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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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La vieja utopía en ruinas

La última vez fue estuve en Venezuela fue en 2007, tiempo ya lejano en que el chavismo buscaba consolidarse apretando todas las tuercas posibles de la maquinaria de poder, para convertir, tantos años después, la incierta utopía del socialismo del siglo veintiuno en la alucinante distopia que es ahora. Y me acompañaban entonces dos libros que me ayudaban a entender el paisaje viviente, la novela País Portátil, de Adriano González León, ganadora del premio Seix Barral en 1967; y Chávez sin uniforme, escrito a dos manos por Cristina Marcano y Alberto Barrera Tyszka, entonces recién aparecido.
 

Uno podía entonces imaginar aún a Venezuela de dos maneras: como en la historia del rey Midas, que todo lo que tocaba lo convertía en oro, aún los alimentos que se llevaba a la boca, de modo que por eso mismo se moría de hambre; o como el glorioso país de Jauja, donde llueven del cielo longanizas y jamones, y estando todo tan a mano, no se necesita ni arar ni aserrar.

Arturo Uslar Pietri llamó una vez a sus conciudadanos a dedicarse "a sembrar el petróleo", en lugar de gastarlo sin reflexión. Hoy en día, en el mundo distópico que es Venezuela, eso de sembrar el petróleo parece una imagen extravagante, cuando falta hasta la gasolina, si antes un litro de combustible fue más barato que un litro de refresco.

"Detrás de un Mitsubishi hay gente comprometida", rezaba el lema de un anuncio de página entera, cuándo aún había diarios impresos: un ejército de técnicos sonrientes, vistiendo sus uniformes de faena, custodiaba un deslumbrante modelo Lancer. La palabra compromiso, igual que la palabra revolución, pertenecían al léxico sagrado de Chávez, y el mercado, batiéndose ya en retirada, aún podía sacar partido a los eslóganes revolucionarios.

Para las compañías que vendían autos, era una fiesta. "Venezuela rueda, y rueda en carros y camiones hechos en Venezuela", dice el anuncio de la Chrysler citado como epígrafe en País portátil. Todavía en 2007 había colas de espera de hasta seis meses para recibir el modelo de coche reservado, Mercedes, Jaguar, Hummers. Y una fiesta para los cirujanos plásticos. Una muchacha solía recibir como regalo de sus padres, al cumplir los quince años, un lift de los senos, no en balde el país producía reinas de belleza en serie.

Pero Venezuela se había convertido también en los años setenta, gracias a la misma bendición inagotable del petróleo, tan mal repartida, en un foco cultural único: el premio de novela Rómulo Gallegos, que fue el más importante del continente; la Biblioteca Ayacucho, dirigida por Ángel Rama, que se propuso publicar todos los libros capitales de la cultura latinoamericana; y teatros, editoriales, revistas; periódicos innovadores como El diario de Caracas, que dirigió Tomás Eloy Martínez.

El personaje de País Portátil, un combatiente guerrillero, busca en la lucha clandestina lo que aún es posible para la utopía personal en los años sesenta, las claves perdidas del país desigual en que ha nacido. Hoy, las lecturas utópicas de la historia no son posibles, porque la utopía se ha degradado hasta la caricatura, convertida en un adefesio mentiroso, burocrático y letal. Por eso es que las novelas que escriben los jóvenes para contar el siglo veintiuno venezolano, son distópicas.

The Night, por ejemplo, de Rodrigo Blanco Calderón, ganadora de la Bienal de Novela Vargas Llosa: Caracas en la oscuridad de los apagones como un cementerio sin voces, siendo como fue la ciudad más ruidosa del mundo, el alucinante retrato en sombras de un inframundo donde los psicópatas andan sueltos como almas en pena. El poder de mandíbula insaciable que mastica seres humanos en la oscuridad.

Y La hija de la española, de Karina Sainz Borgo, premiada en España, Francia y Alemania, que recién he leído, y que ha provocado este artículo. Es un libro que se lee con creciente sensación de asfixia, el lector mismo acorralado en la trama donde la protagonista se pierde en un laberinto que parece no tener vía de escape.

Caracas ha dejado de ser la ciudad abierta, de agudos contrastes, donde la gente discutía a grito partido en los bares como si se estuviera matando, para estallar luego en ruidosas carcajadas, para convertirse en un escenario de agria confrontación sin escape posible; porque el poder de garras sucias que controla a la gente, invade viviendas, tirotea a los disidentes en las calles, llena las morgues de cadáveres sin nombre.

Entonces, Adriana Falcón, expulsada de su casa, busca refugio metiéndose dentro de la identidad de Aurora Peralta, su vecina, hija de una inmigrante española. El cambio de identidad es la única puerta para escapar del infierno que arde día y noche en las calles, partidas de motorizados, la policía coludida con los acólitos del poder de "los hijos de la revolución".

 Y la Mariscala, y sus secuaces, personajes de los bajos fondos que repiten los eslóganes encendidos que se cantan a ritmo de reguetón, mientras trafican con los alimentos de la cartilla de racionamiento, son la imagen última de la metamorfosis entre la vieja utopía en ruinas y la distopia que arde en las fogatas callejeras con llamas de azufre.

La redención prometida, ha terminado en una fantasmagoría de esperpentos.

 

 

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4 de agosto de 2020
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La cosecha que no se acaba

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los hechos desafían a relatarlos. Se saben novela, y buscan convertirse en novela. De allí la fascinación incesante por las dictaduras y los dictadores.

Me gusta recordarlo cuando vuelvo a las páginas de Democracias y tiranías en el Caribe, un libro escrito en los años cuarenta del siglo pasado por el corresponsal de la revista TIME, William Krehm, en el que desfilan los déspotas de nuestras banana republics de Centroamérica, época de la política del buen vecino del presidente Franklin Delano Roosevelt. Es un reportaje, pero parece más bien una novela, o incita a verlo como novela.

Ese término banana republic, que luego se convirtió en una marca de ropa, fue creado por O, Henry, uno de mis cuentistas preferidos, en su novela De Coles y Reyes, escrita en el puerto de Trujillo, en Honduras, donde se había refugiado tras huir de Estados Unidos, acusado de desfalcar un banco en Austin, Texas. En Trujillo había sido fusilado en 1860 el filibustero William Walker, quien quiso apoderarse de Centroamérica, y de allí partían ahora los barcos bananeros de la "flota blanca" hacia Nueva Orleans.

El libro de William Krehm es un verdadero bestiario político. Empieza con Ubico, disfrazado de Napoleón, sigue con el general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador, teósofo y rabdomante, que daba por la radio conferencias espiritistas, y a quien no tembló el pulso para ordenar en 1932 la masacre de cerca de 30 mil indígenas en Izalco; el general y doctor en leyes Tiburcio Carías Andino, de Honduras, cuya divisa era "destierro, o encierro, o entierro"; y el general Anastasio Somoza García, de Nicaragua, con su zoológico particular en la loma de Tiscapa, donde los reos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.

En términos contemporáneos, el dictador se convierte en la literatura hispanoamericana en una tradición que iniciaría en 1926 don Ramón del Valle Inclán con la publicación de Tirano Banderas, dictador de la ficticia Santa Fe de Tierra.

Pero, en realidad, la primera novela que se escribe sobre este tema es El Señor presidente, que Miguel Ángel Asturias empezó a esbozar en Guatemala en 1922, cuando tenía 23 años, y continuó en París entre 1925 y 1932, y que no se publicaría sino en 1946 en México.

El dictador, y la manera cómo las vidas son alteradas y trastocadas bajo su peso sombrío, siguió pendiente en nuestra literatura como una obsesión que no había manera de saciar, en la medida en que estos personajes de folclore sanguinario, que de tan reales se vuelven irreales, no desaparecían del paisaje.

En Yo el Supremo, de 1974, Augusto Roa Bastos regresa al siglo diecinueve para retratar al doctor Gaspar Rodríguez de Francia, obcecado con la eternidad del poder mientras en la soledad de la Casa de Gobierno, se lo va comiendo de puro viejo la polilla. Ese mismo año aparece El recurso del método de Alejo Carpentier, y al siguiente El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. Un ciclo que se extiende hasta La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, de 2010.

La tendencia a leer la historia como una novela, o a tratar de recrearla como una novela, sigue viva, y siguen vivos los tiranos. Aún hay que agregar a esa lista negra a los del siglo veintiuno, pues seguimos siendo pródigos en producirlos. Nicaragua es un ejemplo.

 

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27 de julio de 2020
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Contrapunto entre mezquindad y grandeza

En el año 2003, cuando era profesor visitante en la Universidad de Maryland, me senté frente al televisor una noche de marzo para ver el ritual de la entrega de los premios Oscar de ese año, esa larga y aburrida ceremonia que tiene tanto del glamour de las revistas del corazón, y tanto de excelsa mediocridad.

Soportaba la larga ceremonia porque esperaba su momento cumbre, cuando Elia Kazan habría de recibir el Oscar por su obra de toda la vida. Algunas de las estrellas de Hollywood que ocupaban las butacas del teatro cumplieron la consigna de no ponerse de pie, ni aplaudir, mientras otras lo aclamaban. Y yo me sentía parte de los dos bandos. 

Una parte de mí me decía que alguien que había denunciado a sus compañeros ante el tribunal de la inquisición montado por el senador Joe McCarthy para perseguir a los sospechosos de izquierdistas y comunistas como herejes, en el clímax de la guerra fría, no merecía siquiera un desvelo; y la otra parte me retenía en el sillón porque se trataba de unos de los directores que más he admirado.

En abril de 1952, Elia Kazan se presentó a declarar ante el Comité contra Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes, que entonces sembraba el terror entre intelectuales, escritores y cineastas, inmediatamente después que había participado en la ceremonia de la entrega de los Óscar de ese año, nominado para recibir el premio al mejor director por Un tranvía llamado deseo.

La pregunta acerca de si es posible separar la política y el arte no es la correcta en este caso. Importa poco, y cada vez importará menos, la biografía política de Kazan, miembro del partido Comunista primero, y luego, reacio a que sus ideas artísticas tuvieran que ser aprobadas por algún burócrata de corte estalinista, renunció a su militancia.

La verdadera pregunta se abre al confrontar el hecho de que se hubiera sentado frente a un tribunal inquisitorial para suministrar una lista de sus compañeros de oficio, peligrosos para la seguridad nacional de Estados Unidos. Y peor la contradicción, cuando recordamos que en sus películas exaltó siempre la libertad del individuo en contra de la injerencia del estado, la misma que defendían Tennessee Williams y Arthur Miller; esa injerencia totalitaria que McCarthy, un fanático, representaba.

El conflicto se presenta entonces entre arte y ética, y no entre arte y política. ¿Cómo aceptar que alguien que fue capaz de realizar Nido de ratas, haya sido antes capaz de arruinar para siempre a otros de su mismo oficio al denunciarlos? Mezquindad contra grandeza. Los delatados, actores, dramaturgos, guionistas, camarógrafos, mucho de ellos inmigrantes pobres como el propio Kazan, no volvieron a recibir jamás un contrato en Hollywood. 

Y no lo hizo por miedo, según confesó él mismo, sino "por principios", aunque al mismo tiempo de condoliera de la suerte de alguna de sus víctimas, entre las que se hallaba nada menos que Dashiell Hammett, el gran maestro de la novela negra. Tuvo "remordimientos por el costo humano" provocado, pero no se arrepintió, porque consideraba "haber hecho lo correcto para proteger su carrera, y porque creía que, de lo contrario, hubiera beneficiado al Partido Comunista", y por tanto no tenía ninguna culpa que expiar.

Quienes se oponían a que Elia Kazan recibiera aquella noche el Oscar por la obra de su vida, lo que alegaban era estas razones éticas, y no la excelencia de sus películas, que está fuera de toda discusión. ¿Es posible separar una y otra cosa, admiración y condena? Intenté hacerlo entonces, frente al televisor, y no lo logré. Intento hacerlo de nuevo ahora, cuando se vuelve a hablar tanto de la conducta de los artistas y de las consecuencias de esa conducta para su obra, y tampoco lo he logrado.

Hubiera preferido un Elia Kazan convencido de que la delación no cabe en ninguna escala ética, ni se puede vivir con ella. Así lo creyeron Chaplin y John Houston, que se fueron al exilio, y Humphrey Bogart, que tampoco se doblegó. Ése Elia Kazan, y no el que se sentó frente al rabioso comité cazador de brujas, pero cuyas películas seguiré viendo con la misma admiración, aunque a alguien se le ocurra ponerlas en una lista negra.

George Steiner recuerda a Wagner y a Céline, odiosos antisemitas. A Heidegger, "el más grande entre los pensadores y el más mezquino entre los hombres", admirador del Führer. "Así pues, tal vez nuestra suerte sea no llegar a conocerlos", dice. Pero estar dispuestos a defender que sus obras son imprescindibles y nadie debería ni expurgarlas ni prohibirlas.

En una de sus reflexiones más rotundas sobre el arte de escribir, Flaubert afirma que su mayor aspiración era desaparecer detrás de sus libros, y no al revés, cuando la personalidad del autor, y sus opiniones, o su conducta, se vuelven más importantes y conocidas que su propia obra literaria. Desaparecer detrás de un libro, de una película, de un cuadro.

A fin de cuentas, si a un autor de lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando.

 

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20 de julio de 2020
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El mundo que da miedo

He vuelto a ver el video donde el tenor polaco Leszek Świdziński canta Nessun Dorma en un patio rodeado de los edificios de un hospital de Varsovia, por cuyas ventanas se asoman médicos, enfermeras, pacientes con mascarillas, mientras los miembros del coro, vestido de cualquier manera, y como si pasaran por el patio por mera casualidad, van juntando sus voces. Al final, los espectadores enclaustrados aplauden, lanzan vivas al tenor. Son voces remotas, como de otro mundo. El mundo del encierro. Siento que podría contemplar la escena desde una de esas ventanas.

El aria de Puccini, ascendiendo hacia el pozo de luz arriba de los edificios grises, suena más triste que nunca. Nadie duerme. Nadie sabrá mi nombre. Un beso fantasmal del que nadie sabrá nada nunca. Por desgracia hay que morir. Que se vaya la noche. Que se pongan las estrellas. El amanecer será un triunfo. ¿Vendrá el amanecer?

Me han fascinado esos videos para promover el gusto por la ópera, donde los cantantes andan por las plazas, los cafés, los centros comerciales, los mercados, disfrazados de paseantes, de empleados y compradores, y de pronto el tenor, o la soprano, rompen a cantar, se les junta el coro, van llegando uno a uno los músicos con sus instrumentos, y la gente se detiene primero extrañada, luego empieza a prestar atención, hasta que se siente en el concierto.

Qué otro escenario más espléndido que el café Iruña de Pamplona para el coro del brindis de La Traviata. En el mercado de San Ambrosio, en Florencia, la mezzosoprano disfrazada de expendedora de carne se quita el mandil y empieza a cantar una de las arias de Carmen. Un celista toca en solitario en el Crystal Court, un mall de compras de Minneapolis, la gente pone billetes en el sombrero que tiene a sus pies; van llegando más músicos, comenzamos a identificar los acordes de la Oda a la alegría, llegan los cantantes del coro, y ahora estamos dentro del torbellino ascendente de las voces que reclaman esperanza y contento para la humanidad.

Estos videos son de hace tiempo, diez años a lo menos. Es un pasado demasiado remoto, ahora que el tiempo se ha quebrado en astillas y nos cuesta más recomponer el cuadro del pasado, cómo fue, que fuimos, y del futuro sólo tenemos una visión borrosa y llena de signos abstractos incomprensibles, como en las pantallas nevadas llenas de ralladuras negras de los viejos televisores cuando se iba la transmisión.

Hasta ayer mismo teníamos una idea más o menos razonable del tiempo transcurrido y por transcurrir. En el fondo de nuestras mentes reposaba esa idea silenciosa de que el progreso es inevitable, y veíamos cómo los sistemas y objetos, fruto del afán tecnológico, y de la capacidad de invención, se sucedían unos a otros para volverse al rato obsoletos; y, como en ninguna otra etapa de la civilización, teníamos cada uno un cuarto atiborrado de trastos envejecidos prematuramente.
Y la mejor novedad tecnológica era la prolongación de la vida. Adivinar por adelantado los pasos de la muerte. Medicamentos inteligentes. Cirugías sobrenaturales. La longevidad como panacea. La vejez saludable, sin carencias, empezando por el vigor sexual. Un fetiche benefactor llamado calidad de vida.
Y, de pronto, lo que tenemos es incertidumbre. De la seguridad del progreso que vuela en alas del ángel de la historia, hemos pasado a escuchar el fragor del huracán que arrastra esas alas hacia atrás, para recordar la reflexión de Walter Benjamín frente al cuadro de Klee. Sabemos que estamos viviendo el principio de algo todavía desconocido. Ignoramos lo que será, pero no será lo mismo.

Y desesperamos por una vacuna milagrosa. No se sabe cuánto tardará en descubrirse y luego fabricarse. Pueden pasar años, y, mientras tanto, la inseguridad continuará, y no se podrá prescindir del distanciamiento como regla de vida. Es otro mundo. El mundo que da miedo.

La gente sale de sus encierros, con la ansiedad de dejar atrás la pesadilla. La vida está afuera, esperando. Pero la mano oscura te detiene. Malas noticias. La contaminación recrudece, la curva no se aplaca, se mueve hacia arriba otra vez, con movimiento de látigo implacable. Los índices crecen de nuevo en Estados Unidos. América Latina es el nuevo centro mundial de la pandemia.

¿Volverá el mundo a ser tan seguro como antes, en el sentido de que no le temíamos al prójimo? Al amigo escritor que tenías tiempo de no ver, junto al que te sientas en la mesa donde van a presentar juntos un libro, a dialogar sobre literatura. El chofer del taxi que te lleva al recinto de ferias desde el hotel, a mí que me gusta sentarme adelante y entretenerme e instruirme en la conversación con los taxistas, que saben de todo y le mientan la madre al gobierno de turno.

Se acabaron las certezas. Porque llegará un momento en que la pandemia habrá dejado de ser una amenaza constante para la mayoría, que tendrá que regresar de cualquier manera a la vida diaria.

Pero habrá quienes deberemos ser más cautos, por vulnerables. Los más viejos. O, en todo caso, si queremos sobrevivir, deberemos aceptar las reglas del claustro, como los monjes medievales.

 

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7 de julio de 2020
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Un escritor que crea gobernando

En julio de este año deberíamos haber celebrado el festival literario Centroamérica Cuenta en Guatemala, pero la pandemia paralizó nuestros planes, como tantas otras cosas en el mundo. De modo que decidimos tomar provecho del tiempo muerto de los encierros, y de la imposibilidad de verse cara a cara, creando un foro de conversaciones constante, al menos tres sesiones a la semana, que hemos llamado "Autores en cuarentena".

Empezamos en marzo, y a estas alturas ha habido ya 35 encuentros con más de 60 participantes de unos 20 países, entre escritores, periodistas, académicos, editores, libreros y traductores, que han visto más de 700 mil personas.

La semana pasada tuvimos una variante bastante inusual en estos diálogos, cuando compareció el presidente de Costa Rica, Carlos Alvarado Quesada, para conversar conmigo sobre literatura y política, y sobre su propia obra literaria, con la mediación del periodista Arturo Wallace de la BBC de Londres.

Cuando ganó las elecciones en 2018 no fue sólo el más joven en la historia del país en alcanzar la presidencia, con 38 años, sino que, además, tenía ya una carrera literaria en marcha, con tres novelas y un libro de cuentos publicados. Y cuando deje la presidencia seguirá siendo un escritor joven, o un político joven, según su escogencia. Pero, en cualquier caso, podrá seguir creando.

Porque una de las cosas claves que dijo durante la conversación, es que la literatura y la política son formas de crear: "ambas, la literatura y la política, son ejercicios creativos, transformadores, pero en frascos separados. A mí no me gusta necesariamente traslaparlos".

La política como acción creativa puede darse en un país como Costa Rica, donde la participación democrática se halla arraigada en las instituciones y en el espíritu de los ciudadanos. De manera que gobernar, según recuerda el presidente Alvarado, se convierte en un ejercicio constante de diálogo y transacción, de persuasión y búsqueda de consensos; es en eso que reside el carácter creativo de la política.

Del otro lado lo que queda es la imposición y el arbitrio, la falta de fiscalización de la acción pública y el ejercicio del poder desde la sombra, donde se pasa sobre las leyes, o se compran las mayorías parlamentarias. No pocas veces se llega a confundir la artimaña del engaño, y las formas de imponer la mano dura, con el talento político creativo. Pero es poca la inteligencia que se necesita para acumular poder en una sola mano, si faltan los escrúpulos, se reprime a los disidentes, y se pone precio a las voluntades.

En la literatura se crean mentiras que deben ser creíbles. En la política se crean verdades que deben hacer creíble el oficio de gobernar. "Creo que la dimensión de la verdad y lo ficticio en la literatura tiene un componente y en la política la verdad tiene que ser la verdad", ha dicho el presidente Alvarado. "Y creo que el espacio de ficción no debe existir ahí. Procuro por eso guardar mucho el ejercicio de la política en la política y de la literatura en la literatura".

No es usual encontrarse a un presidente entregado a un diálogo literario, capaz de hablar de su formación como escritor, y de sus escritores de cabecera, entre los que se cuentan Hemingway, Heinrich Böll, Günter Grass, Mario Vargas Llosa. En un tuit emitido al tiempo que se estaba dando el diálogo, el periodista salvadoreño Carlos Dada, fundador de El Faro, ha escrito con divertido asombro: "¿Un presidente centroamericano hablando cómodamente de literatura?: Sí, ahora mismo".

Tampoco es usual que un presidente que viene de la literatura termine su período, y entregue el mando a su sucesor. Escritores gobernantes ha habido pocos en América Latina, y se me viene el recuerdo de Rómulo Gallegos, presidente de Venezuela derrocado en 1948 por la casta militar, y el de Juan Bosch, presidente de la República Dominicana, derrocado en 1963, también por la casta militar. Ambos habían sido electos legítimamente y duraron los dos en el poder exactamente nueve meses.

La diferencia es que en Costa Rica no hay ejército que le pueda dar un golpe de estado a un presidente, porque las fuerzas armadas, para bien de los recursos dedicados a la educación y la salud, fueron abolidas en 1948 tras la revolución que encabezó José Figueres. Y para bien de la democracia.

Es una democracia, bajo la presidencia de este escritor que ahora ocupa todo su tiempo en los asuntos de gobierno, la que ha hecho frente con éxito relevante a la pandemia. Costa Rica y Uruguay, ambos países ejemplo de alternancia democrática, son los que mejor han enfrentado la emergencia sanitaria del virus.

Cuando le propuse hace algunas semanas al presidente Alvarado este diálogo, algunos de sus asesores le aconsejaron que no se vería bien que, en tiempo de crisis, él apareciera hablando de literatura. Pero pensó que valía la pena.

"Pensé que en estos tiempos en el que estamos muy ocupados haciendo muchas cosas, la literatura y el arte son muy importantes...son momentos difíciles ciertamente, pero hay que defender esa comarca que es la literatura que lleva consuelo, bienestar, imaginación, vitalidad a tantas personas en un momento como la cuarentena".

 

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22 de junio de 2020
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Una historia de platillos voladores

Me fascinan las viejas historias que comienzan como novelas: "en 1975, Marshall Applewhite, un profesor de música, y su pareja Bonnie Nettles, enfermera de profesión, decidieron contactar a los extraterrestres y buscaron seguidores que pensaran como ellos. Publicaron avisos en busca de reclutar discípulos, a los que llamaban tripulantes". Lograron reunir inicialmente treinta, que abandonaron sus hogares y sus trabajos para seguirlos; pero luego este número continuó creciendo, y llegaron a conquistar a centenares.
 

Esta pareja de iluminados creía ciegamente que seres de una estrella lejana habían arribado a la tierra en un pasado remoto, dejando a algunos de ellos como colonos. De aquellos viajeros llegados en platillos voladores proviene la humanidad, y nuestros ancestros regresarían un día a recoger a sus descendientes para llevárselos con ellos.

Marshall y Bonnie educaron a sus discípulos en ciencias ocultas, astrología, misticismo y teosofía, tiñendo siempre su discurso de citas bíblicas, y les dieron a leer libro tras libro de literatura esotérica y de ciencia ficción, llegándolos a convencer de que su vida futura verdadera se hallaba en el firmamento, adonde volarían algún día. Y era obligatorio ver los capítulos de la serie Star Trek, porque en los diálogos de los personajes había mensajes ocultos que enviaban los alienígenas, dirigidos a los miembros de la secta.

Ambos se consideraban la reencarnación de los Dos Testigos del Apocalipsis de San Juan, elegidos para subir al cielo en una nube. Cuando Bonnie, la sacerdotisa, murió en 1985, víctima de cáncer, Marshall, el supremo sacerdote, convenció a sus discípulos de que una nave espacial había venido a buscarla.

Para 1996, la secta había adoptado el nombre de "La puerta del cielo". Tomaron alquilada una mansión rural al norte de San Diego, en California, y como para entonces se acercaba a la tierra el cometa Hale-Bopp, el gran sacerdote decidió que era la hora de partir en la estela del cometa. Eran 39. Se tomaron una dosis generosa de fenobarbital mezclado con vodka y jugo de manzana, y para que no quedaran dudas de que su viaje no tenía regreso, se colocaron bolsas de plástico en la cabeza.

Applewhite fue uno de los últimos en subir a la escotilla de la nave espacial. Su cuerpo fue encontrado por la policía, recostado en la cama del dormitorio principal. No hubo un solo sobreviviente. Todos habían pasado a otro plano de vida.

Mi fascinación frente a esta historia tiene mucho que ver con los dos extremos de que está compuesta: la seducción fanática que una pareja de simples mortales puede llegar a ejercer sobre un grupo de personas, capaces de persuadirlas de que unas creencias, por extravagantes que parezcan, son más importantes que la vida misma; y la disposición del rebaño, así adoctrinado, a dar más peso a un conjunto de ideas estrafalarias, al fin y al cabo, una ideología, que al temor natural ante la propia muerte.

Y más fascinado aún al encontrar que los platillos voladores han aterrizado en Nicaragua. Una secta política ha sido convencida aquí, de que la pandemia fatal que anda suelta sin control por las calles, sembrando la muerte porque el gobierno se niega a ponerle freno, no existe del todo, y es sólo un ardid político del enemigo.

Los fanáticos de esta secta letal comenzaron por rechazar la existencia del virus, y repitieron la propaganda oficial de que quien usara mascarillas era un agente subversivo, promoviendo la consigna de que los médicos y enfermeras no tenían por qué usar medios de protección en los hospitales, y hubo casos en que la policía despojó de los tapabocas a los transeúntes.

El sectario sigue sin vacilaciones la consigna de que los muertos por causa del virus tenían otras enfermedades previas, y estará dispuesto a alterar o falsificar las estadísticas, para negar la pandemia. O no vacilará en seguir alentando, aún en la fase de descontrol que vivimos, las campañas destinadas a atraer gente hacia los mataderos en que se convierten las celebraciones callejeras, las fiestas folclóricas, las concentraciones políticas.

Todas son formas de suicidio colectivo. Todas son formas de subirse al platillo volador. Diputados, ministros, alcaldes, ediles, jefes de policía, activistas de barrio, militantes de base del FSLN, que se burlaban de quienes prevenían contra los riesgos mortales de exponerse a la pandemia, o promovían, despreocupados, el contagio, aún a través de políticas represivas, hoy están muertos, o sufren su agonía, intubados en los hospitales que ya no disponen de plazas para los enfermos contaminados.
Pero nada de eso es lo peor. Lo peor es que viendo caer al que está lado, ni siquiera el miedo hace cambiar de actitud ni de discurso al tripulante, mientras desde arriba le sigan pasando la consigna de la negación.

Una perversión que, desgraciadamente, se extiende con su aliento pestífero hacia miles de inocentes, que, sin ser parte de la secta de los dichosos elegidos, resultan sacrificados por el fanatismo, desprotegidos de toda política de contención del virus y de distanciamiento social, y más bien inducidos a contaminarse; empezando por el personal médico, entre el que hay ya numerosas víctimas.

Todos los ciudadanos indefensos, convertidos en tripulantes obligados de la nave espacial que vuela hacia la muerte.

 

 

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8 de junio de 2020
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Los oscuros pasillos de la historia

Entre mis lecturas de cuarentena he vuelto a Suetonio, quien, en su libro capital, Vida de los doce césares, entra en los pasillos mal alumbrados de la historia con paso de espía del pasado, y con diligencia de escritor de nota roja, o de gacetillero de revistas del corazón, busca penetrar los viejos misterios de la vida de los poderosos, sus vicios y excesos, taras familiares, incestos, megalomanías, crímenes, lujuria, avaricia.
 

Cuando nos ofrece al detalle los datos históricos, y entra en el entramado de las genealogías, el lector, que busca instruirse en las minucias de las vidas narradas, con la misma curiosidad de este historiador de hace dos milenios, puede dejar de lado esas arideces. Mejor seguirlo por los caminos escabrosos que recorre con la barbilla levantada solemnemente para mostrar su desprecio moral ante las inmundicias de que se alimenta el poder.

Suetonio tenía la mejor de las llaves para entrar en estas historias tan atractivas. Bajo Trajano fue supervisor de bibliotecas públicas, y luego jefe de los archivos imperiales; y fue secretario de Adriano, encargado de su correspondencia, con lo que tuvo acceso a los archivos donde figuraban las cartas, testamentos y demás documentos personales de los emperadores anteriores, desde Julio César y Augusto. 

Nadie es tan sabio en los detalles como Suetonio, y en esto se ampara en una de las reglas básicas de toda buena narración, que es convencer al lector que lo que cuenta es verdadero, a través del registro de lo minucioso. Marcel Schowb decía que la literatura no se ocupa de lo general, sino de lo específico.

Son once puñales, ni uno más ni uno menos, los que se levantan contra Julio César, quien al verse perdido tiene el delicado gesto, congruente con su proverbial vanidad, "de bajarse con la mano izquierda los paños sobre las piernas, a fin de caer más noblemente, manteniendo oculta la parte inferior del cuerpo". 

Son veintitrés heridas las que recibe. Son tres los esclavos que lo llevan a su casa en una litera, "de la que pendía uno de sus brazos". Entre todas sus heridas sólo era mortal la segunda que había recibido en el pecho. Los números hablan.

Es un historiador que, entre papeles antiguos, cumple el papel de un reportero con la libreta en la mano, presente en el lugar de los acontecimientos, que está pensando en satisfacer la curiosidad de sus lectores, y entiende que la verdad nunca es retórica, sino que debe ser demostrada con toda precisión.

Una regla que se vuelve igualmente válida para el escritor de ficciones, que debe fingir la verdad en la gala de los detalles, como lo hace Defoe en el Diario del año de la peste, donde incluye hasta tablas estadísticas que registran el número de muertos a causa de la Gran Plaga, por cada distrito de Londres.

Pero la mejor enseñanza que nos deja Suetonio es una profunda indagación de los mecanismos del poder, compuesto de vanidades y veleidades, de obsesiones y mentiras, de ambiciones y simplezas, de crimen y locura. Los subterráneos que recorre son de doble fondo; arriba están las anécdotas que pueden parecer banales, banquetes excesivos, triunfos militares fingidos; debajo corren las aguas negras que fluyen desde la naturaleza misma del poder.

Los personajes obsesos y arbitrarios que describe Suetonio llegan a convencerse de que su poder, por ser de naturaleza divina, es para siempre, muy lejos de pensar que, acosados por la traición, serán cosidos a puñaladas, o acabarán envenenados.

Psicópatas, como Calígula, que apenas podían conciliar el sueño y pasaban la noche deambulando por los pasillos, con la menta encendida urdiendo crímenes, y que tenía por divisa la regla de que todo le estaba permitido, y con todas las personas, dueño de sus vidas, de sus cuerpos, y de sus muertes.

O locos de otro tipo, como Nerón, y ambos han llegado hasta nuestros días convertidos en caricaturas de historieta, el uno elevando al consulado a su caballo, el otro tocando la lira mientras ardía Roma. Esas historias, siempre tan populares, se las debemos a Suetonio.

Nerón, quien tenía la vanidad infantil de creerse un genio del bel canto, tanto como para presentarse en los teatros, y gastar fortunas en sus lujosas puestas en escena, a costillas del erario público. A nadie le estaba permitido abandonar el recinto cuando subía al escenario, y así hubo mujeres que dieron a luz en las gradas, y muchos espectadores "saltaron furtivamente por encima de las murallas...o se fingieron muertos para que los sacaran".

Vigilaba que los aterrorizados jueces no fueran a dejar de escogerlo ganador de los concursos de canto, y perseguía a sus competidores hasta arruinarlos. A sus súbditos los clasificaba entre quienes alababan la excelencia de su arte, y quienes cometían traición al no elogiarlo. El ridículo es también una forma del poder desmedido.

Suetonio se vuelve al final un personaje suyo. En el año 122, cayó en desgracia. El rumor sigue repitiendo en ecos, a través de los pasillos oscuros de la historia, que llegó a tomarse demasiadas libertades con Vibia Sabina, la esposa del emperador Adriano, quien, furioso, lo alejó del entorno palaciego.

Quién iba a decirlo. Suetonio, quien tantos adulterios nos dejó narrados.

 

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26 de mayo de 2020
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Prohibido quedarse en casa

Cuando a comienzos del siglo veinte uno de tantos volcanes de Guatemala entró en erupción, el dictador Manuel Estrada Cabrera mandó desde su encierro en el palacio presidencial a leer por las calles un decreto, donde se establecía la falsedad de la supuesta erupción, fruto mentiroso de una conspiración política para desestabilizar el país, dañar la economía y atrasar el progreso. La mentira oficial pretendía, así, sustituir a la realidad.
 

Pero la lluvia de ceniza ardiente aventada por el volcán, que oscurecía el sol, impedía al empleado público a cargo de divulgar el decreto cumplir con su cometido, y a falta de claridad debía auxiliarse con una lámpara de acetileno; además de que, ante la violencia de los temblores, nadie se quedaba a oír su pregón.

En Nicaragua no existe ninguna epidemia causada por el Covid-19, porque las fronteras del país han sido blindadas, gracias al imaginario oficial, por la protección divina. Todo lo demás, es fruto de la conspiración de cerebros deformes y enfermos, que sólo buscan calumniar y difamar. Y desestabilizar el país, dañar la economía y atrasar el progreso.

Los propagandistas oficiales empezaron diciendo que el corona virus era una enfermedad de ricos ociosos, que no tenía por qué tocar a las puertas de los pobres, de manera que eso de quedarse en casa era una aberración de la propaganda imperialista. La pandemia, en el mundo, no es más que un castigo divino contra la explotación capitalista.

Vivimos algo así como una lucha de clases sanitaria, con lo que el virus se ha vuelto un asunto ideológico. Negar que exista en Nicaragua, un deber revolucionario; prevenir contra su diseminación, una maquinación de la derecha.
En los centros de salud se llegó a prohibir que los médicos y enfermeras usaran guantes y mascarillas para atender a los pacientes, porque eso significaba crear alarmas innecesarias. Y también se advirtió al personal no dar ninguna información sobre la enfermedad, para no crear un estado de histeria colectiva.

Para demostrar que vivimos en el país más sano del mundo, y estamos obligados a ser felices por decreto, la propaganda oficial se ha desplegado en gran alarde para inducir a la gente a amontonarse en las playas, y se mantienen los puertos abiertos a los cruceros, con el inconveniente de que estos dejaron de dejar de llegar por sí mismos; se inventan ferias gastronómicas, se convoca a fiestas patronales. El país es una bomba de contagio.

Y además de que se mantienen abiertas las escuelas y las universidades, se atrae hacia los estadios a los incautos; se montan veladas de boxeo, que la cadena internacional ESPN transmite, como si fueran funciones de circo pobre, rarezas "atípicas" del pintoresco tercer mundo en tiempos de pandemia.

Los resultados de las pocas pruebas que se realizan no son hechos del conocimiento de los pacientes, y los hospitales y clínicas del estado tienen órdenes de registrar los casos como "enfermedades respiratorias atípicas". Las estadísticas oficiales no tienen, por lo tanto, ninguna clase de crédito.

Pero mientras el mal es declarado inexistente, los hospitales se hallan abarrotados de pacientes que cuando mueren no pueden ser velados, y deben ser enterrados sin acompañamiento familiar, bajo vigilancia de la policía. Y el temor a la represión se extiende, porque hablar del virus puede convertirse en un acto subversivo. Los deudos de los muertos prefieren callar.

El mecanismo de falsificación de la verdad viene a ser el mismo que fue utilizado a raíz de la represión que dejó centenares de muertos en las calles hace dos años. Los asesinados por disparos de fusiles AKA y por balazos certeros de francotiradores, equipados con fusiles Dragunov rusos, y Catatumbo venezolanos, nunca existieron. Las víctimas, enlistadas por los organismos de derechos humanos, habían muerto a consecuencia de riñas por drogas, pleitos callejeros, o accidentes de tráfico. El cinismo en toda su majestad, como ahora otra vez.

Las autoridades sanitarias reconocen solamente 16 casos, con 5 fallecidos, lo que, por una paradoja siniestra, convierte a Nicaragua en el país de más alta mortalidad en el mundo por causa de la pandemia. Pero se ha entrado ya en la fase de transmisión comunitaria del virus, y el Observatorio Ciudadano, un organismo de la sociedad civil dedicado a reunir información, reporta ya cerca de 800 casos de infección en el país. Infección clandestina.

Hace pocos días, 645 profesionales de la salud, todos especialistas reputados, firmaron un documento público, con el respaldo de todos los gremios médicos. En este pronunciamiento sin precedentes, se exige al régimen la adopción de medidas que son del sentido común, adoptadas en otros países.

Es tarde, dicen los médicos, pero, "en el momento de inicio del ascenso de la curva de casos graves, aún es posible realizar acciones de mitigación que reduzcan el catastrófico impacto en la tasa de letalidad y en el sistema de salud".

Es un documento valiente, porque muchos de los firmantes se exponen a ser despedidos de los hospitales por quebrantar la imagen del estado perpetuo de felicidad en que viven los nicaragüenses, presos dentro de este increíble y fatal espejismo en el que los altavoces oficiales te dicen que quedarse en casa no es más que un vicio burgués.

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11 de mayo de 2020
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Una extraña cuarentena

Hay una escena de El aviador, la película de Martin Scorsese, donde Leonardo de Carpio se lava maniáticamente las manos hasta sacarse sangre. En estos tiempos de pandemia esa imagen resulta memorable, porque seguir al pie de la letra las indicaciones de un buen y eficaz lavado de manos después que hemos tocado algo que puede contaminarnos, el dinero, la tarjeta de crédito, el periódico, ya no se diga las manos de otro, puede pasar por algo comparable a una obsesión. 

No tocarse tampoco la cara, la boca, los ojos; llevar una mascarilla, usar guantes para tocar los artículos expuestos en el supermercado, desinfectar bolsas y empaques cuando regresamos a casa, y desinfectar, además, la superficie donde los colocamos para desinfectarlos. Cambiarnos de zapatos cuando trasponemos el umbral, usar platos y cubierto separados, limpiar las manijas de las puertas. El horror de la cercanía.

Las asépticas reglas de vida de Howard Robard Hughes, el excéntrico y misterioso multimillonario, el personaje a quien Scorsese busca retratar en El aviador, no eran muy diferentes, sólo que él padecía de un trastorno obsesivo compulsivo llamado microfobia, la aversión patológica a todo lo que nos amenaza, pero no podemos ver, bacilos, gérmenes microbios, virus: la parentela infinita del Covid 19 que en tan pocos meses ha trastocado de manera tan radical nuestras existencias.

Hughes, piloto, diseñador y constructor de aviones, productor de cine, dueño de compañías aéreas y de casinos en Las Vegas, especulador financiero, y evasor fiscal perseguido por la justicia de Estados Unidos, según sus biógrafos heredó esta enfermedad mental de su madre, que no sólo se protegía ella de todo lo que pudiera contaminarla, sino que obligaba al hijo a seguir las mismas reglas para enfrentar la legión de enemigos invisibles que la acechaba día y noche en el aire, en la saliva, en los estornudos, en el sudor, en la piel de los otros.

Otros biógrafos dicen que su demencia no era hereditaria, sino que provenía de la sífilis. De todos modos, iba más allá del horror de contaminarse, pues, sentado a la mesa, clasificaba los guisantes por tamaño antes de comerlos. 

Acosado por el gobierno de Bahamas donde había buscado refugio, y bajo la mira de los inspectores fiscales de su país, frente a los que el presidente Nixon no podía influir como quería para que dejaran en paz a su amigo, Hughes se vio obligado a buscar la protección del dictador Anastasio Somoza, y así aterrizó en Managua en febrero de 1972, adonde se quedaría, encerrado por el resto del año en el último piso del hotel Intercontinental.

Somoza pensó que había hallado en Hughes un excelente socio para instalar una cadena casinos en la costa del Caribe, multiplicar la flota de su línea aérea, que sólo tenía un avión, y seducirlo para que financiara la construcción de un oleoducto, y, por supuesto, el canal interoceánico, que, como se sabe, es una manía recurrente de los dictadores de Nicaragua.

Sólo se entrevistaron una vez, a medianoche, a bordo del jet Gulf Stream de Hughes en la pista del aeropuerto de Managua. Testigo único de ese encuentro sin frutos fue el embajador de Nixon, Turner B. Shelton, antiguo empleado de Hughes en Las Vegas.

La única deferencia de Hughes para con su anfitrión fue hacer que le recortaran las uñas, que se dejaba crecer como garfios, y la barba y el pelo, que formaban una hirsuta maraña. ¿Le habrá extendido la mano calzada en un guante de látex a Somoza, o se habrá abstenido del saludo?

Nadie pudo verlo nunca mientras vivió en la reclusión del hotel, una pirámide trunca levantada al lado del bunker de Somoza en la loma de Tiscapa, rodeado por su guardia mormona, todos abstemios por regla, y todos fieles de la iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, que se encargaban de asearlo, y lo cargaban en brazos cuando había que transportarlo. Y se encargaban también de la contabilidad de las empresas conglomeradas bajo el paraguas de Hughes Tool Company.

Sólo se alimentaba de latas de sopas Campbell, y de barras de chocolate Hershey. Hizo instalar en las habitaciones un sistema de purificación del aire, y el personal de la limpieza recogía cada día decenas de mascarillas y guantes desechados, mientras las mucamas debían dejar las sábanas y las toallas en la puerta de la suite. Pero alguna de ellas logró vislumbrar en la penumbra una cama de hospital, y a una enfermera moviéndose alrededor de la cama.

La medianoche del 22 de diciembre se encontraba viendo la película Goldfinger, la tercera de la serie de James Bond, cuando el edificio empezó a cimbrarse violentamente. Era el primer anuncio del terremoto que arrasaría la ciudad en pocos segundos. Los guardias mormones lo bajaron a toda prisa en una angarilla, utilizando las escaleras de servicio, y fue llevado a la residencia de Somoza, pero se negó a bajar del vehículo. Y como las luces de la pista del aeropuerto se hallaban inutilizadas, esperó hasta el amanecer para abordar el Gulf Stream que se lo llevó para siempre de Nicaragua, mientras abajo se alzaba la humareda de los incendios.

 

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27 de abril de 2020
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El futuro que se nos vino encima

Los pájaros de Alfred Hitchcock no termina con un amanecer esplendoroso, donde el sol alumbra un nuevo día porque toda amenaza ha desaparecido, y los protagonistas, tras el terror del ataque sin sentido de las aves, despiertan a una vida feliz, sin más sobresaltos. Al contrario. Los pájaros siguen allí, aglomerados en los techos, en los tendidos eléctricos, porque sólo se trata de una tregua. Volverán a atacar.
Quizás sea uno de los mejores símiles para imaginar el futuro después de esta fase crítica de la pandemia del corona virus, cuyo final comienza a avizorarse ya en algunos países, como ocurrió en China, y se hacen planes para el retorno a la vida normal. Pero no habrá un corte de escena de la noche de terror hacia el alba limpia de amenazas, y más bien deberemos acostumbrarnos a convivir con el enemigo invisible, cuidándonos de su acecho y buscando mantenerlo a raya, sabiendo que está entre nosotros.
 

Habrá cambios fundamentales inmediatos no sólo en el sistema mundial de producción y consumo, sino en las relaciones sociales, y en los límites y alteraciones que tendrá la vida pública y en comunidad, tal como hemos estado acostumbrados a llevarla hasta ahora.

Saludarse estrechando las manos, los besos en la mejilla, pueden ser ya un asunto del pasado, porque la regla para evitar el contagio de un virus que no sabremos si ya se ha ido, o ha mutado, o ha sido reemplazado por otro más agresivo, será la distancia social.

Viviremos bajo otras normas que hasta hace pocos meses no sospechábamos. Un virus ha tenido el poder de provocar un cambio más radical en las maneras en que nos relacionamos y nos comportamos, que el causado por la revolución tecnológica basada en el paradigma digital.

¿Volveremos a sentarnos lado a lado en la sala de cine a oscuras con alguien que no conocemos, y de quien nunca dejaremos de sospechar si es portador activo? ¿Podemos imaginar un estadio lleno de miles de fanáticos alentando a su equipo de futbol desde las graderías, o un concierto de música pop masivo, como el de Woodstock? ¿Cuáles serán los parámetros de la diversión y el entretenimiento? ¡Cómo funcionarán los bares, los gimnasios, los restaurantes? ¿Tendremos confianza en las manos de quienes preparan la comida en la cocina que no vemos, y en las manos de quienes nos la traen a la mesa? ¿Y los trenes, los vagones del metro?

El turismo masivo, que ofrece paraísos a mano baratos, a lo mejor queda congelado. Abordar un avión, tal como está ocurriendo ya en China, se volverá un proceso de control sanitario tedioso por riguroso. Los cruceros. Nunca antes habíamos visto barcos errantes llenos de viajeros que no pueden atracar en ningún puerto porque la peste los hace indeseables, como en las películas.

¿Volveremos a ver las aulas llenas de estudiantes, o la enseñanza a distancia pasará a ser cada vez más favorecida? El mall, que convierte los conglomerados de tiendas en verdaderos parques de atracciones, y los black Fridays, inventados en Estados Unidos, que llevan a la gente hasta el paroxismo, cederán paso a las ventas a distancia, que ya venían creciendo desde antes, y pronto será costumbre ver a los drones aterrizando en los patios de las casas acarreando prendas de vestir, electrodomésticos, alimentos. Libros. ¿Cuál será la suerte de las librerías?

La entidad Board of Innovation ha emitido un documento de previsiones para ese futuro a la vuelta de la esquina, llamado Hacia una economía de escaso contacto. La premisa es simple: "hasta que haya una vacuna o inmunidad colectiva, el escenario base es un continuo aumento y disminución de interrupciones en la forma en que trabajaremos y viviremos durante los próximos dos años, lo que resultará en nuevos hábitos después".

La medida del acercamiento, o del alejamiento, tendrá que ver con los sistemas sociales, la seguridad pública, las políticas laborales, la migración, el control de las fronteras, la globalización. Y la democracia. El autoritarismo, y la demagogia, saben sacar sus uñas en las crisis.

Mucho parecerá provenir de novelas distópicas, donde se representan mundos indeseables, y los controles sociales contradicen los parámetros de libertad individual que cautelan las sociedades democráticas. 

Te pueden detener en plena calle, no por portar un artefacto terrorista, sino porque tu temperatura corporal no es la normal, según indica el termómetro instalado en el casco del agente de policía. O aquel que presenta síntomas y queda en cuarentena, controlado en su casa mediante un grillete, como el que se obliga a llevar a los prisioneros bajo fianza. Minority Report. 

¿Pero qué pasará en los países pobres?

La recesión que afectará a los países ricos como nunca desde el crack de 1929, tendrá efectos devastadores sobre las economías más débiles, y desordenadas, y donde las nuevas reglas de conducta social a distancia no serán fáciles de establecer, porque la realidad de la vida diaria las contradice. ¿Educación a distancia sin computadoras personales? ¿Trabajo en casa donde las ocupaciones informales obligan a la gente a salir a la calle en busca del sustento? ¿Distancia social, donde reina el hacinamiento?

El futuro, tan lejano, se nos vino encima.

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13 de abril de 2020
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El Boomeran(g)
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