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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Una lección de cine latinoamericano

Me ha tocado ser jurado del Festival Internacional de Cine de Biarritz, que llega a sus veinticinco años de existencia como la más importante de las convocatorias europeas dedicadas a mostrar películas latinoamericanas. Pero además de la delicia obligada de verme diez filmes día tras día, esta ha sido una semana inolvidable en muchos sentidos. El público desbordó  las salas de cine, donde también se han presentado cortometrajes y documentales, la primera de ellas la tradicional Gare du Midi, lo mismo que se volcó a las presentaciones literarias, los conciertos musicales, las mesas de libros en español y traducidos al francés. Latinoamérica reinando en las calles.

Lo primero que queda a la vista es que el cine latinoamericano vive en el siglo veintiuno una etapa de pleno desarrollo, como se prueba también en otros festivales de competencia mundial, Cannes o San Sebastián. Es un cine maduro, imaginativo, técnicamente impecable, que domina todos los recursos; y lo más notable viene a ser la juventud de los realizadores.

El premio "El abrazo", establecido para la mejor película, lo hemos concedido a La ciudad donde envejezco, el primer largometraje de la brasileña Marília Rocha, donde cuenta la historia de dos jóvenes amigas de infancia, que emigran una tras otra desde Portugal a Bello Horizonte. Es un relato de equilibrada delicadeza, que nos acerca a la soledad y el extrañamiento que trae consigo la emigración; un drama íntimo compartido por Francisca y Teresa, los dos personajes que se enfrentan a la trepidante vida urbana de una ciudad que no deja nunca de serles ajena.

Aquarius, del también brasileño Klever Mendoza, ganó el Premio del Jurado, y su protagonista principal, Sonia Braga, el de mejor actriz. Esta es una película que transforma un asunto público, cotidiano hoy en América Latina, el de la corrupción ligada al negocio inmobiliario, en una historia personal que a su vez se convierte en una obra de arte.  Clara, la heroína, lucha por no ser desalojada del apartamento familiar donde se ha quedado sola, ya viuda, resistiendo contra los trucos y embates sucios de los empresarios que son ya dueños del resto del edificio.

Sonia Braga, a sus más de sesenta años, nos seduce con su siempre vivo talento dramático, dueña a cada paso de la pantalla tal como la vimos hace tantos años en Doña Flor y sus maridos, o en El beso de la mujer araña, sacando provecho a su madurez y a su belleza que no da muestras de apagarse.

Y el premio al mejor actor fue otorgado al chileno Alejandro Sieveking, protagonista de la hermosa película argentina El invierno, dirigida por Emiliano Torres, premio de la crítica. Curtido en mil batallas en el teatro y en el cine, Sieveking es el viejo capataz en un lejano fundo de la Patagonia donde se crían y esquilan ovejas, despedido por razón de su vejez. Empezará entonces la lucha sorda entre él y su joven sucesor, en un escenario donde imperan es la soledad, el frío y la nieve, pero sobre todo la belleza imponente de la cordillera de Los Andes.      

Entre otras películas notables que vi en la muestra, hay que mencionar El Amparo, una producción de Colombia y Venezuela dirigida por Rober Calzadilla, que ganó el premio del público.  Cuenta la historia de un grupo de humildes pescadores de un pueblo fronterizo, asesinados por el ejército de Venezuela a finales de los años ochenta, acusados de pertenecer a la guerrilla colombiana. Los dos únicos sobrevivientes se enfrentan al poder que quiere silenciarlos. Este hecho, conocido como "la masacre de El Amparo", que llenó las páginas delos diarios y los telenoticieros, nunca fue resuelto y pasó al olvido.

Un arte duro. La película ganadora,  La ciudad donde envejezco, tuvo que detenerse en su etapa de post-producción por falta de financiamiento, y es por eso mismo que la persistencia de estos jóvenes realizadores es ejemplar.

Luchan por encontrar productores, apoyos estatales que son pobres o no existen, por convencer a las trasnacionales de distribución para poder llegar a las salas de cine, por tener cabida en la televisión abierta y por cable, y en Netflix y HBO. Por eso es que festivales como este de Biarritz son verdaderas ventanas al mundo, que les abren posibilidades.

Las más de veinte horas que me he pasado sentado en la butaca en la oscuridad, me han abierto también una ventana a este cine esplendente, que me recuerda que la invención vale la pena.

 

 

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5 de octubre de 2016
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Los hilos de la memoria

Hace algunos días participé en la presentación del libro de memorias Banderas y harapos de la periodista Gabriela Selser, y empiezo por contar su historia singular. Su padre, Gregorio Selser, se volvería para mi generación un personaje mítico. Entre los libros clandestinos que un adolescente se imponía leer en la Nicaragua de los Somoza, el que más marcó mi vida fue Sandino, General de hombres libres, escrito por él en Argentina, y así mismo El pequeño ejército loco, nombre que Gabriela Mistral había dado al puñado de campesinos y artesanos que luchaba contra la intervención armada de los Estados Unidos.

Triunfó la revolución en 1979, y las dos hijas de Selser, Irene y Gabriela, se vinieron desde México, donde la familia vivía su exilio tras el golpe militar que encabezó Videla, para meterse de cabeza en el turbión de la revolución que arrastraba a gente de todo el mundo.

En su libro, Gabriela acude a la cauda de sus recuerdos de alfabetizadora adolescente primero, y de periodista juvenil después, corresponsal de guerra del diario Barricada durante siete años. Quiso ser parte de aquella novedad incandescente desde el día mismo de bajarse del avión, testigo privilegiado en adelante de los dramáticos acontecimientos que sacudirían a Nicaragua a lo largo de toda una década que asombró al mundo. Ahora, estamos en el presente despiadado. Las banderas de la revolución se volvieron harapos.

Las presentaciones de libros en Nicaragua son por lo general ceremonias modestas, pero esa noche no cabía el público. Algo extraño vibraba en el aire, como si el espíritu de aquellos tiempos de agonía y esperanza bajara sobre las cabezas de los que habían sido parte de la hazaña, y estaban allí.

Y jóvenes, que habían oído hablar de aquellos tiempos y también estaban allí. En un país donde la inmensa mayoría tiene menos de treinta años, la memoria de los hechos sigue enterrada para las nuevas generaciones, o ha sido adulterada. El olvido y el engaño se han impuesto desde arriba.

Muchos de los presentes habían alfabetizado a los campesinos en lo profundo de las montañas, y lo supe porque al preguntar quienes habían participado en la cruzada, más de la mitad de los presentes levantaron la mano. Y estaban, ya ancianos, el padre y la madre adoptivos de Gabriela, llegados de Waslala, un poblado en la ruta hacia la costa del Caribe. Los alfabetizadores, jóvenes y adolescentes de todas las clases sociales, quedaron llamando mamá y papá a quienes los habían acogido en sus hogares.

Y también estaba el hermano adoptivo de Gabriela que tomó la palabra para decir que ella le había enseñado a leer y a escribir y ahora era ingeniero agrónomo. Era como estar volviendo a un sueño tejido por miles de manos juveniles, el sueño de la solidaridad que desterraba el egoísmo. El sueño cuyos hilos terminaron por romperse para quedar en una red llena de huecos por los que se cuelan otra vez los fantasmas del pasado que aquellos muchachos de entonces habían querido desterrar.

Uno tras otro, quienes intervinieron al final de la presentación, hablaron de la urgencia de rescatar la memoria de aquella década. Los que alfabetizaron, los que recogieron cosechas, los que fueron a la guerra. No dejar que el olvido se coma la vida, no dejar que la historia oficial suplante, con sus excesos, sus mentiras, sus falsificaciones, lo que cada uno vivió. Sumar libros de memorias, escribir la historia entre todos, así como la revolución se hizo entre todos. No dejarse robar la vida vivida, ni la historia, que es vivencia.

Uno de los asistentes dijo que no se había hecho nunca un inventario de los jóvenes caídos en combate, y citó una cifra, serían 23 mil. ¿Y los que cayeron del otro lado, los de la contra, en su mayoría campesinos, cuántos fueron? Quizás otro tanto, quizás más. De ellos hay que hacer también un inventario. Para recordar se necesita nombrar a unos y otros. No sólo enlistar sus nombres, recoger también sus datos biográficos, familiares.

Alguien perdió a alguien. Las heridas siguen abiertas, y para sanarlas son necesarias las palabras. Una historia completa, como un mosaico, en la que cada quien ponga de por medio su historia leal, y real,  la historia de la propia vida.

No hay otra manera de contar la Historia con mayúscula, que a través de las historias con minúsculas. El relato de cada universo personal, que venga a ser el universo compartido, años y desilusiones después.

 

 

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21 de septiembre de 2016
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Managua, Nicaragua is a beautiful town

Pasada ya la frontera del siglo de vida, ha muerto en Manhattan el compositor Irving Field, autor de la música de Managua, Nicaragua...una de las canciones más pegajosas y celebradas de los años cuarenta del siglo pasado, que según el inolvidable musicólogo Francisco Gutiérrez (Pancho Mambo), fue originalmente un swing, para irse convirtiendo después en boogie, o en fox-trot, dependiendo de las numerosas orquestas que llegaron a interpretarla en aquella época, la de la Segunda Guerra Mundial: desde Guy Lombardo y los Royal Canadians, a la de Freddy Martin.

Su versatilidad musical permitió a la canción pasar por diversos géneros y ritmos, hasta llegar a los tropicales, como el calipso, el porro, la salsa, y el cha-cha-cha, según la adaptación de Tito Puente. Todo un fenómeno de popularidad que llevó a Managua, Nicaragua, a ser parte del acompañamiento musical de la película El tercer hombre, dirigida por Carol Reed y escrita por Graham Greene, y donde el actor estelar es Orson Welles.

Field, que se ganó siempre la vida como pianista de cafés, no estuvo nunca en Nicaragua, y es parte de su leyenda haber hecho famoso a un país que nunca conoció, aunque fue invitado en repetidas ocasiones a venir; como tampoco estuvo nunca el autor de la letra, Albert Gamse, neoyorkino también.

A Field le sonaron alegremente en el oído las palabras Managua Nicaragua, que convirtió en un sonsonete. Y ya con la letra de Gamse, resultó ese segundo  himno nacional bastardo con el que hemos cargado a lo largo de las décadas. Comienza nada menos que con una lección escolar declamada: ¿Podría por favor abrir su geografía? Vayamos a la página 123. Entre el Caribe y la costa del Pacífico,  encontrará una ciudad de... amor...

Y luego se desata la musiquita: Managua, Nicaragua is a beautiful town/ you buy an hacienda for a few pesos down/ you give it to the lady you are tryin' to win/ but her papa doesn't let you come in...Si quieren una traducción libre de esa primera estrofa, aquí hay una: Managua Nicaragua es un lindo pueblito/te compras una hacienda por unos pesitos/ se la das de regalo a la que quieres conquistar/ pero su papá no te dejará entrar...

Le letra, escrita a la vista de tarjetas postales, no se distingue por tener momentos felices: Managua Nicaragua es un lugar celestial/ Le pides a una señorita que se deja abrazar/ pero ella te contesta "Caramba escramba bambarito/que en Managua Nicaragua un no significa...

La idea de Gamse, y no hay que culparlo sólo a él por eso, es la que dominaba entonces respecto a las repúblicas bananeras, parte del "mundo libre" donde reinaban las dictaduras militares, como la de Somoza, y abundaban los golpes de estado. Pintoresca felicidad a la fuerza. Cuando Managua, Nicaragua alcanza la cabeza del hit parade en la revista Billoboard en 1947, Somoza acababa de derrocar impúdicamente al presidente Leonardo Argüello tras apenas menos de un mes de haber tomado posesión.

Managua Nicaragua qué lugar maravilloso/ hay café y bananos y un gran calor...Cada día está hecho para jugar y gozar/porque cada día es de fiesta/allá trabajan de las doce a la una, descontando una hora para la siesta... País dichoso de eternas siestas bajo las palmeras Nicaragua, donde, cuando los ociosos haraganes despiertan, se dedican a cantar a coro olé, olé, olé, según las excelencias de la letra de la canción, como verdaderos madrileños en la plaza de toros.

La letra en español que escribió después el puertorriqueño Pepe Arvelo no se queda atrás: Managua Nicaragua donde yo me enamoré/ tenía mi vaquita y mi burrito y mi buey/ todito lo tenía mi cariño también/ y por supuesto mi mujer también...La vaquita, el burrito, y el buey son claves de la felicidad tropical y despreocupada, aquella que ya anunciaba Gamse en inglés. Y la mujer va por último en la lista de las querencias, detrás de los animales.

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14 de septiembre de 2016
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El final del túnel

Gracias a Gabriel García Márquez en Colombia las exageraciones se volvieron normales, y por eso no sorprende decir que el país ha vivido una guerra continuada que supera el medio siglo. Si lo pusiéramos en los propios términos gabeanos, sería las guerra de los veinte mil días; y el coronel Aureliano Buendía, que peleó en una más modesta que la historia patria llamada de los mil días, hubiera visto la duración de esta otra con desmedido asombro, igual que el número de víctimas que ha dejado, 260.000 vidas humanas sacrificadas.

No es una guerra sólo entre dos bandos, liberales y conservadores, como la del coronel Aureliano Buendía, sino toda una maraña de escenarios y actores, en la que a lo largo de las décadas han entrado y salido, liberales y conservadores, claro que sí, y ejércitos guerrilleros, unos marxistas ortodoxos, como los de las FARC que ahora va a desarmarse, y otros heterodoxos, y paramilitares y narcotraficantes, en lucha contra las fuerzas militares de un estado que no pocas veces resultó desdibujado y llegó a perder el control de vastas zonas rurales.

En visitas recientes que por motivos de mi oficio literario he hecho a Cali y Bucaramanga, el asunto de los acuerdos de paz no ha faltado en las conversaciones, en los debates, y en las entrevistas de prensa, y lo primero que he dicho a todos es que si yo fuera colombiano votaría por el sí.

Tomé como referencia mi propia experiencia respecto a los acuerdos que pusieron a fin a las guerras que tantas muertes, daños y sufrimientos causaron en la década de los ochenta en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, muertos, desaparecidos, mutilados, desplazados; guerras que de diversas maneras envolvieron también a Honduras y Costa Rica.

Aquellos conflictos fueron solucionados en base a los acuerdos de Esquipulas, firmados por los presidentes centroamericanos, pero aunque cada uno tuvo su propia dinámica y fecha de conclusión, los compromisos alcanzados fueron similares en cuanto a sus bases, e incluían el desarme de las fuerzas insurgentes, su incorporación a la vida civil, y el derecho a organizarse como partidos políticos. Es lo mismo que, con sus propias particularidades, habrá de ocurrir en Colombia: cambiar las balas por los votos.

Quienes antes reclamaban con las armas por cambios estructurales y reivindicaciones sociales y políticas, hoy pueden hacerlo aún desde el gobierno, como en el caso del FMLN de El Salvador, que ha alcanzado ya dos veces la presidencia de la república.

Y la paz se logró en Centroamérica porque no había solución militar al conflicto. Las fuerzas insurgentes, de derecha e izquierda, no podían ser derrotadas por las armas, y como no se trataba de una rendición en la que el vencedor impone sus términos, en la mesa de negociaciones las partes tuvieron que hacer concesiones mutuas.

Más compleja la guerra colombiana que la centroamericana, porque el narcotráfico no había aún metido sus garras tan a fondo en la región como ahora, y por tanto no llegó a financiar ni armar bandos, ni a involucrarlos en el negocio de la coca. En ese caso, la solución se habría complicado hasta extremos impredecibles.

Lo que más se discute en Colombia es el asunto de la impunidad, quiénes pagarán por los delitos cometidos durante la guerra, y quienes no. Sin embargo, los acuerdos no dejan de lado la impunidad total. Establecen un sistema de justicia transicional con penas diferenciadas para delitos confesados y no confesados, y excluye los crímenes de lesa humanidad que son referidos al Estatuto de Roma, es decir, serán juzgados por la Corte Penal Internacional de La Haya.

Un avance, porque al alcanzarse la paz en Centroamérica, la responsabilidad por los crímenes nunca quedó explícita en los acuerdos, ni tampoco se tomó en cuenta a las víctimas ni a sus deudos, como sí ha ocurrido durante el proceso de negociaciones en Colombia. 

Héctor Abad Faciolince, mi amigo escritor que tiene toda la autoridad moral del mundo para hablar de este tema porque su padre, el doctor Héctor Abad Gómez, defensor de los derechos humanos, fue asesinado por paramilitares en 1987 en una calle de Medellín, de donde resultó un libro ejemplar, El olvido que seremos, ha escrito en un reciente artículo que termina con una frase lapidaria:

"La paz no se hace para que haya una justicia plena y completa. La paz se hace para olvidar el dolor pasado, para disminuir el dolor presente y para prevenir el dolor futuro".

Él votará por el sí.

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7 de septiembre de 2016
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Ya vimos esa película

La periodista Sylvia Colombo de la Folha de Sao Pablo, me pregunta en una entrevista en relación a  Nicaragua, si estoy de acuerdo con la reelección indefinida. Por supuesto que no. Una reelección es democrática en un régimen democrático, pero la reelección indefinida nunca es democrática. Daniel Ortega ha sido el único candidato de su partido desde 1984, o sea a lo largo de más de 30 años, y con este nuevo periodo que va a ganar en noviembre, porque ya está decidido de antemano que va a ganar, habrá estado en la presidencia por 25 años. Y no es que en 2021, dentro de cinco años, no vaya a presentarse otra vez como candidato.

Los verdaderos partidos de la oposición han sido eliminados por sentencia de la Corte Suprema, que le es fiel políticamente, y la oposición parlamentaria ha sido expulsada de la Asamblea Nacional por orden del Consejo Supremo Electoral, sometido también a él de manera incondicional. No queda un solo poder del estado que no esté alineado ni institución pública independiente.

Los observadores internacionales para estas elecciones han sido rechazados bajo el calificativo presidencial de "sinvergüenzas". En estas listas de indeseables queda la Organización de Estados Americanos, la Unión Europea, y el Centro Carter de Estados Unidos.

No se trata de un capricho, ni de un desplante.  En el fondo lo que se rechaza son las elecciones mismas. Ortega no cree en la democracia representativa, cree en el partido único, como lo ha dicho públicamente no una vez, una de esas en una larga entrevista para la televisión oficial de Cuba.

De modo que para él las elecciones son un mal necesario, y por eso no les quiere dar relevancia, mientras no sean hechas desaparecer del todo en la Constitución. Las quiere lo más parecido a las viejas elecciones de Europa Oriental, donde la oposición queda reducida a un porcentaje mínimo que sólo representa a los desadaptados sociales.

La institucionalidad funcionaba a medias en Nicaragua, pero hoy ha dejado de funcionar del todo por una serie de medidas que aún tienen perplejos a los expertos políticos que no se atrevían a decidirse si esta era una democracia limitada, un gobierno autoritario, o simplemente una dictadura. Hoy queda claro ante el más benévolo de esos analistas, que se trata de un régimen camino del partido único, a la usanza más obsoleta, fruto de la nostalgia trasnochada por los desaparecidos sistemas del llamado socialismo real que se hundieron con la caída del muro de Berlín.

Y al mismo tiempo, es una autocracia familiar como las que hemos conocido en el pasado en América Latina y claro está, en carne propia en la misma Nicaragua, regímenes que vuelven siempre a resucitar. Para que no queden dudas, Ortega ha escogido a su propia esposa, Rosario Murillo, como candidata a la vicepresidencia. La siempre oportuna Corte Suprema ya había dictaminado desde antes que el parentesco entre esposos no es ningún impedimento constitucional. La alternabilidad en el poder, las elecciones libres, las libertades democráticas, escritas en la Constitución, han desaparecido de la vida real. Vivimos en un país virtual.

La oposición real y creíble ha quedado eliminada. Han sido inscritos para las elecciones 17 partidos políticos pero todos son de membrete, como los que existían en los países de Europa Oriental en tiempos soviéticos. A los candidatos a presidente que competirán con Ortega nadie los conoce porque han sido sacados de la manga. En Nicaragua estos candidatos a presidente, y a diputados, son llamados "zancudos" porque solo buscan chupar la sangre del presupuesto, ya que ganan prebendas para prestarse al juego, entre ellas las codiciadas curules.

El régimen se había válido hasta ahora de su alianza con la empresa privada, que aprendió a no temer al discurso virulento de Ortega en contra del imperialismo yanqui, el capitalismo y la oligarquía vendepatria. La regla de oro de esta relación era que los asuntos políticos quedaban excluidos de las agendas económicas. Hoy está alianza empieza a mostrar sus fracturas cuando las cámaras empresariales protestan por las medidas arbitrarias que quitan la representación parlamentaria a la oposición, y eliminan de la contienda electoral a los partidos independientes.

El justo temor de los empresarios es que el clima de estabilidad económica conseguido hasta ahora se deteriore, y que las inversiones extranjeras resulten ahuyentadas, lo mismo que la cooperación financiera internacional, que es clave. Hasta ahora ha existido un clima de negocios favorable, con moderadas tasas de crecimiento y baja tasa inflación,  con la inapreciable ayuda de las remesas de los emigrantes, cuyo monto sigue creciendo.

El gobierno  ha repartido dádivas gracias al dinero del petróleo venezolano, que ya se agotó, pero la estructura desigual no cambia. El número de pobres no ha disminuido, más del 40% de la población vive como menos de dos dólares al día, y más del 70% depende de un trabajo informal.

Y según las revista especializadas, Nicaragua es el país centroamericano donde el número de millonarios ha crecido más en los últimos años. Es un raro socialismo este, donde el número de pobres no disminuye y crece el número de millonarios salidos de la nada.

Qué porcentaje de la población respalda realmente a Ortega sigue siendo un misterio sin descifrar, porque las encuestas que buscan complacerlo no son confiables. Hay encuestas de encuestas. Una reciente de Borge y Asociados, los únicos que acertaron en que los sandinistas perderíamos las elecciones de 1990, muestran a Ortega con un 40% de respaldo. Es alto, pero lejos de la cuasi unanimidad que él pretende.

De todas maneras, las elecciones del mes de noviembre tendrán un candidato único, y ya hay un ganador de antemano que pretende sacar más del noventa por ciento de los votos, y dominar la Asamblea Nacional sin ninguna clase de voces disidentes. Una Asamblea que votará a mano alzada.

Ya hemos visto esa película. Y ya sabemos cómo termina.

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31 de agosto de 2016
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La muchacha y el jaguar

La revolución que triunfó en Nicaragua en 1979 fue la última del siglo veinte en América Latina. Y fue, también, una revolución corta, de apenas una década, que tuvo la singularidad de terminar en 1990 con unas elecciones que sacaron al Frente Sandinista del poder conquistado con las armas.
Durante esos diez años Nicaragua fue una vitrina, y un espejo. Una vitrina porque muchos querían observar los pasos de una revolución que se proclamaba distinta desde el comienzo. Y un espejo porque el rostro de aquella revolución principiante podía ser en el futuro el rostro de otras revoluciones novedosas en el continente.
Jamás ningún otro hecho histórico, desde la guerra civil española, atrajo tanto la presencia de intelectuales, artistas y escritores, porque el desmesurado enfrentamiento entre Estados Unidos y Nicaragua recordaba la lucha de Goliat contra David, y querían ver con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo.
Por Nicaragua pasaron, entre tantos, cuatro premios Nobel de Literatura, Günther Grass, Harold Pinter, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa; algunos que debieron serlo, como Graham Greene, William Styron, Julio Cortázar y Carlos Fuentes; y otro que podrán llegar a serlo, como Salman Rushdie.
Venían a ver un modelo que debía convivir, entre contradicciones, sobresaltos y concesiones, con una realidad que no se amoldaba fácilmente a un implante de esquemas ideológicos, y que debía responder a los rigores impuestos por la guerra, a las penurias económicas, y al entorno internacional; es decir, responder a las necesidades de la propia supervivencia.
Salman Rushdie, que vino en 1986, expresó la gran pregunta alrededor del destino de la revolución en un epígrafe anónimo de su libro La sonrisa del jaguar, resultado de ese viaje: Había una muchacha nicaragüense/que cabalgaba sonriendo a lomo de un jaguar./Volvieron del paseo/la muchacha dentro/ y la sonrisa en el rostro del jaguar. El jaguar podía terminar devorando a la muchacha y quedarse con su sonrisa, ése era el gran riesgo, y la gran pregunta.
Cuando Carlos Fuentes vino por segunda vez en enero de 1988, casi al borde del desenlace de la guerra de los contras, acompañado de William Styron, y cuando se daban más intensamente las últimas negociaciones de paz entre los presidentes centroamericanos, ya firmados los acuerdos de Esquipulas el año anterior.
El periodista Stephen Talbot recuerda en un reportaje de la revista Mother Jones esa visita de los dos novelistas amigos. En una de esas conversaciones acerca de las posibilidades que tenía la contra de derrotar a los sandinistas Tomás Borge "dijo decididamente que algo así era imposible porque los contras van a contrapelo de la historia". Fuentes interrumpió para preguntar: "¿Y cuál fue la experiencia de Guatemala en 1954 y de Chile en 1973? ¿No se demostró que la izquierda puede ser derrotada?". "No", respondió Borge, cortante. "Ellos no armaron al pueblo, por eso perdieron".
Después, recuerda Talbot, "Borge dijo que su opinión personal era que ningún partido de oposición podía llegar a ganar a los sandinistas en las urnas. "Ahora no", asintió Fuentes, "pero en el futuro, ¿por qué no?". "Sólo si son antiimperialistas y revolucionarios", proclamó Borge, "si un partido reaccionario ganara, yo dejaría de creer en las leyes del desarrollo político". "Yo no estaría tan seguro de estas leyes", advirtió Fuentes. A veces, los novelistas se vuelven profetas de la historia.
Günter Grass vino en mayo de 1982, acompañado del escritor Johanno Strasser. Su pregunta era la misma de Salman Rushdie: ¿Empezaría la revolución a devorar a sus propios hijos? ¿Se comería el tigre a la muchacha? Lo escribió en su reportaje El patio trasero, publicado a su regreso a Alemania.
Me asombro de estar hablando de acontecimientos tan lejanos, cuando siento que aún puedo tocarlos, ver a Vargas Llosa en mi despacho de la Casa de Gobierno grabando frente a la cámara las entradas de la entrevista que acababa de hacerme para su programa La torre de Babel que se pasaba en Lima por Panamericana de Televisión.
La historia que se escribe ahora ya nadie viene a verla. Todo el encanto de entonces se hizo humo. En aquellos tiempos de esplendor, Noam Chomsky daba cursos en la Universidad Centroamericana en Managua, Joan Baez cantaba en el Teatro Nacional, uno podía toparse en las calles con Allan Ginsberg o con Lawrence Ferlinghetti, dos de los grandes poetas de la generación beat. O ver a García Márquez leyendo en una plaza ante miles.
Ahora ya sólo queda el jaguar que se pasea con la muchacha dentro de la barriga.

 

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27 de julio de 2016
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La edad de la inocencia

El mediodía del 20 de julio de 1979 las columnas guerrilleras entraron a la Plaza de la República en Managua, bautizada como Plaza de la Revolución. En un formidable desorden, los combatientes llegaban a pie, en camiones militares, en autobuses requisados, subidos sobre el lomo de las decrépitas tanquetas arrebatadas a las tropas de la dictadura, y se revolvían con la multitud que estaba allí esperándolos para celebrar con ellos la gran fiesta de sus vidas. El último Somoza se llevó al destierro las osamentas de su padre y de su hermano, y se había esfumado la Guardia Nacional, los últimos soldados que quedaban en los cuarteles dejando en reguero sus uniformes, cananas, cantimploras y fusiles.

Los miembros de la Junta de Gobierno entramos a la plaza subidos a un camión de bomberos que dejaba oír su sirena, mientras los guerrilleros disparaban al aire ráfagas nutridas de sus fusiles, como si los tiros que habían sobrado quisieran ser agotados de una vez, y sonaban las campanas rotas de la vieja catedral desquebrajada por el terremoto de 1972, lágrimas que bañaban los rostros y risas como resplandores en los rostros bañados en lágrimas, racimos de gente subida en los árboles, en las cornisas y en las torres de la catedral, en las azoteas del Palacio Nacional.

Y yo lo que recordaba mientras avanzábamos entre el mar de cabezas era el silencio de minutos antes, cuando el camión de bomberos rodaba lentamente por las calles desiertas desde la carretera sur, un silencio sobrenatural bajo el distante cielo luminoso, como si el mundo se hubiera vaciado para siempre de ruidos, y de aire, porque las hojas de los laureles de la india donde revoloteaban los zanates clarineros, y los mangos de espeso verdor en las veredas no se movían, vacías las casas con las puertas abiertas como ante una huida repentina, la huida de todo el mundo hacia la plaza.

Al final de la celebración entramos en el Palacio Nacional, y entonces me encontré en el vestíbulo con Regis Debray, en traje de safari de un color kaki desvaído, las aureolas de sudor bajo las axilas. Sonriente, se atizó el bigote abundante, ya para decirme algo. Pero yo me adelanté. Recordaba un artículo suyo de hacía pocos meses, no recuerdo si en Le Monde, afirmando que las revoluciones armadas ya no eran posibles.

─¿Has visto? ─le dije─. Se pudo.

Después escribió que la característica más notable de los jefes guerrilleros era su flacura, contrario a la gordura soez de los somocistas derrocados. Flacos por los rigores de la guerra, las penurias de los combates cotidianos, las marchas forzadas, y a pesar de los desvelos, dormir parecería de ahora en adelante un pecado capital, sólo en la vigilia uno no se perdía nada de lo que ocurría, demasiados sucesos como para que la mente pudiera asentarlos, y se quedaban al fin y al cabo en sensaciones, en ansiedad, en deseo, en una visión de futuro que de tan múltiple no podía sino quitar el sueño.

Y los protagonistas de la revolución eran, además, muy jóvenes. La liberación de León sólo se había resuelto tras rudos combates, calle por calle, bajo el bombardeo de los aviones, y en medio del incendio de manzanas enteras; y Dora María Téllez, que sólo tenía veintidós años, al mando de una tropa de adolescentes había hecho huir al General Gonzalo Everstz, el temible Vulcano, protegido entre niños y mujeres que tomó de rehenes; y ni siquiera veinticinco años tenía el Comandante Francisco Rivera (El Zorro), el héroe de la liberación de Estelí.

En una foto de ese día, que alguien tomó al azar, yo aparezco abrazado a varios guerrilleros, entre ellos el comandante Elías Noguera, con su sombrero de ranger al sesgo sobre los rizos oscuros, el barbiquejo amarrado a la barbilla; y sumada al grupo, sonriente, también abrazada a nosotros, está una mujer del pueblo, el pelo abundante revuelto en greñas, en su blusa una escarapela improvisada, dos trozos de tela arrancados quién sabe de qué vestidos viejos y cosidos para formar la bandera que Sandino había levantado por primera vez en las montañas de las Segovias al empezar su guerra contra la intervención en 1927; y el rostro de esa mujer, en el contraste de la foto en blanco y negro, al verla ahora, tiene la majestad que sólo la historia pone a los rostros, y que parecen más contemporáneos mientras más se alejan...

Es lo que escribí en mi libro de memorias Adiós muchachos. Han pasado 37 años desde entonces. Parece que fue ayer, pero el hoy malversado es tan distinto, que parece que fue nunca.

 

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19 de julio de 2016
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Tigre suelto

Nos encaminamos en Nicaragua hacia unas elecciones presidenciales que no lo serán de verdad, desde luego que todo ha sido decidido de antemano para que el comandante Ortega las gane por tercera vez consecutiva. No hay candidatos creíbles de oposición, que fueron eliminados de la contienda; sin observadores internacionales, declarados non gratos de antemano; sin un aparato electoral creíble; y con el tejido institucional del país en harapos.

No hay, ni habrá una campaña electoral entusiasta y contrastada en las calles y en las pantallas de televisión, ni encuestas de opinión que muestren tendencias de votos que pueden cambiar de un día para otro, ni debates entre candidatos presidenciales. En fin, lo que hoy en día resulta lo normal en los países donde prosperan los sistemas democráticos.

Las únicas demostraciones serán las del candidato oficial, con todos los recursos del estado a disposición, y detrás el aparato de propaganda del partido, incluidas las decenas de estaciones de radio y televisión bajo control oficial. Un partido prácticamente único, compitiendo en un espacio único, lo que en buen nicaragüense se suele llamar "pelea de tigre suelto contra burro amarrado".

El país se aparta cada vez más del modelo medio de desarrollo político en América Latina, donde las salidas democráticas siguen abiertas, y la decisión de los electores es respetada. Y aún en casos de resultados muy ajustados, como en las recientes elecciones en Perú, nadie pone en duda el conteo justo de los votos, y el fraude electoral parece haber sido desterrado.

El régimen se muestra cada vez más intolerante, como se ha visto en las recientes deportaciones de extranjeros, incluidos ciudadanos de Estados Unidos, que llegan al país  a realizar tareas burocráticas,  e investigaciones académicas, o reportajes periodísticos, sobre temas que se han vuelo tabúes, como la pobreza, o el Gran Canal Interoceánico; o simplemente a participar en programas ecologistas en comunidades rurales. Esto ha hecho que tres países, México, Estados Unidos y Costa Rica, hayan publicado advertencias sobre los riesgos de viajar a Nicaragua.

Pero la cúpula gobernante se siente segura y confiada. Cuenta con el favor de las encuestas, con una base organizada y bajo control, capaz de ser movilizada a través del aparato del estado hacia las plazas y también hacia las urnas electorales, y con un efectivo e incondicional cuerpo de represión policial; mientras, del otro lado, la oposición se encuentra diezmada, o ilegalizada, y hay suficientes "partidos" dispuestos a participar en el juego electoral a cambio de curules y otras prebendas, como es ya tradición en Nicaragua desde los tiempos de Somoza.

Y priva, sobre todo, la apatía. Las necesidades de la subsistencia diaria pesan más que el interés por la democracia y el respeto a las reglas constitucionales. Las demostraciones en las calles en reclamo de elecciones libres sólo convocan a un puñado de personas. Los únicos capaces hasta ahora de movilizar masivamente a la población campesina, han sido los dirigentes del movimiento que defiende la propiedad de las tierras amenazadas por el proyecto del Gran Canal.

El régimen confía también en su alianza con la empresa privada, que ha aprendido a no temer al discurso virulento del comandante Ortega en contra del imperialismo yanqui y el capitalismo. La regla de oro de esta relación es que los asuntos políticos quedan excluidos de las mesas de concertación donde se tratan los temas económicos, que por otro lado se ajustan al marco aconsejado por el Fondo Monetario Internacional.

Estas políticas han permitido que las cuentas financieras muestren algún crecimiento económico, menos acelerado  sin embargo que el crecimiento del número de nuevos millonarios; y tampoco han provocado ninguna reducción apreciable de los índices de pobreza, ni han sacado a Nicaragua de la cola entre los países más atrasados de América Latina, en disputa con Haití.

Y Estados Unidos sabe también que detrás de la retórica encendida de Ortega no hay ninguna amenaza real para sus intereses de seguridad hemisférica; la reciente expulsión de funcionarios norteamericanos ha quedado reducida a un incidente, si se quiere, perturbador. El modelo de supresión democrática en Nicaragua no choca de ninguna manera con la vieja tesis de Washington de que lo que más importa a la hora de enfocar las políticas hacia América Latina, es la estabilidad, que existe hasta que el volcán estalla. Pero no hay movimientos sísmicos que indiquen que algo semejante esté por pasar.

Los votos, pues, están contados de antemano. Es como si las elecciones de noviembre de este año ya hubieran ocurrido.

 

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13 de julio de 2016
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Historias que siempre habrá que contar

En Honduras suelen circular listas de ciudadanos sentenciados a muerte,  defensores de la naturaleza, promotores de derechos humanos, sindicalistas, líderes campesinos, dirigentes políticos, y Berta Cáceres estaba a la cabeza de esas listas. Hasta que la mataron. Cerca de la medianoche del miércoles 2 de marzo de este año, unos asesinos a sueldo entraron a su sencilla vivienda del poblado de La Esperanza, en el departamento de Intibucá, y le pegaron tres balazos en el estómago. La sentencia había sido cumplida.

Tenía un huésped esa noche, el mexicano Gustavo Castro, director de una organización ambiental de Chiapas, quien había llegado a la Esperanza para dictar un taller de capacitación, y a quien también atacaron a tiros en el cuarto donde se alojaba, sorprendidos de encontrárselo allí, pues creían que su víctima se hallaba sola. Al verlo ensangrentado e inerme lo dieron por muerto, pero sobrevivió para contar la historia.

Berta Cáceres, era líder de la comunidad lenca, uno de los pueblos aborígenes centroamericanos de origen maya, asentados al noroccidente del territorio hondureño, fronterizos con El Salvador, donde también hay comunidades lencas.

Había logrado crear un vigoroso movimiento de defensa de estos territorios, y luchaba a brazo partido para evitar que se construyera la represa hidroeléctrica Agua Zarca en San Francisco de Ojuera. Está previsto que el embalse utilice aguas del río Gualcarque, que para los lencas han sido sagradas desde antes de la colonia. Nunca fueron consultados por el gobierno acerca del proyecto, según sus derechos.

En octubre de 2013, uno de los dirigentes del movimiento, Tomás García, había sido asesinado en el curso de una demostración popular reprimida por el ejército, y Berta, acusada de rebelión y tenencia ilegal de armas, fue condenada a prisión, aunque luego sobreseída provisionalmente.

Los lencas, bajo el liderazgo de Berta, lograron una victoria crucial cuando ese mismo año la transnacional china Sinohydro, la constructora de embalses más grande del mundo, se retiró del proyecto, igual que lo hizo el Banco Mundial. La compañía de capital hondureño Desarrollos Energéticos S.A. (DESA), dueña de la concesión, se quedó entonces sola.

En 2015, Berta recibió el premio Goldman, "el Nobel verde", y cualquier podía pensar que el renombre que ganaba la serviría de escudo; pero en Centroamérica hay que desconfiar de las reglas del sentido común: el premio la acercó más bien a la muerte. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos había ordenado al gobierno de Honduras que tomara medidas cautelares para protegerla, pero no lo hizo; y lo mismo ocurrió con otros diez ciudadanos, a favor de los cuales fue ordenada la misma protección, pero tampoco la recibieron nunca y terminaron asesinados.

Ante la dimensión del escándalo que trajo la muerte de Berta, el gobierno se vio presionado a actuar, y hasta ahora están siendo procesadas, entre autores materiales e intelectuales, cuatro personas: el mayor Mariano Díaz Chávez, de servicio activo en las Fuerzas Armadas; el capitán Atilio Duarte Meza, en retiro; Douglas Bustillo, que había sido guardia de seguridad en la represa;  y ¡bingo!, Sergio Ramón Rodríguez Orellana, gerente de temas sociales y medioambientales del proyecto de Agua Zarca. Hay un quinto implicado, Emerson Duarte, el hermano gemelo del capitán, en cuyo poder se encontró el arma con que fue cometido el asesinato.

En los informes sobre derechos humanos, Honduras aparece como "el país más peligroso del mundo" para aquellos que se consagran a la defensa de la naturaleza. Según la organización  Global Witness, 111 activistas medioambientales han sido asesinados entre los años 2002 y 2014: los que se oponen a la destrucción de la selva para convertirla en pastos y tierras agrícolas, los que luchan contra la minería que envenena las aguas y contamina mortalmente el aire, y los que como Berta Cáceres y tantos otros han tratado de impedir la invasión de sus heredades ancestrales, lo pagan con la vida.

Defender la tierra natal, la identidad entre seres humanos y naturaleza, y la relación sagrada entre la vida y el medio ambiente, se sigue pagando con la muerte. Otros muchos crímenes se han cometido desde entonces en Honduras, y las listas de sentenciados siguen vigentes, engrosadas cada vez por nuevos nombres que reponen a los de los ejecutados. La debilidad institucional y la corrupción favorecen el sicariato, y hacen crecer la impunidad.

El asesinato de Berta Cáceres puede parecer ya una historia vieja, pero vale la pena volver a contarla. Echarla  al olvido sería enterrarla a ella, y a tantos como ella, una y otra vez.

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15 de junio de 2016
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El viejo armario de la casa solariega

Rubén Darío cuenta en su autobiografía que en un viejo armario de la casa solariega donde pasó su infancia en León, encontró los primeros libros que habría de leer en su vida. Tenía diez años de edad. "Eran un Quijote", dice, "las obras de Moratín, Las mil y una noches, la Biblia; los Oficios, de Cicerón; la Corina, de Madame Staël; un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica de ya no recuerdo qué autor, la Caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño".

¿A quién pertenecían los libros del viejo armario? Su tío abuelo el coronel Félix Ramírez Madregil, el dueño de casa, y quien le daba cuidados de padre, era un antiguo combatiente del ejército unionista centroamericano del general Francisco Morazán, y estrecho aliado del general Máximo Jerez, caudillo liberal. En su casa se reunían en tertulia poetas, doctrinarios liberales, intelectuales masones, pedagogos, y cabecillas radicales que de cuando en cuando se alzaba en armas contra la oligarquía conservadora, o contra los propios gobiernos de su partido cuando no eran de su gusto. Era, pues, hombre de ilustración.

La esposa del coronel, doña Bernarda Sarmiento, aunque católica practicante era mujer de ideas libertarias y algo conspiradora,  y no faltaba a aquellas reuniones, según recuerda Rubén: "Por las noches había tertulia, en la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y puntiagudos cantos. Llegaban hombres de política y se hablaba de revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conversación y la noche cerraban mis párpados..." Lo más probable es que la dueña de esos libros fuera ella, pues fue lectora empedernida.

Si Rubén nos dice que aquella era una extraña y ardua mezcla para su cabeza de diez años, sin duda se  leyó, sino todos, al menos la mayoría de los libros del armario, como lector precoz y voraz que fue, aunque no nos cuenta por cuál de ellos empezó. Había aprendido a leer a los tres años de edad, y en su autobiografía recuerda que lo hacía en el patio enclaustrado de la casa bajo las ramas de un gran jícaro.

Seguramente, tras la sorpresa del hallazgo, hizo una discriminación previa, como cualquier lector que tiene frente a sí una escogencia variada, metiéndose a ver de qué se trataba cada uno de los libros, para empezar por lo más atractivo. La cabeza de un niño a los diez años es como pasto seco, dispuesta a coger fuego, sobre todo si ese niño trae ya consigo la llama de la escritura.

No empezó, seguramente, por Los oficios, la última obra que escribió Marco Tulio Cicerón antes de ser asesinado, y que trata de los deberes que tienen los ciudadanos frente al estado, así como de los males de la dictadura como la que había sufrido Roma bajo Julio César. Tampoco es probable que hayan estado entre sus preferencias las obras de Leandro Fernández de Moratín, recordado sobre todo por su pieza de teatro El sí de las niñas. Y de Corina, de madame Stäel, nunca volvió a decir una palabra en sus escritos.

Más atractiva le debió ser La caverna de Strozzi, escrita en 1798 por Saint Warin. Es una novela que pertenece al género gótico, o de terror, creado en Inglaterra en el siglo dieciocho y que pronto se extendió por Europa con toda su cauda de fantasmas y castillos embrujados, un género al que Edgard Allan Poe daría todo su peso y valor durante la época victoriana.

Rubén encontró en esa novela tremebunda un eco de las historias que entonces oía contar: "se me mostraba, no lejos de mi casa, la ventana por donde, a la Juana Catina, mujer muy pecadora y loca de su cuerpo, se la habían llevado los demonios...que hacían un gran ruido, y dejaban un hedor a azufre..."

Al ámbito de lo gótico pertenecen también otras historias, que luego recreó, escuchadas en aquella ciudad colonial cuyo ambiente se prestaba para el misterio y las consejas de sepulcros y espectros, de modo que no es difícil establecer las relaciones que crean las lecturas infantiles entre lo vivido, lo oído y lo leído, tanto que, después, en el recuerdo, pasarán a pertenecer a la misma dimensión, y serán capaces de intercambiarse papeles en la memoria, y en la escritura.

A diferencia de los demás libros del armario, de los que no hay rastros, La Biblia de la infancia de Rubén se conserva en el museo que es ahora la casa donde vivió. Es una edición en latín y español en diez tomos, de los que falta el último, impresa en el año de 1858 por la Librería Española de Madrid, traducida de la vulgata latina por don Felipe Scío de San Miguel "conforme el sentido de los santos padres y expositores católicos",  y revisada por don José Palau.

En cuanto a Las mil y una noches, el estudioso dariano Günther Schmigalle viene en mi auxilio para informarme que lo más probable es que se trate de la traducción, primero al alemán hecha por Gustav Weil, y de allí al español por don Juan de Olivares, publicada en dos volúmenes en Barcelona entre 1858 y 1859, "con 1600 dibujos de los mejores artistas".

Y El Quijote, al que ya nunca abandonaría, fascinado para siempre por el mundo cambiante y sorpresivo de Cervantes, quien fue para él "la vida y la naturaleza"; y díganlo sino sus Letanías a Nuestro Señor don Quijote. Y como buen hijo de Cervantes, renovó la lengua que aquel había vuelto a inventar.

No hay duda de que gracias al tesoro encontrado en el viejo armario, Rubén empezó a leer desde entonces, con avidez y para siempre, El Quijote, la Biblia, y Las mil y una noches, pues nos hablará de ellos una y otra vez en sus poemas, en sus crónicas y en sus cuentos. Se quedó a vivir para siempre en sus páginas.

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9 de junio de 2016
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