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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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La cuarta contrarreforma

En medio de una notable ignorancia social y de una absoluta indiferencia política España está arruinando, de nuevo, las posibilidades de construir una comunidad moderna y culta. Cada vez es más evidente que el desastre puede comprometer el futuro a lo largo de décadas, sino de todo el siglo XXI. Me refiero al progresivo deterioro de la cultura y al drástico abandono de programas de investigación científica que tienen su encarnación más evidente en el éxodo de decenas de miles de graduados universitarios. Lo que está en marcha es una auténtica contrarreforma, la última de las que han impedido el acceso a una sociedad con arraigo ilustrado.

Sin embargo, esta nueva contrarreforma, quizá por ingenuos, nos ha sorprendido a muchos de los que pensábamos, hace unos lustros, que, por fin, España avanzaba por la senda de una mentalidad moderna. Aunque aparenten ser muy lejanos no lo son tanto los años en que parecían encauzarse poderosas energías en esta dirección. Pese a las servidumbres políticas de la Transición, no hay duda de que la primera etapa democrática se vio impulsada por las tendencias hegemónicas en la cultura antifranquista, de manera que el modelo que se dibujaba para la nueva España se sustentaba en criterios modernos, laicos, ilustrados, federales y, pese a la aceptación obligada -o casi- de la Monarquía, republicanos. Durante una veintena de años, hasta mediados de los noventa, aquel modelo implicó las complicidades suficientemente fuertes y eficaces como para que, si gustan estas denominaciones, se pueda hablar de una Generación de la Democracia, con una acentuada excelencia en el terreno de la creación y el pensamiento -homologable a lo que en aquellos momentos se realizaba en Europa- y un reforzamiento sin precedentes de la investigación científica.

Muchos de los científicos que ahora dejan las universidades españolas emprendieron entonces el camino opuesto para fomentar aquí centros prometedores, que dieron frutos notables en los años inmediatos. Con el cambio de siglo y las nuevas condiciones políticas aquel juego de complicidades intelectuales, procedente de la cultura antifranquista, fue debilitándose progresivamente, hasta el punto de que el ideal ilustrado dejó de estar en el centro del tablero. Los años de la opulencia especulativa no llevaron, para nada, aparejados, años de opulencia cultural. Finalizados aquéllos, e instalados en la hipócritamente llamada austeridad, se pusieron en marcha los mecanismos del desmantelamiento científico y del desprecio por la cultura. Aquella nueva España democrática -laica, moderna, ilustrada- era arrojada al desván de las ilusiones perdidas mientras ocupaban el escenario una debilitada dignidad escéptica y un cada vez más vociferante coro contrarreformista. Es, y ojalá me equivoque, una contrarreforma en toda regla, sucesora y consecuencia, al menos en parte, de otras contrarreformas que jalonan la historia de España, y con las que somos poco dados a confrontarnos críticamente.

Un ejemplo que, en su momento, me llamó mucho la atención fue la pérdida de una oportunidad de oro en 1992. Era una época todavía muy vigorosa en el desarrollo cultural de la joven democracia y, además, marcada por grandes acontecimientos colectivos, como las Olimpíadas de Barcelona o la Exposición Universal de Sevilla. Se conmemoraba el 500º aniversario del descubrimiento de América. Se hicieron muchos discursos apologéticos pero -¡500 años después!- no hubo una autocrítica profunda de la Conquista y la Colonización americanas y, por tanto, no se dio una enseñanza más compleja de aquellos hechos decisivos. Pero hubo un caso peor. En 1992 hubiese debido conmemorarse también el quinto centenario de la expulsión de los judíos. Hubo pocas, muy pocas, palabras alrededor de este tema. Se pasó de puntillas sobre una circunstancia capital, demostrándose, con creces, la incapacidad para observarse en el espejo del pasado como aprendizaje y no como venganza. ¿Podía la sociedad española mirar cara a cara lo sucedido en la relativamente reciente Guerra Civil si era incapaz de hacerlo con respecto a sucesos acaecidos cinco centurias antes?

Y, no obstante, la expulsión de los judíos, una monstruosidad en sí misma, ha marcado el devenir de la cultura y la mentalidad españolas a lo largo de los siglos. Con esa expulsión se eliminó a una minoría -muy amplia, por cierto, en relación al conjunto de la población- que reunía unas condiciones singulares: sabía, por lo general, leer y escribir. Se cortaba de cuajo uno de los caudales por el que podía circular la cultura más avanzada de la época. De hecho pienso que España, con universidades como las de Salamanca y Alcalá de Henares, estaba en condiciones privilegiadas para recibir el enorme impacto que la cultura del Quattrocento italiano iba a causar en Europa durante el siglo XVI. El Humanismo se expandió, es cierto, pero la fecundidad del Renacimiento pronto se vio debilitada por la Contrarreforma que, si bien tuvo en la Inquisición su referente más vistoso y lúgubre, afectó todos los planos de la vida social, mutilando en buena medida el futuro de la cultura hispana.

El menosprecio de la libertad y de la cultura crítica fue el argumento que articuló la primera gran contrarreforma. Y algo similar ocurrió con la segunda, la que cerró la puerta al movimiento ilustrado. Hoy día deberían ser materia de lectura obligatoria los escritos de Jovellanos. El lector encontraría suficientes paralelismos entre aquellos anhelos frustrados y los actuales, no, claro está, en lo que los economistas llaman "signos exteriores de riqueza", mucho más evidentes ahora, sino en la pobreza mental, donde la similitud es mucho mayor. Y, tras Jovellanos, también Goya debería habitar entre nosotros para que, como entonces, su ojo captara, aunque fuese a través de las pantallas, la miseria espiritual de nuestro tiempo, y su pincel pudiese reflejar, en colores nuestros, hasta qué punto la algarabía mental y el populismo demagógico se imponen grotescamente. Si la primera contrarreforma cercenó el humanismo renacentista, la segunda contrarreforma cerró las puertas a la Ilustración que vertebraba la civilización europea.

La Guerra Civil fue el inicio brutal de la tercera contrarreforma. Conocemos las consecuencias pero, como siempre que se trata de mirar autocríticamente el pasado, tenemos notables dosis de confusión respecto a las causas. También antes de que estallara esta tercera contrarreforma hubo grandes esperanzas e ilusiones perdidas. El enorme mérito de los que intentaron en el primer tercio del siglo XX -y desde finales del anterior- la modernización mental de España reside en la orfandad de la que procedían. A diferencia de la mayoría de los europeos, los escritores, artistas y pensadores que se lanzaron en aquella dirección carecían del respaldo histórico del Renacimiento y de la Ilustración. No es el caso de España. Pero esto ofrece aún más valor al movimiento intelectual que, con todas sus contradicciones, se presentó como garantía de un futuro libre. Se ha dicho que, sin la Guerra Civil, y pese a su inclinación por la violencia política, España habría culminado su proceso, como lo demostraría el enorme bagaje diseminado, tras la contienda, en los exilios exterior e interior. No lo sabemos. Únicamente sabemos que la dictadura edificó sólidamente su propia contrarreforma.

La cultura que emergió en 1975 también es huérfana. No solo de Renacimiento y de Ilustración sino, en buena medida, de lo que en general puede calificarse de Modernidad. Pero, como contrapartida, el empuje pareció arrollador, como si una entera sociedad quisiese, en pocos años, recuperar las décadas, y tal vez las centurias, perdidas. El proceso tuvo sus efectos, en especial después de la integración en la Europa política. Ahora percibimos, sin embargo, que bajo la apariencia más o menos brillante, quedaban, como pesados anclajes, demasiadas cuentas pendientes. Y cuando el suelo se quebró -por fragilidad o por agotamiento o por corrupción- reemergieron, con máscaras nuevas, las criaturas del subsuelo: el desprecio por la libertad y la crítica, el fanatismo, los populismos de todo tipo. Y la más dañina: la ignorancia autosatisfecha que contempla apáticamente la destrucción de la cultura y la dispersión del talento.

Ésta es la cuarta contrarreforma. Si hemos aprendido algo de las anteriores deberíamos detenerla a tiempo.

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3 de noviembre de 2014
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La vida como saqueo

Únicamente conozco a un broker que actúe en Wall Street. Se trata de un antiguo compañero de colegio que ya en la infancia apuntaba maneras. Era abierto, decidido y, a la que te descuidabas, te devolvía un lápiz tras haberle prestado una pluma estilográfica. El otro día me lo encontré por la calle y estuvimos charlando un rato. Estaba contento porque los negocios le iban bien. Le pregunté si se reproducían las condiciones -propicias para él, por cierto- que dieron lugar al colapso financiero de hace algunos años. Me contestó que no sólo se reproducían sino que dentro de no mucho el colapso sería mayor. Los especuladores, empezando por él mismo, campaban a su aire, sin freno, y sus ganancias eran fabulosas. A su alrededor las burbujas fomentadas por la especulación crecían sin cesar, aunque, como es lógico, nadie pensaba acabar atrapado por ellas.

Mi antiguo compañero de colegio era feliz: todo volvía a producirse, corregido y aumentado, ante un mundo ciego y sordo, o, lo que era todavía más eficaz, cómplice. En definitiva, de creer sus palabras, la codicia seguía creando fuertes lazos de complicidad entre el engañador y el engañado, parecidos a los de los colegiales que intercambiaban lápices y plumas estilográficas. Claro que él no hablaba de codicia sino de interés y de provecho.

Y creo que no le falta razón. No tengo conocimientos suficientes para saber, o profetizar, si se avecina un nuevo colapso, pero sí tengo la sospecha de que no se ha generado un aprendizaje profundo en relación con lo sucedido estos últimos años. No se ha eliminado el huevo de la serpiente, ya que dicha eliminación concernía, además de a la economía y a la política, al espíritu, o, si se teme esa palabra, a la mentalidad. No ha habido catarsis, no se ha hecho limpieza, y las nuevas turbulencias pueden presentarse sin que se hayan construido diques de contención que las detengan.

No ha habido catarsis y las nuevas turbulencias económicas pueden presentarse sin que se hayan construido diques de contención que las detengan

A este respecto es muy interesante -incluso literariamente- escuchar el relato sobre el fin de la crisis que muchos políticos y financieros están contando. Es en cierto modo simétrico al del inicio de la crisis, e inevitablemente recuerda las narraciones tejidas en torno al absurdo. La crisis estalló inexplicablemente, y bastaría recurrir a las hemerotecas para comprobar la maravillada candidez de los dirigentes políticos y económicos: nadie podía prever nada porque -como los grandes fenómenos diabólicos y divinos, o como el absurdo- todo era imprevisible. Inopinadamente la peste se apoderó de la ciudad. Ahora se declara que la peste ya ha sido vencida, si bien es cierto que dejando tras de sí un reguero de cadáveres. Es magnífico ver a los banqueros proclamar el triunfo sobre la peste, ajenos ellos por completo a la instalación de la epidemia. También es aleccionador comprobar el triunfalismo de Rajoy o Montoro, aunque en sus caras se insinúe todavía un rictus de espanto, como si no estuviesen muy seguros de los augurios, o simplemente tuvieran dificultades a la hora de jugar su nuevo papel en la representación teatral.

Sin embargo, con mayor o menor eficacia, la representación funciona. Los espectadores -es decir, los ciudadanos- empiezan a aceptar que la peste se está desvaneciendo, y tienen tantas ganas de que esto suceda que están olvidando ya las causas del contagio que afectó a la comunidad. Si hacemos caso de la lógica expuesta por mi antiguo compañero de colegio, el entero ciclo va a repetirse de nuevo porque otra vez van a funcionar férreamente los lazos de la codicia: los especuladores, como corresponde a su papel en la función, buscarán la complicidad de los ciudadanos para la obtención de unos beneficios que, aunque a la larga sean catastróficos, a corto plazo brillan con luz propia.

La repetición del ciclo, de producirse, implicaría una ausencia total de aprendizaje con respecto a lo que hemos denominado crisis. Si tuviésemos la voluntad de aprender deberíamos ir, creo, más allá de las explicaciones económicas y políticas para preguntarnos sobre una determinada interpretación de la existencia. Dicho directamente: mientras la vida sea entendida como un objeto de rapiña, de saqueo, cualquier otra consideración se antoja secundaria. Y esta parece ser la ideología dominante en estos primeros lustros del siglo XXI en los que el utilitarismo y el pragmatismo se ven acompañados por una exaltación permanente de la posesión inmediata de las cosas (y de las personas). La existencia está ahí para ser tomada, para ser consumida, y no para llegar a un compromiso con ella. Más importante que el contrato social del que hablaron los ilustrados es el contrato existencial, del que carecemos y que supondría entender la vida como un sutil juego de equilibrios entre deseo y respeto, entre posesión y contención.

Cuando en la tragedia griega los poetas luchaban contra la desmesura y el desequilibrio, poniéndolos precisamente en escena, era porque partían de la honda convicción de que el hombre no puede ser libre si está atenazado por la hybris. Como supo ver muy bien Esquilo, no puede haber libertad si las fuerzas dominantes son la desmesura y el desequilibrio. Por importante que sea la urna para la democracia todavía más importante es la capacidad de mediación y de regulación: entre los individuos, entre los poderes, entre el hombre y su entorno. No obstante, el capitalismo que, globalizado, se asienta en el mundo tras la caída del muro de Berlín, hace ahora 25 años, es una auténtica civilización de la hybris y, en consecuencia, si aún son válidas las enseñanzas de Esquilo -y pienso que lo son-, un sistemático antídoto contra la democracia. La perpetua invitación a la codicia y al fast food vital significan un continuo sabotaje al ejercicio de la libertad.

Por eso es alarmante -no para él, claro- el pronóstico de mi compañero de infancia, el actual broker de Wall Street, cuando supone que las circunstancias van a repetirse porque los hombres están predispuestos a que se repitan. Indicaría que estamos atrapados en esa civilización de la hybris que no contempla otro camino que el del saqueo vital y la posesión inmediata de las cosas. Prisioneros de ese sortilegio, lo normal es que marcháramos de crisis en crisis, de nuevo riquismo en nuevo riquismo, con asombrosas irrupciones de la peste en la ciudad y no menos asombrosas desapariciones de esa misma peste. Eso sí, con visionarios, con augures, con magos, vestidos de ministros o de banqueros, abriendo o cerrando las puertas del porvenir. Y sin posibilidad de aprender.

Lo contrario sería aprender. Pero eso entrañaría un nuevo concepto de educación que desborda, con mucho, el marco de las escuelas y las universidades para afectar, directamente, a la mente del hombre. Al comprobar los estragos violentos de la Revolución Francesa, un revolucionario como Friedrich Schiller escribió un breve y valiosísimo libro, Cartas sobre la educación estética de la humanidad. En él se afirmaba que ningún cambio era posible, por espectacular que fuera en su efecto exterior, si no conlleva una modificación de la sensibilidad. Fue, en cierto modo, una profecía con respecto a las revoluciones que estaban por venir, especialmente las que tuvieron lugar en el siglo XX.

Aprender sería aprender a desarticular la civilización de la hybris. Educar al hombre en un nuevo contrato existencial, con sus derechos y sus deberes, en que la vida, lejos de ser un objeto de saqueo, fuese un sujeto de armonía. Claro que eso implicaría hacer una verdadera revolución espiritual, algo más delicado que cualquier revolución de otro tipo. La próxima vez que me encuentre con mi antiguo compañero de colegio voy a preguntarle qué opina al respecto. Quizá ría porque no lo entienda; quizá se asuste porque lo entienda demasiado.

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20 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una tragedia humana y cultural

Conocí a Jaume Vallcorba a finales de los años 70 y desde entonces habíamos tenido una relación continuada fundamentada en la amistad y el amor a los libros. Creo que nunca he conocido a nadie que tuviese tanto amor a los libros. De hecho, en estos últimos meses, cuando la enfermedad ya le estaba azotando con toda su furia, Jaume me insistió varias veces en que su relación con los libros había sido uno de los grandes acicates de su existencia.

Jaume representaba como nadie la figura del editor humanista. A una vasta erudición y un gusto exquisito sumaba un enorme conocimiento de la cultura occidental. Jaume Vallcorba era un hombre de letras que durante muchos años ejerció como profesor universitario y entre sus alumnos ha dejado huella de su vasto saber. Aunque su área específica eran las literaturas románicas, donde había seguido la maestría de Martí de Riquer, sus conocimientos se extendían a todas las etapas de la cultura europea. De este modo, cuando decidió dedicarse más ampliamente a la tarea de editor, pudo conciliar su vocación universitaria y su pasión por la edición. Cualquiera que repase los catálogos, primero de Quaderns Crema y luego de Acantilado, puede corroborar lo que acabo de decir. Mientras Quaderns Crema es un referente histórico en la edición en lengua catalana; Acantilado, en relativamente pocos años, se ha convertido en la editorial intelectualmente de referencia en toda España y en Latinoamérica.

Vallcorba, además de ser un editor muy sólido, era también audaz y se lanzaba a grandes proyectos que otros editores jamás hubieran intentado. De ahí, sus ediciones de Montaigne, Chateaubriand, y tantos otros autores clásicos que se han convertido en un tesoro textual para la cultura contemporánea gracias las cuidadosísimas publicaciones. La pérdida de Jaume Vallcorba abre un enorme vacío en la historia de la edición. Personalmente, para mí abre un enorme vacío desde el punto de vista afectivo, intelectual después de casi 40 años de amistad.

Recordaremos su amor a la literatura y a la vida. Es una tragedia humana y una tragedia cultural.



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6 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Patrimonio del espíritu, botín de guerra

Abuna di Bishemaya: así suena el inicio del Padre Nuestro en arameo, el supuesto idioma de Jesús. Puede escucharse, cantado por voces bellísimas, en Malula, una pequeña población de 5.000 habitantes, situada a unos 50 kilómetros al norte de Damasco. Malula, al borde de un estrecho desfiladero en un paisaje que insinúa el desierto sirio, es uno de los pocos lugares del mundo en los que se conserva, como lengua viva, el arameo. Sus habitantes, la mayoría cristianos pero también musulmanes, se muestran orgullosos de esta circunstancia y del prestigio de su pueblo en la historia religiosa: allí se conserva el sepulcro de la santa Tecla, mártir de los primeros tiempos, y se dice que el mismísimo san Pablo pasó por allí, no sé si camino de Damasco. El guía que me lo contó, y me enseñó la magnífica iglesia ortodoxa de San Jorge, no lo sabía con exactitud, pero no por eso estaba menos orgulloso de la historia. Era musulmán y se mostraba muy satisfecho por el hecho de que la Navidad y el Viernes Santo, las fechas más señaladas del cristianismo, fueran fiestas nacionales en su país. Lo veía como una muestra de la tolerancia religiosa del pueblo sirio.

En otro viaje por Siria, y por boca de otro guía, se me quiso comunicar la misma sensación, aunque con los protagonistas invertidos. El guía era cristiano y la visita, al mausoleo de un santo musulmán: el gran místico, nacido en Murcia el año 1165, Ibn Arabi. Recuerdo perfectamente la gélida mañana invernal con la nieve cubriendo las callejuelas empinadas que llevaban al mausoleo. El guía me describió el periplo vital y la experiencia espiritual de Ibn Arabi, resaltando en cada momento la confluencia entre componentes religiosos de diversa procedencia. No era un guía oficial, de esos que a menudo llevan el discurso bien aprendido, sino un hombre apasionado, intelectualmente libre, que admiraba la obra creada por Ibn Arabi y era capaz de integrarla a la perfección en la historia de la cultura. También, como el guía de Malula, estaba contento por el grado de tolerancia de sus compatriotas.

Estos días, en los que Siria ocupa el centro de la crónica negra mundial, lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en mis viajes por ese país es la cantidad de hombres apasionados por la cultura recibida. Ahora, al volver la vista atrás, tengo la impresión de que siempre había a mi lado un interlocutor idóneo para explicarme lo que yo no sabía, pero deseaba saber. Un taxista de Alepo, por ejemplo, parecía exquisitamente preparado para hacer el relato sobre la misteriosa evacuación de las ciudades bizantinas al norte de Siria. Cuando le pregunté a un gran traductor del español, ismailita de religión, sobre los hashashin, la secta seguidora del Viejo de la Montaña, también ismailita, que tanto gustaba a Rimbaud -por ser consumidora de hachís y haber dado origen a la palabra asesino-, en lugar de incomodarse, por citarle a unos correligionarios violentos, me lo contó todo acerca de la fortaleza de Alamud y otras fortalezas inexpugnables para los cruzados. Incluso, en el máximo refinamiento de las creencias, me topé con un seguidor del zoroastrismo, religión que yo creía extinguida y que, según mi interlocutor, tenía todavía un puñado de adeptos. Eran unos pocos miles, los suficientes, sin embargo, para dar testimonio de un movimiento espiritual cuyas raíces se remontaban a 25 siglos atrás.

No he visto que nada de todo eso se considere medianamente importante al considerar la situación en Siria, un país que es un volcán político y militar, pero también una filigrana espiritual cuya alteración puede tener terribles consecuencias. En todo este periodo de sangrienta guerra civil la información sobre aquel país ha sido, por lo general, desoladoramente superficial y maniquea. Nadie, por lo visto, se atreve a introducir el punto de vista de la complejidad que, no obstante, sería el único que nos podría ofrecer una real aproximación a la realidad siria. Aunque no haya dudas sobre el carácter dictatorial, y cruel, del régimen de El Asad, sí deberían tenerse dudas profundas sobre el carácter democrático de los denominados rebeldes, un conglomerado que, según se va descubriendo, reúne fuerzas con las ideas completamente contrarias entre sí. Junto a demócratas convencidos los medios de comunicación llaman rebeldes a los que, de tener el poder, no tardarían en fusilar a los demócratas convencidos. Y lo peor es que, al fondo, se tambalea aquel paisaje de tolerancia espiritual que era, y es, el orgullo de tantos sirios. El Asad debería caer, o ser derribado, sí, pero, de imponerse el fundamentalismo de algunas de las facciones en lucha, ¿podemos pensar qué pasará con los cristianos de Malula, con los ismailitas, con los zoroástricos, con los drusos, o, sencillamente con los chíes y suníes? El problema de las intervenciones armadas desde el exterior es que, como se comprobó en Afganistán e Irak, lo complejo es observado como simple, al menos ante la opinión pública, ya de por sí educada, por los medios de comunicación, en la simplicidad. El cirujano se presenta como salvador y, junto al tumor, arrasa todo el organismo.Quizá la quintaesencia de esos interlocutores exquisitos fue un profesor de historia de la Universidad de Damasco, con el que coincidí en un coloquio celebrado en el Museo Nacional y que me acompañó en una visita a sus riquísimas colecciones. A través de sus explicaciones me sumergí en 5.000 años de civilización, hasta el anclaje mesopotámico. No era difícil llegar a la conclusión de que allí, en las piedras milenarias, se encontraba dibujado el origen y el destino de la entera humanidad, a través de sus múltiples creaciones y destrucciones, de su afán de violencia y de belleza. He pensado en él a menudo, en esos días aciagos, porque, si los acontecimientos se precipitan definitivamente, nada va a impedir que el Museo Nacional de Damasco corra, en el inmediato futuro, la misma suerte que su homólogo en Bagdad, devastado y expoliado durante la invasión americana, y cuyas piezas robadas pueden encontrarse fácilmente, al parecer, en los circuitos de los traficantes de antigüedades.

Paradójicamente, en la era de la información absoluta, la opacidad también es absoluta. Debo confesar que, en los últimos dos años, he seguido con mucha atención las noticias procedentes de Siria sin lograr formarme una idea medianamente coherente de lo que ocurre. De manera creciente he tenido la penosa impresión de que, como sucede en todos los asuntos, la información libre está muy mermada, supeditada casi a una propaganda que impide entrar en matices. Cuando, precisamente, es el matiz el que nos introduce en la diversidad de mundos que se oculta tras una noticia. Nunca ha habido tanta libertad para informar y nunca ha habido tan poca transparencia, pese a los esfuerzos de muchos que escriben en canales alternativos.Cada guerra se justifica con nuevos vocablos. En la terminología de los partidarios de la intervención en Siria el vocablo de moda es responsable: una intervención "justa, legal y responsable". Es una cuestión de palabras. Para saber si es justa deberíamos calibrar cuál es el tribunal que dictamina la justicia, y la legalidad internacional, de momento, reside en Naciones Unidas, una institución obsoleta, es cierto, pero la única que obstaculiza algo la imposición de la ley del más fuerte. La intervención "humanitaria", aireada en guerras anteriores, ha sido sustituida por intervención "responsable". Sin embargo, también aquí se hace difícil saber cuál es el demiurgo que otorga la responsabilidad para que un país intervenga en otro. Acabar con la dictadura de El Asad parece muy atractivo, pero ¿y lo otro?

Me disgusta no poder tener una idea nítida de lo que actualmente acontece en Siria. De modo que sigo confiando en las sensaciones que me transmitieron, durante los viajes, mis interlocutores sirios, hombres apasionados con la cultura y orgullosos con la tolerancia. Esperemos, por ellos y por nosotros, que, en medio del torbellino destructor, que ya se ha cobrado 100.000 vidas, el patrimonio del espíritu no se convierta en mero botín de guerra.

 

El País, 01/09/2013 



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1 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ojo de Dios, oído del Diablo

El verano pasado fui a comprar un coche. Les ahorro los detalles automovilísticos para explicarles por qué no lo compré. A mí me preocupaba la altura del volante. El vendedor, un hombre muy atento continuamente pegado a la pantalla del ordenador, me explicó que en el modelo de coche del que estábamos hablando la altura del volante era adaptable. De repente pareció encontrar lo que buscaba en la pantalla y dijo: "Como usted mide metro ochenta y siete...". Me quedé perplejo. Comenté: "¿Cómo sabe mi estatura?". El hombre, al inicio, no reaccionó. Luego, por fin, sacó los ojos de la pantalla y me miró desconcertado. Se hizo el silencio. Le repetí mi pregunta. El vendedor pasó del desconcierto a la desesperación, como si no estuviese acostumbrado a este tipo de preguntas por parte de los clientes. Contestó con ansiedad, señalando a su ordenador: "Lo dice aquí".

El resto de nuestra conversación duró 10 minutos, en los que no solo se frustró la venta de un coche sino que se aclararon algunos enigmas. Le pedí al vendedor que me dejara ver "lo que decía allí". Alegó débilmente el carácter confidencial de aquellas informaciones, aunque se derrumbó pronto al advertir que se trataba precisamente de mi confidencialidad, y no de la de ningún otro cliente. Balbuceó que estaba avergonzado, pero que no se trataba de un asunto de su establecimiento sino de algo que procedía de la empresa multinacional de la que él era un mero empleado.

Siempre había información relacionada con hipotéticos clientes y, como todos los ciudadanos eran hipotéticos clientes, en el ordenador había información sobre todos. Me senté a su lado y leí en la pantalla las cosas que me concernían. Eran muchas, tantas que incluían una operación en la espalda a la que me había sometido años atrás. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar a los ojos a mi interlocutor. El hombre estaba con la frente sudada pese a que el aire acondicionado de su despacho era potente. Finalmente, harto de leer informaciones que, naturalmente, ya sabía, junto con otras que apenas recordaba, me levanté de la silla y me despedí. El vendedor se disculpó con bastante torpeza, pero creo que con sinceridad.

Desde el despacho en el que había estado recluido para la frustrada compra de un coche hasta la puerta de salida de la concesionaria advertí varias cámaras de vigilancia que, con toda probabilidad, habían grabado mis movimientos. Era lo mismo que ocurría en cualquier local. Me había acostumbrado, como mis conciudadanos, a que las lentes aéreas siguieran mis pasos. En esta ocasión reparaba en su presencia porque mi ánimo había sido golpeado por lo sucedido en el despacho del vendedor. Esos ojos de cristal me agredían singularmente. ¿Pero mañana me acordaría de la violencia que ejercen sobre nuestra intimidad esos centinelas omnipresentes? Seguramente mi reacción sería tan sumisa como la de los otros ciudadanos.

Hubo un tiempo en que eso producía escándalo. A la salida de la concesionaria de automóviles hacía mucho calor. De pronto me vi buscando cámaras de vigilancia y me fue fácil localizar varias en plena calle. Vino a mi memoria un acontecimiento que conmovió al mundo en mis años de estudiante: el asesinato de Olof Palme. Al primer ministro sueco, si no recordaba mal, lo mataron en una calle peatonal de Estocolmo, a la salida de un cine al que había acudido, como siempre, sin escolta. A consecuencia del magnicidio, alguien, en el Parlamento de Suecia, planteó la posibilidad de instalar unas cámaras en la calle peatonal. La inmensa mayoría se opuso. Se alegó que la primera regla de una sociedad libre era preservar la intimidad de los ciudadanos. Eran otros tiempos, me dije mientras rememoraba la figura, por tantos conceptos ejemplar, de Olof Palme. Aún no disponíamos de Internet y de teléfonos móviles. Faltaba bastante para que el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001, impulsara una drástica cesión de libertad a cambio de una proclamada seguridad.

Estos días me he acordado de la truncada compra de un coche el verano pasado a partir del caso Snowden. Nuestra imaginación con respecto a las posibilidades del mal es siempre muy pobre cuando la comparamos con la intensidad que el mal, en la realidad, puede alcanzar. Antes de estar en el despacho del vendedor de coches nunca habría imaginado que alguien tuviese tanta información sobre mí para conseguir algo tan banal como venderme un coche. Después de conocer el sistema de espionaje universal desvelado por Snowden, todas las tramas de control concebidas hasta ahora parecen infantiles. Ya no se espía a individuos, entidades o instituciones; se espía, y de manera global, la intimidad misma de las personas. El ojo de Dios lo ve todo; el oído del Diablo lo escucha todo. Y lo peor es que los seres humanos ya no ofrecen resistencia, sea porque se sienten impotentes, sea porque han olvidado que es propio de un ser humano que aspira a la libertad ofrecer este tipo de resistencia.

Ni Aldous Huxley ni Georges Orwell, en sus negras profecías, llegaron a una percepción de este estilo. No pudieron prever, al menos en toda su extensión, la forma ni tampoco las consecuencias sobre la naturaleza humana. Es curioso que ni ellos, ni prácticamente ningún otro escritor, fuesen capaces de intuir los instrumentos técnicos decisivos del futuro. La imaginación, aunque sea potente, es siempre pobre. El ojo avasallador del Gran Hermano estaba concebido según un modelo clásico: un Dios todopoderoso controlaría hasta el anonadamiento a los hombres, si bien, desde el siglo XX de Stalin y Hitler, ya se presuponía que en el siglo XXI ese dios no vigilaría desde el Sinaí o el Olimpo sino desde estilizados rascacielos de poder.

Pero las profecías fallaron, o no advirtieron la hondura de lo profetizado, precisamente por aplicar un modelo clásico. Ni Huxley ni Orwell podían intuir que sería el propio hombre el que pondría en pie gigantescos engranajes de control, no bajo la amenaza de los dioses o por la aplicación de ideologías totalitarias, sino por el uso aniquilador de la propia intimidad de invenciones maravillosas como Internet o la telefonía móvil. Es verdad que la sed de control por parte de los poderes es insaciable, pero lo más inquietante es la complicidad con que los ciudadanos se prestan gustosa e insensatamente a saciar aquella sed.

Las revelaciones de Snowden son demoledoras fundamentalmente porque ponen de relieve esta complicidad. Por mucha que sea la histeria acusadora contra este agente secreto que se ha convertido en delator, lo que, en el fondo, se le reprocha a Snowden es que, consciente o inconscientemente, haya puesto al siglo XXI ante el espejo de sus propias aberraciones: abolición de la intimidad, apatía, sumisión. Aunque quizá no con el celo que han demostrado Obama y Cameron, ni con la magnitud de las cifras, ya estábamos advertidos del amor al espionaje masivo de la humanidad por parte de quienes se han convertido en nuestros centinelas frente a la amenaza terrorista; lo que ignorábamos es nuestra colaboración activa en el arrasamiento de la libertad individual gracias a las conversaciones, mensajes, cartas e imágenes que cedemos a empresas sin escrúpulos para que, transformados en pura mercancía, seamos impunemente encerrados en cárceles de sospecha.

La magnitud de las cifras no ofrece dudas: toda la humanidad es sospechosa. Incluso puede extraerse una conclusión más radical: toda la humanidad es casi culpable. Por eso debe ser acechada, controlada, vigilada. No es una idea reconfortante del ser humano. Pero aún lo es menos que los propios hombres, por estulticia o por servilismo, se presten alegremente como víctimas del sacrificio.

 

El País, 21/07/2013 



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2 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La dignidad de la belleza

Antes de llegar al concierto por la radio del taxi escuché las últimas noticias que, en lo substancial, con algunas añadiduras y cambios nominales, eran tan idénticas a las antiguas como dos gotas de agua: un día más el lodazal desbordado cubría la vida pública con una mezcla, ya tediosa, de veneno, corrupción y resentimiento. De hecho esta circunstancia se ha convertido en algo tan cotidiano que una capa viscosa parece estar aprisionándonos de manera inexorable, de modo que por todas partes domina una atmósfera de pesadez vital. En el mejor de los casos tenemos la impresión de que, colectivamente, costará liberarnos de este aprisionamiento; en el peor, cuando se cruzan los augurios más negros, la prisión viscosa se nos aparece como irreparable.

Pero en el concierto todo cambió, o yo cambié de tal manera que las informaciones vomitadas por la radio del taxi se convirtieron en irreales, mientras lo único real era la escena que tenía ante mis ojos y la música que penetraba en mis oídos. El concierto que acababa de iniciarse no era solemne ni corría a cargo de una célebre orquesta, aunque en muchos sentidos, era más importante que un concierto suntuoso interpretado por una orquesta de postín: el acto al que asistía era la clausura del 175 aniversario del Conservatorio del Liceo y estaba anunciada la intervención de alumnos de este centro. La primera parte del programa consistía en canciones de Giuseppe Verdi y Richard Wagner, en tanto que la segunda estaba dedicada al Idilio de Sigfrido, del segundo de estos compositores.

Cada canción fue ofrecida por un cantante y un pianista distintos, hasta sumar un buen número de participantes. El nivel medio era verdaderamente sobresaliente y, por el mismo aspecto físico de los intérpretes, era fácil comprender que en aquel conjunto de jóvenes talentos reunidos por el Conservatorio estaban presentes estudiantes de diversas nacionalidades, unidos por el afán de vigor y de belleza. A mí me resultaba curioso que, en mi ánimo, a medida en que se sucedían las interpretaciones, se iba desvaneciendo aquella sensación de viscosidad moral, cuyo último reflejo habían sido las informaciones escuchadas en el taxi, por las calles de Barcelona, camino del Auditori. Cada uno de aquellos jóvenes, con sus voces espléndidas, actuaban como un antídoto frente al envenenamiento de la vida colectiva en el que todos, aun involuntariamente, estábamos implicados. No sé si aquellas interpretaciones eran mejorables, dada la juventud de los actuantes, pero de lo que no tengo ninguna duda era que poseían una capacidad suprema para romper el sortilegio de modo que, mientras se realzaba la dignidad de lo bello, se desnudaba la abyección de lo mezquino y lo corrupto.

 

Probablemente sin saberlo, y sin preguntárselo, lo que aquellos jóvenes ponían de relieve era que hay, en efecto, un sendero para romper el círculo vicioso en el que creemos encontrarnos: y ese sendero no es otro que la obra bien hecha por parte de quien se siente verdaderamente responsable de lo que hace. No importa, desde luego, tanto el tramo del camino en que nos encontramos cuanto la voluntad y el esfuerzo por llegar a la meta.

Para que una cantante interprete admirablemente las wagnerianasMignonne y Adieux de Marie Stuart, o bien Perduta ho la pace y Il misterio de Verdi, se necesita una concatenación de energías que acaban siendo una exaltación de la vida. En el fundamento, por supuesto, se halla el propio esfuerzo creativo de los compositores. Desde esta perspectiva la elección del programa no podía ser más adecuada, no sólo porque coincida este año el bicentenario del nacimiento de ambos compositores sino porque, rivales en todo, Verdi y Wagner también rivalizaron en el descomunal impulso creativo que sostuvo sus obras. Uno y otro sirven como perfectos ejemplos para desmentir el igualitarismo en la mediocridad que otorga igual valor a lo que es fruto del tesón y el riesgo y a lo que es la mera consecuencia de la comodidad y la apatía.

Sobre los cimientos de las composiciones se alzan luego, a menudo como edificios invisibles, prolongadas jornadas de aprendizaje y ensayo, en las que los dedos que golpean las teclas o las delicadas cuerdas vocales son sometidos a un severo proceso de ajuste y perfeccionamiento. Únicamente al final de este proceso, en ocasiones durísimo, aflorará la obra bien hecha. Para que lleguen a nosotros esas maravillosas voces, angélicas o demoníacas, cómicas o trágicas, que transcriben melódicamente la existencia humana, ha sido necesario acumular horas de trabajo y sacrificio, aunque asimismo de alegría y satisfacción, que culminan en el goce supremo de la obra bien hecha. Lo que apreciamos no es sino la resplandeciente punta del iceberg que se apoya sobre la montaña sumergida de los esfuerzos realizados.

Este es el camino de la creación, en la música y en cualquier otro campo en el que el hombre asuma dignamente su responsabilidad. Y me pareció que, en alguna medida, las jóvenes voces que se escuchaban en el Auditori eran la reivindicación de ese camino. El camino opuesto, sobre el que había oído hablar una vez más en la radio del taxi, al trasladarme al concierto, ya lo conocemos: es el camino de la depredación. No sólo lo conocemos sino, como si hubiésemos aceptado un sórdido encantamiento, parecemos, en cuanto comunidad, no ser capaces de seguir ningún otro. Cuando hablamos de la rapiña y de la corrupción moral del presente deberíamos estar en condiciones de hurgar en las raíces de nuestro actual desconcierto. ¿Cómo podríamos esperar hoy una sociedad moralmente aceptable cuando ayer nos decantábamos completamente por el botín fácil e inmediato? Nos inclinamos, como una ley general, por la depredación frente a la creación. Ésta, tal como demostraban los jóvenes cantantes del conservatorio, requiere la lentitud, el aprendizaje, la lucha y un sentimiento de respeto que desemboca en la belleza de la obra realizada; aquélla, por el contrario, ofrece el consumo instantáneo, la rentabilidad inmediata, la indiferencia ante la sordidez e, inevitablemente, como si el depredador acabara devorándose a sí mismo, la apatía moral.

Lo que ahora se dibuja en el horizonte, y en cierto modo se abate sobre nosotros, es un difuso sentimiento de vergüenza por no haber ofrecido casi resistencia a la depredación, acompañado por un sentimiento no menos vergonzoso de impotencia. El taxista que me conducía al Auditori iba comentando lacónicamente las noticias que transmitía la radio de su vehículo. Era un hombre de mediana edad, afable, que, en lugar de lamentarse, se limitaba a constatar su desánimo: "son los responsables de todo lo que pasa"; "nosotros somos los culpables"; "no sabemos cómo salir de esta"; "no saldremos de esta". Una espiral progresivamente fatalista. Sin embargo, era realmente amable y me despidió con el deseo de que disfrutara de la música.

Y así lo hice. En la segunda parte de la velada la Orquesta de Cámara del Conservatorio, compuesta por músicos tan jóvenes como los cantantes que habían intervenido en la primera parte, interpretó el Idilio de Sigfrido. Es, creo, una obra que consigue su extraordinaria sugestión a través de una enorme complejidad compositiva. Frente a ella la joven orquesta tuvo la capacidad de resolver notablemente el desafío. No era difícil intuir el trabajo oculto, las numerosas horas de ensayo que permitían apreciar aquella vigorosa filigrana sonora. Si las voces individuales de la primera parte reclamaban la atención sobre la labor personal, la interpretación de la orquesta ofrecía una buena metáfora sobre el valor de la energía compartida. La música de Wagner, con sus refinados despliegues, llenaba el aire del auditorio de esa singular sensación de dignidad que el hombre alcanza a través de la belleza y que, al cabo, en medio de las mayores penurias es una afirmación de la vida.

Quizá por eso, antes del aplauso que debía premiar la actuación de los jóvenes músicos, hubo una brevísima pausa, un instante de respeto, el reconocimiento de que lo mejor de la existencia humana siempre se ha nutrido de ese fervor que acompaña a la auténtica creación. Algo que, desde luego, los depredadores, que han alimentado lo peor de aquella existencia, nunca comprenderán.

El País, 10/3/2013 



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13 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Europa relega su cultura

Inmediatamente después de la caída del Muro de Berlín, en 1989, y antes de que fuera objeto de un gran concierto público oficial, la Novena Sinfonía de Beethoven se convirtió en la música favorita de muchos manifestantes, del este y el oeste de la ciudad. Los presentes en aquel colosal acto de demolición de fronteras cantaban fragmentos de la parte coral, la Oda a la Alegría, basada en el poema de Schiller, entendiendo, quizá, que no había palabras más idóneas para el momento y que unieran tanto a los que durante décadas habían sido obligados a permanecer separados. Aquellas imágenes y aquellos cantos tenían un hondo simbolismo, no solo para Berlín sino para toda Europa, y parecían confirmar que el gran arte -en este caso una obra de Beethoven- acudía al rescate del hombre europeo tras el último y más brutal de sus naufragios. Para eso, en última instancia, servía el arte, y eso era lo que cabía esperar de los textos de Dante, Shakespeare o Cervantes, de las composiciones de Bach, Mozart o Shostakovich, de las pinturas de Leonardo, Rembrandt o Cézanne.

Eso pareció, todavía, entonces. Sin embargo, más de dos décadas después, aquellos manifestantes cantando a Beethoven forman parte de un espejismo. Tal vez, en aquellos días demasiado esperanzadores, fuesen ya un espejismo. Se pensó que Europa saldría reforzada con la conclusión de la Guerra Fría y, de hecho, se incorporaron muchos más países al proyecto de construcción europea. Se realizaron progresos importantes, como la moneda única y la superación de las aduanas. Pero ahora, cuando las dificultades económicas atenazan a Europa, se hace evidente una paradoja dramática: en algún lugar del camino se perdió el alma. Dicho de otro modo que pueda gustar más a los que hacen muecas cuando oyen la palabra alma: en algún lugar del camino, Europa, que alardeaba de construirse a sí misma, dio la espalda a su propia cultura.

Basta, en la superficie, comprobar cómo la cultura europea ha desaparecido, prácticamente, de la vida pública. En los discursos y controversias de los dirigentes políticos esta ausencia es cada vez más radical, poniendo de manifiesto la extrema mediocridad de la mayoría de ellos pero también la falta de exigencia de los ciudadanos a este respecto. En sus buenos tiempos -no hace mucho- Berlusconi tuvo un ministro que riñó a los periodistas que le hablaban de cultura con el argumento de que la Divina Comedia no servía para comer, pues con ella no podían hacerse bocadillos. Un amigo italiano me comentó, entonces, que si un político hubiese dicho eso con anterioridad, habría sido poco menos que lapidado. Ya sabemos que Berlusconi era, y es, un asno multimillonario, y que sus colegas no tenían su procaz atrevimiento, pero no podemos asegurar que fuese más ignorante que los otros. Basta con recordar los discursos de Sarkozy o los de Cameron y compararlos con los de De Gaulle, Willy Brandt o cualquiera de los protagonistas del inicial impulso europeo. Aquí Aznar, Zapatero o Rajoy tienen la ventaja de tener que competir con Franco, un individuo que tenía por principio, según sus biógrafos, no leer jamás un libro.

No obstante, las carencias en la vida pública serían menos decisivas si la cultura -el alma- europea se manifestara, viva, en el interior del organismo social. Ahí es donde la paradoja se hace más sangrante puesto que la cultura europea es, en realidad, el único espacio mental que justifica la edificación de Europa. Sin la cultura europea, lo que llamamos Europa es un territorio hueco, falso o directamente muerto, un escenario que, alternativamente, aparece a nuestros ojos como un balneario o como un casino, cuando no, sin disimulos, como un cementerio.

Y ese es un peligro incluso mayor que el de la crisis económica, pues puede provocar una indefensión absoluta: nadie cantará a Beethoven, o a Schiller, porque nadie recordará que el arte es aquello que consuela cuando existen muros y aquello que enaltece cuando se destruyen fronteras. En consecuencia, nadie sabrá, tampoco, que eso que llamamos cultura, a la que Europa -más que otras regiones del mundo- lo debe todo, es un ejercicio de libertad y de orientación en el laberinto de la existencia. Para eso necesitamos todo lo que ahora, con una celeridad increíble, estamos abandonando. Es cierto, como dicen muchos profetas actuales, que la cultura -la "cultura europea", se entiende- es superflua y anacrónica, pero no es menos cierto que también la libertad es superflua y anacrónica desde un punto de vista estrictamente pragmático. Se puede existir -no sé si vivir- sin ser libre. También se pueden hacer grandes negocios o tener éxito en la profesión. La libertad no es necesaria pero, como demuestra el ejemplo de Antígona, es imprescindible. De eso, durante siglos, nos ha hablado la cultura europea a los europeos. Y es eso, precisamente, lo que hoy se aleja de nosotros.

Hace poco recibí una lección inolvidable al respecto. Formé parte del jurado que tenía que decidir unas prestigiosas becas. La selección era rigurosa, y los candidatos, de acuerdo con las referencias, sobresalientes. Sin duda estaban técnicamente muy preparados. Sin embargo, en sus exposiciones orales casi ninguno de estos candidatos citó a un escritor, a un artista, a un científico, a un filósofo. No se aludió a cuadros, a textos literarios, a tratados de física. La pregunta es: ¿de qué hablaban y a qué aspiraban los candidatos? Aspiraban, naturalmente, a triunfar en sus campos respectivos, y para ello hablaban de programas informáticos, técnicas de evaluación, metacursos, procesos logísticos. Creo que todos los miembros del jurado esperábamos que esto fuese solo la metodología y que al final asomaría algo verdaderamente sustancioso. Pero no. Para estos sobresalientes candidatos el tratamiento de la cultura era exactamente igual al tratamiento que otorgaban a la sociedad sus colegas, también sobresalientes, de una escuela de negocios. La economía no estaba sometida a la libertad, sino la libertad a la economía.

Si no pecamos de ingenuos ya sabemos que siempre ha sido así. No obstante, la resistencia a esta percepción ha sido, igualmente, un motor esencial en el desarrollo de la cultura europea, tal como lo reflejan los ideales humanistas e ilustrados, cíclicamente asumidos, tras su original enunciación en la Grecia antigua. Tratar de entender lo humano en su complejidad, más allá de lo estrictamente útil, e incluso más allá de lo conveniente -ahora diríamos: de lo política y moralmente conveniente-, ha sido uno de los logros mayores de nuestra tradición espiritual, a la que, desde luego, no han faltado los momentos de tiniebla. Renunciar a aquella comprensión impide penetrar en la naturaleza humana, tanto en sus luces como en sus sombras.

Y, sin embargo, aparentemente, esta renuncia se erige en un signo de la época, a juzgar por nuestra vida pública y nuestra educación. Lo que hasta hace relativamente poco se consideraba en Europa cultura se ha transformado en arqueología, con el riesgo de que la propia Europa se convierta en pieza arqueológica que, en un futuro no muy distante, se exponga a la mirada de los nuevos poderosos. Puede alegarse que, con anterioridad, fuimos los europeos los que nos deleitamos con el botín tomado a otras civilizaciones. Es verdad. La Historia es así. Lo malo es vivirla y formar parte del bando de los inminentes perdedores. Y aún es peor que la caída llegue a producirse sin ninguna grandeza, con apatía, con ignorancia. Veremos.

Mientras tanto en la librería Catalònia, una de las más antiguas de Barcelona, se abrirá un McDonald's. Aunque quizá todo ha sido una pesadilla y he leído la noticia al revés: en el lugar de un restaurante de comida rápida, cerrado por falta de clientes, se abre una librería.

El País, 3/02/2013

 



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7 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sin crítica no hay libertad

Leí la información en la sala de espera de un aeropuerto mientras mi vuelo se retrasaba un par de horas: quiero decir que tuve tiempo de dar vueltas y vueltas a la noticia, que, por otra parte, no tenía nada de inesperado ni original. La nueva encuesta sobre la educación en el mundo situaba a los alumnos españoles prácticamente en la cola, tanto en ciencias y matemáticas como en comprensión de la lectura de textos. Esta encuesta no hacía sino confirmar las encuestas anteriores, de modo que podía apreciarse una catastrófica estabilidad -con progresivos empeoramientos, eso sí- en la valoración de nuestros estudiantes. Esta noticia ocupaba la página izquierda del periódico, mientras la derecha ofrecía datos sobre la próxima reforma educativa, la séptima, se afirmaba, de la democracia.

Esto último me resultó muy inquietante pues obligaba, a la fuerza, a formular una pregunta: ¿podía hablarse realmente de democracia tras seis reformas educativas fracasadas a lo largo de treinta años? ¿No sería que teníamos un régimen formalmente democrático pero no una sociedad de ciudadanos libres? Me cuesta creer que pueda existir una comunidad libre sin armas críticas que aseguren el mantenimiento de la libertad. Y las informaciones sobre el nivel educativo de los españoles, que no son recientes sino que se prodigan desde hace muchos años, abarcando a varias generaciones de estudiantes, nos indican que nuestra ciudadanía, poco menos que analfabeta, no posee instrumentos críticos y, por tanto, es incapaz de sostener una democracia.

El problema no es, por deficiente que sea, la "escuela", como, con notable estulticia, se proclama cada vez que el Gobierno de turno quiere hacer una reforma educativa, sino, más bien, la montaña sumergida del iceberg cuya punta visible es el sistema educativo: es decir, la llamada "vida pública", con los representantes políticos a la cabeza, y lo que podemos llamar "vida privada" de unos ciudadanos que, sin capacidad crítica, devienen meros súbditos. Si nos detuviéramos en lo que ocurre en la montaña sumergida comprenderíamos mucho mejor lo que nos alarma en la punta del iceberg, que denominamos "escuela".

 

En la llamada "vida pública" aprendemos a forjar el analfabetismo educativo. Hay algo peor que la corrupción, y es la ignorancia autosatisfecha. Si es siniestro que los aprendices de ciudadanos -los jóvenes estudiantes- comprueben que las responsabilidades supuestamente ejemplares han recaído en individuos reprobables, aún es más destructiva la generalizada exhibición de incultura que se realiza en todos los ámbitos. Poca confianza puede generar, desde luego, que un presidente del Tribunal Supremo sea acusado de corrupción, que un exdirector del Fondo Monetario Internacional sea imputado o que un expresidente de la Confederación de Empresarios sea encarcelado, por citar solo los casos más recientes de una cadena interminable, pero, ¿qué decir del desprestigio de la cultura en los tres poderes que sostienen, o deberían sostener, la arquitectura democrática?

El lenguaje lo aclara todo, y lo denuncia todo. ¿No sería un milagro tener una "escuela" excelente teniendo los Gobiernos y Parlamentos que tenemos? Es decir: hablando como hablan. Cualquier indicio cultural está férreamente excluido del lenguaje de nuestros políticos, quienes con saña y entusiasmo se dedican a elogiar a los propios y a vituperar a los ajenos con metáforas toscamente futbolísticas, cuando no con giros verbales que denotan un viraje, pero hacia atrás, en el sentido de la evolución humana. ¿Y no sería igualmente taumatúrgico gozar de una "escuela" amante de la razón y de la argumentación cuando, en la escena del tercer poder, comprobamos la retórica literaria de nuestros jueces, por lo general un galimatías de tal envergadura que parece que Aristóteles y Descartes no hayan existido? Toda arbitrariedad es posible -aun no queriéndola- cuando uno no sabe lo que se dice, el único gran estilo que circula por nuestra "vida pública" y que hace cómplices a gobernantes, legisladores y magistrados.

Es, por así decirlo, el estilo tertuliano, basado en el grito, el sarcasmo y la impunidad. ¿No sería, por eso, igualmente mágico que tuviéramos una "escuela" intelectualmente rigurosa en un país literalmente cautivado por las tertulias radiofónicas y televisivas, las cuales, con pocas excepciones, son ollas de grillos en las que triunfa el más gritón, o el que se figura más gracioso, o el que aspira a mayor impunidad? Lo más llamativo de este predominio del estilo tertuliano sobre el estilo crítico es que el contagio, lejos de circunscribirse a la "vida pública", ha alcanzado también, y de lleno, a la "vida privada" y, en consecuencia, el sectarismo, la parodia y la miseria cultural se han convertido en moneda de uso corriente.

Y aquí puede hurgarse en la herida más profunda: ¿no sería prodigioso poseer una "escuela" que iniciara a los jóvenes en el cultivo de la libertad de conciencia y en el respeto de la verdad cuando en los medios de comunicación y entretenimiento, o en la calle, o en el transporte, o en casa, las conversaciones están dirigidas al desprecio de lo libre y a la destrucción de lo íntimo? ¿Cuáles son los estímulos que el aprendiz de ciudadano recibe para inclinarse hacia el rigor en el esfuerzo, hacia la reflexión, hacia la libre elección de las cosas? Pocos, muy pocos, porque ese aprendiz, fuera de la muy deficiente "escuela", está más rodeado de súbditos que de ciudadanos.

 

De ahí que no sea un detalle menor, sino todo lo contrario, que las principales penurias de nuestros estudiantes se concentren en las matemáticas y en la lectura. De ser examinados, igual les pasaría a nuestros políticos y a nuestros jueces, a nuestros periodistas y a nuestros padres de familia. No es un estigma, pero sí un compartido desdén por la raíz de la libertad. Y, a este respecto, tanto las matemáticas como la lectura son piedras de toque.

Un problema matemático, por ejemplo, no puede ser resuelto con ayudas gregarias, con gritos estentóreos, con apelaciones demagógicas. Requiere avanzar lentamente y tomar decisiones personales, con todas las consecuencias. Es un ejercicio poderoso y sutil que hace comprender la importancia de la libertad de elección al tiempo que contribuye a tender puentes entre la concreción y la abstracción. Es una educación para la libertad. Y otro tanto ocurre con la lectura, un viaje intelectual solitario que no puede ser sustituido por sucedáneos de ningún tipo, ni tecnológicos ni ideológicos. El lector, desde su intimidad, se enfrenta al texto en un juego individual e íntimo en el que se produce un intercambio dinámico. Al igual que el razonamiento matemático, el ahondamiento en la lectura exige en el lector la llegada a encrucijadas, la elección de caminos, el fecundo aplazamiento de respuestas, la inagotable formulación de preguntas. Es, asimismo, un ejercicio para la libertad.

El hecho de que la escuela aquí, mediocre en todos los aspectos, según datos que se repiten con alarmante periodicidad, sea especialmente deficiente en ciencias naturales, matemáticas y comprensión lectora de los textos denota unas carencias intelectuales que sobrepasan, con mucho, el marco escolar o universitario: son carencias que afectan gravemente a la cultura democrática y que no han sido paliadas en los últimos tres decenios. La falta de una arraigada tradición humanista e ilustrada, por causas históricas bien conocidas que el franquismo acentuó, no ha sido contrarrestada con eficacia en la vida pública española, de modo que se han sucedido reformas educativas que no solo no han contribuido a la mejora de la educación sino que no han servido para la consolidación de una ciudadanía libre. Y, sin esta, todo el edificio democrático es una casa vacía.

Ese es el riesgo de enterarte de una noticia de este tipo en una sala de espera, cuando el retraso de tu avión te deja mucho tiempo por delante. Le das vueltas y vueltas a la información, y no sabes si llorar o reír. ¿Una séptima reforma educativa? Lo que está en peligro es la democracia en manos de los ignorantes. Cuando no queden ciudadanos, solo habrá súbditos.

El País, 23/12/2012

 

 



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14 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cuando Alemania adoraba a Grecia

Si uno se queda con lo que lo "griego" significa actualmente para la prensa popular (e incluso no tan popular) alemana, las consecuencias no pueden ser más desoladoras. Lo "griego" es sinónimo de lo peor, y lo peor se traduce en corrupción, vagancia e incapacidad para el esfuerzo. Se hace difícil encontrar en las páginas de los periódicos una palabra amable para Grecia. La gran paradoja, sin embargo, es que ninguna cultura, en el pasado inmediato, se ha dirigido tanto a lo helénico como la alemana. Es verdad que se trataba de la Grecia antigua pero, en su momento, lo "griego" aludió a lo más elevado que se pudiese concebir. También en Francia y en Gran Bretaña el culto de la Grecia clásica fue muy intenso en los siglos XVIII y XIX, aunque en ningún país europeo, como en lo que ahora llamamos Alemania, fue tan decisivo. Lo "griego", ahora tan denostado, pareció imprescindible a la cultura alemana para cohesionar una nación que permaneció fragmentada en múltiples territorios hasta hace siglo y medio. No es nada seguro que los alemanes actuales sean conscientes del agravio a su propia raíz espiritual cuando utilizan peyorativamente el término "griego"; claro está que a los políticos europeos de nuestros días, y entre ellos a los alemanes, poca finura intelectual se les puede pedir: la cultura europea parece completamente ausente de la política que se hace en Europa.

Y, sin embargo, por raro que suene a los consumidores de información de nuestros días, Alemania amó apasionadamente a Grecia. Hasta tal punto que, en lo que en toda escuela se enseña como la obra cumbre de la literatura germana, el Fausto de Goethe, la boda del protagonista con Helena de Troya quiere simbolizar, entre otras cosas, la unión de la antigua Grecia con una nación en ciernes llamada Alemania. Con su insuperable capacidad de síntesis, Goethe culminaba en ese matrimonio simbólico una de las principales operaciones de apropiación mental que se haya realizado en la historia de la cultura: dos mundos, el griego y el germano, quedaban vinculados por una suerte de destino común que se atestiguaba mediante el arte y la filosofía. Durante dos siglos los escritores y filósofos alemanes vivieron en el convencimiento de que ellos eran los herederos naturales de los griegos en la época moderna, creencia, fértil y catastrófica al mismo tiempo, que condujo a extravagancias -por decirlo de un modo suave- como la opinión de Heidegger de que solo se podía pensar verdaderamente en alemán y en griego (es de suponer, vista la consideración que merece la Grecia moderna, que Heidegger se refería a la lengua griega antigua).

La boda del alemán Fausto con la griega Helena es, casi, la consecuencia de una necesidad histórica. A lo largo del siglo XVIII, y hasta mediados de la centuria siguiente, se suceden tres generaciones para las que lo "griego" cimenta el futuro de la civilización: Winckelmann y Lessing; Goethe y Schiller; Hegel, Hölderlin y Schelling. Desde el punto de vista de una asimilación espiritual el resultado es prodigioso. Alemania es convertida en sucesora de Grecia. Por primera vez en la cultura europea se trataba de un radical proceso de sublimación y purificación. Hasta entonces los escritores y pensadores europeos habían buscado guía y refugio en la entera Antigüedad, como si Grecia y Roma hubiesen sido una continuidad sin fisuras. Dante se hace acompañar en su viaje a los ultramundos por Virgilio, en tanto que representante de todo el mundo antiguo. Shakespeare pone sobre el escenario, sin muchas diferencias, a héroes helénicos y romanos. Montaigne, en sus Ensayos, cita indistintamente fuentes griegas y latinas como si dieran lugar a un caudal único.

Sin embargo, esta tendencia unificadora, grecorromana, mediterránea si se quiere, cambia drásticamente, de Winckelmann a Schiller, en el clasicismo alemán. En su Historia del Arte de la Antigüedad, Winckelmann proclama la superioridad indiscutible de la expresión griega, frente a la cual la arquitectura y la escultura romanas adquieren un papel notable, pero secundario. El modelo no es la Antigüedad grecorromana; el modelo, exclusivo, es Grecia. La diferencia, a este respecto, con Francia es palpable, si tenemos en cuenta que la liturgia y la estética de la Revolución Francesa atendieron bien claramente a principios inspirados en la República romana, como muestra con maestría la pintura de David. Winckelmann popularizó en Alemania, y progresivamente en Europa, la visión de la Grecia antigua como un ideal absoluto, indiscutible, al que toda la cultura del porvenir debía dirigirse para alcanzar su madurez. Las artes visuales eran, por tanto, en su significado más elevado, una creación griega.

Paralelamente, la literatura alemana que, no lo olvidemos, aunque se aproximó rápidamente a su edad áurea, estaba en sus inicios, realizó una operación similar. De Lessing a Schiller modificó el referente grecorromano para centrarse únicamente en el helénico. Virgilio, el guía de Dante, dejó de ser el protagonista en el escenario de los sueños de perfección de los escritores alemanes para dar paso a Homero. Hay un maravilloso poema de Schiller, Los dioses de Grecia, que atestigua este viraje, además de servir, en nuestros días, como antídoto contra el veneno de la prensa amarilla contra lo "griego" (tal vez no sería una mala lectura, tampoco, para la señora Merkel). En una vuelta más de tuerca, la siguiente generación idealista y romántica, la de Hölderlin, Hegel y Schelling, apuntaba definitivamente la filiación griega de la cultura alemana, si bien en el caso del primero, cuyo fervor filohelénico no tiene parangón, para advertir de los peligros de la concepción germana. No deja de ser curioso que al leer hoy El archipiélago, de Hölderlin pueden apreciarse con nitidez ciertas proféticas advertencias sobre la arbitrariedad a la que se expone una Alemania ensimismada en el egoísmo productivo. Medio siglo después otro alemán, Nietzsche, acusará a su país de ese mismo "olvido de la grandeza de Grecia". El amor por lo "griego" de los escritores alemanes les llevó con frecuencia a resguardarse frente a lo "alemán".

Como quiera que fuese Grecia -como idealidad, como entidad metafísica, como simbolización- jugó un papel extraordinario en la consolidación de la cultura alemana, sin posible comparación con lo ocurrido en ningún otro país, pese a que los clasicismos fueron fundamentales en toda Europa. Tal vez la explicación hay que encontrarla en la debilidad del alemán como lengua de cultura hasta la segunda mitad del siglo XVIII, y en el retraso histórico de la unidad alemana. Por ambas razones la apropiación espiritual de una Grecia idealizada fue determinante. En Gran Bretaña y en Francia este proceso no fue necesario. En Italia, cuya lengua tenía una larguísima tradición de cultura, el Risorgimento se apoyó, con naturalidad territorial, en la antigua Roma.

Únicamente Alemania se consideró de forma tan apasionada y exclusiva la hija espiritual de Grecia (filiación algo incestuosa en el caso de los amores entre Fausto y Helena de Troya). En consecuencia, la cultura germana encontró su matriz, su razón de ser, su destino en lo que supuestamente fue su Grecia onírica, la de los templos y estatuas de Winckelmann, la de los dioses de Schiller y los héroes de Hölderlin. En cierto sentido Grecia fue, a través de los escritores y artistas, el sueño de Alemania.

Ahora, pesadilla. Claro está que el mundo es otro, y Goethe o Hölderlin no pueden competir con el veneno de los medios de comunicación que se llaman a sí mismos populares o con la sistemática ignorancia de los políticos. Tampoco, claro está, los griegos son -ni han sido nunca- aquellos magníficos habitantes que moran en los versos de Los dioses de Grecia.Pero no deja de ser curioso -y, en cierto punto, espantoso- que un mismo vocablo, lo "griego", sirva en la universidad para aludir a lo mejor de las virtudes y en la calle, para resumir el más peligroso de los vicios

El País, 25/11/2012 



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19 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La inmortalidad, según Mr. Clay

Cuánto vale la inmortalidad? Quizá nada. En nuestra época se tiene fácilmente la impresión de que nadie estaría dispuesto a pagar un euro por la inmortalidad. Por la fama, como sabemos, sí, y mucho. De hecho algún personaje de dudosa reputación ha instaurado en distintas partes de Europa clubes denominados Billionaire, en los que se simboliza la cifra exigida, como requisito mínimo, al famoso o a sus aduladores. Y hace poco leí en una revista el resultado de una encuesta sobre las aspiraciones humanas, y la inmortalidad no ocupaba ningún puesto en el escalafón, no sé si porque los encuestados habían olvidado responder a esta cuestión o porque los periodistas habían olvidado preguntar algo al respecto.

Sin embargo, hasta hace poco, muchos seres humanos querían ser inmortales: algunos a través del fervor místico o estético, otros mediante prestaciones más prosaicas, aunque no por esto consideradas menos efectivas. Entre estos últimos la Historia registra una suerte de puja para conseguir la eternidad y, si bien es cierto que en la parábola evangélica se consideraba más difícil que un rico entrara en el reino de los cielos a que un camello atravesara el ojo de una aguja, la riqueza ha sido siempre un método para adjudicarse lo inmortal. Así fue en tiempos antiguos y así ha sido en la época moderna antes de que los brokers se declararan insensibles a las cosas inmortales. De hecho, los comerciantes nunca habían descuidado incorporar a sus pertenencias un futuro inmortal o una buena relación con la divinidad, a cambio de un precio razonable, y sólo hoy, cuando el mercado ha sido declarado el único dios verdadero, parecen los mercaderes poco propensos a atormentarse por estos asuntos.

En nuestra época se tiene la impresión de que nadie estaría dispuesto a pagar un euro por la inmortalidad. Por la fama, como sabemos, sí

No sé si es cierta pero a esta conclusión llegué el otro día después de ver otra vez, tras bastantes años,Una historia inmortal, de Orson Welles, película excepcional en todos los sentidos, desde su relato maravilloso a sus condiciones de producción, sin ignorar su duración, 53 minutos, que la ha expulsado de una distribución medianamente normal y la ha convertido en maldita. Vi una copia de pésima calidad, salida de no se sabe dónde -la grabación de una grabación-, y no por eso quedé menos subyugado por la narración de Isak Dinesen llevada a la pantalla por Welles con un presupuesto tan bajo que hubo que embutir la sofisticada y cosmopolita Macao del siglo XIX en el madrileño pueblo de Chinchón. No obstante, como homenaje al verdadero talento, cuando éste existe, todas las carencias apreciables, desde la inclusión de una ciudad china en la meseta castellana al delirante maquillaje del protagonista, quedan subsanadas por el poderío magnético que rodea toda la historia: el sonido de las cigarras, la música mántrica de Erik Satie, la voz oscura de Orson Welles, la mirada desafiante y sensual de Jeanne Moreau y, evidentemente, la singular belleza del argumento ideado por la baronesa Karen Blixen.

Una parte de la inmortalidad que exige mister Clay, el viejo, despótico y rico comerciante encarnado por Welles, se desprende de la esencia misma del mito y de su relación con la vida. Clay quiere llevar a la realidad lo que su fiel administrador Levinsky, el judío polaco empujado a trasladarse de país en país, le cuenta como una leyenda que se cuentan los marineros en todos los barcos y en todas las tabernas de Oriente. Como hombre acostumbrado a traducir cualquier faceta de la existencia en dinero, mister Clay no quiere oír hablar de fantasías y aún menos de profecías, como aquella, de Isaias, que Levinsky le lee en la única excepción a las lecturas nocturnas en voz alta de los libros de contabilidad. Clay detesta las revelaciones de Isaias, como detesta que la fantasía no se pueda reducir a los renglones de compraventa. La realidad es la realidad de la misma manera que los negocios son los negocios.

Por tanto, al echar mano de su poder, quiere invertir el curso de los acontecimientos y transformar la ficción en verdad. Él, mister Clay, que se ufana de no haber tenido ni amigos ni amores, y de haber despreciado todo aquello que no suponía una plusvalía, quiere construir su propiacomedia -así la llama Levinsky- conduciendo a los personajes de la leyenda a su propia mansión para ejecutar aquella representación que demostrará su dominio sobre el más acá y, asimismo, sobre el más allá: el joven, apuesto y misérrimo marinero será cruzado con una mujer para que el fruto de ese amor tutelado y efímero demuestre al mundo que Clay, el misántropo, el odiador de una humanidad que se resiste a ser pura contabilidad, puede trascenderse a sí mismo. El desenlace, sin embargo, transcurrirá en la dirección opuesta ya que, al ocupar Clay el papel del demiurgo, y dar vida a lo que era sólo bruma ficticia, provocará su propia perdición.

En medio de su desvarío y de su borrachera terminal de poder mister Clay reflexiona crudamente sobre la inmortalidad al afirmar que él está conformado por dos mitades: una, caduca, se evaporará con su no muy lejana muerte; la otra, inmortal, es el millón de dólares con que está tasado su nombre en la Bolsa de Nueva York. Y Clay lo confía todo a esta segunda mitad, como los hombres con fe religiosa lo confiaban todo al ultramundano destino del alma: ese millón de dólares sobrevivirá con mucho a su cuerpo, se esparcirá por los mercados del mundo, fructificará, lo salvará y, en definitiva, lo hará inmortal. Ahí sí que no hay fantasías y profecías sino, en su quintaesencia, realidad y rentabilidad. Un millón de dólares es, justamente, el alma.

Naturalmente hoy mister Clay actualizaría la cifra: un billón, como mínimo, sería el precio para hacerse con la eternidad.

El País, 20/10/2012 



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3 de diciembre de 2012
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