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Posesión inmortal

Por 20 de febrero de 2017 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

En 1932, diez años después de instalarse en Hollywood y rodar en esa década no menos de catorce películas mudas y habladas, Ernst Lubitsch hizo por encargo de la Paramount ‘Broken Lullaby’ (conocida en España como ‘Remordimientos’). Fue su único film dramático del sonoro, y no tuvo éxito, pese a contar con actores de renombre y un guión de sus colaboradores de tantas obras maestras, Ernest Vajda y Samson Raphaelson. El sombrío y a ratos convencional melodrama, basado en la pieza teatral de Maurice Rostand ‘El hombre al que maté’, tiene escenas sublimes desde el mismo arranque, un funeral militar sintetizado por las espadas, espuelas y arreos del alto mando presente en la iglesia, hasta -pisando el terreno más propio de la comedia cáustica- la sinfonía de puertas y ventanas que se abren y cierran con descarado entrometimiento en el pequeño pueblo alemán donde sucede la acción o, la más memorable, el encuentro en el cementerio local de las dos madres que han perdido un hijo en la Gran Guerra; patética y cómica, la escena es un plano-secuencia de más de tres minutos a cámara fija en el que las mujeres lloran la pérdida y se consuelan con el recuerdo del pastel de canela que uno de los caídos comía subrepticiamente, enzarzándose ambas, antes de volver a su evocación dolorida, en los secretos caseros de la deliciosa receta culinaria.

 

    Pasados más de ochenta años del estreno y rápido olvido de ‘Remordimientos’, François Ozon, sin conocer de antemano el film de Lubitsch, se sintió atraído por el original escénico de Rostand, escribió el guión de ‘Frantz’ y lo filmó, con una duración que casi dobla la del precedente. Se trata de una de las grandes películas de este prolífico y desigual cineasta francés que nunca, ni en sus fracasos, renuncia a la búsqueda de soluciones distintas para abordar historias en las que el componente mórbido, misterioso, no falta. Por eso el cine de Ozon jamás deja indiferente al espectador. ‘Frantz’ empieza con una toma bucólica en colores, un paisaje florido de la campiña, al que de inmediato sigue un blanco y negro muy saturado de grises para reflejar la vida mortecina de la familia alemana protagonista, el doctor del pueblo, su dulce esposa, la bella prometida del hijo que no volvió del frente, Anna, a la que los Hoffmeister han acogido y tratan filialmente. Frantz es el joven violinista muerto en combate, y el fantasma principal de esta película de posesiones y ausencias, carencias, ficciones, falsificaciones, incertidumbres, mantenidas, con la mano maestra del director, en una permanente línea de intriga y sorpresa. Cambiando el punto de vista del relato respecto a Lubitsch, Ozon introduce como personaje soñado al que no vive, haciéndolo vivir no sólo en la fantasía (la escena del sueño en que toca el violín con la cara ensangrentada por las heridas mortales es de las menos logradas) sino, esencialmente, en la memoria no del todo explícita de los que le amaron. Y en el cómo le amaron, y en el porqué no le olvidan, se desarrolla la ambigua trama y la verdad última, abierta a la duda, de ‘Frantz’, una línea narrativa inexistente en ‘Broken Lullaby’.

    Es un acierto de gran narrador que cuando llevamos sólo la mitad del metraje, la película parezca, sin estarlo, resuelta, tras la confesión de que el francés Adrien, también músico, ha ido al pueblecito alemán a llorar y poner flores en la tumba de Franzt no por ser, como la familia cree, amigo suyo anterior sino, al contrario, siendo el soldado enemigo que le mató. En esos primeros cincuenta minutos, la conjetura de que entre los dos muchachos pudo existir una relación erótica se insinúa con refinada sutileza; el padre del desaparecido, médico experto, lo sospecha de inmediato, en una estupenda escena doméstica de dobles sentidos, la cámara los junta en un plano-contraplano de la foto de Frantz enfrentado al rostro compungido de Adrien en la consulta, y hasta la prometida busca la explicación de ese gran dolor del extranjero, preguntándole si a ambos jóvenes les unía el deseo por una misma mujer. "Ninguna mujer", responde taxativo Adrien ante la lápida funeraria. Y enseguida llega la antedicha confesión, que aclara las razones del peregrinaje sin disipar el fondo subterráneo de esa intensidad de ultratumba.  

      La segunda mitad de ‘Frantz’ cambia de paisaje, de colorido, de tonalidades, dejando atrás el medio rural y centrándose en una búsqueda a la inversa, la de Anna por un huidizo fantasma de carne y hueso, Adrien, que la posee a ella como Frantz poseyó a sus seres queridos supervivientes desde una sepultura que ni siquiera contiene sus restos (otro inteligente añadido del guión de Ozon). En esta parte continúa asimismo la plasmación de un contexto político, las rivalidades franco-alemanas históricas, convertidas en manifestaciones xenófobas de unos contra otros (himnos patrióticos, desprecios al que viene de fuera), que es, con el del pacifismo sobrevenido del doctor Hoffmeister, un hilo añadido a los ya mencionados; el propio director ha subrayado que esa lectura, aceptada por él y en mi opinión muy secundaria, conecta con la actualidad del miedo al inmigrante y la reafirmación de las fronteras. Siendo asunto de gran calado, en ‘Frantz’ resulta apenas complementario al que sostiene con tanta brillantez y originalidad la construcción del film, el de la mentira novelesca como soporte de una idea de la felicidad fundada en los estímulos de lo que no es vida real pero nos hace más humanos: la música (Beethoven, Debussy), la poesía (Verlaine, Rilke), la pintura (el museo del Louvre como paraíso de la intimidad).

     Estas supra-realidades artísticas, igualmente introducidas por Ozon en el tronco de la historia original, ofrecen los momentos más sugestivos, en especial el plano final del cuadro de Manet como alegoría de la muerte que resucita e ilumina el rostro de Anna. Es una lástima que Ozon, engolosinado por el hallazgo de la alternancia fotográfica entre color y blanco y negro, no reservara la eclosión cromática para ese desenlace, que le habría dado a esta película emocionante y fascinadora mayor enjundia aún y más significado.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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