Farhadi también muere, como el de Miller. Les une a ambos su debilidad, sus miserias humanas, que tan fácil resulta juzgar y tan duro resolver.

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16 de mayo de 2017
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Dos bomarzos

Por una rara conjunción temporal leí a primeros de 1976, poco después de conocer en Madrid a su autor, ‘Bomarzo’, ignorando que diez meses después vería la novela del bonaerense Manuel Mujica Láinez (1910-1984) hecha ópera en Londres. El libro era una fantasía histórica, con ribetes autobiográficos, sobre el personaje real del Duque de Bomarzo, Pier Francesco Orsini, hombre de físico deforme y atormentada sensibilidad, escrita en primera persona (a mí me hizo pensar en el precedente de las ‘Memorias de Hadriano’ de Marguerite Yourcenar) con un jugoso dominio de la lengua y una rica imaginería de figuras inventadas en amalgama con nombres verdaderos y famosos como el pintor Lorenzo Lotto, el poeta Aretino o Don Juan de Austria, todos ellos movidos diestramente sobre el paisaje del bosque de esculturas caprichosas creado por Orsini en torno a su palacio manierista de Viterbo. En cuanto a la ópera, en mi caso suponía una primicia absoluta, descubriendo con esa ocasión el nombre y la personalidad musical del argentino Alberto Ginastera, sin duda uno de los tres compositores capitales de la música del siglo XX latinoamericano, junto al brasileño Villa-Lobos y el mexicano Revueltas.

   En Londres ese segundo ‘Bomarzo’ tenía un cuidado y brillante montaje pero estaba cantado en inglés, según la práctica habitual de la English National Opera, que, desde su imponente sede del Coliseum próxima a Trafalgar Square, rivaliza en la calidad de sus espectáculos con la Royal Opera de Covent Garden pero programa todo el repertorio extranjero traducido, sean sus autores Wagner, Berlioz, Puccini o Ginastera. La música me gustó por su idioma moderno no reñido, dentro del patrón atonal, con la melodía, la escritura modal y las alusiones muy bien engarzadas a cantos populares y formas cultas renacentistas. Abunda en ella el canto monologal de su protagonista, aunque tienen notable importancia las voces infantiles (con la subyugante y recurrente canción del Pastorcillo), el coro de cortesanos, astrólogos o prelados, así como, en un notable distintivo de la obra, sus catorce interludios orquestales que le dan continuidad narrativa y armazón dramática. Episodio central de una ópera en la que lo onírico y lo esotérico poseen gran relieve, es el ballet erótico del Cuadro XI, en el segundo acto, con una música quebrada y deslizante como lo son los sueños y el deseo. 

     Tras su ‘première’ en Washington en 1967 y la demorada reposición (por la censura militar) de ese mismo montaje cinco años después en el Colón de Buenos Aires, ‘Bomarzo’ (grabada en su día bajo la batuta de Julius Rudel) fue vista en los primeros años 1970 en Kiel y Zurich, siendo un acontecimiento de rango europeo que cuarenta años después de aquellas funciones londinenses de las que fui testigo llegue al Teatro Real, después de los recientes ‘hits’ de Britten y Händel, en español naturalmente y bajo la dirección escénica del muy prestigioso Pierre Audi.

   Adaptada a la escena lírica por el propio Mujica, con el compositor, ‘Bomarzo’, que no es la única ópera de Ginastera, nos trae a un estupendo novelista hoy un tanto olvidado y a un músico de gran versatilidad sinfónica, camerística y vocal, nunca caída en el pintoresquismo o la complacencia.

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1 de mayo de 2017
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Música del sufrimiento

Sorprende favorablemente que un especialista del sacrificio del arte tenga tantísimo éxito industrial y comercial, incluso en España, ajena además por genética a la costumbre del musical americano. Con ‘La La Land' (‘Ciudad de las estrellas'), Damian Chazelle, un hombre de solo treinta y dos años, vuelve a esa tradición y la enriquece, aunque lo que define su acusada personalidad es la música, más que el género musical: la música como metonimia de lo que es sufrir y si es preciso morir en la consecución del gran arte, visto éste como lo que bien puede llegar a ser en el inmediato futuro, una quimera en vías de desaparición. Tal es el tema latente en sus tres películas de largometraje realizadas hasta la fecha.

 

     La primera, rodada en blanco y negro en Boston, contenía ya en el título, ‘Guy and Madeline on a Park Bench' (2009), un homenaje a los musicales de lo ordinario y lo provincial hechos por Jacques Démy; los nombres de la pareja que se ama y se separa y no termina de reconciliarse en un hermoso final abierto corresponden a los del protagonista y la modosa muchacha que al fin se casa con él en ‘Los paraguas de Cherburgo'. Esta opera prima de Chazelle es una cinta breve y pobre de medios, con hechuras de documental callejero y un uso entrecortado de la cámara, a menudo pegada al cuerpo y a los rostros de los intérpretes de un modo que recuerda el de los primeros films de Cassavetes. Guy es un trompetista que deja a Madeline por otra chica, y Madeline deambula, ve pasar a la gente, se para ante una estatua ecuestre, y de repente en vez de seguir andando se pone a cantar y bailar sola. Empieza así el cine musical cotidiano, sin aspavientos, que le gusta a Chazelle, continuado en el segundo y último número en un restaurante, donde a Madeline le hacen coro y cuerpo de baile cinco camareros que trabajan con ella. Ese lirismo espontáneo, casi irreprimible, como improvisado ‘in situ', reaparece con más determinación y empaque pero igual fuerza de convicción en ‘La La Land', especialmente en las deliciosas secuencias de la primera cita nocturna de la pareja ante el ‘skyline' de Los Angeles y aquella en que Sebastian (Ryan Gosling) saca a bailar en un embarcadero a una anciana agradecida, ante la mirada atónita del marido de la señora, que no entiende tanta entrega instantánea. La alegría, la ligereza, el brío exaltado, tienen en estos ejemplos de Chazelle el eco ‘nietzschiano' del impulso dionisiaco que el filósofo atribuye al uno primordial (das Ur-Eine) que cantando y bailando se manifiesta como miembro de una comunidad superior, toda vez que "ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando" (cito de ‘El nacimiento de la tragedia' en la traducción de Andrés S. Pascual). El vuelo unificado de Mia (Emma Stone) y Sebastian se da de hecho en la escena del planetario de ‘La La Land', un momento de bella fantasía cinéfila, aunque ver volar en el cine siempre tiene el incómodo precedente de Mary Poppins.

   Entre esos dos títulos, Chazelle escribió y dirigió igualmente ‘Whiplash' (2014), que le dio ya notoriedad y tres oscars de la Academia. Se trata de una dura fábula de aprendizaje encarnada por Andrew, joven catecúmeno de la batería, y Fletcher, el mesías castigador y a veces sádico que enseña música en un conservatorio de Los Ángeles. Los practicantes de esa rama del arte que es el jazz son estudiados con especial acuidad en las dos historias ‘angelinas', gente abnegada y ambiciosa que quiere ser la mejor de su especie en un territorio sin apenas población; o como se dice rotundamente en una escena de ‘La La Land', "el jazz se muere y lo dejan morir diciendo que ya tuvo su vida". Dichos fanáticos dignos de admiración se niegan a esa muerte, o la asumen con heroicidad; pocas imágenes más expresivas en su profunda alegoría que la del joven Andrew  -que ya ha sacrificado su noviazgo para seguir sin distracciones sentimentales el camino de su perfección profesional-  con la mano ensangrentada metida en una bolsa de hielo antes de empuñar de nuevo los palillos de su instrumento y pasar otro examen de religión del arte en que el maestro Fletcher martiriza a sus tres alumnos en liza a lo largo de un ensayo de la pieza ‘Caravan', secuencia culminante de ‘Whiplash'.

    ‘La La Land', por mucho que su colorido y su amargo final dulzón puedan engañar, es una parábola sobre el fracaso. Sus dos jóvenes artistas viven una realidad amarga en la ciudad del éxito por antonomasia, y durante más de una hora de metraje no lo tienen, o lo saborean sólo, como los pobres felices, en la fiesta de sus ensueños. En esa primera parte del film, marcada por los guiños cinéfilos tan del agrado de Chazelle, destaca el set piece de emocionante tributo al pasado; en la cuna del moderno Hollywood sigue abierto un antiguo cine, el Rialto (que luego se ve, de pasada, ya clausurado), y en él sus pocos espectadores se sientan a ver ‘Rebelde sin causa' de Nicholas Ray. Pero el celuloide se quema en mitad de la proyección, como podía pasar en los días del aparato numérico, y la pareja decide continuar la trama por sí mismos, visitando el Planetario de Los Angeles que hacía de escenario a la alucinada tragedia de los tres antihéroes de Ray.

    La película de Chazelle acaba en positivo, pero el logro de sus dos figuras desiderativas se consigue separadamente; como en sus largometrajes anteriores, pasión amorosa y creación artística son ecuaciones imposibles, viene a recordarnos este notable cineasta, y los triunfos de Mia como actriz idolatrada y de Sebastian como propietario de un afamado ‘night club' y pianista recalcitrante tienen el paralelo de unas vidas privadas previsiblemente trilladas. No es casual que el número más largo y elaborado de ‘La La Land' sea un ‘potpourri' brillantísimo de la gran escuela musical anterior a esas patochadas supuestamente renovadoras que fueron ‘Moulin Rouge' o ‘Romeo + Julieta'. Aunque su productor musical sea el mismo Marius de Vries que trabajó en aquellas con el director Baz Luhrmann, Chazelle se mueve en una división infinitamente superior. Y también arrasa en taquilla.

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4 de abril de 2017
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Oriente surreal

El surrealismo ha sido la vanguardia más ambulatoria de la historia, si entendemos el vanguardismo no como simple disposición de un espíritu artístico sino en tanto que movimiento dotado de manifiesto, ideología, fecha fundacional, dirigentes severos y normas de obligado cumplimiento. De ahí que pocos años después de su creación ya existieran franquicias y dispensarios surrealistas en sitios tan distantes de París como México, Chile, la Martinica o El Cairo; en España, sin ir más lejos, los hubo en Tenerife y en Zaragoza, al margen claro está del influjo de sus técnicas irracionalistas en grandes artistas sin filiación expresa como Aleixandre, Lorca o Buñuel. 

 

Ahora llega al Museo Reina Sofía en una muy sugestiva exposición originada en el Pompidou de París, ‘Art et Liberté. 1938-1948', un surrealismo egipcio teñido de compromiso y ruptura política, en la que nuestro país y su guerra civil figuran como motivo inspirador. El grupo de los surrealistas cairotas era cosmopolita, a tono con el internacionalismo de su ramificación, y agrada encontrar entre sus miembros a cuatro mujeres fundamentales: la gran pintora Amy Nimr, la mecenas y poeta Marie Cavadia, la famosa fotógrafa y musa viajera Lee Miller y una significativa artista y activista, Inji Efflatoun, ampliamente representada con sus cuadros en la muestra. También es muy elocuente ver la interacción de la plástica con la literatura, otro de los sellos definitorios del ‘ismo' creado por André Breton. En ese sentido, hay que resaltar la presencia en las salas del Reina Sofía, a través de textos y perfiles, del poeta de familia copta Georges Henein y del novelista de expresión francesa nacido en El Cairo Albert Cossery, de quien aquí se tradujeron (en el sello Anaya de Mario Muchnik, y aún se encuentran en el mercado de lance) sus excelentes novelas ‘Los hombres olvidados de Dios' y ‘La casa de la muerte segura'. Aparte de su intervención substancial en el manifiesto que dio a conocer en 1938 al grupo Art et Liberté, ilustrado con el ‘Guernica' de Picasso, Henein, que pasó su adolescencia en Madrid, llama poderosamente la atención con su ocurrente truculencia (que recuerda a veces a César Vallejo) le dolía España, las dos Españas, la reaccionaria de los curas y los potentados y aquella defensora de la legalidad republicana abandonada por las potencias europeas durante la Guerra Civil, como se pone de relieve en su llama--tivo poema ‘No intervención', que comienza con estos versos: "las cancillerías revientan de espléndidos cadáveres / que brotan de los más violentos desgarros de España". 
La visita de la exposición, acompañada de curiosas imágenes contemporáneas de un país en fermento y libertad gedstual hoy no muy deterjo---rada, depara la oportunidad de descubrir a algunos artistas de deslumbrabte calidad dentro de iconografía habi---tual de la pintura surreal: destacan para mí la ya citada Amy Nimr, los ingeniosos dibujos al carboncillo de Marcel Salinas, los cuerpos fragmentados de Hassan El-Telmisani, la riqueza cromática de uno de los cabecillas del grupo, Abdel Hadi El-Gazzar, y , sobre todo, el que para mí supone el mayor descubrimiento del conjunto, los cuadros al óleo de vigorosa imaginería tanto realista como fantasiosa de Mayo, nombre artístico de Antoine Malliarakis, colaborador independiente del grupo nacido de madre francesa y padre griego en Port Said. Es quizá, en términos de calidad absoluta, el mayor artista de esta -memora-ble exposición

 

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24 de marzo de 2017
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Ver y leer teatro

Uno de los puntos más sugestivos (y para mí indiscutible) del debatido artículo de Javier Marías ‘Ese idiota de Shakespeare' era el recordar la matriz literaria del teatro. Desde su origen formó parte del cuerpo de la escritura, aunque, naturalmente, llegando en su plasmación ideal como representación o mediación. Al igual que la música. Ambas artes tienen su plena realidad en la "performance", pero el guión que permitirá esos logros está escrito, y como tal se trasmite, constituyendo la base de nuestra admiración y nuestro deseo de seguir disfrutándolo.

     Siempre he desdeñado el perezoso latiguillo de "teatro para ser leído", sobre todo teniendo en cuenta que la frase les fue aplicada, entre otros, a Fernando de Rojas, a Valle-Inclán, a Eliot, a Claudel o Marguerite Duras. Soy de los que disfruta asiduamente del teatro cuando está hecho con imaginación figurativa y rigor textual, pero desde mi adolescencia, gracias a la biblioteca de mi teatrero abuelo que heredó mi padre, he sido un gran lector de ese, llamémosle así, género. Y el género continúa publicándose, no sé si con la debida atención de los medios periodísticos e intelectuales.

    Recomiendo aquí algunas ediciones recientes, que van desde el rescate del teatro, poco conocido y muy meritorio, de Ramón J. Sénder (Editorial Larumbe) al ‘compacto' de Penguin de la obra teatral completa de Cervantes, para que no todo sea ‘quijote' una vez acabado el gran año santo de los Tres Genios (Shakespeare y El Inca Garcilaso serían, claro está, los otros dos). Hay, junto a esos nombres clásicos, piezas contemporáneas de notable calidad, y las tres que voy a citar están, además, de actualidad. La editorial segoviana La Uña Rota, que había sacado con anterioridad la mayor parte del teatro y la obra ensayística de Juan Mayorga, publica ahora, en sintonía con el estreno en Madrid, su nuevo y muy sugestivo drama ‘El cartógrafo', que sigue en cartel hasta final de febrero, antes de iniciar gira. Leí con gran placer el texto después de ver la función, con la memorable personificación de Blanca Portillo de sus tres roles femeninos. También está en cartel, en una muy bien resuelta producción del Centro Dramático Nacional, ‘Los Gondra, una historia vasca', del dramaturgo bilbaíno Borja Ortiz de Gondra, que ha escrito, con acentos personales y aguda mirada histórica, un fascinante fresco político y familiar; aquellos que no la puedan ver escenificada cuentan con su riquísimo texto editado en libro por el propio CDN.

    Destaca, por último, la oportuna traducción por Dos Bigotes, la valerosa editorial de libros de amplio espectro LGBT, de ‘Tan sólo el fin del mundo', la obra maestra del malogrado autor francés Jean-Luc Lagarce, coincidiendo con el estreno de su adaptación al cine por Xavier Dolan. Pieza de rotunda belleza, que llega en el libro con un muy cuidado material de apoyo (y el acierto, sea dicho de paso, de añadir al título el adecuado adverbio ‘tan' que no lleva aquí la película), vale la pena comparar las libertades que se ha tomado Dolan con su magnífico elenco de actores y leer por sí mismo ese texto poemático y narrativo marcado por el dolor, la rabia y la más desnuda verdad.

 

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1 de marzo de 2017
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Posesión inmortal

En 1932, diez años después de instalarse en Hollywood y rodar en esa década no menos de catorce películas mudas y habladas, Ernst Lubitsch hizo por encargo de la Paramount ‘Broken Lullaby' (conocida en España como ‘Remordimientos'). Fue su único film dramático del sonoro, y no tuvo éxito, pese a contar con actores de renombre y un guión de sus colaboradores de tantas obras maestras, Ernest Vajda y Samson Raphaelson. El sombrío y a ratos convencional melodrama, basado en la pieza teatral de Maurice Rostand ‘El hombre al que maté', tiene escenas sublimes desde el mismo arranque, un funeral militar sintetizado por las espadas, espuelas y arreos del alto mando presente en la iglesia, hasta -pisando el terreno más propio de la comedia cáustica- la sinfonía de puertas y ventanas que se abren y cierran con descarado entrometimiento en el pequeño pueblo alemán donde sucede la acción o, la más memorable, el encuentro en el cementerio local de las dos madres que han perdido un hijo en la Gran Guerra; patética y cómica, la escena es un plano-secuencia de más de tres minutos a cámara fija en el que las mujeres lloran la pérdida y se consuelan con el recuerdo del pastel de canela que uno de los caídos comía subrepticiamente, enzarzándose ambas, antes de volver a su evocación dolorida, en los secretos caseros de la deliciosa receta culinaria.

 

    Pasados más de ochenta años del estreno y rápido olvido de ‘Remordimientos', François Ozon, sin conocer de antemano el film de Lubitsch, se sintió atraído por el original escénico de Rostand, escribió el guión de ‘Frantz' y lo filmó, con una duración que casi dobla la del precedente. Se trata de una de las grandes películas de este prolífico y desigual cineasta francés que nunca, ni en sus fracasos, renuncia a la búsqueda de soluciones distintas para abordar historias en las que el componente mórbido, misterioso, no falta. Por eso el cine de Ozon jamás deja indiferente al espectador. ‘Frantz' empieza con una toma bucólica en colores, un paisaje florido de la campiña, al que de inmediato sigue un blanco y negro muy saturado de grises para reflejar la vida mortecina de la familia alemana protagonista, el doctor del pueblo, su dulce esposa, la bella prometida del hijo que no volvió del frente, Anna, a la que los Hoffmeister han acogido y tratan filialmente. Frantz es el joven violinista muerto en combate, y el fantasma principal de esta película de posesiones y ausencias, carencias, ficciones, falsificaciones, incertidumbres, mantenidas, con la mano maestra del director, en una permanente línea de intriga y sorpresa. Cambiando el punto de vista del relato respecto a Lubitsch, Ozon introduce como personaje soñado al que no vive, haciéndolo vivir no sólo en la fantasía (la escena del sueño en que toca el violín con la cara ensangrentada por las heridas mortales es de las menos logradas) sino, esencialmente, en la memoria no del todo explícita de los que le amaron. Y en el cómo le amaron, y en el porqué no le olvidan, se desarrolla la ambigua trama y la verdad última, abierta a la duda, de ‘Frantz', una línea narrativa inexistente en ‘Broken Lullaby'.

    Es un acierto de gran narrador que cuando llevamos sólo la mitad del metraje, la película parezca, sin estarlo, resuelta, tras la confesión de que el francés Adrien, también músico, ha ido al pueblecito alemán a llorar y poner flores en la tumba de Franzt no por ser, como la familia cree, amigo suyo anterior sino, al contrario, siendo el soldado enemigo que le mató. En esos primeros cincuenta minutos, la conjetura de que entre los dos muchachos pudo existir una relación erótica se insinúa con refinada sutileza; el padre del desaparecido, médico experto, lo sospecha de inmediato, en una estupenda escena doméstica de dobles sentidos, la cámara los junta en un plano-contraplano de la foto de Frantz enfrentado al rostro compungido de Adrien en la consulta, y hasta la prometida busca la explicación de ese gran dolor del extranjero, preguntándole si a ambos jóvenes les unía el deseo por una misma mujer. "Ninguna mujer", responde taxativo Adrien ante la lápida funeraria. Y enseguida llega la antedicha confesión, que aclara las razones del peregrinaje sin disipar el fondo subterráneo de esa intensidad de ultratumba.  

      La segunda mitad de ‘Frantz' cambia de paisaje, de colorido, de tonalidades, dejando atrás el medio rural y centrándose en una búsqueda a la inversa, la de Anna por un huidizo fantasma de carne y hueso, Adrien, que la posee a ella como Frantz poseyó a sus seres queridos supervivientes desde una sepultura que ni siquiera contiene sus restos (otro inteligente añadido del guión de Ozon). En esta parte continúa asimismo la plasmación de un contexto político, las rivalidades franco-alemanas históricas, convertidas en manifestaciones xenófobas de unos contra otros (himnos patrióticos, desprecios al que viene de fuera), que es, con el del pacifismo sobrevenido del doctor Hoffmeister, un hilo añadido a los ya mencionados; el propio director ha subrayado que esa lectura, aceptada por él y en mi opinión muy secundaria, conecta con la actualidad del miedo al inmigrante y la reafirmación de las fronteras. Siendo asunto de gran calado, en ‘Frantz' resulta apenas complementario al que sostiene con tanta brillantez y originalidad la construcción del film, el de la mentira novelesca como soporte de una idea de la felicidad fundada en los estímulos de lo que no es vida real pero nos hace más humanos: la música (Beethoven, Debussy), la poesía (Verlaine, Rilke), la pintura (el museo del Louvre como paraíso de la intimidad).

     Estas supra-realidades artísticas, igualmente introducidas por Ozon en el tronco de la historia original, ofrecen los momentos más sugestivos, en especial el plano final del cuadro de Manet como alegoría de la muerte que resucita e ilumina el rostro de Anna. Es una lástima que Ozon, engolosinado por el hallazgo de la alternancia fotográfica entre color y blanco y negro, no reservara la eclosión cromática para ese desenlace, que le habría dado a esta película emocionante y fascinadora mayor enjundia aún y más significado.

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20 de febrero de 2017
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