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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Alas al moscardón

Gabriel García Márquez dice que la ética en el periodismo no es una condición ocasional, sino que debe acompañarlo siempre como el zumbido al moscardón. Y no hay que olvidar que ese moscardón necesita alas para su vuelo inquietante. No hay ética sin alas para el vuelo.

Es necesario asumir el desafío de los profundos cambios tecnológicos en la comunicación, los de este valiente mundo nuevo que apenas empieza a ser explorado; y hacer al mismo tiempo que la revolución digital sea una revolución democrática, que multiplique las oportunidades de informar e informarse. Que los espacios electrónicos que hasta hace poco apenas podíamos imaginar, puedan ser aprovechados de manera atrevida y creativa, y defender su libre uso frente a las pretensiones de restringirlo.

Defender la palabra, para que impere el poder de la palabra. De este modo, la pregunta clave que debemos plantearnos no es si morirán los medios impresos de información, sino, si morirá el espíritu de libertad de la información, acosado por aquellos que ven en la difusión de las ideas una amenaza, como en el pasado.

Cuando el poder no es democrático busca pretextos para imponerse, alegando con alevosía valores tradicionales que se basan en la defensa de la soberanía, la seguridad nacional, la seguridad ciudadana, la paz social, el bienestar popular, la moral pública. Y peor que todo eso, cuando se trata de imponer una ideología única. Viejas formas de intolerancia en odres nuevos. El espacio de la red cibernética llena de susto a los custodios de la fe única porque se trata del espacio más libérrimo que ha existido nunca.

Que cada quien pueda abrir desde su casa un espacio de opinión que a la vez genera opiniones de quienes leen;  emitir mensajes que convocan a miles a debatir y manifestarse, manejar su propia emisora de radio, su propia estación de televisión digital, su propio periódico o revista, publicar un libro volviéndose su propio editor, son cosas  que comienzan a ser temidas y amenazadas, bajo los mismos viejos alegatos de abuelitas asustadas o de tías solteronas púdicas calzadas con botas militares.

Uno de los monumentos más impresionantes erigido en contra el fanatismo, está en la plaza de Opera en Berlín, donde los nazis quemaron miles de libros. Uno se asoma a una ventana que se abre en el pavimento, y lo que mira son estantes vacíos. El vacío es lo único que satisface a la represión contra la libertad. Y está allí inscrita una frase de Heinrich Heine que nunca debemos olvidar: "donde se queman libros se acaba quemando personas".

Libros, periódicos, revistas, espacios virtuales de información. Todo puede llegar a ser quemado. Todo entra en el ámbito de defensa de la libertad de expresión, amenazada por regímenes de inspiración mesiánica, que convierten la intolerancia en parte esencial de su credo, y persiguen todo lo que se opone a sus dogmas.

Pero hay otra clase de poderes que también nos amenazan, los del crimen organizado, que asesina periodistas como podemos verlos con aterradora frecuencia en diversos países de América Latina. Muchos de ellos son de medios de provincia, y si en su mayoría no tienen renombre, tampoco tienen miedo. Sin esa disposición valiente a cumplir con su oficio, el periodismo concebido en su dimensión ética  no existiría. Y es a ellos a quienes debemos recordar a la hora de vencer las tentaciones de plegarnos a la comodidad de la autocensura, de ceder a las presiones para no escribir lo que debemos.

Hagamos posible un periodismo independiente que tenga la valentía de investigar a  los poderes públicos y privados, legales e ilegales, que meta el dedo en las llagas de la corrupción y de los abusos, para que  nuestras  sociedades estén cada vez mejor informadas, y por lo tanto sean más democráticas y tengan mejores posibilidades de desarrollo, de justicia y de equidad.

Hay que darle alas al moscardón de García Márquez, para que cumpla su vuelo inquietante al oído de quien escribe, y de quien lee.

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27 de noviembre de 2013
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Extraña mezcolanza autoritaria

Las numerosas reformas a la Constitución Política de Nicaragua propuestas por el partido oficial, serán aprobadas sin duda de manera abrumadora, porque abrumadora es su mayoría en la Asamblea Nacional.

Será una extraña mescolanza de principios jurídicos tradicionales y de inserciones curiosas. Allí estarán los eslóganes oficiales que vemos desplegados constantemente en vallas gigantescas, en las pantallas de televisión, y aún en los membretes de los documentos burocráticos: ideales socialistas y valores cristianos, el amor al prójimo y la reconciliación entre hermanos de la familia nicaragüense, integrada en la red benefactora de los Consejos de Familia que pasan a ser constitucionales.      

Se establece que  "El bien común supremo  y universal,  condición  para  todos los demás bienes, es la misma Tierra, que es nuestra Gran Madre; ésta debe ser amada, cuidada,  regenerada y venerada". Dejemos de un lado la prosa. Entendamos nada más que viviremos en una sociedad donde el cristianismo se mezcla con el panteísmo.

Un régimen que además será  corporativo, pues las cámaras de empresarios, serán "parte de los mecanismos de democracia directa", todo lo cual desemboca en el funcionamiento de Consejos Corporativos, donde los representantes de empresarios y sindicatos se sentarán con los del Poder Ciudadano, otra entidad que pasa a ser constitucional, para la "búsqueda del bien común".

Si antes la Constitución prohibía que los miembros del ejército y la policía ejercieran cargos públicos, ahora lo permitirá, con lo que el nuevo estado viene a asentarse en una alianza del partido oficial, las cámaras empresariales, el ejército y la policía, evidencia de que los llamados partidos históricos, liberal y conservador, son dados por enterrados y no se les necesita como parte del nuevo consenso corporativo.

En tiempos de consolidación de su poder, Ortega se valió de un pacto con el jefe liberal Arnoldo Alemán para reformar la Constitución y rebajar el porcentaje de votos necesarios para ser electo. Hoy eso ha pasado a la historia. El pluralismo político subsiste en la letra de la Constitución, pero nada más en la letra, mientras le llega el turno de desaparecer.

            Será por eso que se suprime la disposición mediante la cual los partidos que pretenden el restablecimiento de todo tipo de dictadura o de cualquier sistema antidemocrático, pierden su legitimidad. La preeminencia de la defensa de la democracia, como asunto de principios, pasa a ser obsoleta.

            Las redes de Internet, y la emisión y transmisión de datos, quedan bajo el control del estado; el almacenamiento de datos de las redes digitales sólo puede hacerse en territorio nacional; y "el espectro radioeléctrico y satelital que incida en las comunicaciones nicaragüenses será controlado por el Estado".  Nadie podrá tampoco instalar su propio canal virtual desde su computadora, o hacer emisiones de voz, sin previo permiso.

            Y como la democracia viene a volverse prescindible, es que se anulan los espacios de libertad en las comunicaciones electrónicas.  Para someter las emisiones de Internet, lo que se emite en las redes sociales, lo que se escribe en los blogs, deberá organizarse necesariamente algo así como una ciberpolicía, que perseguirá a quienes, huyendo del ojo del Gran Hermano, se refugien en las nubes virtuales, que quedan prohibidas.

            Toda la felicidad cristina, panteísta y corporativa que se nos promete, no se conseguirá sin la mano benefactora y perpetua de Ortega, quien podrá reelegirse las veces que se presente a elecciones, ya que en su beneficio se suprime esa estorbosa prohibición.

            Si se me pidiera elegir un término para definir este escenario, sería el de indefensión. En las sociedades democráticas los cambios constitucionales son siempre el resultado de grandes consensos, y esta mezcolanza inconsulta viene a ser impuesta desde arriba por una voluntad omnímoda. Tampoco las instituciones pueden detener la mano que las impone, porque no funcionan sino como brazos del poder único.

El autoritarismo, con cartas marcadas, sienta a jugar a la democracia una partida amañada, y por supuesto se la gana. Nicaragua será regida por la constitución de un partido, no de un país.

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13 de noviembre de 2013
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La vasta lengua de la letra Ñ

En el Congreso de Panamá, el tema fue el libro, como ya dije, y las novedades a que una industria tan antigua está sometida. Lectura y escritura tradicional, y ahora digital. Editoriales electrónicas, bibliotecas virtuales infinitas, librerías que ofrecen miles de títulos desde el espacio cibernético. Una revolución incesante que cada día presenta novedades, y que como toda revolución que afecta nuestras vidas trae consigo dudas, temores, ansiedad, incertidumbre, y también esperanzas. Porque la lectura electrónica puede llegar a democratizar verdaderamente la cultura.

Estamos frente a un formidable cambio tecnológico, como el que se vivió con la creación de la imprenta, en cuanto a las formas de leer. Mucho se habla de la desaparición del libro, pero olvidamos que más bien se trata de un proceso de sustitución. El libro impreso sustituyó al libro copiado a mano. Hoy el libro electrónico sustituye al libro impreso. Y entre ambas formas de leer habrá una coexistencia que durará largos años, de eso no me cabe duda.

Lo que más inquieta a quienes se ocupan de la lengua, es que estamos pasando de la palabra impresa a la palabra virtual. Antes escribíamos los libros a mano, o con los caracteres reales de una máquina de escribir. En ambos casos podíamos tocar las palabras, que hoy son sólo una ilusión, no sólo cuando escribimos, sino cuando el libro llega a manos del lector.  Es un libro que no existe, y regresa a la nada cuando apagamos la tableta, o la pantalla de la computadora en que leemos.

Por otro lado, todo fenómeno tecnológico afecta a la lengua. Al aparecer una invención que ahora parece anticuada, la máquina de escribir, sin darnos cuenta llegamos a depender del teclado y de los caracteres representados en el teclado. Por eso muchas de nuestras grandes obras literarias del siglo veinte se escribieron sin los cierres de interrogación y admiración, que son signos que sólo el español tiene, y que las máquinas no traían. Así llegamos a acostumbrarnos a esa desaparición, que hoy ha sido restituida en los teclados de las computadoras, pero porque defendimos su presencia, como hemos defendido que exista la ñ en esos teclados. Parece banal, pero ha sido una gran batalla por la integridad del idioma. Sin la ñ, el español dejaría de serlo, empezando por su mismo nombre.

Hoy, el español goza de una salud muy pujante, yo diría de una salud agresiva. El español conquista hablantes, mientras otras lenguas se baten en retirada. Hemos atravesado la frontera de los Estados Unidos, somos ya la segunda lengua en ese territorio. Y el español será una de las grandes lenguas de este siglo veintiuno, junto con el inglés, el chino y el árabe.

El gran reto para quienes hablamos el español, es la asimilación de la modernidad en tiempos de globalización. Hay una verdad imbatible, y es que los términos tecnológicos los pone la lengua que inventa la tecnología, y el inglés se ha vuelto una lingua franca de las ciencias y de las invenciones técnicas, y en lo que toca a este tema, de las invenciones digitales. La tarea de crear términos para una tecnología que no hemos creado se vuelve inútil. No tenemos mejor alternativa que saber recibir esos términos, que son multitud, y adoptarlos. Una lengua siempre está recibiendo y adoptando. Cuánto no recibimos del árabe en España, y cuánto no hemos recibido de las lenguas aborígenes en América. ¿Por qué no vamos a saber recibir del inglés?

Una lengua se nutre de dos vertientes, la calle, y la literatura. Ambos son espacios constantes de invención.  El reto es, entonces, no dejar de ser creativos, ni en la calle, ni en la literatura, y hay que mantener abierto el puente entre ambas. El español debe seguir siendo una lengua de invención, como lo es desde Cervantes. Saber recibir aportes literarios de otras lenguas, como nos enseñaron Garcilaso y Rubén Darío; y nunca olvidar la calle, el habla que se hace todos los días entre la gente común, que es la que crea y reinventa el idioma, junto con los escritores.

 

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6 de noviembre de 2013
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Lengua mojada

DISCURSO EN EL ACTO DE INAUGURACIÓN DEL VI CONGRESO INTERNACIONAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA
Panamá, 20 de octubre de 2013

Siempre me ha intrigado saber lo que es sentirse escritor de una lengua que tiene el país por cárcel, una lengua que no se habla más allá de las propias fronteras. Claro que el tamaño de una lengua no se mide por sus límites geográficos, ni creo que haya lenguas pequeñas. Todas tienen sus propios registros mágicos e inmensas posibilidades literarias, pero éstas de las que hablo son lenguas hacia adentro.

No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Hay escritores que desde allí, desde esos compartimentos, se han  trasplantado a alguna de las grandes lenguas europeas, como el gran escritor Milán Kundera, que ahora escribe en francés, y no en checo. Pero para mí, una renuncia semejante significaría alejarme de la casa de la infancia por siempre clausurada, desde donde me llegan las voces que un día aprendí para siempre.

Son escritores que dejan de escribir en la lengua en que nacieron, y con la que nacieron, bajo un sentimiento de asfixia. El sentimiento de que su voz se escucha de cerca, pero no de lejos, de por medio o no la traición de las traducciones. Y no puedo verlo sino como una dolorosa mutilación, como la que se practicaba a los castrati en el siglo diecisiete, que ganaban así una nueva voz, pero perdían para siempre la propia. Mutilarse para sobrevivir. Pero peor que la castración es la deslenguación, la lengua extirpada, desde su arranque y raíz.

Quitarse la lengua uno mismo, o que se la quiten por la fuerza. Otro de los grandes escritores centroeuropeos, Sandor Marais, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, fueron prohibidos. Ya tenían sus novelas el país por cárcel, y ahora las enviaban al cementerio. Le habían extirpado la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y así  el mundo se perdió por muchos años la espléndida belleza de sus palabras, mientras él decidía su suicidio en el exilio, ya sin lengua.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sandor Maris, o de lo que fue la antigua Checoslovaquia de Milán Kundera, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.

Si en cada uno de los países de Hispanoamérica se hablara una lengua diferente, viviría yo también, a fuerza, ese síndrome de babel que obliga a despreciar la propia lengua para entregarse sin consuelo a otra de mayores posibilidades. Y al perder la lengua así, cortada desde donde empieza, en lo hondo de la faringe, perdemos también la garganta, la boca, el oído, el olfato, la visión.

Al perder la palabra, perdemos la memoria. Para ser trasplantado hay que ser arrancado de las propias raíces, porque la lengua no es solamente una forma de expresión que uno pueda cambiar en la boca a mejor conveniencia, sino que es la vida misma, la historia, el pasado, y aún más que eso, el existir en función de los demás, porque la lengua sola de un individuo hablando en el desierto no tendría sentido, menos para un escritor, que si existe es porque alguien más comparte sus palabras, y las vuelve suyas. Según evocaba Miguel Angel Asturias la tradición del pueblo quiché, el mismo pueblo que nos heredó la magia del Popol Vuh, aquel que habla en nombre de los demás es el Gran Lengua de su tribu.

Existimos, porque podemos hablar entre todos los que profesamos esa misma lengua, y con esa misma lengua, sin confundirnos como en el Pentecostés, cambiándola cada día, y agregándole capas de pintura creativa, en lo que hablamos en la calle, y en lo que escribimos en la literatura.

Soy un escritor de una lengua vasta, cambiante y múltiple, sin fronteras ni compartimientos, que en lugar de recogerse sobre sí misma se expande cada día, haciéndose más rica en la medida en que camina territorios, emigra, muta, se viste y de desviste, se mezcla, gana lo que puede otros idiomas, se aposenta, se queda, reemprende viaje y sigue andando, lengua caminante, revoltosa y entrometida, sorpresiva, maleable. Puedo volar toda una noche, de Managua a Buenos Aires, o de la ciudad de México a Los Ángeles,  y siempre me estarán oyendo en mi español centroamericano.

Español de islas y tierra firme, deltas, pampas, cordilleras, selvas, costas ardientes, páramos desolados, subiendo hacia los volcanes y bajando hacia la mar salada, ningún otro idioma es dueño de un territorio tan vasto. Me oirán en la Patagonia, y en Ciudad Juárez, un continente de por medio, y en el Caribe de las Antillas Mayores, y en el arco del Golfo de México, y del otro lado del dilatado Atlántico también me oirán, y oiré, en tierras de Castilla, y en las de Extremadura, y en las de León, en las de Aragón. Y en Guinea Ecuatorial, y en el desierto saharaui. Nos oiremos, hablaremos. Sabremos de qué estamos hablando, porque en la lengua, somos idénticos, estamos ungidos por la misma gracia.

Augusto Roa Bastos es un híbrido del español y el guaraní, de otra manera no existiría Hijo de Hombre. La sintaxis quechua entra en la escritura de José María Arguedas, de otra manera no existiría Los ríos profundos. Sin la lengua yoruba, congo o mandinga y su profundo palpitar de tambores, no existiría Songoro Cosongo de Nicolás Guillén, ni Tuntún de pasa y grifería de Luis Palés Matos, y sin el quiché tampoco Hombres de Maíz de Miguel Ángel Asturias.

Aguas revueltas de ríos distintos, una sola en su vasta y caótica diversidad que ya del lado de los emigrantes hispanos a Estados Unidos, se vuelve más vasta y sigue nutriéndose y transformándose.  Porque una lengua viva, que emigra, y no se queda enclaustrada en su propia casa, siempre lleva las de ganar.

Cuando en América hablamos acerca de la identidad compartida, nuestro punto de partida, y de referencia común, es la lengua. No somos una identidad étnica, no somos una multitud homogénea, no somos una raza, somos muchas razas. La diversidad es lo que hace la identidad. Tendremos identidad mientras la busquemos y queramos encontrarnos en el otro. Pero somos una lengua, que tampoco es homogénea. La lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, y que mientras se halla en movimiento, me lleva consigo de uno a otro territorio, territorios reales o territorios verbales.

Estratos geológicos superpuestos, palabras escondidas abajo, y encima la agobiante modernidad que trastoca los vocablos que buscan el cauce de las necesidades tecnológicas, porque quien no inventa tecnología tampoco inventa los términos de la tecnología, y entonces la lengua abre sus valvas para recibir esas palabras ajenas, y volverlas propias, el inglés como antes el árabe.

No puedo sentirme solo. No tengo mi lengua por cárcel, sino el reino sin límites de una incesante aventura, de Cervantes a García Márquez, de Góngora a Rubén Darío, de Alonso de Ercilla a Pablo Neruda, de Bernal Diaz del Castillo a Juan Rulfo, de Lope de Vega a Julio Cortázar, de Sor Juana a Javier Villaurrutia, de Miguel Hernández a Ernesto Cardenal, del Inca Garcilaso a César Vallejo, de Pérez Galdós a Carlos Fuentes, de Rómulo Gallegos a Vargas Llosa, de García Lorca a José Emilio Pacheco.

Es nuestra lengua mojada. La que entra oculta a los Estados Unidos en los furgones de carga, hacinada en los techos de los vagones del tren de la muerte en viaje de Chiapas a Sonora, la que pasa debajo de las alambradas, la que traspasa el muro inteligente, la que burla los detectores infrarrojos,  la que no se deja encandilar por los reflectores, la que huye de los perros de presa que saben oler pobreza y sudores, y de los cebados granjeros de Arizona convertidos en vigilantes armados de fusiles automáticos. Vigilante. Palabra ésa que, ironías de la lengua perseguida, le pertenece a ella misma.

Emigra desde tan lejos como Bolivia, el Perú y Ecuador, acampa en el río Suchiate esperando la noche para pasar a nado, siempre acosada a lo largo de su marcha temerosa hacia el otro río, el río Bravo, clandestina, y por tanto subversiva. Es la lengua de la pobreza, que cae bajo las balas de los Zetas en su camino, lengua triste y masacrada que sin embargo vuelve a despertar al nombrar cada vez al dolor y la miseria, pero también la esperanza.

Renace todos los días, se aclimata, camina. Cambia mientras camina. El español de la Tierra del Fuego y el de los salares del desierto de Atacama, el de las alturas de Machu Pichu y el de la tierras caliente de Michoacán, el español del valle del Cauca y los llanos de Apure, el español de la estrecha garganta pastoril iluminada por el fuego de los volcanes que es Centroamérica, el español campesino del Cibao dominicano y el insaciable español habanero, el español tapatío y el de los chilangos de la región más transparente del aire, y el del desierto de crudos espejismos de Sonora, el español de las dos Californias, el de las madreadas mexicanas en Los Ángeles, el de los murmullos de los inmigrantes ecuatorianos y bolivianos perseguidos en San Diego, el de los nicaragüenses que lloran de cabanga en San Francisco por su paisaje perdido, el de los tex-mex del Paso, el de los chicanos de Yuma. La raza.  El español de los hondureños dejados desde antaño en las costas de Luisiana por los barcos bananeros de la Flota Blanca, el de la Florida de Ponce de León donde se habla en son cubano, el de los salvadoreños, los tristes más tristes del mundo de Roque Dalton, en las barriadas de Washington, el vasto e intrincado español de los dominicanos,  y los puertorriqueños de Nueva York.

La lengua que se paraliza en la boca es una lengua muerta. Y el español es también en los Estados Unidos una lengua literaria, que es la otra manera de que una lengua viva sin riesgos de muerte. Una lengua de los escritores que han traspasado la frontera, o que han nacido en el territorio de Estados Unidos, y escriben en español. Unos hablan la lengua, otros la escriben, y estos son sus dos puntales vitales. Es un asunto verbal, no territorial. Una cultura híbrida, variada, y contradictoria, sorprendente y sorpresiva, que varía su sintaxis, que crea neologismos, que se aventura a inventar.

Quienes la hablan y quienes la escriben son protagonistas de esa invasión verbal que cada vez más tendrá consecuencias culturales. Consecuencias de dos vías, por supuesto, porque cuando las aguas de un idioma entran en las de otro, se produce siempre un fenómeno de mutuo enriquecimiento.

La lengua que gana nuevos códigos cerca del lenguaje digital, de los nuevos paradigmas de la comunicación, de los libros electrónicos, de las infinitas bibliotecas virtuales que estuvieron desde antes en la imaginación de Borges, y que gana modernidad mientras se adentra en el siglo veintiuno.

El Gran Lengua seguirá siendo el vocero de la tribu. El que tiene el don de la palabra y representa así a los que no tienen voz. El que alza la voz, es él mismo la lengua, la encarna, y se encarna en ella. Guarda y publica la memoria de las ocurrencias del pasado, inventa, imagina, interpreta, recrea, explica, y seduce con las palabras.

¿A qué otra cosa mejor puede aspirar un escritor, sino a ser lengua de una tribu tan variada y tan vasta?

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31 de octubre de 2013
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La lengua en que vivimos

Centroamérica fue el escenario del Congreso Internacional de la Lengua, que tuvo por tema central el español en el libro, en tiempos en que la tecnología digital afecta cada vez más no sólo las maneras de leer y de escribir, sino también de percibir el mundo, y por tanto, de vivir la cultura.

Y Centroamérica es una tierra fundada por los libros, no poca cosa para una región que aún se debate en busca del camino que la aleje de la pobreza y la marginación. El nicaragüense José Coronel Urtecho señala que hay una obra de valor universal por cada período de la historia de Centroamérica: el Popol Vuh, el libro sagrado del pueblo quiché, en la época precolombina; la Verdadera Relación de Bernal Díaz del Castillo en la época de la conquista;  La Rusticatio Mexicana de Rafael Landívar en la época colonial; y la poesía de Rubén Darío en la época independiente. Agreguemos a esa lista las novelas de Miguel Ángel Asturias en el siglo veinte.

Son libros que cuentan la historia como un gran mural en movimiento, y relatan la disputa trascendente entre la opresión y la libertad, la muerte, la guerra, el despojo, el exilio; y registran las maneras en que se ha formado nuestra cultura desde las civilizaciones prehispánicas, y cómo la lengua y sus transformaciones e invenciones  va tejiendo esa red que nos impide caer en el vacío, porque no pocas veces hemos sido salvados por la palabra de la mediocridad y del olvido.

Pero estos libros que definen a Centroamérica también nos llevan, desde la lengua quiché en que desde el anonimato nos fue heredado el Popol Vuh, el latín clásico en que fue escrita La Rusticatio Mexicana por un jesuita exiliado en Bolonia, y el español del siglo de oro de Bernal, soldado de la conquista, hasta la virtud transformadora de la lengua, encarnada en Rubén Darío, modernista y modernísimo que aún sigue abriendo puertas en el idioma como se las abrió a Neruda, a Vallejo, a García Lorca, a Borges. Con Rubén ganamos en la cultura el espacio de libertad que el caudillismo cerril nos negaba en aquel paisaje rural, desangrado por las guerras, poblado de analfabetos y donde medraban los "licenciados confianzudos, o ceremoniosos, y suficientes, los buenos coroneles negros e indios, las viejas comadres de antaño...", según recuerda él mismo. Comenzamos a ser modernos en la literatura, cuando seguíamos siendo arcaicos en el sistema democrático.

            A la lista de libros fundadores que iluminan a Centroamérica bien pudo haberse agregado El Quijote, para que señoreara entre ellos, si es que Felipe II hubiese atendido la petición de Cervantes "de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres a cuatro que al presente están vacantes que  es uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la Gobernación de la Provincia de Soconusco en Guatemala, contador de las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de la Paz". El cargo que pedía en Soconusco, una tierra pobre de la Capitanía General de Guatemala, era el más humilde y desprovisto de todos; pero ni en ése tuvo fortuna, y se le respondió que mejor buscara una posición por aquellos mismos lados, la Mancha, que, de todos modos, llegaría a ser un territorio común de la lengua de aquí y de allá, como dejó dicho Carlos Fuentes. De haberse escrito El Quijote en América hubiera sido fruto de la añoranza por la tierra lejana de Castilla, como lo fue la Rusticatio Mexicana para Landívar por la tierra americana.

Cervantes fue quien nos heredó esa lengua que habita hoy las pantallas y tabletas electrónicas, lengua portátil que aguarda en las infinitas bibliotecas virtuales que ya estaban en la imaginación de Borges, y crea nuevos códigos, se nutre del lenguaje digital  y de los nuevos paradigmas de la comunicación, se apropia con brillo de los neologismos y se abre a hibridaciones cada vez más sorprendentes. Una lengua que es ya del futuro. La lengua siempre viva de la imaginación.

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30 de octubre de 2013
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Conversación antes de abordar

Otra vez vuelvo a encontrarme en la sala de un aeropuerto con mi viejo amigo empresario nicaragüense, quien sin preámbulo alguno empieza a hablarme de la situación del presidente Obama, amarrado de pies y manos por un congreso hostil que ha paralizado el gobierno y amenaza con precipitar a Estados Unidos en el negro abismo de la insolvencia. "Estas son las consecuencias de un sistema que se ha vuelto inoperante, el congreso se amotina, y todo porque no hay un presidente capaz de tomar las decisiones sin estorbos", me dice.

He venido leyendo en el avión el artículo de George Friedman Las raíces de la clausura del gobierno, publicado en el sitio Geopolitical Weekly, que coloca el peso de la responsabilidad de la crisis sobre las minorías ideológicas. Como a la gente común le interesa más la vida privada que los asuntos públicos, argumenta, todo queda ahora en manos de esas minorías fundamentalistas, capaces de movilizar a los votantes que se identifican con ellos; el resto, no vota. Pero estas explicaciones de Friedman, que comparto, no son suficientes.

En el Tea Party, una secta de ultras enquistada dentro del partido republicano, muchos creen que sin el estado estarían mejor, extraños discípulos anarquistas de Bakunin, situados a su derecha; pero en su código ideológico está también la supremacía racial, y cada mañana que recuerdan que un negro está en la Casa Blanca, se les agría el desayuno. Esto es parte de esa vieja cultura ideológica WASP (blanco, anglosajón, protestante) que vio con horror a Martin Luther King.

Pero a mi amigo de los aeropuertos esas filosofías no le preocupan, sino que una democracia, por muy antigua que sea, no puede imponer su autoridad y se queda sin pagar a los empleados públicos y de cara al colapso frente a sus acreedores.

"Son democracias pasadas de moda", me dice. Me mira con mirada de preceptor de párvulos, me da unas palmaditas amables en la rodilla, y agrega: "Estamos mucho mejor en Nicaragua. Imaginate un congreso insurreccionado, los negocios quebrarían, y con ellos el país".

Entonces, me ilustra acerca de las ventajas del sistema político del que Nicaragua disfruta, donde no existe la menor posibilidad de disidencia. "¿Sabés de otro país donde el salario mínimo se decida de manera más rápida porque empresarios, trabajadores y gobierno llegamos a acuerdos apenas nos sentamos a la mesa de discusiones? Y es así, porque antes, ya todo ha sido consensuado entre nosotros y el presidente".

En un respiro de su alocución, le digo en ninguna parte de la Constitución de Nicaragua está escrito que el presidente pueda dar órdenes a los diputados, magistrados, o sindicatos. "¿Así como en Estados Unidos?", me pregunta sarcástico.  Esos son los riesgos de la democracia, le respondo. Lo contrario significa que quien da él solo las órdenes sabe lo que es bueno y no se equivoca nunca, porque es infalible. Al contrario, el autoritarismo es ya una equivocación, que siempre prueba ser fatal.

Más bien me propone que en Nicaragua, en lugar de una asamblea de diputados ociosos, que viven como parásitos a costillas del erario público, debería haber otra, formada por representantes de los gremios útiles a la sociedad, las cámaras patronales, los bancos, los sindicatos de trabajadores, los colegios profesionales, las universidades, el ejército, y hasta la iglesia. Gente responsable, capacitada, nadie que no tenga estudios académicos podría sentarse en esa asamblea.

Veo, no sin alivio, que la muchacha del mostrador de la línea aérea está abriendo la puerta que lleva a la manga del avión, y que los pasajeros comienzan a alinearse. "Eso ya ha sido probado antes, el estado corporativo", le digo, a manera de despedida, "y fracasó trágicamente". Ya no tengo tiempo de explicarle ni dónde, ni cuándo, pero sé que volveremos a encontrarnos.

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23 de octubre de 2013
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Acerca de la palabra cañambuco

La palabra cañambuco no aparece registrada en el Diccionario de la Real Academia Española, pero en el Diccionario del Español de Nicaragua,  Francisco Arellano la refiere al varón que anda sin calzoncillos, y a la mujer que no lleva calzón, cabal significado que entre nosotros tiene esta extraña palabra, exclusiva del léxico nicaragüense, que suena tan ajena a lo que quiere decir. Parecería más bien el nombre de algún rifle antiguo de chispa, o el de una comida tradicional.  Pero no. Expresa la libertad con que las personas exponen sus partes pudendas al refresco benefactor del aire que se cuela por las botamangas de los pantalones y los ruedos de las enaguas, en clima tan caluroso como el nuestro.

¿De dónde viene vocablo tan particular, que para unos puede significar comodidad en el vestir, y para otros, más recatados, desvergüenza o impudicia?  He buscado afanosamente, y la única otra palabra casi igual que existe en español es calambuco, y parece ser que un pequeño cambio fonético la convierte en cañambuco. Calambuco  se usa en diversas partes del Caribe y México, y aún en España. En Cuba se aplica a las personas que hacen gala de una falsa o extremada devoción, calambuco o calambuca, o sea, santulones o santulonas que se hacen notar en sus preces, como los fariseos de que hablan las Escrituras. Nada tiene que ver, sin embargo, esta falsía de quien se golpea el pecho de rodillas haciendo alardes, con andar sin prenda interior alguna debajo de los pantalones o las faldas. Y el asunto se complica cuando hallamos que calambuco es un árbol resinoso, de la familia de las gutíferas, que produce una goma llamada calaba, o bálsamo de María.

En el sur de México, en Chiapas y Tabasco, calambuco es un calabazo o una jícara,  o una vasija tosca del tamaño de una media naranja grande, lo mismo que en el Caribe colombiano, donde también llega a llamarse así cualquier recipiente de barro, una olla por ejemplo, y lo mismo un cajón cuadrado hecho de tablas donde se chorrea la leche para sacarle la crema; y en otras regiones es la pichinga de metal para transportar la misma leche, o el bidón de plástico para gasolina o aceite.

De calambuco, dicen los ilustres académicos colombianos, ha salido el verbo encalambucarse, que significa enredarse o confundirse, como digamos, "ando con la cabeza encalambucada"; si aplicáramos este término en Nicaragua a los ateperetados, deberíamos decir "encañambucado". ¿Pero cómo salimos de paso tan difícil? Encañambucado de la cabeza, si tomamos en cuenta el sentido que le demos a cañambuco, querría decir más bien andar con la cabeza desnuda, sin gorra o sombrero, igual que, más debajo de la propia humanidad, sin calzoncillos o calzones.

Volviendo al litoral Caribe de Colombia, un catambuquito sería un diablito jodedor, mientras, para nosotros, significaría un diablito de nalgas peladas; y calambuca , en la lengua kikongo de Angola, pues éste parece ser un término de origen africano traído a América por los esclavos, es la mujer preferida o más amada, lo que daría pie a una exclamación amorosa como "quiero con toda mi alma a mi calambuca idolatrada"; ¿pero qué si dijéramos "quiero con toda mi alma a mi cañambuca idolatrada?". Habría que tener pruebas de que la aludida no lleva realmente nada por debajo.

En España, donde se da el nombre de  calambuco a un recipiente de latón para sacar agua del pozo o de las tinajas, abollado y maltrecho, o un bote o lata donde se da de comer a los cerdos, también se usa la palabra aludida para referirse a alguien de pésimos modales o educación, que no da ni los buenos días y anda empurrado por la vida. Un calambuco de estos, que además anduviera cañambuco, sería objeto de doble reprobación, pesado, y, además, sin calzoncillos.

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16 de octubre de 2013
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Aquel que duerme en el corazón del hombre

Charles-Pierre Monselet escribió varios libros en que relaciona la gastronomía con la literatura, entre ellos La cocina poética, y Rubén Darío siempre se sintió fascinado por la atención que prestaba al cerdo, la antítesis del cisne, pues mientras aquel se revuelca en el lodo y come toda clase de desperdicios, aún excrementos humanos, éste no admite contaminaciones en su imperturbable y serena belleza, mientras se desliza sobre el cristal de las aguas. Monselet en sus parnasianos Sonetos Gastronómicos, incluye uno dedicado al cerdo que termine con este terceto: ¿Cómo osaríamos, en nuestra presunción,/reprocharte, en verdad, que te enfangues?/ ¡Cerdo adorable! ¡Animal rey, ángel adorado!
En La isla de oro, su novela inconclusa empezada en Mallorca en 1906, Rubén, más que fascinado, se siente extrañado del amplio espacio que George Sand dedica a los cerdos en Un invierno en Mallorca. Ella recuerda los puercos jóvenes, los más hermosos de la tierra, que pueblan la isla y que a la cándida edad de año y medio pesan ya 24 arrobas, o sea, 6OO libras: "los mallorquines llamarán a este siglo, en los siglos futuros, la edad del cerdo, como los musulmanes cuentan en su historia la edad del elefante", dice, y recuerda la sentencia de Monselet: Todo hombre tiene en su corazón un cerdo que duerme.
¿Adorable, rey, ángel, este animal aborrecido por sus costumbres y aspecto? La poesía, y el apetito, son capaces de todo. Es el mismo espécimen que ha prestado su nombre en el lenguaje, cerdo, chancho puerco, cochino, para que así sean llamados desde los promiscuos a los inescrupulosos, desde los faltos de higiene a los de malas costumbres en la mesa; pero, he allí la dualidad, pues gracias a sus recursos tan abundantes para satisfacer los estómagos, que no se desperdicia nada de su cuerpo, y la sabrosura de su carne, de sus víscera y hasta de su pellejo, es sagrado en las cocinas.
Sólo el cerdo es dueño de la soberana abundancia que alaba Fray Gabriel Alonso de Herrera en su Libro de Agricultura: "no hay carne, así fresca como cecinada, que tanto abunde e hinche la casa, ni que tanta hartura y mantenimiento den a la persona". De sobrados merecimientos en Nicaragua, los cerdos hicieron su entrada triunfal en el siglo XVI, traídos por el propio primer gobernador don Pedro Arias de Ávila, empresario astuto y al mismo tiempo gobernante implacable, el molde original en que tantos otros se han vaciado a lo largo de nuestra historia.
Desde entonces aquellos animales entecos y de corta alzada, pasaron a ser partes del paisaje, tal como cabros que andaban libremente por las calles y solares, según José Coronel Urtecho, comiendo de todo lo que recogían con el hocico, o disfrutando de los desperdicios de cocina en las casas donde se les engordaban mientras llegaba su infaltable sábado para dar de sí nacatamales, chorizos y morongas, el pebre, el frito, los chicharrones, y hasta el peoresnada.
Del soneto de Monselet se ocupa también don Alfonso Reyes en su Diez descansos de cocina, y de paso introduce serias dudas acerca de la autoridad de quienes, sin haberse quemado nunca las pestañas con el fuego de los fogones, se meten a husmear en las cocinas y sacan de allí versos: "Uno de los mayores peligros de la literatura gastronómica está en la fantasía, en la simbolización y en la bufonada, que insensiblemente ocupan el sitio del gusto y la experiencia", advierte.
La severidad de don Alfonso no puede, sin embargo, desmentir que Monselet no yerra en sus alabanzas al soberano rey de las cazuelas, los embutidos y los hornos. Y tampoco viene a ser tan cierto que para escribir sobre el arte culinario con inspiración o admiración, hay que haberse quemado las manos con aceite hirviendo, o sufrido un tajo en el dedo al rebanar una zanahoria. Rubén sabía dar consejos a Francisca, pero no lo dejaban asomarse a la cocina, como a tantos nos ha ocurrido.

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9 de octubre de 2013
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Los reyes de la baraja

Los narcotraficantes entran en las novelas como héroes perniciosos, pero héroes al fin y al cabo. Héroes con dinero y poder, a veces superior al poder institucional, violadores de la ley y a la vez benefactores de los pobres, extravagantes como todo nuevo rico, cargados ellos y sus mujeres de kilos de joyas en el cuello y en las muñecas, los fusiles Kalashinikov, bañados en oro de 24 quilates y sus pistolas automáticas, también doradas, incrustadas de rubíes y diamantes, lo mismo que se sientan en retretes de oro macizo.
Un día, le digo a Elmer Mendoza, deberíamos visitar juntos el museo que el ministerio de Defensa ha instalado en la ciudad de México, y que no está abierto al público, y ya me avisará cuando haya obtenido el permiso. Allí se exhibe en vitrinas toda la parafernalia que acompaña a los mandamases de la droga, una muestra de cómo han llegado a crear su propia cultura, ahora arraigada en México como antes en Colombia: el modelo del narcotraficante extravagante fue Pablo Escobar, adornado a la vez de crueldad y de munificencia.
Hay una narcocultura, sin duda. La crueldad ritual, brutal o refinada, símbolos, códigos, ritos, la abundancia y el despilfarro, el mal gusto y la exageración; y es, sobre todo, una cultura de poder donde las vidas humanas pierden relieve como tales y todos quienes caen en el cono de sombra de los barones de la droga se vuelven peones en el tablero, y morirán o sobrevivirán según convenga o no a los intereses de su poder despiadado al que sobran tentáculos.
Y despiertan en los más pobres, entre los que reclutan sus sicarios, la esperanza de enriquecerse de la noche a la mañana, o de mejorar sus vidas, oportunidad que sólo ellos pueden depararles; así entran en la leyenda popular, en los corridos donde se cantan sus hazañas, en las telenovelas, y por qué no, en las novelas, algunas convertidas a telenovelas como La reina del sur de Arturo Pérez Reverte. Porque la novela de narcos para eso está, para contar todo lo que el narcotráfico tiene que ver con el poder y con la muerte, la corrupción de las autoridades y su impotencia, el sometimiento y el envilecimiento, la compra de voluntades y complicidades, y trata de hablar desde las entrañas de los carteles, allí donde las fronteras entre el bien y el mal dejan de existir.
La novela del narcotráfico ha crecido como una espuma sanguinolenta y hoy en día, en México, florece mejor en las tierras del norte donde señorean los capos, desde Sinaloa a Chihuahua. Es por eso que hablaba antes de Elmer Mendoza, quien ha convertido a Culiacán en el escenario de acción del certero personaje de sus novelas, el zurdo Mendieta, un policía melancólico que se ocupa poco de la ética porque no le ayuda a sobrevivir, metido en una selva de corrupción y de crimen, y viene a resultar en el habitante de dos mundos, el de la indefensa ley que representa, y el de la maraña delictiva de los traficantes, valiéndose a veces del auxilio de los narcos para resolver sus casos.
Pero Elmer no ha encontrado solamente un personaje duradero para su zaga de novelas, Balas de plata, La prueba del ácido, Nombre de perro, entre otras, sino también un lenguaje cortante, perspicaz, ingenioso y económico porque no tiene desperdicio, un lenguaje que destila humor negro, implacable, y que no deja nunca de ser atractivo porque sublima el habla popular, que es la de los narcos y policías.
Nos encontramos la última vez en Medellín, y mientras desayunábamos en el hotel con Oscar Collazos, sonó en la distancia el estallido de unos cohetes. Fiesta de un santo patrono, dije yo. No, han coronado, dice Oscar. Cuando un embarque de droga logra llegar a su destino en Estados Unidos, es que los narcos han coronado, y suenan los cohetes celebrándolo. Hay que apuntarlo, me digo. Cosas así van a dar siempre a las novelas.

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2 de octubre de 2013
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De cuando Álvaro Mutis me cobraba, nunca le pagué, y en cambio hablábamos de Alexandra Fiódorovna

Conocí a Álvaro Mutis en la más extraña de las circunstancias, allá por el año 1985, y desde entonces fuimos amigos para siempre. Eran los años de la revolución en Nicaragua, cuando nos hallábamos bajo el bloqueo comercial de Estados Unidos, con reservas monetarias suficientes apenas para una semana de importaciones, sin suministros seguros de petróleo ni de materias primas y los pagos de la deuda externa suspendidos, y el esfuerzo por sobrevivir debía medirse día a día. Las divisas faltaban tanto que se volvió un asunto de estado administrarlas, y desde la vicepresidencia yo revisaba cada semana con el presidente del Banco Central los pagos al extranjero que podían autorizarse, aún los destinadas a gastos médicos, mantenimiento de estudiantes, y derechos por exhibición de películas.
Él solía venir a Nicaragua para cobrar, en nombre de la Columbia Pictures o de la Warner Brothers, de eso no me acuerdo bien ahora, las remesas que el Sistema Sandinista de Televisión no podía honrar sino en córdobas devaluados, lo mismo que las viejas cuentas de las salas de cine que ya para entonces nada más exhibían películas de antes del diluvio. Alguien le informó que sólo yo podía ordenar que le cancelaran aquellos adeudos, o me buscó por recomendación de Gabo, de eso no me acuerdo bien tampoco, la cosa es que lo recibí una tarde en mi despacho de la Casa de Gobierno, los tres primeros pisos de un banco del que habían sido demolidos los restantes tras el terremoto que asoló Managua en 1972, me planteó el asunto papeles en mano, le dije lo consabido, que no teníamos dólares ni para aspirinas, guardó sus papeles en el cartapacio y acto seguido nos pusimos a conversar, conformes de que cada quien había cumplido con la parte que le tocaba, una larga conversación hasta que se hizo de noche sobre literatura y sobre lo humano y lo divino, entre risas que deben haberse oído en los confines de las ruinas que se extendían desde la colina donde la familia Somoza había tenido su baluarte de poder hasta la costa del lago Xolotlán sobrevolada por los zopilotes, y terminamos hablando de la zarina Alexandra Fiódorovna, presa en la fortaleza de Ekaterimburgo y ejecutada por los bolcheviques con su esposo el zar Nikolái Aleksándrovich y toda su familia, drama contado y cantado en versos por Álvaro con sentimiento de poeta porque era monárquico confeso, y de esa plática salió convertido en un confeso monárquico sandinista, el único en su especie sobre la faz de la tierra, se repitieron esas dichosas visitas, ya luego ni sacaba sus papeles ni cobraba, todo se había vuelto pura literatura y amistad pura.

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25 de septiembre de 2013
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El Boomeran(g)
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