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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Papel pautado

Hace poco, revolviendo cosas y papeles, me hallé un casete de esos que ya cuesta reproducir, donde está grabada la función del jueves santo de 1952 en la iglesia parroquial de Masatepe. La hizo Remigio Sánchez, casado con mi prima María Josefa Ramírez.  Tenía una grabadora Philips de carretes, toda una novedad entonces, y es su voz la que se escucha por lo bajo, anunciando que la iglesia está llena a reventar, y que la orquesta Ramírez, cuya celebridad lamenta que no sea tanta como debería, va a comenzar a tocar.

La orquesta Ramírez estaba encabezada por mi abuelo Lisandro, violinista y compositor, parte de una dinastía de músicos fundada en Masaya por mi bisabuelo Alejandro, y que se prolongó en mis tíos, músicos todos e integrantes de la orquesta, en la que solo faltaba mi padre a quien había sido asignado el contrabajo, y que rechazó para dedicarse al comercio. De esa dinastía formaba parte también mis tíos abuelos Carlos Ramírez, compositor igual que mi abuelo, y Serapio Ramírez.

En esa función de jueves santo, al pie del altar mayor, está entonces mi abuelo Lisandro, vestido de dril blanco como siempre, la batuta en la mano, y están frente a sus atriles, mencionados por orden de edad, Francisco Luz, violinista, Alejandro, flautista, Alberto chelista, y Carlos José, el más versátil de todos ellos, que tocaba el armonio, el clarinete, y el saxofón; ese día toca el clarinete, y también, en algunos pasajes de la grabación, se escucha su voz de tenor que entona los laudes mientras a los músicos los envuelve una nube de incienso.

He logrado recuperar algunos de sus instrumentos: el violín de mi abuelo Lisandro, el chelo de mi tío Alberto, el clarinete de mi tío Carlos José. Son parte esencial de mi museo doméstico, instrumentos que viven dentro de mí, y dan vida a mi escritura. Lo mismo que la imagen de mi abuelo que vuelve cada tanto a mi memoria, inclinado sobre el papel pautado, componiendo, mientras tarareaba, o musitaba, la melodía que crecía en su cabeza. El componía con signos musicales, yo compongo con otros signos, que son las letras.

A los diez años padre me puso a estudiar solfeo con mi tío Alberto, a mí y a mi hermana Luisa, y no tardó en declararnos sordos a los dos, una sentencia lapidaria que me alivió del tormento de recibir aquellas clases a las dos de la tarde, pugnando en contra del sueño, una tarea heroica. Por la misma causa nunca aprendí mecanografía, porque pudo más en mí el sopor, y me quedé escribiendo con dos dedos.

El otro día contaba estaba anécdota del decreto de sordera a Carlos y a Luis Enrique Mejia, en un encuentro en la embajada de México, en el marco de Centroamérica Cuenta, y les decía que creo que hay dos clases de oído musical: el que reproduce, y allí sí que soy sordo a la hora de entonarme; y el oído que graba y reproduce, reconoce las melodías, y distingue los instrumentos. Ese sí lo tengo.

Porque sin ese oído no podría escribir. La prosa necesita de un ritmo y de una música. Y no puedo escribir en mis mañanas de encierro sagrado, si no escucho música; ahora mismo está sonando a mis espaldas la Novena Sinfonía en Mi Menor de Dvorak.

Como escritor siento que vengo de aquella orquesta Ramírez que se oye en la vieja grabación; vengo del acorde de esos instrumentos que se concertaban tanto para tocar la Misa de Gloria de Eslava, como para interpretar con brío valses en fiestas galantes, y aún serenatas si se daba el caso. Para mi abuelo y para mis tíos eran sus "toques".

Cuando tengo que hacer una comparecencia, presentar un libro, dar una charla literaria, le digo a mi mujer que voy a un toque. Gracias a aquellos artistas soy artista también.

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1 de junio de 2016
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La ópera del malandro

Hasta hace poco hablábamos de Brasil como el ejemplo de un país donde la izquierda gobernaba de manera más que exitosa. Lula da Silva, un obrero metalúrgico entrenado en las fraguas sindicales, había conquistado a puro pulso electoral la presidencia; y sus programas sociales lograron que amplios sectores de población dejaran la pobreza para incorporarse a la clase media. Treinta millones de personas que vivían en la "economía sumergida", pasaron a tener un salario formal, nada menos que un quince por ciento de la población.
Estos programas de asistencia no contradecían a la economía de mercado, que seguía funcionando a plenitud para felicidad de los empresarios, entre ellos quienes talaban la selva amazónica para sembrar soya y venderla a China; y, por primera vez, el crecimiento sostenido parecía ser obra de la continuidad, pues Lula no había hecho tabla rasa de las políticas de su antecesor Fernando Henrique Cardoso, como suele ocurrir en América Latina a cada cambio de gobierno.
Lula, en la cima de la popularidad, pudo escoger como sucesora a una antigua guerrillera urbana, encarcelada y torturada por la dictadura militar. Dilma Rousseff era la heredera de un modelo exitoso, a la cabeza de un país que se colocaba entre las diez economías más grandes del planeta, listo para colarse entre las cinco mayores, al lado de Estados Unidos, China e India, y que reclamaba un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Nadie metió nunca a Brasil en el saco de los gobiernos populistas fallidos, y era fácil hacer comparaciones con Venezuela, donde más bien la pobreza seguía creciendo. Hasta que comenzaron las protestas masivas en las semanas anteriores al Mundial de Futbol de 2014. Millones salieron a las calles en más de 200 ciudades pidiendo la renuncia de la presidenta.
Es cierto que la economía se había desacelerado, y que el tiempo de las vacas gordas llegaba a su fin, trayendo inflación y desempleo. Pero el edificio, que de lejos lucía firme y entero, comenzaba a venirse abajo, sobre todo porque lo carcomía la polilla implacable de la corrupción, escándalo tras escándalo que llegarían a alcanzar al propio Lula y a su círculo más íntimo, y del que no se escapan tampoco los líderes de los partidos de oposición, diputados y senadores.
Todo comenzó desde entonces a parecerse a la Opera de Malandro, el musical de Chico Buarque de Holanda que tiene por personajes a los arribistas y buscones del dinero fácil salidos de los bajo fondos. Estos otros, más conspicuos, se atropellan en la carrera para hacerse millonarios de la noche a la mañana.
En las cámaras legislativas, donde la presidenta Rousseff fue desaforada, la cuchilla pende sobre las cabezas de más de la mitad de diputados y senadores, acusados de delitos de corrupción, y hasta de narcotráfico y homicidios, según la organización independiente Transparencia Brasil.
Un alegre y ruidoso escenario de vodevil. Hay en ambas cámaras 28 partidos políticos, que los electores no saben distinguir porque tienen nombres muy parecidos, entre los que se repite la denominación "cristiano", pues no pocos son apéndices de sectas religiosas. El payaso Tiririca ganó su asiento de diputado con un mensaje electoral simple: "¿qué hace un diputado? La verdad no lo sé, pero si votas por mí, te lo diré".
La sesión donde se desaforó a la presidenta Rousseff fue un reality show insuperable, transmitida en vivo y seguida como si fuera un partido de fútbol, cada voto cantado a viva voz, en versos rimados o en prosa, y dedicado a "la familia cuadrangular", a la secta evangélica de pertenencia, a la madre querida, al hijo por nacer, al cumpleaños de la tía solterona. Y a los torturadores del tiempo de la dictadura.
Con voz llena de emoción, el diputado Jair Messias Bolsonaro, quien ha cambiado siete veces de partido, y aspirante a la presidencia de la república, evocó el triunfante golpe militar de 1964, al emitir su voto "por la familia, por los niños inocentes en las aulas de clase, contra el comunismo, por nuestra libertad...por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el pavor de Dilma Rousseff...". El coronel homenajeado dirigió durante la dictadura militar un centro de tortura, y al llegar la democracia fue procesado y condenado.
Brasil sigue siendo un país promisorio, diverso, creativo y sorprendente. A los jueces toca apuntalar ahora el edificio de la democracia con más electores en América Latina, metiendo en cintura a los malandros.

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27 de mayo de 2016
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Memoria y libertad

Hace cuatro años surgió la idea de reunir a un grupo de narradores centroamericanos para que hablaran entre ellos de su oficio, y de las dificultades que ejercerlo conlleva en países como los nuestros, donde las barreras de la incomunicación parecen alzarse a veces de manera insalvable. Juntar a los escritores maduros, pero sobre todo a los jóvenes, que tienen ya por campo de batalla este siglo veintiuno tan sorpresivo y lleno de desafíos, cuando el oficio de narrar sufre cambios tan severos.

Cómo circulan en Centroamérica los libros o por qué no circulan. Cuáles son las dificultades de editar, y la terca sobrevivencia de las ediciones por cuenta propia, eso de que uno aún imprime su propio libro y tiene que salir a venderlo. Las pequeñas editoriales heroicas que se arriesgan, pese a que bien saben que no es lo mismo ofrecer libros de escritores nacientes que pizzas o ropa de paca. Los desafíos de los libros y revistas electrónicas, los blogs literarios, la red que nos abre sus puertas infinitas, pero que sigue siendo un territorio tan vasto donde es fácil perderse y desaparecer.

Son temas que surgen entre centroamericanos, porque presuponen una identidad compartida, que tiene una dimensión en la historia, otra muy obvia en la geografía, aún otra en el intercambio económico, y una más en la cultura, la más desprovista de todas. Países en vecindad, que resulta incómoda a veces, estorbada por incomprensiones y recelos, pero sometidos, pese a ellos mismos, a un ideal empecinado que no se deja mover por los vientos de tormenta. Y si la identidad cultural es la más desprovista, es al mismo tiempo la más espléndida, esa que se expresa triunfalmente en la creación literaria y nos deja llenarnos la boca con los nombres de Rubén Darío, Miguel Angel Asturias, Ernesto Cardenal.

Pero si miramos hacia adentro, hay que mirar al mismo tiempo hacia afuera: también Centroamérica por cárcel y cómo romper los muros de esa cárcel para un escritor. Ser visto y leído por las editoriales extranjeras, traducido a otras lenguas. Desafiar el sino de venir de una pequeña región reconocida sobre todo por la violencia y la pobreza. Hacer de la literatura una marca de país. Y entonces pensamos que este no debería ser un diálogo sólo entre nosotros, una plática de presos, sino a puertas abiertas, en compañía de escritores de otras latitudes, y de traductores, editores, críticos. Salir al mundo, compartirlo, ponernos en el mapa.

Este experimento pasó a llamarse Centroamérica Cuenta, y del 23 al 27 de mayo vamos a celebrar ya el cuarto encuentro, una vez más en Managua. Hemos venido creciendo desde la primera convocatoria de 2013, cuando empezamos con una docena de participantes que acudieron de los seis países centroamericanos, y de Francia y Alemania, a tener esta vez a más de setenta invitados provenientes de más de quince países; además de los mencionados, España, México, Brasil, Colombia, Holanda, Venezuela, Argentina, Perú. Tendremos a narradores, cronistas, cineastas, traductores, académicos; editores de importantes casas editoriales, directores de otros festivales internacionales, y periodistas que vienen a cubrir el encuentro.

Y así como el año anterior convocamos Centroamérica Cuenta en nombre de la libertad de expresión, condición esencial de la creación literaria, este año el lema será Memoria que nos une. La memoria que alimenta no sólo la invención, sino que es imprescindible para tener historia, y para que tenga sentido la vida social.

La memoria como sedimento de la libertad, porque para imaginar el futuro es necesario recordar el pasado. Un pasado desaparecido, que es necesario exhumar. Y memoria también de dos grandes aniversarios que tienen que ver con nuestra lengua y su constancia renovadora: los centenarios de la muerte de Cervantes y de Darío, a quienes está dedicado el encuentro.

Seis días en una docena de escenarios donde además del tema de la memoria se discutirán los que tienen que ver con los desafíos de la literatura, los asuntos a los que acude y sus formas cambiantes de expresión: la realidad en que vivimos, como sedimento provocador de la imaginación; la historia que nos ha tocado en suerte y las maneras de descifrarla a la hora de contar.

La literatura no es prescindible, ni tampoco una pieza decorativa. Es un signo de libertad creadora. Y, como instrumento de expresión, esencial a la diversidad crítica, necesaria a la vez para la convivencia democrática. Memoria y libertad son los signos que nos unen en esta jornada. Sin ellas, no hay invención literaria.

 

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11 de mayo de 2016
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El final está cerca

La catástrofe ecológica que vive Nicaragua da la idea de que estamos hablando de un país del pasado. Cauces secos de ríos de los que se alzan nubes de polvo, y son más de treinta los que se han secado; el emblemático río San Juan, que ahora puede atravesarse a pie en ciertos trechos; el Gran Lago de Nicaragua que se agosta, humedales que ahora son inhóspitos suelos cuarteados.

Los tuertos dicen que la sequía es cíclica, que apenas termine el fenómeno adverso del Niño todo volverá a la normalidad y tendremos de nuevo agua de sobra, ríos caudalosos y pozos rebosantes de agua; y, como consuelo final, que este es una anomalía meteorológica que afecta no sólo a Nicaragua, sino que trastorna al mundo entero.  

Pero el ojo tuerto que contempla así la calamidad, necesitaría del otro para ver cómo la reserva de Bosawás, por ejemplo, declarada Reserva Mundial de la Biósfera por la Unesco, está siendo exterminada. Junto con la de río Plátano de Honduras, al otro lado de la frontera, comparte un territorio de bosque tropical húmedo y nuboso, originalmente de 50 mil kilómetros cuadrados, segundo en extensión en el continente americano después de la selva amazónica.

Bosawás, según el ambientalista Camilo de Castro, desde el año 1987 ha perdido 580.000 hectáreas, de las que 280,000 han sido depredadas en los últimos diez años, consecuencias de las constantes invasiones de colonos que destruyen la selva para plantar granos básicos, o convertir el terreno en pastos para ganado. Anualmente se talan 42,000 hectáreas, lo cual augura su extinción.

Extraer las maderas preciosas de Bosawás, caoba, cedro, prohibido por la ley, es el brillante negocio de mafias invisibles, así como también lo es vender por adelantado las tierras selváticas a los colonos, extendiéndoles títulos de propiedad falsos. Los suelos, que no son apropiados para agricultura, se agotan pronto, y entonces sigue la penetración para arrasar más bosque. Lo mismo sucede con la otra gran reserva de 3 mil kilómetros cuadrados, la de río Indio-río Maíz, al sur del país, y vecina al río San Juan, ese por el que iban a transitar los barcos de uno a otro océano, y que ahora puede atravesarse a pie.

Las comunidades indígenas son habitantes de esas selvas agredidas. En su cultura ancestral ven a la naturaleza como una verdadera madre. Para ellos el bosque no puede tener dueños particulares. Este choque cultural entre mestizos del Pacífico y etnias del Caribe, misquitos, mayagnas, creoles, ramas, ha devenido en agresiones armadas con muertos, desaparecidos y secuestrados, y quema y destrucción de poblados. Hay una llama encendida allí, que puede llegar a desatar una conflagración.

El país está siendo destruido por la irresponsabilidad y el desatino, y por el apetito del enriquecimiento ilícito. Bastan los mapas satelitales para saberlo; del verde hemos pasado al marrón. Eso no lo ven los tuertos.

Pero también hay tuertos de los dos ojos. El empresario chino Wang Ying sigue empecinado en la construcción del canal interoceánico, y su demiurgo Bill Wild, que dirige por telepatía todas las operaciones desde Hong Kong, afirma con cara impasible: "Estamos revisando aún más el balance de agua de nuestro canal...estamos más convencidos de que el canal sí va a tener suficiente agua para su operación".  Y agrega, con cómica sabiduría: "En este proceso se están generando aún más diseños y optimizaciones nuevas, que nos ayudan a reducir aún más la necesidad de agua".

El canal pretende atravesar el Gran Lago de Nicaragua, donde el agua se ha retirado de sus costas a tal punto que las embarcaciones tienen dificultades para atracar. Nadie quita que pronto haya trechos que, igual que en el río San Juan, se podrán atravesar a pie. Quizás entonces lo que convenga a Wang Ying sea construir una carretera interoceánica, y no un canal.

Si algo se ha ganado frente a esta debacle, es que la conciencia ecológica ha avanzado, sobre todo entre los jóvenes, convencidos de que hay que hacer algo por detener la catástrofe. Y un campesino explicaba con perfección didáctica en la televisión hace unos días, delante de su maizal desolado, lo que la mortandad de árboles tenía que ver con la falta de lluvia. "Eso me lleva a pensar", me decía un amigo, "que dentro de treinta años también otro campesino como este hablará con la misma convicción de lo que la desigualdad económica y la falta de oportunidades tienen que ver con su pobreza".

 

 

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4 de mayo de 2016
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El difícil arte de la sencillez

Conocí muy de cerca a don Patricio Aylwin (1918-2016),  cuando me tocó integrar en 1994 la Comisión Latinoamericana y del Caribe sobre el Desarrollo Social, que él presidió, y que elaboró un informe para la Cumbre de las Naciones Unidas celebrada en Copenhague el año siguiente.

Fue una experiencia aleccionadora tratar de cerca a uno de los míticos presidentes chilenos, alejados por tradición republicana de la fanfarria, tanto cuando ejercen el poder como cuando lo han dejado, como era el caso de don Patricio, que había terminado su período como el primer presidente de la democracia tras la dictadura de Pinochet, con el que tuvo que lidiar porque se había reservado una tajada del poder. 

Lo había escuchado hablar en el entierro de Salvador Allende el 4 de septiembre de 1990, a la entrada del cementerio de La Recoleta, frente a una multitud compuesta mayormente por simpatizantes socialistas y comunistas que lo escuchaban con recelo, pero a los que supo llegar con sencillez y entereza. Adversario de la Unidad Popular en el poder, ahora había entrado en La Moneda gracias a la primera gran alianza entre los socialistas y la democracia cristiana, su partido, pero aún eran visibles aquellas heridas de entonces.

Sino arriesgara a una expresión del ingenio barato, diría que el nombre de Patricio le venía muy bien, porque fue uno de esos raros patricios de la democracia; y hablo sólo de aquellos a quienes he conocido, y por tanto, de cerca puedo apreciarlos y juzgarlos mejor, como a Ricardo Lagos, el otro presidente chileno, el primer socialista que volvió  a llegar a la Moneda después de Allende, muy patricio también.

Cuando me tocó tratar a don Patricio era el ex presidente sin custodia visible, ni ganas de tenerla, viviendo en su misma casa de toda la vida en Providencia, modesta, sin alardes, como puede ser la de un juez de instrucción o la de un profesor universitario, o la de un funcionario pensionado cualquiera.

Nos ofreció una cena una noche a los miembros de la comisión, entre cuyos miembros también estaba Carlos Fuentes,  y él y su esposa, doña Leonor, atendieron personalmente a los invitados, sin camareros de corbatín ni cocineros de gran bonete, ella yendo y viniendo de la cocina, él vertiendo el vino en las copas y alcanzando los platos de entremeses. Llevaba una vida hogareña que no era ninguna impostura, sino una manera de ser. Y me lo imagino en la cocina, ayudando a su mujer a secar los platos y las copas cuando nos habíamos ido.

Impostores he conocido, que fingían vivir con sencillez, y detrás de la casa simple, que era sólo una escenografía para los invitados incautos, se abría un pasadizo oculto hacia la mansión verdadera. Esos son los tartufos de la vida real.

Hablo de este aspecto de la vida de don Patricio, porque me parece nada despreciable, ahora que tantos juicios por corrupción se abren contra los que han gobernado, seducidos por el halago del dinero, y lo que el dinero trae consigo en lujos y excesos. La peor manera de engañar a los electores y traicionar la democracia. Unos van a la cárcel, otros se salvan de ella, pero lo que dejan es una huella de desconfianza en el sistema, que hoy amenaza con volverse indeleble.

Esa sencillez que alabo en él, es parte de la herencia que deja don Patricio. Claro, su herencia es más grande, como estadista y como hombre apegado a la democracia. Pero hay que añorar a los presidentes sin largas caravanas de vehículos que cierran el tráfico a su paso, sin murallas electrizadas tras las que se esconden, sin cuentas cifradas en los paraísos bancarios, y que un día regresan a vivir a su casa de siempre, como siempre.

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27 de abril de 2016
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Realidades increíbles

Venezuela  nos deja perplejos debido a sus complejidades sorprendentes. Y siempre buscamos la visión de conjunto, compuesta de diversas capas o niveles, que pueda contentar nuestro deseo de enterarnos, al enterarnos saber, y al saber entender. Nunca vamos a darnos por satisfechos con el conocimiento volátil, o superficial, sino con aquel que nos lleve a la comprensión entera.

El largo viaje inmóvil de Doménico Chiappe es un libro compuesto por una serie de crónicas escritas a lo largo de varios años, y que ofrece al lector esa visión provocadora e inquietante que que nos entera de lo que pasa en ese país que ha estado tan intensamente en las noticias cotidianas, desde el ascenso al poder del comandante Hugo Chávez hasta su muerte, y lo ha seguido estando mientras su proyecto mesiánico entra en el ocaso, en medio de una creciente debacle que roza el absurdo y el delirio.

Las crónicas de Doménico nos hacen descender al subterráneo de los acontecimientos, porque pasan revista de la realidad social diaria poniendo el foco en la vida de los individuos que, como actores del drama experimentan a diario la violencia en las calles, la represión policial, abierta y encubierta, la búsqueda desesperada de los artículos de sustento que se esfuman de los estantes.

En ese entramado relampaguean episodios de diversa catadura: la lucha a muerte de una mujer, entre asaltos a balazos, por defender el derecho a un apartamento concedido por la Misión Vivienda; misses coronadas en los concursos de belleza que se convierten en una industria nacional, partiendo de la cirugía estética; y un cantante de reggae muerto de un tiro en la cabeza, un boxeador en el manicomio enloquecido por las drogas, el galán de las telenovelas que termina en el asilo de menesterosos, los policías  mal pagados que tienen que montar negocios caseros, los frigoríficos de la morgue de Bello Monte, que es como el descenso a los infiernos.

Teodoro Petkoff, atrincherado primero en su periódico Tal Cual, resistiendo los embates del poder, y reo después de la venganza oficial con el país por cárcel; los vecinos que filman a escondidas detrás de las cortinas la represión contra los manifestantes en las calles; un diálogo de amas de casa sobre los productos que no hay en los comercios, dónde buscarlos, y cómo los intercambian entre sí, maneras en que se tejen las redes de supervivencia cotidiana. Son piezas que bien podrían ser partes de una novela polifónica. Voces sueltas, voces en coro, voces en contrapunto.

Y las crónicas del funeral de Chávez. Los puntos de vista para entrar en el comportamiento de la multitud desbordada son variados, y siempre penetrantes, y el cronista nos sitúa junto con él para que alcancemos una vista de cámara cinematográfica, unas veces metida dentro de la gente, otras desde lo alto, sostenida por una grúa; pero siempre estamos oyendo voces que son las que nos informan, y así mismo veremos de cerca las colas interminables de quienes buscan asomarse a la ventanilla del féretro expuesto en el Cuartel de la Montaña, y luego la procesión que parece no avanzar, la cauda de motociclistas procurando atajar camino para salir por delante de la cabeza del desfile.

El arte de contar ficciones presta hoy a la crónica sus procedimientos, sólo para que resulte más atractiva. Crónica y novela son hermanas gemelas.

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6 de abril de 2016
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Máquina y laberinto de cosas

La ruptura provocada por los escritores del boom tuvo como beneficiarios más inmediatos a quienes pertenecíamos a la generación inmediatamente posterior. Eran maneras de contar novedosas, que abrieron nuevas compuertas en la estructura narrativa y en las formas del lenguaje, un fenómeno que no se daba en la lengua castellana desde los tiempos del modernismo.

García Márquez enseñaba que la fábula que vivía en nuestra memoria era inagotable, y que se podían contar las mentiras más desproporcionadas con rostro imperturbable; pero la fuerza de su influencia convirtió a no pocos incautos en  imitadores sin remedio. Había que cuidarse mucho de aquella trampa mortal del realismo mágico, en la que se arriesgaba quedar atrapado.

Para Carlos Fuentes la novela era un sustituto de la historia pública, más allá del presupuesto de Alejandro Dumas de que la realidad es sólo el clavo donde se cuelga la novela; entraba en todos los resquicios de la historia, y podía suplantarla, de modo que la novela se leyera como si fuese la historia misma. Y de Cortázar aprendimos que la literatura era un mecano para armarse de las más disímiles maneras, el juego de brincar sobre los números trazados con tiza en las baldosas convertido en metafísico; y al final terminaba mostrando que en el fondo de su espíritu lúdico habitaba un poeta solitario.

Mario Vargas Llosa, el menor en edad de estos cuatro evangelistas que enseñaban la buena nueva de que una narrativa distinta y novedosa era posible, marcó de manera eficaz, y sin obviedades, las nuevas maneras de escribir. Su estilo, más de medio siglo después, sigue siendo el de un cronista de hechos.

Uno podía pasar por sus enseñanzas sin marcas y sin huellas, y la experiencia al abrir alguno de sus libros fundamentales de aquella época, empezando por La ciudad y los perros, era la de ingresar en un taller de escritura particular, un solo maestro y un solo alumno entregado al ejercicio de desmontar cada biela, cada resorte del mecanismo para darse cuenta de cómo estaba construido, y luego volverlo a armar. "Esa máquina de laberintos y cosas" de que habla Cervantes en El Quijote.

La experiencia de enfrentarse a un libro donde los acontecimientos se articulaban de manera simultánea perteneciendo a espacios y tiempos diferentes, nunca fue compleja para el lector novicio, como puede parecer, y se volvía atractiva por los misterios a desentrañar. ¿Quién era realmente el Jaguar, el cadete de la escuela Leoncio Prado? Lo sabríamos a su debido tiempo, como en las novelas policiacas; pero su identidad estaba allí desde antes, escondida en el acertijo.

Una carpintería minuciosa, de ajustes y ensamblajes precisos, que no era nunca arbitraria. El aprendiz sabía que la novela se presentaba como una propuesta matemática donde una de las reglas era la repetición ordenada de los procedimientos; una experiencia desusada, pero donde el escritor demostraba que ejercía la responsabilidad de sostener la estructura sin arbitrariedades.

Se trataba de un acertijo, claro, pero con reglas. Una nueva manera de escribir, y también una nueva manera participativa de leer, y que no teniendo antecedentes en la lengua, cautivó desde entonces no pocos lectores entre quienes buscaban ya no claves literarias, sino el goce mismo de vivir dentro de una novela.

El registro de la experiencia narrada precisamente como cotidiana, como si fuera la realidad, ni siquiera su espejo, con personajes del entorno contemporáneo del novelista que en La ciudad y los perros entran en escena robándose las pruebas de un examen escolar, el más común de los actos extraordinarios, para comenzar una novela de catadura juvenil.

Los personajes que encontraremos en La casa verde y en Conversación en la catedral, son soldados, patronas de burdeles, prostitutas, músicos, agentes de policía y periodistas gacetilleros, elevados a la categoría de héroes de novela, dramáticos y picarescos, que hacen emerger de ellos mismos la épica a su propia medida, y cuya suma total no formará nunca una épica superior para la historia, porque la historia termina siendo siempre la decepción y la frustración. 

Una literatura realista, que bien podría ser la de Flaubert, armada de otra manera que tampoco era la de Faulkner. Si el lector no encuentra marcas en su escritura, tampoco él las evidencia en cuanto a sus lecturas. La máquina de sus invenciones no dejó nunca de ser aleccionadora, y lo sigue siendo a través de un largo recorrido, que al llegar tan lejos, como ahora que celebramos sus ochenta años de vida, tampoco ha perdido nunca su energía juvenil.

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30 de marzo de 2016
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Príncipe de los cronistas

Solemos ignorar que el Rubén Darío cronista resulta más abundante que el Rubén Darío poeta: dos tercios de sus escritos fueron artículos de prensa. Debía enviar a La Nación cuatro piezas al mes, su "trabajo diario, preciso y fatal", y sólo esas crónicas suman más de seiscientas, además de las que aparecieron en tantos otros periódicos y revistas de América y de España.

Y no sólo fue abundante, sino novedoso. Innovador. Al fundar un nuevo lenguaje literario, funda también una nueva manera de relatar los hechos en la prensa, aproximándose a ellos con gracia y precisión, y convirtiendo la crónica en un género atractivo para miles de lectores.

Entre las últimas sobresalen las que escribió sobre la I Guerra Mundial, que estalló en julio de 1914, y el 25 de octubre de ese año, sumido en la pobreza, partió desde Barcelona hacia Nueva York, empeñado en una gira americana de conferencias a favor de la paz, que fue desde el principio un fracaso.

En febrero de 1915 enfermó gravemente de pulmonía y fue internado en el French Hospital, desde donde escribió Apuntaciones de hospital, que es ya una premonición de su cercana muerte: "y los momentos pasan suaves y animados, hasta hacerme olvidar donde me encuentro, y que he tenido a la Lívida, envuelta en su misterioso sudario blanco, sentada a mi cabecera".

Esa sería la final, que no fue publicada en La Nación sino en agosto de ese mismo año, cuando ya se encontraba en Guatemala, adonde había aceptado marcharse invitado por el siniestro dictador Manuel Estrada Cabrera, porque sin recursos no tenía manera de llegar hasta Argentina, como era su deseo. Y a los pocos meses, ya de vuelta en Nicaragua, murió en León el 6 de febrero de 1916.

Desaparecida la generación modernista de Rubén, la crónica se apagó como género literario, hasta que a mediados del siglo veinte otro cronista prodigioso, Gabriel García Márquez, la rescató, de nuevo con un lenguaje de invención propia en el que hay magia en el uso de las palabras, gracia e ironía, y, por supuesto, conocimiento a fondo de los temas, con precisión de detalles. Igual que en Rubén.

En este siglo veintiuno, cuando la crónica recupera el terreno que había perdido, para convertirse en un espejo lúcido de los hechos contemporáneos, y reivindica su dimensión literaria, no hay duda que el espacio múltiple que le abrió el modernismo dariano, capaz de penetrar en todos los escenarios de la vida diaria y explorarlos sin concesiones, vuelve a estar presente.

Como Rubén mismo lo dijo: "no mueren las ideas porque tengamos que escribir del hecho común, o que comentar el suceso de ayer, nacen las ideas por eso mismo".

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23 de marzo de 2016
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Lengua sin fronteras

Se celebra en Puerto Rico el VII Congreso Internacional de la Lengua, y al responder acerca de la utilidad de una convocatoria como esta, empiezo por decir que se trata de celebrar un idioma que hablan más de 400 millones de personas, dato que puede parecer un lugar común, pero del que no puedo prescindir.

El castellano, español, o castilla, como aún se dice en las lejanías rurales de Centroamérica, es la tercera lengua del mundo, tras el mandarín y el inglés, sin tomar en cuenta a aquellos que lo usan como segunda lengua, o lo hablan de manera insuficiente, con lo que este universo se abriría a 560 millones, según cálculos de los entendidos.

Con semejante envergadura no puede ser una lengua a la defensiva, en proceso de fragmentación, ya no digamos de extinción. Muta y se transforma, agresiva, y avanza cubriendo distancias; y además de eso, o por eso, es una lengua invasiva.

El inglés es una hermosa lengua literaria en el ámbito contemporáneo, sin duda, y podemos comprobarlo sin necesidad de alejar nuestra mirada del Caribe insular donde se alzan las  espléndidas voces de dos premios Nobel, Derek Walcott y V.S. Naipul.

Pero además domina las torres de control de los aeropuertos, y ahora la comunicación digital. Y la cultura que produce tecnología es la que designa por ley natural sus instrumentos y procedimientos. Así, el español abre sus valvas para recibir esas palabras ajenas y volverlas propias.

De esa misma cultura anglosajona recibimos también la avalancha de términos que tienen que ver con el insaciable mercado, con las modas y los espectáculos, el comer y el vestir,  la música de punta, la parafernalia del cine y la televisión, y demás artilugios enlatados, o descodificados, manufacturados en inglés.

Y es también, por su lado, una lengua invasiva que afecta y modifica al español con una fuerza que no puede ser ignorada; pero no la sustituye, ni menos la extingue. Es una lingua franca de los menesteres tecnológicos en el mundo, pero no lo es para nosotros ni en la literatura, ni en la calle, ni en la intimidad de los hogares, ni aún entre los más de 50 millones de hispanohablantes dentro de Estados Unidos.

Al hablar de la calidad expansiva del español me refiero al fenómeno de las migraciones hacia Estados Unidos, motivadas sobre todo por razones de marginación y de violencia, y que crean una resistencia xenofóbica que raya en la locura, sino recordemos el muro orwelliano, o soviético, que pretende levantar el señor Trump.

El español es una lengua que atraviesa fronteras bajo la necesidad. Es la necesidad la que somete a quienes emprenden el éxodo, expuestos a iniquidades, despojos, secuestros, y a la muerte, por asfixia, hacinados dentro de vagones de carga y furgones, por sed e insolación en la travesía del desierto. O asesinados. La lengua es también un pasajero clandestino del tren de la muerte que va de Tierra Blanca a Sonora.

En ningún otro momento como ahora el español ha estado sometido a tan amplios traspasos culturales, determinados por la globalización, y cada vez más es territorio de los jóvenes que dominan las cotas demográficas en proporciones nunca antes vistas, y que, además, son los que más emigran. Pero al atravesar  la frontera en busca del sueño americano,  ocurre un choque cultural, que es también un choque de lenguas, que nunca deja de ser creativo, y que termina en fusión.

¿Es el mismo español? Ya no. Pero no es cierto que a resultas de su encuentro con el inglés se haya corrompido o degradado. Términos que un día ofenden el oído, mezclas de vocablos, neologismos, terminan entrando indefectiblemente en las páginas del diccionario, porque la lengua no expresa sino la vida. Marqueta por mercado, grosería por grocery, tuna por atún, soques por calcetines, sopa por jabón, carpeta por alfombra, un día reclamarán carta de legitimidad.

Surgirán más expresiones, más palabras híbridas o neologismos desconcertantes. Pero tampoco el español del Río de la Plata fue nunca ya el mismo después de mezclarse con el italiano, lengua de inmigrantes, ni, mucho antes, el español peninsular siguió siendo el mismo después de tantos siglos de mezclarse con el árabe.

Esa lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, en la que escribo, se halla en continuo movimiento y me lleva consigo de una a otra frontera, de uno a otro territorio, reales o verbales.

Una lengua que es capaz de ser siempre otra siendo siempre la misma.

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16 de marzo de 2016
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No es no

Evo Morales no es de ninguna manera el malo de la película. Pese a su tendencia autoritaria, ha gobernado con buen suceso un país de tradición caótica, signado por golpes de estado, dictaduras militares y repetidos periodos de inestabilidad; y los resultados de su gestión económica y social son notables en cuanto a la disminución de la pobreza y el manejo de las finanzas públicas, reivindicando, además, la soberanía de los recursos naturales del país.

El problema es que después de tantos años de gobernar sin adversarios capaces de desafiar su liderazgo, quiso reelegirse otra vez; pero al someterlo a un referéndum, la mayoría ha respondido que no. Una pregunta hecha sin trampas, hay que decirlo en su abono, porque los votos del no y del sí fueron contados de manera transparente, aun siendo la diferencia ajustada.

Los resultados del referéndum prueban que el viejo fantasma del fraude está volviendo a su sarcófago en América Latina, como antes en las elecciones argentinas que perdió el candidato la señora Kirchner, o como en las elecciones legislativas en Venezuela, donde el chavismo fue derrotado de manera abrumadora.

El presidente Correa del Ecuador, ha anunciado que no se presentará más como candidato, lo cual lo quita, dichosamente, de la lista de quienes pretenden quedarse para siempre sentados en la silla presidencial; así se devuelve la normalidad al ejercicio democrático, que pasa necesariamente por la alternabilidad. Y esa normalidad se reafirmará mejor cuando gane la oposición; en Ecuador, en Bolivia, en cualquier parte.

Una de las maneras de tomar la medida de estadista a un gobernante es fijarse bien cómo se comporta frente a la derrota. Lo peor es cuando no la acepta del todo, y recurre a falsear los resultados, o simplemente a desconocerlos, secuestrando o mandando quemar las urnas, como en el pasado no tan lejano. Pero también hay que fijarse en cómo justifica la derrota.

Que Evo diga que ha perdido la batalla pero no la guerra, es una respuesta lógica. Su partido oficial, el MAS, sigue siendo mayoritario y lleva ventaja frente a una oposición todavía dispersa y debilitada, y con un candidato joven bien puede ganar en las elecciones presidenciales de 2019, tomando ventaja del apoyo popular que los programas de gobierno tienen. El voto adverso del referéndum ha sido contra la reelección, para cerrar las puertas, con buen juicio, a la pretensión  de un caudillo en ciernes que buscaría siempre las maneras de quedarse uno y otro período.

Pero también afirma que perdió el referéndum por causa de una "guerra sucia", provocada por la derecha, y "de una conspiración externa e interna", en la que no falta la mano del imperialismo, repitiendo lo que pocos días ante se había adelantado a expresar el presidente Maduro, quien atribuye la derrota legislativa de su partido a las mismas causas, cerrando los ojos frente a la debacle provocada en Venezuela por la corrupción y su ineptitud.

Son respuestas que no corresponden a un estadista, y al fin y al cabo irrespetan al electorado. La mayoría de quienes votaron no, está lejos de hallarse compuesta por oligarcas, millonarios y burgueses reaccionarios, numéricamente una minoría; entre los votantes que negaron a Evo la posibilidad de reelegirse hay, necesariamente, gente de clase media, empleados públicos, y también proletarios, campesinos, y, por supuesto, indígenas. Muchos son beneficiarios de los programas sociales del gobierno, pero no por eso traidores.

También atribuya su derrota a un "resurgimiento del racismo". ¿Las etnias quechuas y aimaras, que forman la mayoría de la población boliviana, racistas contra ellas mismos? Si algo ha conseguido el país en estos años es que la población indígena se sienta protagonista de la historia, y vuelva por su dignidad sojuzgada.

"Vamos a evaluar los mensajes de las redes sociales, donde las personas no se identifican y hacen daño a Bolivia", ha dicho también Evo, y que "las redes sociales son como si todo se fuese por la alcantarilla"; en esto último no deja de tener razón, algo sobre lo que Umberto Eco llegó a filosofar.

Pero amenazar con una revisión del espacio de las redes sociales, culpándolas de ser parte de la conspiración de la derrota, es ir en contra de la libertad de expresión. Desde ellas se promueve un constante debate de ideas, se contrastan opiniones y se conocen asuntos que el poder quiere mantener ocultos, y que de otra manera no surgirían a la luz. Forman el gran espacio de libertad de nuestro tiempo.

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2 de marzo de 2016
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El Boomeran(g)
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