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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Crónica de un marciano

 

Se busca describir con palabras inocentes lo que se desconoce. Hay mucho asombro en las mentes de los cronistas de Indias, que desde los vericuetos y espejismos de su mentalidad renacentista buscaban describir lo antes nunca visto,  como cuando oímos a Gonzalo Fernández de Oviedo dar noticia de la naturaleza tan pródiga del nuevo mundo, como si se tratara del primer día de la creación, y así describe el cacao: “echan por fruto unas mazorcas verdes y alumbradas en parte de un color rojo, y son tan grandes como un palmo y menos, y gruesas como la muñeca del brazo, y menos y más en proporción de su grandeza…”.

Oviedo anota con ingenua precisión, como la haría un marciano en su bitácora, después de contemplar el paisaje desconocido que tendrá luego que describir, con las palabras más veraces, cuando regrese a su planeta en su platillo volador.

A mis años, y viniendo ya de vuelta de tanto ver y andar, entrar en un recinto electoral para depositar libremente un voto, gracias a mi nueva nacionalidad española, se convierte en una experiencia parecida a la de Oviedo con el fruto del cacao, o a la del marciano frente al paisaje desconocido, solo que, en mi caso, el mucho olvido es lo que mueve el asombro.

La última vez que voté en Nicaragua fue en el ya lejano año de 2006, hace casi ya dos décadas, tiempo pasado que si se mide en términos de democracia puede equivaler a dos siglos. La democracia real es constante, nunca esporádica, y solo existe mientras se ejerce. El esfuerzo de construcción democrática que comenzó en Nicaragua en 1990, cuando el sandinismo reconoció la derrota electoral ante la coalición opositora que llevaba como candidata a doña Violeta de Chamorro, duró apenas tres lustros. Un gran momento de nuestra historia, que fue a dar al tacho de desperdicios.

Mi antiguo recuerdo es el de una democracia desconfiada, por incipiente. Tras depositar la papeleta, al votante le manchaban el dedo pulgar con tinta indeleble, una manera de evitar el doble voto. Las instituciones electorales, tan precarias, requerían de seguros; pero para burlar las virtudes de transparencia que la ley quería imponer por medio de cerrojos, ha habido siempre expertos en ganzúas en nuestras tierras: las urnas ya previamente llenas, o secuestradas a punta de pistola, las actas falsificadas, los votantes acarreados como ganado, los votos con precio en metálico o en comida, y hasta en raciones de aguardiente.

El viejo Somoza, maestro en trampas y ardides, que en 1947 se vio impedido de reelegirse, decretó que hubiera dos filas de votantes en las mesas electorales: una para su candidato, otra para el candidato de la oposición. Cuando se presentó a votar, las filas contrarias daban vueltas a la manzana, y depositó su voto entre sus pocos adláteres, entre sonoras rechiflas. Les hizo la guatusa, la higa, que se dice en España. Mandó esa noche secuestrar las urnas en los sótanos del Palacio Nacional, y allí estuvieron tres días, hasta que su candidato fue proclamado ganador.

Hoy en Nicaragua ya ni siquiera son necesarias esas trampas burdas. Los candidatos opositores son apresados de antemano, y el candidato oficial, siempre el mismo y para siempre, gana por el 98% de los votos, aún sin necesidad de filas de votantes.

Cuando este domingo me pongo en la fila en el recinto electoral que me toca en mi barrio de Madrid, el patio de recreo del Colegio Salesiano, me siento como lo haría Oviedo frente a la mazorca de cacao, o el marciano que acaba de aterrizar en un planeta desconocido. No hay dedo manchado, no es requisito perforar la cédula. Casi estoy por preguntar si eso es todo, si ya puedo irme, porque la operación de votar ha tomado diez segundos.

Poco después del cierre de las urnas comienza el conteo de los votos, que progresa de manera constante, hasta que, antes de la medianoche, y apenas han pasado tres horas, ya están los resultados oficiales del 90%. La celeridad tampoco está en el radar del marciano.

Tampoco es que esta haya sido una campaña inocente. Se manipularon encuestas, hubo mentiras martilladas hasta remacharlas como verdades, -bulos, como se dice en España-, un ambiente de polarización, -crispación como se dice en España-, que a veces le recordaba al marciano a su propio planeta. Pero el domingo electoral ha sido como un domingo cualquiera, de terrazas veraniegas llenas, de colas en los museos tan largas como las de los recintos electorales, de gente que después de votar se ha ido a los cines de estreno a teñirse de rosa los ojos con Barbie, o a ver Oppenheimer.

Las calles frente a los cuarteles del Partido Popular y del Partido Socialista, los dos grandes contendientes, se llenan a medianoche de partidarios en espera de los discursos de sus candidatos. Las elecciones han dejado un panorama incierto, para el que está democracia, que se ha probado una vez más a sí misma en su fortaleza, se halla preparada.

Gobernará quien sume más votos en el nuevo parlamento, y si no, habrá nuevas elecciones.

Y el marciano se va a dormir, porque mañana es otro día de levantarse a escribir temprano.

 

 

 

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3 de agosto de 2023
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El país de las escasas primaveras

Los mayas creían que la historia era circular, sujeta a constantes ciclos de repetición, y la de Centroamérica da para creerlo.

Según se repetía la posición de las estrellas, se repetía la historia. Ahora mismo, parecen encontrase de nuevo en el lugar que tenían en el cielo hace 80 años, en 1943, cuando el istmo se hallaba sometido a crueles dictaduras que, a su vez, eran símiles de otras de más atrás: el general Ubico, que se peinaba con un mechón de pelo suelto sobre la frente para parecer a Napoleón, reinaba en Guatemala; el general Hernández Martínez, vegetariano que profesaba el espiritismo, en El Salvador; el general Carías, que utilizaba una silla eléctrica de voltaje suficiente para chamuscar a los prisioneros políticos, en Honduras; y el general Somoza, que metía a sus propios prisioneros en jaulas de su jardín zoológico, en Nicaragua.

Al año siguiente, en 1944, cuando soplaban vientos antifascistas en los finales de la guerra mundial, una ola de protestas callejeras en las capitales de Centroamérica se llevó al general Martínez y al general Ubico. Sobrevivieron a duras penas Carías, que murió en su cama, y Somoza, que años después se encontró con las balas disparadas por un poeta.

Y sucedió lo inaudito: derrocado Ubico, el doctor Juan José Arévalo, un maestro normalista, exiliado en Argentina, fue electo presidente de la república con el 85% de los votos.

Los folletos turísticos ensalzan a Guatemala como el país de la eterna primavera. El prócer cultural Luis Cardoza y Aragón hablaba más bien del país de la eterna balacera, y hay un cuadro del pintor Luis Diaz que se titula Guatebala.

Los años de gobierno del doctor Arévalo son reconocidos justamente como los de una primavera democrática, interrumpida cuando su sucesor constitucional, el coronel Jacobo Árbenz, fue derrocado en 1954 por un golpe militar patrocinado por la United Fruit y los hermanos Dulles, adalides de la guerra fría. La caída de Árbenz es tema de la novela de Mario Vargas Llosa, Tiempos Recios.

La primavera democrática duró diez años. El doctor Arévalo, igual que Árbenz, fue anatemizado por comunista. Proclamaba un “socialismo espiritual” a través de reformas profundas en la educación, algo que un marxista ortodoxo clasificaría como socialismo utópico; pero los retrógrados de entonces no quisieron escuchar sus discursos donde dejaban explícito que "el comunismo era contrario a la psicología del hombre".

Un reformador que quiso modernizar la sociedad guatemalteca, feudal en su estructura agraria, con una inmensa población indígena sometida y apartada, y que, en los años posteriores a la guerra mundial, advertía: "temo que el occidente haya ganado la batalla, pero en sus ataques ciegos al bienestar social, pierda la guerra contra el fascismo". Una reflexión que no pierde vigencia.

Contra ese mismo muro chocó Árbenz, juzgado y sentenciado como comunista por los hermanos Dulles, entre otros pecados mayores porque intentaba una reforma agraria basada en las tierras ociosas de la United Fruit, una medida que se quedaba pálida frente a las que la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy declararía permisibles después.

Los astros de la historia vuelven a colocarse ahora en la misma posición en que se hallaban en el cielo maya en 1944: la férrea dictadura de Ortega en Nicaragua, la dictadura digitalizada de Bukele en El Salvador, una dictadura institucional en Guatemala que cambia de rostros, pero no de esencia, ayer Jimmy Morales, un cómico de la televisión, hoy Alejandro Giammattei, antiguo director penitenciario.

Los dueños de este sistema cerrado y excluyente han terminado con la independencia judicial, han obligado al exilio a jueces y fiscales, encarcelan y destierran periodistas, y tienen el poder de vetar a los candidatos presidenciales, como ha ocurrido con estas últimas elecciones, en cuya primera vuelta se les coló un candidato al que no daban importancia porque se hallaba en el piso de las encuestas. Su partido Semilla, formado por intelectuales de clase media, les parecía igualmente inocuo.

Sorpresa te da la vida, canta Rubén Blades: ese candidato es Bernardo Arévalo, hijo de aquel profesor normalista de la primavera democrática. Disputará la segunda vuelta el próximo 25 de agosto con Sandra Torres, que concurre por tercera vez. Y ahora los señores feudales están aterrados: si en la primera vuelta una cuarta parte de los electores votaron nulo o en blanco, porque sentían no tener candidato, ahora sienten que sí lo tienen. Otra vez, el fantasma de la amenaza comunista en escena.

Zancadilla tras otra, han buscado sacar del juego a Bernardo Arévalo. Usaron las maltrechas instituciones judiciales para ordenar un nuevo recuento de votos, y no les resultó, los votos siguieron siendo los mismos. Un juez decretó invalidar al partido Semilla, bajo el argumento de la obediente fiscalía, de que la firma de un adherente era falsa. Tampoco resultó. Hasta lo inaudito de un allanamiento judicial al propio tribunal electoral.

Pero los astros están alineados, otra vez de la misma manera. En el firmamento se lee cansancio ante la corrupción pública, la penetración creciente del crimen organizado, la burla de las instituciones, el feudalismo arcaico, los abismos de desigualdad social. Como en 1944, la sociedad quiere modernización, vientos de libertad.

Que repitan los dioses mayas la primavera democrática.

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20 de julio de 2023
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Las cartas sobre la mesa

 Hay una serie de valores generalmente entendidos para definir a una generación literaria, entre ellos que las fechas de nacimiento de los escritores que la forman sean próximos; la convivencia personal; un hecho histórico contemporáneo frente al cual tomen una posición decisiva; y que frente al anquilosamiento de la generación que les antecede renueven de alguna manera la literatura, hasta llegar a crear un nuevo canon.

Si nos atuviéramos a la regla de las edades, la generación del boom no sería tal, dada la notable disparidad de edades entre dos de sus integrantes, pues entre Julio Cortázar, nacido en 1914, y Mario Vargas Llosa, nacido en 1936, hay más de veinte años de distancia. Contemporáneos solo serían Carlos Fuentes (1927) y Gabriel García Márquez (1928).

Me he puesto a hacer estos cálculos al terminar la lectura de Las cartas del boom, recién publicado por Alfaguara, que contiene la correspondencia sostenida entre ellos cuatro a lo largo de casi cuarenta años, entre 1955 y 2012, primero un escarceo tímido, luego un fuego cruzado intenso, exultante, en los años sesenta y setenta, y al final algunos pocos disparos de despedida; unas pocas cartas, y cablegramas de felicitación por premios, o pésames. Pero todo suenan ya distante, como esos desfiles majestuosos que tras cruzar el escenario terminan con redobles de tambores que se alejan tras bambalinas.

Si nos atenemos al requisito de la convivencia personal, esta sobra. Se trata de una amistad desenfadada que no pocas veces llega a mostrarse íntima. Se envían entre ellos los originales de las obras que preparan, o las ya concluidas, se elogian y se critican, el más severo y sincero de todos Cortázar. Todos se muestran conscientes de que participan de un fenómeno de renovación, y apuntan sus dardos contra sus antecesores, convencidos de que están librando a la narrativa latinoamericana de las rémoras de los vernáculo, y del peso muertos del indigenismo.

Es la misma conciencia que tuvieron los modernistas de que cumplían una tarea innovadora frente a una literatura agónica, y Rubén Darío supo expresarlo en los prólogos de sus libros, verdaderos manifiestos estéticos. Si sumáramos como requisito generacional la existencia del manifiesto literario, estas cartas hacen ese papel.

El modernismo produjo un solo estilo de colorida pirotecnia. En el boom hay cuatro estilos. El realismo mágico solo pertenece a García Márquez, una matrícula única que en lugar de seguidores solo consiguió imitadores. La exageración en él “no es una manera de alterar la realidad sino de verla”, dirá Vargas Llosa en Historia de un deicidio.

Pero el espíritu de identidad que campea entre los cuatro los lleva a proponerse proyectos conjuntos, una novela a dos manos entre García Márquez y Vargas Llosa sobre la guerra de 1932 entre Perú y Colombia; otra novela colectiva sobre dictadores latinoamericanos, proyectos a los que Cortázar aparta el cuerpo. Y juntos firman declaraciones políticas, manifiestos de protesta.

Y si hablamos de manifiestos, Rayuela de Cortázar lo es, no tanto del grupo como de toda una generación de lectores para la que funcionó como un manual de conducta personal contra el código de costumbres establecido; y surgió una nueva conciencia, la de cronopio, frente a los famas detestables y los vacilantes esperanzas.

La mayor empresa para crear una nueva visión de la historia a través de la novela compromete la obra de Carlos Fuentes, la ambición de usar la ficción como espejo único y valedero de todos los entramados del pasado y volverlos presente. Y es el propio Cortázar quien, en sus lecturas de los manuscritos de las novelas de Vargas Llosa, descubre que está frente a algo que antes no ha encontrado en ninguna parte, el entrevero de tiempo y espacio en planos simultáneos, el paso desde un pasado más lejano a otro más cercano, o al presente.

Y, siguiendo con la cartilla, si hay un hecho histórico trascendental, de cara al cual los cuatro se sitúan en primer plano, es la revolución cubana, primero con fervor unánime, los más cercanos Cortázar y Vargas Llosa, y Fuentes y García Márquez más críticos: “si los amigos cubanos se van a convertir en nuestros policías, se van a llevar, al menos por mi parte, una buena mandada a la mierda”, le dice García Márquez a Fuentes en marzo de 1967; “…que no se olviden que estamos con ellos por convicción y no por miedo de que nos pongan presos”.

En 1971, la prisión del poeta Heberto Padilla y el escándalo de su confesión de culpabilidad posterior -el famoso caso Padilla- se convierte en un parte aguas que crea contradicciones insalvables; Fuentes y Vargas Llosa se vuelven críticos del régimen de Fidel Castro, en tanto Cortázar y García Márquez se mantienen cercanos.

Esta generación creó también algo nuevo: sacó a la literatura latinoamericana de las catacumbas, de las tiradas domesticas de libros y de su circulación local, y creo un nuevo mercado, no solo en español, sino en el mundo. “Para mí que el famoso boom no es tanto un boom de escritores como un boom de lectores”, le dice García Márquez a Fuentes en 1967, recién aparecido Cien años de soledad.

Un libro epistolar como pocos, porque es el retrato de una época.

 

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3 de julio de 2023
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El pato Donald contra los nazis

En la entrada de Disney World en Orlando, se plantó hace poco un grupo de manifestantes con vistosas banderas nazis. No era una comparsa de las que son usuales en el reino de la fantasía por excelencia, y donde abundan los disfraces, el Pato Donald o el perro Pluto dispuestos a tomarse fotos con los visitantes. Eran nazis de verdad, portando banderas rojas con el emblema de la cruz suástica, que no se compran en las tiendas de recuerdos del lugar. Una de ellas fue clavada junto a la efigie emblemática del ratón Mickey.

Nazis de los Estados Unidos. Los hay en todas partes hoy en día, de uniformes grises, brazaletes y puño alzado. Estos gritaban insultos contra la corporación Disney. Un comunicado de la oficina del alguacil del condado de Orange expresa: “somos conscientes de estos grupos que tienen como objetivo agitar e incitar a las personas con símbolos e insultos antisemitas… deploramos el discurso de odio en cualquier forma, pero las personas tienen el derecho de la Primera Enmienda a manifestarse".

Disney sostiene una cerrada oposición a la cruzada “antiwoke” del gobernador de la Florida, Ron de DeSantis, que ha hecho pasar una ley sobre Derechos de los Padres en la Educación, conocida como “no digas gay”, la cual prohíbe a los maestros de las escuelas públicas enseñar nada sobre orientación sexual o identidad de género, ahora en todos los grados, desde los cinco hasta los 18 años de edad.

Disney World gozaba de un estatus de autonomía, todo un enclave con sus propios privilegios fiscales y administrativos. En una de las batallas de esta guerra el gobernador le quitó esos privilegios, con lo que la corporación ha recurrido ante los tribunales. Y mientras De Santis amenaza con mandarles a construir una cárcel al lado, Disney ha ordenado suspender su programa de nuevas inversiones por billones de dólares.

Ser contendiente de una guerra semejante parece inusitado para un republicano de hueso duro como De Santis, quien disputa a Trump las banderas más fundamentalistas en la campaña por la candidatura a la presidencia de Estados Unidos. Si alguna empresa representa el triunfo sacrosanto de la libre empresa, esa es la corporación Disney, a la cabeza en el mundo en la industria de la diversión.

Y más inusitado aún, ver al pato Donald enfrentado a los nazis. No he preguntado aún a Ariel Dorfman qué piensa del nuevo giro en la vida política de este personaje que mereció todo un libro, Para leer al pato Donald (1972), escrito por el propio Ariel y por Armando Mattelart, en los tiempos del gobierno de la Unidad Popular, con Salvador Allende en la presidencia.

Con cerca de 40 ediciones, y traducido a decenas de idiomas, este «manual de descolonización», analizaba desde la perspectiva marxista la influencia enajenante de los personajes de Walt Disney, toda una disección de la ideología entremetida en los globitos que salían de sus bocas; esa caterva de patos, perros y ratones de las historietas y dibujos animados, no eran sino un producto de la metrópoli para implantar mentalidades capitalistas, tal como Rico McPato, el tío multimillonario de Donald, supremo egoísta que se baña feliz en sus montañas de monedas de oro como si se tratara de jabón espumante.

Los años setenta son los de Leer al pato Donald, y Las Venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, libros sacramentales de la izquierda en ebullición. Es la década de las revoluciones triunfantes y en ciernes, guerrilleros heroicos y el hombre nuevo, lucha a muerte contra el imperialismo, conciertos masivos de rock y canciones de protesta, cannabis y cabellos largos ―y más tarde golpes de estado, dictaduras militares, desaparecidos―. Y, dado que la propuesta era demoler el sistema y erigir sobre sus escombros el socialismo, los temas que ahora confrontan al pato Donald contra los nazis no se consideraban estratégicos, o ni siquiera se debatían: igualdad de género, integración racial, derechos de la comunidad LGTBIQ, educación sexual libre en las escuelas. Al contrario, la revolución cubana metió en campos de concentración a los homosexuales y no pocos íconos de la redención social eran machistas redomados.

Acorde con los viejos tiempos, el propio patriarca Walt Disney se encargaba de borrar con su lápiz mágico todo lo que se saliera de la norma ortodoxa masculina. Hoy, sus herederos corporativos hacen una revisión del canon tradicional. En Fantasía, la película ya clásica de 1940, aparecía una empleada doméstica que además de negra era torpe, como si fueran condiciones gemelas. En Dumbo, la pandilla de cuervos que hostigaban al inocente elefante, representaban a los negros haraganes; el jefe, para dejar atrás toda duda, se llama nada menos que Jim Crow.

Ahora, en La sirenita, Ariel es negra, ya no rubia de cabellos de oro, con sensacional éxito de taquilla. El pato Donald podría ser gay: el personaje de la película Un Mundo Extraño, es un adolescente gay. ¿Expiación, o nuevos nichos de mercado? De cualquier modo, los nazis que agitan sus banderas con la cruz gamada se sienten atacados. El pato Donald se ha convertido en su enemigo. El mundo de las suásticas es de blancos heterosexuales, o no será.

Habrá que leer de nuevo al pato Donald.

 

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20 de junio de 2023
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El tendero y su hijo el abogado

 

Para los tiempos en que comienza esta historia en mi pueblo natal de Masatepe, yo tenía 56 primos hermanos, y el empeño constante de mi padre, Pedro Ramírez, era que me convirtiera en el primer abogado entre aquella multitud familiar; porque como solía martillar a la hora de las comidas sentado a la cabecera de la mesa, yo a su derecha, como privilegio de hijo mayor, él sólo había logrado llegar hasta el cuarto grado de primaria, y eso era bastante en una familia de músicos pobres. Mi abuelo Lisandro, maestro de capilla del templo parroquial, compositor de misas de gloria y de himnos religiosos, y también de valses y otros aires profanos, había formado su orquesta, la orquesta Ramírez, repartiendo lo instrumentos entre sus hijos al no más hacerse adolescentes, violines, cello, flauta traversa, clarinete, y sólo mi padre se había negado a aceptar el suyo, el contrabajo, por tequioso de transportar, y abrió una tienda de comercio frente a la plaza, esquina con la iglesia parroquial.

De modo que crecí convencido de que ser abogado era mi destino, sin ponerme a pensar si aquella profesión me gustaba o no, y cuando me bachilleré, a los diecisiete años, mi padre mismo me llevó hasta León, un largo viaje cambiando autobuses, a matricularme en la Facultad de Derecho, y me instaló en la pieza de estudiantes donde debía vivir, con un catre de campaña, un baúl, una mesa de pino y una silla playera como únicas pertenencias.

Muchas cosas ocurrieron en esos cinco años desde el mediodía en que entre por primera vez al aula de la facultad, caliente como un horno, donde se hacinaban más de cien estudiantes llegados de otros pueblos tan lejanos como el mío, todos pelones, porque los mayores le metían las tijeras a la fuerza a los novatos, y había que raparse; y todos con la ilusión propia, o inducida paternalmente, de hacernos abogados.

El aula se fue despoblando, porque muchos se veían obligados a regresar a sus pueblos, sus ilusiones derrotadas. Y, tiempos de agitación aquellos, el derrocamiento de Batista en Cuba alentaba al derrocamiento de los Somoza, y el foco de resistencia y de protesta era la universidad.  A las pocas semanas de empezados los cursos sobreviví a una masacre perpetrada por el ejército de la dictadura contra una manifestación de estudiantes, en la que yo participaba, un 23 de julio de 1959; y eso de ver la muerte de cerca a los diecisiete años, porque mataron a cuatro universitarios, dos de ellos mis compañeros de banca en el aula, forjó de un golpe mis convicciones, y dio forma a mis ideales.

Y ocurrió también que me hice escritor. En 1963, un año antes de graduarme, publiqué mis primeros cuentos en un pequeño libro, y me presenté en Masatepe para entregárselo a mi padre, antes que el título de abogado, temeroso de su reacción, porque si quería para mí una profesión rentable, y de prestigio, de la que sentirse orgulloso, la de escritor no lo era en la Nicaragua de entonces. En la de ahora es, además, un oficio peligroso, que te puede llevar a la cárcel, o al exilio, o a convertirte en apátrida, ya está visto.

Ahora lo veo fulgurar en mi memoria aquella tarde de un sábado, sentado en su silla mecedora en una esquina de la tienda. Saca los anteojos del estuche, y repasa las páginas de mi libro. Luego alza la vista, y me dice: “bueno, ahora tenés que escribir una novela”. Lejos de cualquier reproche, había orgullo en sus palabras. Fue la entrañable complicidad de un tendero iletrado con un muchacho que antes que abogado quiere ser escritor a toda costa. Para él un cuento era un primer escalón que debía llevar a otro superior, el de la novela. Yo he aprendido que se trata de dos géneros distintos, cada uno con su propio grado de dificultad, pero la suya no era sino una voz de aliento.

Al año siguiente presente mi examen público para obtener el título de abogado en la universidad, y mi padre estuvo presente en la ceremonia de graduación, cuando recibí también la medalla de oro como mejor estudiante de la carrera, la que conservó hasta su muerte. Y en Masatepe hizo cantar el tedeum de Eslava en la iglesia parroquial, mis tíos frente sus atriles con sus instrumentos, y sacó de la tienda estantes y vitrinas para convertirla en el salón de la fiesta a la que invitó a medio pueblo.

Había cumplido mi compromiso con él, aunque no del todo, porque no instalé nunca mi oficina de abogado, ni abrí mi protocolo de notario, ni litigué jamás en los tribunales, ni sostuve ningún alegato en estrados. No había nacido para el oficio.

Mi padre murió en 1981, a una edad que ahora yo he sobrepasado, y lo he recordado cuando la fiel y servicial Corte Suprema de Justicia de Nicaragua me ha despojado de algo que sólo a él debo, mi título de abogado y notario. Es como si en esa resolución llena de galimatías, en la que, tras ordenar la anulación de mi título, me ordenan devolver en el término de la distancia bajo apercibimiento de ley, mis sellos de abogado, de los que nunca dispuse, y mi protocolo de notario, que nunca llegué a abrir, intentaran borrar los sueños del tendero que quiso ver a su hijo abogado, el primero con un título universitario entre sus 56 primos.

Pero entre él y yo, todo está a salvo.

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15 de junio de 2023
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Las escopetas y las palomas

Nunca me ha gustado mucho el refrán “las palomas tirándoles a las escopetas”, porque presupone que el papel indefectible de las escopetas es matar palomas, y el de las palomas resignarse en silencio a su papel de víctimas. ¿Cómo una paloma se va a volver contra una escopeta?  Se trata de una justificación de la ley del más fuerte, contra la que no hay nada que hacer. Las escopetas son escopetas, para eso fueron fabricadas, para disparar y matar, y las palomas son palomas, para eso nacieron, para ser acribilladas a perdigonazos, y morir.

Mi viejo amigo, el comandante del FMLN Joaquín Villalobos, en un reciente artículo en El País, afirma que es un error absurdo el del papa Francisco comparar a la dictadura de Ortega con la de Hitler; otro error, no menos imprudente, el de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas el denunciarlo por crímenes de lesa humanidad, porque más bien eso lo fortalece, y ya podrá morirse en la cama de puro viejo, consolidado por tan festinada condena. Cuando las escopetas disparan, las palomas mejor se callan.

 Según este alegato, Ortega, en un acto de gracia unilateral, sin pedir nada a cambio, sacó de la cárcel, para meterlos en un avión, a más de dos centenares de prisioneros; y el simple de detalle de despojarlos enseguida de su condición de nicaragüenses, que repitió luego con cerca de cien ciudadanos más, entre los que me encuentro, al ser criticado innecesariamente por la comunidad internacional, impidió ver la trascendencia del gesto magnánimo. Los dictadores bananeros son así, tienen sus excentricidades. Algo tenía quedarles a las bases radicales, para mantenerlas en paz y contentos.

Esto me recuerda el cuento del matón desaforado que cada noche aterrorizaba a los vecinos. Muchos escapaban a escondidas, y cambiaban de barrio. Apenas amanecía, un predicador los visitaba aconsejándoles mejor callarse porque si no, la furia del energúmeno sería peor. Que tuvieran paciencia. La solución era el diálogo. Las víctimas ceden, y el matón cede. Siempre existe el término medio.

“Sin oposición las condenas internacionales no sirven de nada”, afirma el comandante Villalobos. ¿Pero qué se hizo la oposición en Nicaragua? Todos sus dirigentes fueron encarcelados antes de las elecciones de 2021, bajo acusaciones que iban a de traición a la patria a lavado de dinero, mucho de ellos solo por haber declarado su intención de presentarse como candidatos contra Ortega, que ganó como candidato único.

Y luego, como tras ponerlos en el avión los declaró apátridas, dentro de Nicaragua no hay oposición visible. Pero prisioneros opositores no habrán nunca de faltar. Estos últimos días han sido apresados decenas más, con lo que de nuevo las cárceles se vuelven a llenar.

“Nadie invadirá Nicaragua para derrocar a Ortega, tampoco habrá otra revuelta popular, esa oportunidad se perdió y no es repetible a voluntad. No habrá una nueva “contra” y un golpe de Estado es imposible e indeseable porque puede convertirse en una guerra civil. En síntesis, no hay fuerza para lograr un cambio”, agrega el comandante Villalobos.

Es una impecable falacia en serie. Nunca he escuchado a ninguno de los dirigentes opositores en el exilio pedir una invasión militar a Nicaragua. La rebelión de abril de 2018 tuvo un carácter cívico, porque esta nueva generación de nicaragüenses que salió a exigir democracia y libertad a las calles, es contraria al uso de las armas. Tienen conciencia de que la guerra civil de los años ochenta en Nicaragua sólo trajo luto, destrucción y sangre, otra dictadura, y más corrupción. Lo mismo pasó en El Salvador. Pero no está escrito en ninguna parte que los jóvenes no salgan otra vez a las calles, a pesar de la persecución constante y la imposición del terror y el silencio.

Y me parece que ya sería demasiado pedirle a las palomas, que además de no dispararle a las escopetas, puesto que así son las escopetas, están hechas para matar palomas, y para matar gente, que además de huir por centenares de miles para salvar sus vidas, y buscar la comida lejos de las fronteras de Nicaragua, a pesar de lo “bastante bien que sigue funcionando la economía capitalista”, reclamen a la comunidad internacional que no sólo no imponga más sanciones contra la dictadura, sino que levante las que ya existen, “para facilitar un diálogo”.

Negarse a las posibilidades del diálogo como salida a una crisis política parece insensato. Pero en el caso de Nicaragua primero hay que preguntarse qué clase de diálogo, y con quién. Y para qué. El modelo que veo afianzarse en mi país no es el de una dictadura como la de Somoza, que endurecía a veces sus posiciones y en otras buscaba respiro, decretaba amnistías, o restablecía la libertad de prensa.

Más bien lo que se consolida cada día es un modelo parecido al de Cuba en los años sesenta, por obsoleto que parezca, o como el de Corea del Norte, por absurdo que parezca. Todos los opositores en la cárcel o en el exilio, la sociedad civil muerta, los medios de comunicación desaparecidos, las iglesias cerradas, las fronteras selladas. Un partido único, un discurso único, una familia única en el poder. Aislamiento internacional. Silencio y sumisión.

¿Cuál diálogo entonces? Sólo pregunto.

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11 de mayo de 2023
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El cauce mágico de los ríos profundos

Con motivo del recién pasado Congreso de la Lengua, dedicado al mestizaje, que debió celebrarse en Arequipa y hubo de trasladarse a Cádiz, la Asociación de Academias de la Lengua presentó la edición conmemorativa de Los ríos profundos, de José María Arguedas, la espléndida novela mestiza donde el quechua se encuentra con el español.

Los ríos profundos se publicó en Perú en 1958, el mismo año en que también aparece en México La región más transparente de Carlos Fuentes, una coincidencia que parecería representar el enfrentamiento entre lo arcaico y lo moderno, en la inminencia del fenómeno del boom de los años sesenta, un antes y en un después.

Estas dos novelas vienen a ser un señuelo codiciable para establecer la pretendida división. La región más transparente es vista como la primera gran novela de la ciudad, mientras Los ríos profundos, representa la voz agónica del indigenismo trasnochado, ya superado por Juan Rulfo con Pedro Páramo tres años atrás, en 1955.

Rulfo sería el abuelo único del realismo mágico, que ajustaba cuentas con la narrativa vernácula, regionalista e indigenista.  Pero también Los ríos profundos representa una reivindicación verbal, y mágica, de aquel mundo rural de soledades y desgarros al que su lenguaje híbrido convierte en propio.

En una entrevista del año 1977 para el programa A fondo de la Televisión Española, Joaquín Soler Serrano le pregunta a Rulfo acerca de los escritores “telúricos” y si guarda devoción por alguno de ellos. Y sin dudarlo responde que sí, por José María Arguedas, con quien “tiene muchas similitudes, hasta en la forma de pensar”.

Y en un artículo de 1960, Reflexiones peruanas sobre un narrador mexicano, Arguedas destaca que “muchos de los relatos de El llano en llamas y gran parte de Pedro Páramo están escritos en primera persona y es siempre un campesino quien habla. Esta hazaña de Rulfo es quizás la mayor”.

Tanto Rulfo como Arguedas comparten la idea fundamental de que el asunto central de la literatura es su capacidad de inventar una realidad paralela capaz de transformar y sublimar los elementos de la otra realidad a través de la invención, no importa si se trata de un lenguaje campesino o urbano.

El indigenismo surgió en la primera mitad del siglo veinte, cuando el tema de la explotación y segregación se volvió crucial. Y las artes plásticas, y la literatura, tuvieron un papel orgánico, el de la denuncia militante, en los programas de los nacientes partidos políticos de izquierda, comunistas y socialdemócratas, y dentro de los movimientos populistas.

El realismo costumbrista contemplativo, donde el indio, figura tantas veces inocente y pintoresca es parte del paisaje, pasa a ser sustituido por el indigenismo militante, donde el indio es inicuamente explotado; y al crearse un discurso político del indigenismo, se crea un arte indigenista que tiene el papel de denunciar.

Muy pocas de las novelas indigenistas, o sociales, alcanzaron la dimensión literaria suficiente para sobrevivir, precisamente por su carácter de instrumentos de propaganda política. Se termina por verlas como literatura fallida, por no ser suficientemente literatura, y se tiende a cancelar todo lo que entra bajo esa denominación.

Arguedas produjo una novela del mundo indígena más allá del indigenismo, y la convirtió en un eficaz instrumento literario desde el quechua, su primera lengua, que transmuta en la otra, el español mestizo, su segunda lengua. No es indio, pero escribe una novela que reivindica al indio desde la majestad literaria, y esos seres anónimos, oscurecidos por la historia que los ha mantenido al margen, objetos más que sujetos, cobran la calidad de personajes, la única que puede volverlos trascendentes.

Y es su propia vida la que pone de por medio en la apuesta. Porque la clave maestra de Los ríos profundos está en su carácter autobiográfico, y aún más que eso, en que es contada por la voz de un niño, Ernesto, un resguardo trascendental para que no pierda nunca su carácter de confesión, y sea alumbrada por la magia. Un niño blanco que piensa y que siente como un niño indio, y que vive bajo el embrujo del llamado telúrico de la sierra andina cuyos entresijos conoce de memoria, pueblos olvidados que ha recorrido con su padre, ríos, crestas y barrancos grabados en su memoria.

Entre la inocencia y la perversidad, la violencia y el miedo, la sumisión y la rebeldía, complicidades y reyertas, los niños forman el elenco principal de la novela, cada uno colocado en su lugar de la escala social, representando el papel que les toca en un mundo cerrado que no es sino reflejo y copia del de afuera.

Más que hacernos pensar en cualquiera de las novelas del viejo canon indigenista, Los ríos profundos recuerda mejor La ciudad y los perros de Vargas Llosa: del colegio de los padres maristas, en Abancay, al colegio Leoncio Prado, en Lima.

Los ríos profundos evoca una realidad que Arguedas conoció mejor que nadie —y conocer mejor que nadie, en literatura, siempre ha significado conocer como niño—: los indios, los mestizos, no como estampas de propaganda, o como como caricaturas políticas, sino como entrañables entidades individuales. Como personajes.

Una novela que deja en la memoria una pátina de nostalgia.

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24 de abril de 2023
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La nueva edad de la fe

En Opresión y resistencia, sus escritos contra el totalitarismo, George Orwell previene contra las distopias que se incuban en el mundo moderno, entre ellas lo que llama “la edad de la fe”, que sobreviene cuando se pretende el control moral de las expresiones libres, la primera de ellas la creación literaria.  Para que la edad de la fe se establezca no hace falta vivir en un país totalitario; es suficiente que “bastas esferas de la imaginación se ven afectadas por las creencias oficiales”, o que estas sean decretadas por sectores de la sociedad capaces de ejercer control intelectual.

Orwell previno contra el pensamiento único basado en premisas políticas, pero no alcanzó a adivinar que en el siglo veintiuno “la edad de la fe” estaría determinada por el puritanismo, que en Estados Unidos rige la conducta social, y vigila celosamente la ortodoxia de las expresiones culturales.

Esto ha sido así a lo largo de su historia, desde la llegada de los pilgrims a las costas de Nueva Inglaterra, como nos lo enseña Nathaniel Hawthorne en La letra escarlata; pero hoy el puritanismo vive un periodo de resurrección, y guía la nueva edad de la fe, bajo la amenaza de volverse global. Y va desde la censura y la supresión, hasta la prohibición y la cancelación. Una renovada fe, intransigente y cerrada, que alcanza tanto a la derecha como a la izquierda.

Si Orwell prevenía de que el orden totalitario pretende la reescritura del pasado, en esta nueva edad de la fe se pretende la reescritura tanto de la realidad, como de la imaginación. Y como hay que rescribir los libros que ofenden determinadas sensibilidades, no importa la antigüedad de su publicación, esto implica también reescribir el pasado. Es lo que la filósofa Rosa María Rodríguez Magda llama “la blanda sensibilidad indignada…: no se pretende modificar la realidad, sino inventarla, corregirla también retrospectivamente, y forzar el asentimiento público y legal de esa depuración: la nueva normalidad como psicosis colectiva de la corrección política”.

Desde hace muchos años se ejerce en el llamado cinturón bíblico en Estados Unidos un férreo control de la lectura en las bibliotecas públicas y escolares, con una conspicua lista de libros prohibidos que incluye a William Faulkner y a Toni Morrison, entre otros, y donde no puede leerse nada que desafíe la tesis creacionista, con lo que Darwin viene a ser un engendro del demonio. En el estado de la Florida, las juntas escolares asumen la potestad de vigilar que no entre en las aulas ningún libro “de naturaleza explícita que enseñe a los niños sobre orientación sexual y la identidad de género”,

Pero la pureza moral viene a ser abonada desde el otro lado del espectro, con el surgimiento de la cultura woke, que forma parte también de la edad de la fe. Desde esta perspectiva se demanda la modificación de las obras literarias para que sean adaptadas a “las sensibilidades políticamente correctas”. Ni Roald Dahl, ni Agatha Christie, ni Ian Fleming, con los que se ha empezado, pueden alegar nada en contra de la implacable censura de sus obras desde el silencio de sus tumbas. Para esta tarea las editoriales se asesoran de un “comité de lectores sensibles”; o sea, un santo tribunal de la inquisición.

Toda referencia, palabra o frase que evoque el colonialismo, el racismo, el machismo, la misoginia, debe ser suprimida, alterada o cambiada por expresiones neutras o benévolas. La escritura sin mancha ni suciedad, lavada con detergente y bien aplanchada. Un mundo insulso de personajes inocentes, despojados de la gracia de la culpa.

Está bien, se dirá, son autores que no encarnan la verdadera literatura, autores de consumo masivo, James Bond, el intrascendente inspector Poirot. ¿Qué más da? Pues ojo que en un colegio de secundaria en Manhattan fue cancelada no hace mucho una puesta de El mercader de Venecia, “debido al carácter antisemita” de la obra. De un lado Shakespeare por antisemita en Manhattan; del otro Dickens, en el sur profundo, porque sus novelas resultan “perturbadoras” por su descarnada exposición del delito incubado en la miseria.

Si ya se empezó con sacar del escenario El mercader de Venecia, pronto llegaremos a ver Macbeth y El rey Lear depuradas para librarlas de toda alusión capaz de indignar a las blandas sensibilidades. Y corregir a Shakespeare será corregir el pasado, hacer potable la época isabelina para tranquilidad de las buenas conciencias.

Y detrás vendrá Rabelais para convertir a Gargantúa y Pantagruel en personajes comedidos. Y no se librará tampoco Cervantes. El lápiz rojo caerá implacable sobre la escena en que don Quijote queda haciendo penitencia cabeza abajo, con las nalgas al aire, que no está bien enseñar las partes pudendas del cuerpo; y las tantas veces que Sancho dice hideputa, borradas también, y condenado el mismo Sancho por antisemita, ¿pues, no dice: “y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos?”.

El Gran Hermano te vigila.

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10 de abril de 2023
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La lengua que es mi patria

Cerca del lago Xolotlán en Nicaragua, pueden verse unas huellas que quedaron impresas en el lodo hace dos mil años. Pies de adultos y de niños, que atestiguan la huida de una erupción volcánica, ríos de lava, cielos encendidos, la tierra que se estremece.

Desde entonces siempre hemos estado huyendo de algo, terremotos y huracanes, guerras civiles, y tiranos agarrados al poder, el primero Pedrarias Dávila, el Furor Domini, muerto a los 91 años, y quien se hacía cantar cada año una misa de difuntos, yacente en un catafalco en el altar mayor de la catedral de León, del que se levantaba para ordenar que perrearan a los indios insumisos; y quinientos años después, el tirano que es el mismo y es otro sigue envejeciendo en su cama y en su trono, y desvaría en sus mandamientos y arbitrariedades, dueño de vidas y haciendas sigue imponiendo el silencio, llena las cárceles, condena al destierro, un rostro superpuesto sobre el viejo rostro en la fantasmagoría de los siglos.

Los letrados escribieron las constituciones y las leyes de los tiranos iletrados, y las repúblicas de papel encubrieron el aparato siniestro del despotismo que nunca fue ilustrado. Y las armas han cobrado siempre su precio a las letras que pugnan por la libertad, porque el oficio de escribir es libre por naturaleza, y el poder, cuando quiere ser absoluto, mal disimula su inquina contra la imaginación, que es libre, y es crítica del poder, y contradictoria, y rebelde a las servidumbres por naturaleza.

Porque no tienen sentido del humor alguno, las tiranías castigan las burlas y ficciones de las novelas mandando prohibirlas, y quien las escribe debe pagar con el destierro, y enfrentar la pretensión de que te quieran quitar tu país, borrar tu fecha y lugar de nacimiento, tu memoria y tu pasado y tus palabras, porque, en el delirio de las arbitrariedades caprichosas que se adueñan de la cabeza de los tiranos, creen suya la facultad de hacerte desaparecer, como en uno de aquellos conjuros de la Camacha de Mantilla, la hechicera de El coloquio de los perros, que “congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol y, cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo”.

Por la libertad de palabra se ha pagado siempre un precio. Y las palabras de los libros quedarán siempre allí, aceradas y punzantes, y siempre volverán a los ojos cada vez que abramos un libro un día prohibido, para decirnos otra vez lo que los tiranos, desde sus sueños maléficos de grandeza y de poder, no quisieron oír, o quisieron prohibir. “Pequeño libro, irás, sin que te lo prohíba ni te acompañe, a Roma, donde, ¡ay de mí!, no puede penetrar tu autor. Parte sin ornato, como conviene al hijo de un desterrado…”, canta Ovidio en Las tristes, desde su exilio en el Ponto Euxino.

“Los libreros nos rechazarán. Las tropas de asalto de las SS romperán los escaparates…la palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”, escribe Joseph Roth en una carta a Stefan Zweig en octubre de 1933, con poder más que adivinatorio de la catástrofe nazi que se acercaba, para cercar y cercenar vidas y hacer arder en hogueras las palabras.

«Lengua mía fiel, / te he servido. / [...] Has sido mi patria, porque me faltaba cualquier otra…”, escribía Czesław Miłosz, condenado a la inexistencia en Polonia, porque todos sus libros habían sido prohibidos, y él condenado al destierro.

Pero es imposible borrar las palabras. “La literatura es la única forma de seguridad moral que tiene la sociedad…aunque sólo sea porque trata de principio a fin sobre la diversidad humana y esta es su razón de ser”, viene a recordarnos otro proscrito, Joseph Brodsky.

En América Latina, que es mi patria, y en España, que es así mismo mi patria, sus escritores han fraguado su vida alguna vez en el fuego del exilio, que ha moldeados sus soledades, y sus esperanzas, y ese vislumbre del regreso a la tierra perdida, no cesa en la memoria, ni cesa en la lengua, siempre despierta en la boca.

“País de la memoria donde nací/ morí/ tuve sustancia/huesitos que junté para encender/tierra que me enterraba para siempre”, dice Juan Gelman, exiliado de su patria por otra dictadura, al fin y al cabo, cada quién ha tenido la suya, su pedazo de pan amargo en la lengua estragada.

Y desde aquel lado, de otro lado del vasto territorio de La Mancha océano mediante, adonde tantos españoles fueron a hacer la América en su exilio, Luis Cernuda escribe: “Si yo soy español, lo soy/A la manera de aquellos que no pueden/ Ser otra cosa: y entre todas las cargas/ Que, al nacer yo, el destino pusiera/Sobre mí, ha sido ésa la más dura.

Si yo soy nicaragüense, lo soy a la manera de quien no puede ser otra cosa. Nicaragüense de mi lengua, que es la lengua en boca de todos, desde la que no hay exilio posible, porque la lengua me lleva a todas partes, me quita cárceles y destierros, y me libera. La lengua que nadie puede quitarme de la que nadie puede desterrarme.

La lengua, que es mi patria.

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27 de marzo de 2023
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El obispo prisionero

Cuando en agosto del año pasado el cerco de acoso policial se cerraba alrededor de monseñor Rolando Álvarez, obispo de la diócesis de Matagalpa, y aún sus mensajes alcanzaban las redes sociales, su voz se dejó oír, desolada, pero con entereza, con una oración que empezaba: “Señor, Señor…vengo de una larga noche; estoy saliendo de las aguas saladas. Ten piedad. La soledad es una alta muralla que me cierra todos los horizontes. Levanto los ojos y no veo nada. Mis hermanos me dieron la espalda y se fueron. Todos se fueron…”.

La calle frente a la casa episcopal estaba tomada por decena de agentes, las esquinas cerradas por retenes, no dejaban pasar alimentos, le habían cortado la energía eléctrica, y él, en compañía de unos pocos, esperaba el momento en que entraran a apresarlo, como realmente sucedió, pues el poco tiempo lo llevaron prisionero a Managua; y, mientras tanto, sus hermanos obispos de la conferencia episcopal siguieron en silencio.

A esas alturas, los párrocos de las iglesias de la diócesis de Matagalpa, y los de la diócesis de Estelí, también bajo la autoridad de monseñor Álvarez por vacancia de la sede, se hallaban bajo persecución, y luego también serían metidos presos, mientras otros habían huido al exilio; y las pequeñas estaciones de radio y televisión administradas por los curas en las regiones rurales, habían sido desmanteladas.

Se le acusaba de “desestabilizar al Estado de Nicaragua y atacar a las autoridades constitucionales”. Sus imprecaciones desde el púlpito sonaban a exorcismos: “a la oración el demonio le tiembla, a la oración de un pueblo unido el demonio le tiembla…está el mal ahogándose, estremecido ante la oración de un pueblo…”.

Su prédica se había vuelto insoportable para el régimen. La suya era la única voz profética que quedaba resonando en el país después que monseñor Silvio José Báez, obispo auxiliar de Managua, había sido enviado al exilio, una concesión del Vaticano para aplacar las furias de la dictadura contra la iglesia, que no hizo sino exacerbarlas. El nuncio apostólico fue expulsado, las procesiones religiosas se hallan ahora prohibidas, los sacerdotes extranjeros han sido deportados, y órdenes religiosas enteras, entre ellas las Religiosas de la Caridad fundada por la madre Teresa de Calcuta, deportadas también.

Menudo y ágil, a sus 56 años es capaz de desplegar una gran energía juvenil, montado a caballo por los caminos de montaña, o en pipante por los ríos, para llegar a las comunidades más lejanas en sus visitas apostólicas; de patear la pelota de futbol con los jóvenes, y de bailar en las fiestas campestres de los feligreses, un carisma que no desperdicia.

En octubre de 2015, el régimen otorgó a la empresa canadiense B2Gold una concesión de explotación minera a cielo abierto en el municipio de Rancho Grande, que pertenece a la diócesis de Matagalpa. Los pobladores se declararon en rebeldía, denunciando la catástrofe ambiental que se avecinaba. Monseñor Álvarez se puso a la cabeza de la protesta, y los acompañó en una manifestación se más de 15 mil personas. El régimen organizó una contramarcha con empleados públicos, que resultó un fracaso. Ortega tuvo que llamar por teléfono al obispo para anunciarle que la concesión había sido anulada.

Pero le fue anotado en su cuenta. Cuando tras las masacres de 2018 contra la población civil alzada en las calles, Ortega se vio forzado a abrir un diálogo nacional, monseñor Álvarez se hallaba sentado del otro lado de la mesa, reclamando el cese de la cacería de jóvenes, y de las “operaciones limpieza” en los barrios; y advirtiendo que el único camino para acallar las protestas era devolverle al país la libertad y la democracia.  También le fue anotado en su cuenta. Una celda esperaba por él desde entonces.

Cuando en febrero de este año la dictadura decidió desterrar a los prisioneros políticos hacia Estados Unidos, puso a la cabeza de la lista aquel reo incómodo, que en las audiencias judiciales aparecía digno y desafiante, ajeno a la cháchara de los fiscales y jueces. Pero se negó a subir al avión. “Que sean libres, yo pago la condena de ellos”, fue toda su respuesta.

Del aeropuerto fue enviado a la Cárcel Modelo. "No acepta que lo metan en una celda donde hay centenares de presos", se quejó Ortega en cadena nacional de radio y televisión. Lo acusó de arrogante. ¿Por qué, se preguntaba, si se trata nada más de “un hombre común y corriente”? Grave equivocación. Lejos de ser un hombre común y corriente, aún en su uniforme de presidiario, monseñor Álvarez es un símbolo. El símbolo más poderoso del país.

Casi de inmediato, porque los actos de venganza se cumplen en Nicaragua con celeridad, un tribunal dócil lo condenó a 26 años de prisión por traición a la patria, le suspendió sus derechos ciudadanos a perpetuidad, y lo despojó de la nacionalidad nicaragüense.

Ahora vive sus días en una celda de aislamiento, y nadie puede verlo, ni siquiera sus familiares. Nada se sabe de él. Y aquella oración suya que cité al principio, seguirá en sus labios: “el miedo y la noche me rondan como fieras, y sólo me quedas Tú, como única defensa y baluarte”.

Y un país entero que lo acompaña.

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13 de marzo de 2023
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