Skip to main content
Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

Blogs de autor

La arteria de la memoria

Hubiera tenido que darme cuenta mucho antes pero no reparé en el hecho hasta este último verano, durante un viaje por el noroeste de Sicilia que me llevó a la región asolada por el gran terremoto de 1968: en medio de las ruinas de las civilizaciones antiguas; en Grecia o el Asia Menor, por ejemplo, en las ciudades bizantinas abandonadas de Siria, o en la propia Sicilia, por los alrededores de Siracusa o en el valle de los Templos de Agrigento. Junto a las columnas, o abrazadas con la piedra quebrada de los frisos, aparecen robustas higueras de tronco retorcido y de apariencia tan antigua como los vestigios que custodian. Esta hermandad entre las ruinas y las higueras deambulaba por mi cabeza, sin haber adquirido forma fija, hasta que en ese reciente viaje siciliano se despertó la evidencia al contemplar el demolido trazado urbano de varios municipios sacrificados a la furia niveladora del seísmo.

 

Mis guías me condujeron hasta Santa Margherita di Belice y Poggioreale. En ambos casos la devastación había sido completa. Entre los esqueletos de los edificios irrumpían, además de la maleza, árboles crecidos a la sombra de cuatro décadas transcurridas desde el terremoto. Sin embargo, las reinas indiscutibles eran las higueras majestuosamente plantadas en el centro de lo que habían sido las calzadas de la ciudad, y ahora emergían como extraños espacios en los que se advertía el halo de misterio y el silencio que alimentan la tierra de nadie.

Como eran los últimos días de verano, en pleno septiembre, las higueras habían dado ya sus frutos y se podía oler el aroma intenso, como de cuerpos exhaustos tras el amor, de los higos aplastados contra la tierra. En medio de cada calle había, al menos, una de esas higueras benefactoras que había crecido entre la nada para compensar la desolación de los supervivientes. Y tal circunstancia se repetía siempre, en todos los pueblos destrozados por el terremoto de hace cuarenta años.

La única excepción a esta ley era Gibellina Vecchia (la anterior ciudad, arrasada por el seísmo, pues la Nuova Gibellina está alejada unos kilómetros de la urbe original). Ahí no había nacido ninguna higuera pues, en este caso, las ruinas habían sido convertidas en un gigantesco laberinto mediante la intervención, en los años inmediatamente posteriores al caos, del artista Alberto Burri, quien cortó a una misma altura los derruidos muros de las casas y encapsuló con hormigón los restos de la ciudad. Todo fue iniciativa de un ilustrado y extravagante personaje, el senador Ludovico Corrao, quien todavía hoy, a sus noventa y pico años, muestra ágilmente y con indisimulado orgullo el anfiteatro que hizo construir al pie de aquel laberinto espectral con el objetivo de representar, en las noches de julio, las grandes obras de la tragedia griega. De este modo, los espectadores convocados por Corrao -quien fue, durante años, alcalde de Gibellina- pudieron asistir a las sesiones dedicadas a Sófocles y Eurípides y al logro mayor de aquel teatro a la luz de la luna: la puesta en escena, completa, de la trilogía de la Orestíada.

La intervención de Alberto Burri, como otras de otros artistas que acudieron a Gibellina respondiendo al llamamiento de Ludovico Corrao, suscitó en su momento encendidas controversias. Hoy el visitante tiene la sensación de ir a la deriva en el interior de una colosal tumba, poderosa como escultura incrustada en la naturaleza pero ajena a toda idea de resurrección. Entre las ruinas sarcófagos de la desaparecida Gibellina, sin higueras que saluden con sus brazos retorcidos, el mundo parece doblemente muerto. Quizá fuera ésta también la impresión de uno de los artistas europeos convocados para luchar contra los efectos del terremoto, Joseph Beuys, el cual se situó en una perspectiva exactamente opuesta a la de Burri. Si éste había lacrado el ataúd donde yacía el cadáver, Beuys optó por la posibilidad simbólica del renacimiento.

Para conseguirlo el artista alemán ideó un bosque alargado en forma de sendero que unía los restos de Gibellina con el cementerio de la ciudad que, distanciado de ésta, sobre una colina había permanecido intacto, sin sufrir los estragos del seísmo. Aparentemente -pues no hay ningún documento que lo atestigüe- se trataba de crear una corriente que, siguiendo la ley de los vasos comunicantes, pusiera en contacto el depósito de pesado contenido en los sepulcros con el vacío del presente que siguió a la destrucción. Las funciones habituales se invertían, y era la morada de los muertos la que procuraba nueva existencia a la exterminada morada de los vivos. Si esta presunción es cierta el bosque de Beuys quería ser la arteria de la memoria que nutriera el renacimiento del corazón de Gibellina. Pero no podemos pasar de las conjeturas puesto que el proyecto de Beuys nunca se llevó a cabo. Esto no es obstáculo para que, una vez que te lo han relatado, encuentres la idea plenamente consecuente y el invisible camino del bosque aparezca con claridad entre el camposanto y la ciudad arruinada. O, al menos, esto es lo que me ocurrió a mí.

Visité el hermoso cementerio, a media mañana, bajo el sol tórrido del declinante verano siciliano. Las tumbas abarrocadas estaban abiertas con imágenes de santos y vistosos jarrones de flores secas. De tanto en tanto, algún mausoleo suntuoso con verjas y ángeles custodios. No era difícil imaginar el flujo del aura deslizándose por los muros del cementerio y, luego, a través del bosque invisible, hacia el valle, hasta inundar de recuerdos la destruida Gibellina. Cuando esto ocurra por fin no hay duda que una vigorosa higuera brotará en el centro de la gran ruina y renovará la tierra.

El País, 09/01/2011

 

Leer más
profile avatar
18 de enero de 2011
Blogs de autor

La mujer del taxista tapatío

Mi amiga Gloria López Morales insistió tanto en que debía asistir a la velada que se realizaría en Morelia, para celebrar la proclamación de la comida mexicana como "patrimonio inmaterial" de la Humanidad, por parte de la Unesco, que finalmente decidí prescindir del billete de avión Guadalajara-Ciudad de México para viajar a la capital de Michoacán. Aunque la cocina mexicana -riquísima por otra parte- me parecía poco "inmaterial", como tampoco lo son el flamenco o los castellers, otros de los bienes proclamados en la reunión de Nairobi, la amistad con Gloria, a la que no veía desde hacía años, me decidió a una visita necesariamente fugaz pues no podía aplazar el retorno a Europa. Al fin y al cabo tampoco era una desviación exagerada: Gloria me enviaría un taxista que, en cosa de cuatro horas, me llevaría a Morelia. Al día siguiente, en un tiempo semejante, sería conducido a Ciudad de México. Aún dispondría de varias horas antes de ir al aeropuerto para emprender el vuelo. Nada que oponer, por tanto.

Y el día señalado el taxista apareció ante mi hotel de Guadalajara. Era, la verdad, un coche bastante arruinado, lejos de esos todoterrenos imprescindibles en las cosas oficiales u oficiosas que se realizan en México. Pero esa carecía de importancia pues, en definitiva, se trataba de recorrer una autovía durante cuatro horas. En el interior del vehículo, en el asiento trasero, estaba hundida una mujer muy menuda. El taxista me preguntó si me importaba que su esposa nos acompañara hasta Morelia, donde podría visitar a no sé qué pariente enfermo. Le dije que no. El taxista, un hombre joven y rechoncho, estaba ilusionado con el desplazamiento pues, según dijo, nunca había salido del área de Guadalajara. Era, de acuerdo con sus palabras, un "mero tapatío".

Durante las dos primeras horas de la travesía la mujer permaneció muda. La autovía era bastante monótona aunque el paisaje se animó un poco cuando dejamos atrás Jalisco y nos adentramos en Michoacán. Sin dejarse vencer por la monotonía el taxista, de vez en cuando, se mostraba admirado por lo que veía, en especial si se trataba de vacas o caballos. No abundaban los letreros que informaran de lo que faltaba para llegar a Morelia, pero cuando vi uno que situaba esta ciudad a 190 kilómetros interrogué al conductor sobre la hora en que llegaríamos a la capital de Michoacán. El taxista, con toda naturalidad, dijo que si fuéramos a Morelia llegaríamos a las dos de la tarde, pero no íbamos a Morelia. Me quedé bastante sorprendido y le pregunté que, entonces, adónde nos dirigíamos. Se hizo un silencio embarazoso, al final del cual el taxista pidió ayuda a suesposa. "Uruapan", pronunció esta. Los acontecimientos se precipitaron.

Le dije que detuviera el coche y me aclarara el cambio de destino. En medio de las explicaciones confusas del taxista deduje que a última hora se había modificado la sede de la celebración del éxito de la cocina mexicana y que Gloria le había pedido que me llevara a Uruapan en lugar de a Morelia, pero que con la excitación del viaje se le había olvidado comunicármelo. Traté de llamar a Gloria por el teléfono móvil, sin conseguirlo. ¿Dónde demonios estaría Uruapan? Pedí un mapa. El taxista no solo no tenía un mapa sino, lo que era mucho peor, siempre pronunciaba de una manera distinta la palabra "Uruapan" y pedía consejo a su mujer para recordar el nombre. En lugar del mapa tenía un dibujo realizado por otro taxista de Guadalajara: era tan confuso que yo no entendía nada, y mi compañero de asiento menos que yo. Nos pusimos de nuevo en marcha hasta llegar a una pequeña y destartalada gasolinera, donde tampoco había ningún mapa. El empleado, hombre de pocas palabras, alcanzó a decir que la salida de la autovía para Uruapan era la anterior pero que si tomábamos la siguiente, y después de numerosos giros a la izquierda y a la derecha, todavía podíamos orientarnos hacia el camino correcto. Le rogué al taxista que no saliéramos de allá sin que hubiera memorizado el alambicado sistema de giros expuestos por el gasolinero. Afirmó sin convicción que lo tenía todo incrustado en la memoria.

Partimos. En la primera encrucijada confié en su pericia; en la segunda, tuve la intuición de que confundía la derecha con la izquierda; y en la tercera, la seguridad de que no sabíamos por dónde íbamos. Lo único que estaba claro era que nos encarábamos a la sierra michoacana. Dejamos atrás un pueblo llamado Zacapu, sin que el taxista hallara el lugar adecuado para preguntar por nuestro rumbo. Después de Zacapu, preguntó a varias personas, con resultados tan dispares que, para unos, Uruapan estaba allí mismo y para otros, a no menos de cinco horas. Pasamos sin problemas un control militar y luego otro, de la policía federal, sin embargo tras atravesar El Pueblecito, un pequeño núcleo de cuatro casas, nos topamos con una patrulla de la población estatal. Tuvimos que detener el vehículo. El taxista salió a preguntar y volvió melancólico y cabizbajo. No podíamos continuar. Durante un largo minuto no hubo manera de que especificara algo más la situación mientras, a unos 10 metros, tres policías uniformados de negro permanecían a la espera. Por fin supe la verdad: teníamos que comprar lotería de la Navidad de la policía si queríamos continuar con nuestra excursión.

Compré 300 pesos de lotería navideña policial y reemprendimos la marcha. Sin embargo, el taxista había perdido la ilusión inicial por la aventura y resoplaba continuamente. La carretera era mala, sin asfaltar en muchos tramos, y solo sabíamos que si llegábamos a Paracho, "donde se fabrican los violines", estaríamos cerca de Uruapan. Tras el incidente de la lotería el taxista solo interrumpía su mudez para quejarse de que después de cada descenso venía un ascenso. Y de repente la esposa habló: "Así es la cordillera, amor" Llevábamos más de casi seis horas metidos en el coche y de pronto la mujer del taxista tapatío se puso al mando de la expedición. Examinó el dibujo del amigo de su marido, que ni este ni yo habíamos entendido en absoluto, y pronosticó con franqueza la ruta: primero Cheran, después Paracho, finalmente Uruapan. Luego, inesperadamente para mí, admitió que nos habíamos internado en una zona de narcos, pero que no había nada que temer.

La mujer de taxista parecía saberlo todo acerca de la situación. Repitió el comentario que ya varios mexicanos me habían hecho sobre las funestas consecuencias del bloqueo de fronteras ordenado por Estados Unidos tras el 11 de septiembre del 2001. La acumulación de la droga procedente de Colombia antes con un destino más fácil en el mercado norteamericano, había devastado las ciudades de la franja septentrional y desatado la violencia asesina entre los distintos clanes. La guerra del presidente Calderón contra el narcotráfico se había superpuesto a la guerra de los cárteles entre sí por el dominio del territorio. La consecuencia había sido decenas de miles de muertos. Además, en la actualidad, en ciertas regiones de México como Michoacán, sobre todo donde nos hallábamos, en la Sierra, y más allá, hacia el mar, en Tierra Caliente, los narcos tienen una tupida red de plantaciones y laboratorios.

La mujer del taxista era una experta. Al llegar a Cheran ya me había informado de todas las habilidades de la Familia Michoacana, y al cruzar Paracho, llena de artesanía e instrumentos musicales, yo también me consideraba casi un experto.

Llegamos a Uruapan. Gloria riñó al taxista por su torpeza y me conminó a seguirle al banquete de celebración. Antes, sin embargo, me despedí del taxista. Por suerte la carretera entre Uruapan y Morelia era, al parecer, excelente. A ella le di la lotería de Navidad, con la extraña seguridad de que le tocaría el premio.

El País, 26/12/2010 

Leer más
profile avatar
8 de enero de 2011
Blogs de autor

La frontera de la amenaza

Siempre tememos a los bárbaros y siempre creemos que están más allá de una frontera. La naturaleza de esta no es clara y ni siquiera hace falta que su trazado sea demasiado visible. A veces, la frontera tiene aduana y policías, pero en otras ocasiones coincide prácticamente con nuestra piel. Tenemos al vecino, al que no tiene nuestra raza, al que no tiene nuestra nacionalidad, a aquel que al mirarse al espejo no tiene unas facciones como las nuestras. Todos ellos son bárbaros y constituyen una amenaza que nos inquieta, aunque más o menos secretamente también nos fascina. Nuestros queridos griegos -los griegos antiguos- inventaron la onomatopeya despectiva para calificar a los pueblos que no hablaban la lengua griega y, por tanto, emitían sonidos casi animales: bar-bar. No han sido los únicos: cualquier antropólogo sabe que el calificativo más común entre las tribus primitivas era nosotros o los hombres o los seres humanos, lo que, por lo común, llevaba aparejado el desprecio de los demás. Los otros nos turban, pero el problema es que, sin esta turbación, la vida se hace tremendamente monótona. Nos horrorizan los bárbaros y, simultáneamente, esperamos mucho de ellos. Pueden quitarnos lo que tenemos y, al mismo tiempo, pueden darnos lo que no tenemos.

La historia de la literatura es, en cierto modo, una crónica de esta duplicidad. Nunca he creído, por ejemplo, que Ulises se extraviara hasta el punto de necesitar, errante por el Mediterráneo, 10 años para volver a Itaca. No dudo de que quisiera volver a la patria, y a Penélope, pero podemos sospechar que antes deseaba perderse en las múltiples barbaries, no solo en contacto con las Circes y Calipsos, sino enfrentados a todo tipo de Polifemos. En la estela de la Odisea, ¿cuántas obras literarias no son sino la expresión de ese hartazgo de lo propio, cuando se convierte en rutinario, y de esa mezcla de seducción y miedo que lo ajeno nos produce?

Con todo, hay pocas obras que definan de una manera tan desnuda este doble sentimiento como El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, una auténtica joya de lo que podríamos denominar "literatura de la espera", bien representada a lo largo del siglo XX y que obtiene su quintaesencia en Esperando a Godot de Samuel Beckett. En la novela de Buzzati nuestra ambivalencia ante lo desconocido, ante lo supuestamente bárbaro, se conforma como la experiencia fundamental del protagonista. Giovanni Drogo consume su existencia en la fortaleza Bastiani, una fortificación militar que, desde lo alto de una colina, vigila la fortaleza. Más allá de esta, se dice, los bárbaros -los "tártaros"- se están preparando para la invasión del mundo civilizado. En cualquier momento aparecerá en la estepa la nube de polvo que anuncia a la avanzadilla de los cantos. Giovanni Drogo y sus compañeros de fortín están alerta, pues los rumores siempre se refirieron a una incursión inminente de los tártaros. Pero pasan los días, y nada sucede; después transcurren los años con el mismo resultado. La fortaleza Bastiani se sumerge en la rutina y Giordanni Drogo, llegado al lugar como joven oficial, envejece inexorablemente. Los tártaros no llegan, los bárbaros no acuden a su tenebrosa cita con la civilización. Nadie irrumpe para cambiar el curso de las cosas ni para disipar la atmósfera cargada de la fortificación. En las tres palabras que más horrorizan a los que esperan: nunca pasa nada. Y, sin embargo, no hay día en que Giordanni Drogo deje de mirar, desde la almena, hacia la frontera con la esperanza de que una delgada sombra cruce el horizonte.

Cuando, hace años, leí la novela de Buzzati me acostumbré a buscar esa frontera en los diversos lugares por los que viajaba. El novelista había dado escasos datos para imaginar el desierto de los tártaros. Si uno debiera apostar quizá se inclinaría por algún territorio remoto de lo que era el Imperio Astrohúngaro o por esa punta de Italia septentrional que se disuelve en Istria. Buzzanti desorientó expresamente al lector, tanto en el espacio como en el tiempo. Por consiguiente, era posible imaginar la fortaleza Bastiani en cualquier rincón de Europa y, con el paso del tiempo y los acomodos de la fantasía, asimismo en el exterior de Europa, en otro continente. Fuera donde fuera, siempre había en su interior un Giovanni Drogo que gastaba su vida a la expectativa de lo que tenía que ocurrir inminentemente y nunca ocurría. Los tártaros, los malditos tártaros, no acababan de llegar.

Pronto me di cuenta de que no había que ir muy lejos para divisar la Fortaleza Bastiani y que el fortín que defendía tan celosamente nuestra eventual identidad se hallaba en la propia ciudad, en el propio barro, en alguna de las casas del vecindario, en la propia vivienda y, finalmente, en la propia piel. Cada uno cargaba con su propia fortaleza Bastiani mientras se encarnaba en un Giovanni Drogo infinitamente repetido. Y para cada uno allí estaba la frontera que dividía. Las horas entre lo que era y lo que podía ser. El desierto se extendía, vacío y lleno simultáneamente, delante de todos, y el miedo y la esperanza por la llegada de los bárbaros se superponían hasta confundirse.

Giovanni Drogo esperaba la invasión para poder luchar, concederse una explicación, vencer o ser vencido. Pero los bárbaros nunca llegaron. O quizá lo que ocurrió es que se equivocó de perspectiva. No debía escudriñar obsesivamente la línea de horizonte en busca de la polvareda que señalaba la ansiada invasión. Podría ser que la cosa fuera más simple, mucho más simple, y que el secreto se hallara en el interior de la fortaleza y no fuera, en la estepa: los bárbaros ya habían llegado, y hacía tanto tiempo que se había perdido la memoria de su llegada.

El País, 12/12/2010

Leer más
profile avatar
1 de enero de 2011
Blogs de autor

Ruby Rompecorazones y el Gran Mandíbulas

En mi infancia no era propio de los niños que disfrutaran con los payasos. Me causaban cierta aprensión cuando no directamente temor, en especial aquellos tipos entre tristes y malcarados que llevaban la cara embadurnada con pintura blanca y amonestaban continuamente a todo el mundo. Pero el peor de todos era un individuo que se propuso hacernos reír en las fiestas veraniegas durante un par de años. Lo llamaban, o se hacía llamar, el Gran Mandíbulas, y aparte de la condición física de la que se deducía el nombre, tenía los ojos pequeños, los dientes muy blancos y una acentuada calvicie que disimulaba pegando con gomina en el cráneo los cuatro cabellos que le quedaban. Nunca vi a ninguno de los atemorizados niños reír con las gracias del Gran Mandíbulas, pero él, por el contrario, debía de creerse extremadamente ingenioso pues gritaba todo el rato como si la aprobación de sus palabras fuera general. En realidad él era el único que reía sus propios chistes, si bien es verdad que lo hacía con tanto convencimiento y griterío que parecía que el auditorio se rendía a sus pies.

Como tantas otras cosas de la infancia olvidé al Gran Mandíbulas durante años hasta que hace poco lo rescaté, reencarnado en un contemporáneo bien conocido. Estaba en Italia y vi en un diario una foto de Silvio Berlusconi riendo de forma ostentosa. De inmediato una presencia cruzó mi cerebro y me dije: ¡el Gran Mandíbulas! ¿Cómo no había reparado antes en el asunto? Me fijé en los detalles de la foto de Berlusconi a toda plana (el diario era de su propiedad, como tantos) y todo coincidía. Las mismas mandíbulas, los mismos ojitos, la dentadura blanquísima, la gomina impecable. Y, por encima de todo, esa risa indefiniblemente siniestra y ese gesto en que lo falso se viste de espontáneo. ¿Cómo podía habérseme escapado que Berlusconi era únicamente un avatar del Gran Mandíbulas?

¿De qué reía ese día el avatar de El Mandíbulas? Otro periódico, que no era propiedad de Berlusconi, informaba de la cuestión: se suponía que el presidente del Gobierno italiano había tenido algún tipo de relación con una muchacha siciliana de origen marroquí que respondía al vistoso apodo de Ruby Rompecorazones. La historia ha sido suficientemente aireada por los medios de comunicación y no vale la pena volver sobre ella. Más interesante y conmovedor es el testimonio del padre de Ruby, a quien los periodistas han acechado hasta conseguir una declaración. Mohamed el Mahroug es un vendedor ambulante de vestidos en la provincia siciliana de Messina. De sus palabras es fácil hacerse una idea de cómo su dignidad se ha visto afectada con el revuelo que ro-deado su vida. Está avergonzado. De Ruby Rompecorazones, su hija, solo es capaz de sugerir que "está enferma de televisión".

No es poco. Parece un diagnóstico demasiado simplista pero es muy posible que Mohamed el Mahroug haya dado en el clavo para explicar cómo un país con la enorme tradición cultural de Italia gire, desde hace 20 años, en torno a un personaje que no es sino avatar del Gran Mandíbulas. Al igual que este Berlusconi siempre está dispuesto a reír sus chistes, y a su alrededor hay otros que hacen lo propio, como el ministro de Economía, Giulio Tremonti, quien al ser preguntado por el derrumbe de la Casa de los Gladiadores en Pompeya ha contraatacado diciendo que la cultura no sirve para comer: "pruebe a hacerse un bocadillo con la Divina comedia" es su histórica frase, toda una declaración de principios sobre la civilización en los mismos días en que Ruby Rompecorazones suspira por ser presentadora de televisión.

Y, desde luego, es mucho más probable que Ruby alcance su objetivo, que no que el avatar del Gran Mandíbulas lea un verso de Dante. Este ha sido el gran triunfo de Berlusconi: su contrarrevolución de la sensibilidad. A finales del siglo XVIII, Friedrich Schiller, partidario al principio de la Revolución Francesa pero desencantado luego por el Terror, escribió un opúsculo decisivo, Cartas sobre la educación estética de la humanidad. En él sostenía que toda revolución futura estaba condenada necesariamente al fracaso, si no venía antecedida por una revolución de la sensibilidad. De acuerdo con sus principios, Schiller abogaba por una educación ilustrada que al modificar el modo de sentir abriera el camino a ulteriores cambios en el terreno social. Ya sabemos que las revoluciones de los siglos XIX y XX no hicieron demasiado caso de sus consejos.

Pero Berlusconi, sí. Berlusconi, quien es muy probable que nunca haya oído hablar de Schiller, ha logrado llevar a la práctica un programa sistemático de contrarrevolución de la sensibilidad en un sentido contrario, por supuesto, al promovido por el poeta alemán.

Al final del camino lo escandaloso es que nada sea lo suficientemente escandaloso para una sociedad anonadada, ni las apariciones de Ruby Rompecorazones ni las mucho peores manifestaciones bufonescas del poderoso ministro de Economía, Giulio Tremonti, corresponsable de la destrucción, por desidia, de lo que el Vesubio conservó. Ahí, en esta contrarrevolución de la sensibilidad, es en donde encuentra su lugar el diagnóstico de Mohamed el Mahroug. "Mi hija está enferma de televisión" es un último y desesperado intento por librar a Karima el Mahroug -nombre real de la muchacha- de esa epidemia de la sensibilidad que los Berlusconi y Tremonti llaman felicidad o éxito y en la que Rudy Rompecorazones cree fervientemente, constituida por una avalancha de grosería espiritual y vulgaridad vital que acaba aplastando cualquier resistencia.

Berlusconi -quizá por ser el avatar del Gran Mandíbulas- vio con clarividencia hace tres décadas que no valía la pena hacerse con el poder político si no podía apoderarse al mismo tiempo del alma de la sociedad italiana. Así empezó esa peculiar historia de mefistotelismo de masas que, si bien se extiende en todos los países, en Italia se hace extraordinariamente transparente. Una vez obtuvo el práctico monopolio de la comunicación, nuestro grotesco Mefisto ya estuvo en condiciones de dar el golpe de gracia que ha arruinado la vida pública de Italia a lo largo de los años. Se puede resumir en pocas palabras: no hay alternativa a la feliz banalidad de Berlusconi porque vosotros, italianos, tal como os muestra mi televisión, también aspiráis a una feliz banalidad. O, como diría, Mohamed el Mahroug: "estáis enfermos de televisión" (como en España, desde luego).

Lo peor de este último episodio de mefistotelismo de masas es que ahora que Berlusconi parece deslizarse hacia su final no hay opciones claras para el relevo. Si exceptuamos a personajes como Gianfranco Fini, político competente aunque con un pasado demasiado peligroso. La maravillosa Italia está aturdida tras tantos años de prestidigitación y griterío, aunque afortunadamente es un país que siempre sabe reinventarse a sí mismo. También el Gran Mandíbulas nos dejaba aturdidos en aquellas veladas veraniegas. Sus risotadas, sus aspavientos, sus horribles chistes nos acababan hundiendo en la melancolía. ¡Qué pesadilla tener que escuchar a un pésimo payaso, y qué delicia librarse de él!

El País, 05/12/2010

Leer más
profile avatar
24 de diciembre de 2010
Blogs de autor

El planeta de agua

En nuestros días tenemos, al parecer, poco tiempo para los espectros, sea porque nuestra memoria es frágil, o sea porque nos creamos cabalgando un presente desbocado desde el que sería peligroso mirar hacia atrás. Sin embargo, lo queramos o no, los espectros serán siempre nuestros compañeros inseparables. Shakespeare lo advirtió claramente al contarnos que no se podía llegar al fondo de las pasiones humanas sin la compañía de las presencias espectrales: Hamlet con el fantasma de su padre; Lady Hamlet, con los de sus víctimas. Mucho antes, en la Ilíada, Homero, para expresar el dolor de una amistad quebrada por la muerte, hace que Aquiles abrace en vano el espectro de su querido Patroclo, una sombra sin cuerpo llegada del Hades para ser tocada sólo con los sutiles sentidos de la memoria.

Creo que los antiguos griegos tenían, entre otras, esta ventaja sobre nosotros: no esperaban nada del más allá, al contrario de lo que nos enseñó el cristianismo, pero tampoco lo contemplaban con la indiferencia que nos exige el utilitarismo moderno. Su más allá, su Hades, era una patria de sombras que, si bien permanecían ya al margen del magma de la vida, podían ser convocadas por los vivos en forma de recuerdos, de evocaciones, de presentimientos y, por qué no, de emociones que la memoria impulsaba a renacer. Eso en definitiva eran -y son- los espectros que se aparecían en los sueños, en su versión más indómita, o en los propios pensamientos. Los muertos eran necesarios para los vivos y es posible que, en buena medida, la maravillosa imaginación incrustada en los mitos helénicos sea la consecuencia fecundísima de aquella necesidad: el Hades, el lugar de exilio de las sombras humanas, era una suerte de espejos en los que se reflejaban misteriosamente los afanes de los seres vivos.

Se me ocurrió que esto podía ser así, no leyendo a Homero o Shakespeare, sino viendo de nuevo la película de Andrei Tarkoviski Solaris. La primera vez que la vi, hace mucho tiempo, me resultó inquietante pero como detesto las películas de ciencia ficción -salvo2001 Odisea en el espacio y Blade Runner- no di demasiadas vueltas al asunto. Luego, pasados los años, cayó en mis manos el relato de Stalisnaw Lem en el que se había basado, no sin grandes problemas de adaptación, Tarkovski para su película. La narración de Lem es una pequeña obra maestra de la literatura de la espera, en la línea de Kafka o, todavía más, de Beckett. Durante años los astronautas de la estación solar Solaris acechan cualquier indicio que pueda originarse en el planeta del mismo nombre, descubierto, en la ficción, 100 años atrás. El planeta Solaris gravita alrededor de dos soles, uno rojo y otro azul, y está enteramente cubierto por un océano.

A lo largo de la espera los astronautas realizan todo tipo de experimentos para arrancar el secreto del planeta de agua con la misma fascinación con que los viejos racionalistas, reacios a aceptar las prevenciones de los iniciados, querían rasgar el velo que cubría el rostro de la diosa Isis. Solaris es sometido a radiaciones en busca de su materia íntima pero, paradójicamente, lo que acaba aflorando es de índole espiritual. Es verdad que el planeta de agua envía finalmente no sólo mensajes sino "visitantes" que conviven con los solitarios astronautas; sin embargo, estos "visitantes", como el padre de Hamlet para éste o como Patroclo para Aquiles, son conglomerados de recuerdos, culpas o pasiones aparentemente desvanecidas. Son espectros.

Al contemplar por segunda vez la película de Tarkovski me di cuenta de que es precisamente el territorio de las pasiones espectrales el que más interesa al cineasta ruso, quien reconstruye una delicada historia de amor entre el protagonista, Chris Kelvin, y su mujer, Harey, muerta, suicidada, una década antes. Es una extraña historia de amor, de las más singulares que haya ofrecido el cine. Si Hamlet recibe la visita de su padre en las almenas del castillo danés como recordatorio de una venganza incumplida, y Aquiles la de Patroclo en los campos troyanos como testimonio de una amistad que desafía a la muerte, Harey resucita para Kelvin con el propósito de sellar un amor inmortal aunque, desde luego, no inocente pues arrastra tras de sí tanto la dicha como la desdicha. Y así el planeta del agua, Solaris, obsesionantemente espiado durante años por los habitantes de la nave espacial, acaba teniendo una naturaleza sorprendente y turbadora: es algo así como el amplificador de la conciencia humana, que devuelve como vivo lo que erróneamente se considera desaparecido para siempre.

Ésa -no dar miedo, como en las malas películas- es la función de los espectros. Son los mediadores entre la muerte y la vida. Para sus correrías los hombres formularon los mitos y, por supuesto, también el arte que, en última instancia, tiene la misma misión que el planeta de agua: hacer soportable la espera y enviar inesperados huéspedes de vez en cuando.

Es cierto que todo esto se ve más claro en una fecha tan señalada como la del Día de Difuntos. Me acuerdo de que una vez, de niño, le pregunté a mi tía abuela, quien quería que la acompañara al cementerio, para qué servían los muertos, una pregunta, por otro lado, muy propia de nuestro presente. La mujer, fuera porque era medio sorda, fuera porque era realmente hermética, tenía fama de dar respuestas crípticas, algo así como una heredera de la pitonisa de Delfos. Contestó, más o menos: los muertos sirven para que los vivos vivan. Supongo que entonces me sonó a galimatías. ¡Pero tenía razón!

El País, 14/11/2010

Leer más
profile avatar
17 de diciembre de 2010
Blogs de autor

Orestes y la mafia

Hay un momento decisivo de la antigua literatura griega que nos concierne especialmente: al final de la Orestíada, la única trilogía de Esquilo que hemos conservado hasta nuestros días. En ese desenlace el poeta trágico ofrece un cambio revolucionario en la percepción de la naturaleza humana. Orestes, de acuerdo con la tradición anterior, debía verse sometido a la férrea ley de la sangre y la venganza, de modo que, como autor de la muerte de su madre Clitemnestra, tenía que pagar el precio de la implacable norma oscura: él había matado a su madre como cobro del parricidio cometido por esta en la figura del padre, Agamenón; este, a su vez, había sucumbido para expiar el filicidio de su propia hija, Ifigenia, sacrificada para favorecer a la expedición griega contra Troya. Sangre, venganza y sangre otra vez: la férrea cadena que comunica los odios, deseos y ambiciones de las estirpes y los clanes. Ojo por ojo, diente por diente. La ley del talión. O, dicho de otro modo: la comunidad sometida a la oscura y turbulenta ley de la sangre.

Orestes, en consecuencia, de acuerdo con esta ley debía morir, pagando así la irreversible deuda contraída. Sin embargo, en un giro espectacular desde el punto de vista cívico y espiritual, Esquilo resuelve salvar a su héroe. Orestes, en lugar de ser juzgado y condenado en el recinto interior de la sangre, es presentado ante el tribunal de Atenas, el Aerópago. Al valorar la actuación del desgraciado descendiente de un linaje maldito el jurado divide sus votos, estableciéndose un empate entre los partidarios y contrarios del ajusticiamiento del héroe. Con suficiente simbolismo Esquilo hace que Palas Atenea, patrona de la ciudad, ejerza su voto de calidad como presidenta del tribunal para absolver a Orestes y romper, de este modo, la cadena de la venganza. Desde ese momento, las Erinias, las negras deidades portadoras de la venganza, se transforman en las Euménides, diosas benevolentes y protectoras de una comunidad fundamentada en la ley cívica. Únicamente atendiendo a este revolucionario final de la Orestíada ya deberíamos recordar a Esquilo como el poeta de la joven democracia ateniense, el primero que propuso sustituir las complicidades de la tribu y el clan por los principios jurídicos de una ciudadanía libre. De hecho se ha comparado, con acierto, la conclusión de la tragedia esquilea con el movimiento coral que culmina la Novena sinfonía de Beethoven. En ambos casos se trataría de hilos estéticos en la construcción de una conciencia democrática.

En los años ochenta del siglo anterior tuvo lugar una inigualable representación de laOrestíada ante las ruinas de Gibellina, una ciudad devastada por el terremoto que en 1968 había sacudido el noreste de Sicilia. En tres veranos sucesivos -1983, 1984 y 1985-, bajo la dirección de Filippo Crivelli, fueron escenificadas las tres piezas de la obra de Esquilo hasta completar la entera representación.

Además del gran valor artístico del acontecimiento, otros factores contribuían, obviamente, a resaltar la tensión moral del argumento. El hecho de que los versos resonaran en las piedras de la ciudad fantasmal multiplicaba el poder de la palabra. Pero no era menos impresionante advertir que todo aquel esfuerzo teatral, que intentaba llamar la atención de Europa sobre los efectos de la catástrofe, se desarrollaba en un territorio en el que el poderío de la mafia era incuestionable y en el que, por tanto, había quedado congelada la ilusión democrática soñada por Esquilo. Baste indicar que a poca distancia del lugar donde se representaba la Orestíada se hallaban, alrededor de Corleone, los parajes popularizados en aquellos mismo años por Coppola en su película El Padrino, también una trilogía que tiene algo deOrestíada contemporánea, aunque sin final conciliador.

He pensado algunas veces en el elevado significado evocador de aquellas representaciones sicilianas pues difícilmente podían estar presentes en un territorio más reducido los dos grandes modelos, enfrentados entre sí, de la organización social humana: la comunidad libre basada en el derecho objetivo de la ciudad y la mafia que ampara los intereses particulares de familias, tribus, clanes o, según un lenguaje posterior, aparatos. Al rememorar esta tensión, y aquellas representaciones teatrales ante las ruinas de la ciudad destruida, lo que me alarma es encontrar indicios en el mundo de que el espíritu de Corleone se impone al espíritu de Gibellina, y que la opción de la libertad ciudadana retrocede ante el ímpetu de la visión mafiosa.

Es verdad que, si bien lo pensamos, la democracia constituye una excepción (la excepción humanista ilustrada) en los modos de organización del ser humano, pero cuesta aceptar que la lección de Orestes se vaya desvaneciendo entre nosotros. Y, sin embargo, todo parece indicar que es así cuando aceptamos sumisamente el poder de los aparatos de los partidos financieros y productivos.

El capitalismo, que se ha desembarazado al fin de cualquier contención ética, aparece cada vez más reacio a cualquier ejercicio de calidad democrática y más seducido por la visión mafiosa del mundo. En esa dirección no me extraña que aumenten los portavoces del dinero que se manifiestan encantados con la "vía china de crecimiento" pues han llegado a la deducción de que para los buenos negocios -esos que no tienen que atender razones jurídicas o humanitarias- no existe mejor familia que un partido único que regule con pulso firme lo que haya que regular. El miedo, por no decir pánico, de los gobernantes occidentales ante las autoridades chinas, y el consiguiente silencio frente a los permanentes atropellos de los derechos humanos, tiene, por supuesto, el apoyo entusiasta de los grandes consorcios empresariales y financieros. Si algo molesta de China no es su desprecio de la libertad individual sino la amenaza de su presente, y sobre todo de su futuro, poderío económico. Y algo similar cabe decir de Rusia, un país que, si bien se desembarazó del totalitarismo político, parece ofrecerse al mundo como el mejor ejemplo de la sintonía entre un capitalismo desbocado, sin contención alguna, y la perspectiva mafiosa de organización social.

Tampoco es de extrañar la práctica derrota de Obama en su intento de poner coto a los depredadores de Wall Street, milagrosamente renacidos tras el susto de hace tres años. Pese a tantas películas de Hollywood no hay conciliación posible entre la concepción mafiosa y la democracia. Si la mafia, en cualquiera de sus acepciones, reina la libertad se debilita hasta anularse.

Y, en sentido contrario, la lección de Orestes, brindada por Esquilo, es que solo con el retroceso del egoísmo y la rapiña, solo con la erradicación de los intereses de familia, a los que siempre aluden los mafiosos de toda ralea, puede construirse una comunidad libre.

El País, 13/11/2010

Leer más
profile avatar
10 de diciembre de 2010
Blogs de autor

"El tren", km. 1777

He visto el obelisco cuando faltaban unos treinta metros para que nuestro compartimento se situara a su altura. "Ahí está!, le he dicho a Rusalka. Un instante después ha quedado encuadrado en la ventana; pequeño, liso, modestísimo. No sé por qué, esperaba un obelisco semejante a los obeliscos que coronan tantas fuentes barrocas romanas. Y ha sido al instante siguiente, con el obelisco alejándose, convertido de nuevo en una mancha blanca, cuando se ha cruzado ante mi la imagen turbadora y he sabido de inmediato que, si no era la muerte misma, era su preciso portavoz.

Lo he sabido dentro de mí, al sentir el azote frío, porque fuera, allá en la ventana, sólo venía una confusa silueta reflejada en el cristal sucio de la ventana, engullida enseguida por el deslumbramiento provocado por el sol del atardecer. El obelisco se había desvanecido y una pronunciada curva había colocado el sol, todavía cegador, en el centro de la ventana.

Nunca he creído en las premoniciones. Y sin embargo algo mortal había sucedido en aquel mismo momento. Estaba seguro. Pero no comenté nada.  

Visión desde el fondo del mar, pg. 913 

Leer más
profile avatar
15 de noviembre de 2010
Blogs de autor

Pagsanjang. Isla de Luzón, Filipinas

8 de julio de 2006. Pagsanjang. Isla de Luzón, Filipinas. Esta mañana he sido testigo de la prodigiosa habilidad de los remeros del Pagsanjang para remontar el curso del río a contracorriente y superar los saltos de agua. Como las lluvias monzónicas mantienen alejados a los turistas, he hecho la excursión en solitario. Uno de los remeros, Willy, me ha hecho sentar en el centro de la banca, una especie de piragua de madera que he contratado. Él se ha quedado de pie, detrás, mientras Edwin, su compañero, se colocaba delante. (...)

Willy me ha contado que una vez al año, antes de la Navidad, todos los remeros que no son demasiado viejos se trasladan a los grandes saltos del Pagsanjang, más allá de donde hemos estado nosotros. La marcha dura tres días, en el transcurso de los cuales no comen ni duermen sino que únicamente reman. Al superar la cascada final, la mayor de todas, comen arroz y plátanos y beben el mismo aguardiente de caña que nosotros estábamos bebiendo. Reparadas las fuerzas los remeros se echan  a dormir en la orilla. A menudo duermen también tres días, o más, y a este descanso prolongado lo llaman muerte. La muerte del remero, más exactamente: rower's death ha dicho Willy. Durante esta muerte del remero los sueños son muy importantes, porque informan de cómo ha sido realmente el año que se despide y de cómo repercutirá en el que está a punto de empezar.

Visión desde el fondo del mar, pgs. 39-40 

Leer más
profile avatar
3 de noviembre de 2010
Blogs de autor

Los tapices del unicornio

11 de mayo de 1968. En París. (...) Yo he ido a parar al Museo de Cluny y, aunque no albergaba intención alguna de visitar un museo, he agradecido que estuviera abierto. No tenía ni idea de lo que podía encontrar en su interior. Las salas estaban vacías, lo cual me proporcionaba la sensación de visitar un castillo o un monasterio recientemente abandonado por sus habitantes. He recorrido las estancias con rapidez, más atento a lo que podía estar sucediendo en el exterior que a los objetos que se presentaban a mi vista.

Sin embargo, el unicornio me ha detenido de golpe. Nunca me han gustado demasiado los tapices. Aquello era especial. Jamás había visto unos tapices tan delicados. El conjunto, con la historia del unicornio, me ha causado un efecto extraño. No he entendido el significado, quizá porque desconozco la leyenda en que se inspiran los tapices. Tampoco me ha importado, puesto que lo que verdaderamente era cautivador era el propio unicornio. El unicornio prisionero, el unicornio herido, el unicornio que descansa su cabeza en el regazo de la princesa. He estado mucho rato contemplándolo. Afuera todo iba a una velocidad incontenible, mientras dentro, ante el unicornio, el mundo estaba completamente detenido.

Visión desde el fondo del mar, pgs. 453-454

Leer más
profile avatar
24 de octubre de 2010
Blogs de autor

El acantilado del grito

Cuando, en 1889, Edvard Munch vio cumplido su sueño de residir en Francia, gracias a una beca, se mostró más entusiasmado por las lecciones del casino de Montecarlo que por los impresionistas parisinos. No es que no le interesase Monet, sino que le interesaban aún más los jugadores de la ruleta. Entusiasta de Dostoievski, también Munch consideraba que el casino era "un castillo encantado donde se citan los demonios", afirmación del escritor ruso en El jugador. Con respecto al de Baden-Baden. Al parecer el pintor nórdico se pasaba horas y horas entre las ruletas, pero no jugando -como sí hacía Dostoievski-, sino observando los rostros de los jugadores. Decía que no había mejor modelo para captar las emociones profundas del ser humano pues apenas dejaban traslucir sus sentimientos, pero lo que aflora a la superficie era de una intensidad única: el que perdía debía permanecer casi indiferente y el que ganaba, si quería mantener las formas, también. Las caras se convertían en máscaras ("poner cara de póquer", decimos nosotros) y en esas máscaras habitaba todo el mundo.

 

Quizá fue a través de esa peculiar escuela de Montecarlo como Munch llegó a pintar toda esa serie de personajes enmascarados que conforman lo que llamó El Friso de la Vida, un conjunto de obras realizadas en la última década del siglo XIX, y a las que el artista, en forma de variaciones, retornó el resto de su vida. En ese periodo Munch descubrió que no quería representar a hombres celosos, a mujeres angustiadas o a jóvenes desesperados porque lo que, en realidad, quería era plasmar en el lienzo los celos en sí mismos, la angustia, la desesperación en su pureza. Quería ser un alquimista que capturara la quintaesencia de las emociones. Por eso no es de extrañar que August Strindberg, enInferno, uno de los libros más delirantes, identificó a Munch como un rival que quería arrebatarle los secretos de la piedra filosofal.

En esa década prodigiosa de su pintura, Munch fue de reto en reto hasta llegar al desafío más rotundo: pintar el grito. Quedaba claro para él que, como en las demás cuestiones, no se trataba de pintar la expresión de alguien que gritaba, sino el grito mismo. Curiosamente, al proponerse este objetivo, se colocaba, seguramente sin saberlo, en el otro extremo de lo que había dicho años atrás Schopenhauer. Este había hecho una extravagante apuesta con un amigo según la cual nadie, nunca, sería capaz de pintar el grito.

Y, precisamente en la dirección opuesta, Munch se lanzó a su célebre composición El Grito, de la que, como en el caso de otras obras, hizo diversas variaciones. Antes de llegar a la máscara absoluta que domina esta pintura, Munch había ido depurando su idea de enmascarar las emociones para hacerlas más descarnadas. Las calles se llenan de personajes espectrales, como los que desfilan al atardecer por la avenida de Karl Johan de Oslo, y hombres y mujeres, impulsados por fuerzas incontrolables, se funden desesperadamente en abrazos sin rostro. De esta forma, El Grito va abriéndose paso en la imaginación del artista.

Hasta que llega la fecha en la que Munch cree -muy al estilo de Strindberg- advertir la señal definitiva. De acuerdo con su testimonio era un anochecer en el que se sentía muy cansado, de modo que se creía enfermo. Sin embargo, salió a pasear por un camino de las afueras, desde el que se podía contemplar, a sus pies, la ciudad y el fiordo. Se detuvo para mirar cómo el sol se ponía en el horizonte y las nubes, según su descripción, se teñían de sangre. El fiordo estaba extrañamente iluminado. Munch anotó con relación a su paseo: "Sentí como un grito a través de la naturaleza. Me pareció oír un grito. Pinté este cuadro, pinté las nubes como sangre verdadera. Los colores gritaban".

De creerle, la señal se había producido. No obstante, faltaba lo más importante, aquello que Schopenhauer consideraba imposible: pintar el grito. Para ejecutar ese imposible, Munch construyó un espacio abismal en el que chocaban las líneas ondulantes y las rectas. Por otro lado, el camino de la barandilla -tal vez el mismo por el que estuvo paseando- se introducía diagonalmente en el lienzo hasta constituir una amenaza para la retina del espectador. Por fin, las formas arremolinadas contribuían a crear la sensación de vacío. Y, como es notorio, en un primer plano, presidiendo toda la escena, la gran máscara del grito y la ambigüedad definitiva de la propuesta: ¿es ella la que grita con pavor, o bien es poseída por el sonido terrible de un grito del que trata de defenderse tapándose los oídos? Posiblemente, si Munch ganó la apuesta a Schopenhauer es porque transmitió esa duda, y el espectador oye el grito de la máscara, la cual, a su vez, oye un grito cuya procedencia siempre será un misterio.

No es de extrañar que Edvard Munch, con posterioridad, otorgara tanta importancia a sus horas juveniles ante las ruletas del casino de Montecarlo. Cuando baila la bola en el redondel se produce un silencio peculiar, una sedimentación de los alientos contenidos, tan difícil de pintar como el grito mismo.

El País, 10/10/2010 

 

Leer más
profile avatar
15 de octubre de 2010
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.