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Escrito por

Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

Foto de Bernat Reher
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Salir de la escoria cuando todavía se está a tiempo

El costumbrismo en los artefactos artísticos y culturales siempre es arriesgado. A veces consigue una celebración de lo cotidiano, haciendo extraordinario lo más simple. Pero también puede suceder que se rescate de lo ordinario la anécdota que no alcanza ningún significado ni eco. No siempre es gratificante ver convertidos en parábola los sucesos con los que toca lidiar diariamente. La burocracia y los intereses creados que rodean la política de una ciudad en la vida real pueden asquear a cualquiera. Sin embargo, la dramaturga Lluïsa Cunillé (Badalona, 1961), para su creación más reciente, Al contrari! –el texto lo ha publicado la editorial Arola Editors–, ha escogido como protagonistas a la directora de un teatro municipal y a su hermana, la alcaldesa. No es ninguna sorpresa que esta autora configure una atmósfera inquietante y confusa. Incluso legendaria. Es uno de los nombres más destacados de la dramaturgia catalana y española. Formada inicialmente en los talleres de Sanchis Sinisterra, ha sido reconocida con, entre otros, el Premio Ciudad de Barcelona, el Max, el Nacional de Teatro de la Generalitat de Catalunya y el Nacional de Literatura Dramática del Ministerio de Cultura. También es muy prolífica. A finales de 2023, el teatro barcelonés La Gleva acogió la representación del igualmente desconcertante El gos, dirigido por Albert Arribas.

En el montaje teatral de Al contrari!, estrenado en la sala Atrium de Barcelona el pasado mes de enero, dirigido asimismo por Arribas y genialmente interpretado por Antònia Jaume y Berta Giraut, se ha exagerado el vestuario en un espacio escénico mínimo –inteligentemente simbólico– y el histrionismo de los personajes, que adoptan diferentes acentos para llevarnos a cualquier lugar del país o del planeta. Si en el texto la realidad más próxima deviene misteriosa, en la puesta en escena es mucho más grotesca que onírica.

La decadencia del teatro municipal es la decadencia de su directora, que ha sido incapaz de conservar la que probablemente era su última oportunidad –enturbiada por el nepotismo– de hacer algo meritorio en la vida. Evocando el lugar común beckettiano, nadie puede decir que su estrepitoso fracaso no sea el mejor de los aciertos. Con la directora se constata que casi siempre es imposible mantener un ideal aunque la lógica del deseo y la reivindicación de la belleza se conjuren en aras de lo verdadero. Una de las preguntas con diferentes niveles de lectura es si la población de verdad quiere saber la verdad.

El fracaso de la directora es el de haberse entregado a esa verdad que es la vocación. Por eso advierte a la joven que llega a visitarla –pero que también podría suplantarla– que, si se atiende al propio talento, entonces no queda más remedio que doblegarse al destino que éste impone, cargado de sacrificios; si se opta por ignorarlo, siempre es posible dejarse arrastrar por el primero que pase, despreocupadamente. Contra el fatalismo de morir bajo las ruinas de un teatro que parece no importarle a nadie, otro personaje, el ex-marido de la directora, le aconseja que salga de la escoria mientras esté a tiempo.

No parece tan fácil deshacerse de la basura, sea ésta la gestión de unas ruinas, la política municipal o la insatisfacción de una carrera profesional o artística truncada. Cunillé nos muestra personajes decididos a llegar a su destino aun a sabiendas del silencio y la oscuridad que les esperan. La vida verdadera está en el movimiento continuo, en los actos que se suceden hasta llegar a alguna escena en que parece que todo lo acontecido encaja. Hasta el punto de arrancar la risa, el llanto y/o el aplauso.

El teatro es una buena arma de defensa para manipular a los gnomos que de pronto aparecen en la mente y en el corazón. Lo dice el propio Henrik Ibsen, quien hace acto de presencia en la obra de Cunillé. No le parece una buena idea que le dediquen estatuas en vida. Una estatua y un gnomo de jardín también pueden ser fantasmas, de esos que sólo se controlan convirtiéndolos en personajes de teatro para conseguir dormir bien. A la desahuciada directora del teatro municipal le cuesta distinguir la realidad de la ficción. Tal vez por aquello de que su verdad no coincide con la de la mayoria. Una mujer enloquecida, aunque es difícil saber desde cuándo. Entre sus renuncias, también se encuentra la maternidad. La soledad buscada de quien se somete a su vocación o talento, con el tiempo, se transforma en la soledad insalvable de quien ha negado la compañía de cualquiera que pudiera robarle algo de tiempo. Dice Ibsen aquí que los amigos son caros, no por lo que se hace por ellos, sino por lo que se deja de hacer por ellos. Gnomos de jardín, estatuas, amantes, hijos, amigos… al final, sentados a un banco al atardecer, todo son sombras. Una enorme y nebulosa tela de araña de sombras. Salir de la escoria mientras se esté a tiempo.

La solución no parece encontrarse en los viajes ni en espacios nuevos; lo más recomendable, como sugiere la mujer joven, es reconquistar un espacio y cambiar los cristales de todas las ventanas para que no quede ni un ápice del vaho de los que allí respiraron. Vivir es un arte y no se debe confundir nunca el vaho con la luz: es otra cita de la joven imaginada por Cunillé, que a veces hace de periodista y cree en la verdad, y muchas otras veces miente.

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1 de febrero de 2024
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Metamorfosis incómodamente familiares

 

Una de las abundantes frases memorables y memorizables de la magnífica novela En memoria de la memoria, de María Stepánova sentencia que “el entusiasmo como estado de percepción de la realidad ha quedado degradado, se lo ha echado a la basura y se ha convertido en propiedad de diletantes y marginales”. Recortar la cita me recuerda otro libro: El arte del saber ligero, por el repaso que su autor, Xavier Nueno, hace de la historia del libro como objeto destinado a fijar y almacenar el conocimiento. Escribe sobre lectores con tijeras, del debate entre acumular libros o descuartizarlos para quedarnos únicamente con su esencia. El entusiasmo de descubrir un lugar común, en el sentido más originario y positivo de la expresión: algo que deberíamos de saber todos.

El entusiasmo altamente contagioso de Laura Fernández acerca, incluso a los más reacios, a las delicias ocultas de la literatura fantástica, de terror o de la ciencia-ficción. Quien es abducido por la arrolladora prosa y la ilimitada imaginación sobre las que se alzan su escritura se instala en lugares comunes fantásticos porque tras el extrañamiento del diletante llega el reconocimiento de lo más real y verdadero.

No se me ocurre una mejor maestra de ceremonias para un encuentro con la escritora rusa Anna Starobinets (Moscú, 1978) y los desvelamientos que se producen en sus cuentos. Laura Fernández demuestra su idoneidad en el prólogo a la edición de La glándula de Ícaro. El libro de las metamorfosis que Impedimenta publicó el último otoño, con traducción de Fernando Otero Macías. El libro apareció en su versión original en 2013, y llega ahora a nuestro país después del éxito en 2021 de Tienes que mirar.

Starobinets, conocida como la Stephen King rusa, parte de situaciones que podrían ser recortadas con tijeras de un día cualquiera de cualquier contemporáneo nuestro y reconstruye el contexto y los acontecimientos sobrenaturales que han conducido hasta la escena seleccionada. En la mayoría de casos se trata de advertencias, porque la autora recurre a las metáforas propias de la literatura de terror para señalar la amenaza que siempre supone un poder incontrolado, ya sea político, científico, religioso, económico, cultural e incluso afectivo-amoroso.

La ciencia-ficción advierte de los posibles efectos de ir contra la naturaleza. Las consecuencias de inducir a quien tenemos al lado a extirparse una glándula vital para salvar lo que ya desde el principio parecía insalvable pueden ser desoladores, como se ve en “La glándula de Ícaro”. Algo parecido sucede con una obsesión movida por una ambición desmesurada en “Sity”, en el que un escritor quedará encerrado en la ciudad a la que tanto ansiaba llegar y comprobará cómo, a veces, que se cumplan los sueños resulta un castigo insufrible.

Por mucha que sea la desesperación, tampoco puede llevarnos a buen puerto la decisión de someter el talento y el entusiasmo –de nuevo– a una organización que promete fama, glamur y dinero a cambio de nuestra vida y nuestra mirada de espectador. En “El Lazarillo” encontramos un talentoso guionista condenado a permanecer en las butacas de una sala de proyección porque no controla su cuerpo, más propiedad de la organización para la que ansiaba trabajar que suyo.

Los cuentos de Starobinets son inquietantes porque en lo descabellado siempre hay un destello muy reconocible que nos advierte de que todo puede ser posible si se entiende el símil o la máscara. Como la de Gregor Samsa, todas las metamorfosis de este volumen acaban resultando incómodamente familiares. La esperanza y la fatalidad tiran de los dos extremos de la cuerda bien tensa sobre la que camina el lector. En "El parásito", la inocencia, la belleza y la pureza están en manos de la Iglesia y la ciencia. Pueden salvarnos y sacarnos de nuestra inmundicia, pero a cambio de nuestro cuerpo y de nuestra identidad –por no decir alma–.

Parece irremediable que el poder de las grandes multinacionales y los magnates sea pronto absoluto y que encuentren la inmortalidad. No habrán conseguido acabar con el hambre, las guerras o el calentamiento global, pero habrán puesto al alcance de todo el mundo los viajes soñados, la juventud eterna y el entretenimiento absoluto. En los cuentos de Starobinets siempre hay muchos personajes que se ilusionan con el progreso. Con frecuencia, en esa presunta ingenuidad reside la ironía y el humor que rezuma de las narraciones. Si Stepánova –también nacida en Moscú– denunciaba que el entusiasmo es hoy materia de basurero, en las narraciones de Starobinets, la esperanza resulta grotesca. No parece haber más destino que el horror, por lo que se hace necesario seguir las narraciones con cautela y atención para detectar en qué momento –seguro que lo hay– ha quedado descuidada la posibilidad de redirigir la historia y salvarla con entusiasmo y conservarla como hacían los lectores con tijeras.

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7 de enero de 2024
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La paz entre la basura en Angélica Liddell

Se pregunta Angélica Liddell (Figueres, 1966) “¿Por qué para encontrar la paz / nos adentramos en la maleza, / entre restos de basura?”, y se responde: “Porque las sendas, las sendas, / están cegadas por las zarzas.” Leyendo su libro de poemas más reciente, Los barcos hundidos que te visitan, publicado por La Uña Rota y al que pertenecen los versos citados, así como asistiendo a sus inquietantes espectáculos y superando el paroxismo que es capaz de provocar, se encuentran varias imágenes que –contra todo pronóstico– acaban por convencernos de que lo único que se puede hacer es continuar caminando por las sendas cegadas por las zarzas.

La enseñanza sería un camino muy trillado si no fuera porque, para transitarlo, antes la autora se ha hundido, se ha descuartizado, ha hecho estallar el mundo, nos ha salpicado con sangre y vísceras; en definitiva, se ha (y nos ha) humillado ante el dolor. Acepta lo obsceno que conlleva la exhibición del victimismo, que no es exactamente lo mismo que la condición de víctima. Parte desde la derrota innegable de los abandonados, maltratados y mutilados, como cuando arranca su espectáculo Vudú (3318) Blixen con una versión grotesca del Ne me quitte pas de Jacques Brel, sólo imaginable en una mujer muy desesperada y que ha perdido del todo la cordura. Su teatro y toda su producción se caracterizan por la voluntad de llevar al límite la violencia, sin ahorrar una gota de sangre. Y por conseguir hacerlo –más allá de la truculencia– con imágenes bellas, conmovedoras y reveladoras en el sentido menos cursi del adjetivo, si es que todavía puede encontrarse. Así es como se ha convertido en un referente del teatro europeo y una inspiración para muchos artistas de diferentes disciplinas. Entre otros muchos reconocimientos, en 2012 fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura Dramática y con el León de Plata de la Bienal de Teatro de Venecia, y en 2017 se la nombró Chevalier de l’ordre des Arts et des Lettres por parte del ministerio de Cultura del gobierno francés.

Asegura que escribe para no disparar a nadie y para no descuartizar niños, y que no se suicida porque después no podría escribirlo. La escritura como forma de vida, la cultura como único espacio mental posible –simbólico y, por tanto, maleable– para habitar el mundo. De eso se trata, de ser capaz de enfrentarse al horror, de llegar al corazón de las tinieblas –son habituales sus referencias a Joseph Conrad–, y hacerlo mediante lo que llama “la crueldad resplandeciente del arte”. Su último libro de poemas está repleto de escenas cotidianas, porque “Nuestra fuerza se mide / por las veces que nos desnudamos al día”. En la intimidad y ante nosotros mismos no parece fácil cubrir las miserias del cuerpo, pero nos vestimos para presentarnos ante el otro, para salir a la calle, para ir a trabajar, para comprar el pan: ejercicios que requieren de un gran esfuerzo y pueden llegar a resultar una heroicidad. La sorpresa emerge cuando se comprueba que, a pesar de lo frágil y vulnerable que es la realidad, seguimos respirando, ya sea por azar, por suerte o por la existencia de seres superiores a los que al fin y al cabo sí parecemos importarles: “Te matará ser feliz”.

La presencia de la muerte es constante e inexorable, por lo que la mirada de Angélica Liddell no puede surgir sino desde el dolor y la rabia. Sin esquivar las consecuencias de la lucidez, el miedo ya no tiene sentido, tal vez porque lo siente desde siempre y por todo y lo ha tenido que superar constantemente: “Yo también puedo allanar los caminos cayendo”, “A veces llaman locura / a lo que simplemente es darse por vencido”. Afirma también que aspira a caminar sobre la locura como otros profetas lo hicieron sobre las aguas. Lo consigue. De la misma manera que logra que aceptemos que lo más bello –por ser lo más verdadero– es la representación de la inocencia ensangrentada, el ultraje del espejismo que parecía prometer la existencia. La única salvación se encuentra en el placer de lo que se desvanece en el momento de plenitud en que exactamente empieza a dejar de ser. En Vudú (3318) Blixen representa su funeral precisamente para alcanzar la belleza turbadora de lo que es y no es a la vez. Por eso Angélica Liddell muere constantemente, para alargar la belleza y el éxtasis.

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13 de diciembre de 2023
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La prodigiosa advertencia de Mariana Travacio

En las páginas iniciales de Nuestra parte de la noche de Mariana Enríquez se encuentra una escena entrañable –porque apunta directamente a las entrañas desde muchos puntos diferentes– en la que un padre enseña a su hijo a vencer y expulsar fantasmas. Los dos tienen capacidades sobrenaturales. El ejercicio consiste en lo siguiente: el padre apoya una mano debajo del esternón del hijo, y dos dedos de la otra mano en la vértebra que está justo detrás del estómago. De ese modo, el niño concentra su atención en esa zona de su cuerpo, y desde allí le grita a la aparición que se vaya. Su progenitor le dice: “No es alguien. Es un recuerdo”.

Otro ejemplo lo hallamos en la magnífica La naturaleza secreta de las cosas de este mundo, de Patricio Pron, en la que alguien que vive suspendido “entre la ficción y su contrario en los mapas que la mente elabora cuando se esfuerza por cartografiar el mundo, el territorio imperturbable sobre el que se proyecta nuestra insaciable necesidad de consuelo”.

Hay frases, escenas o imágenes que concretan o justifican todo un libro, toda una historia, y nos atan a ellos. En estos hallazgos se revela el poder lenitivo de la literatura, así como el prodigioso banco de pruebas que nos ofrece el juego de la lectura. Fingimos el pavor que supone la aparición de un fantasma. Experimentamos vicariamente las pasiones de los personajes, lo cual supone una especie de entrenamiento para cuando toque enfrentarse a la realidad, a veces tan desbordante o incluso más que la ficción.

En los cuentos de Me verás caer, de Mariana Travacio, publicados por la editorial Las afueras, tal y como nos advierte el título asistimos al descenso de las protagonistas de los cinco relatos, porque como consta en el poema de Beatriz Vignoli citado en las páginas iniciales: “Lo único que sabe hacer el universo / es derrumbarse sin ningún motivo, / es desmoronarse porque sí”.

Cuando jugamos al pacto de la ficción, las caídas se limitan al espacio delimitado para el banco de pruebas, al terreno de juego. Aún así, lo cierto es que leyendo los cuentos de Mariana Travacio es inevitable acabar integrando al propio bagaje el desencanto de la madre y la hija que veranean juntas sumidas en una tensión que amenaza con explotar en el momento más inesperado de “Cansadas”; asumiendo el deseo de desprenderse de todo lo que nos ha definido y ha condicionado una vida de frustración y negaciones, como la esposa del malogrado cantante de tangos de “¿Dónde está Montes?”. También hacemos propia la locura de la mujer engañada, seducida y desvalijada en una historia de amor tan romántico que no parecía real porque, efectivamente, no lo era en “Rosas buenas”.

Las parábolas se encajan entre el esternón y las vértebras para luego caminar con más cautela y firmeza por la realidad. Se suele decir que ese es también uno de los propósitos de contar cuentos a los niños antes de dormir. Posiblemente nunca nos toque regentar un merendero tan festivo y lleno de posibilidades como el de “Últimos rastros”. El encanto de las noches de celebración no nos pertenece, pero esa carencia no impide que lo leído resuene en nuestro pensamiento y acabe encontrando eco y reflejo. Por eso compadecemos a –padecemos con– Elena y Blanca Nieves cuando todo se diluye. Al fin y al cabo, nuestra especie sufre el castigo divino de un pecado original que otros cometieron por nosotros, y sabemos desde muy temprano en nuestra vida que el paraíso fue muy frágil, que lo perdimos y ya no nos pertenece. Estábamos advertidos desde el comienzo: el deseo de lo imposible trae consecuencias terribles.

Así mismo, “Y el río, tan manso” nos recuerda y nos adelanta una de las amenazas que siempre se acaban cumpliendo: la decrepitud y la locura. Nos verán caer, por supuesto, pero en la caída tendremos la pírrica victoria de aquel a quien no agarran desprevenido, pues la literatura nos ha permitido adelantarnos a los acontecimientos. La única redención posible, entonces, se encuentra en la dignidad de saber que vivimos con intensidad todo lo que nos correspondió en su momento. Y que gracias a la literatura lo experimentamos constantemente, eternamente, sin fin.

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19 de noviembre de 2023

'Damas, caballeros y planetas' de Laura Fernández (Random House, 2023)

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Un eslabón perdido entre casi todo

 

En el desaforado universo de Laura Fernández (Terrassa, 1981) no hay sitio para tibiezas. Cada palabra rezuma entusiasmo y pasión, y debe vivirse con la fiebre que se experimentan las obsesiones. Ella misma escribe y confiesa el tipo de lenguaje que le interesa: “El aspecto que acostumbran a tener las traducciones que me gustan. Es decir, cuando están formadas por montones de abigarradas cosas que se tienen a sí mismas por palabras pero son en realidad mucho más”. Desde muy pequeña tuvo que acostumbrarse a estar sola durante mucho tiempo, mientras sus padres trabajaban, un tiempo que dedicaba a mirar series televisivas de las que le fascinaban la manera en que los norteamericanos maquillaban la vida y construían escenarios familiares de un brillo plastificado. Ya entonces lectora voraz de traducciones de libros de ciencia ficción, se confiesa una gran admiradora de autores como Stephen King, Philip K. Dick o Arturo Bandini. Su deseo de querer saber qué pasa ahí fuera y en todos lados, la llevó al periodismo, una profesión en la que ha destacado en varios periódicos españoles. Sin embargo, ha sido en la ficción donde ha encontrado la posibilidad de extender su apabullante imaginación, compuesta a partes iguales de inteligencia, humor, curiosidad y humanidad.

En 2008 ya deslumbró con su primera novela, Bienvenidos a Welcome, a la que siguieron, entre otros, Wendolin Kramer (2011), La chica zombie (2013) o la inmensa novela que supuso su consagración, La señora Potter no es exactamente Santa Claus, en 2021. Ahora reúne los cuentos que ha escrito en estos quince años en un volumen que resulta, efectivamente, un eslabón entre la inmensidad de elementos que componen su galaxia. Abre el libro una nouvelle alrededor de un virus de catarro que amenaza con destruir el universo, y lo cierra un relato escrito expresamente protagonizado por la escritora de misterio Sandy McGill, donde se dan lúcidas claves de escritura para entender los compases de la música que late debajo de tanta agitación. Convencida de que “la vida imaginada siempre será superior a la real”, sus historias están repletas de marcianos, dinosaurios, fantasmas, intercomunicadores espaciales, edificios y máquinas que hablan, vehículos que vuelan, limoneros parlanchines, detectives torpes, periodistas tediosos y, sobre todo, muchos escritores en sus diferentes fases de maduración. Absolutamente todo tiene cabida en esta galaxia en la que viajar entre planetas resulta tan fácil como fácil es que se acabe estropeando todo. Paradójicamente, la Tierra es un lugar legendario, mientras que entre todos los astros destaca Rethrick, muy parecido al antiguamente planeta azul, pero en el que todos sus habitantes tienen tres ojos y donde existe una escritora archifamosa, “nada menos que mi álter ego, Robbie Stamp”.

A cada uno de los relatos le precede una presentación en la que la autora, más que dar las claves necesarias para entenderlos, nos ofrece fragmentos de la pasión que guió su escritura en cada momento. Consigue una suerte de confesión que, a la vez, funciona como manifiesto. Así podemos saber que Rethrick es ella misma, como los son todos y cada uno de sus personajes; y que le hubiera gustado escribir los libros que ellos escriben en los rincones más insospechados de la galaxia, y comprendemos que si sus delirantes libros se han convertido en una referencia es porque ella se ha “convertido en una cazadora de todo aquello que nada tuviese que ver con el mundo pero que, precisamente por eso, lo describe mejor que nada”.

Laura Fernández nos invita al fascinante baile de disfraces que es para ella la lectura y la escritura. En esa indefinición disparatada nos movemos para no dejar de maravillarnos con las posibilidades que se hacen realidad o que, al frustrarse, no son menos productivas.

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12 de noviembre de 2023
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La amenaza del deseo en la obra de Eva Fàbregas

El deseo es una amenaza y la inocencia puede ser perversa. Estas duplicidades podrían resumir la práctica artística de Eva Fàbregas (Barcelona, 1988), en palabras de Bárbara Rodríguez Muñoz, directora de exposiciones y de la colección del Centro Botín. Con la intervención de la artista, el titánico edificio planeado por el prestigioso Renzo Piano ha estado habitado por una no menos apabullante escultura que se pretende viva porque respira. Como cuando el deseo desborda, en su crecimiento, la escultura de colores suaves y casi infantiles –que podría ser un intestino, un pecho, un gusano o un alienígena–, es capaz de atravesar las paredes de la sólida construcción hasta encontrar un lugar donde propagarse.

Para dotar a sus piezas de vida, Fàbregas trabaja desde aquello que Rodríguez Muñoz considera como “visceralidad” y que la propia artista sitúa en “nuestra piel, que nos dice cosas que no siempre estamos preparados para escuchar”. Durante su producción, es tan importante lo que siente todo su cuerpo como lo que pretende hacer sentir a quien la observe: “Mi proceso de aprendizaje viene de mis dedos, de mi piel, de un contacto directo con los materiales y mi entorno… Hemos sido educados en una cultura que socava nuestra capacidad de aprender de una manera intuitiva”.

Concibe la exposición como “una máquina deseante”, porque “me fascina el proceso por el que los deseos se traducen en formas. La tecnología siempre ha sido afectiva y nuestros afectos se entrelazan con las tecnologías que producimos. Las máquinas son una manera de dar formas sólidas concretas a las intensidades afectivas, emocionales y sexuales. Las producimos con nuestros cuerpos, y ellas producen nuestros cuerpos. No importa si estamos hablando de un consolador, un libro, una tarjeta de memoria o un Iphone”.

El aire es el otro elemento clave para traer la vida. Las mallas de colores rellenas de pelotas y globos hinchados provocan el inquietante contraste entre lo ligero que, apresado, latiendo y creciendo puede acabar engulléndolo todo. Cuenta la creadora que “la respiración y el aire siempre han estado muy presentes en mi práctica, incluso antes de trabajar como artista visual. Me formé como soprano desde la infancia hasta la adolescencia”. Si cantar fue una experiencia constructiva, en la expresión verbal se sentía “como un pez fuera del agua”, de la misma manera que para encontrar su propia voz y su deseo tuvo que poner lo aprendido en la facultad de Bellas Artes de Barcelona a dialogar “con una investigación más encarnada y visceral”. Para ello, salió de su burbuja y se marchó a vivir a Londres, ciudad que alterna con Barcelona. En la capital británica “empecé a hablar de una manera que no lo había hecho antes; hablábamos de texturas, superficies y materiales, así que este cambio me abrió otro mundo”. Allí ha expuesto recientemente en Whitechapel Gallery, también en la Biennale de Lyon, y ha sido Premio ARCO 2023.

Desde la ligereza de los globos de tela rellenos de aire, los Vessels, que abrían la exposición que el Centro Botín le dedicó hasta el 15 de octubre, hasta la montaña cambiante que es Oozing (rezumamiento) –producida especialmente para uno de los espacios más espectaculares del edificio de Piano, y en colaboración con el MACBA–, pasando por sus dibujos, Fàbregas demuestra cómo el crecimiento del ser se compone de movimiento y tiempo: una experiencia en la que nunca se está en soledad, y de ahí la perturbación que provoca. “Eva está trabajando para que no la posicionen como que está haciendo esculturas hinchables rosas. Le interesa la penetración en la arquitectura, jugar con ella, romperla, ver cómo su práctica puede intervenir en las paredes y en el suelo”, comenta Rodríguez Muñoz. Algo que la propia artista corrobora: “Creo que la exposición toma la forma de una infección o un crecimiento incontrolable que surge de las entrañas más profundas de la abadía de Santander, se cuela por los conductos del edificio y se desborda y se apodera de las salas de exposición”.

Este proceso que es una ocupación y una hibridación, la comisaria y ensayista Chus Martínez lo ha definido como “el sueño de que algún día los mundos inorgánico y orgánico se fusionarán”. Se refiere Martínez también a la voluntad de Fàbregas de comunicarse con los materiales de la Tierra, además de la ansiedad y la intimidad que la mueven. Lo hace en el iluminador catálogo co-editado por el Centro Botín y Mousse Publishing. Así mismo, escribe –de nuevo desde la piel y, por tanto, desprendiendo el lenguaje de tópicos de cualquier tiempo–, la autora inglesa Daisy Lafarge. De ésta, Fàbregas ha recuperado las descripciones de los apareamientos caníbales de dos mantis religiosas: los amantes que se devoran desbordados por el deseo. “Devouring Lovers” es el título de la exposición que desde principios de julio y hasta mediados de enero puede verse en el Hamburguer Bahnhof de Berlín: “Esta ambivalencia y tensión entre deseante y devorador, cautivador y amenazador, afectuoso y violento está muy presente en mi trabajo”, comenta.

Lo somático y las pasiones que mueven al ser humano también caracterizan las obras de otros artistas de la colección del Centro Botín que completan la exposición “Enredos”. Las esculturas y dibujos de Fàbregas comparten espacio con los trabajos –escogidos por ella misma y Bárbara Rodríguez Muñoz– de Leonor Antunes, Nora Aurrekoetxea, David Bestué, Cabello/Carceller, Asier Mendizabal y Sara Ramo. Todos ellos y ellas fueron en alguna ocasión merecedores de la Beca de Arte de la Fundación Botín. También se les suma, con varias fotografías, el mexicano Gabriel Orozco, que aunque no fue becario sí impartió talleres en la institución. Como explica la directora de la colección, el principal objetivo del ciclo “Enredos”, que han iniciado con Eva Fàbregas, es “hacer que crezca la colección de una manera más íntima, apoyando a los artistas e invitándolos a enredarse con nosotros, con el edificio, con la colección, con los visitantes”. En esta ocasión, la combinación de las diferentes miradas, voces y pieles que han reunido las dos comisarias ha conseguido, según Fàbregas: “un organismo vivo a gran escala que obedecería a su propia lógica libidinal”.

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16 de octubre de 2023
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Abstracción contra dictadura

 

Son muchos los estudios, desde la divulgación, el ensayo, el periodismo o la academia, que rastrean de qué manera se han perpetuado determinados cánones culturales; es decir, qué patrones heredados han ordenado las imágenes captadas a través de nuestra percepción y respondiendo a qué intereses. De inmediato, se llega a la denuncia de las manipulaciones y opresiones ejercidas en estos procesos por parte de los órganos de poder de turno, de la misma manera que se exalta la figura de quienes los combatieron. Varios libros centran su atención en la labor de la crítica artística y sus protagonistas en la evolución y el establecimiento de los pilares de los cánones artísticos actuales.

La recuperación del volumen Se parece el dolor a un gran espacio, que reúne un ingente número de textos de Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973) en una edición a cargo de Lourdes Cirlot y Enrique Granell, reivindica más de cincuenta años después la representación imaginativa que el hermético poeta y crítico realizó sobre el informalismo para sus lectores. Como si se tratara de una traducción o una interpretación musical, Cirlot dotó de emociones a las pinturas de artistas como –primus inter pares– Antoni Tápies, Modest Cuixart, Joan Josep Tharrats, Antonio Saura, Manolo Millares o Josep Guinovart. Poeta que escribe de arte, sus textos están repletos de imágenes impactantes en el sentido más literal de la palabra: «El arte es llanto sobre llanto»; los raptos, agresiones y la furia paroxística de Saura; «Y si se trata de una vocación de abismo, hay que consentir que algunos caigan en el pozo de su propio espíritu, si esto les permite mostrar las flores abisales». Si para él uno de los milagros del arte es su capacidad de trascender lo inmediato para construir el futuro; más de cincuenta años después explicita para los lectores de qué manera la indagación debajo de la consciencia y en lo cósmico, a través de la abstracción y la materia utilizada en la pintura, era una reivindicación política.

Por su parte, desde una perspectiva mucho más académica, Paula Barreiro López, en Vanguardia y crítica de arte, respecto al informalismo, pone sobre la mesa las estrategias del régimen franquista, a finales de los sesenta, para apropiarse del movimiento y así mostrar al mundo su modernización y su apertura a finales de los años cincuenta. La estudiosa realiza un ilustrativo recorrido desde el arte oficial que pretendía reforzar los anhelos imperialistas y barrocos de quienes ganaron la guerra hasta la lucha articulada a través de las vanguardias y una práctica artística cada vez más «marxizada». Organismos como el Instituto de Cultura Hispánica, especialmente con sus Bienales Hispanoamericanas de Arte, en Madrid en 1951, en 1954 en La Habana y en 1955 en Barcelona, son un ejemplo de la politización del arte. También lo acaba siendo, aunque como reacción, la labor de la crítica militante –Antonio Giménez Pericás, Vicente Aguilera Cerni, José María Moreno Galván, Alexandre Cirici, Tomàs Llorens, Valeriano Bozal y Simón Marchán– o de colectivos de artistas –Parpalló, El Paso, Equipo 57, Estampa Popular, Equipo Crónica o Grup de Treball– o artistas a título individual –Tàpies, Eduardo Chillida, Juan Genovés, Rafael Canogar, Eduardo Arroyo o Alberto Corazón. En su amplio estudio, Barreiro se detiene a analizar el fervor político de todos ellos reflejado en sus pulsiones vanguardistas, la sombra del PCE sobre los diferentes agentes artísticos. En este sentido, de especial interés son los recuerdos de Valeriano Bozal entre los sesenta y los setenta en los libros Crónica de una década y Cambios de lugar, recogidos en un único volumen.

El crítico de arte, docente y activo agente cultural, diseccionando su propia militancia comunista, ejemplifica los esfuerzos de la parte de la crítica por guiar y condicionar la práctica de los artistas que en esas décadas contaban con más reconocimiento. Son muchas las maneras de luchar por la democracia desde la cultura que reivindica y de las que da testimonio, y no siempre era necesario estar inscrito en un partido.

Si los acuerdos internacionales de los cincuenta –Pacto de Madrid entre España y Estados Unidos y el Concordato con el Vaticano, ambos de 1953–debían funcionar como grandes ejercicios de propaganda y legitimación, de la tecnocracia y la sociedad del consumo se esperaban operaciones aún mayores, para las que el arte de vanguardia devenía un efectivo aliado. Hasta llegar a lo que Barreiro considera una última vuelta de tuerca del romanticismo ilustrado que había movido a la Segunda Vanguardia –concepto acuñado por el crítico José María Moreno Galván–: el arte conceptual. Como si en los ochenta empezara otra historia, con la creación y apertura de centros de arte y museos, como si de verdad la muerte del dictador hubiese comportado un cambio trascendente. En conjunto: una oportunidad apasionante para observarnos detenidamente hasta encontrar qué rasgos siguen haciendo que nos parezcamos a nuestros padres y abuelos. Pero no para formarse un juicio, sino para ser capaz de ver los matices que dan un significado más amplio a lo observado.

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13 de septiembre de 2023

'No pudieron verse', obra de Aurelio San Pedro

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El juego de las ausencias de Aurelio San Pedro

La geomancia es una antigua arte adivinatoria a partir de figuras, marcas, puntos o señales encontradas en el suelo. La geomática es un término perteneciente a la ingeniería, de aparición mucho más reciente, que designa un conjunto de ciencias para la captura, tratamiento y análisis de la información topográfica. Aurelio San Pedro (Barcelona, 1983) es geomático, pero hay quien –sin saber el acierto que contiene el error– lo ha calificado como geomántico.

Con frecuencia, en malentendidos como este, en letras situadas en un lugar incorrecto, en palabras que quieren adquirir significados que no les corresponden, se altera el discurso que debería darnos todas las claves para entenderlo todo. Así, la aparición de la realidad es erróneamente polisémica. En la obra de Aurelio San Pedro, con los silencios sucede algo similar y las pequeñas ausencias producen un gran impacto y sirven para estructurar su territorio simbólico. De la ausencia y lo incompleto aparece una nueva composición depositaria de una multitud de significados casi incontrolable. En el espacio imaginativo sugerido por el artista, somos conscientes de lo que no está porque él ha recogido los rastros necesarios para llevar a cabo su acto de geomancia e inducirnos con él a la adivinación.

No quiere perderse ninguna etapa de un juego del que espera controlar las reglas y los movimientos y, a la vez, que le sorprenda, conjurando el caos mediante pequeños trucos robados de la ciencia o de disciplinas más empíricas. Parte de un objeto encontrado, al que somete a un minucioso proceso de descomposición con el paradójico propósito de dotarlo de una nueva vida liberándolo, aunque no del todo, de la muerte en la que aparentemente yacía. Pero ni la muerte es nunca definitiva ni tampoco lo es la resurrección o la transustanciación. No se muere nunca del todo, como tampoco la vida puede estar exenta de la muerte.

Los objetos encontrados con los que trabaja Aurelio San Pedro son, básicamente, libros. Él los considera una analogía de los recuerdos, de la memoria. Confiesa sus problemas con el retrato del artista adolescente de James Joyce para dejar constancia de que nunca fue un gran lector, aunque recuerda haber leído fascinado a Sigmund Freud y, especialmente, a Gaston Bachelard y su Poética del espacio. Por tanto, la simbología que contiene el objeto libro para San Pedro no es el de quien observa su biblioteca para (re)leer lo que experimentó ante las páginas y los volúmenes que edificaron su territorio imaginativo y emocional. La suya es la mirada del geomántico, que convierte los volúmenes viejos que ya nadie lee en un conjunto de signos que quiere interpretar. Su obra no es la representación de una figura o un mensaje, sino la de un código, lo cual no significa en absoluto que sólo le corresponda una única interpretación.

La obra Fue olvidando lentamente es un claro ejemplo de la importancia de las ausencias y de lo que va desapareciendo. En la siempre decisiva estructura, tan importantes son los vacíos como los fragmentos de libros alineados, cuya disposición a modo de renglones o partituras nos impone un ritmo de lectura. Un ritmo conseguido con la combinación de palabras –recordemos que ellas componen los libros– y los silencios, el color tan tenue y sutil como todos los elementos que componen las obras elaboradas con libros.

El geomántico juega con las ausencias, las músicas y los colores, pero es consciente de que su don le exige una cierta responsabilidad, a la que se somete mediante el equilibrio. Aquí el geomático se encarga de configurar un territorio estable. En su orden se contiene el caos que a veces puede ser la memoria, la mezcla de los tiempos que configuran el presente. La música del equilibrio inicia la narración: la puerta de acceso para quien se atreve al arriesgado ejercicio de recordar. El experto en topografía parte del territorio que conoce para ofrecer un escenario anímico casi abstracto. En los dibujos a lápiz de paisajes de grandes dimensiones ofrece un retrato de la naturaleza con una representación que resulta más emocional que figurativa.

La muerte de una amiga en 2012 colocó al artista ante la certeza de la pérdida y de la llegada de ese momento vital en que empieza a sucederse inexorablemente. Poco después, unas fotografías de Diane Arbus le sirvieron para iniciar un diálogo con la representación de la figura de los que ya no están y la ausencia que reclama una representación propia. Desde entonces, no ha abandonado ese juego. Ya sabemos que el juego no es siempre infantil ni divertido, aunque básicamente busque entretenernos. En el de Aurelio San Pedro hay algo de terapéutico o, como mínimo, de autoanálisis. Quería ser artista desde la infancia, pero, aunque su padre también era aficionado al dibujo y le llevaba a visitar el Prado y otros museos desde que tenía tres años, su familia le exigió que se dedicara a una profesión más seria. Se hizo ingeniero topógrafo o geomático y se especializó en tecnologías 3D, en las que parece haber encontrado la combinación adecuada de entretenimiento, conocimiento y concreción. Asegura que sería mucho más fácil “ser una sola persona, con unos intereses más concretos”, como si no acabara de asimilar bien su propia curiosidad. Ésta y su afán de experimentación le han llevado a probar con pintura de inspiración urbana y grafitera, retratos más convencionales, tallas en materiales muy diversos y dibujo en gran formato. Formado también en la escuela Massana y admirador de artistas como el escultor Antoni Marquès, con quien ha trabajado en su taller, necesita cambiar y probar las capacidades expresivas de los diferentes lenguajes, pero para acabar reconociendo que se dedica –por lo menos ahora– al dibujo de paisajes y a los libros. Después de haber jugado un buen rato, disfruta del momento de la observación y el análisis del camino recorrido para verse mejor. Todo ese bagaje no se queda ahí. En mitad del camino, cuando todo pasa, la palabra o el recuerdo recurrente vuelven para ser reelaborados en cada aparición, de un modo similar a como las páginas de libros antiguos se convierten en rollos de papel minúsculo, bobinas de palabras que encierran lo que sabemos, lo que imaginamos y lo que puede ser todavía y siempre.

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4 de septiembre de 2023

Detalle de la intervención de Sant Moix en la iglesia románica Sant Víctor de Saurí

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Un raro entre fuegos de flores

Se calificó como primera retrospectiva o antológica la amplia exposición que la Fundació Vila-Casas ha dedicado a la obra de Santi Moix (Barcelona, 1960). Sin embargo, él mismo rechaza esa categoría, aunque afirma que «está bien que se haga, son cosas que tienen que pasar, y estoy contento, y Enrique Juncosa, el comisario, ha estado exquisitamente perceptivo».

Prefiere decir que, con la exposición en Espais VolArt, pone el cierre al paréntesis que ha sido el período que marcaba el título, «Santi Moix. La costa dels mosquits. Una antològica (1998-2022)»: «Ya he hecho lo que podía y tenía que hacer con la pintura, la escultura y la cerámica, y me ha servido mucho. Pero ahora toca reflexionar para ver qué es lo que va a venir y cómo se va a desarrollar». Necesita adelantarse a imaginar cómo será la próxima floración o explosión de castillos artificiales que vendrá: «que tampoco será diferente, al final siempre hago lo mismo, sin alejarme de la Naturaleza, del lugar al que pertenezco».

Para este ejercicio predictivo, que es habitual en su proceso creativo, ha vuelto a la esencia del dibujo, al blanco y negro, en busca del nuevo lenguaje, o el nuevo código que ha ejercitado en los dibujos sobre la isla de Menorca realizados desde diferentes puntos de observación y que han podido verse en la galería Marlborough de Barcelona. Dice que dibuja como se escribe, para reflexionar, y cita a Klee para asegurar que el dibujo y la literatura tienen el mismo fondo.

Moix ha vivido el dibujo como un refugio desde la infancia. De la misma manera, vuelve a la tranquilidad del Pallars Sobirà o de la alicaída Barcelona –donde ha establecido también un estudio– desde la ciudad de Nueva York, en la que vive desde 1986, «porque para mí son importantes los pies tan grandes de la campesina de Miró, que la aposentan bien sobre su tierra, necesito saber de dónde soy».

Los viajes son una constante para él. El movimiento siempre ayuda a conocer mejor lo que tenemos cerca. Su obra ha sido exhibida con más frecuencia en Estados Unidos o Japón que en España. Al regresar a Barcelona, no puede evitar sentirse un pintor «más americano que español», en cuanto a «la eficacia, a la ejecución de las ideas y en intentar no quejarme», ante el desinterés de los artistas de aquí por lo que hacen los demás o el desprecio que cree generalizado por el dibujo y la pintura: «en Estados Unidos los galeristas no se preocupan por los medios que utilizas, si están de moda o no, lo que les interesa es si pueden hacer algo por defenderte y ayudarte a desarrollar tu obra». Un impulso decisivo para él fue la de su galerista y amigo Paul Kasmin, fallecido en 2020, y que le alentaba: «sé un raro, sigue siendo un raro».

Igualmente determinante fue el lote de papel que le dieron en Pace Gallery, recién llegado, para que mostrara lo que sabía hacer. De allí salieron formas oníricas, sobre o bajo el agua, supervivientes de tormentas e inundaciones, como él y sus dos hermanos sobrevivieron a las riadas del Vallès de 1962 en las que murieron sus padres. Pero eso sucedió en otra vida, o eso le han contado. Santi Moix volvió a nacer y tuvo otra familia y otra infancia. Y se fueron sucediendo las oportunidades ofrecidas por la Fortuna, que ha intentado no desaprovechar: con el dinero de los primeros cuadros que vendió se fue a Nueva York, en 2002 recibió la preciada beca Guggenheim y entre 2015 y 2018 llevó a cabo su apabullante intervención en la iglesia románica de Sant Víctor de Saurí, en el Pallars Sobirà, sacralizando su mundo de flores y fuegos de artificio. La exuberancia de los sueños y la imaginación envolviendo el silencio solitario de la meditación: «para mí fue un proyecto muy importante, pero sobre todo porque quería que cuando las personas entraran, se sintieran ensalzadas», comenta.

Entre los seres reales e inventados que copan las paredes del templo, no faltan los omnipresentes mosquitos, de los que asegura que «son un autorretrato». Animales que le fascinan y le fastidian en la misma medida, que imaginó o soñó en una noche de tormenta e inundaciones volando y zumbando por encima de las personas, despertándolas para que no fueran arrastradas por la corriente de la inundación. Eso es, exactamente, lo que le gustaría conseguir con su obra.

Su trabajo reclama una observación detenida, con el sosiego del asno cargado de cachivaches que nos ofrece la imagen de su grupa porque está a punto de marcharse después de haber visto lo necesario. En él también se ha retratado el artista, siempre a punto de desaparecer y abstraerse como lo hacía Huckleberry Finn, el solitario personaje creado por Mark Twain en el que ha encontrado un amigo y reflejo fiel: «los dos somos Moisés, dos outsiders que se han impuesto a la precariedad de sus orígenes, obligados a reinventarse para no ser engullidos por la uniformidad, siempre dejando una ventana abierta por la que escapar».

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6 de agosto de 2023
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La carta al hijo, al padre y al otro de Alejandro Zambra

Es, quizás, la última vez que la mujer y el hombre –los dos jóvenes, muy jóvenes vistos desde ahora– hablan cara a cara. Acaban de firmar la venta del piso en el que vivían juntos hasta hace unos meses. Sólo hablan de plusvalías, repartos y margen de beneficio. Él se presenta, entonces, ante la mirada de ella, como una persona diferente, como otro que parece no haber sido jamás una prolongación de su propia existencia, como si nunca hubiesen sido la misma persona. Desde ese día, cada vez que ella cuenta la anécdota, insiste en la epifanía dolorosa que supuso aprender a ver de una vez al otro ajeno.

Últimamente, parece que la mirada, la importancia de seleccionar lo que se mira, está sustituyendo al hasta ahora omnipresente relato cuando intentamos aprehender cuanto nos rodea. La recuperación es positiva. El concepto puede aplicarse también para el desplazamiento por el que nos conduce Alejandro Zambra. Su última historia publicada, Literatura infantil, que él insiste en llamar ensayo, nos hace mirar a los otros, y también vernos a nosotros mismos como otro. No son lugares comunes, o tal vez sí, pero narrados en voz baja, lo cual convierte la historia inmediatamente en algo muy genuino por lo íntimo y por la cercanía que reclama.

Precisamente, aceptar lo más ridículo, por tópico, por imitación o por carecer de sentido u honorabilidad, es lo que nos acerca al origen en el que antes que el verbo o la acción es el miedo. Zambra ha escrito una novela sobre su paternidad, pero sólo para empezar. Para empezar a seguir construyendo el espacio que ya lleva tantos años trazando, especialmente en la deslumbrante Poeta chileno, publicada en 2020. Le habían precedido, con éxito, Bonsái, Formas de volver a casa o La vida privada de los árboles. Ahora, el autor habla de su hijo porque necesita escribir de lo que le lee, de la importancia de construir una biblioteca en la que crecer, en la que aprender a ver el mundo y en la que esconderse. Hablar de literatura infantil es confesar la necesidad de la escritura para aceptar las propias frustraciones, los errores y las mentiras, y reírse y seguir adelante. Cuán deliciosamente hiriente resulta el humor autoparódico de Zambra. Como si sólo pudiéramos perdonarnos las miserias al convertirnos en personaje literario, como si sólo nos soportáramos como trasuntos o sosias, al vernos en otro.

Paradójicamente, lo que permite vernos como un extraño, nos enseña a mirar también al otro y verlo. No se trata de mirar al prójimo como si nos viéramos a nosotros mismos, en absoluto, porque el otro siempre será una mejor constatación de la realidad que nosotros mismos. Existimos cuando nos ven, de la misma manera que el Zambra que ha escrito este libro estará completo cuando su hijo lo lea. Hasta entonces, la condena a permanecer inacabado nos vaticina a sus lectores más momentos de plenitud leyendo los libros como este que vendrán.

De la carta al hijo a la carta al padre. El error de la protagonista de la anécdota inicial –que sin formar parte del magnífico libro de Zambra algo sí tiene que ver: podrían ser la pareja separada por el fútbol que efectivamente aparece en la novela– fue creer que realmente el extraño con quien compartió piso y vida –como suele decirse– formaba parte de ella. En algún momento remoto, fuimos una parte de nuestra madre, y antes, de nuestro padre. El momento exacto en el que ese vínculo se extingue y ya no somos más parte de nadie parece ser el objeto de la exploración que lleva a cabo Zambra, quien comienza su libro ensayo fundido con su hijo en una sombra y lo acaba con la planificación de un escenario imaginario, tal vez imposible, en el que podría volver a estar en comunión con su hijo y su padre.

Por momentos, el autor parece encontrar en la lectura uno de los espacios donde experimentar esa sensación de fusión vital: la lectura de un libro, pero también la de cartas. Sin embargo, un poco avergonzado de la presunción del propósito y la grandilocuencia de la idea, el propio Zambra descubre la imposibilidad de la comunión, porque en los parámetros impuestos por la vida real esas cosas no acostumbran a suceder o encajar, o porque sencillamente él mismo las boicotea. Leer juntos en voz alta o repasar los subrayados hechos por otro en un libro se parece mucho a los juegos en los que se entablan conversaciones en un lenguaje inventado o se imaginan palabras imposibles. Al fin y al cabo, leer no es más que un juego, como la propia escritura, como la propia vida.

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4 de julio de 2023
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