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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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Los exilios de mi abuela

Ahí está. Lo volví a sentir. Pasé frente a la puerta de la cocina y otra vez me atacó ese olor. Es dulce pero no es un perfume. Es agrio, pero no duele. Es un olor simple y básico que no viene de ninguna de las cosas que tengo en la cocina. Tiene un vago tufillo a comida, pero no es un vegetal ni una fruta ni ninguna de las especies que se apiñan en frasquitos de vidrio sobre la mesada. Es un olor a exilio que lo inunda todo y me pone la piel de gallina. Pero no es mi exilio. No es mío. Es un exilio lejano y permanente, un olor indefinible a algo que se come pero que nunca saldrá de una receta.
Tengo que escribir sobre mi abuela.
Mi abuela se llamaba Ellen. "No es Helen. Es Ellen", decía ella con su castellano que nunca pasó de estrafalario. Le preocupaba que confundieran su nombre, de procedencia centroeuropea, con el de su prima Helen, que tomó otro vapor y se convirtió en American. "An American life". Helen se instaló en Los Angeles para la misma época que mi abuela recaló en Buenos Aires. Pero para la nueva gringa California era tierra de promisión. Para Ellen, Argentina fue un naufragio.
Se pasaba las mañanas en la peluquería, las tardes jugando al bridge con las amigas. No me imagino sus noches. Supongo que soñaba mucho, con un Berlín elegante en tonos pastel poblado de valses, abrigos de cuello suave para ir acariciando por la calle y empedrados donde repicaban los cascos de caballos negros. Soñaba en letra gótica, mi abuela.
Si mi abuelo tenía que salir por negocios, Ellen empezaba a llorar. No lloraba fuerte ni se atoraba con hipos. El efecto era acumulativo. Lloraba un día. Lloraba dos días. Al cuarto día mi abuelo anunciaba que no iba a viajar. Entonces Ellen dejaba de llorar. No sonreía mucho. Sólo dejaba de llorar.
Cuando el abuelo murió, en el 57, Ellen empezó a recibir huéspedes en la casa. Alquilaban cuartos, pero ella los llamaba sus huéspedes. Mi papá -un adolescente flaco de pantalones anchos- dormía en la sala, para dejarle su cuarto a los huéspedes. Casi todos eran alemanes desarraigados. Me los imagino siempre comentando sobre el tiempo y leyendo diarios viejos, los señores oliendo a colonia y crema de afeitar, las señoras con la mirada perdida dentro de un cuadro que había en el comedor, una calleja de Baviera que se perdía en la montaña.
Todas estas cosas pasaban antes de que yo naciera. El primer recuerdo que tengo de mi abuela es éste: Yo estoy parado sobre una mesa en el baño. Mi abuela me está secando con una toalla mientras me canta canciones de cuna en alemán. A mí me gusta que me cante, pero no en alemán; quiero que cante en castellano, como mamá. Pero mi abuela no sabe ninguna canción en castellano. Habla muy despacio, traduciendo palabra por palabra; tiene ojos celestes. Sonríe y se le endulzan todas las arrugas.
Ahora, lo primero que surge en la familia cuando nos acordamos de mi abuela son las anécdotas por su torpeza con el idioma del país donde vivió 54 años. Una anécdota: Cuando se estrenó "La historia oficial" en 1984, a todo el mundo se le ocurrió llevarla. "La vi tres veces", se lamentaba en uno de los idénticos tes con leche en tazas de porcelana. "Y la tercera vez fue la que menos entendí".
Siempre la sorprendían las carcajadas. "No es para reir", nos explicaba. Nos suplicaba.
"Yo no sabe si puedo mandarle cosas", me escribió con infinito trabajo y letra de niña al lugar donde yo padecía mi servicio militar. Y punto seguido, una frase que quedó como refrán en la familia: "Si sí, di que".
En 1975, mi abuela recibió una carta del Burgomaestre de Berlín. Como parte de las compensaciones a los berlineses que huyeron del nazismo, el funcionario la invitaba a volver a la ciudad. Una semana, todo pago y con una cena de cuento en el Ayuntamiento, presidida por el Burgomaestre en persona. Mi abuela saltaba de contenta. En esas noches debe haber soñado de nuevo toda su infancia.
Berlín era hermoso, nos decía Ellen mientras se hamacaba en su mecedora. Atrás, la ventana daba a un edificio en construcción. Desde su ventana el cielo estaba siempre gris, pero Ellen tenía sus contactos para compartir el paraíso perdido. El médico, el peluquero, la modista, el fiambrero, las amigas del bridge, todos eran expatriados de Berlín. Cada día mi abuela recorría una ciudad fantasma, sin mirarla, buscando refugiarse en la complicidad de su logia secreta.
Una mañana de 1975, la abuela plegó sus mejores vestidos en una valija y se fué a Berlín. Diez días después regresó, diez años más vieja.
En algún rincón oculto Ellen debió esperar encontrarse con el mundo de antes de la guerra. Un mundo ordenado, despoblado, silencioso, con penumbras y músicas suaves. Ese mundo acabó en todas partes, pero en ninguna tan definitivamente como en Berlín.
Buenos Aires, Montevideo, San Francisco, Rio de Janeiro, La Habana o Quito guardan el pasado en forma de ruinas, museos, esqueletos, paseos, plataformas sonoras sobre las que surge con estridencia el presente. En Praga, Londres, Florencia, Sevilla o París el pasado nos asalta en cualquier esquina, con su olor intacto. Pero el Berlín de mi abuela fue meticulosamente bombardeado, transformado en montañas de escombros y extirpado de las memorias culposas. El paraíso de Ellen desapareció de la faz de la tierra y, en su viaje de regreso, la ciudad del Burgomaestre la agredió con los mismos vahos, bochinches y plásticos que detestó siempre en la cárcel de su exilio.
Con sus huesos de papel a cuestas, Ellen recorría Buenos Aires con una mirada tristísima. Nunca se recuperó de su viaje. Poco a poco se empezó a resignar a que ese lugar, donde había pasado casi toda su vida, era su casa. Se pasaba horas arreglando adornitos, plantas y libros vetustos en su departamento. Se contentaba con cocinar sopas y postres para sus nietos, mirar con dificultad la televisión, dar vuelta a la manzana una vez por día.
Pero la abuela no podía estar sola, y a medida que pasaba el tiempo podía hacer menos cosas. Necesitaba una ayudanta y una enfermera 24 horas por día y eso era muy caro. El consejo familiar fue llamado a dictaminar. Una mañana, muy nublada y ventosa, llevamos a mi abuela al asilo.
Un año de asilo, con visitas frecuentes. Ellen casi no nos reconocía. Farfullaba unas pocas frases en alemán y entraba en hondos silencios. Decía que no esperaba nada del futuro, y no había forma de contradecirla.
Al año de su internación, la crisis económica obligó a otro consejo familiar. No se podía seguir manteniendo el departamento desocupado mientras se sumaban las cuentas del asilo y los médicos. "Total, nunca va a volver". "Podríamos alquilarlo". "No hace falta decirle nada".
Otra mañana gris nos repartimos sus cosas tal como ella nos había instruído muchas veces. Sacamos los adornos, los jarrones, las tazas de porcelana para el té. Alguien descolgó el cuadro que había en el comedor con la calleja de Baviera que se perdía en la montaña. Yo me quedé con la mecedora.
Los domingos me tocaba buscar a la abuela en el asilo y llevarla a la casa de mis papás o a lo de mis tíos para el almuerzo. "Vamos a ver el departamento. Sólo un minuto; estamos cerquita", imploraba la abuela. Y yo tenía que decirle que no, que estaban todos esperando, que se enfriaba la comida, que tal vez otro día. Nunca supe si me creía.
En el almuerzo Ellen trataba de seguir las conversaciones vertiginosas, perdía la paciencia, se hundía en su sopa. De pronto interrumpía todo para contar sus planes para cuando volviera al departamento. Uno de esos domingos, poco antes de cumplir los noventa, dejó de hablar de planes.
Mucho, mucho tiempo después me empezaron a asaltar estos recuerdos. Tal vez por mi propia lejanía de casa. O por el paso de los años cuando me levanto a la mañana.
En el olor de la cocina viven estas historias. El exilio. Berlín. El departamento alquilado. Y esa mañana de noviembre en que llovía a baldes, llovía y llovía y todos teníamos cara de tener que estar pronto en otro lugar. Los murmullos eran gritados para traspasar la cortina de agua, la catarata sin río que acompaño a mi abuela Ellen hasta el cementerio.
Mi papá apretó el botón. El cajón de madera oscura empezó a rodar por la mesa. Del otro lado de la cortina aguardaba el fuego, la consumación, la rapidez de lo inevitable. El fin del exilio de mi abuela.

Escribí este texto en los años noventa. Yo apenas llevaba un exilio a cuestas, de Buenos Aires a Costa Rica. No lo publiqué hasta hoy. Ahora, treinta años más tarde y con muchos exilios más, siento que varias de estas historias no son exactas, pero son verdaderas en mi memoria, como yo me las acuerdo y como las siento todavía hoy.

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7 de enero de 2025
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La terrorista que inventó nuestras pesadillas

 

Reseña de "Letras torcidas: un perfil de Mariana Callejas", de Juan Cristóbal Peña (Colección Vidas Ajenas, Ediciones Universidad Diego Portales, edición de Leila Guerriero, Santiago, 2024)

Por fin el buscador de historias logró encontrar un personaje escalofriante cuya ambición está a la altura de sus propios sueños literarios.
El periodista Juan Cristóbal Peña viene publicando desde hace casi dos décadas libros, perfiles, crónicas y reportajes que se internan en las vidas y los escritos de represores letrados, pero ninguno como la protagonista de su último libro. Y es que, a la vida y la obra de Mariana Callejas, cuentista y agente de la policía política de Pinochet, se le puede aplicar con justicia eso de que ‘si lo inventas suena exagerado’.
Por eso su historia necesitaba una pluma como la de Peña. Pero la historia no era para nada fácil. La mayoría de los investigadores de la negra noche pinochetista se han centrado en algo necesario, pero más esperable: los dolores y anhelos truncados de las víctimas y sus familiares, o en la exposición de los crímenes de los autores intelectuales y ejecutivos de los secuestros, torturas y desapariciones del régimen.
En cambio, lo que ha distinguido la fecunda y prestigiosa obra de Peña es algo más espinoso y complejo: hurgar en las heridas de infancia, las ansias de figuración y reconocimiento intelectual y los impulsos expresivos de “los malos” de la dictadura.
Después de contar en una trepidante novela de no ficción el frustrado intento de Los fusileros de matar al dictador, Peña se ha adentrado en La secreta vida literaria de Augusto Pinochet, su patética búsqueda de reconocimiento que terminó en robar y usar dinero público para hacerse con una biblioteca valiosa y sus plagios para firmar libros intrascendentes.
Y luego, en las no menos patéticas cartas de amor de su verdugo, el jefe de la DINA Mamo Contreras, a su secretaria y amante, en el perfil que escribió para el libro colectivo Los malos (Manuel Contreras: Por un camino de sombras).
El año pasado, para los 50 años del Golpe, se adentró en la trayectoria del brillante y malvado propagandista Álvaro Puga como intelectual en las sombras del régimen (El primer civil de la dictadura, publicado en Anfibia).
En la mirada de Peña, todos estos personajes tienen en común un pasado de abusos y ninguneos, y un desmedido afán de reconocimiento, que los hace contar, en escritos y entrevistas, más de lo que quisieran o debieran sobre sus crímenes y tropelías.
La cara B de los malos es un agujero por el que el autor se interna en sus mentes, en sus métodos y en la mezcla escalofriante de sensibilidad e inhumanidad de estos seres fascinantes y despreciables. Entenderlos (sin justificarlos) es una manera de conocer una época y una forma de pensar y actuar que tiene dolorosos paralelos con el presente.
Letras torcidas da un paso enorme en esta búsqueda del autor de esos malvados con veleidades literarias. Porque Mariana Callejas sí, finalmente, es una muy buena escritora, porque sus cuentos, leídos como hace Peña a la luz de su esperpéntica trayectoria criminal, echan luz a una mente desquiciada y su entorno, y porque la doble vida que llevó permite un relato de enorme potencia.
Desde su infancia en Rapel, un somnoliento pueblito del valle de Limarí, pasando por la integración a un grupo sionista de izquierda en Santiago y por un kibutz en el inicio del sueño de un Israel socialista e integrador, siguiendo por una vida aburrida de madre de familia en barrios judíos de Nueva York y la vuelta a un Santiago provinciano en los sesenta, todo llevaba naturalmente a que Callejas escribiera cuentos de soledad neoyorquina y soñadores de la Guerra Fría (lo que hace).
Sin embargo, nada la impulsaba a convertirse en terrorista internacional de la DINA del Mamo Contreras y aliada de fascistas antisemitas europeos.
Pero el encuentro con el jovencísimo técnico reparador de motores norteamericano Michael Townley y su fascinación con el movimiento ultraderechista Patria y Libertad en el gobierno de Allende la hicieron descubrir la fascinación por la aventura, el peligro, la violencia, la acción.
Como una especie de Doctor Jekyll y Míster Hyde, durante los álgidos setenta Callejas fue a la vez una admiradora y émula de Jorge Luis Borges, con su taller literario para jóvenes promesas de las letras en su extensa mansión en Lo Curro y, por otra parte, una sicaria de la ultraderecha, con sus viajes peligrosos a Latinoamérica, Europa y Estados Unidos junto con su marido, para matar a los críticos de la dictadura.
Como una anti-Rodolfo Walsh del fascismo criollo, se lanzó a la aventura sin abandonar en ningún momento su vocación literaria.
Su casa misma de Lo Curro es un símbolo perfecto de ese mundo dual de la dictadura: los salvajes asesinos cruzándose en pasillos con una mezcla de la intelectualidad adicta al régimen, los que buscan inescrupulosamente acercarse al poder, cualquiera sea, y los que no quieren ver ni saber ni sentir lo que pasa a su alrededor.
En un libro que cuenta y reflexiona sobre lo que está contando, un libro que es a la vez relato y ensayo, Peña se pregunta cómo pudieron hacer esos jóvenes aspirantes a artistas de la palabra para no ver lo que el jardinero de la familia Townley-Calleja entendió enseguida.
La declaración judicial del jardinero, junto con decenas de documentos legales, libros, obras de ficción y de testimonios y entrevistas a muchas personas que coincidieron con todas las épocas de su personaje y el lúcido análisis de los excelentes cuentos de Callejas, le dan al autor los mimbres para construir un cuento cierto que abona la vieja idea de que la realidad supera a la ficción.
El libro está poblado por personajes variopintos, multifacéticos: desde el rudimentario y apolítico asesino Townley hasta el astuto y sensible hijo mayor de Callejas, y desde los macarrónicos fascistas italianos que se instalan en la casa familiar hasta los geniales Pedro Lemebel y Roberto Bolaño, quienes ven en la fábula del taller de la escritora agente de la DINA una parábola sobre el lado menos conocido de la dictadura, y de paso de la sociedad chilena.
Para mí, el personaje más interesante es el mentor y valedor de la escritora terrorista: Enrique Lafourcade, a quien Peña se refiere irónicamente como “el Maestro”, un complejo, carismático líder de una presuntuosa secta de elegidos que se creen por encima de la banalidad de los demás y que, a la distancia, provocan en el lector una mezcla de furia, fastidio y lástima.
Letras torcidas, que cuenta con la valiosa edición de Leila Guerriero, es el más reciente ejemplar de la colección Vidas ajenas de la Editorial de la Universidad Diego Portales. Al terminar de leerlo queda la impresión de haber entrado en una vida tan extraña que parece deslumbrantemente inventada. Y a la vez tan cercana que no parece “ajena”, sino dolorosamente familiar.

Este texto fue publicado en noviembre de 2024 en la revista digital Anfibia Chile. 

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5 de diciembre de 2024
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Cuartetos del Yo del Nosotros: Un dilema para la política actual

Veo y escucho en la computadora el hermoso cuarteto No. 14, La muerte y la doncella, de Franz Schubert, por el Cuarteto Tetzlaff. Y de pronto se me ocurre que la política de estos tiempos tiene algo que aprender de los cuartetos de cuerda.
El nombre de este cuarteto viene de su primer violín, el reconocido solista Christian Tetzlaff. Las otras tres componentes del cuarteto (segundo violín, viola y cello) son mujeres, y durante la ejecución miran de reojo al “jefe” para seguir sus indicaciones.
Se nota que Tetzlaff manda. Las otras tres ejecutantes parecen tocar atadas, atentas a las indicaciones del líder, temerosos de lucir demasiado y quitarle protagonismo.
La interpretación que más me emociona de esta obra es otra, una que siento más próxima a los deseos y sensibilidad de Schubert: la del Cuarteto Casals, de Barcelona. Ninguno de sus componentes se llama así (el nombre viene del legendario cellista catalán Pau Casals), y ninguno es el jefe. De hecho, hacen un curioso intercambio entre los dos ejecutantes del violín: cuando tocan repertorio clásico y barroco (Haydn, Mozart) el primer violín es Abel Tomás; cuando tocan los de Beethoven, Schubert y sobre todo Shostakovich, toma el primer atril Vera Martínez.
Para mí son un ejemplo del cuarteto paritario, deliberativo, en el que las decisiones se toman por consenso. Un grupo de iguales que hacen música juntos.
Desde que empecé a pensar en esto de los nombres, el pequeño mundo de los cuartetos de cuerda se empezó a dividir, para mí, en dos tipos: los que llevan el nombre de su Primera Figura, siempre el primer violín, y los que llevan un nombre de homenaje a un concepto, un lugar o a una figura del pasado.

Cuartetos del Yo
Ejemplos de “cuartetos de Yo y mis músicos” son el Cuareto Kutcher (“dirigido” por su primer violín Samuel Kutcher), el Cuarteto Barylli (fundado por el concertino de la Filarmónica de Viena Walter Barylli), el Cuarteto Ciompi (por su primer violín, el italiano Giorgio Ciompi) y el Cuarteto Kneisel, cuyo líder era el violinista Franz Kneisel, concertmeister de la Filarmónica de Boston.
Esta forma de llamar al grupo con el apellido de uno de sus miembros se me hace impropia precisamente porque, desde el pionero Franz Joseph Haydn, el cuarteto es la formación emblemática del grupo sin voz cantante, sin solista. La forma de hacer música más democrática posible.
Hay momentos de lucimiento para cada uno, pero, sobre todo, hay un sonido propio y común del conjunto. Son una voz, y en casos como los de Schubert, Dvorak y Shostakovich, son vistos como la más íntima expresión de la sensibilidad de sus autores. Un autorretrato en cuatro voces.

Cuartetos del Nosotros
Estos nombres en los que el primer violín manda tanto como para ponerle su propio apellido al cuarteto dieron lugar, al avanzar el siglo XX, a otras formas más creativas de nombrar cuartetos.
Una de estas formas hace referencia a compositores y ejecutantes del pasado que los miembros del grupo admiran especialmente.
Un caso especial en este grupo es el Cuarteto Alban Berg. Tocan, sí, obras del innovador del atonalismo vienés, pero se han destacado sobre todo por sus impecables grabaciones de Beethoven, Mozart y también de compositores contemporáneos.
En este sentido van también los nombres de los Cuartetos Borodin (por el compositor Alexandr), Paganini (por el célebre violinista Nicoló), Gabrielli (por el músico barroco Giovanni), y Corigliano (por el norteamericano contemporáneo John).
Otros nombres provienen de las ciudades de sus integrantes, como los cuartetos de Cleveland, de Tokio y de Cremona.
En este siglo han aparecido cuartetos con nombres más “de fantasía”. Como nombre, me encanta el del Cuarteto Carpe Diem. Como repertorio, el Kronos, que toca piezas actuales y se junta con innovadores del jazz y el rock. Como sonido, el Mosaïques, que interpreta con sentido histórico e instrumentos originales música de los siglos XVII y XVIII.

Partidos políticos del Nosotros
Nací a la política en Argentina, al final de la dictadura militar. Era comienzos de los ochenta, y mientras en mi cuarto escuchaba Long Plays clásicos como el del Cuarteto Amadeus tocando el Cuarteto Disonante de Mozart, me iniciaba en la política universitaria y las marchas por la democracia y los derechos humanos.
En esa época los partidos que me interesaban eran de ideología, de ideas, de propuestas (de izquierda y centro izquierda) más que de personajes: eran socialistas, comunistas, radicales, intransigentes, anarquistas. Recuerdo que el culto a la personalidad del peronismo de entonces me parecía extraño, ajeno. Su himno (“Perón, Perón, qué grande sos; Mi general, cuánto valés”) se me hacía ridículo.
En la universidad fui forjando mis ideas y acercándome a grupos unidos por ideas de justicia social, de honestidad, control balanceado de los poderes públicos, humildad, formación de equipos de trabajo. En Europa, donde viví 18 años, me atrajo la tranquila convicción de los partidos socialistas que formaron el llamado estado de bienestar.
Mientras mi trabajo de escritor y académico me llamaba a la pasión por las historias de grandes personajes, en política, al contrario, me fueron causando sospecha los paladines del “yo”, los líderes ampulosos que transforman su vida en el relato de luchas contra enemigos implacables.

Movimientos épicos del Yo
Y ahora, la política de mi país está tomada por una batalla de personalismos y dos creadores de movimientos a partir de sus figuras se pelean en X mientras la sociedad se desangra en la pobreza infantil, la angustia de los viejos y el desánimo de los trabajadores.
Veo esta transformación de la política en un torneo de divos y divas como un fenómeno no sólo argentino. Algo parecido sucede en Venezuela, en Brasil, en Centroamérica, en Colombia, en medio Estados Unidos.
La era de las redes sociales es propicia para las muecas y bravatas de estos dirigentes personalistas que transforman en ley sagrada sus consignas cambiantes, y no para conjuntos que buscan la expresión en armonía.
Mientras, yo sigo soñando con equipos de gobierno que funcionen como un cuarteto de cuerdas de los de trabajo mancomunado, en una dirección común.
¿Será posible en estos tiempos volver a construir propuestas desde grupos e ideas comunes, como los cuartetos de cuerda? ¿Podremos ver en la política algo parecido a estos cuartetos, que dejan atrás el anticuado nombre de – y servidumbre a – su líder para brillar en cambio al servicio de la música y de los oyentes?

Publicado en el suplemento Ideas de La Nación (Buenos Aires), 28 de septiembre de 2024.

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1 de octubre de 2024
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El lado salvaje. Mi perrito y yo a dos voces

Les cuento que empecé un Taller de Bolsillo con la experta en literatura y naturaleza Gabriela Jáuregui: nos habla de cómo nos relacionamos con los reinos animal y vegetal, cómo los poetas y narradores se acercan a ese íntimo “otro” salvaje, y cómo ese mundo ajeno nos podría mirar a nosotros. Ella se comunica por Zoom desde un rincón rupestre cerca de Ciudad de México, donde esperaba escuchar el canto de los pájaros, pero en medio de la primera sesión ella se alarmó porque se escuchaban balazos.
El taller es un recorrido por las escrituras que se adentran en la sensibilidad de los animales y las plantas. Me encantó una poesía de Emily Dickinson que es una carta de una mosca, y los inclasificables ensayos de Gloria Ansaldúa, que yo no conocía. Estos talleres online son una reliquia preciosa, tal vez lo más valioso, que nos queda de la vida en pandemia.
El primer día Gabriela nos asignó un ejercicio:

Ejercicio: Soy multitudes como dice Walt Whitman, Yo soy otro como dice el poeta Rimbaud, o como dice también el divulgador de la ciencia Ed Yong, contenemos multitudes. Piensa con qué seres vives enredadx de forma tentacular. ¿Cuáles son tus relaciones simbióticas/simbiopoéticas y con quienes? Describe tu relación con lx otrx, primero desde el punto de vista tuyo, personal, pero en tercera persona, y después describe exactamente la misma relación, pero de la perspectiva del otrx, y esta vez en primera persona. ¿Cómo se tejen estos dos relatos? Busca la particularidad de los detalles y escribe desde allí, desde los sentidos.

Esta es mi relación con mi perrito Franki visto desde una posible deidad que soy no soy yo, en peligroso equilibro en el techo de nuestro dormitorio:

Franki entró a la vida de Roberto por la ventana. O tal vez sería mejor decir que entró sin que él lo haya buscado. Cuando volvió de su primer viaje a Europa con Carmen, al inicio de su relación, la primera vez que hacían juntos un viaje largo, ahí estaba, minúsculo y desamparado. Con su pelambre hippie en distintos tonos de marrón, con esos ojazos asustados, con el rabito ya cortado, arrancado a edad demasiado tierna del amparo y la educación de su mamá.
Laurita tenía en ese momento nueve años. Durante el viaje de su madre con Roberto, se había quedado en el departamento de Plaza Italia con la abuela, la sabia y risueña doña Coquis. La abuela había encargado un perrito para ella, y este viaje la unió más con su nieta: Laura eligió de todos los minúsculos Yorkshire, el perrito que más le gustaba de la camada, que terminó siendo el Franki. Doña Coquis se quedó con su hermano Harry.
Pasaron cinco años y medio. En este momento Franki, ya un señor perro que vira, a veces sin transición y sin motivo, de gruñón a cariñoso y viceversa, duerme al sol sobre el abrigo recién lavado del colchón, mientras Roberto escribe y escucha música.
Si alguien los estuviera viendo en este momento probablemente sentiría que la escena es de plácida hermandad, de amorosa convivencia. Desde su escritorio, Roberto mira a su perrito y se alegra de que esté en su vida y que, de forma oblicua y perruna, haya cimentado en estos años la relación de familia entre él, su flamante esposa y la hija de ella, que ya tiene 14 años.
Pero si esto fuera una película y si la cámara se acercara al dorso de la mano derecha que escribe en el teclado, notaría la cicatriz carmesí de una herida: la mordida de hace un par de semanas, el recuerdo de que Franki es también una bestia salvaje, un animal. Un depredador. El atacante que hace que el otro día Roberto le comentase a Carmen que es una suerte de que sea tanto más pequeño que ellos.
Si tuviera el tamaño de un Velociraptor, le dijo con una risa nerviosa, los mataría de un mordisco.
La costra, que lleva muchos días de lento endurecimiento, también le recuerda a Roberto con minucioso horror, que él es también una presa a punto de ser cazada.

Y esto es lo que imagino que podría estar pensando Franki. Obviamente, habla de “tú”, como buen chileno, no de “vos” como yo.

Te estoy mirando, mi esclavo. No entiendo tus palabras, no entiendo las voces ampulosas de ópera que resuenan entremezclándose con el ritmo del repiqueteo de tu teclado. Sí sé que la música lenta, envolvente, que se escucha arriba, en tu altillo, es distinta del rock punzante y repetido que pone mi mamá Carmen en la cocina, del trap de disparo rápido de mi hermana Laura en sus parlantes, y muy distinta de las canciones románticas del teléfono que hacen suspirar a Úrsula mientras mueve por la alfombra a mi enemiga jurada, la diabólica aspiradora.
Y también entiendo cómo me miran, cómo me tratan, cómo interactúan conmigo. Es muy divertido. Yo actúo para ustedes, les hago fiestas cuando llegan y cuando me acarician la cabeza y sobre todo cuando me hacen cosquillas en mi panza peluda. Es todo teatro, simulacro. Lo saben, ¿no? El amo soy yo. Esta es mi casa. Ustedes son mis invitados, y los tolero mientras no me molesten demasiado. Por ejemplo, los dejo dormir en mi cama, pero si se ponen pesados ocupando parte de mi sitio al medio, de un certero mordisco les recuerdo quién manda.
Sí, a ti te hablo. Me estás viendo ahora, tirado al sol en el sofá, sobre el cobertor que acabas de lavar y pusiste a secar al sol porque lo oriné y lo dejé hediondo a mi pis. Claro, tengo que marcar todos los espacios y ámbitos, para que quede claro que son míos.
Estoy alerta, mirándote con cara de perrito bueno, con las orejas paradas porque sé que estás escribiendo sobre mí.
Sé que viviré pocos años; sé que, aunque para mí ustedes son instrumentales e intercambiables, para ustedes yo soy el corazón y el motor de esta casa, el amo y el líder de la manada, y que cuando no esté me van a extrañar horrores. Ese dolor postrero será mi venganza porque, aunque ustedes no decidieron que me tocara esta perezosa y repetitiva vida de perro, son lo que tengo más cerca para vengarme de mi mala suerte.
En otra vida, ojalá vez me toque convertirme en gato. Y ahí sí sentirán la profundidad de mi desprecio, sin trampa ni actuación.

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6 de septiembre de 2024
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Alegato contra el servicio militar

1. Hoy se sortea la clase 1970
El 31 de mayo de 1988, en la página 9 del Buenos Aires Herald apareció un artículo sobre una extraña ruleta que ese día decidiría la suerte de miles de varones argentinos de 18 años, “La lotería más excitante”.
“Los números redondos y brillantes que decidirán qué ciudadanos nacidos en 1970 tendrán que cumplir con el Servicio Militar Obligatorio el año que viene están empezando a dar vueltas en el momento en que usted lee este artículo con el café o el mate de la mañana. Hoy, martes 31 de mayo, a las 8 de la mañana, el futuro de miles de compatriotas se decide en una lotería.
“Cuando digo ‘el futuro’”, prosigue el artículo, “no sólo me refiero al año en que los jóvenes aprenden a matar, a obedecer órdenes sin pararse a pensar en sus consecuencias, a sufrir cualquier humillación que se le ocurra al oficial o suboficial en cuyas manos la lotería los haya arrojado. No hablo de los deberes ‘normales’ del colimba (corre, limpia, barre), servicios fundamentales a la patria”.
¿A qué se refería entonces el autor de este texto escrito y publicado en inglés hace 34 años cuando decía que el servicio militar podía tener efectos mucho más graves que las típicas humillaciones y castigos que se veían en la comedia de Carlitos Balá Canuto Cañete, conscripto del Siete?
Comienza con dos datos: En 1986, la revista El Periodista publicó un informe oficial que determina que entre 1983 y 1985, más de cien conscriptos murieron en “extrañas circunstancias” mientras hacían el servicio militar; y en 1987, el Frente de Oposición al Servicio Militar (FOSMO), dirigido por Eduardo Pimentel, “recogió docenas de historias de jóvenes torturados con electricidad, encontrados muertos o abandonados sin cuidado médico, como un soldado informado como ‘suicidio’ cuya familia descubrió en su cadáver una herida de fusil y ninguna muestra de pólvora en sus manos o su pelo”.
Y termina con el caso del conscripto Mario Palacio, quien murió en Campo de mayo el 24 de abril de 1983, “luego de ser salvajemente golpeado por un grupo de oficiales y suboficiales y abandonado hasta que su condición fue irreversible. Dos conscriptos que servían con él testificaron sobre lo que vieron y fueron amenazados de muerte. Ambos desertaron y ahora viven en Brasil. Las Naciones Unidas los considera refugiados.”
Todavía me impacta una frase al final de ese artículo de 1988, que conservo en su página original amarillenta:
“Hoy ningún padre o madre sabe si su hijo adolescente va a salir vivo del servicio militar. Si sobrevive, de seguro no va a volver siendo el mismo. ¿Nos hemos preguntado si este cambio es para mejor o peor, o si nosotros los civiles tenemos la misma definición de ‘hacerse hombre’ que quienes manejan hoy nuestras fuerzas armadas? Tal vez muchas de las pesadillas que ocurrieron en este país desde 1905, el año en que se introdujo el Servicio Militar, tienen algo que ver con esta educación militar autoritaria.”
Ese artículo lo escribí yo, en el comienzo de mi carrera como periodista.
Trabajé mis primeros cinco años como reportero y después editor de Política y responsable de la sección de Medio Ambiente del Herald, y ahí aprendí mucho de lo que hoy enseño como profesor de periodismo.
Recuerdo bien la tarde en que escribí ese artículo. Sentía que estaba diciendo algo para mí importante. Algo para lo que había decidido dedicarme a este oficio.
Seis años antes, como conscripto de la Armada Argentina, yo había luchado en la Guerra de las Malvinas. Durante los ochenta todavía me acosaban las pesadillas de la guerra, no soportaba los petardos y fuegos artificiales de año nuevo, mi corazón dejaba de latir cuando escuchaba un estruendo inesperado. Me reunía con mis camaradas del Apostadero Naval Malvinas para contarnos las historias que ya nadie quería escuchar. Estábamos empezando a ser veteranos de guerra.
Y me acerqué al FOSMO: no sólo por mis compañeros muertos y heridos y las historias de suicidio de veteranos que desde el mismo 1982 empezamos a contarnos, como dolores propios. Sentía que había algo intrínsecamente perverso en la colimba, desde la experiencia de la instrucción, en mi caso en Puerto Belgrano en abril y mayo de 1981, hasta que llegamos a Buenos Aires y juramos la bandera en el patio de la Escuela de Mecánica de la Armada, el 25 de mayo de ese año.
Hoy voy a ese lugar, muy cerca del Casino de Oficiales, donde se torturó y asesinó a tantos, y me impresiona recordar lo chicos, lo ignorantes que éramos nosotros.
“¿Juráis defender la Patria hasta perder la vida?”, aulló el almirante.
“Sí, juro”, gritamos al unísono.
Exactamente un año después perdía la vida en medio de un bombardeo nocturno uno de mis compañeros, en Malvinas.

2. Recuerdos amargos de autoritarismo cotidiano
La literatura, lo sabemos, encierra y refleja destellos de las verdades más profundas de la experiencia humana, muchas veces más potentes y certeras que las investigaciones científicas y periodísticas. Para mí, dos textos narrativos, uno argentino y el otro español, me llevan al corazón del servicio militar como modelo educativo: la educación de los jóvenes como soldados, para que sigan pensando como soldados cuando vuelvan a la vida civil y contribuyan a un país-cuartel, una sociedad de silencio y obediencia, de seguir órdenes y cultivar la crueldad como forma de relación.
Guillermo Saccomano hizo el servicio militar en un regimiento de la Patagonia en 1969. En 1990 publicó Bajo bandera, el primero de sus luminosos libros que leí con deleite y dolor. Ahí estaba condensadas mi propia experiencia de colimba. El libro es una sucesión de cuentos crueles, que se entrelazan al final en un nudo donde se juntan los personajes, como si los cuentos buscaran anudarse en novela. Las historias están basadas en los recuerdos del Saccomanno soldado.
Al final, una escena escalofriante. Una docena de cuarentones que se reunían cada año para recordar su tiempo bajo bandera, visita el regimiento y el teniente coronel hace formar a los colimbas para escuchar su hueca arenga sobre cómo la experiencia militar templa los espíritus de patria y hombría.
Nos dio rabia pensar que cada uno de nosotros, con los años, contaría sus historias del cuartel como los tramos de una épica personal y excluyente que magnificaría con el deshojamiento de los almanaques. Cada uno contaría sus historias con embriaguez, exaltado, sobrando al auditorio, reinstalándose frente a sus defecciones cotidianas en una dimensión heroica. Quizá también algún día contrataríamos un micro para hacer una excursión al pasado, a este cuartelito que, mirado desde una ventanilla, era más insignificante de lo que uno podía recordar y pensaríamos, como esos doce tipos, en el tiempo ido, melancólicos, con nuestras barrigas, nuestras canas y nuestras calvicies.
-La verdadera colimba es el matrimonio, pibe- dijo uno.
Y otro:
-La verdadera colimba es el laburo.
Y otro más:
-La verdadera es todo lo que pasa después.
Y quizá también, algún día, olvidaríamos que alguna vez, precisamente en ese año, habíamos prometido:
-El día que tenga un hijo voy a hacer todo lo posible para salvarlo de la colimba.
En una reseña de Bajo bandera, publicada en su potente blog Resistirse es fútil en mayo de 2017, el escritor y cineasta Alejandro Schonfeld destaca que, además de la maestría que ya mostraba el joven Saccomanno, este libro inclasificable es pionero en poner esa experiencia tan extendida entre los varones argentinos del siglo XX en el reino de la literatura.
Es asombroso, pero por el momento me parece que Saccomanno, y recién a comienzos de los '90, fue el primero en gestar una verdadera oposición desde el arte a la existencia del Servicio Militar Obligatorio (SMO). Si bien Los pichiciegos de Fogwill también puede ser entendida como oposición al SMO (…) todos sabemos que es más bien una novela sobre Malvinas, y Malvinas es un tema aparte, mucho más profusamente tratado desde todas las artes que el tema de la colimba a secas. Y antes de eso, ¿qué había? ¿Cómo se problematizaba la existencia de la colimba antes de los '90? No se la problematizaba.
Schonfeld enumera conflictos donde murieron conscriptos antes de Malvinas: “en el enfrentamiento entre azules y colorados, en el levantamiento de Valle y en algunos episodios más, como el Operativo Independencia), los conscriptos muertos "de a uno" en cumplimiento del SMO, que venían muriendo desde siempre en situaciones como la del soldado Carrasco -por accidentes en las prácticas, por abuso de autoridad, por sadismo puro de sus superiores, por negligencia...-, fueron leídos hasta los '80s como "cosas que pasan", y no recibieron un trato especial desde la cultura. Y lo más importante, ni los conscriptos muertos en lote ni los conscriptos muertos sueltos generaron en la sociedad la condena del SMO en sí, hasta Malvinas.
Y concluye con algo esencial: “Se hablaba de que la colimba tenía que ser más humanitaria, más digna, más profesional, más corta, más útil, pero no se hablaba de que no tenía que existir. El sentido común indicaba que la colimba SÍ tenía que existir, pero estaba mal planteada”.
Tan natural era que pasar un año en un regimiento o buque de guerra era una experiencia formativa necesaria para terminar de educar a los argentinos, que recién con la muerte del soldado Omar Carrasco en Zapala, Neuquén, el 6 de marzo de 1994, después de ser salvajemente golpeado y luego ocultado más de un mes en el regimiento, la sociedad miró a los ojos el horror de la colimba y aceptó su abolición, aunque en esa época muchos estudiosos de temas militares concluyeron que el Caso Carrasco fue el detonante pero que el fin del servicio militar tuvo más causas económicas y logísticas que humanas.
Pero como dice Schonfeld, Carrascos había habido muchos, y en los últimos años, gracias al tesón de centros de excombatientes de Malvinas como el CECIM de La Plata, salieron a la luz torturas y malos tratos incluso en medio de las montañas de Malvinas.
En 1997, la película Bajo bandera, dirigida por Juan José Jusid, con Miguel Ángel Solá y Federico Luppi, combina episodios del libro de Saccomanno con el caso Carrasco. La acción transcurre en 1969, la época del libro.
En el film se ensamblan de tal manera que el relato de ficción verdadera del gran escritor parece como si hubiera sido escrito después, no antes, del hecho que sacudió la conciencia nacional hace 30 años.
El miedo, la crueldad, la soberbia cerril de los oficiales, la obediencia bovina de la tropa, la deshumanización de los conscriptos, la colimba como educación para un país en eterna dictadura.

3. La mili: en España el franquismo sobrevive a Franco en los cuarteles
Antonio Muñoz Molina, andaluz de Úbeda, hizo el servicio militar español en 1979-1980, y en el convulso País Vasco, en plena transición de los 40 años de dictadura franquista a la frágil democracia. En 1995 publicó sus memorias de “la mili”, Ardor guerrero.
Como Bajo bandera, Ardor guerrero es un libro juvenil de un autor hoy consolidado, que luego transitará por muchos otros temas y territorios, y que fuera galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2013.
La “mili” de Muñoz Molina se parece mucho a la colimba de su colega argentino, y es interesante cómo ambos usan las herramientas de la literatura, desde la narrativa de ficción hasta el ensayo literario, para recrear un mundo cerrado, de masculinidades en formación, donde el modelo militar de “hacerse hombre” lleva a estos machitos a despreciar a las mujeres, a los débiles, a los distintos, a los intelectuales y al intelecto, y a perder en la identidad colectiva del soldado obediente todo atisbo de singularidad y pensamiento crítico.
Esta era la tarea de la instrucción, los primeros meses de la mili, según Muñoz Molina:
“Había que aprenderlo todo y olvidarlo todo: había que aprender otra geografía, otra Historia, casi un nuevo idioma en el que las palabras habituales significaban cosas desconocidas hasta entonces y en el que a veces se perdía el uso de la misma articulación inteligible; había que familiarizarse con un universo infinitamente detallado de valores y gestos, de signos, de códigos morales, de tareas y ritos que modulaban y cuadriculaban las horas del día, de nombres propios que más allá de las alambradas no conocía nadie y que en aquel reino donde acabábamos de entrar se pronunciaban con reverencia idólatra; había que retroceder ideológicamente en el tiempo no solo hasta los años aún recientes del franquismo, sino mucho más atrás, hasta una arqueología polvorienta del heroísmo y el sacrificio y el todo por la patria, había que olvidarse de lo que uno sabía cuando llegaba al campamento y que inscribir en ese espacio borrado las nuevas normas y las nuevas costumbres, todo, desde lo más grandioso a lo más ínfimo, desde la manera de atarse los cordones de las botas hasta el principio físico en virtud del cual la deflagración de los gases en la recámara del fusil producía el disparo (…)”.
En un artículo académicos sobre Ardor Guerrero, el profesor Aleix Romero Peña destaca en las memorias cuarteleras de Muñoz Molina el tema esencial de la perdida de la individualidad y su reemplazo por un ‘yo’ colectivo sometido al arbitrio cruel del jefe.
“El paso por la mili implica, tal y como puede leerse en Ardor guerrero, una constante alienación que pone en suspenso la preexistente identidad civil de los reclutas –arrebatándoles incluso su nombre, sustituido por un sistema de matrículas: «yo me llamaba J-54», recuerda Muñoz Molina –. El fin último es la pérdida del yo individual, sacrificio imprescindible para entrar en un nuevo mundo dominado por la jerarquía, la brutalidad y la arbitrariedad”, dice Romero Peña.
La novela de no ficción de Muñoz Molina tiene muchas otras aristas interesantes. Como andaluz, de la España profunda, enviado a un regimiento en el País Vasco en plena transición, el soldado se transforma en ariete de lo más casposo, cerril y anticuado del “ser español” ante el sospechoso vasco. En sus horas libres fuera del cuartel, los soldados se encuentran con otro desprecio, distinto al del sargento: el de una población que los ve como enemigos, como representantes jóvenes del viejo franquismo, en retirada pero no vencido.
Como fuerza de ocupación dentro de su propio país, este recluta vive con miedo a un ataque de ETA y desarrolla un odio duradero hacia “el enemigo interno”.
Nosotros también tuvimos colimbas arrojados a lo bruto a una guerra contra un enemigo interno. ¿Quién estudió o transformó en novela en Argentina la tragedia de los conscriptos de la generación anterior a la de Malvinas, los que fueron al monte en Tucumán con el General Antonio Bussi, los que sirvieron en el casino de oficiales de la ESMA o de Trelew?

4. Obediencia debida: conscriptos en la larga dictadura chilena
En la época en que escribí ese artículo sobre la ‘lotería de la colimba’ en el Herald, entrevisté a un miembro de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) presidida por Ernesto Sábato. Le pregunté qué habían escuchado en los testimonios y habían decidido no poner en el informe y en el Nunca más.
Me pidió que no lo publicara en mi artículo y que no citara su nombre. No publiqué sus palabras entonces, y no revelaré quién es ahora, pero diré aquí, cuando esta persona ya no está, lo que me dijo y que me atormenta desde el momento en que lo escuché.
Me dijo que un ex conscripto declaró ante la CONADEP que en un regimiento del interior los oficiales los obligaron a violar en grupo a una detenida, uno tras otro, hasta que esta mujer murió. A los autores del informe les pareció demasiado espantoso. Y no se pusieron de acuerdo sobre qué decir sobre estos soldados. ¿Eran víctimas, eran victimarios, eran las dos cosas?
Ese es el tema central de un libro fundamental sobre la experiencia del servicio militar en la dictadura chilena: Las guerras dentro de los cuarteles, del historiador Leith Passmore.
Fue publicado en inglés en 2017 y el año pasado la Editorial Universidad Alberto Hurtado lo publicó en castellano. En la presentación (en el aula magna de la universidad, donde yo trabajo) dieron su testimonio dos representantes de uno de los muchos grupos de ex conscriptos que en Chile luchan por sus derechos: una pensión, beneficios médicos y psicológicos, y reconocimiento por parte del Estado del daño que les hicieron en nombre de la patria.
Hablé con ellos. Eran hombres tristes, heridos por dentro: ni siquiera tenían el costado heroico y orgulloso que caracteriza a muchos de mis compañeros de Malvinas.
Las guerras dentro de los cuarteles es un libro doloroso. Combina entrevistas en profundidad con decenas de ex conscriptos de los 17 años que duró la dictadura chilena (más de 370.000 vistieron uniforme, la casi totalidad de las clases bajas), con testimonios escritos y grabados, algunos inéditos, otros presentados a las comisiones de la memoria de los crímenes del pinochetismo.
“Esta experiencia”, relata el libro, “representa una ruptura fundamental en sus vidas y la recuerdan en términos de un patriotismo traicionado, las ambiciones frustradas y una masculinidad quebrantada por la confesión, la culpa, los castigos arbitrarios, la tortura sufrida y el trabajo forzoso. Además, rememoran este pasado desde su precariedad económica y problemas de salud del presente, y a menudo con referencia a las cicatrices físicas, emocionales y psicológicas que atribuyen a su período de conscripción”.
El 6 de mayo de 2023, la periodista Lisette Fossa, del medio digital chileno Interferencia, entrevistó a Passmore, y entre otras preguntas sobre su investigación, inquirió:
- Una de las cosas que se hablaba incluso en los años noventa es que en el servicio militar “te lavaban el cerebro”, sobre el enemigo, las rutinas, etc… Según su investigación ¿se instalan ideas en los jóvenes que hacían el servicio militar? ¿Y qué ideas se les trataba de inculcar?
- Claro, veo un intento en la formación de romper los vínculos con la sociedad civil. Porque supuestamente el enemigo estaba dentro de la sociedad civil, fuera de los cuarteles, el enemigo interno; por lo tanto, había un intento de romper los vínculos con la sociedad civil y formar unos nuevos, con los compañeros, la institución, para generar lealtad, más que la lealtad al pueblo o la familia. Y algunos de los ex conscriptos hablan de ese “lavado de cerebro” y dicen que salieron “pinochetificados”, como uno dice.
Eso pasa porque la narrativa del momento tenía que ver con una “guerra interna”. Muchos entraron con una ignorancia política o indiferencia política importante, y en algunos casos salieron con esa perspectiva, que en algunos casos quedó y en otros no duró. Pero ese proceso de romper vínculos no es único en el mundo, se da en los ejércitos del mundo, es bastante normal.

5. La muerte del conscripto Franco Vargas
El sábado 27 de abril murió durante una marcha en Putre, a 2.160 km al norte de Santiago, el conscripto chileno Franco Vargas, de 19 años. El servicio militar es voluntario hoy en Chile, pero muchos jóvenes de clase baja lo hacen como vía para una carrera como suboficiales, por vocación militar o de servicio público o recomendados por sus familias como forma de adquirir hábitos de disciplina.
Según un comunicado del ejército, el soldado “presentó problemas respiratorios durante un descanso en medio de una marcha de instrucción desde el Campo de Entrenamiento Pacollo hacia el Cuartel Militar de Putre. El soldado conscripto fue inicialmente estabilizado por los equipos de la enfermería del regimiento y luego fue enviado a un centro de salud local, en donde se confirmó su muerte”.

Pero en el mismo comunicado la fuerza armada informó que otros 45 soldados conscriptos de la misma unidad sufrieron un cuadro infeccioso de origen respiratorio, y que dos de los afectados fueron trasladados hasta el Hospital Militar de Santiago, mientras que cinco —de los cuales dos están en estado grave— se encuentran internados en el Hospital Juan Noé de Arica”. El diario El País dio cuenta de que los 38 efectivos restantes se encuentran aislados en la unidad militar, y en noticias de diarios, radios e informativos de televisión del país, numerosos padres y madres de los conscriptos dijeron que no podía ver ni comunicarse con sus hijos.

Una semana más tarde, el noticiero de Tele13 difundió un audio en el que un compañero de Vargas decía a su familia que el soldado “avisó que no iba a volver si iba, no lo pescaron (no le hicieron caso). Después, él, a gritos, pidió que por favor pararan, que se iba a morir. No lo pescaron de nuevo. No le dieron mayor atención”.
En el audio se escucha: “Y ahí él se desplomó. Quedó lejos de cualquier parte que se pudiera evacuar. Lo llevaron arrastrándolo con un brazo en el hombro. Arrastrándolo hasta un punto en cual lo pudieran evacuar”, aseguró en uno de los audios. “Ahí cerca de la autopista, cuando llegó el camión, pero ya era tarde, no tenía signos vitales, no se movía. Yo mismo lo vi a él estaba desplomado en el suelo”.
Desde el momento en que se supo la noticia, muchos la relacionaron con la mayor tragedia en el ejército chileno en tiempos de paz: en 2005, 44 conscriptos y un suboficial murieron congelados en un ejercicio de montaña en Antuco. La madre de Vargas y las de sus compañeros internados o aislados relatan en medios chilenos las condiciones paupérrimas de salud, vestimenta e instrucción, y los malos tratos y castigos corporales a los que son sometidos.

6. La lección de una gorra blanca
La primera lección que yo aprendí en el servicio militar es que si no robas, te castigan. La segunda: que para salvarte, te tienen que dejar de importar los demás.
La escena aparece en el libro de Passmore, en los relatos de Saccomanno y de Muñoz Molina, y en mis propios recuerdos y en un objeto valioso que guardo en mi armario.
El objeto es una gorra marinera, blanca (ahora gris pálido) con los bordes hacia arriba, como el gorrito de Coquito, el del Capitán Piluso. Tiene en el borde un nombre marcado con birome, sobre el que está sobreimpreso otro, el mío. Fue la primera noche, en Puerto Belgrano, mi lugar de instrucción naval. Alguien perdió el gorro. Lo robó a otro, éste a otro más, hasta que alguno me robó el mío. Yo aprendí rápidamente la lección: en un descuido le saqué el gorro a un compañero que había ido al baño. No iba a ser yo el castigado.
El castigado fue, obviamente, el único que, al ser robado, no siguió la cadena. Fue honrado y honesto. Dijo que se lo habían robado. Todos respiramos aliviados cuando este conscripto fue castigado. Varios se rieron. Habíamos aprendido la primera lección: a robar.
El gorro en mi armario me recuerda esa importante lección de la colimba.

7. La lección del Martín Fierro
El gran novelista y ensayista Carlos Gamerro funda el nacimiento de la literatura argentina en dos relatos antagónicos: Facundo o Martín Fierro. Los dos son violentos, crueles, apasionados, y representan cosas opuestas. Para Sarmiento su Facundo era la “barbarie” contra la que quería erigir su país de “civilización”. Para José Hernández, el gaucho matrero es la rebelión del de abajo.
Y Martín Fierro, nuestro poema nacional, es la épica del desertor al servicio militar.
El gaucho Fierro se escapa de la leva forzosa, que lo quiere llevar a los fortines para fajarse con los indios en nombre de una patria de latifundistas que estaba borrando de la pampa a gauchos como él. La patrulla lo encuentra y en el combate desigual donde quieren llevarlo a la fuerza al servicio militar, el bravo sargento Cruz se pone de su lado.
Cruz comete un crimen todavía mayor que el de Fierro: se pone a combatir del lado del enemigo. Por decencia, por justicia, porque no soporta que maten a un valiente. Para cualquier lector del Martín Fierro, ese es nuestro lado.
También por Fierro y por Cruz, estoy en contra de la colimba.

Publicado en Revista Anfibia el 15 de mayo de 2024

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26 de julio de 2024
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¿Qué hay en un nombre? Buscando el secreto de la obra póstuma de García Márquez

1. Anna Magdalena Bach

Los dos volúmenes del Pequeño libro para Anna Magdalena Bach están entre las obras musicales más emotivas y generosas que se conozcan.
Son un regalo de Johann Sebastian Bach a su segunda esposa, Anna Magdalena, poco después de su boda en 1721. El primero es un cuaderno en el que Bach, con primorosa notación musical, transcribe algunas de sus propias obras: delicados minuets, polonesas, y rondós y los combina con algunas de sus melodías más queridas, como el aria inicial de las Variaciones Goldberg y el aria central de su cantata para bajo “Ich habe genug” (Tengo suficiente), una emotiva reflexión sobre el final de la vida.
En el segundo cuaderno, descubrieron musicólogos recientes, hay partituras trazadas por ambos esposos. La propia Anna Magdalena copió, además de obras de Bach, también las de otros compositores contemporáneos, como François Couperin, Gottfried Stölzel, Johann Adolf Haase y Carl Phillip Emmanuel Bach, hijo del primer matrimonio del compositor.
Un tercio de las obras son para teclado y soprano solista.
Se sabe que Anna Magdalena era una apreciada soprano profesional, buena ejecutante del teclado, fina conocedora de las plantas y aves y eficaz administradora de un hogar donde crecían los 13 hijos del matrimonio y los cuatro que Bach tenía de su primera esposa, su prima Anna Barbara, que murió joven.
Albert Schweitzer, el abnegado médico en África, Premio Nobel de la Paz, organista y erudito musical, dice en su influyente libro dedicado a Bach (J. S. Bach, el músico poeta), que esta joven de 21 años, independiente económicamente e hija de un trompetista, probablemente se casó con Johann Sebastian, 15 años mayor que ella, con un puesto poco brillante en la modesta corte de Cöthen, viudo y con cuatro hijos, por razones que no tenían que ver con el estatus o la comodidad económica.
Anna Magdalena Bach es un personaje misterioso, pero los pocos datos conocidos dan a los biógrafos la idea de que era un matrimonio de artistas, que celebraban veladas con amigos en su casa, que trabajaban en lo que ambos amaban y que se mantuvieron unidos hasta la muerte del compositor en 1750.
En su libro sobre Bach, Música en el castillo del cielo, dice el gran director de orquesta John Eliot Gardiner: “Anna Magdalena Wicke era una cantante profesional empleada en la corte de Saxe-Weissenfels y venía de una familia musical. Su boda fue en su casa ‘por orden del príncipe’, a mitad de semana en diciembre de 1721, para permitir que los músicos invitados lleguen a tiempo a sus tareas en los servicios del domingo después de beber el copioso vino que Bach compró al costo de casi dos meses de su salario”.
En su biografía, Gardiner apunta: “Aparte del dato de que Anna Magdalena era aficionada a la jardinería (especialmente los claveles amarillos) y los pájaros (especialmente los pardillos), sabemos dolorosamente poco de ella”.
Dolorosamente poco. Qué forma delicada de decirlo.
En un programa de Radio Nacional de España sobre Anna Magdalena, el erudito divulgador musical Sergio Pagana, brinda algunos datos más: desde los 17 años, Anna Magdalena fue alumna de la gran soprano operística de tiempo, Christiane Pauline Kellner. Como tal, seguramente escuchó a su maestra ejecutar las partes de soprano en los oratorios y cantatas de su futuro esposo. Y cuando se casó con Johann Sebastian, ella era una profesional con el segundo mejor sueldo de los músicos de la corte, sólo más bajo que el de su marido.
“Esta unión fue singularmente feliz”, continúa Schweitzer, “y Anna Magdalena, que poseía una bella voz de soprano y era buena música, supo comprender a su marido y animarlo en todos sus trabajos. Bach la conoció probablemente en la corte, donde ella se desempeñaba como cantante, y se encargó de desarrollar sus notables habilidades musicales.”.
Durante toda su vida juntos, Anna Magdalena copió numerosas partituras de su marido y de otros que ambos admiraban, como el mucho más exitoso Georg Friedrich Haendel, y con los años su grafía en el pentagrama cada vez se fue pareciendo más a la de su esposo. Por eso los estudiosos tardaron en reconocer su letra en muchas de las obras de Bach. Los esposos hicieron numerosos viajes juntos, entre ellos uno para visitar a Carl Phillip, hijo del primer matrimonio del compositor, que triunfaba como músico de la corte prusiana.
Dice Gardiner que según los recuerdos del hijo Carl Phillip, “con Anna Magdalena, Bach mantuvo una ‘casa abierta’: no permitía que ningún músico relevante pasara por la ciudad sin hacer buenas migas con mi padre y ser escuchado por él”.
Los visitantes incluyeron a luminarias de la época como Jan Dismas Zelenka, Johann Quantz y el mismo Johann Adolph Haase, una de cuyas obras copió Bach en el ‘librito’ para su esposa. Y también los hijos de su primer matrimonio, tres de los cuales ya brillaban en el mundo musical germánico.
El primer biógrafo del genio, Johann Nickolaus Forkel, el único que pudo entrevistar a sus hijos, colegas y amigos, relata que Willhelm Friedemann, el hijo mayor, se quedó con ellos cuatro semanas en 1739 “y tocó varias veces en la casa”.
Pero a la muerte del gran Johann Sebastian, la suerte cambió drásticamente para Anna Magdalena.
Según cuenta Schweitzer, “Anna Magdalena sobrevivió diez años a su marido, en la más completa indigencia. Los hijos del primer matrimonio la desampararon por completo y la sola manera en que se repartieron los manuscritos de su padre antes del inventario testimonia el escaso afecto que sentían por su segunda madre. En 1752, dos años después de la muerte de Bach, la viuda del maestro y sus tres hijas tuvieron que solicitar una ayuda en dinero al Concejo (municipal) para sobrevivir. Y más adelante la miseria fue peor. Tuvo que vivir de limosnas y falleció en una pobre casa en la Hainstrasse, sin que nadie sepa dónde fue enterrada.”
Yo tengo dos versiones del Pequeño libro de Anna Magdalena: una de 1999, del tecladista Pieter-Jan Velder y la soprano Johannette Zomer y otro más reciente, de 2021, donde el pianista de vanguardia Giovanni Mazzocchin interpreta las obras para teclado solamente. Éste tuvo un gran éxito, con más de cinco millones de reproducciones en Spotify.
Lo estoy escuchando mientras escribo este artículo, y me tiene hipnotizado. Si bien está grabado en un gran piano de cola, cuya sonoridad era imposible de imaginar en la época de los Bach, la fluidez, la alegría tranquila contenida en el pulso rítmico y la lógica impecable y juguetona de las construcciones armónicas me transportan a un ambiente doméstico de arte compartido a la luz de las velas.

2. Ana Magdalena Bach

En marzo de 2024, el mundillo literario de habla hispana se sacudió con una aparición sorprendente: Random House publicaba la novela póstuma de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos.
Hacía diez años que el autor había muerto, dejando dicho que no la consideraba digna de publicarse. En el prólogo los hijos Rodrigo y Gonzalo explican que, al releerla años después, la encontraron mejor de lo que recordaban, y que no querían privar a los devotos del Nobel colombiano de un libro más de su pluma.
Pero muchos críticos reaccionaron con sorna o acritud. Primero salieron las diatribas y críticas ácidas: la filósofa mediática Carolina Sanín lideró los ataques con un video donde considera la novela indigna de Gabo y a sus hijos y editores, peseteros sin piedad por el legado del padre. En un artículo más mesurado, Álvaro Santana-Acuña, estudioso de Cien años de soledad, califica En agosto nos vemos como “la obra sin pulir de un maestro anciano”, aunque defiende que se hubiera publicado.
Después vinieron las defensas. En Anfibia, la profesora de literatura Gabriela Polit, quien trabaja en la universidad de Austin, donde se conservan los manuscritos del escritor, planteó un punto poco tocado por los adustos críticos: al leerle en voz alta la novela a su madre, pertinaz lectora, ambas constataron que el libro es una delicia y un sorprendente vuelco feminista del autor.
A esta visión contribuyó un artículo en The New York Review of Books del novelista y dramaturgo chileno Ariel Dorfman, quien constató con admiración la maestría que el colombiano todavía tenía para derramar luminosos adjetivos y detalles precisos. Y otra cosa: que este libro es el único del autor donde la sensibilidad, el punto de vista, el protagonismo es de una mujer. Y una mujer dueña de su destino, moderna, desprovista de las ataduras de la tradición.
En agosto nos vemos cuenta la historia de una mujer a punto de cumplir los 50 que viaja todos los veranos a una bella isla donde está enterrada su madre, para dejarle unos gladiolos en su tumba.
La mujer está casada con un hombre a quien ama, con quien comparten el amor por la música clásica y las artes. De hecho, la música es importante en su vida y en la de su familia: su marido es director de un conservatorio, uno de sus hijos es director de orquesta; la otra tiene de novio a un trompetista de jazz.
A lo largo de la breve novela desfilan los nombres de muchos músicos: Mstislav Rostropovich, Claude Debussy, Edvard Grieg, Sergei Rachmaninov, Frederic Chopin, Antonin Dvorak, Wolfgang Amadeus Mozart, Ernest Chausson y Franz Schubert.
En los sucesivos viajes a la isla, la mujer va entablando relaciones efímeras, sexuales, peligrosas, algunas deliciosas, otras dolorosas, con hombres que pasan pero que dejan un poso en su ánimo, hasta que en la última visita a la tumba de su madre descubre algo que la deja alelada y la hace comprender algo esencial de la vida de su progenitora y de la suya propia.
La mujer se llama Ana Magdalena Bach.
¿Por qué?
Los nombres tienen su significado y su valor en las novelas de García Márquez, desde los Buendía de Cien años de soledad hasta Florentino Ariza y Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera e incluso los cambiados de los originales, como Santiago Nazar y Ángela Vicario en Crónica de una muerte anunciada.
¿Era García Márquez un amante de la música de Bach? El compositor no está entre los artistas mencionados en En agosto nos vemos, pero en su otro libro invernal, Memoria de mis putas tristes, sí aparece una obra bachiana.
Es la obra que escucha el protagonista y narrador, un antiguo periodista, para calmar su ansiedad la tarde anterior a su 90 cumpleaños, en el que decide regalarse una noche con una virgen adolescente.
El anciano está esperando la llamada de la celestina que le conseguirá a la niña. “A las cuatro de la tarde traté de apaciguarme con las seis suites para celo solo de Juan Sebastián Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casals. Las tengo como lo más sabio de toda la música, pero en vez de apaciguarme como de sólito, me dejaron en un estado de la peor postración. Me dormí con la segunda, que me parece un poco remolona, y en el sueño revolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que se fue. Casi al instante me despertó el teléfono y la voz oxidada de Rosa Cabarcas me devolvió a la vida. Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita mejor de la que quería, pero tiene un percance: anda apenas por los catorce años.”
La forma en que se cuenta la historia hizo que esta novela fuera criticada por unos como inmoral, y por otros como banal e innecesaria. Pero es allí, en el momento clave de la aparición del anhelo asqueroso e ilegal del viejo, cuando aparece la única referencia que encontré a la obra de Bach en la novelística de García Márquez.
Busqué el nombre de Bach en la copiosa biografía de Gerald Martin. En 27 páginas repletas de nombres, sólo aparece un Bach: es Caleb Bach, un fotógrafo que lo retrató y lo entrevistó en su casa en México y con quien habló de la foto de la portada de Vivir para contarla, con él de bebé.
Nada más.

3. Mercedes Barcha

Y, sin embargo, se me hace totalmente lógica la inclusión de este nombre en su obra final. Aunque Bach no esté en el panteón del novelista, su Ana Magdalena es, como su homónima del siglo XVIII, una mujer libre para elegir, inteligente, enamorada de las artes, observadora de la naturaleza, danzando al borde del abismo.
A medida que García Márquez se recluía en su casa definitiva en Ciudad de México y crecía en años y en tranquilidad, sabemos que cambiaba la música que sonaba en su tocadiscos. Los amigos que lo visitaban cuentan que escuchaba cada vez más música clásica.
¿Había indagado en la historia de Bach? ¿Se pasó por su cabeza la historia de su segunda y más influyente esposa, Anna Magdalena Bach, al momento de poner nombre a su último personaje?
Nunca lo sabremos.
Pero hay algo más. Pienso que la historia de Anna Magdalena que cuentan los libros se parece un poco a la de su personaje, pero mucho más a de su propia mujer. Mercedes Barcha, su esposa de toda la vida, fue el apoyo, la compañía, la socia, la organizadora de la vida en común y de su escritura. Es a su lado que el genial escritor suelta las amarras del mundo y hace volar su pluma.
Dice el biógrafo Gerald Martin que Mercedes “otorgaría a su vida serenidad y método. De manera gradual, a medida que creciera su confianza en sí misma – o, mejor, a medida que hallara el modo de exteriorizar su confianza interior –, empezó a imponer su ahora legendario sentido del orden en el muy cultivado caos de García Márquez. Organizó sus artículos y recortes de prensa, sus documentos, relatos, los textos mecanografiados de ‘La casa’ y El coronel no tiene quien le escriba.”
Como no lo sabremos nunca, quiero creer que el nombre de su último personaje es un homenaje secreto a la mujer que lo acompañó y le dio el amor, la confianza, el don de no sentirse nunca solo y la libertad para producir su gran obra que aquí se cierra.
Por eso creo que, en su propio “pequeño libro” de esta otra Ana Magdalena Bach, García Márquez nos lega, como en los dos cuadernos de la soprano y clavecinista, un puñado de imágenes refulgentes, algo desordenadas, no del todo pulidas, pero que nos quedan en la memoria y vencerán el juicio del tiempo.

Publicado en la web del Centro Gabo el 14 de mayo de 2024.

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10 de junio de 2024

La pianista francesa Hélène Grimaud

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Hélène Grimaud, la pianista que corre con lobos

 

En 2011, la pianista francesa Hélène Grimaud cometió un acto de rebeldía de los que se suelen pagar caro en el cerrado cortijo de la música clásica.
Había grabado con el poderoso director Claudio Abbado dos conciertos de Mozart, y en uno de ellos, el Nro. 23, había usado la cadenza del compositor romántico Ferruccio Busoni. En los conciertos de la época de Mozart, antes del estallido final de la orquesta, había espacio para que el pianista mostrara su destreza técnica en unos minutos de ejecución solista, usualmente variaciones sobre los temas centrales del movimiento.
El gran patriarca Abbado había pedido a Grimaud que tocara también la cadenza del propio Mozart, que en ocasiones se usa en este concierto. La pianista dice que lo tocó en deferencia al maestro. Cuando cada uno partió, la pianista recibió la noticia de que Abbado había elegido la cadenza de Mozart, y había ordenado a los técnicos que insertaran esa grabación en lugar de la de Busoni.
La joven intérprete se negó. Alegó que ella tenía el derecho de elegir la cadenza. Sabía perfectamente que Abbado había impulsado su carrera y la había elegido para grabar con él algunos de los conciertos más populares. Su grabación en video del segundo concierto de Rachmaninoff los muestra en estado de compenetración total, como un viejo maestro y su mejor discípula.
Pero Grimaud ya no era una joven promesa, y ante el estupor de funcionarios de la discográfica y críticos, no dio el brazo a torcer. Abbado decidió desinvitarla al Festival de Lucerna, que él dirigía, y a un concierto en Londres, para el que contactó rápidamente a otra pianista.
La menuda artista francesa no se quedó de brazos cruzados: pidió a los músicos de una orquesta cooperativa, que tocaba sin director, que grabaran con ella, entre otras piezas de Mozart, el concierto de la disputa. Esta vez, con la cadencia que ella quería, la que había tocado desde su infancia, la que representaba su propia visión de la obra.
No era la primera ni sería la última vez que Hélène Grimaud mostrara un espíritu indómito y lo que ella misma califica en su autobiografía como una incapacidad para la componenda: cuando está segura de algo, sus decisiones son inalterables. Ya como estudiante de 16 años en el Conservatorio de París, se negó a ejecutar el programa de fin de curso que su profesor le había indicado, lleno de piezas delicadas de sensibilidad francesa, un repertorio apropiado para la típica debutante gala, una muchacha rubia y apocada como ella.
En cambio, tomó el tren a su ciudad natal, Aix-en-Provence, y tocó con fuego y vigor romántico el segundo concierto de Chopin con sus antiguos compañeros del conservatorio de la ciudad. Cuando su profesor vio el resultado en un video, dejó pasar su falta y cambió su repertorio.
Desde entonces, y sobre todo desde que comenzó a grabar en sellos pequeños a los 17 años y en Deutsche Grammophon desde 2002, sus interpretaciones volcánicas, a la vez personales y en búsqueda profunda de la voz y presencia del compositor, jamás pasaron desapercibidas. Su primer álbum conceptual, Credo, en 2004, ya mostraba un camino propio: un recorrido por la espiritualidad del piano combinando obras de Mozart con piezas místicas de compositores contemporáneos.
En conciertos y grabaciones, el centro de su universo sonoro fue siempre el romanticismo alemán, y sobre todo las obras de Johannes Brahms. Brahms estará de hecho en el centro del programa que Grimaud presentará en el Palau de la Música el 27 de mayo. Tras la Sonata No. 30 de Beethoven, y antes de la Chacona del a Partita No. 2 de Bach, se adentrará en intermezzos y fantasías del genio romántico.
Hélène Grimaud combina desde hace un cuarto de siglo dos pasiones y actividades centrales, aparentemente incompatibles: las alfombras y candelabros de las salas de concierto, y el barro y las piedras de su refugio en la montaña, donde aúllan los lobos.
Por un lado, su carrera como concertista, la intensidad hipnótica de sus ejecuciones y la alegría palpable en sus encuentros con orquestas sinfónicas: en la memoria de los melómanos barceloneses se encuentran interpretaciones memorables, sacándose chispas con grandes formaciones orquestales, una sorpresa para quienes la ven por primera vez, con su andar tranquilo, su sonrisa modesta y sus vestidos blancos o negros, de telas amplias y flotantes.
Y, en su otra faceta, es la creadora de un refugio para lobos en peligro de extinción en Westchester County, en el Estado de Nueva York, con los que pasa muchos meses al año, que la reconocen como su madre humana, y a los que, en las fotos de su madurez, con el rostro afilado y el pelo suelto, cada vez se parece más.
En un largo perfil de T. D. Max para la revista The New Yorker titulado Her Way, el periodista la acompaña mientras acompaña de noche a su manada de lobos, y el jefe de la manada comienza a aullar a la luna amarillenta.
“Es un sí bemol”, dice la pianista, con un oído absoluto para la naturaleza salvaje de los animales indómitos y para la música, a la que entregó su alma y su inmenso talento.

Publicado en Cultura/s de La Vanguardia el 25 de mayo de 2024.

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27 de mayo de 2024

Sembrando trozos de banano, División Costa Rica, circa 1920s. United Fruit Company photograph collection, Baker Library, Harvard Business School (UF54.046).

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‘Calufa’ y don Quincho: Dos visiones de la república bananera

En el corazón de la memoria, la historia y la literatura de Costa Rica se encuentra el camino de una empresa agrícola que cambió la forma de trabajar la tierra, plantar, cosechar, distribuir, mercadear y publicitar su producto. Y cambió la historia del país y de su región.
Cuando la United Fruit Company (UFCo) nació en Boston en 1899, su producto—que provenía de las plantaciones del norteamericano Minor Keith en las llanuras caribeñas de Costa Rica—era apenas conocido en Estados Unidos. Medio siglo más tarde, el banano había desplazado a la manzana y la naranja como la fruta preferida en el desayuno, y su consumo se había transformado en símbolo de prosperidad y exotismo en la mesa de las familias norteamericanas.
Pero en los países caribeños donde se cultivaba, las plantaciones bananeras adquirieron otra fuerza, otro significado. Fue en los bananales donde se destruyó la selva tropical y cientos de sitios arqueológicos, se formó la producción en masa y la inmigración transnacional en masa. En las plantaciones de la UFCo se fundaron los primeros sindicatos, al alero del incipiente Partido Comunista. En Costa Rica, la compañía bananera transformó el paisaje y la población en las dos costas: en el Caribe en la primera mitad del siglo XX, con la llegada de trabajadores de Jamaica, cuyos descendientes siguen siendo hoy una parte importante de esa zona, y en el Pacífico Sur, en los años siguientes, con la llegada campesinos del Valle Central, de Nicaragua y de Panamá. Eso sí: pese a que la UFCo se ufanaba de traer el desarrollo al país, estas regiones siguen siendo las más pobres y atrasadas.
De las penalidades de los trabajadores bananeros se escribieron las primeras, y muchas de las mejores novelas de realismo social y denuncia política la región. No hay ninguna otra empresa privada en el mundo sobre la que hayan escrito cuatro premios Nobel de literatura: le dedicaron novelas y poemas el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (quien lo ganó en 1967); Pablo Neruda (1971); Gabriel García Márquez (1982) y Mario Vargas Llosa (2010).
Las grandes novelas bananeras de Costa Rica, si bien no son tan conocidas a nivel mundial como las de estos titanes de las letras, forman la espina dorsal de dos caminos centrales en la literatura del país, y merecen ser mucho más apreciadas fuera de sus fronteras. También permiten entender lo específico de la literatura tica y su relación con la auto-percepción de los intelectuales costarricenses.

‘Calufa’, el zapatero autodidacta

Nací el 21 de enero de 1909, en un barrio humilde de la ciudad de Alajuela. Por parte de mi madre soy de extracción campesina. Cuando yo tenía cuatro a cinco años de edad, mi madre contrajo matrimonio con un obrero zapatero, muy pobre, con el que tuvo seis hijas. Me crié, pues, en un hogar proletario (…) Tuve que abandonar los estudios, fui aprendiz en los talleres de un ferrocarril y, a los dieciséis años, me trasladé a la provincia de Limón, en el litoral Atlántico de mi país, feudo de la United Fruit Company, el poderoso trust norteamericano que extiende su imperio bananero a lo largo de todos los países del Caribe.

Así comienza lo más parecido que hay a una autobiografía de Carlos Luis Fallas (Calufa, como le llamaban sus amigos). Lo escribió, como carta de presentación, cuando se publicó la edición mexicana de su obra maestra, Mamita Yunai, en 1957.
Calufa ya era un escritor consagrado, el libro ya había sido traducido a media docena de idiomas, y el autor ya había publicado con éxito tres novelas más. Sin embargo, explica que ‘tuvo’ que abandonar los estudios, como si se justificara ante los lectores por su abandono del colegio.

En Puerto Limón trabajé como cargador, en los muelles. Después me interné por las inmensas y sombrías bananeras de la United, en las que por años hice vida de peón, de ayudante de albañil, de dinamitero, de tractorista, etc. Y allí fui ultrajado por los capataces, atacado por las fiebres, vejado en el hospital.

Se presenta como protagonista, víctima y testigo. Por eso se siente con derecho a contar: sabe de lo que habla.
En 1931 volvió a Alajuela, aprendió y ejerció el oficio de zapatero, ingresó en el movimiento sindical, intervino en la organización de huelgas, recordando, “Fui a la cárcel varias veces; resulté herido en un sangriento choque de obreros con la policía, en 1933; y ese mismo año, con el pretexto de un discurso mío, los Tribunales me condenaron a un año de destierro”.
El destierro debía cumplirlo precisamente en Limón, en la zona bananera. Eso le permitió participar activamente en la gestación y sostenimiento de la gran huelga bananera de 1934.
De su experiencia como trabajador bananero (‘liniero’) y dirigente sindical, Carlos Luis Fallas saca el material de la novela Mamita Yunai, que se volvería célebre en su país y que resulta indispensable para entender el fondo, entre la fiesta y la tristeza, entre la rebeldía y la resignación, del alma tica.
La novela tiene como personaje central a Sibaja, un trabajador empeñoso y militante comunista, y sus entrañables amigos de desventura: el cabo Herminio, un inmigrante nicaragüense que se desloma trabajando para la Yunai y al final mastica con rabia el dolor de su juventud perdida, y Calero, un niño grande, inocente, solidario y perezoso quien, en la escena más dramática del libro, sucumbe aplastado bajo el arbolón que está cortando para abrir terreno al banano.
Luego de sus años bananeros, el escritor volvió al Llano de Alajuela, en el Valle Central, subsistiendo con el oficio que heredó de su padre: el de zapatero.
Tras Mamita Yunai, Fallas publicó Gentes y gentecillas, un relato costumbrista y amargo, en 1947, y luego se volcó al mundo de la infancia: publicó dos novelas de jóvenes traviesos que descubren entre travesuras y golpes el mundo de los adultos: Marcos Ramírez, de 1952, y Mi madrina, en 1954.
Y pese a lo exitoso de su obra, esto es lo que dice sobre sus quehaceres literarios:

En mi vida de militante obrero, obligado muchas veces a hacer actas, redactar informes y a escribir artículos para la prensa obrera, mejoré mi ortografía y poco a poco fui aprendiendo a expresar con más claridad mi pensamiento. Pero, para la labor literaria, a la que soy aficionado, tengo muy mala preparación; no domino siquiera las más elementales reglas gramaticales del español, que es el único idioma que conozco, ni tengo tiempo ahora para dedicarlo a superar más deficiencias.

Pero el mundo literario de izquierda, sobre todo sus camaradas comunistas, no compartían su visión tan crítica sobre su escritura: Pablo Neruda alabó Mamita Yunai, promovió su publicación y traducción en los países de la Europa socialista, e incluso introdujo a su personaje más dramático y memorable, el trabajador bananero puro corazón, indolente y sentimental Calero, en los versos sobre la UFCo en Canto general.
El último discípulo de Calufa, Víctor Manuel Arroyo, apunta en la breve biografía del zapatero devenido escritor (publicada en 1973 en la serie ¿Quién fue y qué hizo?, del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes de Costa Rica): “Dedicó su vida a luchar para que sus excompañeros de infortunio no bogaran, sin brújula y sin vela, en aquel horrible mar. Y esa actitud generosa”, culmina Arroyo, “cualquiera que sea la posición que se tome en las trincheras, merece el más profundo respeto”.
Hoy Mamita Yunai se lee y estudia en las escuelas de Costa Rica.
Este es el fragmento más citado de Mamita Yunai:

“Todo en el miserable caserío era monótono y desagradable. Las dos filas de campamentos, una frente a la otra a ambos lados de la línea, exactamente iguales todos: montados sobre basas altas; techados de zinc que chirriaban con el sol y sudaban gotillas heladas en la madrugada; construidos con maderas cresotadas que martirizan el olfato con su olorcillo repugnante, y pintados de amarillo desteñido. Al frente, los sucios corredorcillos en los que colgaban las hamacas de gangoche, lucias y deshilachadas por el uso constante. Arriba, colgando de los largos bejucos, tendido de punta a punta en los corredores, chuicas socios y sudados, casi deshaciéndose. Abajo, infestándolo todo, el suampo verdoso”.

En La casa paterna: escritura y nación en Costa Rica (1993), un ensayo de las investigadoras Margarita Rojas, Flora Ovares y María Elena Carballo y el investigador Carlos Santander, se define lo esencial de la “novela bananera”, de la cual Mamita Yunai es el ejemplo más claro y célebre.

El imperialismo resulta entonces un dato fundamental para comprender las relaciones hombre-naturaleza en la obra. No sólo explota a los hombres, sino que, además, el extranjero destruye el ambiente. Todas las calamidades, como el abandono de los trabajadores del Atlántico, la emigración de los negros, la miseria social y moral de los indios, la degradación individual de Herminio, Calero, cabo Lencho y otros personajes, tiene su origen en la Bananera.

Calufa era un narrador nato, un lector compulsivo, un contador y escuchador de historias impenitente. Escribió como un torrente, como le salía. Sus libros no son doctrinarios. Sus personajes no son acartonados. Una voz, desde adentro, escuchaba lo que él iba escribiendo. Y así encontró sin buscarlo el personaje del narrador y lo sacó como se saca un bagre del río, intacto con su vocabulario, su retórica, su ritmo y su respiración.
Recluido en su finca de Alajuela, escribiendo, militando y paseando por los bosques, con una mala salud de hierro que lo acompañó desde sus días bananeros, Carlos Luis Fallas murió el 7 de mayo de 1966, a los 57 años. Sus restos yacen en el Cementerio Obrero junto con 12 cuerpos más, en una bóveda prestada y sin lápida de identificación.

Don Quincho Gutiérrez, el dandi comunista

Joaquín Gutiérrez Manguel nació en 1918 en Limón, en el Caribe caliente, hijo de un finquero blanco. Era nueve años más joven que Calufa. Hoy es recordado especialmente por su cuento infantil Cocorí, que durante años fue lectura obligatoria en las escuelas ticas. Nació en un hogar burgués, en el que aprendió francés e inglés (sus traducciones de las obras de Shakespeare son celebradas y han sido usadas para puestas en escena en Costa Rica). Pero Joaquín Gutiérrez fue un militante comunista tan consecuente como Calufa, y la militancia social y política impregna su literatura en aún mayor medida que la de éste.
Su primera novela, Manglar, introdujo técnicas como el fluir de conciencia, las descripciones impresionistas del paisaje y el tema de la liberación de la mujer. Una maestra viaja de San José a Guanacaste, al rudo mundo rural del Pacífico norte, y en esa experiencia crece su conciencia social, se enfrenta a sus deseos sexuales, toma decisiones, madura, se transforma. Manglar ya fija la pauta de toda la literatura de Gutiérrez: sus protagonistas son adolescentes que crecen, cambian, descubren el mundo y el sexo de forma confusa, intensa. Así como las escenas clave en Calufa son a pleno sol, las de Gutiérrez pasan de noche: en las penumbras sus jóvenes se sorprenden de sus propios impulsos y decisiones.
En sus tres novelas centrales, los protagonistas se enfrentan a las injusticias y se rebelan. Pero no son pobres que encuentran su lugar de clase en el Partido Comunista y el Sindicato. Son hijos de pequeños burgueses, que abren los ojos a la injusticia que azota a los otros.
Puerto Limón es la contracara de Mamita Yunai: es el mundo de los desmanes de la compañía y las protestas de los linieros desde el punto de vista de un burgués: el sobrino de un pequeño productor que le vende sus racimos a la United Fruit.
Silvano es un joven idealista que vuelve a la casa de su tío en Limón desde San José tras terminar sus estudios secundarios. No sabe qué hacer con su vida, ni dónde encajar en el mundo de los grandes donde ha sido arrojado tras una adolescencia despreocupada en la capital.
Los personajes que representan las opciones que se le abren están bien dibujados: del lado de los “explotadores”, el tío de Silvano, un pequeño finquero pragmático pero de buen corazón, que cuida su negocio y que se opone por principio a las demandas de los trabajadores.
Y en el otro lado, un sagaz y deslenguado sindicalista nicaragüense a quien llaman Paragüita seduce a Silvano desde la culpa de clase y el desafío a su hombría.
Silvano se va separando del mundo del tío, pero tampoco entra de lleno en la propuesta revolucionaria y viril de Paragüita. Nunca formará parte del mundo extraño de los peones revoltosos, pero cada noche que pasa en los debates del cuadrante lo separa de un posible futuro de administrador de finca bananera. Se hunde en tierra de nadie.
En el final de Puerto Limón irrumpe la naturaleza incontrolable en la historia y en la prosa: una tormenta tropical de fin del mundo provoca un accidente mortal. Muere el tío y muere Paragüita. No queda claro si Silvano causó la tragedia, si pudo evitarla y no quiso, si no había nada que hacer y su confusión lo hace sentirse culpable, o si todo sucede en una pesadilla donde termina matando en sueños y en su conciencia a los dos polos de una decisión que no podía tomar.
Al final, el aturdido muchacho sube a un barco anclado en el puerto de Limón, y se aleja de su dilema irresoluble. Así hizo Gutiérrez: se embarcó con rumbo a Chile.
Así como el Sibaja de Mamita Yunai es un alter ego del mismo Calufa, exaltado y dramático pero basado en su experiencia en las plantaciones bananeras, el Silvano de Puerto Limón es una explosión literaria de Gutiérrez, el adolescente hijo de un pequeño finquero limonense, el campeón de ajedrez en San José, el militante del Partido Comunista. Como su personaje, en 1939, después de publicar su primer libro de poesía, Joaquín busca una puerta de salida.
Un campeonato mundial de ajedrez en Chile es su oportunidad. En Santiago publica, en 1947, Cocorí y Manglar. Tres años más tarde, Puerto Limón.
En 1973, lo sorprende el golpe de estado de Pinochet, y su mundo se viene abajo. Vuelve a Costa Rica 34 años después de su partida. Tras su vuelta, publica en San José sus novelas, que en su propio país adquieren cabal significado, y termina sus días como un titán de las letras ticas. Muere en San José en octubre del 2000. Hoy su estatua, con su alta y nervuda apostura patricia, se erige a un costado del Teatro Nacional de Costa Rica.

Encuentro desde lados opuestos de la brecha social

Es difícil imaginarse dos escritores y dos personajes más distintos que estos titanes costarricenses de la novela bananera: por un lado, Joaquín Gutiérrez, el dandi comunista a la europea, exquisito traductor de Shakespeare, que mira el mundo con seguridad desde su altísima y ondeante mata de pelo blanco; por otro, Carlos Luis Fallas, el campesino tosco que atisba siempre el mundo de los adultos desde la altura poética del niño pobre y por eso gran observador. Pese a sus diferencias, fueron grandes amigos: se frecuentaron en las montañas y llanos de su país y en las capitales de los países socialistas. En las memorias de Gutiérrez, Los azules días, se relatan varios de esos encuentros y las chanzas y pullas de su relación fraterna.
El mundo complejo y brutal inventado por la United Fruit Company desató la imaginación de estos grandes escritores. Cuando el viento de la historia haya terminado de borrar las gestas y tropelías de la compañía que implantó un nuevo mundo económico y nuevas preguntas sobre la identidad y la patria, estas novelas seguirán hablándonos de la fragilidad de los pobres, del significado de la amistad, de los compromisos ideológicos y de la búsqueda de un lugar en el mundo sibilino y cambiante de los intereses y los sentimientos. En definitiva, son grandes creaciones sobre la naturaleza humana. El banano es la excusa.
Pero en sus enormes diferencias, Calufa y don Quincho logran pintar, a cuatro manos, el panorama completo de la república bananera en su esplendor.

 

Publicado en el número especial de abril de 2024 sobre Costa Rica en la Harvard Review of Latin America en castellano e inglés. 

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26 de abril de 2024
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Una ‘playlist’ de canciones de amor para el día de mi boda

 

La música de una pareja es siempre la combinación de la banda sonora de su propia relación, los sonidos “de los dos”, y lo que le gusta, le remueve, le provoca y recuerda y anima a cada uno, la historia sonora personal de cada cual. Es una extraña “playlist” que difícilmente entraría en un disco, porque cada uno suele tener una historia musical, emociones, gustos, compatibles pero distintos.
Eso nos pasó con Carmen cuando estábamos hablando con el músico y DJ Joaquín Vidal en el Castillo Forestal a finales de enero de este 2024. Nos íbamos a casar el sábado 3 de febrero, y Joaquín, a quien habíamos propuesto poner música a nuestra fiesta, quería saber qué canciones queríamos que sonaran en cada momento. ¿Cuáles son las bandas sonoras de nuestras vidas, que pronto estarán entrelazadas en una vida en común? ¿Cuáles son las armonías, las melodías, los ritmos de nuestras sensibilidades en el momento de unirnos en matrimonio?
Lo primero que decidimos es qué iba a sonar cuando ella entrara, del brazo de su hija Laura, mientras en mesa con mantel blanco yo la esté esperando junto a nuestra maravillosa oficiante, druida y contadora de nuestra historia, la amiga novelista, actriz y dramaturga Nona Fernandez.
Sonaría Un vestido y un amor, del disco preferido por ambos, El amor después del amor, de Fito Páez.
“Te vi…”
Cuando nos pusiéramos los anillos, empezaría a cantar mi elegido, Joan Manuel Serrat, en catalán: “Paraules d’amor”, que tras un par de minutos pasaría al elegido de Carmen, el rock potente, desembozado, de Pulp y su carismático Jarvis: “Common people”.
Después vendrían las fotos, el champán, los abrazos…
Y antes del baile, que abriríamos ambos con el vals El Danubio azul de Johann Strauss hijo, la alternancia de canciones de ambos.
Unos días antes de la boda, me senté en la computadora a tratar de recordar canciones. No sólo canciones que me gustaran, sino canciones que hablaran de amor. Hay muchas canciones bellísimas de tristeza, de soledad, de desamor, incluso de amargura y rencor. Hay muchas de amistad, de sueños políticos, de pasados nostálgicos y futuros anhelados. Pero estas debían ser de amor: ojalá que celebren un momento como el nuestro, el amor en su momento de plenitud. Amor encontrado.
Esta es la ecléctica lista de mis canciones de amor. Hay arias de ópera (con la indicación de cuáles versiones, qué cantantes y directores), hay fado optimista (sí, lo hay), samba brasileña y zamba argentina, jazz y rock, y un tango-canción (obviamente El día que me quieras – ¿qué otro tango existe que le cante al amor que viene y no al que se fue?).
Se cuelan amores por hijos, por compañeros de infancia, a la naturaleza, pero la mayoría son de amor romántico entre un hombre y una mujer. Con una excepción: la hermosa y desafiante Puerto Pollensa de la gran artista Marilina Ross. Esta es la banda sonora de mi vida hasta este momento. Cuando le expliqué la lista, Laura, con el desparpajo de sus 13 años, me dijo: “No es sólo que no haya nada de ahora. ¡Es que no hay nada del siglo XXI!
¿Dirá esto algo de la edad de mi sensibilidad musical?
Aquí van. Están en el orden en que se me fueron ocurriendo.
Amalia Rodrigues: Boa nova
Chico Buarque: A banda
Daniel Viglietti: Gurisito
María Elena Walsh: Sábana y mantel
Carlos Gardel: El día que me quieras
Joan Baez: Sad eyed lady of the Lowlands
Leonard Cohen: Suzanne
Peter, Paul and Mary: Puff, the magic dragon
Mozart: La flauta mágica. Dúo de Papageno (Dietrich Fischer-Dieskau) y Papagena (Lisa Otto). Dir. Karl Bohm.
Queen: Love of my life
The Beatles: Love me do
The Beatles: I wanna hold your hand
The Beatles: I saw her standing there
M. E. Walsh: Como la cigarra, por Mercedes Sosa
Violeta Parra: Gracias a la vida, por Mercedes Sosa
Georges Bizet: Carmen. L’amour. Canta Maria Callas
Silvio Rodríguez: ¿Adónde van?
Sui Generis: Necesito
Sui Generis: Quizás porque
Tim Rice y Andrew Lloyd Weber: Jesucristo Superstar: I don´t know how to love him
Bee Gees: Melody Fair, de la película “Melody”
The Carpenters: A song for you
Marilina Ross: Puerto Pollensa
María Elena Walsh: Canción del jardinero
Giuseppe Verdi: Brindis de La traviata (Ileana Cotrubas, Plácido Domingo, Dir: Carlos Kleiber)
Víctor Manuel: Soy un corazón tendido al sol
Obviamente, esta no es una propuesta de “las mejores canciones de amor”, ni siquiera mi propia lista de mejores. Estos 26 temas son una muy personal lista de lo que a mí me emociona, lo que me hacen pensar en el amor, en la unión de dos almas, cuerpos, sensibilidades.
Dicen que la música llega al corazón casi sin pasar por la cabeza, que provoca que unas cuerdas internas vibren al unísono con lo que surge de la voz y los instrumentos de los intérpretes. Cada tanto, pongo en CD o en Spotify alguna de estas y se me desparrama una sonrisa alada.

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28 de marzo de 2024

María Paz Santibáñez. Foto de Jerónimo Berg.

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¿Quién la puede detener? Pachi Santibáñez y el Municipal, drama en 6 escenas

La pianista y activista cultural María Paz Santibáñez vino a Santiago en diciembre, invitada por la alcaldesa comunista Irací Hassler, para dar en el Teatro Municipal y en el Día de los Derechos Humanos, su espectáculo para piano y cacerolas. Estaba prevista, además, la declamación Resistencia femenina, que aunaba lucha contra la dictadura y el patriarcado con la épica del estallido social de 2019 en el mismo lugar donde la artista fue baleada en la cabeza en 1987. Pero todo salió muy distinto a lo planeado.

1. 5 de diciembre de 2023. Notas tomadas en el ensayo en San Miguel
Sentada al piano, rodeada de cacerolas, María Paz Santibáñez larga una bocanada de vapor gris de su cigarro electrónico. El vapor avanza hacia la luz de una proyección que muestra, en blanco y negro, la escena de ella misma, hace 36 años, tirada en las baldosas al frente del Teatro Municipal. En la imagen granulosa la gente se arremolina a su alrededor. La cámara se mueve, un carabinero, el que acaba de dispararle en la cabeza, levanta el arma para alejar a los manifestantes.
María Paz, Pachi para su equipo artístico y sus amigos, fuma su cigarrillo de fantasía y el vapor nubla la imagen, creando un ambiente turbio en la sala de ensayo, como de un sótano bohemio, neblinoso parisino.
Pachi sonríe entre otra bocanada intensa de vapor: el ensayo está saliendo bien. En cinco días el espectáculo llenará la sala grande del Teatro Municipal.
Una hora antes yo había llegado a la hora convenida, y en la puerta de una típica casa de clase media en San Miguel había un cuidacoches de chaleco amarillo tocando insistentemente el timbre: me explica que se va, que cambia el turno, y que tiene que cobrar.
Pachi sale murmurando algo, ofuscada por la interrupción; tarda en entender el mensaje, le paga, y me hace entrar como si yo fuera uno más en el ensayo, como si nos conociéramos de toda la vida. Eso me gusta. Me dice que me siente en un taburete de otro de los pianos, en un rincón, y no haga ruido. Así la veo: empoderada, dando dulces órdenes, enfocada en Resistencia femenina, el espectáculo que dará en el Teatro Municipal de Santiago el domingo 10 de diciembre.
Me presenta al equipo, sus aliados: Pablo Herrera, el técnico audiovisual, Ítalo Pedrotti, el técnico de sonido, y Glyslein Lefever: “franco-chilena”, me dice, con la sonrisa suave y el apretón de manos enérgico. “Partimos ayer, tenemos cinco días de ensayo hasta el domingo. No tenemos tiempo que perder”.
Dos cosas llaman mi atención en el garaje transformado en sala de ensayos: la primera son los pianos. Cuento al menos 14, la mayoría verticales, algunos muy viejos y aporreados, otros nuevos pero cubiertos de polvo. Los hay humildes, de batalla, y también alguno más aristocrático, con volutas rococó. El más pinturero es el imponente piano de cola que toca Pachi. Un Steinway, prestado por la familia Guerrero, que la conoce desde pequeña.
Pero alrededor de su instrumento y sobre la repisa a su espalda y colgando de unos típicos soportes de percusión en orquestas sinfónicas, se despliega un ejército de cacerolas. La más elegante, marrón amarillo, cuelga frente al piano y a primera vista parece virgen de guisos. Hay otra muy grande, azul petróleo, gastada, poceada, con su cucharón de madera; una chiquita, color metal, con asa, como para calentar agua, huevos o sopa. Una muy casera, bordó. Pachi me las irá presentando: la azul se la dieron en México, la pequeña es de la compositora de la pieza que la requiere, la bordó es de ella, de su propia cocina. Las ha ido escogiendo entre varias otras, según su sonido y según la obra en que participan las ollas.
Detrás del gran piano y sobre la tapa cerrada de uno vertical cuelgan decenas de partituras. Frente a Pachi se sienta Pablo, en una silla pequeña, y a su lado Guislein lo observa todo desde la punta de un sillón. Ítalo pone y saca micrófonos desde su banquito y se arrastra con cables por abajo del piano.
En este momento Pablo mira en su computadora una performance de El violador eres tú, de Las Tesis, en griego mientras los otros tres discuten detalles del guion.
“Antes de Reportaje toqué Ojos”, dice Pachi. “Página 7, número 23”.
Yo pienso en lo que venía leyendo en el metro, un ensayo de Luigi Nono sobre la relación entre arte y política. Todo arte, toda música, es política.
“Perdón, estai puro hueviando”, se carcajea Pachi, como si no hubiera pasado los últimos 30 años en París. “¿Hagamos el último de Ojos?”
Ojos es una pieza difícil, austera, atonal, para piano y cacerola, del argentino Esteban Benzecry. Pachi toca con la izquierda el piano y con la derecha aporrea la cacerola, primero muy fuerte, después se van adelgazando los golpes hasta el silencio, mientras que en la pantalla de la pared se proyecta la coreografía de Un violador en tu camino en griego desde la computadora de Pablo.
De pronto me congelo: en la pantalla comienza a proyectarse una escena que ya había visto en Youtube: una mancha difuminada, la María Paz Santibáñez de 19 años, una de las estudiantes de música de la Universidad de Chile que se estaba manifestando en la puerta del Municipal contra la designación por la dictadura de un rector afín a Pinochet, recibe un balazo en la cabeza y cae desplomada. Se ve la cara del carabinero que le disparó. Caos. Algunos se acercan a ella, otros se alejan, el carabinero empuña su pistola, la Pachi de 2023 empuña su cacerola, como si siguiera la manifestación interrumpida de 1987.
Empieza la siguiente obra, del griego Nicolás Tzortzis, Reportaje. Una nueva cacerola, de sonido más estridente, con la mano derecha, mientras la izquierda toca el piano y su voz recita, cada vez más fuerte: “el carabinero me pesca del pelo y me arrastra hasta la camioneta. Apuntan directamente a tu cara y te disparan. Apuntan directamente a tu cara y te disparan. Apuntan directamente a tu cara y te disparan”.
Todo se mezcla: el ataque, el homicidio frustrado contra la joven Santibáñez, uno de los recuerdos más nítidos de la dictadura para dos generaciones de chilenos, la revuelta feminista que nació en Valparaíso y dio la vuelta al mundo, las imágenes y los testimonios de los manifestantes de 2019 agredidos por los herederos de esos policías dictatoriales.
Glyslein dice: “Cerrar micro, apagar la luz”.
Pachi me dirá después: “Tzortis me dijo que debía tocar la cacerola cada vez de forma más desagradable, para que la gente sienta la molestia en carne propia”.
Pablo lee: “Los pueblos indígenas son los mejores protectores de la selva amazónica”.
Pachi detiene la acción, da otra bocanada a su cigarrillo artificial. “Ítalo, probemos el micrófono de solapa, es más sutil. Queremos evitar que tome el sonido de otras cosas”.
Ítalo: “¿Como la cacerola?”
Glyslein: “Pero igual le pega bastante, la señora”.
Ítalo: “Toma este micro, no hace nada de ruido y está hiper direccionado”.
Pachi toma el micrófono y de inmediato se pone en personaje, cambia la voz, retrocede 36 años.
“El carabinero me pesca del pelo y me arrastra hasta la camioneta”.
Paran. Fuman. Reparten aguas. Hay una para mí: Glyslein me pregunta si quiero con o sin gas. Me siento incluido.
Pachi se sienta en el sofá entre Glys y Pablo, y les muestra en su teléfono una escena de bengala verde y violeta.
Pablo: “¡Me lo llevo al tiro!”
Pachi: “Está todo ahí, todas esas imágenes yo las seleccioné”.
Pablo cambia la imagen en la pantalla. Vuelve una y otra vez la escena de Pachi tirada en el piso a la entrada del Municipal, el caos, el horror. Anoto en mi cuaderno: “Para ellos es natural; para mí es tremendamente dramático”.
La artista empieza a tocar. El piano suena colérico, astringente, tan persuasivo como la cacerola. El texto que lee pasa del yo al tú.
“Me apuntaba a la cara. Apuntan directamente a tu cara y te disparan.”
Lo repite cuatro veces.
Pablo vuelve a leer: “Los pueblos indígenas son los mejores protectores de la naturaleza…”
Sube una luna por la pantalla.
Pachi toca notas muy agudas, después muy graves. Las notas chocan contra la superficie marfilina, y un efecto digital martilla como gotas de lluvia, en círculos, y se expande por la pantalla.
“Sono i migliori protettore della foresta”... en italiano, en francés, en español. Las notas que caen se van haciendo de colores y de estrellas y golpean cada vez más rápido.
Y ahora lentas. Las gotas, las palabras, las notas.

2. 24 de septiembre de 1987. El disparo en la cabeza
Empieza el video de Teleanálisis con sonido de pitos y matracas y gritos de “Chi Chi Chi le le le viva Chile” y la imagen en los mustios colores de la televisión de la época de estudiantes marchando frente a la entrada del Teatro Municipal. Los suéteres azul cielo y naranja ladrillo, las camisas blancas, los pelos largos ondeando. De pronto, en medio de la grabación, un disparo. La cámara se dirige a la estampa de un carabinero levantando su pistola y baja a una joven de pelo corto y camisa blanca, su cabeza rodeada de sangre espesa.
Las imágenes se ralentizan. Los manifestantes se acercan a la figura caída en cámara lenta.
Locutor: El día 24 de septiembre durante una manifestación universitaria, resultó gravemente herida la estudiante de piano María Paz Santibáñez.
Las imágenes del reportaje muestran una foto de María Paz sentada al piano.
Locutor: La joven se encontraba participando en una jornada por la defensa de su universidad cuando recibió un impacto de bala en la cabeza. El disparo fue realizado por el carabinero del tránsito Orlando Sotomayor Zúñiga.
Se muestra la foto carnet del funcionario.
Locutor: Decenas de manifestantes intentaron alcanzar al carabinero, quien se refugió en el interior del teatro, ayudado por guardias de seguridad.
Se muestran fotos de disturbios, bancos rotos, fuego, gente corriendo
Locutor: Quince minutos más tarde se hicieron presentes fuerzas especiales de Carabineros para dispersar a los manifestantes. El autor del disparo fue sacado del teatro vestido de civil y fuertemente escoltado. A continuación, fue llevado al hospital de Carabineros debido a lesiones causadas por los propios músicos del Municipal. La universitaria fue recibida en el Instituto de Neurocirugía en estado grave, con la mitad de su cuerpo paralizado. De inmediato fue sometida a una intervención de urgencia en la que se comprobó que el proyectil rozó el cerebro, por lo que se procedió a limpiar el trayecto de la bala retirando esquirlas metálicas.
Se acompañan estas palabras con imágenes de gente entrando y saliendo de la clínica, muchos con bata blanca de personal sanitario.
Locutor: La estudiante fue acusada de agredir al carabinero, por lo que quedó detenida bajo vigilancia policial.
Sigue un testimonio de Edgardo Santibáñez, flaco, de tupida barba negra, uno de los seis hermanos de María Paz: “Ella lleva once años estudiando piano, cursa segundo superior y se destaca en su carrera como una alumna aventajada. Es tremendo imaginarse a la Pachi sin su alegría y su música que nos acompaña desde que tenía cinco años. Porque es muy probable que a la Pachi ya no la podamos ver realizada como una gran concertista en piano y estamos conscientes de que esto nadie podrá devolvérselo”.
La imagen y el sonido muestran a la concertista tocando la Polonesa opus 26 número 1 de Frederic Chopin. La imagen la toma desde abajo, enfocando las teclas. Las manos se levantan del teclado. Unos segundos de silencio.
Locutor: A solo dos horas de lo ocurrido la jefatura de zona de Carabineros emitió un comunicado oficial afirmando que un grupo de unas 200 personas habría atacado injustificadamente al policía y que, ante la persistencia de la agresión, el carabinero hizo unos disparos al aire. Sin embargo, unos sujetos habrían tratado de arrebatarle el arma, y en el forcejeo, un disparo hirió accidentalmente a la estudiante María Paz Santibáñez. Por su parte, los familiares entregaron a la prensa su versión de los hechos.
Se muestra a los familiares, unidos, abrazados, con caras compungidas. Habla el hermano Edgardo: “Un carabinero de tránsito le disparó por la espalda y a corta distancia sin que mediara provocación alguna, hiriendo gravemente a nuestra hermana e hija en la cabeza”.
Música dramática, unos violines agudos. Imágenes de Pachi tendida, auxiliada por manifestantes.
Habla el estudiante Rodrigo Paz, testigo: “Creo que hay dos cosas que yo estoy dispuesto a testificar en cualquier parte. Primero, en el momento en que yo me doy vuelta después del primer disparo este carabinero está solo. Segunda cosa, que los disparos posteriores son posteriores al que hirió a la Pachi”.
Locutor: Diversos testigos contradijeron la versión oficial entregada por Carabineros. Además, las imágenes captadas por Teleanálisis en el momento de los disparos aportaron antecedentes decisivos en el esclarecimiento de los hechos. A continuación, se presentan tal como fueron grabadas, sin cortes ni cambios.
Se reproduce el material en bruto de la cámara de este emprendimiento que copiaba en VHS noticieros que no se veían en la televisión de la dictadura, y repartían las copias a los valientes que querían enterarse de lo que estaba pasando.
Se ve la plaza frente al Municipal llena de manifestantes, antes y después del ataque. En ningún momento se los ve atacar a Sotomayor, ni a ningún otro carabinero. Sí gritan: Asesinos, malditos, y se acercan a Pachi para socorrerla.
Se ve a una testigo anónima que mira las imágenes. “Yo alcancé a ver cómo el carabinero la tomó del hombro, y le dispara. Le digo Pachi, Pachi, le hago cariño, miro para todos lados. En realidad no la quería creer”.
El primer testigo, Rodrigo Paz, dice: “Insisto, los disparos al aire son después de que disparó a la Pachi, y su objetivo es en primer lugar impedir que la gente se acerque a la Pachi. De hecho, tuve que sacar mi delantal agitándolo casi como una bandera blanca para que me permitiera acercarme”.
La siguiente imagen es de estudiantes marchando: “Aquí está, aquí fue, el fascismo otra vez”.
Locutor: El baleo de la universitaria provocó una fuerte conmoción pública.
A consecuencia del video de Teleanálisis, las autoridades cambiaron su versión: ahora dicen que el disparo fue accidental. Y se retiró la denuncia contra la estudiante y la guardia de carabineros en la puerta de su habitación de la clínica. Ya no estaba detenida ni acusada.
El reportaje termina con el testimonio de Pachi, con la cabeza vendada, el ojo derecho impregnado de sangre. Habla rápido, fuerte, claro, como desde entonces habló siempre.
Pachi: “En lo inmediato, rehabilitarme, recuperar el movimiento fino, a caminar, porque todas esas cosas no las puedo hacer todavía. Son secuelas que tienen que ser superadas. Eso en lo inmediato (sonríe con amargura). Y para después, como te digo, la música, y si no es posible, otra cosa”.
Locutor: Los médicos afirman que María Paz corre el riesgo de no poder recuperar los movimientos finos de su mano izquierda. Esto podría llegar a interrumpir definitivamente su carrera de concertista en piano.
Dice Pachi: “No quiero que el día de mañana tener un hijo y que a mi hijo le pase lo mismo, ¿me entendís? Ahora, hay que terminar con esto y hay que empezar a tener vida. Eso”.
El reportaje termina con las imágenes de Pachi tocando Chopin, su sonrisa enfundada en vendas la cama hospitalaria, y ella tirada en las baldosas fuera del Teatro Municipal, y Rodrigo Paz atendiéndola y gritando algo que no se escucha pero que seguro es que llamen a la ambulancia.
Y el listado del equipo de Teleanálisis que hizo el trabajo, presidido por el director, Augusto Góngora y el productor periodístico Cristian Galaz.

3. 23 de noviembre de 2021. Entrevista por Whatsapp. Pachi en su casa en París
La primera vez que hablé con ella fue en medio de la pandemia, por Whatsapp.
En 2021 yo estaba haciendo un perfil de Cecilia Bolocco para el libro Ídolos (Colección Vidas Ajenas, Ediciones Universidad Diego Portales), editado por Leila Guerriero. Durante un año hablé con decenas de personas que tuvieron relación en un momento u otro con la Miss Universo, la musa de los cochambrosos ochenta, la reina de los shows nocturnos de la tele en los oropelados noventa, la estrella de la farándula y la vida privada en las revistas papel cuché.
Uno de los episodios más recordados, y tal vez el más vergonzoso de la diva platinada, fue una conferencia de prensa, al volver a Chile después de ganar su corona de Miss en 1987. Le preguntaron por un tema de actualidad: un carabinero había baleado a la estudiante María Paz Santibáñez en cabeza. La estudiante de piano se debatía entre la vida y la muerte, y la acusaban a ella de atacar a las fuerzas del orden. Escuché varias versiones de las palabras de Bolocco, que tenía la misma edad que la manifestante baleada. En todas repite las razones y ataques del régimen: que para qué protesta si sabe que hay peligro, que por qué no se dedica a estudiar, que ella se lo buscó.
Ahí tengo en claro que quiero hablar con María Paz Santibáñez.
Me contacto con ella por mail. Le digo que quiero entrevistarla. En el mensaje no pongo para qué. Me dice inmediatamente que la llame tal día a tal hora. La llamo. En ese momento le explico de qué quiero que hablemos, y por su reacción estoy seguro de que ahí nomás termina la entrevista. Que no hay entrevista.
“No tengo nada que decir de esa señora”, me corta en seco.
Me dice que todo lo que tenía para decir, lo dijo en ese momento, en una carta que mandó desde el hospital a la revista satírica de oposición Fortín Mapocho.
Encuentro la carta. Dice que ojalá la reina de belleza fuera tan bella por dentro como es por fuera. Treinta y seis años más tarde, no tiene nada más que agregar.
Pero hablamos una hora más.
Y empieza a contarme cómo las imágenes que le llegaron en octubre de 2019 del estallido social, de videos caseros de ataques de los carabineros a manifestantes, de los gases lacrimógenos, le trajeron de vuelta las imágenes de 1987.
“Entre las particularidades de mi historia,” me dice, “es que mi ataque fue filmado. Ahora hay registo de todo, pero entonces de muy poco había imágenes. En esos años me liberó de la prisión política. Cuando me balearon en la cabeza, yo fui acusada de atacar al carabinero. Estaba presa en el hospital. Estuve tres semanas en el hospital y varios días en calidad de detenida. Cuando llegué al hospital debatiéndome entre la vida y la muerte, vinieron a detenerme y las enfermeras me pusieron en un box”.
“No sé por qué quieres meterme el dedo en la llaga”, me dice al teléfono, desde París.
“Dirígete a la gente que corresponde”.
Pero me sigue contando. Me cuenta que trataron una vez que hablara con el policía que le había disparado, y que todavía decía que él era la víctima. “Los mandé a la mierda”. Entiendo que me dice sin decirme que yo me vaya a la mierda.
Y me empieza a contar del proyecto Resistencia femenina.
Me dice que lanzó el proyecto para combinar feminismo, derechos humanos, el estallido de 2019 en Chile, la dictadura, música clásica contemporánea y sonido de cacerolas. “Me invitaron al Municipal”, me dice, “y ahora me contactan compositores de distintas latitudes para participar. Trabajo con una coreógrafa de la Comedie Francaise (Glyslein), vamos a hacer varios conciertos y en cada concierto habrá un estreno”.
Me cuenta que está trabajando sobre Un violador en tu camino de Las Tesis, que hay compositores de Francia, España, Chile, Japón… como una gran suite para cacerolas y piano hecha por varias manos. “Ya tengo 7 movimientos de 12. Me gusta mucho, puede funcionar en pequeñas salas comunitarias y grandes teatros. Es una obra performática que apela a todos los sentidos”.
La escucho y siento que está pensando en voz alta, para sí misma. Estaba todo en plan, todo en gran ilusión.
“Hay un compositor griego”, me dijo entonces. “Compuso de las obras para piano y cacerola que encomendé, mi derecha toca el piano mientras que con la izquierda toco la cacerola y empiezo a decir el relato de una víctima".
El compositor encontró tremendo el relato de una víctima
Yo toco el piano, la cacerola con ritmo infernal, integrado en la partitura
Y tengo que decir el relato de la víctima
Y luego disparan
Acorde y cacerola
Y termina la obra
La tocamos acá en París
Había un crítico en el público y estaba el presidente del sindicato de compositores,
Quedaron p’adentro
Una señora se paró, me dijo: me dolió todo
Un crítico que odia el ruido me dijo que ese era el objetivo: que se sintiera el dolor
Y me sigue contando que Esteban Benzecry, un gran compositor argentino “me dirige, ahí más despacito, de a poco, se apropió de la cacerola, porque no era un instrumento”.
La cacerola, con cucharas, cada uno ha hecho lo que siente, les di libertad total
Pero que la obra pueda funcionar en pequeños y grandes escenarios
Hay una cinta que corre cuando yo toco
Se escucha un discurso de Piñera
Algo sobre los palestinos
Gabriela Ortiz, mexicana, compositora muy conocida, su padre fue amigo de Víctor Jara
“No sabes lo que me emociona que me lo pidas a mi”, me dijo
Ella no ve la luz del día componiendo para muchas orquestas
Las Tesis me mandaron una carta de apoyo para el proyecto
Es salir de la pandemia con renueve
Y entonces me cuenta que el proyecto empezó antes, que se programó en el teatro municipal de París, Le Chatelet, y que del teatro de Biobío la llamaron, y que quiere que participen feministas de la región, escolares, la comunidad, me habla de su “extremado entusiasmo”, y que Chile – independientemente de sus problemas – es un país señero, que pone una línea en temas de camino al socialismo, de defensa de los derechos humanos, que dio un primer paso con Salvador Allende, que vino una dictadura feroz y se convirtió en el país más neoliberal, pero que en 2019 tuvo una revuelta social ejemplar y que nuevamente va dando esperanzas al mundo. En Colombia, en Brasil, en Turquía…
“¿Y qué te pasó cuando en 2019 vino el estallido social?”, le pregunto.
Terrible
En un minuto apareció Gustavo Gatica, cegado, diciendo hay que seguir en la calle
A mí me quedó la cagada
Fui al psicólogo
Perdí cuatro kilos
Volví a sentir lo que me pasó a mí
Todo eso está en la obra
El compositor griego me hizo leer lo que dice una víctima
¿Qué hago yo?
Yo fui una víctima, ya no lo soy, pero me removió hasta el último pelo….
Cuando llegué a la consulta del psicólogo argentino
Entonces me hizo reordenar toda esa parte traumática
Entré y le dije: no, porque no tengo nada que ver, no soy más la víctima
soy una artista militante
Me dice: eso, siéntese…
Fueron dos semanas que no fui capaz de tocar la obra. No podía
Cuando la toqué, me atravesó las entrañas.
Estoy para comunicar
Soy el puente
Me callo. La escucho. Al otro lado del teléfono, María Paz Santibáñez me habla, se interna en su proceso de diez años para salir del trauma desde que llegó a Europa herida en la cabeza, por dentro, por todos lados. La persona que me habla en ese momento es inimaginable para mí. No sé qué hacer cuando me habla en segunda persona, como si el balazo me lo hubieran pegado a mí. A los 19 años. En las baldosas frente al Teatro Municipal.
Cuando fuiste víctima de algo hay una zona de confort
Siempre está la posibilidad de quedarme llorando
O levantarte – pero no quiere decir que no tengas el trauma
Puedes sentirte seducido por esa calidad de víctima
Yo quise salir. Estaba en algo creativo
Soy yo la antigua víctima, o como artista tomo la voz por la víctima
Todo te constituye, como el niño que fuiste y el viejo que serás
Esa guerra eres tú
Lo delicado es que te actualiza, haber sido víctima
Haber sentido todo eso, cómo trabajas
Desde una parte sana aquello que es tan malsano
Como lo enfrentas y lo elaboras en lo que viene
Es jodido
La Carmen Gloria (Quintana la víctima sobreviviente del Caso Quemados, la joven de la edad de Santibáñez que fue quemada viva por militares el 2 de julio de 1986, un año antes de su balazo)
Me dijo: ‘lo que pasa, Pachi, es que por algo hay crímenes que son de lesa humanidad
Y otros son permanentes”
Y, por más que quieras estar al otro lado,
Siguen, todo sigue
Cuando llegué, si yo veía un choque decía: ‘uy chocaron’ y huía, no quería ver
No era capaz de asimilar la violencia
Durante 10 años me puse de pie
Y cuando ya estaba de pie encontré que acá era una primavera en Francia
Mi hijo ya estaba grande
Y de pronto me doy cuenta de que sigo peleando contra algo
Que todo vaya, que todo funcione y no me pregunten huevadas
Tenía que desarmar un mecanismo
Y ya se había acabado la pelea
Ahí es cuando empecé a ir al psicólogo
Lo más importante fue nombrar al agresor y reconocerme víctima
Esto me hicieron y me dolió
El postrauma es una maravilla
Impide que tú te quedes en eso
Y salgas y avances y te brindes a los demás

4. 8 de marzo de 2018. Informe de gestión de María Paz Santibáñez, agregada cultural de Chile en Francia
En su nutrida página web, Santibáñez incluye la Memoria de su período de cuatro años (2014-2018) como agregada cultural de Chile en Francia, nombrada por la presidenta Michelle Bachelet.
Detalla los numerosos conciertos, exposiciones y actos por el centenario del nacimiento de Violeta Parra, visitas y exposiciones de fotógrafos, actuaciones de músicos, bailarines y actores, la proyección del cine y la literatura chilena, incluidas varias traducciones de obras clásicas y recientes al francés. Presta especial atención a la interpretación de obras chilenas por artistas franceses. Todo bajo el lema: “Memoria y futuro”.
Al final, una nota personal sobre lo que ella entiende por cultura:
“Hacer acción cultural no lo entiendo sólo como hacer eventos, sino también como proyección e influencia desde una propuesta. Entiendo Cultura como identidad, como patrimonio, participación, creatividad y otros, que son aporte a la economía, al fomento, al crecimiento. También como interdisciplina: acción, reflejo y entrecruce de visiones, saberes, experiencias y expectativas. Así, no creo en el consumo cultural, sino más bien en el acceso, en el cultivo y entrecruce con la vida de la gente, que está haciendo cultura en cada acción.”

5. 6 de diciembre de 2023. La cancelación
Salí del ensayo del martes 5 de diciembre emocionado. Había visto en acción a una concertista de fuste y a una artista comprometida, que usaba la música para transmitir valores, para luchar por cambios, que volvía a sus recuerdos más dolorosos para hacernos reflexionar sobre el presente. Al día siguiente, miércoles 6, me preparaba para ir al siguiente ensayo, cuando recibí un mensaje demoledor: Pachi me decía que no habría ensayo ni concierto, que le habían cancelado la función.
Querido Roberto, si vienes a las tres ya no haremos ensayo, pues el concierto se suspendió, ya te comentaré por qué.
Estaba furiosa. Me pedía que difunda la airada protesta. Cinco días antes del concierto, le anunciaron que se cancelaba, sin nueva fecha ni lugar alternativo. Habían venido de Francia, además de Pachi, Glyslaine y una de las compositoras de las obras. Llevaban meses preparándolo.
Una hora más tarde, me envía el comunicado:
Artistas indignados.
Resistencia femenina es un proyecto de creación de obras musicales, visuales y poéticas que invitan a la performance. Somos más de 20 artistas visuales, compositores, técnicos y escritores que hemos llevado adelante el proyecto, liderado por la pianista María Paz Santibáñez, quien aparece sola en el escenario, donde también se ubica el artista visual que proyecta videos artísticos en coordinación con la pianista. Este concierto multidisciplinario, reúne dos ejes de la vida y de la trayectoria artística de Maria Paz, quien concibió y dirige el proyecto.
En ocasión de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, como equipo decidimos realizar un homenaje a Salvador Allende, creando especialmente un capítulo dedicado al extinto presidente. El municipio de Santiago, en coordinación con la Universidad tecnológica metropolitana, la Corporación para el desarrollo municipal y el Teatro Municipal nos invitaron a presentar este espectáculo el 10 de diciembre en el Teatro Municipal de Santiago.
Estábamos felices de compartir nuestra creación con nuestro querido público, que creemos merece apreciar, emocionarse y conmocionarse con nuestro trabajo.
Cinco días antes de la representación, el municipio nos comunicó que el concierto se cancelaba. Al público que asistiría y que había reservado invitaciones se le entregaron razones de fuerza mayor, pero de acuerdo a lo que se nos indicó extraoficialmente, la realidad es que esta decisión unilateral se basó en razones que nos parecen arbitrarias e injustificables.
Atentamente,
Resistencia femenina
El 13 de diciembre, el periodista cultural Pedro Bahamondes publicó en The Clinic una larga entrevista con Santibáñez.
Se titulaba: María Paz Santibáñez desclasifica la “injustificada” cancelación de su concierto en el Teatro Municipal de Santiago: “La decisión fue tomada por la alcaldesa”
La pianista chilena y ex agregada cultural radicada en París, se presentaba el domingo 10 de diciembre pasado en el teatro de calle Agustinas con Resistencia Femenina, un concierto para piano y cacerolas en homenaje a Salvador Allende y en defensa de los derechos humanos. El show estaba planificado desde hace un año junto a la Municipalidad de Santiago, la edil Irací Hassler (PC) y otras instituciones. Sin embargo, cinco días antes, la artista —quien fue baleada en 1987, afuera del mismo Municipal— fue informada de que se cancelaba por motivos de fuerza mayor. Santibáñez hace sus descargos a The Clinic: "Aquí la decisión fue tomada por la alcaldesa, según ella misma me dijo ayer, y responde a que nuestro espectáculo podría poner en peligro una parte del financiamiento del teatro, y también a temas delicados de la agenda nacional, que a nosotros nos parece absolutamente raro".
En el artículo queda claro que la alcaldesa conocía perfectamente la obra: el 10 de octubre, en una visita a París, había presenciado Resistencia femenina y le había hecho la invitación a presentarla en el Municipal el Día de los Derechos Humanos. Y que en el anuncio de la cancelación no dio la cara: envió a un abogado a una cafetería a reunirse con la arista para decirle que se cancelaba.
“A la reunión llegó el abogado Santiago Trincado acompañado de la misma encargada de proyectos del municipio, quien en realidad solo nos presentó, porque fue él quien me comunicó de la decisión del municipio de anular el concierto”, cuenta Santibáñez.
–¿Le propusieron buscar otra fecha para el concierto?, le pregunta Bahamondes.
–La alcaldesa insinuó que el concierto podía posponerse. Yo le dije que, a nombre de todo el equipo de artistas, nosotros podríamos pensar en reponer el espectáculo en el templo de las artes y de la música, que es el Teatro Municipal de Santiago, solo una vez que esto esté solucionado. No queremos hacer negociaciones que se puedan diluir de nuevo. Estamos indignados. Esto es una falta de respeto mayor y en dictadura tenía otro nombre.
–¿Cómo califica lo sucedido?
—Para mí es una anulación arbitraria, unilateral e injustificada por parte del municipio. La alcaldesa me llamó ayer lunes. El espectáculo era antes de ayer, domingo. Qué más se puede decir.
“A mí ese teatro me toca como persona y como artista”, continúa Santibáñez: “Fui víctima de una agresión brutal durante la dictadura frente a ese teatro y no es un detalle menor porque tengo esa historia y mi indignación, digamos, se mezcla con ese recuerdo. En esa época hubo mucha gente que opinaba que yo no debería haber hecho lo que estaba haciendo. Esta vez me encuentro nuevamente con gente que opina que yo no debo hacer lo que estoy haciendo. Aquí siguen pensando de esa manera”.
El 21 de diciembre, el medio de investigación periodística CIPER publicaba el ensayo ‘Resistencia femenina’: una performance musical subversiva, de Daniela Fugellie, directora del Instituto de Música de la Universidad Alberto Hurtado.
Su texto comienza con el famoso inicio de Un violador en tu camino, de Las Tesis:
«Y la culpa no era mía…». La culpa no fue de la joven estudiante de piano María Paz Santibáñez cuando, el 24 de septiembre de 1987, recibió frente al Teatro Municipal de Santiago un balazo en la cabeza, mientras participaba en una manifestación estudiantil pacífica contra el rector designado de la Universidad de Chile, José Luis Federici. La culpa tampoco fue suya cuando, a inicios de este mes, la Municipalidad de Santiago le comunicó a la pianista la decisión de cancelar un concierto solista suyo en la sala grande del mismo recinto, el que había sido previamente planificado, confirmado y anunciado públicamente para el domingo 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos.
Tras informar de la cancelación, la musicóloga apunta:
Para quienes estudiamos la música chilena como parte de la sociedad actual, resulta elocuente observar que un evento que involucra a una única mujer concertista, sin más armamentos que un piano de cola, una cacerola, una serie de piezas de música contemporánea y una pantalla de videoarte con imágenes alusivas a recientes movimientos feministas y ciudadanos, pueda representar una herramienta poderosa, al punto de llevar a alguien a tomarse la molestia de cancelarlo.
Después de destacar los méritos de la obra y la posición de las mujeres en la creación musical contemporánea, Fugellie concluye:
María Paz Santibáñez no es compositora, sino pianista. Sin embargo, la performance de “Resistencia Femenina” constituye en su totalidad una composición; una obra creativa, en la que se nos transmite un discurso político que también es femenino, y que ofrece una nueva figura de referencia para jóvenes creadoras de las nuevas generaciones. Se trata de una performance femenina, porque el momento político que la motivó tiene como hilo conductor manifestaciones de mujeres chilenas, desde las cacerolas como símbolo de reclamo hasta la denuncia del colectivo Las Tesis. Pero su voz también se escucha femenina en su forma de abordar las demandas de los pueblos originarios y su preocupación por la Pachamama. De esta forma, Santibáñez es capaz de romper con un cierto estereotipo que ubicaría a lo femenino en una posición conciliadora y no crudamente política.
Llamo a Pachi a su casa en París, unas semanas después de su regreso desde Chile.
Da el asunto por zanjado, me cuenta que la alcaldesa Hassler había visto la obra entera, que se había desviado a París en un viaje oficial, pidiendo permiso al consejo municipal, para ver Resistencia femenina. Que todavía no entiende por qué se canceló pero que al final todos los participantes cobraron por su trabajo.
Pero me cuenta una cosa más: “Yo sé que hubo presión y hubo censura. Obviamente no se dieron cuenta del contenido del espectáculo cinco días antes. Pero creo, como siempre creí, que todo arte es ideológico, y ahora veo que esta es una generación que cuando la derecha les hace ‘¡boo!’ se asustan.
Y cierra con esto: “Yo le recordé a la alcaldesa que cuando tenía 19 años, recién baleada, dije en una entrevista: ‘Valiente es el que vence el miedo, no el que no lo tiene’”.
Le pregunto qué viene ahora.
“No paro de trabajar en Resistencia femenina. Ahora estamos retrabajando la parte visual. Tengo piezas nuevas, toda la parte del caceroleo viene también con el tema del hambre de la guerra. Quiero poner volcanes y geiseres. La gente no lo está pasando bien. La obra ha evolucionado muchísimo. Estoy pensando en poner a las mujeres que lucharon en la Guerra Civil de España, La Pasionaria, la idea de la mujer capaz de levantarse, rebelarse, mujeres iraníes contra el velo, Madres de Plaza de Mayo. Hay una nueva pieza que habla del cambio climático. Incluimos imágenes de palestinos e israelíes en marchas por la paz. En una guerra todos sufren, sobre todo los niños. Es un proyecto que evoluciona con los tiempos”.
Al final, me cuenta que Pablo Herrera, el técnico visual, vio online el espectáculo completo que se mostró en el Municipio de París, que está en su página web.
“‘Pucha, la que nos perdimos…’, me dijo el otro día. Y yo le digo: ‘No, si lo vamos a volver a hacer. Lo vamos a hacer en Chile, vas a ver. Y este episodio va a quedar como parte de la memoria de este espectáculo.”

6. 10 de diciembre de 2023. En la puerta del Teatro Municipal
Falta media hora para el momento en que debía empezar el concierto Resistencia femenina. Llego a la esquina del Teatro Municipal. Allí está María Paz Santibáñez, con un traje verde claro y un collar de cinco grandes esferas tejidas. Las puertas están cerradas a cal y canto. No hay ni un guardia, ni un funcionario. Alrededor de Pachi, su familia, el equipo de producción de la obra, amigos y cuatro señoras que vinieron de lejos a ver el espectáculo y nadie les avisó que se había cancelado.
Plantada en el mismo lugar donde fue baleada hace 36 años, graba un video. “Nos dicen que esto no se hace por razones de fuerza mayor. Nosotros estamos aquí, el teatro está aquí, y no tenemos ninguna comunicación formal del Municipio ni de los organizadores que nos hubiese permitido saber que el espectáculo no se realizaría. Quiero abrazar a mi público, a todas las personas que tuvieron la ilusión de asistir…” y en ese momento suena estridente la sirena de una ambulancia.
Pachi se sobresalta. Todo parece mentira.
Empieza a hablar Glyslein Lefever: “Soy la directora escénica, vinimos a la función, pero el teatro está cerrado. Estamos todo el equipo, y nos vamos a presentar”. Ante las cámaras, todos se presentan, empezando por María Paz.
En un costado, veo a un hombre profundamente conmovido. Es Edgardo, el hermano de Pachi, el mismo que representó a la familia en el reportaje de Teleanálisis en 1987. Vinieron dos hermanas más.
Edgardo me cuenta que pocos minutos después del ataque, a su casa, a pocas cuadras del Municipal, llegaron corriendo unos amigos a decirles que la habían baleado. Que fueron a la clínica, que desde entonces sufren cada vez que piensan que puede pasarle algo malo.
Los hermanos la abrazan. Están en silencio. Un documentalista está registrando la escena para un trabajo de memoria sobre los crímenes de la dictadura. Caminamos en silencio, alejándonos del teatro por Agustinas hacia Lastarria. El equipo se va a reunir a discutir cómo seguir desde ahora.
Pachi marcha adelante, hablando y gesticulando, con paso y voz firme. ¿Quién la puede detener?

Publicado en la revista digital Anfibia Chile el 31 de enero de 2024

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5 de febrero de 2024
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