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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Un oficio peligroso

La literatura es un oficio peligroso cuando se enfrenta a las desmesuras del poder de las tiranías, que nunca dejan de sentirse amenazadas por las palabras. El poder que se ejerce con crueldades y excesos tiene rostro de piedra y es contrario a las verdades y a la invención, y al humor, y a la risa, que son cualidades cervantinas.

Ovidio fue desterrado a los confines más inhóspitos del imperio romano en el Mar Negro, “allá, donde ninguna otra cosa hay, sino frío, enemigos y agua de mar que se congela en apretado hielo”, porque sus poemas, o su irreverencia, o sus opiniones, eso ya nunca llegará a saberse, ofendieron al emperador Augusto, y habría de morir lejos, afligido por las calamidades de la soledad y el ostracismo.

Extrañado. Cuando a un escritor se le envía al exilio la pretensión es convertirlo en un extraño de su propia tierra, de su vida y de sus recuerdos.

“Como la nave podrida que es devorada por la invisible carcoma, como los acantilados socavados por el agua marina, como el hierro abandonado atacado por la mordaz herrumbre, y como el libro archivado devorado por la polilla”, dice de sí mismo en sus Tristes, porque aún en aquellas lejanías siguió escribiendo, un oficio al que no se renuncia nunca. Más bien, la necesidad de escribir se exacerba entonces, si uno se debe a las palabras, o debe su vida a las palabras.

El arte de amar, uno de sus libros capitales, quedó prohibido y fue sacado de las bibliotecas públicas. Prohibidas sus palabras, y alejado para siempre de su tierra, que era, según él mismo lo dijo, como “ser llevado al sepulcro sin haber muerto”.

En América Latina se ha pagado siempre un alto precio por la palabra libre. Muerte, desaparición, cárcel, destierro. Haroldo Conti y Rodolfo Walsh, asesinados por la dictadura del general Videla en Argentina.

Al destierro fue a dar dos veces Rómulo Gallegos, primero bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez, y luego bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, después que fue derrocado de la presidencia de Venezuela.

Había durado solamente nueve meses en el cargo, los mismos nueve meses que duró Juan Bosch, exiliado por la dictadura del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, y luego de muerto Trujillo, electo presidente de la República Dominicana, sólo para ser derrocado por los militares trujillistas, y vuelto otra vez al exilio.

Pablo Neruda se comprometió en 1946 con la candidatura de González Videla, y se involucró en su campaña electoral, pero, ya en el poder, aquel lo mandó perseguir y tuvo que huir a través de la cordillera hacia Argentina.

Exiliados tras el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala Tito Monterroso y Luis Cardoza y Aragón, por la dictadura de Castillo Armas. Exiliado Augusto Roa Bastos por la dictadura de Stroessner en el Paraguay. Exiliado Mario Benedetti del Uruguay, exiliado Juan Gelman de Argentina, su hijo asesinado y su nuera secuestrada y llevada al Uruguay donde dio a luz a una niña, desaparecida por largos años; y él mismo canta mejor que nadie esa desolada canción del exilio: “huesos que fuego a tanto amor han dado/exiliados del sur sin casa o número/ahora desueñan tanto sueño roto/una fatiga les distrae el alma…”

Y exiliados de Cuba Rinaldo Arenas, y Guillermo Cabrera Infante, y Severo Sarduy; y de Venezuela, hoy, tantos escritores y artistas que forman una inmensa, e intensa, diáspora.

De modo que yo pertenezco a esa larga tradición de quienes pagan un precio por sus palabras, dos veces bajo orden de prisión, y dos veces obligado al exilio, primero en mi juventud por una dictadura familiar, y tantos años después, por otra dictadura familiar.

Pero hay algo de lo que nunca nadie podrá exiliarme, y es de mi propia lengua. Porque mi lengua de escribir realidades, y de crear mundos imaginarios, es una lengua que no conoce fronteras.

Hay lenguas que tienen el país por cárcel, lenguas que terminan donde terminan las fronteras. No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Ese sentimiento de que la voz se escucha de cerca, pero no de lejos.

Que le quiten a uno su lengua por la fuerza. Sándor Márai, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, también fueron prohibidos en su patria. Le extirparon la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia, o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y se suicidó en el exilio, ya sin lengua.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sándor Márai, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.

Pero yo, con mi lengua recorro todo un continente, atravieso el mar, y siempre me dejaré escuchar. Y si mis libros están prohibidos en Nicaragua, las veredas clandestinas de las redes sociales hacen que lleguen a miles de lectores, igual que pasaba antes con los libros inscritos en las listas negras de la inquisición, que atravesaban de contrabando las fronteras a lomo de mula, o burlaban las aduanas escondidos en barriles de vino, o de tocino.

Por eso que las palabras se vuelven tan temibles. Porque tienen filo, porque desafían, porque no se las puede someter. Porque son la expresión misma de la libertad.

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8 de noviembre de 2021
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La novela negra, un género ejemplar

 

La novela policíaca, conocida mejor como novela negra, ha tenido la fama mal merecida de ser una literatura de segunda, libros de leer y tirar sin más consecuencia que el buen rato que el lector pasa tratando de adelantarse a averiguar quién es el asesino, papel que tradicionalmente estaba reservado al mayordomo de chaquetín a rayas. O, como en las novelas de Agatha Christie, esperar el momento final en que el inspector Poirot reúne al total de los sospechosos alrededor del fuego de la chimenea, todos cómodamente sentados, para explicarles los entramados del crimen y señalar al culpable, que se halla invariablemente entre los circunstantes.

Se suele olvidar que la novela negra, tan vilipendiada, tiene por fundador nada menos que a Edgard Allan Poe. Y yo, tras repetidas lecturas de Raymond Chandler y Dashiell Hammett, entrenándome en el género, los coloqué sin vacilaciones en el santoral de mis autores de culto. Para empezar, ambos fueron capaces de desarrollar un estilo inconfundible, cortante y a la vez contundente, capaces de describir con trazos duros a tipos duros que se mueven en un ambiente crepuscularmente corrompido; y sus detectives estrella, Philip Marlowe y Sam Spade, los dos indefectiblemente ligado al mejor rostro que pudieron haber encontrado, el de Humphrey Bogart, son pesimistas y desilusionados, cínicos y un tanto alcohólicos, pero dueños de un cierto espíritu ético, que los lleva a resistir a las infaltables a las femmes fatales, y a la no menos erótica tentación del dinero.

La novela negra latinoamericana viene de estos dioses tutelares, pero en el trasiego se convierte en un género nuevo y diferente que se aparta del canon que podríamos llamar clásico. Diferente, en primer lugar, porque resulta teñido por la anormalidad política, que tiene que ver con las múltiples debilidades institucionales tan crónicas que padecemos, y que como una marea sucia y aceitosa se mete por todos los resquicios de la realidad, y por tanto del relato.

En la novela negra anglosajona, un policía o un investigador privado pueden ser todo lo desordenado que quieran en su vida privada, pero en su oficio tienen detrás el respaldo de las leyes, y de las instituciones judiciales. Los héroes de nuestra novela policial, en cambio, resultan siempre contaminados, empezando por la corrupción, que es orgánica y no deja escape, o los favores políticos que llevan tantas veces al apañe y a la impunidad.

 O, ahora en día, de manera más profunda como factor de distorsión de la justicia, el poder envolvente del narcotráfico, que induce al héroe a asumir una conducta de dualidad moral, como en el caso de el zurdo Mendieta de Elmer Mendoza, en el escenario de uno de los territorios calientes del tráfico de drogas, como lo es el estado de Sinaloa; y hay un momento en que a no sabemos dónde se sitúa esa tenue línea que separa lo moral de lo inmoral.

 Ya no se diga el héroe que no sale incólume de las tinieblas del pasado, como el Mario Conde de Leonardo Padura, atrapado en la maraña de los recuerdos de la guerra de Angola y en las frustraciones que padecen, tanto él como su compañeros de mala fortuna, metidos dentro de la máquina, ya deterioradora sin remedio, de una revolución que de sueño de cambio pasó a convertirse en una pesadilla burocrática. La Habana de Mario Conde es una ciudad fantasmagórica.

 En mi experiencia personal, la novela negra se vuelve un método de explorar la realidad contemporánea de Nicaragua, que me lleva necesariamente a entrar en un paisaje lleno tanto de anormalidades como de excentricidades. Mi inspector Morales se moverá en un terreno sinuoso, e impredecible, porque todo depende del arbitrio caprichoso del poder. Su vida está ligada a la revolución de los ochenta, y debe vivir la contradicción entre lo que esa revolución fue, y el remedio que ahora es. Y enfrenta la corrupción y los abusos de un poder sin reglas, desde una perspectiva que deberíamos llamar ética, como Sam Spade o como Marlowe. Pero no deja de ser marginal, porque no es un personaje político. Los acontecimientos son los que lo arrastran a observar con ojo crítico las ocurrencias anómalas, y muchas veces grotescas, a su alrededor.

Pierde una pierna combatiendo adolescente en la guerrilla contra Somoza, y la prótesis que lleva le recordará siempre ese pasado que fue heroico cuando se convierte en policía antinarcóticos, y más tarde, cuando termina como investigador privado de un pequeña y pobre oficina en Managua, marginal entre los marginales, y siempre rumiando las preguntas sobre lo que aquel pasado ha hecho de su vida, ahora llena de frustraciones.

Como escritor, creador del inspector Morales, y en muchos sentidos su alter ego, el género negro me da las defensas necesarias para protegerme de la política misma, porque me concede las distancias necesarias; no hay nada más peligroso que el tema de la política en el terreno literario.

El inspector Morales no es un personaje político, ni quienes lo rodean; todos entran en esa realidad pervertida, muchas veces a su pesar, pero no dejan de juzgarla. Y como están armados de humor, un humor negro si se quiere, tienen allí una salvaguarda para no involucrarse en el drama que la realidad contemporánea representa para ellos, y para mí. Un drama que, si no te cuidas, te puede llevar a la retórica y a las imprecaciones, enemigas mortales de la literatura, pues si no te sitúas lejos de la arenga y de la didáctica política, no sobrevives en las palabras.

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25 de octubre de 2021
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Viejos fantasmas

Los términos izquierda y derecha nunca han sido tan confusos como hoy en América Latina; pero, sobre todo, tropezamos con valladares de entendimiento cuando nos referimos a la izquierda, que padece de un síndrome de identidad.

Hay una izquierda conservadora metida en el túnel del tiempo que no puede orientarse hacia la salida del siglo veintiuno porque tiene enfrente de los ojos la enorme piedra filosofal de la añoranza soviética. El partido, duro y monolítico, que guía a las masas hacia un futuro sin mácula; y está la otra, de los viejos guerrilleros ideológicos que ven en la lucha armada un ideal que saben desgastado, pero para el que no encuentran sustituto.

Los acuerdos de paz conseguidos en Colombia bajo el gobierno del presidente Santos, significaron la renuncia a las armas de las FARC, el más viejo de los movimientos guerrilleros de América Latina, ya cuando la lucha armada como método de toma del poder había perdido todo prestigio.

Antes, los acuerdos de paz de Esquipulas, conseguidos bajo el plan impulsado por el presidente Arias de Costa Rica, terminaron con las guerras de los años ochenta del siglo pasado en Centroamérica: la que se libraba en Nicaragua entre el régimen de guerrilleros sandinistas en el poder respaldados por la Unión Soviética, y los contras financiados por Estados Unidos; y las guerrillas del FMLN en El Salvador, y la URNG en Guatemala, cuyos dirigentes pasaron a la vida política civil.

Pero lo que se dio entonces fue una situación de orfandad. Estos procesos de paz de antes del fin del siglo coincidían con la caída del muro de Berlín. La década de los años noventa fue de agonía para la izquierda ortodoxa, que nunca estuvo dispuesta a hacer concesiones, porque sus ideas fundamentales quedaron desmanteladas: el partido único, o hegemónico, en control del estado; el estado como empresario único; y la democracia proletaria, contraria a la democracia burguesa.

Para quienes se negaron a aceptar que aquel mundo, en parte irreal y en parte real -se habló mucho entonces del socialismo real a la hora del derrumbe- había dejado de existir, todo se quedó en una nostalgia viciosa. No vieron, y muchos aún no lo ven desde esa estricta ortodoxia, que la única salida para la izquierda es hacerse parte del sistema democrático sin apellidos, que empiezan por competir por el poder en elecciones, y aceptar que a través de los procesos electorales se gana o se pierde.

Pero entonces, antes de empezar el nuevo siglo, el desgaste del sistema democrático en Venezuela, que perdió credibilidad por falta de renovación, le abrió las puertas al fenómeno populista de Chávez, algo que no era nuevo en América Latina -basta recordar a Perón y a Getulio Vargas- pero que venía insuflado de un nuevo espíritu mesiánico y redentor, y volvió a poner de moda el lenguaje anquilosado de la izquierda tradicional.

Es cuando se crean las mayores confusiones acerca de la izquierda, porque detrás del populismo de Chávez, con sus petrodólares benefactores, un viejo ortodoxo como Ortega aparece también como populista en Nicaragua, porque puede disponer de los cerca de cinco mil millones de dólares que le llegan desde Venezuela a lo largo de varios años, y populista es también Evo Morales en Bolivia. Todos, junto con la Cuba de Fidel Castro, que sin la munificencia de Chávez no hubiera sido capaz de sobrevivir.

El populismo de izquierda que desangra a Venezuela. Pero entrado el siglo veintiuno, el populismo pasa a ser también de derecha, un populismo cerrado ideológicamente, el que Trump alienta en Bolsonaro, sectario, intransigente, demagógico. Pero también Maduro, el heredero de Chávez, es un demagogo que erige su discurso altisonante sobre las ruinas de un país empobrecido al extremo por la corrupción y el dispendio.

Y un dirigente político de la vieja guardia de izquierda, como Cerrón en Perú, hasta hace poco seguro en su rol de poder detrás del trono del profesor Castillo, exhibe un discurso homofóbico y misógino, un conservador de izquierda, que se toca con el de Bolsonaro. Y en el mismo saco, las leyes de Ortega que castigan a quienes él juzga que atentan contra la soberanía nacional, son leyes como las de Putin, pero también como las de Mussolini.

Los grandes polos políticos en América Latina seguirán siendo los partidos de izquierda y de derecha dispuestos a aceptar la alternancia como la regla fundamental del juego, a aceptar las resultados electorales por estrechos que sean los márgenes, y a gobernar conforme a las reglas democráticas que pasan necesariamente por el respeto a las instituciones y a las libertades públicas. Una izquierda o una derecha tramposas, que al llegar al poder por la vía electoral asuman el designio de quedarse para siempre, destruyendo o debilitando para ello a las instituciones, y concentrando todo el poder a cualquier costo, son la negación misma de la democracia, y lo único que hacen es crear nuevos ciclos de violencia.

El caudillo, sea de izquierda o sea de derecha, es un viejo fantasma que hace sonar sus cadenas de fanatismo, sectarismo, y represión de las ideas y de la libre expresión del pensamiento.

Una obsolescencia de nuestra historia, que conspira contra toda posibilidad de modernidad.

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14 de octubre de 2021
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Libros prohibidos

La historia de las novelas prohibidas en América Latina es muy vieja, y se remonta a los tiempos de la inquisición, que anotaba en sus listas negras «libros de romance de historias vanas o de profanidad, como son de Amadís y otros de esta calidad, porque este es mal ejercicio para los indios, y cosa es que no es bien que se ocupen ni lean».

La mentira de las vidas fingidas, las exageraciones y los embelecos eran perjudiciales para la fe y la recta conducta de los súbditos del reino. Y la mano de los aduaneros estaba presta a detener los libros llenos de embustes, suerte que corrieron tanto El Quijote como El Lazarillo de Tormes.

Sin embargo, prohibir leer ha sido siempre el mejor acicate para la curiosidad, que se convierte en un acto de desafío, y por tanto de libertad. Los libros vedados por los censores burlaban la vigilancia escondidos en barriles de vino y de tocino, o cubiertos bajo falsas portadas, y circulaban también copiados a mano. Y no solo las novelas con sus fantasías perniciosas, sino los libros subversivos escritos por los pensadores de la ilustración, a medida que se iban enciendo los fuegos de los movimientos libertarios de un a otro confín de América. Ya El Quijote no importaba tanto como La nueva Eloísa de Rousseau.

Ese afán burocrático de prohibir libros pasó a ser parte de las políticas de control ejercidas por las tiranías que empezaron a sucederse bajo el remedo de gobiernos republicanos, cuyo enemigo más jurado pasaron a ser las imprentas, vistas como máquinas infernales, capaces de fabricar libros incendiarios contra el orden público, la moral y las buenas costumbres, o todo lo que se saliera de los límites del pensamiento oficial. Cerrar los países a las ideas era una pretensión de congelar el tiempo.

Pero llegado el siglo veinte no todas las dictaduras tropicales fueron tan celosas de los libros. Al viejo Somoza les importaban más los periódicos que los libros, siempre de tiradas exiguas y publicados por cuenta de sus autores. Pero enviaba a sus militantes fanáticos, sus “camisas azules”, que le rendían pleitesía como a un Mussolini tropical, a descalabrar a garrotazos las platinas de las imprentas de los diarios enemigos.

Su hijo Anastasio no le iba a la zaga. Mandó a bombardear el diario La Prensa, pero su lista de libros prohibidos se reducía a aquellos que propagaran el marxismo; sus agentes aduaneros no eran, sin embargo, muy avisados, pues dejaban pasar sin siquiera examinar sus páginas La sagrada familia de Marx y Engels, que creían de contenido religioso, o El Capital mismo, que les parecía una alabanza del sistema, o inofensivo por demasiado voluminoso.

Cuando en 1970 la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) publicó en Costa Rica Sandino, de Neil Macualay, un embarque de 5.000 ejemplares fue retenido en la aduana en Managua. El libro clásico de Gregorio Selser, Sandino, general de hombres libres, circulaba clandestino en el país, en copias mimeografiadas.

El libro de Macaulay fue llevado por el director de aduanas a Somoza para que tomara la decisión final. Lo vio apenas por encima, y se lo devolvió. “Esto no es conmigo”, le dijo, “es con mi papa”. Los 5000 ejemplares se vendieron en menos de una semana, todo un récord.

Todo esto es para contar la historia de Tongolele no sabía bailar, mi novela prohibida en Nicaragua. La editorial Alfaguara envió el libro desde México. El proceso de desalmacenaje comenzó a volverse lento de pronto, bajo el pretexto de que faltaba uno u otro dato en el manifiesto de carga, hasta que el director de aduanas solicitó que se le presentara un compendio del contenido.

Una petición insólita, que sólo anunciaba que quedaría retenido para siempre. El primer libro prohibido en la historia contemporánea de Nicaragua. No sé si, igual que a Somoza, a la pareja que ahora retiene el poder, algún funcionario obsequioso les habrá llevado el libro para su revisión, y si alguno de ellos dos lo habrá leído. Eso quedará dentro del halo de misterio que siempre rodea a los libros que no pueden ni deben leerse.

Pero miles han leído en Nicaragua la versión electrónica de mi novela prohibida, que anda de pantalla en pantalla, el equivalente en el siglo veintiuno de los barriles de vino y de tocino para el contrabando de las ideas y las invenciones, y de las copias mimeografiadas de antaño.

En Malmö, Suecia, se ha abierto la Biblioteca de Libros Prohibidos “Dawit Isaak”, dedicada al escritor declarado traidor y preso sin juicio alguno por largos años en Eritrea. Contiene desde Versos satánicos de Salman Rushdie, perseguido por el régimen teocrático de Irán, a los libros de Svetlana Alexievich, la premio Nobel perseguida por el dictador estalinista de Bielorrusia Alexsandr Grigórievich Lukashenko.

También existe en Tallin, capital de Estonia, el Museo de los Libros Prohibidos,  creado con el propósito de “preservar libros que han sido prohibidos, censurados o quemados y contar su historia al público”.

Así que dos largos viajes esperan al inspector Morales y al cortejo de personajes de Tongolele no sabía bailar, en busca de su bien merecido lugar en los estantes de esas bibliotecas que representan el espíritu de la libertad.

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27 de septiembre de 2021
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Un aniversario desabrido

Llegamos de manera casi inadvertida al aniversario de los dos siglos de la independencia centroamericana. Los fastos oficiales son escasos, y los gobiernos de las antiguas provincias que un día constituyeron la república federal no han programado ni los tradicionales juegos pirotécnicos para la magna fecha del 15 de septiembre, ni vistosos desfiles militares.

Tampoco parece que los presidentes de los países centroamericanos se verán las caras, aún en un encuentro ceremonial a distancia; si aún no han podido ponerse de acuerdo en nombrar un nuevo secretario general del SIECA, el organismo regional de integración es porque hay desavenencias, algunas de fondo, que afectan aún a los actos protocolarios. No esperemos, por tanto, grandes declaraciones oficiales, que en todo caso serían las mismas de siempre, envueltas en retórica de ocasión.

La independencia de las provincias de Centroamérica, proclamada en 1821 en Guatemala, entonces sede de la Capitanía General, cayó como una fruta madura después que en los otros países latinoamericanos culminaban, o estaban por culminar, las grandes epopeyas libertadoras. Y quienes la proclamaron corrieron de inmediato a anexar a la recién independizada Centroamérica, que incluía entonces a Chiapas, al imperio mexicano de Agustín de Iturbide, que no tardó en fracasar.

Según se consignó en el acta misma, la independencia se declaraba “para prevenir las consecuencias, que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. Más claro no canta un gallo. Desde entonces aprendimos la regla de oro de que entre nosotros todo cambia para que no cambie nada, según la regla gatopardeana. En lugar de próceres y revolucionarios, lo que hemos tenido casi siempre son ilusionistas de oficio.

Lo primero que se precisa es un balance de la democracia tras estos doscientos años de vida independiente. Al romperse con el molde colonial, lo que se escribió en las constituciones fue un credo de libertad cimentado en los grandes ejemplos que estaban a la vista: las ideas de la ilustración, la revolución francesa, y el acta de independencia de Estados Unidos.

Si un denominador común había en las proclamas liberales, era la convicción de que todos los caminos de regreso hacia el autoritarismo monárquico quedaban cerrados, y el ideal era la formación de una república federal cimentada en las formas democráticas de gobierno, independencia de poderes y elección libre de autoridades.

Este modelo político se había vuelto insoslayable para quienes dieron la lucha libertaria en el continente americano, de Bolívar, a Sucre, a San Martín; y al general Francisco Morazán, quien, una vez lograda a independencia de Centroamérica peleó por la sobrevivencia de la república federal, aquel proyecto finalmente frustrado tras largos años de guerras civiles le costó la vida.

La historia independiente de Centroamérica parte así de un gran fracaso, el de la república federal. Los cinco países estaban marcados por las inquinas entre caudillos, y el provincianismo más cerril pugnaba por la dispersión.

Estar unidos o separados se volvió, por desgracia, uno asunto de divisas políticas: los liberales eran los federalistas, y los conservadores los localistas, con la añoranza de la autoridad monárquica. Y entonces la unión centroamericana pasó a ser un asunto militar, que debía dilucidarse por medio de las guerras. Y así siguieron fracasando estos países, ya sueltos, entre el acoso de las grandes potencias coloniales e imperiales. Más tarde, ya en el siglo veinte, el siglo de las dictaduras bananeras, el asunto de la unidad política se volvió una mofa. Cuando al viejo Somoza le preguntaban por la unión centroamericana, respondía con todo cinismo que su renuncia a la presidencia estaba a la orden para facilitar esa unión. Un pícaro, que igual que sus congéneres vecinos, ofrecía lo que sabía no estaba en riesgo, su propio poder, porque la unidad no era sino una proclama vacía.

Había llegado a ser un sainete.

Centroamérica tiene un territorio conjunto de más de medio millón de kilómetros cuadrados, con una población de 50 millones de habitantes, inmensamente joven. Se trata de un gran país, visto en su conjunto, y, por tanto, de un gran mercado potencial. El Tratado de Integración Económica de 1960, fue un intento, cada vez más maltrecho.

Pero lo que más agobia a Centroamérica, ya entrado el siglo veintiuno, es la persistente debilidad de sus instituciones, carcomidas por el autoritarismo, que sigue tan campante como en el siglo diecinueve, cuando los caudillos armados en guerra no querían bajarse del caballo, ni tampoco de las sillas presidenciales, que matriculaban como suyas para siempre.

Unas instituciones carcomidas por la corrupción, que contribuye al descrédito de la democracia, bajo la amenaza permanente del narcotráfico que se cuela en las esferas más altas del poder, en el sistema de justicia y en el aparato de seguridad pública.

La población joven de Centroamérica, que es mayoritaria, está llamada a hacerse cargo sin demora de revisar el pasado que nos frena, con sus rémoras antidemocráticas y excluyentes, y sus egoísmos y perversidades, para abrir el camino hacia el futuro común.

Las oportunidades en este siglo veintiuno en el que nos adentramos serán de conjunto para los países centroamericanos, y no las habrá para pequeñas parcelas aisladas, que no son viables por sí mismas.

Y sin democracia, sin instituciones creíbles, no vamos a ningún lado.

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13 de septiembre de 2021
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La novela en carne viva

Entre las reglas que más he respetado a lo largo de mi carrera de escritor está aquella que manda alejarse de los acontecimientos y de los personajes hasta lograr una especie de neutralidad. Nunca tomar partido. Quizás los asomos de fracaso que uno encuentra en la novela de denuncia que se escribió en América Latina en la primera mitad del siglo, está precisamente en que esa denuncia, demasiado obvia, llega hasta la imprecación discursiva. Novela militante, novela de tesis. Novela de partido.

Es por eso mismo que el lector siente que, por ejemplo, en El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría sobran muchas páginas dedicadas al discurso de protesta, que se hallaría mejor fuera de la trama que se intenta llevar adelante, y a la que más bien pone plomo en las alas. O cuando un gran poeta como César Vallejo se queda en el panfleto cuando intenta la novela El tungsteno, y se aleja de la riqueza verbal y del misterio de puertas secretas de sus poemas.

La intención deliberada de que la obra de ficción funcione como vehículo de propaganda política resulta condenada de antemano, porque la novela es el instrumento menos adecuado para esa tarea que se convierte en patética. La ahoga la obviedad, que es enemiga mortal de la complejidad, y el discurso narrativo arriesga a volverse infantil, por su simpleza didáctica, como la que pretendía el realismo socialista.

La neutralidad que el novelista busca para no perder las puertas de acceso a la complejidad de sus personajes, en los que campean las contradicciones que son propias de la condición humana, nada tiene que ver con su posición ética, que se convierte en una especie de piloto automático que debe estar siempre presente página tras página, haciéndose invisible en la textura de la narración.

Esa presencia invisible de los principios ilumina la escritura en lugar de arruinarla. En Humillados y ofendidos de Dostoyevski no hay una sola palabra de denuncia, y es una novela reveladora como pocas del poder que en la escritura llega a tener la injusticia, tan contraria a la bondad. Pero en una novela de verdad los buenos nunca son de una sola pieza, ni los malos tampoco.

Me planteo esas reflexiones frente a mi última novela, que está ahora llegando a las librerías, Tongolele no sabía bailar, la tercera de un ciclo al que pertenecen El cielo llora por mí y Ya nadie llora por mí, que tienen como personaje al inspector Dolores Morales. No voy a referirme a ellas como novelas policiacas, o novelas negras, que en un sentido lo son, sino como novelas que exploran la realidad inmediata de Nicaragua; y, en este otro sentido, son también novelas realistas.

Cuando hablo de tomar distancia incluyo la inmediatez de los escenarios, porque es más fácil mal comprometerse con aquellos que son más cercanos en el tiempo, o son contemporáneos. En la medida que los hechos se alejan más hacia el pasado pueden juzgarse con menos pasión, y con menos riesgos de tomar partido.

Pero hay ocasiones en que vale la pena asumir los riesgos y acercarse al fuego sabiendo que se puede resultar quemado. En esta novela las circunstancias ponen al inspector Morales dentro de los acontecimientos que se desarrollan en Nicaragua a partir del mes de abril del 2018, hace apenas tres años, cuando se inicia una despiadada represión que deja como saldo la muerte de más de 400 víctimas, jóvenes y adolescentes en su inmensa mayoría.

Pero no se trata de denunciar en la novela estos hechos que están suficientemente denunciados, sino de meter al inspector Morales y demás personajes en el entramado de la represión, como si se movieran en una escenografía aún sin terminar; la historia verdadera sobre la cual se monta la novela aún sigue en movimiento y le espera su desenlace.

Y esto es parte del reto del novelista. Introducirse en una escenario inacabado, como está obligado a hacerlo un cronista de hechos reales que no puede sentarse a esperar que estos se alejen en el tiempo para tomar distancia de ellos. En ese sentido Tongolele no sabía bailar es también una crónica de los hechos que marcaron ese año de 2018, convertidos en episodios narrativos: los francotiradores cazando muchachos con rifles Dragunov desde el techo de un estadio de beisbol; el incendio de una fábrica de colchones que eran también vivienda de la familia propietaria, y donde todos, adultos y niños, murieron entre las llamas; el asalto de los paramilitares a la iglesia de la Divina Misericordia en Managua, con más muertos.

Tongolele es el apodo del jefe de sicarios al que se enfrenta el inspector Morales. Le dicen así porque el mechón blanco de su pelo recuerda al de la bailarina que hizo época en la edad de oro del cine cabaretero mexicano. Igual que el inspector Morales, fue combatiente guerrillero en la lucha para derrocar a la tiranía de Somoza; pero ahora sus caminos se han separado y deben enfrentarse, subidos a ese escenario donde la historia aún no ha dicho la última palabra, y no se sabe si al fin terminarán triunfando los buenos, o seguirán reinando los malos.

 

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30 de agosto de 2021
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Camino del destierro

Las arenas implacables del desierto de Chihuahua se extienden a ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos, y hasta allí, al oeste del estado de Texas, ha llegado Haydée Castillo, defensora de derechos humanos, ahora en el exilio, en busca de identificar compatriotas nicaragüenses entre los cadáveres de los migrantes que han sucumbido en la travesía. Hierbajos secos y cactus espinosos adornan las dunas. De algunos de los cuerpos sólo queda la osamenta cubiertas de harapos; otros se hallan aún en descomposición bajo el sol que arde implacable sobre las molleras.

La acompañan expertos de la Universidad de Texas que se encargan de tomar muestras de ADN para buscar como identificar a los migrantes en su base de datos. Entre las pertenencias hay alguna billetera con fotografías de familiares que quedaron atrás. Ella busca alguna pista, una cédula de identidad, algún billete de córdoba, una banderita de Nicaragua, alguna pulsera trenzada de azul y blanco.

 El éxodo hacia Estados Unidos ha venido creciendo dramáticamente desde 2018, cuando se dio la represión que dejó más de 400 muertos, sobre todo jóvenes, y en los últimos meses, tras la nueva ola de persecuciones, cárcel y asedio policial, ha tenido un repunte no menos dramático. “Con tristeza constatamos nuevamente la migración de nicaragüenses, en su gran mayoría jóvenes, por persecuciones políticas”, declara la Comisión Episcopal del Arzobispado de Managua.

En junio, la cifra de detenidos en la frontera con México, porque fueron sorprendidos cruzando, o se entregaron voluntariamente a las autoridades, fue de 7741, y en julio se duplicó, hasta alcanzar 13371. En enero había sido de 500.

En los dos últimos años han sido 31713 nicaragüenses los que, según el Servicio de Protección Fronteriza, han intentado atravesar la frontera, y 13 mil de ellos eran parte de familias que viajaban juntas, contando 1500 niños.

En el pasado los nicaragüenses no solían emigrar a Estados Unidos de la manera masiva que lo hacen los guatemaltecos, salvadoreños y hondureños, provenientes de los tres países centroamericanos del “triángulo del norte”, que han merecido recientemente un sonado programa de atención especial de inversión y desarrollo, a cargo de la propia vicepresidenta Kamala Harris.

Las razones tradicionales de la emigración desde estos tres países han sido sobre todos las penurias económicas y la inseguridad ciudadana. Y no es que los nicaragüenses no se desplazaran por esto mismo, pero lo hacían sobre todo hacia Costa Rica.

Pero ahora su número se multiplica, al sumarse la represión, y la incertidumbre a consecuencia de las políticas de aislamiento internacional que promueve la dictadura, y de las sanciones en su contra.

Según la ACNUR, cerca de 108.000 nicaragüenses han abandonado el país desde 2018. Sólo recientemente han entrado 11 mil a Costa Rica; y quienes se aventuran más lejos, buscan España.

El azaroso camino hacia la frontera de Estados Unidos se llena de huellas, urgidas y cada vez más numerosas. No todos logran llegar, y se quedan en algún trecho. Como Olivar Zeledón, quien el sábado 31 de julio se desnucó al caer del techo del vagón de un tren, atestado de migrantes, que iba de Zacatecas a Coahuila.

Al siguiente día, por la noche, Óscar Javier Fuentes fue asesinado a balazos por desconocidos que dispararon desde una motocicleta contra un grupo de migrantes que conversaba en las afueras del refugio de Jesus del Buen Pastor, en Tapachula.  Su hermano William había sido asesinado en 2018 por los paramilitares que reprimían las protestas en las calles.

Atravesar el territorio mexicano es toda una hazaña, aún antes de enfrentarse con las aguas del río Bravo, donde muchos mueren ahogados, o con las arenas del desierto, donde se puede extraviar el rumbo, y morir de sed, o insolación.

Mientras tanto, desde que los migrantes cruzan la frontera hacia Honduras, sus vidas comienzan a peligrar a merced de los “coyotes”, una red que a su vez está en manos de los carteles de la droga que dominan los diversos territorios a lo largo de la ruta.

A Meylin Obregón y su hijo Wilton de 10 años, las autoridades migratorias de Estados Unidos los devolvieron a territorio mexicano, donde ella fue secuestrada, y el niño quedó abandonado, y apareció llorando en un video que se hizo viral. Ahora, tras pagar su familia en Nicaragua un rescate, vendiendo y empeñando todo lo que tienen, la madre acaba de ser liberada.

Y algunos deben enfrentarse con la triste suerte de ser deportados de regreso a Nicaragua, donde van a dar directo a la cárcel si se hallan en las listas negras de la policía.

Anita Wells, de la Nicaraguan American Human Rights Alliance, afirma que “tenemos cantidades de gente, de muchachos en centros de detención. Algunos están heridos, algunos son expresos políticos y aun así no siempre los dejan entrar”. Su organización ayuda a los solicitantes de asilo a evitar su expulsión.

De ahora en adelante deberá hablarse del “Cuadrángulo del Norte” al referirse al desangre migratorio hacia territorio de Estados Unidos. Y mientras en Nicaragua no haya paz social y estabilidad democrática, la cifra de expatriados seguirá creciendo sin parar, hacia el norte, y hacia el sur.

 

 

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19 de agosto de 2021
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La lágrima fácil

Una entrevista reciente, en la que el ensayista mexicano Ilan Stavans habla con gran perspicacia del melodrama y la literatura, me pone frente a un tema fascinante. Sus afirmaciones son provocadoras. Por ejemplo, la de que novelas de García Márquez y Vargas Llosa no son otra cosa que telenovelas literarias.

Los libretistas de las telenovelas, y de las radionovelas antes, aprendieron las reglas del género en ejemplos clásicos inamovibles, que van desde La Odisea, a las novelas de Dickens. Hay en la trama dramática de los culebrones tradicionales, capaz de sostenerse a lo largo de 300 capítulos, que toman meses en emitirse, reglas que son básicas: los obstáculos constantes que impiden la felicidad; y el suspenso al final de cada capítulo para que nadie abandone la trama.

La tarea del héroe no es posible, lo explica bien Joseph Campbell, sin los obstáculos, que forman la esencia de la aventura. Ulises, tras diez años de guerra en Troya, sólo quiere volver con buen viento a su vida doméstica en Ítaca.

Si su viaje de regreso hubiera sido feliz, no habría nada que contar; la saga está compuesta de interrupciones, y esa es la aventura. No sale a buscarlas, las encuentra en el camino. Al contrario, don Quijote quiere ser interrumpido, quiere enfrentarse a sus enemigos malandrines, y ese es el motivo de su viaje, y el motivo de la narración.

Algo está impidiendo siempre la dicha de los protagonistas. Esta regla no la descuida el prolífico Félix B. Caignet en El derecho de nacer, especie de gran matriz del género: a don Rafael del Junco, dueño del secreto capaz de resolver la trama, le da un derrame cerebral y pierde el habla. Mientras esté mudo, no habrá desenlace.

Dickens es el gran maestro del suspenso al final de cada entrega, y así se alimenta el deseo de seguir, para saber en qué va a terminar todo, aunque ese término esté lejano, al cerrarse el último capítulo impredecible.

Igual que la telenovelas, los libros de Dickens se publicaban por entregas. La gente se agolpaba en los muelles de Nueva York para esperar el barco donde llegaba desde Londres la revista con el nuevo capítulo de La pequeña Dorritt. Y los lectores querían saber si la niña Nell Trent, la heroína de La tienda de antigüedades, iba a sobrevivir o no a su enfermedad.

La agonía de Nell se prolonga en función de la necesidad de la novela. Morirá o no morirá según al autor le convenga; y mientras ese momento llega, las cartas de los lectores llueven en la redacción de la revista pidiendo a Dickens que salve a la protagonista. Pero, tras meditarlo en paseos solitarios por las orillas del Támesis, sentencia que debe morir. Es una decisión grave, que toma en función del poder de vida o muerte que tiene sobre sus personajes.

Los personajes pasan a ser de carne y hueso en las mentes. Cuando en Nicaragua se transmitió por Radio Mundial El derecho de nacer, y al final Albertico Limonta e Isabel del Río se casan, en los estudios de la emisora se recibieron numerosos regalos de boda.

Hay una tercera regla del melodrama: la carga lacrimógena. Y también lo hallamos en Dickens. No hay quien no derrame lágrimas por la suerte de todos esos seres, sobre todo niños, empujados a la miseria y el desamparo por la sociedad industrial, y la narración es conducida, a través de sus trampas, para provocar el llanto. La telenovela potencia este recurso y busca que quienes se sientan frente al televisor se ahoguen en un mar de lágrimas.

Cien años de soledad no tiene, de verdad, como cree Stavans, nada de telenovela. Me intriga lo que harán los guionistas ahora que el libro se convertirá en una serie de Netflix, para darle a esa narración que siempre se está mordiendo la cola porque vuelve sobre sí misma, las reglas necesarias de intriga y suspenso, y de aventura siempre interrumpida, de un capítulo a otro.

En cuanto a El amor en los tiempos del cólera, a la que también cita, es más bien la parodia deliberada de un melodrama, un amor entre viejos, narrado con sabia sutileza, y una carga mágica de palabras convertidas en imágenes. Florentino Ariza y Fermina Daza se salen del molde clásico del melodrama, donde los amores sufren interrupciones, pero nunca hasta la anticlimática llegada de la vejez. Ya la novela fracasó en el cine, en manos de Mike Newell, a pesar de su reparto de lujo.

Tampoco La tía Julia y el escribidor es un melodrama. Los amores entre un sobrino una tía que lo dobla en edad, se salen de los márgenes de lo que una telenovela requiere. Y la novela es una burla las radionovelas, con personajes que llaman a la risa más que al llanto, como el famoso libretista Pedro Camacho.

No creo, por fin, que el melodrama, como tendencia a exhibir las emociones hasta el llanto, sea asunto del ADN latinoamericano, como Stavans afirma también. La opera soap es una vieja industria en Estados Unidos, y ahora los culebrones turcos están invadiendo las pantallas, doblados al español.

Todos somos, de un modo o de otro, de lágrima fácil.

 

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4 de agosto de 2021
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La serpiente que se muerde la cola

Los dictadores que conocimos en el pasado de América Latina, llamaban al asombro por su desmesura, y por todo lo que tuvieron de personajes de drama y de ópera bufa; quedaron en retratos hablados que van desde Tirano Banderas de Valle Inclán a Maten al león, de Jorge Ibargüengoitia.

El tirano que ordena clausurar su país para aislarlo del mundo está en Yo, El Supremo de Roa Bastos. El doctor Francia convierte el poder en la razón única de su existencia, y de él sólo es capaz de apartarlo la muerte; reencarna en el caudillo solitario, encerrado en su propio laberinto de soledad, en El otoño del patriarca de García Márquez.

Son dictaduras que la historia engendra desde la fundación de las repúblicas americanas, caudillos, intoxicados con las ideas de la ilustración y que convierten la ideología liberal en pesadilla opresora. Salvadores de la patria por la fuerza, que viene a ser un sustituto eficaz de la razón.

Los ideales se vuelven pretextos para las tiranías que arrastran los harapos ideológicos del siglo diecinueve y pueblan la primera mitad del siglo veinte. Como Estrada Cabrera, el oscuro abogado provinciano de Guatemala, el dictador de El señor presidente de Asturias, arquetipo de los presidentes de las repúblicas bananeras, tal como fueron bautizadas por O. Henry en De coles y reyes, novela escrita en su destierro de Honduras.

Presidentes para siempre que mueren en su cama, o son derrocados por golpes de estado que se vuelven el sustituto de las urnas electorales. Y los depuestos huyen con las maletas llenas de dólares en compañía de sus amantes, cantantes de ópera, o de cabaret. La historia vista como opereta, o como vodevil, según enseña O. Henry. Su república de Anchuria serán luego todas las repúblicas del Caribe. Leónidas Trujillo, Fulgencio Batista, Anastasio Somoza, Marcos Pérez Jiménez.

La siguiente oleada de dictadores, los que salen de sus cuarteles para asaltar el poder en uniforme de fatiga, se ampara en la doctrina de seguridad nacional de Kissinger. Son los que buscan salvar a la patria del comunismo, defensores de los valores de occidente, igual que sus antecesores, criaturas todos de los hermanos Dulles; pero ahora se trata de gorilas orgánicos.

Nadie recuerda ahora a Geisel, uno de los presidentes de la larga dictadura militar brasileña, porque no entra en el canon del mito. Eran sustituibles.  No hay novelas sobre Videla, Bordaberry, Pinochet, sino más bien sobre las consecuencias de sus reinados siniestros; para empezar, los miles de desaparecidos lanzados al mar desde aviones, o enterrados en cementerios clandestinos.

Los métodos premeditados de control y exterminio se imponen sobre la individualidad de esos tiranos. Nadie los retrata en la soledad de los palacios presidenciales. Son figuras atroces, pero no despiertan la imaginación. Piezas maestras de una maquinaria sin nombre, que mata lista en mano.

La segunda mitad del siglo se abre con una nueva mitología, la de las revolucionarios triunfantes que bajan de las montañas para redimir a los pueblos de su pasado de opresión y miseria. Pero esta mitología propone como nuevo sustento ideológico la implantación de un sistema en el que se prescinde de la democracia electoral. Las dictaduras de derecha falsifican el voto, o lo desacralizan por medio del golpe de estado. Las dictaduras de izquierda lo consideran uno de los males a ser abolidos. Democracia proletaria en lugar de democracia burguesa; en lugar de partidos corruptos, un solo partido redentor.

El siglo veinte se cierra con las revoluciones armadas de Cuba y Nicaragua, de una u otra manera devenidas en tiranías sin plazo, y que, cuando agotan su discurso redentor, recurren a la represión bajo el disfraz de que el pueblo organizado se defiende a sí mismo cuando castiga a palos y a balazos toda disidencia. Las opiniones contrarias al poder, se vuelven traición. El partido es el país.

Y en este molde de romanticismo ya mortecino, se fabrica el socialismo del siglo veintiuno en Venezuela. No parte del triunfo de una revolución armada, sino del viejo golpe de estado, al que se le da un tinte redentor, y es la demagogia la que conquista el voto popular, bajo el mismo discurso redentor. El viejo populismo que conocimos en las figuras de Getulio Vargas y Juan Domingo Perón se encarna en la figura de Hugo Chávez.

En la medida en que el aura romántica de los guerrilleros heroicos devenidos en caudillos se disipa, y la historia empieza a reconocerlos sólo como tiranos, porque ya no se distingue entre dictaduras de izquierda o de derecha, el doctor Francia empieza a parecerse a Fidel Castro, y Ortega se convierte en el símil de Videla. Ya están novelados desde antes, o no son novelables.

Chávez pasa a ser en la memoria un mago de feria ofreciendo aguas de colores, él y su sucesor, que es su caricatura: pero más que a su figura de “comandante eterno”, los novelistas venezolanos son atraídos por la cauda de miseria y ruinas que deja tras de sí su proyecto, un país devastado como tras una guerra que nunca se libró, más que contra los ciudadanos indefensos, víctimas de la demagogia.

Y la serpiente no deja de morderse la cola.

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19 de julio de 2021
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Una primavera lejana

Cuando las columnas sandinistas entraron victoriosas en Managua el 19 de julio de 1979, una de las fotos que dio vuelta al mundo fue la de unos guerrilleros enjabonándose en la pileta de mármol donde se bañaba Somoza. En las oficinas presidenciales, adyacentes al baño, lo que quedaba era un reguero de papeles y uniformes militares, cananas de tiros, y en una esquina en el suelo un retrato del dictador sonriente, perforado de un balazo.

Una guerra de liberación tras un terremoto que había destruido la capital siete años antes, y la Plaza de la Revolución, donde se celebró el triunfo, se abría entre escombros, solares y esqueletos de edificios. Frente a la plaza, el reloj de una de las torres de la catedral en ruinas aún marcaba la hora del sismo, las 12.35 de la madrugada del 23 de diciembre de 1972. En otros de los costados, sólo había quedado incólume el Palacio Nacional, tomado el año antes en una acción espectacular por un comando guerrillero.

Esta es la ciudad desolada que recordaría Julio Cortázar en un poema: “la viste desde el aire, ésta es Managua/ de pie entre ruinas, bella en sus baldíos/ pobre como las armas combatientes/ rica como la sangre de sus hijos…”.

Y su voz representaba la de numerosos intelectuales que veían en la revolución nicaragüense un fenómeno nuevo, distinto, que valía la pena respaldar porque encarnaba una esperanza de cambio para un país pobre y atrasado.

Ya habían pasado para entonces veinte años desde el triunfo de la revolución cubana, que era entonces el referente más próximo, de entre las tres únicas revoluciones armadas que se dieron en América Latina en el siglo veinte, contando como la primera de ellas la revolución mexicana de 1910. En los tres casos, el sistema sería remecido desde sus cimientos, y se daba paso a un nuevo orden que implicaba cambios radicales.

La revolución cubana había sido vista en su momento como un fenómeno novedoso que atrajo también a los intelectuales, empezando por Jean Paul Sartre. Y ninguno de los escritores latinoamericanos del boom, que llegarían a marcar una época en nuestra literatura fueron ajenos a esa atracción, entre ellos el propio Cortázar.

Pero cuando aquellos guerrilleros entran en Managua, alumbrados por una nueva aura romántica, para mucho de esos intelectuales ya se habían creado demasiadas decepciones alrededor del modelo cubano; del caso Padilla, que ponía en evidencia la intolerancia frente a la libertad de creación, sobre la que se colocaba como una losa la fidelidad militante al partido único, a los campos de concentración donde fueron a dar no pocos escritores, bajo el cargo de homosexuales que debían ser reeducados.

El modelo nicaragüense comenzó a parecerse al cubano en no pocos aspectos, el primero de ellos la pretensión de constituir un partido único, pero la diferencia estaba en que sólo se quedó en pretensión, como lo demostrarían las elecciones de 1990, que el Frente Sandinista perdió de manera democrática, algo que no estaba presente en el esquema ideológico, lo de democracia burguesa con alternabilidad, pero estaba en la realidad, que terminó derrotando a la ideología. Y tampoco hubo imposición de esquemas de creación artística, ni represión contra los escritores por sus preferencias sexuales.

De modo que, en los diez años que duró la revolución nicaragüense, desde el triunfo armado hasta la derrota en las urnas electorales, si bien hubo prevenciones, reservas y advertencias, no se dieron deserciones notables entre los intelectuales de renombre dispuestos a respaldar el nuevo experimento.

Salman Rushdie, en su libro La sonrisa del jaguar, resultado de la experiencia de su viaje a Nicaragua en 1986, usó una imagen muy bella y eficaz: “había una muchacha nicaragüense/que cabalgaba sonriendo a lomo de un jaguar. /Volvieron del paseo/la muchacha dentro/ y la sonrisa en el rostro del jaguar”. El jaguar podía terminar devorando a la muchacha y quedarse con su sonrisa. Ese era el gran riesgo, y la gran pregunta.

Aquella primavera lejana atrajo también a García Márquez, Carlos Fuentes, Günter Grass, Heinrich Böll, Harold Pinter, Graham Greene, William Styron, Mikis Theodorakis, Julio Pontecorvo, Noam Chomsky, Alice Walker, Susan Sarandon, Margaret Randall, y a decenas más de filósofos, escritores, académicos, directores y artistas de cine de todo el mundo. Cuarenta años después, quienes de entre ellos aún viven no se callan frente a lo que está ocurriendo ahora en Nicaragua; el viejo sueño revolucionario convertido en una pesadilla de represión despiadada.

De quienes ya no están, al menos puedo dar fe de lo que pensaban Carlos Fuentes y García Márquez, cuya frase lapidaria, cuando se refería al proyecto de poder para siempre de Ortega, basado en pactos espurios y en imposiciones, era: “a mí, me estafaron”, recordando sus tiempos de conspirador en favor del triunfo de una revolución que ya no lo era más.

Y allí se alzan ahora las voces de Elena Poniatowska, Alice Walker, Margaret Randall, Salman Ruhsdie, Noam Chomsky, denunciando que, de las ruinas de aquella revolución, lo que ha nacido es una dictadura familiar. Y la de José Mujica, ex presidente de Uruguay, y su esposa Lucía Topolansky, todos ellos figuras sin tacha de la izquierda mundial.

Para que sepamos bien que, de aquello de entonces, nada queda.

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5 de julio de 2021
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El Boomeran(g)
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