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Escrito por

Vicente Luis Mora

Vicente Luis Mora (Córdoba, España, 1970), es Doctor en Literatura Española Contemporánea y licenciado en Derecho. Ha trabajado como gestor cultural y profesor universitario. Estudioso de las relaciones entre literatura, imagen y tecnología, hasta el momento ha publicado la novela Alba Cromm (Seix Barral, 2010), el libro de relatos Subterráneos (DVD, 2006), y la novela en marcha Circular 07. Las afueras (Berenice, 2007). También ha publicado Quimera 322 (2010), inclasificable proyecto sobre la falsificación literaria desde la teoría y la práctica, a través de 22 seudónimos, que apareció como nº 322 de la revista Quimera. Como poeta, cuenta con los poemarios Texto refundido de la ley del sueño (Córdoba, 1999), Mester de cibervía (Pre-Textos, 2000), Nova (Pre-Textos, 2003), Autobiografía. Novela de terror (Universidad de Sevilla, 2003), Construcción (Pre-Textos, 2005) y Tiempo (Pre-Textos, 2009). Ha publicado los ensayos Singularidades. Ética y poética de la literatura española actual (Bartleby, 2006), Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (Fundación José Manuel Lara, 2006); La luz nueva. Singularidades de la narrativa española actual (Berenice, 2007) y El lectoespectador. Deslizamientos entre narrativa e imagen (Seix Barral, 2012). La parte de narrativa de su tesis doctoral, galardonada con premio extraordinario de Doctorado, aparecerá próximamente en la Universidad de Valladolid en una versión breve y actualizada bajo el título de La literatura egódica. El sujeto narrativo a través del espejo.  Ejerce la crítica literaria y cultural en su blog Diario de Lecturas (I Premio Revista de Letras al Mejor Blog Nacional de Crítica Literaria), y en revistas como Ínsula, Quimera, Clarín o Mercurio. Ha recibido los premios Andalucía Joven de Narrativa, Arcipreste de Hita de Poesía, y el I Premio Málaga de Ensayo por su libro Pasadizos. Espacios simbólicos entre arte y literatura (Páginas de Espuma, 2008).   Copyright de la foto: Racso Morejón

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56. Gafas

En un curso de doctorado, con el profesor Pedro Ruiz Pérez, hemos reconstruido parte de la historia occidental de las ideas a partir de las gafas: el nacimiento del empirismo medieval con la creación por Francis Bacon de los anteojos; el racionalismo more geométrico demonstratae a través del pulidor de lentes Spinoza; el moralismo con los gracianescos "antojos para no ver o para que viesen" del Criticón (I, VII), el catalejo de Saavedra o los "antojos de cuadrillos" de Covarrubias; el conceptismo barroco con los quevedos; la Ilustración, mediante las reflexiones del portugués Teodoro de Almeida sobre la concavidad de los cristales de gafas en su Recreación filosófica (1792); el Romanticismo, con el catalejo a través del que Nathaniel observa algo que le induce a la locura en El hombre de arena de Hoffmann; la alta modernidad, mediante los verres grossissants de la alcoba infantil de Proust o mediante el prisma cristalino con que la madre de "La novia" de Chéjov divide los colores de la vida; la baja modernidad con los impertinentes a las que los surrealistas sometieron a shock, con el fin de evidenciar su "aura perturbadora", o las "verdosas antiparras" tras las cuales se ocultaban los vacuos ojos del Tirano Banderas; el tardomodernismo con la lupa de mariposas de Nabokov; el posmodernismo con las gafas de Guillermo de Baskerville, protagonista de El nombre de la rosa de Eco, que se confiesa uno de los primeros "cuatro ojos" de la historia y amigo de Bacon (o en las gafas borrosas que un personaje de Deconstructing Harry, de Woody Allen, coloca a sus familiares para que vean tan mal como él); el poder de los media para cambiar la visión del mundo y la aparición del simulacro virtual se apreció bien con las gafas 3D; la crisis de la postmodernidad se refleja en el poema de Ben Lerner sobre las gafas tranquilizadoras (1), y la etapa pangeica vendría representada, claro está, por el pavor panóptico de las Google Glasses.

 

[Imagen de María González]

 

(1)

"PERSONAS CON CUALQUIER TIPO DE FOBIA, con temor a las alturas, las muchedumbres, los mercados, con miedo a hablar en público o a la sangre o a los números primos, han logrado sobreponerse al pánico gracias a unas gafas, no con lentes correctivas, sino de plástico irrompible, que no sólo introducen un plano mediador en­tre ellos y el objeto de su miedo, sino también aplican una presión tranquilizadora en el tabique nasal. Al toparse con alguien que es presa del terror, se debe presionar con suavidad esta estructura ósea y de inmediato se apaciguará. En época de lentillas y opera­ciones láser, es lícito suponer que, si alguien sigue usando gafas, es que está en tratamiento."; Ben Lerner, Elegías Doppler; Kriller71, Barcelona, 2015, p. 47.

 

 



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23 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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57. Series y coherencia narrativa. Los dos Abrams.

Es complicado ser un hombre de letras del siglo 21. Si uno desea tener presente la cultura tradicional sin renunciar al entendimiento de cuanto sucede en su tiempo (uno de los desiderátums de cualquier trabajo intelectual), el trabajo es cada vez más ímprobo y extenso. Para resumirlo, diré que el hombre de letras actual debería conocer y ser capaz de analizar el legado de los dos Abrams: Meyer Howard Abrams, el autor entre otros del clásico The Mirror and the Lamp: Romantic Theory and the Critical Tradition (Oxford University Press US, 1971) y J. J. Abrams, el polifacético creador, guionista, productor y director de películas como Súper 8 o Star Trek, asimismo alma mater de la serie Perdidos (2004-2010) y una de las personas que más han hecho por la redimensión de las narrativas transmedia y las historias bajo estructura ARG. Conocer estas últimas tipologías de narrativa de historias, por ejemplo, sería también un irremplazable trabajo del hombre de letras del siglo 21, aunque sea para denostarlas. ][ Pero no pueden cegarnos la espectacularidad y la eficacia del trabajo narrativo de J. J. Abrams, ni la atrayente refulgencia de la pantalla puede hacernos obliterar la importancia de la figura de M. H. Abrams y otros investigadores del altomodernismo literario y filosófico, del que vienen, como espectros culturales, varias sombras que planean sobre el imaginario de la producción audiovisual del presente. De hecho, la investigación de Abrams sobre el Romanticismo sería útil para esclarecer cómo los espíritus neo-romanticistas de H. P. Lovecraft dan furibundos coletazos en el guión de la teleserie True Detective, o cómo el sublime romántico desliza su increíble capacidad de supervivencia en Perdidos, esa serie sobre pervivencias en un entorno natural bello y terrible a la vez, como manda la lógica romántica. En esa estética, escribe Abrams en Natural Supernaturalism: Tradition and Revolution in Romantic Literature (1973), "lo sublime es vasto (...) salvaje, tumultuoso e imponente, está asociado con el dolor y evoca sentimientos ambivalentes de terror y admiración"[1]. ¿Cuántas series televisivas no se construyen hoy sobre presupuestos estéticos semejantes a ésos? Recordemos que José Luis Molinuevo, al examinar la obra de David Lynch (autor de una de las mejores teleseries de toda la historia, Twin Peaks) dentro de un libro sobre romanticismo, explica que "lo sublime como amenaza no es lo extraordinario que rompe con lo cotidiano sino que surge de ahí, está agazapado dentro"[2]. Sólo hay una reubicación de las pulsiones de siempre, disfrazadas de otra cosa. Esto se ve mejor con un ejemplo concreto, True Detective. Pensemos en esos horrendos túneles horadados bajo el suelo de Carcosa, en los que el rey amarillo aguarda al detective Cohle, y ahora recordemos los versos de Wordsworth:

 

"Ni el Caos, ni el más oscuro pozo del inferior Erebo,

no oquedad alguna de vacío más ciego, excavada

con ayuda de sueños, pueden causar temor y pasmo

como el que nos alcanza al mirar

dentro de nuestras Mentes, en la Mente del Hombre"

 

(The Prospectus, 1814, traducción de Carlos Piera).

 

Hasta aquí la parte interesante del tema. Pero vayamos a la otra. El humanismo de fuste de M.H. Abrams tiene otros valores: amén de enseñarnos los subtextos sobre los que la cultura va reescribiendo sus aportaciones, nos recuerda que contar historias, miles de años después del Gilgamesh, tiene unas pautas y requiere de una seriedad constructiva. Esto no quiere decir que las series deban ser serias, y perdón por el calambur, sino que tenemos un legado varias veces milenario de historias contadas que nos fuerza a no ser inocentes como creadores ni ingenuos como espectadores o lectoespectadores. Lo que intento decir es que la palabra "narrativa" ha evolucionado mucho, y de ninguna manera acoge ya sólo a la tradición prosística, como ha aceptado ya hasta el más conservador de los teóricos de la literatura, pero sus evoluciones deberían ser tenidas en cuenta como "arte narrativo" siempre y cuando sean narraciones de verdad, esto es, cuando estén bien construidas, con respeto al arte fabulador, y estén dotadas de coherencia y verosimilitud (o cuando la ruptura de estos elementos tenga un sentido estético y sea deliberada y significativa, como en algunas obras de Beckett). Es difícil hoy día, como explica Terry Eagleton, saber qué sea "literatura" en nuestro tiempo, pero las cosas se aclaran cuando atendemos a las funciones del texto, y una de las funciones que alejan a lo literario con más rapidez es la función de puro entretenimiento. En este sentido, en las últimas semanas he visto dos series que no cumplen las arriba citadas características de solidez estructural: House of Cards y True Detective; razón por la cual podría sostenerse que quizá sean un buen notable espectáculo televisivo, sí, pero no deberíamos aceptar su consideración como narrativas artísticas.]

 

[Advierto que en adelante van a destriparse algunas claves de estas series, de modo que quien quiera verlas sin conocer estos detalles debería dejar de leer ahora. ][ La primera teleserie, House of Cards, me ha interesado y gustado mucho más que True Detective, que es manierista y tramposa, por no entrar en otras cuestiones. Pero mientras que la primera temporada de House of Cards era verosímil para el espectador, incluyendo el crimen final, el homicidio que comete Frank en el primer capítulo de la segunda temporada rompe por completo nuestra credibilidad. ¿Un Vicepresidente de los Estados Unidos asesinando a una periodista con sus propias manos en un lugar público? ¿Hablamos en serio? El lectoespectador siente que lo que Colerigde llamaba su voluntaria suspensión de la incredulidad se ha puesto a prueba hasta unos términos inesperados, extremos, inaceptables. Es posible que siga viendo la serie como puro entretenimiento, pero su experiencia es ya distinta. No puede olvidar esa desafortunada escena y el desafío a lo razonable que implica. Por eso siempre me ha parecido que la serie política perfecta es Boss, por desgracia abortada en su segundo año de emisión. En Boss también hay políticos que matan, pero no lo hacen directamente: hay otras personas que lo hacen por ellos. La elegancia con que tal proceder es explicado en Boss es la misma con la que un escritor como Banville lo introduciría en una de sus novelas. Al reconocer los modos eficaces y elegantes de narración en Boss, podemos considerarla -y lo hago sin reservas- como una narrativa artística; un modo de contar que estéticamente cuenta con mi interés y que leo como muestra de la narrativa destacable de nuestro tiempo, bajo forma de teleserie. Sin embargo, la "ruptura del contrato", que diría Steiner, de House of Cards con la narratividad profunda y exigente me impide considerarla como tal, al menos la segunda temporada. Como crítico literario, aceptar sin más esa quiebra de verosimilitud en el argumento del capítulo 2X01 sería una imperdonable contradicción con los criterios mediante los cuales examino, puntillosamente, la narrativa contemporánea escrita en castellano. Y el peor error que puede cometer un crítico, lo dijo T. S. Eliot y lo recuerdo a menudo (quizá demasiado a menudo, pero es para no olvidarlo), es contradecir sus propios parámetros de gusto. ][ El mismo despropósito de House of Cards 2X01, pero todavía más increíble y decepcionante, tiene lugar en el último episodio de True Detective. Una serie que me ha dado mala espina desde el principio, por su excesivo manierismo visual, su manipuladora metonimia social (sería interesante comparar la visión del sur de los Estados Unidos que aparece en ambas series), su nihilismo mal digerido y refrito como esteticismo y no como pulsión filosófica (algo que Enrique Ocaña y otros expertos consideran como la peor traición posible al nihilismo seriamente entendido), la sobreactuación de los dos protagonistas (coproductores de la serie y, como tales, libres para cometer cualquier desmán interpretativo), pero que en su capítulo final ha derrumbado su credibilidad narrativa por completo, al sustentar la resolución de la trama y el hallazgo del delincuente en una risible conexión entre un hombre dibujado con orejas verdes y la pintura de una casa. Comentando este episodio con el crítico cinematográfico Pablo Muñoz, llegamos a la conclusión de que un error de este calado jamás hubiera sido perdonado en una novela actual, sobre la que hubieran caído, de inmediato, decenas de reseñas señalando esa falla argumental como un impedimento insuperable para su consideración como novela bien acabada y, en consecuencia, como literatura digna del nombre. ] [Fijémonos en lo que decía sobre un episodio de Battlestar Galactica uno de sus creadores: "En un largo podcast autocrítico, Ronald D. Moore se explica largamente a sus fans sobre un episodio (T02E14) del que ‘no está particularmente orgulloso'. Reconoce Moore errores conceptuales, de verosimilitud, de estructura narrativa" (Rosa Álvarez Berciano, "Tensiones de la narrativa serial en el nuevo sistema mediático". Anàlisi. Quaderns de Comunicació y Cultura, 2012, p. 61.]

[Habría que cuestionarse, en consecuencia -y ese es el objeto de este auto-cuestionamiento, de mi puesta en crisis, mi auto-advertencia, mi señal de alarma-, hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar acríticamente los productos de puro espectáculo creados por multinacionales estadounidenses y considerarlos, sin más, como obras de arte. No niego que algunas lo sean; es más, lo defiendo: The Wire, Boss, Twin Peaks, me parecen tan irrenunciables para un ciudadano culto como el cine que están haciendo Terrence Malick, Leos Carax o, a veces, Wong Kar Wai o Lars von Trier. Pero hacer el juego a una producción tramposa y mal acabada como True Detective, que es puro entretenimiento contrachapado con aires de grandeza, y ponerla a la altura de cualquier buena novela me parece un gesto propio de alguna alucinación colectiva sobre la que deberíamos reflexionar. Porque nunca como ayer, viendo la vergonzosa escena de la pintura verde, había tenido la sensación de que estaban intentando darme gato por liebre, o simple espectáculo por "narración artística". Y, como crítico de narrativa y como amante rabioso de los productos audiovisuales hechos con respeto y seriedad, entiendo que mi deber es decirlo, distinguir la realidad de la apariencia y vindicar las narrativas exigentes y bien trabadas, sea cual sea la forma escrita, visual, audiovisual o textovisual en que aparezcan.


[1] M. H. Abrams, El romanticismo: tradición y revolución; Visor Distribuciones, Madrid, 1992, p. 92.

[2] José Luis Molinuevo, Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo; CENDEAC, Murcia, 2009, p. 180.



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12 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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58. El cine roto

Si queremos hacerlo nuevo, por favor, no utilicemos "post" como prefijo. | Decimos normal porque, según Germano Celant, "cortar es pensar". | Aunque hay un parentesco con el cine tradicional, esta postcontinuidad significa que el entendimiento seriado de los acontecimientos deja de ser importante, ayudado y facilitado por las CGI (imágenes generadas por computadora), rastreables, según ha apuntado Shaviro, en algunas películas de gran impacto: Avatar, The Life of Pi, Inception, Gravity. Estos cambios (arrinconamiento de la continuidad y abandono de la cinematografía tradicional en favor de la imagen sintética) suponen un cambio de rumbo artístico que debería requerir otro teórico de las mismas dimensiones. | "I look into the mirror, but it's cracked / And so reflects two, three, or more, that lack / Cohesion", David Berman, "The Broken Mirror". | El profesor y ensayista Steven Shaviro lleva tiempo analizando lo que determina la postcontinuidad en el postcine (a mí tampoco me gustan esos prefijos). A su juicio, asistimos a un nuevo tipo de películas, sobre todo de películas con acción violenta, desde las de Tony Scott a Spring Breakers de Harmory Korine, en las que la continuidad de las escenas se ha alterado por completo. A juicio de Shaviro, en una escena de acción de Peckinpah había una meticulosa planificación previa con el fin de alternar debidamente los planos, colocando a los actores en un lugar determinado y moviéndolos siguiendo un trazado fijo. En cambio, en las secuencias actuales de películas como Drive o Transformers los planos se suceden de forma caótica, sin que las relaciones entre ellos sean fluidas ni siempre comprensibles. | Se pregunta Pere Gimferrer: "el cine (...) ¿Siempre debe ser una narración de los hechos, con una sucesión cronológica determinada, y siempre ha de ser narración en general?" (Itinerario de un escritor). | Shaviro parte de la "intensificación" estudiada por Bordell en 2002, por la cual el cine había acelerado a partir de los años 70 el ritmo de las tomas para crear énfasis; a juicio de Shaviro, el ritmo demencial de algunas películas actuales, que pueden tener 30 planos distintos en 40 segundos, ya no busca el énfasis sino el extrañamiento, generando una estética "delirante" que él ve llevada al clímax en Spring Breakers. | "El montaje es, para los capacitados, el medio composicional más poderoso para relatar una historia"; Sergei Eisenstein, Teoría y técnica cinematográficas. | No menos oníricas y extrañas, desde un punto de vista radicalmente distinto, serían películas en tiempo real pero en espacios imposibles de unir sin lo digital, como algunas de Gaspar Noé. | En primer lugar, cabe preguntarse si estamos ante una estética en oposición frontal a la del cine tradicional apuntada por Benjamin: "En el cine (...) la comprensión de cada imagen aparece prescrita por la serie de todas las imágenes precedentes"; Walter Benjamin, "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica". | Esto que van a leer será un poco deslavazado y caótico, pero si está bien hecho debería entenderse al final.



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4 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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59. El malvado Ego

En 1961, el escritor polaco Stanislaw Lem publicó Solaris, una de las mejores novelas del siglo XX. En ella, se describe el planeta homónimo, un océano inmenso capaz de pensar y alterar estados de la conciencia, hermoso, perfeccionista, preparado para analizar a sus observadores -hay una constante reflexión sobre el método científico a lo largo de toda la novela-, y de generar unas formas llamadas mimoides con las que reduplica realidades ajenas, las humanas entre ellas, para reproducir lo que sucede en las originales y entenderlas. La complejidad metafísica y psicológica de esta novela atrajo rápidamente el interés del cine, y se han hecho hasta tres adaptaciones de la obra: la de Nikolai Niremburg en 1968, la maravilla homónima de Andréi Tartokvski en 1972, y una protocolaria y feble revisión de Steven Soderbergh en 2002. / Cinco años después de la publicación de Solaris, la casa Marvel hace aparecer en el número 132 de Thor un nuevo supervillano llamado Ego, también conocido como The Living Planet. Como no soy experto en cómics, ignoro si es una consecuencia directa de la obra de Lem, pero podría perfectamente serlo. Ego es un planeta cruel y sediento de poder, que a lo largo de sus numerosas apariciones en diferentes historietas de superhéroes, intenta adueñarse del Universo y destruir la Tierra.

 

 https://marvel.com/universe3zx/index.php?title=File:Ego.jpg&filetimestamp=20060727075011

 

Es un planeta sabio, capaz también de la reflexión y la recreación de sí mismo en el exterior, y de hecho una de sus mutaciones más interesantes se llama Ego-Prime. Ego-Prime nace cuando la aventurera extraterrestre Tana Nile toma un pedazo de Ego para fertilizar con él planetas muertos; su propósito se ve interrumpido cuando el resto material del planeta viviente se apodera de la conciencia de Nile y nace Ego-Prime, una especie de mini-yo malvado del súper-malvado Ego. El planeta viviente y sus proto-formas son combatidas y derrotadas por Galactus y el resto de héroes, aunque siempre suele sobrevivir y reencarnarse en alguna forma, como las emanaciones corpusculares de Solaris.

 

 https://31.media.tumblr.com/1bc0225096ee96ba6c3469dad0c0542c/tumblr_n0x73q1AYL1rur0aro3_1280.jpg

Vivimos en los tiempos de los selfies y el yo autoreflexivo. Haciendo una leve trasposición, en la literatura también nos encontramos con que el Ego puede ser un archivillano, una poderosa fuerza del mal, que acaba asolando mundos (narrativos) debido a la falta de control del egocentrismo soberbio. Cuando Charles Xavier, el personaje telépata de los X-men, mira al interior del planeta Ego, "looked into the mind of Ego and found madness, which immediately told him that Ego could not be reasoned with" (wiki de Marvel). Irrazonable es también el yo que intenta apoderarse de los libros y hace pasar las novelas del lado claro de la autobiografía disfrazada al lado oscuro de la fuerza, a la región tenebrosa de la literatura egódica más rechazable, dirigida por un personaje que no es más que un pequeño Ego-Prime del autor. Quién nos defenderá de las autoficciones desatadas, aquellas carentes de autocrítica y volcadas al autobombo; qué superhéroe vendrá a protegernos de Ego, el planeta cruel, compuesto de la misma materia de nuestras pesadillas.

 

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[Imágenes tomadas de Marvel Universe Wiki, https://marvel.com/universe/Ego, y del blog http://jthenr-comics-vault.tumblr.com/]



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28 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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60. Nostalgia

Hace poco escribía Gonzalo Torné que "un rasgo distintivo de mi generación es su hipersensibilidad nostálgica: ahí están las sesiones vintage en cines, la enumeración sentimental de las marcas o el éxito de Yo fui a EGB, cuyo lema es extraordinariamente certero: ‘no somos nostálgicos, más que nada  porque no hay nostalgias como las de antes'. El fenómeno es apabullante"[1]. En efecto, y recordando títulos junto a Álvaro Colomer, con quien he comentado este tema alguna vez, han publicado novelas o libros de cuentos orgánicos sobre sus años infantiles o juveniles en los setenta y ochenta Ismael Grasa (La tercera guerra mundial), Carlos Peramo (Me refiero a los Játac), Lolita Bosch (La familia de mi padre), Javier Cercas (Las leyes de la frontera), David Castillo (El Mar de la Tranquil.litat), Javier Pérez Andújar (Los príncipes valientes), Eloy Tizón (Labia), Andrés Neuman (Una vez Argentina), Julián Rodríguez (Unas vacaciones baratas en la memoria de los demás, Cultivos), Daniel Gascón (La vida cotidiana, Entresuelo), Aloma Rodríguez (Sólo si te mueves), Pablo Gutiérrez (Rosas, restos de alas y Nada es crucial), David Torres (Niños de tiza), Juan Bonilla (Una manada de ñus), Llucía Ramis (Todo lo que una tarde murió con las bicicletas), Blanca Riestra (Pregúntale al bosque), Miguel Serrano Larraz (Autopsia) y Alejandro Zambra, entre muchos otros. / Zambra ha vertebrado un libro ágil y profundo a la vez, construido bajo la poética habitual de los libros que bucean en el recuerdo: "Martín se lanza en un monólogo sobre el pasado en que entremezcla pinceladas de verdad con algunas mentiras obligatorias" (Mis documentos, 2014). En la novela que comentábamos aquí la semana pasada, No soy Stiller (1954), exponía Max Frisch que "Uno puede contar cualquier cosa, menos su verdadera vida". Alguno de los relatos del libro de Zambra, como "El hombre más chileno del mundo" son piezas excelentes disfrazadas de normales pero que, como a la camarera italiana del relato, basta con mirarlas dos veces para descubrir su auténtica y perfecta belleza. Además, otro factor interesante en el libro es que la perspectiva sobre el pasado no es melancólica ni endulzada; muy al contrario, es crítica y los personajes masculinos -que podrían ser, en algún caso, trasunto o recreación del propio Zambra- están dibujados sin complacencia con sus contradicciones, problemas y errores. / "Quizá", anotaba hace años el poeta Eduardo García, "el rastro mítico más más patente en la literatura de nuestros días reside en la nostalgia por los orígenes no ya de la cultura, sino del individuo: la infancia, la adolescencia, el descubrimiento del amor"[2]. Y citaba a Baudelaire: "el talento poético es la infancia recuperada a voluntad". / Hasta aquí todo bien, siempre que no se caiga en el escapismo sentimentalista. La otra cara de la moneda la expone Darwix: "La nostalgia miente y no se cansa de mentir, porque se cree sus mentiras. Mentir es la profesión de la nostalgia. La nostalgia es un poeta malogrado que reescribe un mismo poema cientos de veces"[3]. / Lo seguiremos leyendo.

 

[Poema de la imagen perteneciente a Juan de Dios García, Ártico, 2014]


[1] G. Torné, "Melancolía instantánea", El Cultural de El Mundo, 14/02/2014, p. 49.

[2] Eduardo García, "Rescatar el sentido", Una poética del límite; Pre-Textos, Valencia, 2005, p 34.

[3] Mahmud Darwix, En presencia de la ausencia; Pre-Textos, Valencia, 2011, p. 134; traducción de Luz Gómez García.



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21 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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61. Ser (o no ser) Stiller

Un hombre es detenido en la frontera suiza con un pasaporte estadounidense falso. Al ser detenido, se le acusa de ser Anatol Stiller, un escultor desaparecido seis años atrás, y supuestamente involucrado en un caso de espionaje. Ese es el punto de partida de Stiller (1954), fastuosa novela de Max Frisch, traducida en España como No soy Stiller en 1990. La historia está contada por su protagonista, que escribe desde su celda varios cuadernos, en los que consiste la narración. El procedimiento no es nuevo pero quizá sí lo es el tour de force con el que Frisch acomete la identidad de su personaje, que en todo momento sostiene que él no es Stiller, a pesar de que Julika, la mujer de Stiller, lo reconoce como tal, así como sus amigos y próximos. / "Bastaría con decir una serie de mentiras, una sola palabra, lo que llaman confesión, y estoy ‘libre', lo que en mi caso significa condenado a representar un papel que no tiene nada que ver conmigo. Y, por otro lado, ¿cómo puede uno demostrar quién es en realidad? Yo no soy capaz de hacerlo. Yo mismo no sé quién soy. He aquí la espantosa experiencia de mi cárcel preventiva: no tengo lenguaje para expresar mi realidad"[1]. Eso escribe Stiller. Pero "quejarse de que uno nunca consigue salir del lenguaje sería como protestar porque uno no puede nunca salir de su propio cuerpo", escribe recientemente Terry Eagleton[2]. La obra de Frisch es capital porque revela el poder de la ficción -y, al mismo y fatal tiempo, sus límites- para expresar la realidad y la identidad, aunque sean las propias. / Uno de los momentos memorables acontece cuando el narrador infiere que aceptar ser Stiller podría ser una forma de aceptar su derrota existencial: "Sólo porque sé que no lo he sido nunca, lo puedo aceptar, o sea, lo acepto como el fracaso de mi vida. En realidad, uno tendría que ser capaz de ir sorteando esta confusión sin rebelarse, es decir, interpretando un papel sin confundirse con él, pero para ello tendría que tener yo un punto de apoyo..." (p. 281). A pesar de que todos tenemos un papel que representar, pues eso es lo que el yo es (así lo han visto Warren Susman y Erving Goffman, entre otros), Stiller acepta la posibilidad de tomar un papel terrible para compensar los terribles daños realizados. Es decir, y de un modo diferente pero similar al de sus novelas Digamos que me llamo Gantembein y Barba azul, alguien acepta pasar por alguien que es y no es, y además, en el caso de Barba azul, Schab acaba aceptando la culpabilidad en un crimen del que no es responsable y cuyo autor ya está detenido. Pero se siente liberado al hacerlo, como Stiller jugando a aceptar que es Stiller. "Quizá", apunta, "no soy nadie".


[1] Max Frisch, No soy Stiller (1954); Seix Barral, Barcelona, 1990, p. 96.

[2] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 176.



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15 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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62. Burbujas

 

 

La pieza de Balász Kicsiny Pump Room (http://highlike.org/balazs-kicsiny) representa  varios elementos que aludirían, en principio, a la idea de desconexión: gruesos guantes, botas de goma seguramente resistentes al agua, y figuras con todo el cuerpo tapado, cubierto, sin una sola célula en contacto con el aire. Los cascos de escafandra mantienen a las cabezas en su mundo aparte, donde parecen estar dedicadas únicamente a consumir una bebida, quizá café, o quizá alguna soda (o soma) de marca. Pero bien mirada, la pieza puede ser, gracias al cable que sujeta a todo buzo, una metáfora de lo contrario, de la ansiedad de conexión, puesto que el cable (¿de fibra óptica?) mantiene iluminado al falso buzo, ignorante de sus compañeros, ajeno a la realidad, pero que es feliz mientras contempla, como único panorama posible, el objeto que está consumiendo.

 

Segunda burbuja: "Yo no estoy preso. Sois vosotros los que estáis encerrados conmigo", creo recordar que decía Roschach, el fúnebre pero inolvidable personaje de Watchmen. Con su demencial y terrorífica frase, llena de potencia subversiva, el vigilante psicópata le daba por completo la vuelta a la realidad, alterando ciento ochenta grados la lectura de la cárcel como lugar de poder. Una visión que habría dejado caviloso y fantaseador a Foucault, si hubiera vivido dos años más y hubiese podido llegar a leer el cómic de Moore, Gibbons y Higgins. El otro día sentí una sensación similar viendo en televisión a los dos componentes de Daft Punk levantarse para recoger sus premios Grammy. Cubiertas las cabezas por sus famosos cascos reflectantes, que parecen barrocas joyas King Size, se alzaban entre un millar de personas que habían gastado todo lo posible para ser vistas, mientras que ellos habían diseñado esos cascos con el preciso fin de no ser vistos en absoluto. Obsesionados desde el principio de su carrera en hacer música de éxito sin tener que sufrir el acoso de los fans en la calle, Guy-Manuel de Homem-Christo y Thomas Bangalter evitan, a toda instancia, el reconocimiento. "Podrían haber enviado a sus primos a recoger el premio, y nadie lo sabría", dijo la persona que veía conmigo el reportaje. Es posible; podemos imaginarlos en una habitación de hotel de Rodeo Drive, viendo confortablemente la ceremonia, sonriendo al verse recogiendo, en manos de otros, los premios. Telequinesis. Pero eso da igual. Fue otra imagen, dentro de esa imagen, la que se me quedó grabada; uno de los cascos, el más redondeado, es tan pulido y brillante que hace las veces de espejo. En ese plástico vítreo se reflejaban los rostros sonrientes de las personas que rodeaban a los dos músicos, esas celebridades que hacen de la exterioridad su seña existencial, mientras que ellos lo hacen de la interioridad; ese casco redondeado estaba diciéndole a todos los presentes y a todos los espectadores: aquí dentro es donde está la libertad, sois vosotros quienes estáis encerrados fuera, vuestra visibilidad extrema es vuestra prisión. Nosotros, como la literatura oral, estamos libres de cualquier forma de imagen, somos sonido en estado puro.

 

La tercera y última burbuja es más antigua, por más que sea en los últimos años cuando estamos llegando a su clímax, a su punto álgido. Es la burbuja comunicativa. Descrita tempranamente por Lipovetsky, estudiada por Sloterkijk en el primer tomo de sus Esferas, su metáfora visual podría estar en el telefilme The Boy in the Plastic Bubble (1976), dirigido por Randal Kleiser y con John Travolta de protagonista. A quienes éramos niños cuando la emitieron en TV nos producía una extraña sensación de angustia y de envidia, mitad por el régimen de excepción, mitad por la falta de ambiente respirable. La película, sin imaginarlo, tenía dos componentes que mucho después se pondrían de moda: los sistemas de inmunodeficiencia y la exposición transparente de la vida privada. Aquí podemos tender un puente inverso con la Pump Room de Kicsiny: el niño del filme no podía tener más contacto con la realidad que el cable (la tele por cable). Más tarde le crean una especie de traje espacial para que pueda salir de casa, lo que nos acerca a Daft Punk pero en sentido contrario, puesto que el rostro es lo único que podía verse del personaje, mientras que en el grupo francés es el rostro lo negado, lo preterido. La imagen del burbujeante Travolta ha sido utilizada como símil de la distancia que la tecnología impone entre nosotros y la vida, a través de las formas de visión distante, la tele-visión. Autores como Michel Heim, Steven Shaviro o Slavoj Zizek han coincidido en que la mónada leibnizniana es una metáfora aplicable a esta situación de burbuja, ya que presenta un modelo extrapolable a un individuo que está al mismo tiempo conectado y aislado. En su reciente ensayo Mierda y catástrofe, Fernando Castro Flórez utiliza la imagen de otra burbuja, la de cemento armado: "podemos pensar que la conexión (permanente) a la tele es una de las manifestaciones de la bunkerización que es, propiamente, un estar cómodo propio del nomadismo sedentario contemporáneo, cuando se cumple la consigna de sustituir la realidad por la virtualidad"[1]. También aquí se produce una de esas inversiones especulares que estamos desarrollando a lo largo de este texto ilustrado, esas situaciones de inversión de poder donde se alternan los papeles tradicionales de preso y carcelero: cita Castro al filósofo Félix Duque en tal sentido: "Si el Estado moderno internalizaba lo anómalo en cárceles, hospitales y manicomios, ahora la reclusión es buscada por el propio individuo, que convierte su casa en bunker protector y aislado, a la vez que paradójicamente se conecta ubicuitariamente mediante la televisión y la informática"[2]. Y hay en todo momento un choque de visión, un momento en que la transparencia se topa con la opacidad inherente a todo poder que se pretende tal. Es el límite metafísico del muro, del objeto interpuesto para que no se pueda ver más allá: el muro azul del fin del mundo de The Truman Show, el vaso de café o de cola que ingieren los buzos de Kicsiny, el casco reflectante de Daft Punk, el muro de la imagen espectacular como objeto que no deja ver más allá de sí misma en cuanto imagen. Así lo explica Frank Harmann en Medienphilosophie (2000): "El hombre medial del presente vive en la inmediatez del aquí y del ahora, pero no se preocupa por la posible ventaja de ser consciente de ese estado de inmediatez, porque este es el resultado de una ceguera previa a la praxis medial"[3]. En la mediación telemática, lo único inmediato es la imagen misma; cuando no vemos más que una imagen del mundo estamos perdiendo al mundo; algo que no sucede cuando vemos una pantalla pero sí en las modalidades de visión inmersiva (Realidad Virtual, etc.), en que lo medial nos engloba como la escafandra al submarinista.

 

La literatura reciente ha sido sensible a esta percepción membranosa. La distopía sería Cero absoluto (2005), de Javier Fernández, donde los ciudadanos llevan un casco de RV puesto todo el tiempo. La novela realista -dentro de un orden posmoderno- sería Cut & Roll de Óscar Gual: "Subes sin moverte, cruzándote con los que bajan y sin mirarlos a los ojos. Los oídos sellados con el iPod y paseándome por entre las multitudes, pero una invisible membrana me impide impregnarme del ambiente. Es como estar dentro del papamóvil. Y con mi propia banda sonora"[4]. El poemario, de Diego Doncel: "La televisión continúa emitiendo porno. / Las autopistas se extienden detrás de las burbujas"[5]. Y la descripción fenomenológica, de Germán Sierra: "Burbujas (...) que hasta hace poco formaban parte del Estado Líquido General y de repente se individualizaron, adoptaron la perfecta forma de la esfera y no volverán a reunirse hasta haber estallado en la superficie, hasta entrar a formar parte del Ideal Estado Gaseoso"[6]. Y también se ha visto en otras literaturas, como la brasileña:

 

"Encerrados en sus casas o departamentos de los grandes centros urbanos, cercados por toda la parafernalia de objetos y bienes culturales que la modernización produjo en estas últimas décadas para una minoría, los sujetos anónimos de estas narrativas (sean los de Sérgio Sant'Anna o, en otro tono, los de C. F. Abreu, usados aquí como ejemplos de ‘nuestros pintores de la vida moderna'), pueden complacerse en mirarse sólo a sí mismos y olvidarse del mundo que ruge allá afuera (...) Encerrados en sí mismos, los narradores de hoy abominan de cualquier shock que pueda estimularlos para romper la burbuja protectora"[7].

 

Pero la cuestión es más peliaguda, porque los espacios donde viven estos personajes también están construidos como una burbuja, según Rem Koolhaas: El ‘espacio basura' está sellado, se mantiene unido no por la estructura, sino por la piel, como una burbuja"[8]. El aire acondicionado, las ventanas dobles, el sellado de espacios, nos aísla del ruido pero también del entorno, como es lógico. Pasamos de unos compartimentos estancos estáticos, las casas, a otros dinámicos, los coches, y en ambos mantenemos la continuidad artificial del aire acondicionado y la conexión perpetua a las redes telefónicas y telemáticas. Podemos pasar un día entero sin respirar el aire de la calle pero, seguramente, ya no podríamos dejar de conectarnos en algún momento. Somos buzos por elección, transparentes por destino. "Cada uno de nosotros convertido en una pequeña burbuja vulnerable, desconectada del resto, en una flor hipernitrogenada que apesta en su estrecho invernadero"[9]. Las vainas o casquetes individuales donde sueñan los habitantes de Matrix, quienes creen tener una vida real pero alimentan a una máquina a la que se conectan mediante cables, son las burbujas con las que cerramos.

 


[1] F. Castro Flórez, Mierda y catástrofe; Fórcola Ediciones, Madrid, 2014, p. 83.

[2] F. Duque, el mundo por de dentro. Ontotecnología de la vida cotidiana; Ediciones del Serbal, Barcelona, 1995, p. 125.

[3] Citado en José Manuel Fernández Sánchez, "El giro medial como transformación de los medios (desarrollo paradigmático y deriva epocal en la praxis humana", en Faustino Oncina y Elena Cantarino (eds.), Giros narrativos e historias del saber; Plaza & Valdés Editores, Madrid, 2013, (pp. 110-134), p. 130.

[4] Óscar Gual, Cut and roll; DVD Ediciones, Barcelona, 2008, p. 196.

[5] Diego Doncel, Porno Ficción; DVD Ediciones, Barcelona, 2011, pp. 65-67.

[6] G. Sierra, Intente usar otras palabras; Mondadori, Barcelona, 2009, p. 278.

[7] Tania Pellegrini, La imagen y la letra. Aspectos de la ficción brasileña contemporánea; Fondo de Cultura Económica, México D.F. 2004, p. 79.

[8] Rem Koolhaas, Espacio basura; Gustavo Gili, Barcelona, 2007, pp. 8-9.

[9] Moreno, Javier. 2020. Madrid: Lengua de Trapo, 2013, p. 181.



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27 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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63. El satélite de Ziyi

Si teclean "Zhang Ziyi" en un buscador de imágenes, verán a una mujer excepcionalmente hermosa. Por desgracia, en la mayoría de fotos rastreables de esta excelente actriz china el fotógrafo ha cometido un terrible atentado borrando con Photoshop una pequeña mácula, una mancha oscura, que Ziyi tiene junto al iris de su ojo derecho. Pensando que se trata de algún defecto de la instantánea o un inoportuno píxel de más, esos genios del mal han borrado uno de los más fascinantes detalles de hermosura equívoca que pueden contemplarse. El pequeño lunar o coágulo de Zhang es como un diminuto satélite oscuro que besa al planeta de su mirada, y que cautiva al espectador en los primeros planos que la generosa cámara de Wong Kar Wai le prodiga en The Grandmaster. Zhang, que puede y sabe ser gélida cuando la escena lo requiere, sólo necesita tornar un poco sus ojos para que un fuego devastador salga de ellos. El blanco hexágono perfecto en que Wai convierte su rostro, dividida la frente por la raya central de su pelo negro, intensifica el poder de su mirada. El espectador queda totalmente hipnotizado por el ojo derecho de Ziyi, clavando los suyos en ese pequeño isótopo donde parece concentrarse algo tan esencial como inexpresable. / La belleza que más me interesa, hablo ahora de la belleza artística, también es así: tiene algo imperfecto, equívoco, que lejos de afear contribuye a hacer singular y diferente la exactitud que le rodea, volviéndola humana, querible, reconocible, única. La mota de Zhang la corporeiza, vuelve carnal su inhumana belleza y la devuelve a lo terráqueo, a lo material. "El materialismo significa", según Slavoj Zizek, "que la realidad que veo nunca es total, no porque una parte importante me eluda, sino porque contiene una mancha, un punto ciego, que señala mi inclusión en ella". Aunque el punto ciego de Zhang está, como sabemos, al fondo de su retina, su pequeño satélite parece una reduplicación de esa zona donde el globo ocular deja de percibir para poder ver; y esa insólita repetición a negra escala es el punto exacto donde quiere ser incluido el espectador. Es el punctum de Roland Barthes, "es ese azar (...) que surge de la escena como una flecha que viene a clavarse". El punctum "puede llenar toda la foto", según el pensador francés, y en realidad uno puede disfrutar The Grandmaster como película, y está bien, o puede ir al cine para pasar un rato inolvidable gozando de esa luna oscura de Zhang, dotada de la perfecta belleza de todo lo inexacto. / Edgar Allan Poe hablaba de "una naturaleza desterrada en lo imperfecto, que quisiera poseer inmediatamente, en esta tierra misma" y  Gonzalo Torné, en Hilos de sangre, completaba diciendo que "toda la tierra que alcanzamos a ver está manchada de nuestro mundo". La belleza artística, al menos la que más me interesa, es una tierra manchada de la mácula de Zhang Ziyi, diosa del error, naturaleza desterrada en la arena de lo imperfecto.

 

[Si desea ver la foto ampliada, vaya a http://wallarena.com/wp-content/uploads/2013/09/Zhang-Ziyi-Looking-At-Camera-Sad-Face-Closeup.jpg]



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22 de enero de 2014

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64. Biblioclastias más vigentes que nunca

Hace la friolera de diecisiete años Fernando Rodríguez de la Flor, o R. de la Flor, como a él prefiere, publicó un ensayo de culto titulado Biblioclasmo. Por una práctica crítica de la lecto-escritura (Junta de Castilla y León, 1997), que ha circulado desde entonces entre una larga secta de amantes del libro, como referente de una mirada entre fílica y fóbica sobre la circulación de la palabra escrita y la "quiebra simbólica de un modo hegemónico de cultura" (p. 160), el libresco. La relectura serena y diletante que he realizado, muchos años después del primer acercamiento, redescubre los valores premonitorios de este libro que contiene ideas que anticipaban, hace casi dos décadas, decadencias actuales (la teoríafobia, el olvido de la poesía, los poetas-catedráticos en listas) y problemas que tiene el sector del libro en España en estos momentos. / FRF apunta a la sobreproducción editorial como uno de los males fundamentales en las postrimerías del pasado siglo, por varios motivos: incrementaba la angustia de lectura en aquellas instancias para las cuales la lectura "de todo" lo publicado era norma impuesta para la consideración institucional (vgr., la universidad); y contribuía a la saturación del mercado y a la confusión de los lectores, laberinto que, a la postre, repercutía en una mixtión mucho más peligrosa: la de hacer indiscernible lo bueno y lo malo, confundidos ambos en un ingobernable maremágnum. Donde todo puede encontrarse, nada puede encontrarse (queja que luego muchos han extendido a Internet, por ejemplo); donde las multitudes de libros publicados tapan la entrada de la librería no puede encontrar refugio un lector que persigue el saber, literalmente sepultado entre decenas de miles de ejemplares. "Por mucho que las novedades afloren al mercado", anudaba FRF, "con pretensiones de eternidad y de competencia con los productos de los años dorados, en que todo estaba por editar y todo fue editándose, la realidad es que el tiempo actual se traga inexorable a los que en este hoy sitúan sus producciones" (p. 42). Lo inasible genera repulsión. No había forma de digerir: "la descompensación entre los libros que se ofrecen y el número de personas dispuesto a leerlos o al menos a comprarlos, se incrementa a pasos acelerados" (p. 57). / La consecuencia fatal era -y sigue siendo- la imposibilidad de diferenciar lo valioso de lo sobrante, llegándose a un terrible escepticismo sobre el futuro de las humanidades. Un futuro, el de entonces, que esnuestropresente. / La sobreimpresión tajó la posibilidad simbólica de un afuera de la imprenta (p. 51). / Quienes ahora dicen que la marea informativa de Internet impide distinguir la calidad y encontrar lo precioso entre el oleaje de desperdicios, ignoran que ese problema ya existía hace veinte años, cuando nadie podía asimilar el volumen anual, mensual, diario (164 novedades al día) de publicaciones. La desmemoria es otro de los males del tiempo. / "La prueba de la prescindibilidad de ciertas lecturas", termina, "sería esta misma lectura que usted, lector (...) aquí y ahora realiza". Pues eso.


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13 de enero de 2014

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65. Los libros sin libro

Uno de los motivos, entre los muchos posibles, por los que uno puede y debe leer el fantástico ensayo de Fernando Báez, Los primeros libros de la humanidad. El libro antes de la imprenta y el libro electrónico (Fórcola Ediciones, 2013) es para tener la constatación de que la lectura no ha dependido siempre del volumen impreso en papel. En realidad, la del libro tal y como lo conocemos es una sus etapas vitales más breves, y a pesar de su juventud se halla a las puertas de una revolución (la digital) cuyas consecuencias, no todas buenas ni todas malas, estamos lejos de poder valorar con la debida objetividad y a la precisa distancia. / El erudito trabajo de Báez parte de las primeras formas de escritura hasta llegar justo a la imprenta, en un exhaustivo recorrido que acopia arqueología, rastreo bibliográfico, entrevistas con expertos y desplazamientos a algunos de los lugares donde se fundó la civilización escrita. Gracias a este periplo llegamos a saber que el papel no siempre fue bien visto, e incluso fue en China una publicación de segunda: "El escrita Ts'ui Yüan le decía a un amigo con melancolía: ‘Te envié los trabajos del pensador Hsü en diez rollos -fue imposible conseguir una copia en seda, estoy obligado a enviarte una en papel" (p. 181). / Esto me ha traído a la memoria una cita de otro libro excelente, El desorden digital. Guía para historiadores y humanistas (Siglo XXI, 2013), del historiador Anaclet Pons, que procura un razonable término medio en la investigación sobre humanidades digitales y el legado del pasado (allí donde se asienta Fernando Báez en su ensayo). En su libro hace Pons un estudio riguroso sobre el tema de los cambios en el libro, y recuerda una interesante opinión de Michel Melot: "Al discutir de la muerte del libro con historiadores japoneses, tuvo la sorpresa de verlos sonreír, y, cuando les pregunté si este miedo también se manifestaba entre ellos, me contestaron que esa era una curiosidad occidental. El libro, para ellos, no tenía ningún carácter obligatorio, y si algún día acabara por desaparecer, eso sería porque se habría descubierto algo mejor. La ausencia de referencia sagrada al Libro explicaba según ellos la diferencia entre Oriente y Occidente. Muy por el contrario, el libro, en su forma más extendida de códice, era considerado por ellos como un producto de importación, poco adaptado a su cultura, una forma de pensamiento que tenían que sufrir" (El desorden digital, p. 67). / Aunque desde Edward Said es complicado utilizar palabras como oriente y occidente sin que algún académico te salte al cuello, parece que alguna diferencia cultural sigue existiendo, en un terreno nada baladí para la formación del conocimiento como es la forma de transmisión del mismo. ¿Sería interesante plantearse si el libro en papel fue en su momento una forma de dominio comercial e intelectual, como ahora parecen serlo los bytes o lo fueron las primeras formas crediticias en el Mediterráneo del siglo XV? Supongo que ya habrá estudios al respecto, que desconozco, pero desde luego hubo literatura sin libros durante milenios. / "El libro cambia la historia que lo cambia" (p. 14), dice Báez en términos similares a los de MacLuhan, y contribuye al enriquecimiento de la Historia. De hecho, sin antiguos volúmenes en papel conservados durante siglos seguramente hoy no sabríamos muchas cosas que las que cuenta Báez acerca de aquellos tiempos sin libro impreso. La Historia de la humanidad se construye de varias capas, unas habladas, escritas otras y otras publicadas. Libros como este nos lo recuerdan, de forma amena a la vez que necesaria.



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30 de diciembre de 2013
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