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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Viaje al país del siempre jamás / IV. En bagazo los ideales

2013. Tener ideales que es lo mismo que tener cojones, valga la redundancia. En una reunión de conspiradores en San José de Costa Rica se planeaba el ataque al cuartel de San Carlos en el río San Juan en 1977, y entre quienes iban a participar en la acción se hallaba el Chato Medrano, fugado del hospital donde convalecía después que le habían cortado medio intestino grueso, y mientras señalaba con una mano un mapa con la otra se sostenía la bolsa por la que defecaba y así se fue al combate donde lo mataron. Santidad, si es que no tiene otro nombre.

De él me acordé cuando perdimos las elecciones en 1990, aturdido entre la bruma de la rota inesperada, porque cómo iba el pueblo a votar en contra de una revolución popular; y cuando la revolución se fue por el caño de otra derrota peor que fue la derrota ética, me acordé de Panchito Gutiérrez muerto mientras disparaba una ametralladora .50 contra el cuartel de Rivas en 1978 y dejó huérfanos a sus tres hijos, más muertos que recordar sólo que ahora no había remedio.

Cayó el muro de Berlín, la ciudad divida donde yo viví en los setenta y se acabó el fementido socialismo real. Esos noventa cuando mueren los sesenta, los sueños colectivos hechos trizas y el pensar en los demás se convierte en el pensar solamente en uno mismo que es la gran derrota de la aventura humanista, el futuro tan luminoso de los himnos de victoria que pervirtió el egoísmo. He visto a los más valientes de mi generación destruidos por la codicia, guerrilleros heroicos convertidos en millonarios, protagonistas de la más grande de las tragedias éticas de esa historia. Envilecidos por el poder y por la idea de poder para siempre. Pero también he visto a otros que también estuvieron a la cabeza de la revolución y jamás tocaron un centavo ajeno y viven en digna pobreza: esos son los imprescindibles.

Si miro atrás me veo como fui entonces, y me digo que volvería a hacer lo mismo que entonces hice. Nunca podré arrepentirme de haber creído porque sería arrepentirme de haber vivido, ni tampoco cedo a la tentación de corregirme a mí mismo. Pero, ay, no puedo regresar a cobijarme bajo la sombra del lozano árbol dorado de la juventud, y las teorías, tan grises que fueron siempre y ya ni hablemos de las tétricas ideologías mamotréticas, ideologías redentoras que cuando terminan en maquinarias de poder transforman en bagazo los ideales.

Siempre rechazaré el poder malévolo que se disfraza de benefactor para oprimir, esa rueda que da siempre las mismas vueltas y muele las mismas palabras engañosas y numerosas porque la mentira es siempre exuberante. La verdad que no cambia en mi vida sigue siendo un compañero de aula tendido en una losa de la morgue esperando ser lavado por una manguera.

Entré en una revolución, no en la política, qué importante se vuelve a estas alturas la semántica, y lo hice abandonando mi oficio de escritor que luego recuperé cuando ya no hubo más revolución, mi territorio para siempre donde vivo a gusto y el más libre que uno pueda imaginar. Piensas, luego existes; existes, luego imaginas. Pero el viaje por el otro territorio de la revolución me trajo una experiencia de vida inolvidable, y recogí tantas cosas que aún no acabo de vaciar mi equipaje. Me haría falta otra vida para escribirlas y describirlas todas.

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8 de enero de 2014
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Viaje al país del siempre jamás / III. La puerta del futuro

1979. Hay puertas de puertas para entrar al futuro, la revolución es una de ellas, y no se abre sino muy de vez en cuando. En el mismo Paraninfo de la Universidad de donde salimos en manifestación la tarde de la masacre veinte años atrás, en otro mes de julio, soy juramentado como miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno de cinco miembros. León liberado, capital provisional, una trinchera en cada boca calle, bulle este 19 de julio de guerrilleros adolescentes que se pasan el santo y seña.

Somoza ha huido a Miami con su familia y sus secuaces y la Guardia Nacional se ha desbandado. En las pantallas de televisión Sandino se quita y se pone el sombrero en una vieja toma de archivo de Movietone de pocos segundos. Y al día siguiente estamos ya en Managua, un viaje bajo un cielo ardiente sin nubes a bordo de unos Mercedes negros quitados a jerarcas del régimen.

Y otra vez, la sordera. No hay sonidos en el aire cuando subidos a un camión de bomberos rojo encendido avanzamos por las calles desiertas hacia la plaza donde está todo el mundo y de pronto estalla el bullicio y las campanas de la catedral repican. La historia seguirá siendo escrita por los sobrevivientes porque quienes tejieron la urdimbre de este día quedaron en el camino, empezando por Erick y Mauricio, mis dos compañeros de banca, y Jorge Navarro, mi otro compañero de banca que dejó el aula para irse a la guerrilla y murió en las selvas de Bocay con los pies engusanados. Son miles atrás en el camino.

Ésta es una revolución de los muertos que pesará sobre las espaldas de los vivos ahora que pretendemos un mundo que no se parezca a ningún otro del pasado. Improvisación y locura. Hay que alfabetizar en pocos meses, acabar con la poliomielitis repartir la tierra hoy, no mañana. El futuro es concreto y lo imposible no existe: tomemos en serio la revolución pero no nos tomemos en serio a nosotros mismos, decían las paredes de la Sorbona, y esa fue una regla de oro que seguimos con alegría desde el nuevo poder hasta que llegamos a olvidarla. Cada vez que un ideal se convierte en decreto, algo de ese ideal se pierde, y cuando ese decreto se aplica, se pierde aún más, advertía Pasternak. Nadie estaba para oír advertencias pero la burocracia es un animal sordo y ciego que se alimenta de papeles, leyes, decretos, reglamentos, circulares.

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2 de enero de 2014
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Viaje al país del siempre jamás / II. Grandes esperanzas

1968. Grandes esperanzas, Dickens también fue un profeta. La década de los sesenta, la que no se repetirá, y sin la que nada de lo que está por venir en mi vida sería posible, ni lo que me tocó vivir ni lo que me ha tocado escribir. Aprendí que la más lúcida de las compatibilidades es que podía ser un escritor y un revolucionario, alguien que piensa y que hace, y que encuentra que su sensibilidad para escribir es la misma que le sirve para pensar que otro mundo es posible en la realidad y en la narración, tierra y cielo, el yin y el yang.

Entré en el Club de la Serpiente, fui cronopio de primera fila y no apretaba el tubo de pasta dentífrica desde abajo como se ordenaba en el sabio manual de instrucciones para vir que fue Rayuela. Cortázar y Franz Fanon, el Ché y Janis Joplin, Martin Luther King y los Beatles, Ben Bella y los Rolling Stones, Lumumba y Bob Dylan, jamás se vio brillar en los cielos de la esperanza una constelación semejante, no importa la frase hecha. Woodstock el gran campo de batalla lo mismo que lo era la cordillera de los Andes, Argelia y el Congo, las calles de París en mayo y la siniestra plaza de Tlatelolco en octubre de 1968.

Ser joven por primera vez en la vida es una carga seria, la barricada cierra la calle pero abre el camino. Es necesario explorar sistemáticamente el azar, dicen también los grafitis, una frase que parece escrita por Cortázar. A los revoltosos en las calles los jerarcas del partido comunista francés les parecían unos ancianos que estaban bien donde estaban, en el asilo de ancianos.

Sin los sesentas no habrá setentas, querido Perogrullo, sin esa explosión de locura y esperanzas no habrá revolución en Nicaragua, todos esos ríos azarosos y revueltos que van a dar a la mar, que es el vivir. Los guerrilleros en sus escondites leían Rayuela y leían La ciudad y los perros, el boom también era una rebelión armada; un primo mío comandante guerrillero se puso por seudónimo Aureliano, por Aureliano Buendía, y otro vino a llamarse directamente Macondo. A nadie hubiera extrañado ver a un Ixca Cienfuegos con el fusil en la mano en busca de la región más transparente del aire.

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26 de diciembre de 2013
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Viaje al pais del siempre jamás / I. Empezar a vivir

1959. La Bildungsroman de la vida, el Werther que se vuelve insurrecto. Tenía dieciséis años cuando salí de mi pueblo natal, Masatepe, para matricularme en la Escuela de Derecho en León. Mi padre nunca dudó que yo sería abogado. Yo sí tenía esa duda. O una certeza, quería ser escritor. Pero de todas maneras fui el primero en obtener un título universitario entre mis 56 primos hermanos.

Acababa de triunfar la revolución cubana y había manifestaciones diarias de estudiantes. Yo también estuve pronto en las calles, otro mundo distinto de aquel de donde yo venía, porque mi familia era leal al partido liberal de los Somoza. Me veo subido a una balaustrada arengando a los estudiantes en imitación del discurso radical de mis compañeros. Levantábamos a la gente y se sumaban cientos de personas. Hasta que llegó aquel 23 de julio.

El cuartel de la Guardia Nacional estaba a dos cuadras de la universidad, en una de las esquinas de la plaza central. Un pelotón de soldados nos cerraba el paso y pocos segundos después escuché el estallido de una bomba lacrimógena. Vi correr por el pavimento las latas rojas humeantes que estallaban y quedé cegado por el gas. Oí los primeros disparos de los fusiles Garand, luego el tableteo de una ametralladora y comencé a correr. A escasos metros me topé con la puerta de servicio de un restaurante. Empujé la puerta y cedió. Subí a un dormitorio de la segunda planta que daba a la calle, donde había dos niñas en una cama, acompañadas de una empleada. "Estamos solas aquí", me dijo la mujer con voz temblorosa.

Me asomé por el balcón y los soldados estaban colocados en tres posiciones: de pie, de rodillas y acostados, todos con los fusiles humeantes. Uno con una ametralladora de trípode se hallaba echado en la esquina, en la banda izquierda. En la banda derecha yacía un montón de cuerpos. Alguien gritaba: "¡una ambulancia!, ¡una ambulancia!".

La mujer me dijo que no había un teléfono. El aire se había vaciado de ruidos y todo me parecía en cámara lenta. Vi llegar a un cura que daba los sacramentos a los heridos, un cura norteamericano que de casualidad se hallaba en León, y luego supe se apellidaba Kaplan. En ese momento estalló la banda de sonido en la película muda y escuché la sirena de las ambulancias y desde el balcón vi que la guardia no las dejaba pasar. Fernando Gordillo, con quien dirigí la revista Ventana donde él publicaba poemas y yo cuentos, envuelto en una bandera marchaba resuelto ofreciendo el pecho al pelotón de soldados.

Parecía, me parece un sueño. Bajé corriendo, le grité que se detuviera. No me hizo caso, no me oía. El pelotón abrió sus filas en ese momento para darle paso a las ambulancias, y luego retrocedió hacia el cuartel. Olía pólvora. Erick Ramírez, mi compañero de banca, estaba tendido en el suelo. Tenía un orificio en la espalda. Me arrodillé a su lado para decirle que lo llevaríamos al hospital y cuando lo volteé vi que tenía el pecho desflorado por el balazo.

Subimos a los heridos y a los muertos en taxis y en vehículos particulares para trasladarlos al hospital. Era la primera vez que entraba a una morgue. Ahí descubrí sobre una de las losas a otro compañero de banca, Mauricio Martínez. Erick y él tendidos sobre las losas esperando para ser lavados con una manguera. La cuenta total fue de setenta heridos y cuatro muertos. Ese fue el día que mi vida cambió para siempre.

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18 de diciembre de 2013
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El tercer héroe discreto

El Vargas Llosa de sus brillantes inicios resucita siempre en el último de sus libros, como ocurre con El héroe discreto; todas sus marcas de fábrica están patentes, y algunos de sus personajes regresan para ocupar lugares que reclaman en el relato. Le he oído decir en Guadalajara que esos personajes recurrentes, tal es el caso del sargento Lituma, o el don Rigoberto, doña Lucrecia y Fonchito, se presentan delante de él cuando va a emprender una nueva escritura, para dejarse ver, como diciéndole: aquí estamos, míranos bien, no nos has aprovechado lo suficiente.
Entre la confusión ética de los tiempos modernos, el novelista acude a casos extraídos del mundo cotidiano, para probar que hay un heroísmo de la conciencia: la resistencia frente al chantaje, o las convenciones sociales. Es lo que ocurre con Felícito Yanaqué, un modesto transportista de Piura, e Ismael Carrera, un empresario de seguros de Lima. El primero resiste la extorsión, floreciente negocio contemporáneo; y el segundo, miembro de la elite social limeña, decide casarse con su empleada doméstica.
Pero hay otro personaje singular en la novela, y es Edilberto Torres. Comienza a presentarse delante de Fonchito, a manera de una aparición, y cuando llegamos a creer que se trata del diablo, lo vemos manifestarse en una iglesia, sin ninguna aprehensión, y entonces puede ser también un ángel guardián, y hasta un espíritu burlón.
Apenas cambiando una letra en su nombre de pila, se convierte en Edelberto Torres, quien de verdad existió, y era nicaragüense, igual que Norwin Sánchez de Conversación en la catedral. Se lo he comentado a Mario en un aparte del tráfago de la Feria del Libro de Guadalajara, y me dice que claro que sí, Edelberto Torres, el gran biógrafo de Rubén Darío, lo recuerda bien, pero que a la hora de ponerle nombre a su personaje no pensó en él. Lo tenías en las profundidades del subconsciente, le digo. Eso puede ser, me responde, el subconsciente es tan vasto y poderoso.
Y entonces le digo que don Edelberto, como lo llamábamos, viene a ser el tercer héroe discreto. Este hombre menudo y moreno, de andar nervioso y grandes suspiros cuando se acordaba de las calamidades de la dictadura de Somoza, eterno exiliado, fue despedido en los años cuarenta del siglo pasado del Ministerio de Educación por sus propuestas revolucionarias en cuanto a la enseñanza, que se fue a aplicar a Guatemala cuando triunfó la revolución democrática de Juan José Arévalo.
Cuando triunfó en Costa Rica la otra revolución democrática de José Figueres en 1948, con el apoyo de la Legión del Caribe, que pretendía derrocar a las numerosas dictaduras de entonces, empezó a fungir como correo de aquella fraternidad caballeresca. Una vez viajaba entre Guatemala y San José en un vuelo sin escalas de la extinta Panamerican, cuando el avión bajó complacientemente en Managua sólo para que sacaran por la fuerza a don Edelberto, que pasó encarcelado más de un año.
Al ser por fin liberado, regresó a Guatemala donde interpuso una demanda contra la Panamerican, y tras años de lucha, sin arredrarse, tal como don Felícito Yanaqué se enfrente a la incógnita banda de la arañita, ganó la indemnización. El dinero se repartió entre los abogados y su causa revolucionaria, porque siguió siendo pobre. Había demostrado, como don Felícito, que no hay que dejarse pisotear.
Tal como Mario bien recuerda, escribió La dramática vida de Rubén Darío, una labor de muchos años en las que consumió sus ahorros, pues él mismo financiaba sus viajes de investigación a España, Argentina, Chile. Trata a Rubén como su propio hijo: se entristece con sus penurias, lo regaña por sus disipaciones alcohólicas, se hincha de orgullo cuando describe la ceremonia de su presentación de credenciales delante del rey Alfonso XIII, entre "testas coronadas".
Este es entonces el tercer héroe discreto que por la puerta del subconsciente entró, con una vocal de su nombre alterada, en el espléndido universo de la novela de Mario Vargas Llosa.
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11 de diciembre de 2013
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Huevos ilustres

 

En la Feria del Libro de Guadalajara, mientras me dirigía al buffet del desayuno pasé al lado de la mesa donde comían Mario Vargas Llosa y Patricia, su mujer, y con sonrisa en la que había culpa y satisfacción él me mostró con ambas manos el plato, toda una evidencia dichosa, y me dijo: "me estoy comiendo unos huevos rancheros".

Una de las cosas en que primero pienso cuando el avión empieza a descender sobre el desértico valle de Anáhuac para luego entrar en la densa penumbra tóxica que cubre la ciudad de México, o lo mismo, cuando voy llegando a Monterrey o a Guadalajara, es en los espléndidos e incomparables desayunos mexicanos. Ni los desayunos decimonónicos ingleses descritos con tanta fruición en las novelas de Dickens, ni los desayunos rurales rusos que aparecen en Las almas muertas de Gogol se les comparan.

En México hay tantas clases de desayunos como regiones culinarias, aunque tengan hilos de conducción comunes, el más visible de ellos los huevos compuestos de todas las formas imaginables, y los chilaquiles verdes y rojos, los frijoles molidos refritos, las quesadillas, y las tortillas calientes envueltas en un lienzo acogedor, unos desayunos capaces de tomar media mañana, y que luego de consumados, por muchas entrevistas de prensa que uno tenga, sólo incitan a volver a la cama a rumiar el gusto de la hartura.

Con mi plato en la mano me puse en la fila frente al cocinero que freía los huevos, a ver qué grata escogencia haría esa mañana, y tuve tiempo de estudiar de nuevo la lista escrita con tiza en la pizarra escolar, una variedad más que incompleta porque en México todo lo que es culinario es infinito:

Huevos rancheros (de los que estaba dando buena cuenta Mario con apetito de premio Nobel), fritos enteros, cubiertos por una fina salsa de jitomates licuados (tomates decimos en Nicaragua, pero me atengo al modo mexicano) y una o dos tortillas de maíz por cama.

Huevos embodegados, fritos enteros, metidos dentro de una tortilla de maíz.

Huevos atropellados, con tomate y rodajas de chile jalapeño encima de una tortilla de maíz, y debajo otra tortilla con birria, (carne de carnero, ternera o puerco a la barbacoa), al estilo tapatío, o con machaca (carne seca de res) al estilo norteño.

Huevos montados, fritos enteros pero desnudos, puestos  sobre una lonja de arrachera (un corte delgado de carne de res), con frijoles molidos al lado, guacamole, papa fritas, y rodajas de tomate y cebolla.

Huevos sincronizados, fritos enteros, sobre una tortilla de maíz con jamón y queso, y bañados con salsa ranchera, acompañados de frijoles refritos y papas ralladas.

Huevos divorciados, fritos enteros, uno bañado con salsa de jitomates verdes y el otro con salsa de jitomates rojos, acompañados de frijoles refritos y guacamole.

Huevos socorridos, con chorizos desmenuzados encima y salsa de jitomates verdes.            

Las muy variadas maneras de preparar los huevos del desayuno desbordan la inventiva mexicana y van a dar a la geografía centroamericana y caribeña aunque con menos abundancia de variantes. De la costa de Colombia recuerdo siempre con nostalgia de paladar las arepas con huevo.

La arepa, que comparten la cocina colombiana y venezolana, es una tortilla gruesa de maíz, pero en este caso, el de la arepa con huevo, como la masa se infla al freírse, da la oportunidad de meterle uno o dos huevos crudos mediante un orificio para llegar a la oquedad, orificio que luego se repara con un poco masa cruda, como quien repella una pared, y así se sigue en la fritura para que los huevos, ya cobijados adentro, se cocinen también. Una descripción parecida he escuchado de boca de Gabriel García Márquez, mientras daba cuenta de la gloriosa arepa en el patio enclaustrado del hotel Santa Teresa en Cartagena, donde se toma el desayuno.

En ambos casos, huevos a lo Premio Nobel.

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4 de diciembre de 2013
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Alas al moscardón

Gabriel García Márquez dice que la ética en el periodismo no es una condición ocasional, sino que debe acompañarlo siempre como el zumbido al moscardón. Y no hay que olvidar que ese moscardón necesita alas para su vuelo inquietante. No hay ética sin alas para el vuelo.

Es necesario asumir el desafío de los profundos cambios tecnológicos en la comunicación, los de este valiente mundo nuevo que apenas empieza a ser explorado; y hacer al mismo tiempo que la revolución digital sea una revolución democrática, que multiplique las oportunidades de informar e informarse. Que los espacios electrónicos que hasta hace poco apenas podíamos imaginar, puedan ser aprovechados de manera atrevida y creativa, y defender su libre uso frente a las pretensiones de restringirlo.

Defender la palabra, para que impere el poder de la palabra. De este modo, la pregunta clave que debemos plantearnos no es si morirán los medios impresos de información, sino, si morirá el espíritu de libertad de la información, acosado por aquellos que ven en la difusión de las ideas una amenaza, como en el pasado.

Cuando el poder no es democrático busca pretextos para imponerse, alegando con alevosía valores tradicionales que se basan en la defensa de la soberanía, la seguridad nacional, la seguridad ciudadana, la paz social, el bienestar popular, la moral pública. Y peor que todo eso, cuando se trata de imponer una ideología única. Viejas formas de intolerancia en odres nuevos. El espacio de la red cibernética llena de susto a los custodios de la fe única porque se trata del espacio más libérrimo que ha existido nunca.

Que cada quien pueda abrir desde su casa un espacio de opinión que a la vez genera opiniones de quienes leen;  emitir mensajes que convocan a miles a debatir y manifestarse, manejar su propia emisora de radio, su propia estación de televisión digital, su propio periódico o revista, publicar un libro volviéndose su propio editor, son cosas  que comienzan a ser temidas y amenazadas, bajo los mismos viejos alegatos de abuelitas asustadas o de tías solteronas púdicas calzadas con botas militares.

Uno de los monumentos más impresionantes erigido en contra el fanatismo, está en la plaza de Opera en Berlín, donde los nazis quemaron miles de libros. Uno se asoma a una ventana que se abre en el pavimento, y lo que mira son estantes vacíos. El vacío es lo único que satisface a la represión contra la libertad. Y está allí inscrita una frase de Heinrich Heine que nunca debemos olvidar: "donde se queman libros se acaba quemando personas".

Libros, periódicos, revistas, espacios virtuales de información. Todo puede llegar a ser quemado. Todo entra en el ámbito de defensa de la libertad de expresión, amenazada por regímenes de inspiración mesiánica, que convierten la intolerancia en parte esencial de su credo, y persiguen todo lo que se opone a sus dogmas.

Pero hay otra clase de poderes que también nos amenazan, los del crimen organizado, que asesina periodistas como podemos verlos con aterradora frecuencia en diversos países de América Latina. Muchos de ellos son de medios de provincia, y si en su mayoría no tienen renombre, tampoco tienen miedo. Sin esa disposición valiente a cumplir con su oficio, el periodismo concebido en su dimensión ética  no existiría. Y es a ellos a quienes debemos recordar a la hora de vencer las tentaciones de plegarnos a la comodidad de la autocensura, de ceder a las presiones para no escribir lo que debemos.

Hagamos posible un periodismo independiente que tenga la valentía de investigar a  los poderes públicos y privados, legales e ilegales, que meta el dedo en las llagas de la corrupción y de los abusos, para que  nuestras  sociedades estén cada vez mejor informadas, y por lo tanto sean más democráticas y tengan mejores posibilidades de desarrollo, de justicia y de equidad.

Hay que darle alas al moscardón de García Márquez, para que cumpla su vuelo inquietante al oído de quien escribe, y de quien lee.

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27 de noviembre de 2013
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Extraña mezcolanza autoritaria

Las numerosas reformas a la Constitución Política de Nicaragua propuestas por el partido oficial, serán aprobadas sin duda de manera abrumadora, porque abrumadora es su mayoría en la Asamblea Nacional.

Será una extraña mescolanza de principios jurídicos tradicionales y de inserciones curiosas. Allí estarán los eslóganes oficiales que vemos desplegados constantemente en vallas gigantescas, en las pantallas de televisión, y aún en los membretes de los documentos burocráticos: ideales socialistas y valores cristianos, el amor al prójimo y la reconciliación entre hermanos de la familia nicaragüense, integrada en la red benefactora de los Consejos de Familia que pasan a ser constitucionales.      

Se establece que  "El bien común supremo  y universal,  condición  para  todos los demás bienes, es la misma Tierra, que es nuestra Gran Madre; ésta debe ser amada, cuidada,  regenerada y venerada". Dejemos de un lado la prosa. Entendamos nada más que viviremos en una sociedad donde el cristianismo se mezcla con el panteísmo.

Un régimen que además será  corporativo, pues las cámaras de empresarios, serán "parte de los mecanismos de democracia directa", todo lo cual desemboca en el funcionamiento de Consejos Corporativos, donde los representantes de empresarios y sindicatos se sentarán con los del Poder Ciudadano, otra entidad que pasa a ser constitucional, para la "búsqueda del bien común".

Si antes la Constitución prohibía que los miembros del ejército y la policía ejercieran cargos públicos, ahora lo permitirá, con lo que el nuevo estado viene a asentarse en una alianza del partido oficial, las cámaras empresariales, el ejército y la policía, evidencia de que los llamados partidos históricos, liberal y conservador, son dados por enterrados y no se les necesita como parte del nuevo consenso corporativo.

En tiempos de consolidación de su poder, Ortega se valió de un pacto con el jefe liberal Arnoldo Alemán para reformar la Constitución y rebajar el porcentaje de votos necesarios para ser electo. Hoy eso ha pasado a la historia. El pluralismo político subsiste en la letra de la Constitución, pero nada más en la letra, mientras le llega el turno de desaparecer.

            Será por eso que se suprime la disposición mediante la cual los partidos que pretenden el restablecimiento de todo tipo de dictadura o de cualquier sistema antidemocrático, pierden su legitimidad. La preeminencia de la defensa de la democracia, como asunto de principios, pasa a ser obsoleta.

            Las redes de Internet, y la emisión y transmisión de datos, quedan bajo el control del estado; el almacenamiento de datos de las redes digitales sólo puede hacerse en territorio nacional; y "el espectro radioeléctrico y satelital que incida en las comunicaciones nicaragüenses será controlado por el Estado".  Nadie podrá tampoco instalar su propio canal virtual desde su computadora, o hacer emisiones de voz, sin previo permiso.

            Y como la democracia viene a volverse prescindible, es que se anulan los espacios de libertad en las comunicaciones electrónicas.  Para someter las emisiones de Internet, lo que se emite en las redes sociales, lo que se escribe en los blogs, deberá organizarse necesariamente algo así como una ciberpolicía, que perseguirá a quienes, huyendo del ojo del Gran Hermano, se refugien en las nubes virtuales, que quedan prohibidas.

            Toda la felicidad cristina, panteísta y corporativa que se nos promete, no se conseguirá sin la mano benefactora y perpetua de Ortega, quien podrá reelegirse las veces que se presente a elecciones, ya que en su beneficio se suprime esa estorbosa prohibición.

            Si se me pidiera elegir un término para definir este escenario, sería el de indefensión. En las sociedades democráticas los cambios constitucionales son siempre el resultado de grandes consensos, y esta mezcolanza inconsulta viene a ser impuesta desde arriba por una voluntad omnímoda. Tampoco las instituciones pueden detener la mano que las impone, porque no funcionan sino como brazos del poder único.

El autoritarismo, con cartas marcadas, sienta a jugar a la democracia una partida amañada, y por supuesto se la gana. Nicaragua será regida por la constitución de un partido, no de un país.

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13 de noviembre de 2013
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La vasta lengua de la letra Ñ

En el Congreso de Panamá, el tema fue el libro, como ya dije, y las novedades a que una industria tan antigua está sometida. Lectura y escritura tradicional, y ahora digital. Editoriales electrónicas, bibliotecas virtuales infinitas, librerías que ofrecen miles de títulos desde el espacio cibernético. Una revolución incesante que cada día presenta novedades, y que como toda revolución que afecta nuestras vidas trae consigo dudas, temores, ansiedad, incertidumbre, y también esperanzas. Porque la lectura electrónica puede llegar a democratizar verdaderamente la cultura.

Estamos frente a un formidable cambio tecnológico, como el que se vivió con la creación de la imprenta, en cuanto a las formas de leer. Mucho se habla de la desaparición del libro, pero olvidamos que más bien se trata de un proceso de sustitución. El libro impreso sustituyó al libro copiado a mano. Hoy el libro electrónico sustituye al libro impreso. Y entre ambas formas de leer habrá una coexistencia que durará largos años, de eso no me cabe duda.

Lo que más inquieta a quienes se ocupan de la lengua, es que estamos pasando de la palabra impresa a la palabra virtual. Antes escribíamos los libros a mano, o con los caracteres reales de una máquina de escribir. En ambos casos podíamos tocar las palabras, que hoy son sólo una ilusión, no sólo cuando escribimos, sino cuando el libro llega a manos del lector.  Es un libro que no existe, y regresa a la nada cuando apagamos la tableta, o la pantalla de la computadora en que leemos.

Por otro lado, todo fenómeno tecnológico afecta a la lengua. Al aparecer una invención que ahora parece anticuada, la máquina de escribir, sin darnos cuenta llegamos a depender del teclado y de los caracteres representados en el teclado. Por eso muchas de nuestras grandes obras literarias del siglo veinte se escribieron sin los cierres de interrogación y admiración, que son signos que sólo el español tiene, y que las máquinas no traían. Así llegamos a acostumbrarnos a esa desaparición, que hoy ha sido restituida en los teclados de las computadoras, pero porque defendimos su presencia, como hemos defendido que exista la ñ en esos teclados. Parece banal, pero ha sido una gran batalla por la integridad del idioma. Sin la ñ, el español dejaría de serlo, empezando por su mismo nombre.

Hoy, el español goza de una salud muy pujante, yo diría de una salud agresiva. El español conquista hablantes, mientras otras lenguas se baten en retirada. Hemos atravesado la frontera de los Estados Unidos, somos ya la segunda lengua en ese territorio. Y el español será una de las grandes lenguas de este siglo veintiuno, junto con el inglés, el chino y el árabe.

El gran reto para quienes hablamos el español, es la asimilación de la modernidad en tiempos de globalización. Hay una verdad imbatible, y es que los términos tecnológicos los pone la lengua que inventa la tecnología, y el inglés se ha vuelto una lingua franca de las ciencias y de las invenciones técnicas, y en lo que toca a este tema, de las invenciones digitales. La tarea de crear términos para una tecnología que no hemos creado se vuelve inútil. No tenemos mejor alternativa que saber recibir esos términos, que son multitud, y adoptarlos. Una lengua siempre está recibiendo y adoptando. Cuánto no recibimos del árabe en España, y cuánto no hemos recibido de las lenguas aborígenes en América. ¿Por qué no vamos a saber recibir del inglés?

Una lengua se nutre de dos vertientes, la calle, y la literatura. Ambos son espacios constantes de invención.  El reto es, entonces, no dejar de ser creativos, ni en la calle, ni en la literatura, y hay que mantener abierto el puente entre ambas. El español debe seguir siendo una lengua de invención, como lo es desde Cervantes. Saber recibir aportes literarios de otras lenguas, como nos enseñaron Garcilaso y Rubén Darío; y nunca olvidar la calle, el habla que se hace todos los días entre la gente común, que es la que crea y reinventa el idioma, junto con los escritores.

 

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6 de noviembre de 2013
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Lengua mojada

DISCURSO EN EL ACTO DE INAUGURACIÓN DEL VI CONGRESO INTERNACIONAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA
Panamá, 20 de octubre de 2013

Siempre me ha intrigado saber lo que es sentirse escritor de una lengua que tiene el país por cárcel, una lengua que no se habla más allá de las propias fronteras. Claro que el tamaño de una lengua no se mide por sus límites geográficos, ni creo que haya lenguas pequeñas. Todas tienen sus propios registros mágicos e inmensas posibilidades literarias, pero éstas de las que hablo son lenguas hacia adentro.

No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Hay escritores que desde allí, desde esos compartimentos, se han  trasplantado a alguna de las grandes lenguas europeas, como el gran escritor Milán Kundera, que ahora escribe en francés, y no en checo. Pero para mí, una renuncia semejante significaría alejarme de la casa de la infancia por siempre clausurada, desde donde me llegan las voces que un día aprendí para siempre.

Son escritores que dejan de escribir en la lengua en que nacieron, y con la que nacieron, bajo un sentimiento de asfixia. El sentimiento de que su voz se escucha de cerca, pero no de lejos, de por medio o no la traición de las traducciones. Y no puedo verlo sino como una dolorosa mutilación, como la que se practicaba a los castrati en el siglo diecisiete, que ganaban así una nueva voz, pero perdían para siempre la propia. Mutilarse para sobrevivir. Pero peor que la castración es la deslenguación, la lengua extirpada, desde su arranque y raíz.

Quitarse la lengua uno mismo, o que se la quiten por la fuerza. Otro de los grandes escritores centroeuropeos, Sandor Marais, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, fueron prohibidos. Ya tenían sus novelas el país por cárcel, y ahora las enviaban al cementerio. Le habían extirpado la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y así  el mundo se perdió por muchos años la espléndida belleza de sus palabras, mientras él decidía su suicidio en el exilio, ya sin lengua.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sandor Maris, o de lo que fue la antigua Checoslovaquia de Milán Kundera, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.

Si en cada uno de los países de Hispanoamérica se hablara una lengua diferente, viviría yo también, a fuerza, ese síndrome de babel que obliga a despreciar la propia lengua para entregarse sin consuelo a otra de mayores posibilidades. Y al perder la lengua así, cortada desde donde empieza, en lo hondo de la faringe, perdemos también la garganta, la boca, el oído, el olfato, la visión.

Al perder la palabra, perdemos la memoria. Para ser trasplantado hay que ser arrancado de las propias raíces, porque la lengua no es solamente una forma de expresión que uno pueda cambiar en la boca a mejor conveniencia, sino que es la vida misma, la historia, el pasado, y aún más que eso, el existir en función de los demás, porque la lengua sola de un individuo hablando en el desierto no tendría sentido, menos para un escritor, que si existe es porque alguien más comparte sus palabras, y las vuelve suyas. Según evocaba Miguel Angel Asturias la tradición del pueblo quiché, el mismo pueblo que nos heredó la magia del Popol Vuh, aquel que habla en nombre de los demás es el Gran Lengua de su tribu.

Existimos, porque podemos hablar entre todos los que profesamos esa misma lengua, y con esa misma lengua, sin confundirnos como en el Pentecostés, cambiándola cada día, y agregándole capas de pintura creativa, en lo que hablamos en la calle, y en lo que escribimos en la literatura.

Soy un escritor de una lengua vasta, cambiante y múltiple, sin fronteras ni compartimientos, que en lugar de recogerse sobre sí misma se expande cada día, haciéndose más rica en la medida en que camina territorios, emigra, muta, se viste y de desviste, se mezcla, gana lo que puede otros idiomas, se aposenta, se queda, reemprende viaje y sigue andando, lengua caminante, revoltosa y entrometida, sorpresiva, maleable. Puedo volar toda una noche, de Managua a Buenos Aires, o de la ciudad de México a Los Ángeles,  y siempre me estarán oyendo en mi español centroamericano.

Español de islas y tierra firme, deltas, pampas, cordilleras, selvas, costas ardientes, páramos desolados, subiendo hacia los volcanes y bajando hacia la mar salada, ningún otro idioma es dueño de un territorio tan vasto. Me oirán en la Patagonia, y en Ciudad Juárez, un continente de por medio, y en el Caribe de las Antillas Mayores, y en el arco del Golfo de México, y del otro lado del dilatado Atlántico también me oirán, y oiré, en tierras de Castilla, y en las de Extremadura, y en las de León, en las de Aragón. Y en Guinea Ecuatorial, y en el desierto saharaui. Nos oiremos, hablaremos. Sabremos de qué estamos hablando, porque en la lengua, somos idénticos, estamos ungidos por la misma gracia.

Augusto Roa Bastos es un híbrido del español y el guaraní, de otra manera no existiría Hijo de Hombre. La sintaxis quechua entra en la escritura de José María Arguedas, de otra manera no existiría Los ríos profundos. Sin la lengua yoruba, congo o mandinga y su profundo palpitar de tambores, no existiría Songoro Cosongo de Nicolás Guillén, ni Tuntún de pasa y grifería de Luis Palés Matos, y sin el quiché tampoco Hombres de Maíz de Miguel Ángel Asturias.

Aguas revueltas de ríos distintos, una sola en su vasta y caótica diversidad que ya del lado de los emigrantes hispanos a Estados Unidos, se vuelve más vasta y sigue nutriéndose y transformándose.  Porque una lengua viva, que emigra, y no se queda enclaustrada en su propia casa, siempre lleva las de ganar.

Cuando en América hablamos acerca de la identidad compartida, nuestro punto de partida, y de referencia común, es la lengua. No somos una identidad étnica, no somos una multitud homogénea, no somos una raza, somos muchas razas. La diversidad es lo que hace la identidad. Tendremos identidad mientras la busquemos y queramos encontrarnos en el otro. Pero somos una lengua, que tampoco es homogénea. La lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, y que mientras se halla en movimiento, me lleva consigo de uno a otro territorio, territorios reales o territorios verbales.

Estratos geológicos superpuestos, palabras escondidas abajo, y encima la agobiante modernidad que trastoca los vocablos que buscan el cauce de las necesidades tecnológicas, porque quien no inventa tecnología tampoco inventa los términos de la tecnología, y entonces la lengua abre sus valvas para recibir esas palabras ajenas, y volverlas propias, el inglés como antes el árabe.

No puedo sentirme solo. No tengo mi lengua por cárcel, sino el reino sin límites de una incesante aventura, de Cervantes a García Márquez, de Góngora a Rubén Darío, de Alonso de Ercilla a Pablo Neruda, de Bernal Diaz del Castillo a Juan Rulfo, de Lope de Vega a Julio Cortázar, de Sor Juana a Javier Villaurrutia, de Miguel Hernández a Ernesto Cardenal, del Inca Garcilaso a César Vallejo, de Pérez Galdós a Carlos Fuentes, de Rómulo Gallegos a Vargas Llosa, de García Lorca a José Emilio Pacheco.

Es nuestra lengua mojada. La que entra oculta a los Estados Unidos en los furgones de carga, hacinada en los techos de los vagones del tren de la muerte en viaje de Chiapas a Sonora, la que pasa debajo de las alambradas, la que traspasa el muro inteligente, la que burla los detectores infrarrojos,  la que no se deja encandilar por los reflectores, la que huye de los perros de presa que saben oler pobreza y sudores, y de los cebados granjeros de Arizona convertidos en vigilantes armados de fusiles automáticos. Vigilante. Palabra ésa que, ironías de la lengua perseguida, le pertenece a ella misma.

Emigra desde tan lejos como Bolivia, el Perú y Ecuador, acampa en el río Suchiate esperando la noche para pasar a nado, siempre acosada a lo largo de su marcha temerosa hacia el otro río, el río Bravo, clandestina, y por tanto subversiva. Es la lengua de la pobreza, que cae bajo las balas de los Zetas en su camino, lengua triste y masacrada que sin embargo vuelve a despertar al nombrar cada vez al dolor y la miseria, pero también la esperanza.

Renace todos los días, se aclimata, camina. Cambia mientras camina. El español de la Tierra del Fuego y el de los salares del desierto de Atacama, el de las alturas de Machu Pichu y el de la tierras caliente de Michoacán, el español del valle del Cauca y los llanos de Apure, el español de la estrecha garganta pastoril iluminada por el fuego de los volcanes que es Centroamérica, el español campesino del Cibao dominicano y el insaciable español habanero, el español tapatío y el de los chilangos de la región más transparente del aire, y el del desierto de crudos espejismos de Sonora, el español de las dos Californias, el de las madreadas mexicanas en Los Ángeles, el de los murmullos de los inmigrantes ecuatorianos y bolivianos perseguidos en San Diego, el de los nicaragüenses que lloran de cabanga en San Francisco por su paisaje perdido, el de los tex-mex del Paso, el de los chicanos de Yuma. La raza.  El español de los hondureños dejados desde antaño en las costas de Luisiana por los barcos bananeros de la Flota Blanca, el de la Florida de Ponce de León donde se habla en son cubano, el de los salvadoreños, los tristes más tristes del mundo de Roque Dalton, en las barriadas de Washington, el vasto e intrincado español de los dominicanos,  y los puertorriqueños de Nueva York.

La lengua que se paraliza en la boca es una lengua muerta. Y el español es también en los Estados Unidos una lengua literaria, que es la otra manera de que una lengua viva sin riesgos de muerte. Una lengua de los escritores que han traspasado la frontera, o que han nacido en el territorio de Estados Unidos, y escriben en español. Unos hablan la lengua, otros la escriben, y estos son sus dos puntales vitales. Es un asunto verbal, no territorial. Una cultura híbrida, variada, y contradictoria, sorprendente y sorpresiva, que varía su sintaxis, que crea neologismos, que se aventura a inventar.

Quienes la hablan y quienes la escriben son protagonistas de esa invasión verbal que cada vez más tendrá consecuencias culturales. Consecuencias de dos vías, por supuesto, porque cuando las aguas de un idioma entran en las de otro, se produce siempre un fenómeno de mutuo enriquecimiento.

La lengua que gana nuevos códigos cerca del lenguaje digital, de los nuevos paradigmas de la comunicación, de los libros electrónicos, de las infinitas bibliotecas virtuales que estuvieron desde antes en la imaginación de Borges, y que gana modernidad mientras se adentra en el siglo veintiuno.

El Gran Lengua seguirá siendo el vocero de la tribu. El que tiene el don de la palabra y representa así a los que no tienen voz. El que alza la voz, es él mismo la lengua, la encarna, y se encarna en ella. Guarda y publica la memoria de las ocurrencias del pasado, inventa, imagina, interpreta, recrea, explica, y seduce con las palabras.

¿A qué otra cosa mejor puede aspirar un escritor, sino a ser lengua de una tribu tan variada y tan vasta?

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31 de octubre de 2013
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