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Escrito por

Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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Endemoniados en Morella

Cuando el erudito y profesor Sergio Beser (1934-2010) nos invitó a comer, en su casa de Morella sonaba el disco Lágrimas negras, con Bebo Valdés y Diego el Cigala. Era marzo de 2004. Semana Santa. Mucho ha cambiado la estimación pública del cantante, pero la imagen que recuerdo no encerraría tantos significados sin la melancolía que desprendía su voz en aquel disco. De hecho, era la encarnación de la melancolía en un salón vacío de una confortable casa de pueblo mientras el anfitrión acababa de preparar la pasta para un amigo venido de Londres al que hacía varias décadas que no había visto y su acompañante.

Por los motivos o cálculos que sean, los algoritmos me han devuelto algunas de las canciones de ese disco en una plataforma digital de reproducción de música. Tal vez sean los mismos motivos que me llevaron a abrir una caja todavía intacta desde la última mudanza. Allí encontré Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, recuperado en una edición de Ad litteram de 1999. No lo leí cuando Sergio Beser me lo regaló durante la visita a Morella en marzo de 2004.

Alardo Prats y Beltrán (1903-1984) trabajó en periódicos como La Libertad o El Sol. Tras la Guerra Civil, en su exilio, pasó por Francia y La Habana hasta que se estableció en México. En Tres días con los endemoniados, Prats y Beltrán describe su viaje desde Madrid a "tierras del Maestrazgo", al Santuario de la Virgen de la Balma, en la población de Zorita. Desde antes de iniciarlo, se muestra escandalizado por el poder de la superstición, el fanatismo y el analfabetismo que provocan que todavía en 1929 se hable de endemoniados. Y que se organicen rituales para liberar a los posesos. Y que los rituales convoquen a miles de personas en una verdadera celebración tan macabra como liberadora.

A lo largo del libro, el atónito narrador cuenta los ritos de exorcismo que llevan a cabo las "caspolinas", temibles mujeres procedentes en su mayoría de la localidad de Caspe, capaces de ahuyentar al maligno atando lacitos en los dedos de los poseídos. Además, someten a sus clientes a tocamientos y zarandeos que el pudor no siempre permite reproducir ni detallar al periodista.

Los endemoniados beben una execrable mezcla de agua bendita –extraída de una pila en la que miles de personas han introducido sus dedos con anterioridad– y puñados de tierra sagrada. Mayoritariamente, los endemoniados son mujeres, aunque tampoco faltan los niños a los que las multitudes les gritan que mejor habría sido que no hubieran nacido. Las mujeres se retuercen en el suelo, gritan y se desgarran la ropa. Superan en poco los treinta años. Algunas son observadas por los maridos a distancia mientras las caspolinas realizan rituales por las que algunas han acumulado verdaderas fortunas. Me pregunto hasta qué punto algunas de las endemoniadas podrían compartir diagnóstico con las pacientes de Freud, cuántas de ellas eran melancólicas. En la Balma, las mujeres dejan que les supere su angustia, sus gritos son el centro del espectáculo que es motivo de una verdadera romería de más de 10.000 personas que por la noche llenan de pequeñas hogueras las montañas del Maestrazgo. Asegura el periodista que en esos fuegos reside ciertamente la amenaza de la posesión del maligno.

Cuando los rituales, ofrendas, exvotos y procesiones en el santuario acaban, todo el mundo regresa a su casa, a sus pueblos de Castellón, Teruel o Tarragona. Muchas mujeres han conseguido dejar atrás a los demonios gracias a las caspolinas. El libro está ilustrado con fotografías firmadas por J. Pastor. No están, sin embargo, los testimonios de las mujeres y los niños volviendo a sus quehaceres habituales. Algunos llevaban poseídos tres, cuatro o cinco años. Sería reconfortante saber cómo se vive sin los demonios, cómo se recupera el ánimo y la voluntad para que de nuevo la comunidad vuelva a verlos como personas limpias, renacidos que ya nada tienen que ver con quienes se retorcían en la cueva de la Balma después de beber agua bendita mezclada con tierra sagrada. Saber qué queda de la melancolía.

Alardo Prats y Beltrán acaba el libro dando fe de su exacerbación y de la objetividad de su testimonio "después de haber permanecido tres días en esta montaña de las pesadillas viviendo un monstruoso sueño de locura".

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6 de marzo de 2025

Imagen de Marta Mas

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La guapura de la dramaturga Carlota Subirós

Todo en el espectáculo Olympia, creado y dirigido por la dramaturga Carlota Subirós (Barcelona, 1974), resulta conmovedor porque apela al reconocimiento. Éramos más de una, entonces, las que creíamos que Miguel Hernández decía –y Paco Ibáñez cantaba– que, además de la tierra callada, el trabajo y el sudor, fue la guapura lo que levantó los olivos de Jaén. Ahora el recuerdo suscita una sonrisa clemente y melancólica hacia lo que éramos al escuchar los míticos discos de Paco Ibáñez. Pero más allá de la complacencia en el reconocimiento de lo que nos levantó, como a los olivos, Subirós propone un ajuste de cuentas, un llamamiento a una revisión, a una toma de responsabilidad ante el saldo resultante de la diferencia entre lo que pensábamos que íbamos a poder hacer y lo que hemos hecho. Es cierto que quizás ya se ha hecho tarde, pero no lo es menos que siempre se puede hacer algo, aunque sólo sea resistir.

Tal vez el problema es ése: que lo que mejor aprendimos de las voces que coreaban “¡Libertad, libertad!”, desde el patio de butacas del teatro Olympia de París en el concierto de Paco Ibáñez del 2 de diciembre de 1969, fue la capacidad de resistencia. Resistir y esperar a que formáramos parte del colectivo que iba a dar forma a la historia.

Atravesando el umbral de la cincuentena, esa generación que representa Carlota Subirós no parece haber sido capaz de protagonizar ninguna gran revolución o conquista. Herederos de un progreso prometido y no siempre realizado, pero sí cuestionado. Hacemos lo que podemos. La resistencia puede ser el mayor heroísmo. No se trata de victimismo. Lo que se ha perdido o nunca se ha tenido nos define tanto como lo que somos o poseemos. Porque, a pesar de los pesares, como escribió José Agustín Goytisolo, “tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos”.

A todo esto se refiere el discurso de Carlota Subirós que encarnan seis mujeres con edades, capacidades y razas diferentes. Las actrices Lurdes Barba, Paula Jornet, Vicenta Ndongo, Neus Pàmies, Alba Pujol i Kathy Sey sostienen sendas interpretaciones impetuosas y cercanas gracias a una acertadísima disposición escénica. La escenografía es de Max Glaenzel, la iluminación de Raimon Rius y el espacio sonoro de Guillem Llotje. Juntos proveen al espacio escénico de un discurso paralelo y complementario, lleno de evocaciones, entradas, salidas y luces que son ricas narraciones en sí mismas.

La apelación directa que supone el discurso y los movimientos de las actrices concreta una de las grandes preguntas que sostienen la obra: cómo el colectivo determina nuestra identidad y qué es lo que podrá ser exactamente eso colectivo. En el concierto de Paco Ibáñez como médium de las palabras de poetas del siglo XV o del XX, lo colectivo era el murmullo de todas esas voces que pedían libertad. En el de Carlota Subirós el grupo es todo el equipo de trabajadores escénicos, todas las personas que dan forma a un espectáculo y son capaces de ello porque se creen la ficción de una obra. Aceptan la contradicción que supone construir algo sólido que es invisible y que sólo existe en la mente de los creyentes. El poder del teatro para agrandar la vida. El Teatre Lliure de Gracia, que acogió el espectáculo el pasado mes de enero y hasta el 9 de febrero, es el otro espacio homenajeado y reivindicado, repasando su historia y sus mitologías.

Olympia es un ejemplo excelente, una encarnación de nuevo, de la capacidad del teatro, el arte, la música y la poesía para levantar una vida. Como la guapura que era agua pura. Palabras bien ordenadas y seleccionadas para moverse por el mundo que creemos que nos espera rodeando la representación. La necesidad de la poesía para tomar conciencia de las posibilidades y las responsabilidades, desde el género, la raza o el nivel de bienestar. Sí, es cierto que las cosas han cambiado. Son diferentes los nombres de los dictadores y las maneras de opresión. Pero el grito que llama a galopar sigue teniendo la misma resonancia y fuerza que hace más de cincuenta años.

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7 de febrero de 2025
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El don para crear la realidad de Leslie Jamison

Primero: anhelar; segundo: observar; y, por último: habitar. Estos son los tres estadios en que se divide el conjunto de ensayos de Leslie Jamison (Washington, 1983) que lleva por título Gritar, arder, sofocar las llamas, traducido por Rita da Costa, y que ha publicado Anagrama. Formada en la Universidad de Harvard y en el Iowa Writers’ Workshop, con un doctorado en la universidad de Yale, Leslie Jamison dirige el área de no ficción del Máster en Bellas Artes de la Universidad de Columbia. Se ha escrito de ella que es la rutilante heredera de Joan Didion, aunque por ella misma se vale para llamar la atención sobre esos tres verbos que distraídamente se ofrecen como consejos o como ejemplos de vida.

Cuando la fotógrafa Annie Appel, protagonista de uno de los ensayos reunidos, habla de la frustración del periodista y escritor James Agee, precursor del Nuevo Periodismo norteamericano, ante la imposibilidad de captar la dureza de las condiciones de vida de los campesinos estadounidenses, está mostrando su propia frustración ante la imposibilidad de captar la cotidianidad de María y su familia en Baja California mediante la fotografía. Hay un paso corto de ahí a intuir que Leslie Jamison está hablando de su frustración para aprehender la realidad. Y ya no sólo mediante la escritura, sea ésta el periodismo, el ensayo o la novela –la poesía es otra cosa–.

La parte más íntima y más punzante de los escritos de Jamison se encuentra en esa confesión de la propia ineptitud para captar la realidad, para verla como está convenido que es, puesto que nunca estará a la altura de lo que anhelábamos, esperábamos o imaginamos. Precisamente, en esa grieta profunda que se extiende entre lo que nos gustaría ver al mirar y lo que realmente se alza ante nosotros, se halla la verdad. Abisal. Voluble. Profunda. Opaca. Invisible. Por eso, allí es donde hay que aprender a habitar. El subtítulo del libro es Ensayos sobre la verdad y el dolor.

Desde esa grieta o frontera difusa es desde donde parece escribir Jamison, ya sean artículos, ensayos o reportajes sobre una ballena solitaria, sobre niños que recuerdan vidas anteriores, sobre una estridente víctima de los ataques de un desequilibrado, sobre las personas que no ven la luz del sol en Las Vegas, sobre las que la ven y se casan en un santiamén o sobre la frustración de una fotógrafa que no consigue retratar los efectos de la pobreza, la violencia, las migraciones, las drogas y las pérdidas a pesar de estar conviviendo durante varias décadas con una familia mexicana que las ha sufrido.

En esa zona intermedia que habita y a la que invita a quien lee, resulta especialmente prolija porque, ya se ha dicho, es el lugar de toda la verdad y nada más que la verdad. Es el territorio donde se mezclan la posibilidad y los acontecimientos consumados, ya sean comprobables o únicamente narrados. Es la zona del verbo. La zona del aprendizaje, que, a fin de cuentas, es lo único que vale algo, lo único que merece la pena. Allí están todas las personas que se identifican con la ballena 52 Azul en su soledad y su dificultad para ser escuchada, ni siquiera oída. En ese territorio intermedio se sitúa la escritora también para hablar de su alcoholismo y sus trastornos alimentarios del pasado. Y de sus relaciones afectivas fracasadas, pero también de su aprendizaje para la maternidad y la convivencia.

Primero está el anhelo que motiva el movimiento, la fantasía que nos promete que todo el esfuerzo será recompensado con creces. Después, la observación de una escritura que renuncia a la objetividad porque desde el inicio asume que una voz impersonal es una falacia. Desde la observación participante heredera del nuevo periodismo evoluciona a una crónica nacida de la necesidad de ver para luego habitar. Es recomendable no saltarse ningún paso. Jamison demuestra que no se puede habitar en el anhelo. O, si no se puede evitar, es necesario prepararse para hacer frente a las consecuencias. En esa enorme ranura entre lo imaginado y la realidad que nos brinda la autora puede aprenderse incluso a eso, y a curarse las heridas.

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12 de enero de 2025

'Perdidas en el bosque' de Margaret Atwood (Salamandra, 2024)

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Conquistas de señoras mayores

 

Los últimos relatos de Margaret Atwood, recogidos en el volumen Perdidas en el bosque por la editorial Salamandra y la excelente traducción –como ya nos tiene acostumbradas, aunque no deja de superarse en cada una de sus entregas– de Victoria Alonso Blanco, toman forma en su mayoría a través de un grupo de señoras mayores que han alcanzado a lo largo de su vida muchas conquistas. No alardean de ello, o si lo hacen, es con ese estilo propio de la aclamada escritora canadiense en el que la ironía siempre acaba situando un paso por delante a la narradora y, a su vez, a la lectora.

En femenino porque los mejores cuentos de un conjunto irregular tienen mucho de encuentro íntimo entre mujeres, a pesar de que la intimidad es algo valioso que corresponde proteger incluso de los más allegados, que nunca llegan a estar tan cerca que puedan resultar invasivos. La defensa de la propia experiencia del yo es la que acaba constatando la vida y la existencia cuando ya ha pasado el tiempo y las apariencias, las obligaciones o veleidades han perdido el significado y la importancia que parecían tener. El agotamiento, la pérdida y el duelo llegan con una ironía que se sobrepone a cualquier nostalgia porque de nada sirvió negarlos ni siquiera en los momentos más dulces.

Las mujeres de edad avanzada que habitan los relatos de Margaret Atwood han venido a legitimar el cansancio. Y a reivindicarlo. Al final quedan los recuerdos y, en el mejor de los casos, el prestigio si es que se ha sido capaz de realizar algo meritorio; cuando lo más ansiado ya es la recompensa de las sensaciones más inmediatas. La naturaleza reclama la parte que le debemos. Las reflexiones de Nell, Lizzie, Myrna o Chrissy nos podrían haber llegado a través de un simposio internacional de académicas y eruditas, o bien mediante una reunión de amigas que se han encontrado para atender a una de ellas que está enferma de cáncer. Leerlas a través de la visión de Atwood puede ser una invitación a la calma de la asunción de la derrota cuando ya no es necesario acumular artículos, ponencias o amantes, aunque jamás se renuncie al juego de la seducción o a la alegría de entender palabras nuevas. El sosiego del atardecer y la sabiduría de esperarlo, observarlo y alargarlo, que dure y que su sabor sea intenso.

Volver constantemente sobre sabores y sensaciones pasadas es una de las obsesiones del duelo, muy presente en esta recopilación de cuentos. Margaret Atwood parece haber escrito para aprender a vivir con la ausencia, de la misma manera que la madre-bruja de la protagonista de “Mi maléfica madre” le asegura a su hija que su padre no las abandonó, sino que ella lo convirtió en un gnomo de jardín para que siempre pudiera disfrutar del paisaje y la caricia del viento. La niña lo creyó, hablaba con la figurita, incluso le pedía consejo y permiso hasta ser una joven crecidita, cuando al fugado le dio por reaparecer. Porque las decisiones y actos de los demás siempre son impredecibles. Por eso, conviene estar abrigadas y tener un lugar cómodo donde descansar.

Junto a las voces femeninas, aparece la del padre ausente que regresa del hechizo que lo mantenía convertido en un gnomo de jardín, la del suegro silente de quien muchos años después se descubre que también pudo haber tenido una vida interesante y desconocida para su propia familia, la del marido fallecido e incluso la voz de George Orwell, en una conversación inventada con la autora que, aunque llama la atención, no es lo más logrado del libro. Nada hay de doctrinario ni de condenatorio, pero con las diferencias en la capacidad de comunicarse de estos hombres o en sus silencios y sus distancias Margaret Atwood sí está poniendo sobre aviso. Ya hemos visto que siempre acaba llegando el momento en que las certezas pierden tersura. El único consuelo –una gran conquista– resida, tal vez, en la aceptación de lo que reclama de verdad la naturaleza.

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8 de diciembre de 2024
Pinturas de Joaquín Clausell
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Un más allá portátil con las tumbas abiertas

Tate Blanche, “la gran meldadora” y la primera adúltera de la familia, tan odiada y criticada por su hermana Victoria como admirada y recordada por su sobrina nieta, protagoniza una escena conmovedora hasta la congoja en León de Lidia, la última novela de la poeta, novelista y periodista mexicana Myriam Moscona, publicada por Acantilado. Esta “loca mujer” “guadró siempre a su kreatura (…) en una buteya de kuzina, ande guadravamos al tiempo los enkurtidos, las koles, pipinos i sevoyas, ansi enkashó para siempre a la kreatura que no arribó kon vida, los sielos le ayegaron esta kastigadura”. La pérdida, “el hachazo de la pérdida”, como escribe la autora, en su multitud de significados es el tema central de un libro que se compone a base de recuerdos, pensamientos, imágenes y narraciones, todo escrito con una prosa poderosamente evocadora y con frecuencia poética. Subyace en el texto una suerte de justicia o lógica providencial que traza el hilo que acaba uniendo todos los componentes.

El canto a lo que se ha perdido en muchas ocasiones viene a cargo de una “eterna voz intrusa” que “siempre me pellizca por dentro”, “la voz que habitualmente arroja veneno adentro de mí". Porque a veces la memoria puede ser precisamente eso: veneno. Este parece ser el motivo por el cual Moscona se ha decidido a escuchar esa voz, atender a todo lo que resucita. Nunca está demasiado claro lo que está muerto y lo que está vivo cuando lo actualizamos en nuestro día a día.

Huérfana desde muy joven, la voz narradora reúne un conjunto de recuerdos que la llevan hasta Bulgaria, el país del cual eran originarios sus padres, “la tierra que perdimos para siempre”; y hasta una lengua prácticamente desaparecida: el ladino de los sefardíes. Los hallazgos de la narradora son en su mayoría revelaciones para quien la escucha. La cercanía y el carácter confesional de la narración llegan a quien lee con la misma musicalidad de la transmisión oral con que parece haberla recibido la protagonista. Samuel Beckett afirmaba que la segunda persona revela la existencia de la voz, que tiene sentido porque creamos una realidad para otro.

Hacer presente lo que ya no está supone jugar con el tiempo en un libro en que la infancia, sus descubrimientos, juegos y canciones tienen una presencia destacada. Entre las numerosas e iluminadoras referencias culturales, un verso de la poeta búlgara Ekaterina Yosifova funciona a modo de síntesis y guía: “Los días se deshacen como nubes”. Debemos acostumbrarnos a perderlo todo de la misma manera que perdemos las nubes. Tal vez, la memoria y su capacidad de recuperar lo usurpado sea el único lenitivo posible, desde la serena renuncia a la batalla por retener lo imposible, siendo capaces de seguir el consejo del poeta persa Rumi: “Sé como el árbol que suelta todo lo que ya está muerto”. Dejarlo ir para retomarlo desde una posición nueva en la que aprender a leer “el significado oculto de las cosas” y encajarlo en esa compleja construcción que somos.

Algo parecido debió de perseguir el desahuciado pintor mexicano Joaquín Clausell –otra de las citas en el libro–, que en las paredes del altillo de su casa de la Ciudad de México derramó todas su obsesiones.

Myriam Moscona ha construido –ya lo había hecho también, magistralmente, en su novela anterior, Tela de sevoya, recuperada así mismo por Acantilado– un subyugante itinerario a través de la pérdida constante y la amenaza de la pérdida definitiva. La emoción de vida que provocan sus descubrimientos se hace nuestra al reparar en que la tela del pañal y la de la mortaja es la misma y la cargamos siempre. Felizmente, sí, felizmente, Moscona se eleva para descubrirnos también cómo hacerlo: “Pienso que llevo en forma secreta un más allá portátil con las tumbas abiertas para poder arrullarme y despertar fortalecida”.

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15 de agosto de 2024

Random House, 2024

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Aprender a verse (libre) en Deborah Levy

La danza está de moda. Bailar. Una amiga ilustradora reparó hace poco en que las películas que más le entusiasman –en el sentido estricto: las que le provocan un entusiasmo genuino– coinciden en que acaban con cuerpos pletóricos agitándose al ritmo de la música, y si es con colores vivos, puede ser el éxtasis. Últimamente ha tenido la suerte de gozar de varias.

La protagonista del último libro traducido en España de Deborah Levy (Johannesburgo, 1959), Luz de agosto, está obsesionada con Isadora Duncan. Concertista famosa de piano, en mitad de su década de los treinta, incita a un alumno suyo, adolescente e hijo de ricos, a que retoce por su habitación imitando a la bailarina que murió estrangulada con su chalina. Bailar y ver bailar. Proyectar la propia ansia de movimiento y liberarse del desasosiego en el cuerpo del otro.

La danza, sin embargo, no es la única manera de verse a una misma reflejada en una imagen ajena. La pianista de éxito Elsa M. Anderson también encuentra su doble en una mujer con la que coincide en las primeras páginas de la novela, en una tienda de antigüedades de Atenas. Su sosias se le ha adelantado y ha comprado una pareja de caballos mecánicos bailarines que se ponen en marcha levantándoles la cola. “El animal llevaba un cordel atado al cuello y la mujer podía dirigir sus movimientos tirando de él hacia arriba y hacia fuera”. Ya sabemos que la narración de lo simple y ordinario reclama un esfuerzo por poner atención. Lo sublime de lo cotidiano: aprender a mover ese cordel hacia arriba y hacia fuera.

La posibilidad de la danza de los caballos y la mirada de la doble, a la que la pianista roba un sombrero, son la obsesión que guía una narración en la que los acontecimientos cotidianos y los terribles se suceden con la misma naturalidad y con el mismo dramatismo. Porque tanto nos descubrimos en una categoría como en la otra, parece querer decirnos Deborah Levy, con su prosa visual, casi teatral o cinematográfica.

Elsa M. Anderson es una pianista de éxito mundial que un día deja un concierto a medias en una prestigiosa sala de Viena a rebosar de público. Estaba interpretando el Concierto para piano número 2 de Rajmáninov. Poco después se tiñó el pelo de azul. Los acontecimientos vitales se encadenan así de aleatoriamente. Huyendo de la tristeza de Rajmáninov, visita, además de Atenas, Nueva York, París, Cagliari (Cerdeña) o Londres, ciudades en las que casi siempre se encuentra con la mujer que sabe activar los caballos danzarines. También le sigue la sombra de Arthur, el encargado de su educación, quien vendió el alma de la niña abandonada al piano. A ella no le quedó más opción que pagar con su esfuerzo un talento tan azaroso como el mismo hecho de nacer. Los azares que definen una existencia y hay que aprender a mirar desde fuera, y que agitan los cuerpos con la misma virulencia que la música.

Tal vez fue la tristeza, el cansancio o la incomprensión de la importancia de las pequeñas cosas lo que la empujaron a abandonar el concierto a medias en una sala vienesa repleta de público. También es comprensible que, vendida su alma al piano, ella ignore cómo cuidar de las personas que la cuidaron a ella, si es que alguien lo hizo. Al fin y al cabo, para ella solo existía el piano y el abandono, hasta que apareció su doble y ocupó su pensamiento. Mantiene conversaciones con la mujer que sabe accionar los caballos bailarines, en las que la acusa y la desenmascara. De hecho, son tantos los personajes que se esfuerzan por quitarle la máscara como los que quieren recordarle que es una virtuosa del piano y que a pesar de todo debe volver pronto a los escenarios. Mientras tanto, ella observa cómo le crece el pelo teñido de azul. A fuerza de mirarse desde fuera, acaba por descubrir lo que estaba esperando, y la libertad del movimiento.

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3 de julio de 2024
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Sin principio de realidad

Manuel, que se hace llamar Fabrizio, que se hace llamar Marta, y que es personaje clave en la trama de Los Escorpiones le espeta a la protagonista, Sara, que se llama como la autora de la novela: “Tú y yo no somos de esa clase de personas que están bien”. Una afirmación que provoca que ella piense que “su patetismo es un espejo de la pobre alma humana en general y de la mía en particular, que tantas veces ha querido suplicarle a alguien que se quede”. En la descripción y la indagación del malestar espiritual o psíquico –lo que se alude como la “tecnocracia de la psique”– se encuentran las páginas más acertadas y deslumbrantes que podrían justificar parte del revuelo que ha suscitado la extensísima y ambiciosa novela de novelas de Sara Barquinero (Zaragoza, 1994).

Sus personajes –principalmente Sara y Thomas, los protagonistas que funcionan como hilo conductor a lo largo de los diferentes libros o pantallas que se van superando– han perdido cualquier principio de realidad que les permita interactuar de una manera más o menos sana o consciente con su entorno. De hecho, de lo que se trata es de adivinar el origen de la anhedonía y el Angst que les impide disfrutar del placer o de cualquier forma de vitalidad si no recurren a los porros, la cocaína u otras drogas más fuertes o al orfidal. Como personajes de un videojuego que premia con la empatía y la comunión con algo o alguien que descubra el sentido genuino de los días. La mayor parte del tiempo el suicidio parece la única opción.

Barquinero es doctora en Filosofía y, entre otros reconocimientos, ha recibido el Premio de Ensayo Valores Universales de la Fundación Unir. En 2021 publicó la novela Estaré sola y sin fiesta. La presencia del pensamiento y las teorías de autores filosóficos de diferentes épocas constituye el cimiento más sólido sobre el que se alza toda la catedralicia construcción. Si se insiste en presentar la novela como emblema y espacio de reconocimiento de toda una generación, la llamada Z, es porque la autora incluye también un lenguaje propio de tribu o de iniciados que crecieron bajo la influencia constante de los videojuegos y la publicidad invasiva de marcas, y que vieron como el mundo se detuvo casi completamente cuando ellos llegaban a lo que les habían anunciado como los mejores años de su vida. Les cuesta creer que el futuro tenga alguna posibilidad. Sin duda, el libro consolida el universo estético y cultural de una generación a partir de malestares eternos que cada época ha lidiado como ha podido.

Así, entre crisis de angustia, y cuando “el principal problema de no dormir es que con el tiempo suficiente la realidad cobra la consistencia del sueño”, por lo que lo único que se puede hacer es drogarse y disimular – “Ninguna de tus reacciones frente a lo que debería importarte es genuina, siempre hay un punto de fingimiento o cinismo”–, los dos protagonistas se implican en una delirante investigación que pretende hallar los orígenes y mecanismos de funcionamiento de una Gran Conspiración promovida por una sociedad secreta o una empresa multinacional y poderosa descendiente de un club de caballeros masones. La familia D’Alessandro dominan locales de ocio, residencias para enfermedades neurológicas, laboratorios farmacéuticos, fábricas de máquinas tragaperras y videojuegos, salas de arte y productoras audiovisuales. Desde todas estas plataformas, el clan manipula el comportamiento presente y futuro de la humanidad para obtener una clientela interminable de consumidores de ansiolíticos, antidepresivos o somníferos.

El rastro de la conspiración a lo largo de los siglos se ilustra con una novela italiana escrita pocos años antes del ascenso de Mussolini, con un texto testimonial sobre los clubs nocturnos de finales de los setenta en New Orleans y con la recuperación de chats de foros suicidas en la Deep Web. También introduce formas narrativas que alteran la linealidad, partituras verticales herméticas, o estructuras que buscan efectos propios de las pantallas, como reproducir simultáneamente el pensamiento de dos personajes que se encuentran cada uno a un lado diferente de la puerta.

En todos estos registros, contextos y épocas, Barquinero consigue narraciones con diálogos y descripciones de las escenas y las acciones tan verosímiles que acogen a quien lee como invitado a una sólida estancia provista absolutamente de todo para dejarse llevar. Para personas que dudan entre la realidad y la ficción y se preguntan cuál de las dos tiene mayor consistencia, la autora se ha empleado a fondo en demostrar que es posible construir una realidad paralela y perceptible desde la literatura, de la misma manera que se construye una realidad virtual digital. La novela empezó a gestarse en 2016, mientras la autora estaba todavía en la universidad. Asegura que podría tener 500 páginas más. Como en el cuento de Borges en el que se pretende incluirlo absolutamente todo en un mapa, también en Los Escorpiones se corre el riesgo de querer recabar demasiada información. En el ejercicio abrumador que a veces puede resultar la lectura de la novela –un efecto del que probablemente la autora y la editora son conscientes–, quien lee desde su propia, incierta e incompleta realidad, se encuentra ante un desarrollo no exento de exhibicionismo. Al fin y al cabo, se trata de personas que no saben qué hacer con su existencia, pero han asumido que son símbolos de sí mismos y necesitan imaginar, percibir, sentir y gritar lo que hay detrás de un emblema.

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22 de mayo de 2024
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La utopía de la apariencia

En los paisajes dibujados por Aurelio San Pedro (Barcelona, 1983) no se encuentra ninguna figura humana. Estrictamente, tampoco se trata de paisajes, sino de un conjunto de piezas que son representaciones concretas de la Naturaleza, conscientes de su individualidad e, incluso diría, de su personalidad, pero, a la vez, de su pertenencia al conjunto. Es la mirada y el lápiz de San Pedro los que limitan la escena, los márgenes de la apariencia. Ni siquiera el cielo es el límite, ni los ríos, ni las lindes de los campos, ni los acantilados ni los terraplenes. Los límites los define la emanación de la luz en esta serie de dibujos en grises donde no hay espacio para el blanco porque hasta el aire o las nubes que forzosamente han de configurar el cielo son materia. El vacío, pues, tampoco existe. Hay penumbra, sombra y oscuridad. Se impone el equilibrio de las presencias vegetales y minerales en función de la luz que reciben y mediante la cual se perfilan en mayor o menor medida sus formas. También dibuja los volúmenes el aire que es cielo descendiendo para reforzar todo lo crecido de la tierra, a la vez que la hierba, los arbustos, los árboles y las rocas se alzan para sostener la cúpula celeste, aquí transfigurada en materia de grafito que respiramos.

La serie Nature se expone este mes de abril en la galería El Claustre de Girona, que además celebra su 40 aniversario. El artista ha tomado fotografías de espacios de Terrassa, Girona o La Cerdanya. Después, las manipula digitalmente para eliminar cualquier resquicio de la presencia humana. Su mirada, entonces, no es ni neutra ni inocente para homenajear el milagro que supone la Naturaleza. No se trata de dibujos que reproducen minuciosamente la realidad, aunque no hay ninguna duda acerca de la técnica de la mano que dibuja –sobre la cual parece interrogarse a sí mismo el artista– ni sobre la entrega del autor al llamado de una idea o una obligación autoimpuesta por la interrogación constante ante la observación del entorno. En el retrato manipulado de los árboles que ofrece, se pretende, a la vez, crear y desvelar el misterio. En la eliminación radical de la anécdota desaparece la huella del día a día. Ni siquiera el tiempo parece tener el poder para vilipendiar un paisaje que se nos muestra amplio y libre para la expansión del espíritu, la mente, la contemplación o, sencillamente, la respiración. Los caminos no se han llenado de broza, y hasta los arbustos descuidados mantienen un equilibrio diríase que pactado para no entorpecer la mirada ni la circulación del aire y el pensamiento. Los paisajes más metafísicos por su infinitud, realizados en gran tamaño, conviven con detalles más concretos de ramas, follaje, broza o piedras. Dos manifestaciones del mismo misterio, que, como acostumbra a pasar, se necesitan para confirmarse y negarse recíprocamente.

Ni siquiera los extensos campos plantados o segados presuponen la presencia humana. Ni la ausencia de pinaza a los pies de troncos idealizados a la orilla de un río. Sin embargo, es en los caminos tan despejados y libres entre majestuosos ejemplares donde la atmósfera se vuelve más onírica. El ser humano no está presente, es cierto, pero todo parece crecido a su imagen y semejanza. El paisaje deviene decorado para albergar una utopía. La utopía de la apariencia que se nos muestra, y por la que se pregunta el autor; o la apariencia de la utopía que persigue el pensamiento de San Pedro.

En el relato “Ruinas circulares” de Jorge Luis Borges –un texto que, según comenta Aurelio San Pedro, ha sido fundamental en la configuración de su universo simbólico– se produce un inquietante y estimulante encadenamiento de hombres que sueñan a otros hombres actuando, dando discursos brillantes y realizando acciones meritorias. En los dibujos de San Pedro no encontramos ruinas, sino todo lo contrario. Ya hemos convenido que los suyos son retratos de la utopía o la utopía de las apariencias. Y en esa apariencia, en la ausencia de tiempo, parecen convivir todas las épocas: las anteriores a cualquier presencia humana, pero también las posteriores.

No existe el tiempo porque, como en la utopía, tampoco existe en los sueños: ninguno de los dos casos tiene posibilidad de concretarse. Pero observando algunos de los caminos entre los árboles, o los vastos campos, o las escasas barreras de maleza, no se puede negar que Aurelio San Pedro, como Borges, esté soñando que un ser humano sueña que un ser humano pasea por ese paisaje o, incluso, que lo crea con su pensamiento. El autor no juega a ser Dios o un creador, sino sólo a soñarlo.

El tiempo ha sido un tema recurrente en la obra de Aurelio San Pedro. Un proyecto reciente –realizado en otro de sus lenguajes expresivos: los objetos creados a partir de restos de libros antiguos– se tituló Cuando todo pasa. En la producción de los últimos dibujos realistas asegura haber dejado atrás obsesiones como la muerte, la pérdida o el paso del tiempo. Afirma que su actual búsqueda de la Naturaleza es la búsqueda de la vida. La va a seguir buscando en los cielos y el sol eterno del verano islandés. Pero tampoco será extraño si allí encuentra lo que ya ha imaginado, aunque lo ignore todavía.

Son muchas las teorías filosóficas, sociológicas, psicológicas o incluso religiosas que afirman que el movimiento esencial que define la existencia consiste en el desprendimiento. Cualquiera que escogiéramos para hablar de Aurelio San Pedro, tendría su contraria para invalidar el discurso. Se crece en las contradicciones y en la multiplicidad de estímulos –entre los que incluye las complicaciones. Tiene la valentía de atender a lo que le inquieta y necesita expresar. El silencio es como el blanco en sus dibujos: no existe, es imposible porque se conforma de substancia, aunque sea muy sutil. De ahí su cambio de técnica o lenguaje expresivo.

La expresividad de los pensamientos, de los afectos y de los sentimientos es una forma de generosidad. De eso no cabe colegir que la austeridad sea parquedad. Ya se ha afirmado que San Pedro acepta con gusto las contradicciones. De hecho, podría asegurarse que la prolijidad de lenguajes sirve también para esconderse cuando un idioma se cree agotado o ha caído en la promiscuidad y cree acercarse al imposible silencio. Después de lo transmitido en sus cuadros realizados con fragmentos de libros antiguos –un hombre que sueña que un hombre sueña que un hombre sueña–, se escondió en una reproducción realista –aunque pasada por el cedazo del pensamiento más que por la mirada del autor– de la Naturaleza. Y de ahí, vuelve a encerrarse en la estancia desde la que ha recreado el paisaje, más imaginado que recordado, para centrar su atención en objetos cotidianos que dibuja en color. Desde lo inmediato que quiere ver y mostrar en colores, niega para confirmar la inmensidad en escala de grises de un desierto soñado que es el paraíso del que es difícil saber si fuimos expulsados o que todavía no hemos llegado.

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10 de abril de 2024
Foto de Bernat Reher
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Salir de la escoria cuando todavía se está a tiempo

El costumbrismo en los artefactos artísticos y culturales siempre es arriesgado. A veces consigue una celebración de lo cotidiano, haciendo extraordinario lo más simple. Pero también puede suceder que se rescate de lo ordinario la anécdota que no alcanza ningún significado ni eco. No siempre es gratificante ver convertidos en parábola los sucesos con los que toca lidiar diariamente. La burocracia y los intereses creados que rodean la política de una ciudad en la vida real pueden asquear a cualquiera. Sin embargo, la dramaturga Lluïsa Cunillé (Badalona, 1961), para su creación más reciente, Al contrari! –el texto lo ha publicado la editorial Arola Editors–, ha escogido como protagonistas a la directora de un teatro municipal y a su hermana, la alcaldesa. No es ninguna sorpresa que esta autora configure una atmósfera inquietante y confusa. Incluso legendaria. Es uno de los nombres más destacados de la dramaturgia catalana y española. Formada inicialmente en los talleres de Sanchis Sinisterra, ha sido reconocida con, entre otros, el Premio Ciudad de Barcelona, el Max, el Nacional de Teatro de la Generalitat de Catalunya y el Nacional de Literatura Dramática del Ministerio de Cultura. También es muy prolífica. A finales de 2023, el teatro barcelonés La Gleva acogió la representación del igualmente desconcertante El gos, dirigido por Albert Arribas.

En el montaje teatral de Al contrari!, estrenado en la sala Atrium de Barcelona el pasado mes de enero, dirigido asimismo por Arribas y genialmente interpretado por Antònia Jaume y Berta Giraut, se ha exagerado el vestuario en un espacio escénico mínimo –inteligentemente simbólico– y el histrionismo de los personajes, que adoptan diferentes acentos para llevarnos a cualquier lugar del país o del planeta. Si en el texto la realidad más próxima deviene misteriosa, en la puesta en escena es mucho más grotesca que onírica.

La decadencia del teatro municipal es la decadencia de su directora, que ha sido incapaz de conservar la que probablemente era su última oportunidad –enturbiada por el nepotismo– de hacer algo meritorio en la vida. Evocando el lugar común beckettiano, nadie puede decir que su estrepitoso fracaso no sea el mejor de los aciertos. Con la directora se constata que casi siempre es imposible mantener un ideal aunque la lógica del deseo y la reivindicación de la belleza se conjuren en aras de lo verdadero. Una de las preguntas con diferentes niveles de lectura es si la población de verdad quiere saber la verdad.

El fracaso de la directora es el de haberse entregado a esa verdad que es la vocación. Por eso advierte a la joven que llega a visitarla –pero que también podría suplantarla– que, si se atiende al propio talento, entonces no queda más remedio que doblegarse al destino que éste impone, cargado de sacrificios; si se opta por ignorarlo, siempre es posible dejarse arrastrar por el primero que pase, despreocupadamente. Contra el fatalismo de morir bajo las ruinas de un teatro que parece no importarle a nadie, otro personaje, el ex-marido de la directora, le aconseja que salga de la escoria mientras esté a tiempo.

No parece tan fácil deshacerse de la basura, sea ésta la gestión de unas ruinas, la política municipal o la insatisfacción de una carrera profesional o artística truncada. Cunillé nos muestra personajes decididos a llegar a su destino aun a sabiendas del silencio y la oscuridad que les esperan. La vida verdadera está en el movimiento continuo, en los actos que se suceden hasta llegar a alguna escena en que parece que todo lo acontecido encaja. Hasta el punto de arrancar la risa, el llanto y/o el aplauso.

El teatro es una buena arma de defensa para manipular a los gnomos que de pronto aparecen en la mente y en el corazón. Lo dice el propio Henrik Ibsen, quien hace acto de presencia en la obra de Cunillé. No le parece una buena idea que le dediquen estatuas en vida. Una estatua y un gnomo de jardín también pueden ser fantasmas, de esos que sólo se controlan convirtiéndolos en personajes de teatro para conseguir dormir bien. A la desahuciada directora del teatro municipal le cuesta distinguir la realidad de la ficción. Tal vez por aquello de que su verdad no coincide con la de la mayoria. Una mujer enloquecida, aunque es difícil saber desde cuándo. Entre sus renuncias, también se encuentra la maternidad. La soledad buscada de quien se somete a su vocación o talento, con el tiempo, se transforma en la soledad insalvable de quien ha negado la compañía de cualquiera que pudiera robarle algo de tiempo. Dice Ibsen aquí que los amigos son caros, no por lo que se hace por ellos, sino por lo que se deja de hacer por ellos. Gnomos de jardín, estatuas, amantes, hijos, amigos… al final, sentados a un banco al atardecer, todo son sombras. Una enorme y nebulosa tela de araña de sombras. Salir de la escoria mientras se esté a tiempo.

La solución no parece encontrarse en los viajes ni en espacios nuevos; lo más recomendable, como sugiere la mujer joven, es reconquistar un espacio y cambiar los cristales de todas las ventanas para que no quede ni un ápice del vaho de los que allí respiraron. Vivir es un arte y no se debe confundir nunca el vaho con la luz: es otra cita de la joven imaginada por Cunillé, que a veces hace de periodista y cree en la verdad, y muchas otras veces miente.

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1 de febrero de 2024
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Metamorfosis incómodamente familiares

 

Una de las abundantes frases memorables y memorizables de la magnífica novela En memoria de la memoria, de María Stepánova sentencia que “el entusiasmo como estado de percepción de la realidad ha quedado degradado, se lo ha echado a la basura y se ha convertido en propiedad de diletantes y marginales”. Recortar la cita me recuerda otro libro: El arte del saber ligero, por el repaso que su autor, Xavier Nueno, hace de la historia del libro como objeto destinado a fijar y almacenar el conocimiento. Escribe sobre lectores con tijeras, del debate entre acumular libros o descuartizarlos para quedarnos únicamente con su esencia. El entusiasmo de descubrir un lugar común, en el sentido más originario y positivo de la expresión: algo que deberíamos de saber todos.

El entusiasmo altamente contagioso de Laura Fernández acerca, incluso a los más reacios, a las delicias ocultas de la literatura fantástica, de terror o de la ciencia-ficción. Quien es abducido por la arrolladora prosa y la ilimitada imaginación sobre las que se alzan su escritura se instala en lugares comunes fantásticos porque tras el extrañamiento del diletante llega el reconocimiento de lo más real y verdadero.

No se me ocurre una mejor maestra de ceremonias para un encuentro con la escritora rusa Anna Starobinets (Moscú, 1978) y los desvelamientos que se producen en sus cuentos. Laura Fernández demuestra su idoneidad en el prólogo a la edición de La glándula de Ícaro. El libro de las metamorfosis que Impedimenta publicó el último otoño, con traducción de Fernando Otero Macías. El libro apareció en su versión original en 2013, y llega ahora a nuestro país después del éxito en 2021 de Tienes que mirar.

Starobinets, conocida como la Stephen King rusa, parte de situaciones que podrían ser recortadas con tijeras de un día cualquiera de cualquier contemporáneo nuestro y reconstruye el contexto y los acontecimientos sobrenaturales que han conducido hasta la escena seleccionada. En la mayoría de casos se trata de advertencias, porque la autora recurre a las metáforas propias de la literatura de terror para señalar la amenaza que siempre supone un poder incontrolado, ya sea político, científico, religioso, económico, cultural e incluso afectivo-amoroso.

La ciencia-ficción advierte de los posibles efectos de ir contra la naturaleza. Las consecuencias de inducir a quien tenemos al lado a extirparse una glándula vital para salvar lo que ya desde el principio parecía insalvable pueden ser desoladores, como se ve en “La glándula de Ícaro”. Algo parecido sucede con una obsesión movida por una ambición desmesurada en “Sity”, en el que un escritor quedará encerrado en la ciudad a la que tanto ansiaba llegar y comprobará cómo, a veces, que se cumplan los sueños resulta un castigo insufrible.

Por mucha que sea la desesperación, tampoco puede llevarnos a buen puerto la decisión de someter el talento y el entusiasmo –de nuevo– a una organización que promete fama, glamur y dinero a cambio de nuestra vida y nuestra mirada de espectador. En “El Lazarillo” encontramos un talentoso guionista condenado a permanecer en las butacas de una sala de proyección porque no controla su cuerpo, más propiedad de la organización para la que ansiaba trabajar que suyo.

Los cuentos de Starobinets son inquietantes porque en lo descabellado siempre hay un destello muy reconocible que nos advierte de que todo puede ser posible si se entiende el símil o la máscara. Como la de Gregor Samsa, todas las metamorfosis de este volumen acaban resultando incómodamente familiares. La esperanza y la fatalidad tiran de los dos extremos de la cuerda bien tensa sobre la que camina el lector. En "El parásito", la inocencia, la belleza y la pureza están en manos de la Iglesia y la ciencia. Pueden salvarnos y sacarnos de nuestra inmundicia, pero a cambio de nuestro cuerpo y de nuestra identidad –por no decir alma–.

Parece irremediable que el poder de las grandes multinacionales y los magnates sea pronto absoluto y que encuentren la inmortalidad. No habrán conseguido acabar con el hambre, las guerras o el calentamiento global, pero habrán puesto al alcance de todo el mundo los viajes soñados, la juventud eterna y el entretenimiento absoluto. En los cuentos de Starobinets siempre hay muchos personajes que se ilusionan con el progreso. Con frecuencia, en esa presunta ingenuidad reside la ironía y el humor que rezuma de las narraciones. Si Stepánova –también nacida en Moscú– denunciaba que el entusiasmo es hoy materia de basurero, en las narraciones de Starobinets, la esperanza resulta grotesca. No parece haber más destino que el horror, por lo que se hace necesario seguir las narraciones con cautela y atención para detectar en qué momento –seguro que lo hay– ha quedado descuidada la posibilidad de redirigir la historia y salvarla con entusiasmo y conservarla como hacían los lectores con tijeras.

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7 de enero de 2024
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El Boomeran(g)
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