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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Nicaragua en La La Land

He visto en Managua La La Land, a la cabeza de las nominaciones para los premios Oscar, hay una escena donde se menciona de pasada a Nicaragua. Mia, la clásica empleadita de cafetería ansiosa de llegar al estrellato en Hollywood, interpretada por Emma Stone, oye comentar a una pareja de amigos acerca de un viaje de vacaciones a Nicaragua del cual habían desistido al fin.

El diálogo, se da más o menos así: "-Pensábamos ir a Nicaragua pero es un país subdesarrollado". "-Algo subdesarrollado". "-Más que poco subdesarrollado, no creo que sea seguro ir allá". "-Sí, no lo veo tan seguro". Y eso es todo.

Mientras discurre este efímera pasaje, el público en la sala ríe con sorpresa, y bastante gusto. No es así no más oír mencionar al propio país en una superproducción de tales calidades, cualquiera cosa que sea lo que digan de él.

Al día siguiente, un amigo empresario, quien también ha visto la película, me llama para comentarla. Se muestra maravillado de la filmación en el viejo Cinemascope de nuestra mocedad, y alaba los números musicales que rinden homenaje a los tiempos de oro de Fred Astaire, Gingers Rogers, Gene Kelly, y Cyd Charrisse.

Pero tiene un reparo. Lo que esos actores han dicho de Nicaragua. Bueno, le respondo, tal vez no sea políticamente correcto lo de subdesarrollado, o algo desarrollado, cuando el lenguaje de los organismos internacionales exige hoy en día decir "país en vías de desarrollo";  pero el personaje  no iba a salir con "pensábamos ir a Nicaragua, un país en vías de desarrollo", para que el otro le responda: "¿Cuánto ha mejorado su Producto  Interno Bruto en los últimos años?"

Él no acepta de ninguna manera lo de subdesarrollado. Le parece ofensivo. Lo contradigo. ¿Qué diablos importa en un musical el crecimiento de la economía en Nicaragua, y si beneficia a todo el mundo o sólo a unos pocos, si el número de pobres sólo disminuye fracciones de puntos en las estadísticas, mientras crece el número de los privilegiados?

Poner a Nicaragua como un país inseguro destruye en instantes los esfuerzos del gobierno de vender la imagen de Nicaragua como un país que se puede visitar con toda confianza, dueño del índice más bajo de criminalidad en América Latina, agrega.

Mi amigo es partidario del gobierno del comandante Ortega. Echa la culpa a Damien Chazelle, quien dirigió y escribió la película. ¿Por qué no fue a escoger Guatemala, Honduras o El Salvador, países realmente peligrosos, donde las bandas de narcotraficantes y las pandillas andan sueltas?

Y me cita a La revista Rough Guides, que ha incluido a Nicaragua en el puesto número seis de la lista de los diez destinos turísticos a visitar en 2017, allí donde el único otro país latinoamericano es Bolivia, y entre los demás están Taiwán y Uganda.

No quiero recordarle que Uganda no es ningún modelo de democracia y seguridad. Fue el reino tenebroso de Idi Amín, y ahora está gobernada por el antiguo jefe guerrillero Yoweri Museveni, convertido en nuevo dictador, y quien lleva ya treinta años seguidos el poder.

Los guionistas a veces se informan poco, le digo, y le pongo como ejemplo la referencia sobre Colombia hecha en el capítulo 22 de la tercera temporada de la serie House of Card.

Frank Underwood, a esas alturas de la serie vicepresidente de Estados Unidos, busca librar de un escándalo sexual a su esposa Claire, y para eso se necesita salvar de la pena de muerte a un activista colombiano de derechos humanos, acusado de traición por colaborar con la guerrilla.

Pero aquí el guionista peca de ignorancia, pues en Colombia la pena de muerte fue abolida desde hace más de un siglo. Tendría que haber elegido Guatemala, o Cuba, los dos únicos países de América Latina donde aún sobrevive en las leyes penales la pena capital. Como en Estados Unidos.

"No somos ni subdesarrollados, ni algo subdesarrollados, ni mucho menos un país inseguro", me dice. "Algún vendepatria con vínculos en Hollywood le metió en la cabeza al realizador del film perjudicar al país. Deben ser esos mismos que andan cabildeando para que se apruebe la Nica Act en el congreso de Estados Unidos y así dejar a Nicaragua en la lista negra de los países dictatoriales, y también gestionan en la Casa Blanca para que Trump destruya con un solo twitt todo el progreso logrado en estos años".

Cuelga el teléfono, aún indignado, y yo vuelvo a mi novela.

 

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8 de febrero de 2017
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Las voces de los muertos

Este año se cumple el centenario del nacimiento de Juan Rulfo, el escritor mexicano tímido y huraño, refugiado no pocas en el alcoholismo, quien sólo escribió en su vida una novela bastante breve en páginas, Pedro Páramo, y un libro de pocos cuentos, El llano en llamas, pero que fueron suficientes para cambiar abruptamente el paisaje de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo veinte, y convertirlo en un clásico.

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno nació en Sayula, un pueblo rural del estado de Jalisco, y como se acostumbraba entonces igual en México que en Nicaragua, su nombre obedece al santoral del calendario. Nunca dejó de tener Rulfo esa fascinación por los nombres del pasado, y los de los personajes que figuran en Pedro Páramo los buscó en las lápidas de los viejos cementerios: Susana San Juan, Fulgor Sedano, Juan Preciado.

Pueblos abandonados, como cementerios, barridos por las tolvaneras del páramo bajo el sol de fulgores calcinantes, miseria y abandono, casas derruidas, puertas clausuradas. Estos paisajes que están en su escritura podemos verlos también en sus fotografías, porque fue también un espléndido fotógrafo que conoció la geografía de su país de la mejor manera que puede imaginarse, como agente ambulante de las llantas Good Year.

A veces cuesta imaginar a los escritores ejerciendo oficios ajenos a la literatura, pero Rulfo fue empleado de las dependencias de Migración y Extranjería, y por muchos años del Instituto Nacional Indigenista. Pero los mundos imaginarios nacen en cualquier parte, como los de Kafka en la oficina de una compañía de seguros de vida en Praga, o los del poeta T.S. Elliot funcionario de un banco en Londres.

Si Rulfo buscaba los nombres de sus personajes en las lápidas de los cementerios, la magia de Pedro Páramo es que todos los personajes de la novela cuentan sus vidas desde sus tumbas, hablándose unos a otros, recordando sus amores, sus desgracias, y sus rencores. Pedro Páramo, el gamonal de la hacienda La Media Luna, no fue más que "un rencor viviente".

Cuando un libro penetra de manera profunda en la mente de un lector que busca las claves de la escritura, y vuelve a ese libro en busca de más claves, aprende a repetir de memoria párrafos enteros, sobre todo el párrafo inicial. Es lo que me ha ocurrido con novelas como Pedro Páramo, o Moby Dick de Herman Melville, o Historia de dos ciudades de Dickens.

Para mí será siempre inolvidable la entrada de Juan Preciado al pueblo olvidado y abandonado de Comala, acompañado de un arriero que es su hermano y ninguno de los dos lo sabe, porque Pedro Páramo fue en vida pródigo en hijos, como todo hacendado patriarcal.  Y también ambos están muertos y no lo saben. Todo está muerto en Comala. Sólo quedan vivos los recuerdos que arrastra el viento ardiente. "Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de la saponarias", dice Rulfo.

Y este es el párrafo de entrada que tampoco olvido: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo".

Después de Pedro Páramo la literatura vernácula que se escribió en la primera mitad del siglo veinte, tímida y esquiva con las palabras que nacían del lenguaje popular, quedó clausurada para siempre. Rulfo inventó un nuevo lenguaje que venía del universo popular. Escribió desde abajo, metido entre sus personajes, no desde arriba, desde la cátedra o desde la tiesura académica.

Llevó adelante una revolución literaria con dos breves libros que nacieron del silencio. Porque reservado, tímido y de pocas palabras, rompió su silencio para darnos su visión de su mundo imperecedero.

 

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1 de febrero de 2017
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Subido al Carrusel

Leila Guerriero, la celebrada periodista argentina, me envió un largo cuestionario cuando preparaba su reportaje de portada para Babelia, el suplemento cultural de El País, que se publicó bajo el provocativo título El escritor ambulante. Me advirtió que no necesitaba responder a todas sus preguntas, porque no quería quitarme tiempo; pero el tema me pareció tan atractivo, que me aparté un rato de la novela que estoy terminando, y completé la tarea como un escolar aplicado, complaciente, y complacido.

En el reportaje Leila entresaca respuestas de los trece escritores entrevistados, acerca de cómo afectan su oficio las "idas y venidas" constantes entre ferias del libro, festivales literarios, comparecencias en universidades, lo que implica entrevistas, firmas, cenas a veces aburridas, los interminables viajes aéreos, y esos obligados hogares temporales que son los hoteles. Me ocupo aquí de ese tema, y sus consecuentes bemoles, en base a las respuestas que le di:

Si estoy en Nicaragua escribo todas las mañanas desde las 8 hasta la hora del almuerzo. No puedo hacerlo donde sea, bares, cafés, aviones y trenes, salvo que se trate de anotar, antes en una pequeña libreta, ahora en el celular. Puedo repetir mi rutina en otros domicilios temporales, cuando me tocan estaciones largas fuera, y me siento debidamente instalado, en reposo.

Debido a mi novela decidí el año recién pasado disminuir mi ritmo de viajes. Reduje mi calendario a 16 compromisos, cuidando lo prioritario. Unas quince semanas en total. ¡Qué drástica reducción!, me digo ahora, con sorna.

Lo peor es que al regresar de un viaje, después de haber abandonado por algún tiempo el libro en curso, debo comenzar desde el principio. Hay que volver a retomar la trama, meterse en la atmósfera, encararse de nuevo con los personajes, que resienten mi ausencia.

Viajar me produce cada vez más fatiga, culpa de "la obra profunda de la hora, la labor del minuto y el prodigio del año...", como describe Darío el paso del tiempo en su poema "De otoño".

Cuando se acerca diciembre me siento agotado, con ganas de tirar la toalla. Y peor el último noviembre. Me hallaba en Austin acompañando a Ernesto Cardenal en la entrega de su archivo a la biblioteca Benson, y yo debía hablar en la ceremonia. Estando allá me avisaron que mi hermano Lisandro había muerto en México, y pude conseguir un vuelo de madrugada para llegar a tiempo al funeral.

De vuelta en Managua, bajo el agobio de la pérdida, y más estresado que nunca, me sentí tentado a abandonar el resto de compromisos del año. Pero pensé que la gente que me había invitado, a la que dije que sí en su momento, no tenía ninguna culpa de mi estado de ánimo, y seguí adelante.

Los escritores somos una gran troupe que siempre está presentándose en los escenarios. De algún modo hay que estar cuando te llaman. Hay un ego siempre presente en los escritores, y estas líneas, hablando de mí mismo, son la mejor prueba. Pero hay que procurar tener un ego moderado. Y más importante que las luces del proscenio, son los nuevos lectores que se ganan gracias a esos viajes.

¿Hay alguien que se quede al margen? Vargas Llosa disfruta del público. Bob Dylan, no fue a recibir el Nobel pero delegó en la maravillosa Patti Smith para que cantara en la ceremonia una de sus baladas. Borges, ciego y todo, no despreciaba las invitaciones. Gabo, como dice su hermano Jaime, "se escondía para que lo hallaran".

Cuando uno presenta un libro en varios países, y atiende diez entrevistas de prensa en un mismo día,  tiene que aprender a dominar el arte de las "variaciones sobre un mismo tema". El periodista hará siempre preguntas parecidas, pero te está escuchando por primera vez, aunque tengas enfrente uno cada media hora. No puedes mostrarse cansado, ni aburrido. Sino, mejor quedarse en casa.

En las comparecencias me ayuda que hablar de literatura es lo que más me gusta en el mundo después de escribir, y claro, de leer. Me gusta ponerle humor a las conversaciones en público. Relatar historias. Es lo que espera la gente, no las disertaciones académicas.

Nunca se me ocurriría dejar de escribir y seguir montado en el carrusel de la feria. Me convertiría en una especie de veterano de guerra que enseña sus viejos galones, o sus viejas heridas. Lo contrario sí es posible. Porque escribir es una necesidad vital, y seguiré escribiendo hasta el último día.

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25 de enero de 2017
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Teodoro y Teodorín

El dictador de Guinea Ecuatorial Teodoro Obiang, que llegó al poder en 1979 y lleva ya 38 años sentado en la silla presidencial, no se anda por las ramas. Su hijo Teodorín es su vicepresidente desde el año pasado, electo con la misma aplastante mayoría que su padre, más del 90 por ciento de los votos.

Teodoro, y Teodorín. Pareciera el dúo de una historieta cómica, pero no lo es. Son personajes más bien de una novela de vampiros con nombres de vodevil. Teodorín empezó a entrenarse en el gobierno de Teodoro como ministro de Agricultura y Bosques, cargo que ocupó por siete años; con un salario de cerca de 3 mil euros, pronto había amasado una fortuna de más de 100 millones, gracias a un impuesto sobre la madera, cobrado a su favor y depositado en cuentas extranjeras. Y también, aventajado que es Teodorín, se hizo con el monopolio de la televisión.

La rapiña de la madera no fue sino su capital semilla, y luego echó mano de las ganancias petroleras, así que pudo empezar a gastar en lo que quería y ser dueño de lo que quería: una mansión de 30 millones de euros en Malibú, California, donde estudió unos cuantos meses en la Pepperdine University, afiliada a las Iglesias de Cristo; otra mansión en la avenida Foch, en París, en el exclusivo distrito XVI, que vale 200 millones de euros, decorada con pinturas de Renoir y Degas, y dotada de un spa, cine privado, una discoteca, peluquería, gimnasio, y salones de banquetes.

Coleccionista de automóviles exclusivos, entre ellos un Bugatti Veyron deportivo de 1.200.000 euros, de los que sólo existen 30 modelos en el mundo; un Maserati  de 800.000 euros, además de un Aston Martin, un Ferrari, un Rolls-Royce, un Bentley Arnage, un Bentley Continental, un Lamborghini Murciélago y varios Porsche. Y como un solo Bugatti le pareció poco, adquirió dos más. Poco pudoroso, y más bien lleno de orgullo por su exclusivo y numeroso botín, lo enseña a través de múltiples fotografías en Instagram y demás redes sociales.

En Estados Unidos compró el sello discográfico TNO Entertainment, y dada su pasión por la música y los espectáculos, entre muchas de sus posesiones exóticas se halla un guante compuesto de piezas de cristal que utilizó Michael Jackson en la gira mundial para promocionar su disco Bad. Los grifos en los múltiples baños de sus mansiones los mandó a dorar en oro de 21 quilates, lo mismo que los retretes de su jet privado, comprado en 40 millones de euros.      

Un país pobre y pequeño, que apenas gasta el 0.6% del PIB en educación, si abunda en gas y petróleo, aunque esa riqueza sea malversada, suele gozar de consideraciones de parte de los gobiernos poderosos, y del olvido diplomático acerca de las constantes violaciones a los derechos humanos, y a las reglas democráticas. Este manto parece seguir cubriendo aún a Teodoro, pero no a Teodorín.

Ahora se encuentra sometido a procesos judiciales en diferentes tribunales bajo cargos de corrupción, blanqueo de dinero, malversación de fondos públicos, extorsión, abuso de bienes sociales y abuso de confianza. En Estados Unidos, el Departamento de Justicia incautó la mansión de Malibú. En Francia, Suiza y otros países europeos, muchas de sus propiedades y cuentas bancarias también han sido confiscadas. Un yate le fue decomisado en Holanda, aún queda otro en Marruecos.

Sólo realizar la inspección e inventario de los haberes encontrados en la mansión de la avenida Foch, por instrucciones del Tribunal Penal de París, tomó 9 días. Un cargamento de vino Chateau Pétrus en las cavas, decenas de zapatos Dolce Gabbana en los closets, son algunos de los hallazgos más banales.

Teodorín ha tenido que escapar a Guinea Ecuatorial, huyendo de los jueces, para refugiarse en uno de los tantos palacios de Teodoro. La fiscal francesa Charlotte Bilger considera que Teodorín tiene "una necesidad compulsiva de gastar". Gastar lo robado, claro, aunque según su alegato todo es legítimo, producto de su propio esfuerzo. Cuántas veces no hemos oído lo mismo antes.

El vicepresidente Teodorín será condenado en ausencia, pero nadie ha dicho que semejante escándalo impida a Teodoro traspasarle un día el mando presidencial, o que no pueda sucederlo a su muerte. En un país de tanta miseria, donde la esperanza de vida supera apenas los 50 años de edad, sólo Teodoro y Teodorín pueden cantar con propiedad el himno nacional que empieza:

                                   Caminemos pisando la senda

                                   De nuestra inmensa felicidad....

 

 

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11 de enero de 2017
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Invenciones del gusto

En 1900, en el mismo corazón de París se alzan los fastuosos escenarios que dan cabida a la Exposición Universal, extendidos desde los Campos Elíseos al Campo de Marte, el Sena de por medio; y entre la multitud de construcciones levantadas para la ocasión hay unas provisionales, que simulan palacios de marajás de la India, catedrales góticas, pagodas chinas, castillos medioevales, y aún otras, atrevidos edificios de vidrio y hierro como el Grand Palais y el Petit Palais, que habrían de quedarse hasta hoy como ejemplos cimeros de aquellos fastos.

Rubén Darío escribe para La Nación de Buenos Aires una serie de crónicas sobre este acontecimiento que es todo un catálogo de la civilización y el progreso a la vuelta del siglo, un mundo que cambia de manera vertiginosa y donde la industria del vapor, los ferrocarriles de larga distancia, los buques trasatlánticos, el cable submarino, el radiotelégrafo, la rotativa que imprime a velocidad pasmosa, la electricidad y el acero, van de la mano de la política colonial de las grandes potencias.

Pero cuando la exposición, abierta desde abril hasta noviembre, ha cerrado ya sus puertas, en otra crónica de ese mismo año, Noel Parisiense, describe la ciudad que se prepara para la noche de Navidad, y que entra en el lienzo con sus colores contrastados entre el bienestar y el crimen: "la nieve sin caer aún, aunque el frío va en creciente; Noël a las puertas, en los bulevares las barracas que hacen de la vasta ciudad una difundida feria momentánea...el Bon Marché, el Printemps, todos los almacenes fabulosos, caros a la honorable burguesía, invadidos profusamente por papá, mamá y el niño...en las calles asaltos y asesinatos con más furia y habilidad que nunca...un incógnito hombre descuartizado..."

Años después, en 1904, traslada el escenario navideño a la costa andaluza, y en otro lienzo nos ofrece la variada riqueza de la cocina española, tan distinta a la francesa, con sus acentos árabes incorporados al acervo campesino: "se compran en las dulcerías y confiterías las sabrosas cosas miliunanochescas o monjiles, hechas de harinas y mieles, y cuya nomenclatura regocijaría a pantagruélicos abates: turrones y mazapanes, pestiños, roscas, tortas de aceite y manteca, y entre cientos otros, los polvorones de Estepa y Laujar, los alfajores exquisitos y golosinas de almendras y azúcar que se deshacen inefablemente en el paladar..."

Es un bodegón en movimiento, un mural animado pintado por la mano de un gourmet de corazón que sabe que la comida entra primero por los ojos y por el olfato antes de buscar el camino de la boca, un juego de espejos concertados donde todo es fruición, especialmente al hablar de dulces, como se ve.

Un inventario que nos lleva a recordar el que Mateo Alemán pone en boca de su Guzmán de Alfarache hablando de frutas: "allí estaba la pera bergamota de Aranjuez, la ciruela ginovisca, melón de Granada, cidra sevillana, naranja y toronja de Plasencia, limón de Murcia, pepino de Valencia, tallos de las Islas, berenjena de Toledo, orejones de Aragón, patata de Málaga...que me traían el espíritu inquieto y el alma desasosegada..."

Pero en la alegría de las descripciones de Rubén no puede faltar el recuerdo de la muerte, y así evoca la copla popular que se canta en las calles de Málaga para las Navidades: La Nochebuena se viene/la Nochebuena se va/y nosotros nos iremos/y no volveremos más...Y del mismo modo, reflexiona preguntándose: "¿Quién se acuerda en París, al engullir el boudin blanco, ni de Cristo ni de la muerte?"

Cuando en su Epístola a Juana Lugones, anota con sabrosa añoranza que en su existencia azarosa no le ha faltado gustar bocados de cardenal y papa, nos acude a la mente la ya manida frase bocatto di cardinale, que evoca lo más delicado y exquisito que alguien puede llevarse a la boca.

De allí al "bocado de Papa" no hay más que un paso ascendente. Existe un dulce andaluz, el Pío Nono, irresistible bizcocho cubierto con una crujiente capa de crema, del que da referencia Leopoldo Alas (Clarín) en La Regenta, y denominado así en homenaje al papa Giovanni Ferretti, hombre de buen diente, por lo que puede verse.

Los tratados culinarios suponen que semejantes delicadezas salieron de las cocina de los conventos donde las monjas se afanaban en días festivos para halagar el paladar de canónigos y obispos de mejillas carnosas y sonrosadas, ya que no podían sentar siempre en sus mesas a los cardenales del sacro colegio y jamás ni nunca al papa, tan lejano en Roma; es lo que habría ocurrido con los chiles en nogada de la cocina poblana en México, en cuya creación, según se cuenta, metieron sus sabias manos las agustina del convento de Santa Mónica.

En Nicaragua se sirve en Nochebuena el Pío Quinto, un postre de marquesote -torta de maíz remojada en miel y aguardiente- bañado de atolillo de maicena y huevos, y adornado con uvas y ciruelas pasas; un homenaje, también sin duda conventual, al papa Antonio Ghiselieri, que fue fraile dominico y comisario General de la Inquisición Romana antes de subir al trono de San Pedro, siendo elevado a los altares por Clemente XI.

Su cocinero personal se llamaba Bartolomeo Scappi, autor del tratado culinario Arte del cuscinare, y quien llevaba a la mesa pontifical platos tan refinados como las lenguas fritas de pavorreal, erizos de mar al horno, y tortillas de huevo revueltas con sangre de cerdo. Es explicable entonces que la fama de sibarita del papa Pío V haya traspasado los mares para heredar su nombre, tan memorable al paladar, a un dulce de la lejana provincia centroamericana.

Hoy sería imposible imaginar sentado ante una mesa plena de manjares semejantes al papa Francisco, quien comparte el comedor de su albergue de Santa Marta con curas de escasa jerarquía, y seguramente

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28 de diciembre de 2016
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Palabras sobre mi vecino

El pasado mes de noviembre la Biblioteca Benson de la Universidad de Austin, en Texas, incorporó el archivo personal del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, allí donde también se halla ahora el archivo de Gabriel García Márquez. Lo acompañé en la ceremonia de apertura, y previo a la magnífica lectura que hizo de sus poemas, me tocó decir unas palabras sobre su vida y su obra.

Ernesto ha sido mi vecino durante casi cuarenta años, desde el triunfo de la revolución, cuando nos mudamos al mismo barrio y a la misma calle, en Managua. Nos visitamos con frecuencia para intercambiar noticias y libros, y compartimos la pesadumbre sobre la suerte de Nicaragua. Somos dos vecinos que viven escribiendo. Sólo que él escribe poesía, y yo escribo ficciones.

La suya fue un nuevo tipo de poesía, abierta, lejos del modelo tradicional heredado del modernismo; una poesía que estaba muy cerca de la prosa, con una asombrosa habilidad para narrar, un contador de historias utilizando versos.

Su poema Hora cero, publicado en México a inicios de los años cincuenta,  ejerció en mí una profunda influencia porque tenía calidad y tensión narrativa; y sus estancias, escritas en un lenguaje desnudo y directo, y a la vez nostálgico y evocador, eran como los capítulos de una novela que ocurría en las distintas capitales de Centroamérica, con los palacios de los dictadores iluminados a medianoche, "como el palacio de Caifás".

Eran las dictaduras obscenas de Carías, Ubico, Hernández Martínez y Somoza, generales de opereta, instaladas por la United Fruit Company en las "repúblicas bananeras" centroamericanas,  y apoyadas por los hermanos Dulles.

Hora Cero también es una elegía que se centra en la rebelión de 1954 en Nicaragua, cuando un puñado de oficiales retirados de la Guardia Nacional y algunos civiles, intentaron asaltar el palacio presidencial. Muchos de ellos fueron asesinados después de ser torturados, entre ellos Adolfo Báez Bone, quien escupió en la cara a Tachito, el hijo más joven del Somoza viejo, y el último de la dinastía, mientras era torturado por él.

Báez Bone participó en esa conspiración, junto con Pedro Joaquín Chamorro, el periodista asesinado por órdenes de aquel mismo Tachito, y también participó Ernesto, quien pasó varios días escondido porque lo buscaban para encarcelarlo.

Su poesía ayudó a crear una atmósfera propicia a la acción política. Y en algún momento, cuando la lucha armada era la única alternativa que le quedaba al pueblo nicaragüense para derrocar a Somoza, sus poemas fueron una inspiración para los jóvenes actores de la revolución.

En este sentido, Canto Nacional y Apocalipsis en Managua, son parte de su doble conversión. Su conversión a un nuevo tipo de cristianismo comprometido con los pobres y los oprimidos, como lo enunciaba el Congreso Eucarístico de Medellín de 1968, bajo las directrices del Concilio Vaticano II; y su conversión a la revolución.

La revolución no se explica sin la poesía de Ernesto; tampoco se puede explicar sin las canciones de Carlos Mejía Godoy. Hoy aquellos ideales han sido deformados y falsificados por un poder familiar que utiliza la retórica de la revolución, pero contradice los sueños que inspiraron a miles de nicaragüenses. Esos poemas y esas canciones son la memoria de la revolución y no se pueden borrar.

No es posible contar la historia de la revolución sin la presencia de Ernesto en los campos de batalla celebrando misas de campaña, o en foros internacionales pidiendo apoyo para los jóvenes combatientes que trataban de derrocar a la dictadura, entre ellos sus hijos espirituales, los que lo acompañaron en la construcción de la comunidad campesina de Solentiname en el archipiélago del gran lago de Nicaragua. Algunos de ellos fueron muertos en combate, otros fueron asesinados en las cámaras de tortura.

Después del triunfo de la revolución asumió un papel clave como Ministro de cultura, un puesto que no quería porque rechazaba la idea de ser un burócrata. Y allí hizo un extraordinario trabajo, creando instituciones culturales en un país donde nunca había existido ninguna, y donde los gobiernos nunca tomaron en serio la cultura. La libertad era la regla. Nunca hubo ningún tipo de "realismo sandinista".

La poesía de Ernesto es el resultado de un don y un oficio extraordinarios. Él es nuestro poeta del siglo veinte en Nicaragua, y es uno de los poetas trascendentales de nuestra lengua. Pero su trabajo no existiría sin esa motivación superior que es el amor.

Su vida ha sido una vida de amor, y así ha sido su poesía.

        

 

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14 de diciembre de 2016
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Música y letra

              Rubén Darío fue un músico que como él mismo dice vivía "loco de armonía". No lo ocultaba. En su novela inconclusa El oro de Mallorca, el protagonista es un famoso compositor latinoamericano, Benjamín Itaspes, pero de inmediato reconocemos que se trata de él mismo, disfrazado así para hacer una confesión autobiográfica, amarga y triste. O más bien que un disfraz, es su verdadera alma la que muestra en esos capítulos. El alma del músico que siempre cargó con su piano Pleyel, y que terminó perdiendo en una casa de empeño, agobiado por las deudas.

            Su preferido entre los personajes de la mitología griega es Orfeo, músico, y entre los dioses del panteón latino, Pan, músico también. Y su poesía que más nos gusta, la que entra por el oído, es pura música, sino oigamos los compases que tiene la Marcha Triunfal, clarines, trompas de guerra, y donde los timbales marcan el ritmo en el desfile de los vencedores.

            Y aquel poema A Margarita: ¿Recuerdas que querías ser una Margarita/
Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está,/ cuando cenamos juntos, en la primera cita,/ en una noche alegre que nunca volverá...tiene la medida y la cadencia de un tango. Sin olvidar que Borges escribió letras de milongas, a las que Piazzola puso música.

            Pero contra lo que alguien pudiera pensar, en la prosa tiene que haber música, y el que escribe en prosa debe tener oído musical, para la melodía y para el ritmo. Esto podría parecer contradictorio en mi caso, pues mi tío Alberto Ramírez, chelista y compositor de boleros, nos declaró sordos a mi hermana Luisa y a mí tras sus esfuerzos frustrados en enseñarnos solfeo. Quizás era el horario de las lecciones. Las dos de la tarde es la peor hora para enseñar a solfear, igual que para aprender mecanografía, en lo que también fracasé, pues nunca aprendí a escribir con todos los dedos, como Dios manda, sino que me quedé usando los dos índices que picotean en el teclado, un anacronismo en esta era de los dedos pulgares.

            Desde entonces he inventado la teoría, muy a mi favor, que hay dos oídos, el que reproduce entonando, en lo cual confieso mi sordera, pues si me atrevo a cantar lo hago en un solo tono, y el oído que oye y puede recordar un quinteto de cuerdas o una sinfonía a la primera frase, el mismo oído que distingue los compases de un tango o de un bolero y reconoce cada instrumento en un concierto, y sobre todo, el que me da la medida al escribir.

            Vengo de una familia de músicos, abuelo y tíos paternos, todos miembros de una orquesta, y esa es mi vena artística, mi punto de partida. No me son extraños los monótonos ejercicios de clarinete de mi tío Carlos José en las tardes tranquilas de Masatepe, ni la figura de mi abuelo Lisandro inclinado sobre el papel pautado que el mismo rayaba con un curioso instrumento de cinco filos al que llamaba "pata", componiendo tal como se lo dictaba su cabeza, porque nunca pudo ser dueño de un piano.

            Músicos pobres, pero que hallaban siempre felicidad en los "toques" esos viajes a caballo por los pueblos vecinos tocando en las misas de gloria, los rosarios rumbosos y las procesiones, lo mismo que en las barreras de toros y en bailes de gala; o ponían serenatas persiguiendo amoríos.  

            La literatura se emparenta, pues, con la música, o mejor dicho, ambas comparten la misma sustancia. Y un buen ejemplo es el nicaragüense Carlos Mejía Godoy, quien recibe este mes en Las Vegas el premio Grammy Latino que le ha sido otorgado en reconocimiento a su carrera de compositor, palabra que hay que descomponer de manera debida, en su sentido completo: compositor es el que crea música y letra. Es decir, un artista que saber oír, y sabe escribir. Y al escribir, lo hace en pocas líneas, para lo cua se precisa de maestría.

            La polvareda que despertó la concesión del premio Nobel de Literatura a Bob Dylan aún no se asienta, y yo siento que Leonard Cohen se haya muerto sin recibirlo. Si se trata de premios literarios, además de musicales, como el Grammy, Carlos Mejía Godoy merecería más de uno, igual que Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. Todos ellos son poetas de la altura de Jacques Prévert que escribió la letra de Hojas muertas, o el poema que fue a dar a la canción. Un poema que cubre toda la melodía, igual que Volvió una noche de Alfredo Lepera, en la voz de Carlos Gardel.

            Conocí a Carlos en León, en 1960. Yo estudiaba derecho, y él llegó a estudiar medicina. Recuerdo un viaje que hicimos una noche a la playa de Poneloya a bordo de un jeep sin techo, de aquellos de la segunda guerra mundial, los dos atrás, hablando de música. Para entonces él empezaba a componer y yo a escribir, dos caras de la misma moneda, y él asegura que critiqué mal una de sus canciones primerizas. Cada vez que me lo recuerda, entre risas, yo prefiero responderle que ese episodio nunca existió.

            La imagen de Carlos es inseparable de su acordeón, pero entonces tocaba también el serrucho, al que sacaba arpegios de película de vampiros. Su obra empezaba apenas a crecer, y hoy sus centenares de canciones tocan sentimientos de nostalgia y rebeldía que componen lo que podría llamarse el alma nacional de Nicaragua. Él le puso música y letra a la revolución, sin cuya música aquella gesta de todos no se explica, como tampoco se explica sin la poesía de Ernesto Cardenal.

            Bastaría la Misa Campesina para que su obra quedara en la memoria. La grabación de 1979 en la que entra la Orquesta Sinfónica de Londres, con las voces de Miguel Bosé, Ana Belén, Sergio y Estibaliz, hay que oírla siempre.

            Carlos es un poeta con los dedos en las teclas del acordeón.

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16 de noviembre de 2016
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Un menú de gusanos, hormigas y alacranes

Hace muy poco estuve en México para presentar mi nuevo libro A la mesa con Rubén Darío, que explora la extensa relación del poeta con las artes de la gastronomía, la manera en que se ocupó de la comida en sus crónicas y demás escritos, y su gusto por la buena cocina. Rubén escribió acerca de todo lo que consideraba universal, como lo dijo de la política, y la cocina lo fue también para él, además de que la reconocía como una de las bellas artes, y como la décima musa: Gasterea, la musa del paladar y del estómago.
En la Feria del Libro del Zócalo, me acompañó en la mesa de presentación Alejandro Escalante, autor de un libro ya clásico, La Tacopedia, una verdadera enciclopedia del taco, la manera más emblemática de comer que existe en México. Su libro y el mío han sido publicados por Trilce, que se distingue por hacer de sus ediciones verdaderas obras de arte.
Al día siguiente de la presentación Alejandro me invitó a almorzar al restaurante del que es dueño, con otros socios, en la concurrida calle Carrillo Puerto de Coyoacán, y que se llama La Casa de los Tacos. Nada llamativo a primera vista, ya que esa clase de establecimientos abundan por supuesto en la ciudad de México, y los hay aún callejeros, por millares. Hasta no ver el menú de platos prehispánicos que ofrece, y del que anoto para ustedes una muestra:
Chinicuiles: gusano rojo del maguey, (larva del lepidóptero Hypopta agavis), preparados con cebolla y epazote, y que se sirven acompañado de guacamole y frijoles refritos.
Escamoles: (la larva de la hormiga Liometopum apiculatum), fritos en mantequilla con cebolla, ajo, epazote y cilantro.
Cocopaches: (el hemíptero pachylis gigas) que vive en la planta del mezquite. Una docena, con guacamole y totopos.
Chapulines (sphenarium pupurascens), o chapulín de la milpa, asados con ajo, cacahuate, y un toque de limón. Se sirve con guacamole y tortillas. También se ofrecen en coctel, con lechuga, pepino y aguacate.
Meocuiles: Gusano blanco del maguey, (larva del lepidóptero acentrocneme hesperiaris). Se preparan con ajo y chile guajillo.
Salbute de alacrán, que en el menú se presenta así: "un par de ejemplares del temible Scorpion Buthidae Centuroides, sobre una tortilla frita, con calabacitas, guarnición de frijoles, guacamole y cebollas encurtidas".
¿Se atreven? Cualquiera de estas delicias culinarias puede acompañarse del consabido tequila, o de pulque curado de piñón.
El mismo Alejandro es coautor de un nuevo libro que aparecerá después del mío, Agridofagia y otros insectos, en donde se da puntual cuenta de la crianza, recolección, preparación y consumo de todos estos bichos destinados, según los autores, a salvar al mundo. En la introducción se explica: "mientras la mitad del planeta se horroriza ante la presencia de un insecto en un plato, la otra no sólo lo consume gustosamente, sino que ha sobrevivido durante milenios gracias a la sana costumbre de comerlos".
Existe la cocina de la abundancia y la cocina de la escasez. La cocina de tierras fértiles, y la de tierras desérticas: entonces las hormigas y hasta los alacranes van a dar a la boca de los hambrientos, y luego se vuelven exquisiteces de restaurante.
En Francia la costumbre de comer carne de caballo vino de las hambrunas provocadas por las guerras, y de que había abundantes caballos muertos en los combates. También se come la carne de perro en Asia, como se comió en México el perro mudo, y aún en Nicaragua, en tiempos prehispánicos.

 

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9 de noviembre de 2016
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Elecciones en extinción

En Nicaragua se acercan las elecciones generales que se celebrarán el domingo 6 de noviembre, y todo discurre como si en verdad no tuviéramos elecciones. Se cierra la campaña electoral, y no ha habido campaña electoral. Las imponentes estructuras metálicas que se elevan al lado de las avenidas principales y carreteras, con gigantografías de la pareja presidencial, candidatos únicos y privilegiados, y ganadores de antemano, no son ninguna señal porque siempre están allí, todo el año, igual que los frondosos bosques de árboles de la vida, metálicos también, que pueblan nuestro paisajes, árboles de mentira en lugar de árboles de verdad.
Se ven algunas mantas, o pasacalles, tendidas en alguna humilde esquina de la capital, con la propaganda de algún otro candidato, pero son más propias de elecciones estudiantiles o de kermeses benéficas. Además, ¿quiénes son esos candidatos? En la boleta electoral, el rostro del comandante Ortega está acompañado de otros cinco señores que se han puesto saco y corbata para la foto, pero a los que nadie conoce. Están allí para hacer bulto, para llenar la papeleta.
No ha habido esas ruidosas demostraciones de fuerzas de los partidos que se ven en América Latina en tiempos electorales, ni se vio la radio y la televisión inundadas de spots y anuncios de propaganda electoral. De todos modos, el estado deberá reembolsar a los partidos de la boleta unos 20 millones de dólares por gastos de una campaña que no han hecho. Un brillante negocio.
Los candidatos a presidente son personajes de opereta en unas elecciones bufas. Pero están, además, las decenas de candidatos sacados de la misma manga de la corrupción, candidatos a diputados, a alcaldes y concejales, para los que hay un nombre en la inventiva popular: "zancudos", porque su oficio es chupar la sangre del presupuesto nacional, y cada vez que hay elecciones como esta, aparecen en densas nubes, a ver qué sacan. Existieron bajo Somoza, y regresan ahora.
He visto uno que otro spot de televisión, tan ingenuos que parecen hechos en casa. Pero hay uno que se lleva las palmas. Es el del candidato a diputado por un partido cuyo nombre no recuerdo. Este personaje fue procesado por descalfo y lavado de dinero, delitos cometidos mientras fue funcionario público, y se hizo famoso porque utilizó las donaciones internacionales destinadas a los daños causados por el huracán Mitch, para construirse una mansión en la playa. En el spot, recuerda a los electores: "¡ustedes me conocen, voten por mí!". El cinismo raya en el absurdo. Vivimos una comedia trágica. No me cabe duda que lo veremos sentado en su escaño de la Asamblea Nacional.
Varios de los desconocidos candidatos a la presidencia de la república que figuran en la papeleta, han puesto a sus esposas a la cabeza de las listas de diputados, o lo han hecho los jefes de los partidos que son parte del magro espectáculo electoral. El ejemplo matrimonial cunde. Todas estas conyugues saldrán electas también, sin duda alguna. Son beneficiarias de los recuentos ya elaborados de antemano.
En Nicaragua ya se sabe no sólo quién va a ganar, sino cuántos votos sacará el triunfador. La pareja presidencial obtendrá al menos 85% de los sufragios, vaya a votar o no la gente. No hemos llegado aún a la unanimidad, pero es cuestión de tiempo.
Y aunque la gente no vaya a votar, ya se sabe que el nivel de participación será alto, está escrito también en los resultados ya preparados. No menos del 75% de los electores. No soy adivino, sino lector cuidadoso de las encuestas de opinión que manda a elaborar el partido oficial, para que todo calce luego.
Y como se va a necesitar fotografías con colas de ciudadanos votando, el Consejo Supremo Electoral ha dispuesto que en los recintos electorales, en lugar de varias urnas, ahora sólo haya una. Es un asunto escenográfico.
Nadie puede dar cuenta de las cifras reales, porque no hay fiscalización, ni nacional ni internacional. El propio candidato del partido oficial desterró a los observadores internacionales de estas elecciones en un discurso público, llamándolos sinvergüenzas, la OEA, la Unión Europea, el Centro Carter, sin que el Consejo Supremo Electoral abriera la boca.
Soy uno de los miles de ciudadanos que no tiene por quién votar. Las elecciones pluralistas en Nicaragua parecen en franco proceso de extinción, igual que los bosques, las selvas y las fuentes de agua. Pero no podemos resignarnos a ello. Quedarse sin democracia es quedarse sin país.

 

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2 de noviembre de 2016
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De la cítara

La concesión del Premio Nobel de Literatura de este año a Bob Dylan ha turbado a muchos, porque la Academia sueca abre sus puertas a los cantantes de música popular. Ya había roto sus cánones tradicionales el año pasado, al premiar a la periodista Svetlana Alexievich, lo cual asombró también a no pocos, y quisiera empezar mis reflexiones por este rumbo, el periodismo como género literario, antes de entrar a las canciones, también como legítimo género literario.

La extrañeza vino en aquel caso de que no se premiaba una obra de ficción. La Academia dijo de Svetlana que "su obra polifónica es un monumento al valor y al sufrimiento de nuestro tiempo"; y esa obra, de verdad polifónica, está compuesta de páginas en las que se relatan verdades, reportajes maestros que no tienen nada que ver con la imaginación, como es regla en el periodismo.

Y ahora, las canciones. ¿Por qué un músico, un cantante pop, un rockero? Es como si el olimpo de los dioses de la literatura se rompiera a pedazos ante una profanación semejante. Pero la decisión no es el fruto de un capricho, ni de una provocación. La secretaria permanente de la Academia, Sara Danius, al anunciar el premio declaró algo que me parece fundamental: "Si miramos miles de años hacia atrás, descubrimos a Homero y a Safo. Escribieron textos poéticos hechos para ser escuchados e interpretados con instrumentos. Sucede lo mismo con Bob Dylan. Puede y debe ser leído".

Tampoco improvisa cuando dice que "Dylan es un gran poeta en la gran tradición de la lengua inglesa desde William Blake en adelante, un creador que ha mezclado la música popular del blues del Delta y el folclor de los Apalaches con el simbolismo de Rimbaud, además de reinventarse de forma continua y construir una nueva identidad".  Para muchos es una forma desconcertante de distinguir a la literatura de los Estados Unidos, ausente de los premios Nobel desde la extraordinaria novelista Toni Morrison, galardonada en 1993.

Y para que quedemos aún más claro de la seriedad de esta decisión, otro de los académicos, Per Watsberg, afirma que Dylan es "probablemente el más grande poeta vivo". Y estamos hablando de la misma entidad que en los últimos treinta años ha puesto en su lista de premiados a Joseph Brodsky, Octavio Paz, Derek Walcott, Seamus Heaney y Wisława Szymborska.

Ciertamente, la poesía, en sus origenes, fue cantada en los atrios, en las plazas y en los mercados, y sus versos relataban historias de héroes y dioses, viajes, batallas, amores y tragedias. Salman Rushdie, que permanece con justicia en las quinielas del Premio Nobel, dice que Bob Dylan "encarna la condición del aeda, esa figura fundamental de la cultura antigua griega que fundía en su persona poesía, música, baile, canto, teatro, artes plásticas".

Por siglos la poesía siguió siendo cantada, un cantor acompañándose de un instrumento de cuerdas, y por eso tiene un metro, un ritmo, una cadencia. Los bardos, juglares, trovadores, son los poetas errantes que seguirán cantando la poesía, creándola y recreándola. No tenían enfrente un micrófono, ni sus canciones se grababan en discos, pero quienes los escuchaban guardaban en la memoria letra y melodía y podían recordarlas y repetirlas. Música y poesía. Volvemos a lo mismo cuando oímos a Paco Ibáñez, a Joan Manuel Serrat o a Amancio Prada, cantar a los poetas que leemos a solas.

Y es aquí adonde quería llegar. Aunque con ruidos disonantes, las puertas de la legitimidad poética se abren con esta decisión a la poesía popular cantada en todos los idiomas. Las letras de las canciones que lo merezcan, empezarán a entrar en las antologías de poesía, como debe ser. El Premio Nobel para Bob Dylan ayudará a borrar ese doble rasero que hipócritamente hemos inventado, el de exaltar la poesía escrita y despreciar la poesía cantada, tangos, boleros y baladas,  aunque nos conmueva y lloremos al oírla.

Ya Jorge Luis Borges nos había enseñado que no debe ser así. Escribió letras de milongas a las que Astor Piazzola puso la música. Hay poesías de Rubén Darío que pueden ser cantadas como tangos, o como boleros, pues tienen la medida justa para eso.

En adelante debemos hablar de las poesías de José Alfredo Jiménez y de Alfredo Le Pera, de Homero Expósito y Álvaro Carrillo. Es un largo viaje a través de los milenios, de la cítara a la guitarra. Por primera vez, un rapsoda recibirá el Premio Nobel con la guitarra en bandolera.

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19 de octubre de 2016
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