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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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El sueño de la razón

El triunfo de la revolución nicaragüense en 1979, hace cuarenta años, fue el fruto del heroísmo de miles de jóvenes combatientes que lograron derrotar al ejército pretoriano de Somoza, pero también lo fue, y en una medida trascendental, de una hábil y brillante operación política que movilizó a la población, despojó de temores a la clase media, pospuso las aprehensiones de los empresarios, logró una un sólido respaldo internacional, y una interlocución con el gobierno de Estados Unidos.
 

Una "transición ordenada" fue negociada con la administración Carter, lo que implicaba la salida de Somoza al extranjero con su familia y allegados, y la formación de un mando militar conjunto entre oficiales de la Guardia Nacional y comandantes guerrilleros. No resultó así al final, porque el vicepresidente Urcuyo, que solo debía entregar el mando a la Junta de Gobierno organizada en el exilio, desconoció el acuerdo, y eso precipitó el avance de las fuerzas insurgentes del FSLN y el desmoronamiento del ejército.

Los jóvenes en armas, y la gente que los apoyaba, jugándose también la vida, entendían poco de artificios ideológicos, y su urgencia era derrocar a una dictadura opresora y corrupta. Y allá abajo empezaron a juntar fuerzas antes de que se llegara a firmar un acuerdo de unidad entre las tres tendencias en que el FSLN se hallaba dividido.

Pero hay pecados capitales que definen la historia de un proceso revolucionario, y definen, en fin de cuentas la historia misma. Un pecado capital de los líderes de la revolución nicaragüense consistió en poner la ideología por encima de las posibilidades de la realidad. El socialismo, como idea redentora, despreció la realidad, y esta terminó imponiéndose.

Las concepciones leninistas sobre el poder no dejaban de flotar arriba, en el estrato de la vanguardia, encarnada en los nueve comandantes, dueños del papel de conducir una revolución, que, contraria a cualquier molde, se había hecho con novedad e imaginación.

Desde el primer momento, en el proceso revolucionario convivieron dos planos: las intenciones de crear a largo plazo de un estado socialista bajo la guía de un partido único, o al menos hegemónico; y la proclama de pluralismo político, economía mixta y no alineamiento internacional.

Antes de un año, la unidad de fuerzas políticas diversas que había hecho posible el derrocamiento de la dictadura saltó en añicos. Muy temprano el FSLN decidió que la responsabilidad de gobernar era en exclusiva suya, y este fue otro pecado capital. No sólo alejó a sus aliados, sino que les estorbó, o impidió, que formaran o consolidar partidos de oposición. Cuando fueron llamadas las elecciones de 1984, ya en auge la guerra de los contras, quiso atraerlos de nuevo, pero la administración Reagan les impidió participar como parte de la estrategia de cerco y debilitamiento que ya estaba en marcha.

En términos estratégicos, la revolución se amparó en el campo soviético, y en Cuba, para el apoyo militar, y para los suministros básicos que incluían el petróleo; mientras del otro lado prevalecía el embargo comercial de Estados Unidos junto con una decidida política de aislamiento que, a los ojos del mundo, situaba a Davis frente a Goliat.

La única posibilidad de redimir a los pobres era creando riqueza, pero la estatización de sectores claves de la propiedad, empezando por la agraria, y los controles del comercio exterior e interior, resultaron en fracaso; y la guerra vino a desbarajustar las iniciativas de transformación social que eran la razón de ser de la revolución.

La empresa privada sobrevivía maniatada, sin iniciativas ni confianza, sujeta a las expropiaciones arbitrarias, y después se fue también por el embudo de la debacle que representó la falta de divisas para los suministros básicos, la inflación y el desabastecimiento.

Nadie en la dirigencia sandinista imaginó a Gorbachov sustituyendo a los viejos carcamales del Kremlin, ni que años después aterrizaría el canciller Shevardnadze en Managua con la notificación de que era necesario entenderse con Estados Unidos para que la guerra de los contras terminara; es lo que ya se había acordado entre Washington y Moscú. Tampoco fue previsible la desaparición de la Unión Soviética ni la caída del muro de Berlín.

Cuando se impuso la necesidad de los acuerdos de paz con la contra, que también se había quedado sin respaldo del Congreso de Estados Unidos, vinieron, como consecuencia, las elecciones de 1990, que el sandinismo perdió. El proyecto hegemónico colapsó, y las concepciones ideológicas cogieron rápidamente herrumbre.

La revolución terminó entonces mediante una gran paradoja: por la vía de unas elecciones que eran el símbolo de la democracia representativa, que la teoría marxista rechazaba por opuestas a la democracia popular.

Quizás el más aleccionador de los pecados capitales de la revolución, vista ahora como un fenómeno ya lejano, es la concepción del poder político para siempre en manos de un partido, que viene a terminar indefectiblemente en el poder de una persona, o de una familia.

Siempre resulta que el sueño de la razón produce monstruos.

 

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8 de julio de 2019
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Juegos de espejos

El tirano Manuel Estrada Cabrera, cruel y extravagante, celebraba cada año en Guatemala las Fiestas de Minerva, unos fastos con procesiones de vestales y veladas artísticas en honor a la diosa de la sabiduría. Cuando en 1902 se dio una terrible erupción del volcán Santa María, resolvió que esa erupción no existía. El decreto se mandó a leer en las calles donde la gente oraba de rodillas, estremecida de miedo ante los continuos temblores y retumbos, y mientras la lluvia de cenizas volvía negro el cielo y hundía bajo su peso los techos de las casas, el empleado público que leía el decreto debía ser alumbrado por lámparas de carburo para cumplir su cometido.

En su alucinación, quien ostenta el poder absoluto se cree capaz de sustituir la realidad por otra que se avenga a sus designios. Pero es una representación teatral de muchos actores en la que alguien redacta el decreto aboliendo la erupción, alguien lo lee en las esquinas, alguien sostiene a su lado la lámpara buscando disipar la oscuridad.

"El poder altera la neuroquímica del cerebro", dice el neurólogo británico Peter Garrard; "lo degrada de forma más profunda y persistente cuanto mayor y más duradero es ese poder, y lo degrada del todo si carece de límites".

Pero en el cerebro de quien entra a participar de la simulación, se produce también, por reflejo, una degradación simétrica. "Cree más en lo que supone que ve su líder que en lo que ven sus ojos, compartiendo así su delirio; a veces anticipándose a él y siempre reforzándolo".

El neurocientífico de la Universidad de Ontario, Sukhvinder Obhi, explica que las neuronas del que obedece crean una "mímica inconsciente", de ahí que no necesita vivir algo en carne propia para sentir empatía con el que manda, cuya "experiencia" es suficiente para convertirse en la experiencia del obediente.

Es el papel de las "neuronas espejo", que produce el "efecto espejo". "El cerebro muestra un comportamiento distinto al realizar acciones que en el interior se sabe que son incorrectas o deshonestas, pero que brindarán bienestar individual y prosperidad". Esas acciones de obediencia crean una identidad colectiva. El ser parte de un cuerpo donde todos piensan de manera igual, da sentido de pertenencia.

El poder absoluto, al afectar el funcionamiento de las neuronas, erige fantasías persistentes que sustituyen a la realidad dentro de la cámara de aislamiento en que se convierte el cerebro. Desde el poder absoluto, que solo se rodea de silencio, de miedo y de aceptación servil, las conexiones con la realidad exterior se diluyen y van volviéndose cada vez más tenues hasta convertirse en lejanas señales de un universo ajeno.

Los vacíos que la falta de percepción del mundo real deja en la mente del que tiene en su puño todos los hilos del poder, son llenados por ideas inconmovibles que la disfunción neuronal representa en forma de símbolos absolutos, como son Dios, la patria, el pueblo, el partido, la historia, el destino, la felicidad, la alegría, el amor; y los súbditos, allegados, intermediarios, operadores, peones, al recibir esas percepciones reflejadas en el espejo, las hacen suyas y se comprometen con ellas.

"El poderoso pasa de gestionar la realidad tal como es, a estar convencido de que es él quien crea la realidad", dice Garrard, "y acaba por reñir con los hechos cuando no se ajustan a sus deseos". O busca modificarlos o alterarlos aún por medio de la violencia.

Y como se trata de una enfermedad transmisible, los seguidores, que han perdido el sentido común, llegan a creer que mientras mantengan su voluntad unidad a la de quien manda, sin la menor contradicción, esas ideas convertidas en símbolos, paz, amor, felicidad, se harán realidad; y para lograrlo, todo será digno de justificación, aún la cárcel, tortura, exilio; el crimen, los desmanes.

Los demás, que se han quedado fuera del círculo mágico que ampara el poder, o lo rechazan, también se convierten en símbolos, pero de carga negativa, y por tanto hay que disciplinarlos, y neutralizarlos. No valen la pena, son un estorbo, son prescindibles, son eliminables; la felicidad se construye sin ellos, y contra ellos. Es el sentido que siempre ha tenido la secta.

En la cabeza disfuncional del dictador no existe la ausencia de poder, la que sólo es posible en base a una concepción democrática que implica límites en el ejercicio del mando, y también en su duración. El poder para siempre no admite alternativas, y la secta tampoco admite ninguna posibilidad de sustitución del elegido por el destino, o por la historia, porque significa su propia desaparición, el abandono de su propia zona de confort.

De allí que debajo de la mentira de los símbolos pintados de alegres colores, lo que crece es la degradación, se multiplica la corrupción, se deforman las instituciones, y el ministerio encargado de la tortura pasa a llamarse ministerio del Amor, y el ministerio de la Verdad fabrica las mentiras.

Esa es la tragedia.

 

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26 de junio de 2019
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El gabinete de los prodigios del Doctor Toro

En la idea que tenemos de lo monstruoso campea la maldad. El monstruo, asociado a la fealdad extrema y a la deformidad en su forma física o representación, no tiene límite en su capacidad o posibilidad de hacer daño. Destruir, asesinar. "Monstruo" decimos de un asesino en serie, de un descuartizador de niños, de un violador sin alma.
 

Pero la palabra, que proviene del latín, no significa otra cosa que el prodigio creado por los dioses, no pocas veces amasado en la oscuridad de la culpa y el pecado, y viene a designar lo excepcional, lo que desafía los reglas de la naturaleza, alterándolas. En la mitología griega son los gigantes de un solo ojo, las mujeres con cabelleras de serpiente, los hombres con cabeza de toro o cuerpo de caballo.

Es lo portentoso, lo extraordinario, lo que no tiene comparación. Por eso Cervantes llamó a Lope de Vega "monstruo de la naturaleza". Zeus alabando a Hermes.

Hay otra manera, sin embargo, de acercarse a los monstruos, y aún vivir con ellos en la propia casa, tenerlos como parte de la familia. Y es la de Guillermo del Toro: verlos como los "otros" a los que tanto tememos porque no son como nosotros.

Este sería entonces el siglo de los monstruos: los que emigran huyendo de calamidades, la primera de ellas la pobreza, los extranjeros indeseables que cuando traspasan en hordas una frontera, son rechazados por temor. Lo primero que un monstruo inspira es miedo, porque es distinto.

Guillermo del Toro ha sacado en préstamo de su casa en Los Ángeles su colección de monstruos, desplegada en espacios entre góticos y victorianos. Convive con ellos en lo que llama su "bleak house", en homenaje a una de las novelas emblemáticas de Dickens, y los ha llevado a su ciudad natal en México para una exhibición memorable amparada por el Museo de las Artes, en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara: "En casa con mis monstruos".

No son sólo los suyos, creados en sus películas, sino todos los que le han fascinado desde la infancia, cuando era lector devoto de historietas cómicas y también los veía lleno de miedo en la pantalla del televisor. A la noche, asaltaban sus sueños. Aquel niño apasionado por la maravilla, y paralizado por el terror, tuvo que llegar a un acuerdo con las criaturas que lo acosaban: "si me dejan ir a mear, voy a ser su amigo toda la vida".

El gabinete de Guillermo del Toro es un retrato múltiple de sí mismo. Nos lo enseña con la escenografía de los gabinetes de curiosidades del siglo diecinueve, juntadas por naturalistas y viajeros, y llevadas bajo las carpas por los empresarios de espectáculos, tal el Museo de los Seres Increíbles que Phineas Barnum, después célebre cirquero, abrió en Coney Island. Allí podía admirarse tanto la momia de una sirena capturada en el mar del norte, como al diminuto general Tom Thumb, de sesenta centímetros de alto.

Hay algo de kitsch irresistible en el despliegue de esta colección "donde el placer no conoce la culpa": muñecas, máscaras, dibujos, grabados, pinturas, miniaturas, esculturas de cera, exvotos, santos de bulto, muebles, cortinajes, entre los que conviven Boris Karloff con la Bella Durmiente, Edgard Allan Poe con H.P. Lovecraft.

La curiosidad y la imaginación son mitades indisolubles en el alma de un niño que ve el mundo a través del lente de una camarita súper 8, y no deja de ser ese niño cuando se convierte en el director de cine que saca del sombrero sus criaturas prodigiosas, buscando demostrar que la monstruosidad tiene un sentido trascendente.

Su mejor modelo es la criatura del doctor Frankenstein, el desolado personaje de la novela tan victoriana de Mary Shelley. Al cobrar vida se plantea interrogantes angustiosas sobre su existencia, igual que nosotros mismos: ¿de dónde venimos?, ¿por qué existimos?, ¿qué hacemos en el mundo? Las de esta grotesco ser, sin armonía en sus facciones, son: ¿quién me creó?, ¿para qué me crearon?, ¿por qué estoy aquí? "Estas son preguntas monumentales", se responde del Toro. Alguien jugó a ser dios, y le dio la existencia.

El ser al que el doctor Frankenstein da un cuerpo y una mente, es la mejor representación del otro, del extraño, del que exacerba nuestro miedo, "lanzado a un mundo que no conoce ni entiende. Un ser incomprendido que necesita compañía y estima, y que sufre por ser constantemente rechazado".

Tras dejar atrás la abigarrada penumbra de las salas de exhibición, el gabinete de los prodigios del doctor del Toro se cierra con la caseta de tablas del puesto de revistas y periódicos, cercano a la casa de su abuela en Guadalajara, donde él compraba de niño las historietas cómicas. Fue rescatado de una bodega del Sindicato de Vendedores de Diarios, Revistas y Afines.

La primera estación del largo y maravilloso viaje de un monstruo creador de monstruos.

 

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10 de junio de 2019
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El festival que se fue al exilio

Hace casi ya medio siglo, con motivo de los 150 años de la independencia de los países de la región, celebramos en San José, Costa Rica, el Primer Festival Cultural Centroamericano bajo los auspicios del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA), del que era yo secretario general, y gracias al respaldo del gobierno de Costa Rica, cuyo presidente era entonces don José Figueres, uno de los personajes inolvidables de mi vida, el prócer que tras triunfar en la guerra civil de 1948 mandó a abolir para siempre el ejército, una de las grandes conquistas históricas de este país sin tanques de guerra ni aviones de combate.

Una gran fiesta cultural que hasta entonces no tenía precedentes, y de la que fueron parte una Bienal de Pintura, una Feria del Libro, un Festival de Teatro y un encuentro de escritores.

Desde entonces, y estoy hablando de mis años juveniles, la idea fue que si Centroamérica representaba una identidad cultural en su diversidad, debíamos apuntar a la excelencia por encima de la mediocridad para realzar esa identidad y esa diversidad: convocamos a la bienal a los mejores pintores y los premios fueron otorgados por un jurado que integraban Marta Traba, Fernando de Szyszlo y José Luis Cuevas. El premio mayor fue para el guatemalteco Luis Diaz, con el tríptico Guatebala.

El jurado del festival de teatro lo presidió uno de los grandes directores de Broadway, el panameño José Quintero, que entonces ponía en escena en exclusiva las obras de O'Neill. Y entre los escritores tuvimos a José Coronel Urtecho, Fabián Dobles, Carmen Naranjo, Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Cardenal, Rogelio Sinán, Álvaro Menen Desleal, Carlos Martínez Rivas, Augusto Monterroso. San José fue todos esos días la capital cultural centroamericana.

De allí viene Centroamérica Cuenta, que nació en Nicaragua en 2013 bajo esos mismos parámetros de excelencia, y en esta nueva gran aventura cultural de doble vía hemos ensayado a mostrar lo mejor de nuestra literatura, y traer hacia nosotros lo mejor de la literatura de fuera de nuestras fronteras.

Cuando la crisis que vive Nicaragua nos obligó a cancelar el encuentro del año pasado, buscamos un escenario alterno y encontramos asilo generoso en Costa Rica de parte del gobierno del presidente Carlos Alvarado, novelista él mismo, y de su ministra de cultura, Sylvie Durán, quien supo articular los apoyos nacionales necesarios.
Hemos aterrizado ahora en San José para abrir carpa con más de 130 invitados provenientes de 21 países, entre escritores, artistas, músicos, cronistas, cineastas, críticos literarios, editores, traductores, y promotores culturales, una semana de encuentros literarios en diversos escenarios, empezando por el emblemático Teatro Nacional. Y el festival se desarrolla en paralelo a la Feria Internacional del Libro. Otra vez San José capital cultural.

No podíamos haber encontrado una sede mejor que Costa Rica para seguir adelante con Centroamérica Cuenta, un país dueño de una dilatada tradición cultural, y que ha sido siempre, además, tierra de acogida para los centroamericanos forzados a huir de sus propios países ante dictaduras y golpes de estado.

La ola que ha empujado ahora a Centroamérica Cuenta hacia Costa Rica ha arrastrado a miles de refugiados que huyen de la persecución y la violencia, acogidos de manera hospitalaria, igual que tantos otros en el pasado. La sombra de la xenofobia existe, pero no es la norma. La norma es la generosidad.

Centroamérica es invisible por lo general, a no ser por las catástrofes políticas y naturales, pero igual que en el resto de nuestra América las calamidades y los desafíos de la realidad se trasiegan a la literatura. Es lo que Centroamérica Cuenta busca explorar.

La violencia, la opresión, el desarraigo, las emigraciones forzadas, la corrupción, las pandillas, los carteles del narcotráfico. Los abismos de miseria, la discriminación. La pobreza que crece a la par que crecen las fortunas descaradamente mal habidas.

No se trata de matricular a la literatura alrededor de un catálogo de temas obligados, porque la libertad creativa es insustituible; pero esas voces de la realidad tienen una fuerza de atracción poderosa para los narradores de historias, porque las vidas de los seres humanos son la materia de la literatura, y en la medida en que las vidas son afectadas por la anormalidad de la realidad, que es la anormalidad de la historia, la literatura sucumbe ante el peso de esas voces insistentes, y es entonces cuando la realidad se transforma en arte vivo, y la literatura imita a la vida.

Mientras en Nicaragua no existan condiciones de libertad y democracia que amparen un encuentro plural y libre que busca dar peso a todas las voces y exaltar la creación literaria como acto permanente de rebeldía, Centroamérica Cuenta habrá de vivir en el exilio.

En Costa Rica, o en cualquiera de los otros países centroamericanos donde ya somos reclamados, lo cual le da al festival, de todas maneras, una diversidad de escenarios que habrá de multiplicar su público. Lo cierto es que Centroamérica Cuenta seguirá contando.

 

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13 de mayo de 2019
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El poder y la locura

Los temas que la literatura nunca abandona, porque se hallan en la sustancia de la condición humana, son pocos: el amor, la locura, la muerte, el poder. Lo sabían bien los trágicos griegos, sabios en representar el poder como una forma de locura; y no hay nadie más explícito que Shakespeare al examinar esta enajenación capaz de trastornar el mundo. A Eurípides se atribuye una frase lapidaria, aquella de que los dioses vuelven loco primero a aquel a quien quieren perder, como ocurrirá con Ricardo III, "alguien criado en sangre, y en sangre asentado".
 

El poder entorpece la razón de quienes lo ejercen con desmesura, y entonces terminan llamando la atención de los dioses, que, según recuerda Herodoto, nunca se ocupan de las acciones de los pequeños e insignificantes, porque estos, alejados del ruido, no suelen despertar sus iras, "puesto que la divinidad sólo tiende a abatir a aquellos que descuellan en demasía". Para eso tienen a su disposición a Némesis, la deidad de la venganza, presta a lanzarse contra el demonio de la hubris, esa enfermedad que pierde a los mortales encumbrados en su vanidad y en su orgullo destructivo cuando son dueños del mando absoluto.

Némesis castiga sin piedad a quienes se erigen por encima de los demás mortales sin atender a ninguna clase de límites, sordos a los clamores de la ley y a las voces de la cordura, porque se convierten en posesos de esa hubris que emponzoña sus cerebros y los nubla de vapores maléficos. Es la locura a que Lady Macbeth incita a su marido para apoderarse del reino usando de los instrumentos más mortíferos y eficaces, la traición, la vileza, la falta de escrúpulos, la perfidia, y el asesinato como necesidad de estado.

El síndrome de hubris tiene hoy categoría clínica gracias al médico y político británico sir David Owen, quien define las características principales de este padecimiento mental, tan viejo y persistente, en su libro de 2008 En el poder y en la enfermedad; un trastorno de la personalidad que no se da sino en el medio de cultivo del poder, que lo activa y exacerba.

El poder que enajena los sentidos y altera radicalmente la conducta es aquel que llega a tener carácter de absoluto, y que ha sido conseguido gracias a un éxito aplastante, por ejemplo una revolución armada, un golpe de estado, un triunfo electoral avasallador que como consecuencia favorece la supresión de las reglas del juego democrático.

El predestinado obedece a su propia obsesión y se quedará por largos años, las más de la veces sin plazo definido, y sin controles ni contenciones, porque todo el aparato de estado llega a funcionar bajo su arbitrio único. El tiempo desaparece de su mente, y aún la idea de la muerte le llega a parecer extraña.

Quien consolida el mando sin término ni restricciones sólo atiende su propio criterio obsesivo; se niega a escuchar a los demás, rechaza los consejos, y quienes lo rodean temen expresar sus propias opiniones; la impulsividad se vuelve la regla, y el examen de los detalles al tomar las decisiones se torna irrelevante porque lo que importa son los propósitos mesiánicos. Es el iluminado sentado para siempre en el trono, contemplándose en el espejo de su propia gloria.

Es un poder narcisista, y lo único que vale es la búsqueda obsesiva de un lugar en la historia. El qué dirán de los siglos. Es cuando el dueño del poder absoluto comienza a hablar en tercera persona al referirse a sí mismo, o se envuelve en el nosotros mayestático. 

Ya no responde de sus acciones ante sus conciudadanos, sino sólo ante Dios, o ante la Historia, entelequias suyas. Y si de alguna manera llega a pensar que no es comprendido en su tiempo, tiene la certeza absoluta de que el futuro, que también es propiedad suya, le hará justicia.

Al alejarse del diálogo con sus consejeros y subalternos, se queda solo, por supuesto, ya que ahora sólo es capaz de hablar consigo mismo. Es el monólogo de la soledad, donde sólo hay autosatisfacciones y justificaciones complacientes ante cada acción emprendida. Así, la pérdida de contacto con la realidad se le vuelve imperceptible.

Y la visión mesiánica, que crece en el vacío de la irrealidad, no se cuida de los costos políticos, desde luego todas las decisiones son acertadas, y por tanto moralmente válidas. El dueño del poder, que es a la vez dueño de la verdad, se acerca al abismo sin darse cuenta porque no queda nadie que se lo advierta.

Némesis llega para restablecer el equilibrio natural del universo, en el que la desmesura debe ser corregida, no importan los costos, no importan el ruido y la furia con que el hubris se deshace en pedazos en su caída. Al fin y al cabo se trata de derribar ídolos de sus pedestales de cera, y el bronce hueco resuena en ecos contra el suelo.

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29 de abril de 2019
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Abril es el mes más cruel

​Abril es el mes más ardiente y desolado de lo que en Nicaragua llamamos el verano, que no es sino la temporada de la ausencia de lluvias y la sequedad de los campos, los ríos agostados y el sol a plomo que funde las visiones del paisaje en una bruma candente, desolación y también muerte. Porque abril ha sido siempre el mes de la muerte.

​Desde los tiempos de mi aprendizaje literario supe que abril era el más cruel de los meses gracias a las lecturas de La tierra baldía T.S. Elliot inducidas por José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal. Lo dice en la primera estancia, El entierro de los muertos: abril cría lilas en la tierra muerta, mezcla memoria y deseo.

​En esa desolación caliginosa de abril se dio la persecución y muerte de un puñado de conspiradores que en 1954 se alzaron contra el viejo Anastasio Somoza, fundador de la dinastía, y fueron asesinados en las cámaras de tortura del palacio presidencial.

​Era una rebelión de militares y civiles, y si se ensañaron con todos, fueron especialmente crueles con los militares, uno de ellos el capitán Adolfo Báez Bone, de quien el viejo Somoza había sido padrino de bodas. Cuando Anastasio hijo, que dirigía los interrogatorios, se acercó a él para insultarlo, amarrado de pies y manos a una silla como estaba lo escupió y la sangre manchó la guayabera blanca recién aplanchada del aprendiz de tirano, porque iba para una fiesta esa noche.

​Montes quemados para preparar las siembras, porque en mayo empiezan las lluvias, va recordando Cardenal en el poema Hora O este paisaje sollamado por la naturaleza y por la historia de opresión arriba y rebeliones abajo que cíclicamente hemos padecido.

​Hace un año, en un nuevo abril, estalló la rebelión popular contra Daniel Ortega, un alzamiento juvenil que habría de durar en las calles al menos seis meses y que ya entra en nuestros cantares de gesta. Una rebelión desarmada, pero reprimida con crueldad marcada por la venganza, igual que más de seis décadas atrás bajo otra dictadura.

​​El 4 de abril los estudiantes habían dejado las aulas para salir a protestar por un incendio provocado por depredadores, con la impunidad de siempre, en la reserva selvática Río Indio-río Maíz, y fueron reprimidos por las fuerzas de choque amparadas por la policía.

​​"Las calles son del pueblo", había sido la consigna convertida en regla por años, y esto quería decir, las calles son de las organizaciones del régimen. Un monopolio impuesto por la violencia y por el miedo.

​​Y poco después, el 18 de abril, ante un decreto que gravaba con un impuesto las magras pensiones de la seguridad social, una medida neoliberal como pocas, prendió toda la pradera. Cuando los ancianos salieron a protestar, fueron agredidos por las turbas oficiales, y entonces los estudiantes se lanzaron a respaldarlos.

​​La repuesta policial y paramilitar fue espantosa. Las cuentas de los organismos de derechos humanos no bajan de 500 asesinados, centenares de heridos, más de 600 prisioneros políticos, miles de desterrados, medios de comunicación clausurados, sus propietarios y directores en prisión o en el exilio.

​​En el país que fue presentado como el más seguro de Centroamérica, hoy el único turismo posible sería el de los amantes del riesgo extremo.

​​Y la economía se halla en ruinas. Sacarla del abismo tendría que ser un emprendimiento concertado por un nuevo gobierno democrático, porque Ortega perdió ya todas las posibilidades de futuro. Se niega a reconocerlo, y en cambio se empeña en ganar tiempo, cuando el tiempo yase agotó. Ni tiempo, ni espacio para maniobrar.

​​Abril devolvió el país a los jóvenes, quienes aún impedidos de marchar por las calles ante la amenaza de persecución y cárcel no dejan de pugnar por un cambio a fondo y la recuperación plena de la democracia. Y no han cesado los esfuerzos por hallar una salida concertada, que impida más derramamiento de sangre.

​​La Alianza Cívica, que representa a las fuerzas democráticas, logró firmar con los delegados del regimen en la mesa de negociaciones algunos acuerdos fundamentales, entre ellos la libertad de todos los presos políticos en un plazo de tres meses, y el restablecimiento inmediato de las libertades democráticas y el cese de la persecución.

​​Ortega se comprometió así a lo obvio, y a lo que de todos modos estaría obligado: cumplir con la Constitución; pero ha burlado esos acuerdos. Los presos siguen en las cárceles, y todo el que intenta manifestarse es apresado. Miles de policías y paramilitares siguen desplegados en las calles.

​​Y se ha negado a discutir el restablecimiento de la democracia, que empieza por la convocatoria a unas nuevas elecciones con fecha anticipada, con nuevas autoridades electorales, reglas transparentes, y observación internacional; con lo que, un año después del estallido liberador de abril, la crisis está lejos de resolverse.

​​Pero la hierba verde renace de los carbones, dice Cardenal en Hora O.

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15 de abril de 2019
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El poder y la muerte

Abdelaziz Bouteflika, el actual presidente de Argelia, viene de un pasado de lucha que ahora parece tan remoto, sobre todo a los jóvenes. Se alistó a los 17 años de edad en la guerra de liberación contra la égida colonial francesa, y tras la independencia conquistada en 1962 entró y salió de la cúpula del poder a lo largo de las décadas. Por fin llegó a la cúspide absoluta en 1999 al ganar las elecciones, para sumar ahora cuatro periodos.

Un total de veinte años en el poder, siempre triunfador por abrumadora mayoría de votos, tan abultada que desde lejos huele a fraude y engaño, en un país que lejos de los tiempos heroicos de la independencia, sufre la carcoma de la corrupción.

Ha envejecido, pero parece que no lo sabe, o no quiere darse cuenta. Ya tiene 82 años, más que suficiente para sentarse a contemplar el pasado de la propia vida. Pero desde su lecho de enfermo en un hospital de Ginebra, ya a las puertas del fin de su cuarto periodo, anunció que se presentaría por quinta vez como candidato.

El asunto es que los jóvenes que llenan las calles en tumultuosas manifestaciones en su contra, como no se veía desde la primavera árabe de 2010, no quieren saber nada de él. Entonces, mandó decir que ya no se presenta, y que llamará a elecciones, pero sin poner un plazo. Es decir, siempre se queda.

Bouteflika sufre de una ancianidad penosa. Tras un derrame cerebral severo, ha quedado sin la posibilidad de darse a entender de voz, y lo que quiere decir debe ser explicado por los médicos que lo custodian; cuando traga la comida el bocado suele desviarse a las vías respiratorias, lo que le causa infecciones severas en los pulmones; sus funciones neurológicas están deterioradas, y debe ser movilizado en una silla de ruedas.

Pero se cree insustituible. Sufre el síndrome del poder para siempre, tan conocido entre nosotros, obcecado en su ambición aunque sea al borde de la tumba, o convertido en su propia fantasma mudo.

Y por mucho que no pueda articular palabra, y se escape de ahogar cada vez que da un bocado, aunque tenga que ser asistido para realizar sus funciones fisiológicas, y que su dormitorio haya sido convertido en un cuarto de hospital, no cede, no se rinde. Prisionero de la enfermedad no la toma en cuenta, y si lo hace sopesa entre la enfermedad, que se queda en ilusión, y el poder, que se torna la realidad. El peor de los delirios.

En su balance, cada vez que abre los ojos rodeado de aparatos, tubos y batas blancas, se impone su amor malsano al poder aunque de verdad ya no lo ejerza, y otros se lo repartan para mandar en su nombre. No se reconoce como paciente geriátrico. El dolor, la incapacidad física, son prescindibles; lo que importa es no salirse de ese cono de luz que nunca va a apagarse aunque en el escenario lo que los reflectores alumbren sea su lecho. Una puesta en escena en la que atrás suena una fanfarria militar.

Y seguramente alguien le sopla al oído: usted es imprescindible, Excelencia, volverá a recuperarse, saldrá de nuevo al balcón para escuchar ese rumor inmenso de las multitudes, ese bramido que es como el del mar. Ese es su verdadero alimento, el único que no se va a las vías respiratorias. Y todo debe ocurrir como en sueños donde no se cuelan los gritos de verdad, los que exigen su marcha.

Pero Bouteflika y sus pares, porque los ejemplos sobran, tampoco conciben la muerte como algo que pueda afectarlos a ellos, en lo personal. La muerte es algo que ocurre a los demás. Un mal ajeno. Algo que le pasa sólo a los enemigos.

Es lo que consigna Oriana Falaci en su célebre entrevista del año 1972 al emperador Haile Selassie, quien entonces ya tenía 80 años. Ella hizo una pregunta final que lo desconcertó: "¿cómo mira a la muerte? Él se mostró extrañado: "¿A qué? ¿A qué?", preguntó a su vez. "A la muerte, Majestad", insistió ella. Y eso desbordó la paciencia del soberano, que ahora sí parecía haber comprendido: "¿La muerte? ¿La muerte? ¿Quién es esta mujer? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere de mí? ¡Fuera, basta!".

Allí, entre las paredes inexpugnables de su palacio de Addis Abeba, la periodista era para él la embajadora de la muerte, o la muerte misma que le recordaba lo indeseado, o lo que no existía del todo, o no debería insistir. Moriría tres años después, pero por supuesto no lo sabía, ni querría saberlo.

El poder para siempre, regalo de los dioses, o de la represión sangrienta y los votos falsificados, es consustancial con la idea de inmortalidad. Y se convierte en una piel que jamás se arruga, recubre el cuerpo del que lo detenta renovándose una y otra vez, como las mudas de las serpientes.

 

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18 de marzo de 2019
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La palabra que huye

Las mesas de conversación literaria en el Festival Correntes d'Escritas celebrado en Póvoa de Varzim giran alrededor de versos sacados de las poesías de Sophia de Melo Breyner, la gran escritora portuguesa muerta en 2004. 

"En el punto donde la soledad y el silencio/se cruzan como la noche y como el frío/esperé como quien espera en vano/tan nítido y preciso era el vacío...", dice la estrofa de cuyo último verso he debido sacar mi propia reflexión.

Para un escritor de empeño diario no existe vacío más absoluto y aterrador que el de la página en blanco. Esto puede ser ya un lugar común, pero no por eso es menos verdadero. 

El miedo a lanzarse a la nada tecleando la primera letra de una palabra que se enlazará en una frase que tememos desde ya fallida; de allí la parálisis de los dedos que se resuelve en la vacilación, el intento frustrado que quedará lejos de lo que la idea busca decir. Entonces las tachaduras repetidas, la frustración ante la mañana de trabajo que avanza sin frutos, las hojas arrugadas que llenan el cesto de papeles. 

Robert Graves dice en Adiós a todo eso, que nunca olvidó el consejo del director de la escuela secundaria que dejaba en 1914 para irse las trincheras al empezar la primera guerra mundial: "recuerda esto, tu mejor amigo es el cesto de papeles".

Cuando viví en Berlín Occidental en los años setenta del pasado siglo, como escritor en residencia, me sentaba todas las mañanas del mundo frente a la máquina, dichoso de que una fundación benéfica me pagara solamente por escribir. 

Me convertí entonces en el mejor cliente de la papelería de la esquina en mi barrio de Wilmersdorf. Enemigo de las tachaduras, sacaba del carro hoja tras hoja, que iban a dar al cesto que de manera tan fiel custodiaba mi trabajo a mis pies.

Era porque no sólo pretendía la página perfecta en términos de la escritura, eso que nunca se consigue, sino también en cuanto a la estética visual: nada de tachaduras. Una manía doble: buscar el párrafo exacto y, además, limpio ante el ojo.

Ahora, la página en blanco tiene en la pantalla de la computadora esa misma pureza del papel. Pero ya no hay el problema estético de la página que debe parecer perfecta a la vista. No hay borrones innobles, no hay tachaduras que despiertan la ira reprimida que trae consigo digitar mal más de una vez. Cada párrafo es visualmente puro porque el ojo no tiene pretexto para las inconformidades. 

Pero es una perfección mentirosa, porque la página digital lo único que sabe es guardar falsas apariencias. Si dejáramos esa página sin reparos ni castigos, estaríamos andando por el camino de la mala escritura, aquella que pretende no necesitar nunca correcciones.

Y aunque corrijo muchas veces en la pantalla, en algún momento hay que imprimir esa página para llevarla al mundo real del papel, y entonces, empezar a corregir con el lápiz afilado, a luchar cuerpo a cuerpo con las palabras hasta el amanecer, como Jacob con el ángel, hasta derrotarlas, aunque terminemos descoyuntados.

Vladimir Nabokov explica este desajuste entre palabra e idea en La verdadera vida de Sebastián Knight: Hay que cruzar ese "abismo que se abre entre la expresión y el pensamiento"..."ninguna idea real puede decirse que exista sin las palabras hechas a su medida..." 

Hacer que las palabras se acerquen lo más posible a las imágenes desplegadas en la mente. La palabra exacta, dice Flaubert. "Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la escogencia de las palabras" escribe en una carta Louise Colet. 

La palabra que calza como anillo al dedo. La pieza adecuada, el tornillo, la biela, colocados en el lugar preciso de la máquina para que pueda andar con armonía, sin notas desafinadas ni ruidos molestos.

"Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo", dice Rubén Darío en un soneto en que late esta ansiedad por la búsqueda de la exactitud verbal, sólo para lamentarse adelante: "Y no hallo sino la palabra que huye...".

O como se reclama Octavio Paz en Las palabras: "Dales la vuelta/ cógelas del rabo (chillen, putas)/azótalas/...haz que se traguen todas sus palabras..."
La página en blanco está llena de sombras, de palabras fugitivas. Hay que buscar atraparlas, y eso significa atrapar la gracia. La escritura es un milagro provocado. Y no pocas veces un milagro una y otra vez corregido.

 

 

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5 de marzo de 2019
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El pupulculo

Del vocabulario de mi infancia hay palabras que aún me divierten por su significado, aunque no se usen más en Nicaragua, o se utilicen poco, porque ya se sabe que la lengua es cambiante, y mientras inventa vocablos nuevos, manda a otros al botadero de los chunches viejos. Recuerdo, por ejemplo, el término pupuluco.

Recientemente, en un chat de amigos, uno de ellos usó esta palabra, ahora misteriosa para muchos, y otro, más joven, preguntó qué significaba y de dónde venía. Me pidieron a mí que aclarara, concediéndome las virtudes de académico, de las que no me ufano.

Pareciera que se tratara de una especie zoológica, el pupuluco, un animal huidizo como el cusuco, o dormilón como el cuyús. O de costumbres indefinidas, como el sisimico, que es un animal sobrenatural; pero más bien designa a otra fauna muy común, la de los constantes e indecisos, de esos que nunca dan el paso adelante.

Pupuluco, en su acepción original, es alguien que no se da entender bien, se enreda al hablar, o se expresa de manera incomprensible. La palabra es gráfica por sus sonidos, y ya oímos en ella la vacilación. 

Como tantas otras de las que usamos a diario, esta viene del náhuatl popoluca o popoloca: "el que habla como balbuceando", que los aztecas aplicaron a diferentes pueblos de otras lenguas; pero los popolucas, como tales, eran de ascendencia olmeca y habitaban en el sur de México; como no hablaban el náhuatl, la lengua de la corte y el comercio adoptada por los aztecas, los consideraban bárbaros.

También los chontales en Nicaragua eran considerados bárbaros por los náhuatles y chorotegas, y además de tratarlos de manera hostil, viendo siempre en ellos al extranjero, calificaron a su lengua como popoluca, por enredada.

De allí, por un cambio fonético, pasamos al pupuluco, que de su sentido original se extendió a todo aquel que, como ya dijimos, vacila en sus posiciones, y, por tanto, falto de decisión, se enreda al hablar por su falta de atrevimiento con la verdad.

Todo aquel que a la hora llegada no toma una posición clara, y se va por las ramas, es un pupuluco, aquel que no se sabe si va o viene, o en que pie está parado. "Te veo muy pupuluco, qué te pasa", era una expresión muy común.

También para el pupuluco hay otro nombre que ya no tiene origen indígena, sino que proviene de una de esas fabricaciones que se hacen en los laboratorios del idioma: siquisnoquis: sí y no al mismo tiempo, o ni sí ni no, la dualidad en todo su esplendor. O como dijo Rubén Darío de uno de los médicos que lo atendía, ya en su lecho de muerte, porque no se atrevía a dar nunca un criterio terminante: "una nulidad sonriente".

De los pupulucos y los siquisnoquis está empedrado el camino de la cobardía. No definirse es esconderse. El cabildo de León, cuando llegó a sus manos el acta de independencia de Centroamérica aprobada en Guatemala en 1821, no dijo ni sí ni no. Simplemente decidió esperar a que se aclararan los nublados del día, y así consta en el acta que firmaron, y que por eso pasó a llamarse "el acta de los nublados". Bien pudo llamarse "el acta siquisnoquis de los pupulucos".

De todo esto se deriva también la muy gráfica palabra gallo-gallina. Pupulucos, siquinosquis, gallo-gallinas; y yendo a los terrenos más generales del idioma, nos hallamos con aquellos que no son ni chicha ni limonada, todo lo cual viene a ser lo mismo. Los que escogen la neutralidad como una de manera de ser y no cometen nunca el pecado de tomar partido, y por eso mismo vacilan, farfullan y se enredan al hablar, como verdaderos pupulucos que son. Por ejemplo, los que adelantando en alto las palmas de las manos exclaman: "¡yo no me meto en política!". Y al no meterse, ya están tomando partido.

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26 de febrero de 2019
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Promesas rotas

Tras la debacle sufrida por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en las elecciones presidenciales, los 14 comandantes históricos que forman la cúpula suprema, anunciaron su jubilación a través de Medardo González, secretario general, asumiendo "la responsabilidad de los resultados electorales".

Toda una novedad en un partido que por su autoproclamada naturaleza revolucionaria, está en la lista de aquellos que conceden a sus dirigentes históricos el privilegio de la inamovilidad. Sorprendente, porque es lo que ocurre en las formaciones políticas modernas, sobre todo en Europa, donde los derrotados renuncian por regla y se van para sus casas.

Tanto el Frente Farabundo Martí como el Frente Sandinista de Nicaragua estuvieron divididos en tendencias y llegaron a alcanzaron la unidad; y tras el triunfo de 1979, el sandinismo se lo jugó todo de cara a Estados Unidos para apoyar a la organización salvadoreña en armas.

La razón que la administración Reagan alegó para financiar a los contras que trataban de derrocar al gobierno sandinista, fue que sólo buscaba interrumpir las líneas de apoyo logístico que iban desde Nicaragua hacia la insurgencia en El Salvador; si ese apoyo cesaba, la revolución nicaragüense sería dejada en paz.

El respaldo continuó por una década, a un costo desmesurado, pues la guerra de los contras devastó a Nicaragua; y lejos de un triunfo militar, lo que el FMLN consiguió fue un acuerdo paz con el gobierno del presidente Alfredo Cristiani, del partido ARENA, firmado en México en 1992, lo que le permitió convertirse en una fuerza política a cambio del abandono de las armas.

Desde entonces se creó un tenso equilibrio político entre dos partidos, ARENA a la derecha, y el FMLN a la izquierda, el cual duró cerca de treinta años, al viejo estilo tradicional latinoamericano donde el escenario se solía dividir entre dos fuerzas históricas de signo contrario. Hasta que, igual que en otros países, llegó la hora de las terceras fuerzas, con el triunfo aplastante de Nayib Bukele.

El FMLN llegó a conseguir un caudal de votos suficientes para emparejar a ARENA como fuerza parlamentaria, y después pudo conquistar la presidencia en 2009 con Mauricio Funes, ajeno a las lides guerrilleras, y luego en 2014 con uno de sus fundadores, el comandante Salvador Sánchez Cerén.

Una guerrilla que llevó adelante una lucha sacrificada de años, y vivió los riesgos del combate en el que tantos cayeron, al convertirse en partido político, y alcanzar el poder, despierta inmensas esperanzas, sobre todo entre los más humildes.

Confían en que se cumplan las promesas heroicas que marcaron los años de combate. Esperan una forma de hacer política alejada de la demagogia, esperan la restauración de la ética.

Si advierten que quienes se han comprometido a cerrar los abismos de pobreza y acabar con la corrupción olvidan lo que ofrecieron, y todo sigue siendo lo mismo, harán lo que ha sucedido, castigar al partido de las promesas rotas.

¿Cómo es posible que un partido que se presenta como encarnación de la causa de los pobres, ampare a alguien acusado de corrupción?, es una de tantas preguntas dolidas de quienes han dejado de votar al FMLN. Funes, reclamado por la justicia salvadoreña, se encuentra prófugo en Nicaragua, donde ha recibido asilo político de parte del gobierno de Daniel Ortega, sin que el gobierno de Sánchez Cerén haya reclamado su extradición.

No es de extrañarse entonces que tantos centenares de miles desertaran para ir a votar por Bukele, expulsado antes de las filas del partido por contradecir la línea ortodoxa, y que siendo tan joven haya atraído el voto de los jóvenes.

La renuncia de la cúpula histórica abre esperanzas, pero también interrogantes. ¿Habrá de verdad una nueva dirigencia del FMLN renovada, abierta al libre debate de las ideas y a la pluralidad interna de opiniones? ¿O se trata sólo de instalar otras caras viejas fieles al pensamiento vertical y único?

Apenas en 2015, el FMLN estableció oficialmente que "un elemento esencial del fortalecimiento ideológico y político es erradicar de sus filas cualquier vestigio de la ideas reformistas, derrotistas y claudicantes...". Entre quienes ahora hacen mutis, una de las altas dirigentes dijo tras conocerse los resultados electorales: "nosotros somos más que votos".

Esa no es sino la vieja idea de la vanguardia, que se sitúa por encima de la voluntad popular, aunque pierda. Así no hay renovación posible. Por eso, el FMLN sólo podrá sobrevivir si quienes asumen las riendas abren puertas y ventanas y dejan entrar la luz y el aire.

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18 de febrero de 2019
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El Boomeran(g)
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