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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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La cabeza bajo el ala

El verano, propicios siempre para ser informados de noticias que olvidamos durante el invierno, ha dejado constancia de que, según las últimas valoraciones, ninguna universidad española está entre las 200 más importantes del mundo. En la anterior lista había una -la Universidad de Barcelona-, pero en la actualidad también ha desaparecido. Hubo unos cuantos comentarios en los periódicos, aunque no creo que esta información haya amargado las vacaciones a demasiada gente. Unos días después de esa noticia La Vanguardia dedicaba una doble página al negocio de la prostitución en España y, además de indicar las fabulosas ganancias que implicaba para las mafias, ofrecía, no sé bien a través de qué medios, un cálculo de las prestaciones anuales requeridas por los varones españoles: 15 millones, un récord en Europa y todo un índice de la salud sexual, y no sexual, de la sociedad española.

En la misma doble página, en un recuadro, los periodistas advertían que la prostitución era el segundo negocio con más volumen de beneficios, únicamente por detrás del de las armas, pero por delante del de las drogas. No me quedó claro si por "armas" se entendía la fabricación y exportación legal o directamente el tráfico ilegal de armamento; de ser esto último la capacidad recaudatoria del pobre Estado quedaría aún más mermada, tras no sacar provecho alguno del dinero negro procedente de las drogas y la prostitución. De todos modos no hay ningún indicio de que la alarma suscitada en la comunidad sea particularmente grave. Negocios tan rentables, al fin y al cabo, no son fruto de un verano, sino la consecuencia de delitos perpetrados a lo largo de años y a la vista de todos. Nadie puede escandalizarse, más allá de cuatro comentarios fugaces.

Sin embargo, como pueden comprobar, el panorama es bastante coherente. Un país que asiste impávido a la sedimentación del delito, como ocurrió también, durante décadas, con la especulación inmobiliaria, ¿para qué necesita buenas universidades? Si lo que prevalece es la corrupción y la ganancia fácil por encima del mérito, ¿a qué viene rasgarse las vestiduras cuando las estadísticas incordian con sus fríos números señalando a tantos jóvenes predispuestos a la apatía a falta de otras posibilidades? ¿Cuántos españoles se sienten responsables del desastre educativo?

Creo que necesitaríamos muy pocas manos para contarlos con los dedos. Evidentemente, los culpables son siempre los otros. En especial hay dos figuras que son vistas como monigotes del pim-pam-pum sobre los que lanzar las reacciones airadas cuando emerge un problema: el maestro y el político. Esteúltimo, protagonista de un paisaje utilitarista y sin ideas, incorpora a su profesión el riesgo de ser señalado constantemente; los italianos, que saben bastante de estas cosas, ya hace mucho que han asociado el mal tiempo con el porco governo. Por su parte, el maestro, como está en la primera línea del frente, es el depositario directo del colapso educativo.

Lo grave, e hipócrita, de esta concepción es ignorar que, en realidad, se trata de un fracaso ciudadano que implica la entera percepción de la democracia. Treinta y cinco años después de la muerte de Franco, y con la octava economía del mundo -según se ha alardeado-, España es incapaz de tener una universidad de prestigio mundial. Y hay algo peor. A casi nadie parece importarle. O bien se trata de un fracaso de la democracia, tal como históricamente se ha entendido este modelo político, o bien hemos instaurado una democracia de otro tipo, innovadora y vanguardista, para la cual es mucho más decisivo tener una selección de fútbol campeona del mundo que una universidad entre las primeras del planeta. Si se hacen encuestas a este respecto es casi mejor no saber los resultados. Aunque también podría ser que nos estuviéramos adelantando a todos al ensalzar la ignorancia y despreciar el conocimiento, y constituyamos la vanguardia del siglo XXI.

Pero si hay que entender la democracia tal y como la entendieron humanistas e ilustrados el fracaso es evidente, y no atañe solo a los políticos y a los maestros, sino a todos los ciudadanos. Hay unanimidad en que el sistema educativo es un desastre, pero lo insólito sería que tuviéramos buenas escuelas y universidades en medio de la indiferencia general. Es cierto que gran parte de la Universidad española se halla en caída libre como consecuencia de sucesivas reformas ineficaces y de una burocratización sin límites que acaba premiando a los mediocres, pero no es menos cierto que los buenos -o excelentes- profesores que sobreviven lo hacen en un ambiente descorazonador en el que la falta de estímulos procede, en primer lugar, del escaso interés y prestigio del conocimiento en el seno de la comunidad.

A través de la sempiterna pantalla de televisión -con un consumo medio de tres horas diarias por habitante- los adolescentes son informados puntualmente de que los héroes son deportistas multimillonarios, los especuladores, los tertulianos gritones, las prostitutas de lujo y toda esa chusma que se pasa el día juzgando y sentenciando a los demás. Este esperpento permanente transmite un mensaje claro: ¿para qué sirve la cultura?; para nada, pues lo que sirve es la palabra hueca, la neurona lenta y la rapiña veloz. Y frente a esa invasión la resistencia de los ciudadanos, hay que reconocerlo, es escasa. La conciencia crítica disminuye hasta casi anularse, empezando por la que atañe a la vida política, pero con repercusiones en todos los estratos de la sociedad. Con estar atentos a la pobreza del lenguaje utilizado por los españoles, desde el que se usa en los Parlamentos hasta el que se puede escuchar en los restaurantes, uno puede formarse una idea bastante nítida de la situación.

No nos engañemos. Políticos sin grandeza y profesores desorientados solo son responsables secundarios de la escasísima formación media de los jóvenes; el responsable directo es el ciudadano-avestruz, el protagonista de una democracia fraudulenta en la que se enfatizan los derechos y se rehúyen los deberes, siempre mirando hacia otro lado o con la cabeza bajo el ala. El ciudadano-avestruz nada quiere saber de la destrucción del litoral mientras esto no vulnere sus intereses; nada le afecta la corrupción mientras no se grave su bolsillo; en nada le concierne el asentamiento de las mafias mientras él pueda ir tirando; le importa un comino tener o no tener buenas universidades mientras la diversión esté asegurada. Siempre podrá acusar a los políticos -reclutados a su imagen y semejanza- de sus errores. Porco governo. El espantapájaros.

Lo malo es que finalmente se consigue una democracia de avestruces; todos con la cabeza bajo el ala y, por supuesto, sin mirar nunca de frente.

  El País, 17/09/2010 

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24 de septiembre de 2010
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El bosque sagrado

Vi hace poco la versión de esta última tragedia de Sófocles dirigida por Peter Stein. Era una representación austera, de una desnudez inquietante y con una soberbia actuación de Karl Maria Brandauer en el papel del anciano Edipo. Brandauer, con el gesto siempre contenido, lograba transmitir la variedad de emociones que invaden al protagonista ante la inminencia de la muerte: el amor paterno hacia las hijas, el inconformismo ante los hombres, el agradecimiento hacia los dioses. Peter Stein resolvía de modo sobresaliente la intervención del coro de los ciudadanos de Colono, en particular cuando entonó el maravilloso canto sobre la vejez.

Me interesaba ver la elección escenográfica de Stein para construir el bosque sagrado. Los espectadores se encontraban con una desolada llanura interrumpida por un bosque de laurel, viñas y olivos. La escena ponía de relieve el carácter ambiguo del bosque sagrado, un espacio en el que pueden tener lugar portentos benéficos y también revelaciones pavorosas. De hecho, Sófocles ya da la pauta sobre la naturaleza ambivalente de estos recintos al colocar al bosque de su ciudad natal bajo la protección de las Euménides, deidades benevolentes pero con un terrible pasado cuando, como Erinias, eran las oscuras diosas de la sangre y la venganza. Edipo da sus últimos pasos postreros con viento favorable, inclinado hacia la gloria que el futuro le deparará en la memoria de los hombres, aunque sin olvidar la violencia, la incomprensible violencia, que impulsa la vida.

En la obra de Sófocles al final solo a Teseo le es permitido asistir a la enigmática muerte de Edipo. Como homenaje del poeta a Atenas, recién derrotada en la guerra, el rey Teseo acompaña al héroe hacia un desenlace secreto. Lo que se oye en el bosque sagrado es aleccionador y misterioso. Edipo advierte al rey respecto a lo que va a ver: "Y tú guárdatelo siempre para ti mismo y, cuando llegues al final de la vida, indícaselo solo al mejor y que él no deje de revelárselo al siguiente".

Siguiendo la lógica de Edipo únicamente uno de nosotros, hoy día, está en condiciones de saber en qué consistió la muerte de Edipo. Pero este enigma es todavía más difícil que el que tuvo que afrontar el héroe en su juventud al cruzarse en su camino la terrorífica Esfinge. ¿Qué autoridad dictamina quién es el mejor? No soportamos que lo haga una autoridad exterior y, en nuestro interior, cualquier autoridad es demasiado voluble para arrogarse una sentencia. En un instante pasamos de ser el mejor a ser el peor, y viceversa. Algo semejante debieron de pasar los espectadores contemporáneos de Sófocles, incapaces, como nosotros, de dar una solución al problema de la muerte de Edipo.

No obstante, quizá la auténtica muerte de Edipo, calificada de maravillosa, fue la recuperación de la vista tras tantos años de ceguera. Así como en Edipo rey todas las metáforas puestas en circulación por Sófocles son indicios de que Edipo, ufano de su capacidad para observar, acabará arrancándose los ojos, en Edipo en Colono las más diversas insinuaciones nos empujan a la idea de que el ciego ve las cosas con mayor penetración. Si el joven Edipo, en la cima de su poderío como tirano de Tebas, desprecia al gran adivino Tiresias por ser ciego, ahora, a punto de morir, el viejo Edipo se redime él mismo en el papel del adivino capaz de ver lo que los ojos humanos, demasiado domesticados por la rutina y la cotidianidad, ignoran. Quizá podamos aventurar que Edipo, en el último instante, tuvo la visión certera de la condición humana, con sus grandezas y horrores, y que esta era la herencia de la que Teseo tenía que constituirse en albacea.

Todo esto cuesta creer que pudo suceder en Colono, o en la Atenas acribillada por el ruido de una circulación infernal. Miles de exhaustos turistas persiguen los rastros de los dioses mientras algunos autobuses exhiben, en grandes paneles, la publicidad de unos tejanos llamados True religión, que, a la sombra del Partenón, significa una lacónica declaración de principios de nuestra nefasta época. Y, sin embargo, el bosque sagrado siempre subsiste.

Colono modernamente ha sido absorbido por el caos urbano de Atenas pero en la Antigüedad era una ciudad con entidad propia, Colono de los Jinetes, en la que nació Sófocles y en la que este poeta situó la acción de su última obra, escrita con más de 80 años. Ahora es un lugar devorado por el polvo y el tráfico que en pleno verano se sumerge en una neblina sofocante. Nada hace pensar que allí hubo un bosque sagrado. Sin embargo, fue a este bosque hacia donde se encaminó el viejo Edipo cuando, tras años de enrancia, tuvo el presentimiento de que su muerte estaba cercana. En realidad, fue el propio Sófocles el que quiso cerrar su círculo vital en Colono de los Jinetes, y hacia allí se llevó a su héroe favorito, a quien había hecho pasar del poder a la miseria en Edipo Rey y al que, en un nuevo cambio de fortuna, arrancaba a la miseria para alcanzar la gloria en Edipo en Colono.
 

El País, 12/09/2010  

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18 de septiembre de 2010
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Juegos africanos

Por lo visto, al igual que sucede otros años, uno de los entretenimientos favoritos de nuestra policía local es dispersar a los vendedores ambulantes africanos que venden bolsos falsos y otras baratijas cerca de las tiendas de lujo del paseo de Gràcia. No creo que se trate de detenerlos sino de asustarlos, con maniobras bastante rutinarias ante las que los espigados inmigrantes, la mayoría senegaleses, dan muestras de su habilidad en el repliegue, tanto de sus mercancías como de sus propias personas. No dudo que con estas batidas la policía cumple con su obligación de reprimir actividades ilegales o ilícitas; pero, la verdad, en todos estos años, me ha parecido que la hostilidad de los ciudadanos con respecto a estas actividades era mínima y, además, por qué no confesarlo, en un mundo de apabullante estupidez en relación a las marcas, tiene bastante gracia que por cuatro pavos uno, si quiere, pueda adquirir guccis, pradas, vuittons y lo que desee, aunque son falsísimos.

El otro día observé una de estas heroicas intervenciones de nuestra policía local. A mi lado un agente de paisano informaba por teléfono a sus compañeros de uniforme sobre la posición de los vendedores ambulantes. De ignorar el asunto, hubiera creído que asistía a los prolegómenos de una arriesgada redada en la que se capturaría a peligrosos terroristas. Luego, como era de esperar, hubo cuatro gritos y se produjeron las consabidas carreras. El agente de paisano informó a no sé quien que la operación ya había sido completada. Todo muy profesional.

Lástima, pensé, que tal profesionalidad no se aplique con igual rigor en el caso de las manadas de borrachos y de las turbas vociferantes que, noche tras noche, causan molestias infinitamente superiores a las que provocan los vendedores de bolsos y gafas falsos. A muchos ciudadanos nos gustaría tener una policía en condiciones de acabar con la falsedad incomparable de una ciudad incapaz de cumplir sus propias normas.

El País, 31/07/2010

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11 de septiembre de 2010
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Prestigios florentinos

Disfrutando de la exposición del Museo Thyssen en torno al retrato de Giovanna Tornabuoni pintado por Domenico Ghirlandaio no tuve más remedio que pensar, una vez más, en el enigma creativo de la Florencia del Renacimiento. Dicho de otro modo: tras la silueta perfecta de Giovanna, más allá de su cuello largo y refinado, se escondía un extraño mundo lleno de violencia que había albergado la mayor concentración de talentos artísticos de la Historia. ¿Cómo podía haber sucedido esto en una ciudad relativamente pequeña, diezmada por la peste negra y sometida a una implacable guerra de clanes de la que ya había dado testimonio Dante en La divina comedia?

Recuerdo que esta pregunta me fascinaba ya hace mucho tiempo cuando, como estudiante, me planté en Florencia para realizar una tesis doctoral que nunca llegaría a su fin. La primera vez que uno va a Florencia se da cuenta de que lo que allí hay supera con mucho lo que hubiera podido imaginar. Parece imposible que gran parte de lo que ve se haya creado en un centenar de años. Cuando, luego, se buscan explicaciones casi ninguna es eternamente satisfactoria. Los historiadores se refieren a causas económicas, sociales, políticas, organizativas. Todas ellas son plausibles pero insatisfactorias para lo que aparece a los ojos como un milagro, como una suerte de golpe de mano del hombre para elevar el listón de la belleza hasta cotas inalcanzables. Pero ¿por qué en esa época y por qué en Florencia? A Orson Welles le gustaba comprobar -injustamente- la esterilidad creativa de la plácida Suiza con la exuberancia artística de aquella turbulenta Florencia, marcada por asesinatos y conspiraciones, en la que los Domenicos Ghirlandaio pintaban a las Giovannas Tornabuoni como si los sentidos se prepararan para un festín eterno.

Como el Quattrocento toscano es mi periodo favorito -quizá porque los artistas ejercían todavía de artesanos en una equilibrada muestra de modestia y libertad-, he vuelto una y otra vez a la pregunta, y aunque no se me ocurría desmentir ninguna de las argumentaciones de los historiadores, he elaborado una hipótesis para consumo propio: debe prestarse más atención, por encima de cualquier otra circunstancia, al prestigio de las artes entre los adolescentes florentinos de toda condición. La enorme energía desplegada al final de la Edad Media con la construcción de las catedrales, que implicaba a los diversos gremios de cada ciudad, es finalmente canalizada en una nueva imagen del artista, el cual, al liberarse paulatinamente de las servidumbres y prejuicios que rodeaban al trabajador manual, es contemplado como un hombre carismático e insólitamente libre. Este viraje se hace mucho más visible en Florencia que en cualquier otra ciudad europea, incluidas Venecia, París y las prósperas urbes flamencas. La revolución de Florencia sería el establecimiento de un magnetismo único que atraería a sucesivas generaciones de jóvenes durante un siglo largo.

Las Vidas de Giorgio Vasari, imprescindibles para entender los cambios en el lenguaje artístico, son una crónica minuciosa de aquel magnetismo, reflejado también por los historiadores florentinos del siglo XV. Por razones que ahora tal vez cuesta entender, Florencia estaba volcada en su propia creación como ciudad. Vasari relata las polémicas colectivas desatadas por la construcción de la cúpula de Santa Maria di Fiori y los vaivenes en el destino de Brunelleschi, cárcel incluida. De creer a Vasari y a los cronistas, cada nueva obra de envergadura excitaba la controversia entre los ciudadanos de Florencia. Las opiniones en torno a Miguel Ángel, ya a principios del siglo XV, serían la culminación del torbellino.

Esta atmósfera situaba la creación artística en el centro de la vida ciudadana, de modo que los adolescentes se sentían cautivados por lo que ofrecían los talleres de los pintores y de los escultores. Y lo que ofrecían eran duras -durísimas, a menudo- condiciones de aprendizaje. Por Vasari y por otros cronistas nos podemos formar una idea bastante nítida del funcionamiento de los botteghe algunas tan renombradas como las de los Pollaivolo o la de Andrea Verrochio donde se educó Leonardo. El adolescente, un niño prácticamente, entraba a formar parte de la vida colectiva del taller hacia los 12 o 13 años. A lo largo de una década participaba en todas las tareas colectivas, desde las más rudas hasta las que le hacían acceder a las obras en proceso de elaboración. A los 20 o 22 años, el aprendiz, convertido ya en maestro, se establecía por su cuenta y, si no podía hacerlo en Florencia, emigraba en busca de trabajo a otra ciudad, materializándose así la fructífera trashumancia renacentista. Si el adolescente accedía a un centro privilegiado como la Academia de los Medicis, la vida cotidiana seguía presidida por el rigor y el esfuerzo, tal como recalcaba Vasari en referencia a Miguel Ángel.

La dureza del aprendizaje no apartaba a los jóvenes florentinos de los talleres, sino todo lo contrario. No hay duda de que desde Cimabue y Giotto, a través del Trecento, el oficio del artesano pintor o escultor se había afianzado gracias a la prosperidad económica de la ciudad; sin embargo, este fenómeno también se daba en muchas otras ciudades sin que se produjera la prodigiosa cristalización de Florencia. Se hizo necesaria la sedimentación de un prestigio para que, en un movimiento espiritual centrípeto, el talento se adhiriera a las calles de la ciudad como una segunda piel. Los florentinos tuvieron una exquisita percepción de lo que estaba sucediendo y bautizaron al héroe que atraía a sus adolescentes: el artista nuovo.

Nosotros que, como es sabido, tenemos nuestros héroes, podemos comprender el impacto de este tipo de fenómenos. Los jóvenes se orientan instintivamente hacia el prestigio, una categoría difícil de definir porque en ella chocan bastante caóticamente la ambición, la lucha, la utilidad y, a menudo, una cierta dignidad en la supervivencia. El prestigio es el imán que cada época ofrece a sus jóvenes. Actualmente, entre nosotros, nada tiene más prestigio que un deportista y por eso nos pasamos la vida contemplando a través de la pantalla estudios donde compiten nuestros héroes. Es una opción.

Aunque nos cueste creerlo puede ser que en la Florencia del Quattrocento la opción fuera otra, y que los campeones de aquel tiempo se hallaran en los talleres de pintura y escultura. ¿Un cuento chino? Puede ser. Pero entonces, ¿cómo se explica que tantos domenicos ghirlandaio fueran capaces de pintar a tantas maravillosas giovannas tornabuoni?

El País, 19/07/2010

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4 de septiembre de 2010
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Caber y valer

Me gustaría mucho conocer al auténtico alcalde de Barcelona, que no es el señor Hereu, como equivocadamente podía pensarse, sino al ingenioso inventor de las proclamas publicitarias que aquel asume como propias. De lo que no estoy seguro es que este alcalde en la sombra, al que tanto encantan los juegos de palabras, sea un verdadero amigo de Hereu. Cuando uno ve, por ejemplo, los Puntos de reflexión tatuados en la acera de la Diagonal tiende a pensar que no. Estos debían ser lugares en los que se reflexionara sobre el gran proyecto, y ahora son patéticas huellas de una pantomima. Los motociclistas aparcan tranquilamente sobre los Puntos de reflexión y las ávidas trituradoras se aprestan a triturarlos (compruébenlo si lo desean con un agradable paseo entre el paseo de Gràcia y Balmes, rodeados de patinadores y ciclistas a toda velocidad que ayudan a aumentar la emoción urbana).

El ocurrente alcalde a la sombra lleva años deleitándonos con sus gracias. En lugar de recurrir a prosaicas leyes y a policías eficaces, prefiere proponernos poéticas adivinanzas y crípticos mensajes. De acuerdo con este talante la playa, pero convertida cariñosamente en un ser antropomórfico, en una playita que habla y pide respeto, mientras los bañistas convertidos en hooligans alborotan con toda impunidad. Siguiendo la misma pauta las hordas nocturnas avanzan a voz en grito bajo encantadoras banderolas en las que -tras un examen hermenéutico- parece sugerirse que por la noche "hay que bajar el volumen". El alcalde en la sombra es tan ocurrente que espera detener la barbarie con sus jueguecitos retóricos.

Su último invento es casi insuperable: "en Barcelona todo cabe pero no todo vale". Muchos rincones de la ciudad están invadidos por este lema admirable. De lo que no estoy muy seguro es de la interpretación que hemos de darle. "¿Todo cabe?". ¿Quiere decir que aquí también acogeríamos una convención de asesinos en serie con tal de que gastaran algo de dinero y no empezaran a disparar enseguida? ¿No será que el gran ocurrente se ha confundido en los términos, y en Barcelona todo vale pero no todo cabe, pues la ciudad ya no da cabida a los que gustan del silencio y desearían pasar sin el hostigamiento de los bárbaros?

Un consejo para Hereu: liquide a su sombra y gobierne de una vez.

El País, 17/07/2010

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30 de agosto de 2010
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El extranjero feliz

Siempre me ha llamado la atención la poderosa nostalgia con que muchos escritores recuerdan aquella ciudad en la que -al menos en la memoria- fueron "extranjeros felices".

"París era una fiesta" en los años veinte del siglo pasado, y Nueva York en los cincuenta, y Londres en los sesenta. Hay testimonios más remotos de esta sensación de felicidad provocada por la extranjería. Attilio Brilli, en su ensayo El viaje a Italia, habla de 40.000 forasteros en la Roma del siglo XVII que parecían instalados en una vaporosa dicha que Goethe, con su acostumbrada precisión, llama jovialidad. Las causas de este estado de ánimo son, sin embargo, difíciles de precisar: el hechizo de la provisionalidad, la suspensión de responsabilidades vinculadas al país de origen, la levedad que proporciona el desconocimiento de los "asuntos de familia". Yo mismo siempre recuerdo con agrado las estancias en ciudades donde he ejercido de extranjero.

Por eso tengo una cierta envidia de los que ahora ejercen esta vocación en mi país. Hoy en Barcelona coexisten, al menos, cuatro ciudades que se mezclan con gran dificultad: la Barcelona de los barceloneses, bastante ensimismada y últimamente con el espíritu notablemente decaído; la de los inmigrantes, en nada distinta a cualquier otra ciudad que acoge a los visitantes empujados por la pobreza; la de los turistas, tan volátil como cualquier otra urbe sometida al peculiar igualitarismo del low cost, y finalmente la de los extranjeros que viven -y, si pueden, trabajan- aquí por un tiempo. El otro día leí que este último grupo está formado por más de 100.000 personas.

Pero no me importa tanto la cantidad como la calidad: tienen una mejor relación con la ciudad que los otros grupos, o así me lo parece a mí, con aquella envidia a la que he aludido antes. Gozan del entorno con ese desapego dichoso que proporciona la condición de extranjero. Y ni conocen nuestros asuntos de familia ni tienen el menor interés en ellos. Para entendernos: no saben quién es Millet o Luigi, no tienen ni idea de lo que ha costado la "gran fiesta democrática" del referéndum sobre la Diagonal. Privilegios del extranjero feliz.

El País, 03/07/2010

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23 de agosto de 2010
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El mundo como garito

No sé si se trata de una coincidencia, pero es muy adecuado que los programadores del Liceo quieran captar los signos de nuestra época con la puesta en escena, casi simultánea, de dos obras, La dama de picas de Chaikovski y El jugador de Prokófiev, que tratan de la pasión por el juego. La primera es una obra romántica en el sentido más generoso del calificativo, con momentos deliciosos -muy mozartianos, con especial referencia a Don Giovanni-, y la segunda, una obra muy querida por Prokófiev, es de una identidad turbadora. Naturalmente, en ambos casos la calidad literaria en la que se apoyan las óperas es excepcional. La dama de picas de Pushkin es una pequeña joya fantástica en la que la ambición y la muerte se deslizan a través de tres cartas que, quizá por antiguos simbolismos, siempre han tenido gran reputación entre los jugadores: el tres, el nueve y el as. Por su parte El jugador de Dostoievski, una novela escrita en 20 días y destinada a permanecer en la sombra de Crimen y castigo, en la que el escritor estaba volcado, puede ser contemplada hoy como una obra maestra. La fantasmagoría del guiñol de Ruletenburg pone al descubierto una descarnada danza de decadencias y obsesiones.

Lo significativo es que nuestro mundo empieza a parecerse mucho a un Ruletenburg universal; eso sí, sin las suntuosidades y los refinamientos de aquellos balnearios para ludópatas del siglo XIX. En nuestro mundo lo que antes se llamaba "el pueblo" confía crecientemente en las oportunidades del azar. Al parecer, nunca había habido tantas apuestas sobre tantas cosas; todo, claro está, multiplicado mediante los canales virtuales. ¿Y qué decir de los que antes eran llamados "los poderosos", que ahora, por lo general, han logrado camuflar hasta el calificativo? Juegan, juegan todo el tiempo, si bien lo suyo no son los naipes o la ruleta, sino los bonos y las acciones, y su garito no se localiza en tal o cual lugar, sino que abarca a todo el planeta. Un matiz: los bregados apostadores de Pushkin y Dostoievski parecen bien ingenuos en comparación con cualquiera de esos profesionales de la codicia que, desde sus sedes bancarias o desde sus miradores bursátiles, siempre apuestan con cartas marcadas.

 

El País, 25/06/2010

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23 de julio de 2010
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El destino en los pies

Una confesión. Siempre me han gustado los buenos partidos de fútbol. Y una proclama antipopular: cada vez detesto más el mundo que rodea el fútbol. Imaginas que el éxito universal de este juego se fundamenta en su belleza y sencillez. De hecho, no recuerdo otro deporte de equipo con reglas más elementales. Así, por ejemplo, en comparación, la reglamentación del baloncesto es mucho mayor. Un jugador ha de pensar continuamente en el paso del tiempo: tiene pocos segundos para atravesar la línea divisoria y algunos más para que su equipo pase el balón, pero no puede permanecer apenas unos instantes bajo la canasta y no está autorizado a retener casi nada la pelota entre sus manos. La ley del tiempo se convierte en una amenaza. Frente a esta legislación exhaustiva, la vida del futbolista en la cancha parece más despreocupada. El árbitro le dirá si comete falta o incurre en fuera de juego, mientras él solo debe preocuparse de que el balón no rebase la línea de cal del rectángulo trazado en el suelo y de que el balón acabe en el fondo de una portería que, por supuesto, no sea la propia.

Esta aparente simplicidad del juego, acompañada de los vínculos cómplices establecidos entre los componentes de un equipo y de la emotividad suscitada, explican el enorme contagio del fútbol en casi todo el planeta a lo largo del último siglo. Cualquier grupo de muchachos delimitan un campo y dos porterías con un puñado de piedras y pueden iniciar un partido. Todo esto es bien sabido y da lo mismo si se encuentran en un descampado de Manchester, en la playa de Copacabana o en los lindes del desierto del Sáhara. Naturalmente, no hace falta recordar que la televisión ha convertido esta facilidad -y esta plasticidad visual- en el mayor espectáculo del presente.

Un buen partido de fútbol es una representación muy atractiva que, como es obvio, incrementa su impacto emocional si el espectador se identifica con uno de los equipos contendientes. Todo esto es bien sabido y no creo que haya nada que objetar a la pasión del aficionado -al fútbol, al baloncesto, a la hípica o a cualquier deporte que a uno le venga en venga- siempre que tal pasión no se convierta en una obsesión. Lo malo de las obsesiones es que acaban siendo auténticos monopolios emocionales que aprisionan a quien incurre en ellos. Aún así no tengo ninguna duda de que uno es libre para abrazarse individualmente con la obsesión que más le guste, por detestable que parezca a los demás. Sin embargo, la verdad, encuentro altamente peligrosas las obsesiones colectivas.

Y esto es lo que a mi modo de ver está sucediendo progresivamente con el fútbol, no con el encantador juego que invita espontáneamente a los niños de cualquier lado, sino con un fenómeno que, además de ser mercantil, ha atravesado las fronteras de lo político e incluso de lo religioso. Claro que me resulta repulsivo que en las actuales circunstancias se desembolsen cantidades obscenas por el fichaje de tal o cual jugador, pero todavía me parece más preocupante que se abata sobre gran parte dela sociedad aquel monopolio psicológico que caracteriza a las obsesiones colectivas. No hace falta ser ningún profeta para aventurar que durante las próximas semanas la Roja -es decir, 11 individuos dándole con el pie al balón- va a protagonizar una epopeya de los sentimientos con connotaciones trascendentales. Y en otros países será la Azul, la Verde, la Amarilla o la Albiceleste. Durante días y días el destino de la humanidad, e incluso del cosmos, estará en los pies de unos muchachos millonarios que correrán arriba y abajo de un rectángulo de césped.

Dicho así, tan prosaicamente, suena a una broma. Sin embargo, ya se encargarán muchos de que no sea una broma, tal como viene sucediendo en los últimos lustros de una forma cada vez más acentuada. La metamorfosis religiosa del fútbol no cree que sea una exageración. Es cierto que las multitudes devotas existen desde hace mucho tiempo y que el Brasil de Pelé, la Holanda de Cruyff o la Argentina de Maradona (para no hablar de los clubes más importantes) suscitaban grandes adhesiones; con todo, en la receptividad de la muchedumbre, la pasión futbolística convivía con otras pasiones ideológicas, políticas y estéticas. Lo cualitativamente nuevo de los últimos lustros es que, al enaltecimiento de los demás horizontes, le ha sucedido el enaltecimiento de un espectáculo, el del fútbol, que ha invadido todos los territorios. Lo que ha ocurrido no solo es un gran negocio, sino también una curiosa, y a menudo grotesca, usurpación de metáforas. A medida que ha languidecido la conversación política, estética o religiosa se ha encumbrado lo que pomposamente se ha llamado el lenguaje del fútbol, lenguaje con miles de practicantes que ya no se refiere a un juego sino, como leemos con frecuencia, a unas "esencias", a una "identidad", a un "modo de ser", expresiones que en otro contexto siempre son sospechosas.

Los portavoces del lenguaje del fútbol son precisamente los que se arrogan el papel de sacerdotes de esa nueva religión de masas que, si es universal por su difusión, es decididamente tribal por los sectarismos de que se alimenta. Creo que se podría hacer una magnífica antología de la literatura esperpéntica con las decenas de filósofos y teólogos del fútbol que pululan por las tertulias radiofónicas y televisivas y, además, escriben suntuosos análisis en los periódicos. También sería útil para medir el nivel alcanzado por la oratoria recopilar las metáforas futbolísticas de las que se sirven, un día sí y otro también, nuestros dirigentes políticos y parlamentarios. Incluso se podrían añadir ciertos párrafos de desesperados obispos que no tiene más remedio que acudir a los símbolos del balompié para dar un indicio a los feligreses del desaparecido Dios.

Sin embargo, en lo alto de la jerarquía sacerdotal de la nueva religión, los encargados últimos de mostrar que la Roja no es un conjunto de 11 habilidosos pateadores de balón sino el retablo de los apóstoles de una redención en marcha, son los "comunicadores deportivos", los mismos que durante todo el curso futbolístico arengan a los creyentes con los comentarios más elementales y las consignas más sectarias.

Como no podía ser de otro modo, estos predicadores han incorporado a sus gritos el fanatismo de los viejos predicadores y la demagogia de los tribunos de la plebe. Su misión: dejar claro, por si no lo estaba, que el destino del ser humano pasa, no por la cabeza, sino por los pies. Y entre tanto ruido apenas queda nada del cautivador juego sobre la arena de la playa de Copacabana.

Si miro algún partido del próximo Mundial no duden que silenciaré la voz del comentarista.

 

El País, 06/06/2010

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11 de julio de 2010
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El lenguaje de la alcantarilla

Dentro de este nuevo género periodístico constituido por las transcripciones de las charlas telefónicas de presuntos corruptos, el otro día podíamos leer la contundente argumentación de uno de los patriotas, en la que se nos aclaraba que la auténtica política no se hacía en los parlamentos sino en las alcantarillas. El patriota en cuestión -al que cabría calificar de gánster si no supiéramos que es un patriota- parecía así justificar la necesidad de los saqueos perpetrados por él y sus compinches por razones de realismo político. Venía a decirnos que, a la hora de la verdad, lo único que sustenta la política es aquel principio moral, tan edificante, que preside las conversaciones rufianescas: "todo hombre tiene precio". Son, por tanto, los políticos corruptos, que tuvieron un alto rango y honores de los que no han sido desprovistos, los que han sembrado la desconfianza general hacia la política, por más que algunos dirigentes ahora atribuyan el desapego a una suerte de mal de época, azuzado por los medios de comunicación.

Pero, volviendo al nuevo género periodístico, llama la atención el habla utilizada, acorde en todo al espíritu de la alcantarilla al que aludía el prohombre. Tanto en el capítulo Pretoria como en el Gürtel los protagonistas hacen gala de un total desparpajo al expresarse en la jerga mafiosa, convertidos en hampones de película, de esos no demasiado refinados, que salpican sus negocios con constantes alusiones a "cabrones" e "hijos de puta". Naturalmente, en el lenguaje de la alcantarilla no podían faltar alusiones a la testosterona, con solemnes afirmaciones testiculares o, por el contrario, con el lamento, también patriótico, de que las cosas van como van "porque estamos todos capados". La mayor riqueza idiomática, no obstante, se destina, como era de esperar, al dialecto intestinal: todos defecan sobre todos, sin que falte, evidentemente, quien lo hace sobre la divinidad. A juzgar por lo que opinan los presuntos corruptos, el mundo es una maloliente combinación de dinero y excremento.

Lo malo es que estos tipos fueron (¿presuntamente?) secretarios generales, diputados, alcaldes..., y habían comprado votos con el mismo ánimo codicioso con que luego comprarían a los hombres.

 

El País, 05/06/2010 

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2 de julio de 2010
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Bajo el volcán

Además de ser el título de una de las mejores novelas del siglo pasado, escrita por Malcolm Lowry, Bajo el volcán podría ser la primera frase de una tragicomedia sobre nuestro presente. Me encuentro entre los miles de ciudadanos europeos afectados por las jugarretas del volcán. Eyjafjalla y, aunque en la adolescencia, como lector ferviente de Viaje al centro de la tierra, aprendí a reconocer la importancia de los volcanes, nunca había imaginado que un volcán precisamente islandés, como el del libro de Julio Verne, pondría en jaque a nuestra poderosa tecnología moderna. Contrariado y escéptico, como tantos otros, me he sumergido en el torbellino de retrasos y cancelaciones ¡Qué indignación perder una cita en pleno siglo XXI por culpa de la ceniza de un volcán de nombre impronunciable situado a miles de kilómetros!

Cada vez que la madre naturaleza nos juega una mala pasada nos sentimos injustamente tratados, lo cual, si bien no es un acto de inteligencia, demuestra hasta qué punto hemos caído en nuestra propia trampa al declarar domesticado el entorno que nos rodea. No es la única lección bajo la influencia del volcán. Estas últimas semanas, los náufragos del Eyjafjalla, atrapados en los aeropuertos mientras implorábamos el privilegio de poseer un billete de tren o un coche de alquiler, hemos tenido la ocasión de examinar muchos titulares de periódicos amontonados en las estanterías de los quioscos, y que coincidían en todo con el diario pacientemente leído durante las interminables horas de espera: la incertidumbre de Europa no se manifestaba sólo en los aires, con el tráfico colapsado, sino a ras de tierra, como un gigantesco puñetazo en el estómago. Malas noticias para nuestro bienestar ante las que sentíamos tanta incredulidad como la que experimentábamos frente a los paneles electrónicos en los que se dibujaba con insistencia la fatídica palabra cancelado.

Pero nuestra incredulidad tiene algo de teatral. Sabíamos de antemano que el volcán podía entrar en erupción en cualquier momento, y fingíamos lo contrario.

El País, 22/05/2010

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23 de junio de 2010
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El Boomeran(g)
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