Skip to main content
Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

A través del espejo (4)

Hasta donde sabemos, el universo en su expresión más minúscula está regido por las leyes de la física cuántica. Lo que los científicos dicen al respecto es que, en el dominio de los fotones y de los electrones, lo único cierto es la incertidumbre. Está claro que podemos prever ciertos comportamientos aun cuando no podamos explicar sus porqués, del mismo modo en que muchos de nosotros conducimos automóviles y utilizamos iPhones sin tener la más mínima noción de la tecnología que hace posible su funcionamiento. Pero en lo que respecta a la exótica familia cuántica, ni siquiera los mejores científicos son capaces de transmitir mucho. En 1929 el científico Arthur Eddington trató de sintetizar el dilema en su libro The Nature of the Physical World, diciendo lo siguiente: "Algo que desconocemos está haciendo una cosa que no sabemos qué es". Y como todavía no estaba convencido de haber explicado esta incertidumbre con la elocuencia necesaria, recurrió a unos versos de Jabberwocky de Lewis Carroll ("The slithy toves / Did gyre and gymbal in the wabe") que resultan virtualmente intraducibles, pero que alguien se atrevió a españolizar diciendo, por ejemplo, que agiliscosos giroscaban los limazones.

         Y esto, entiéndanlo, es lo más parecido a una definición precisa con que contamos en materia de física cuántica.

         Lo que quiero decir es lo siguiente. Durante siglos la religión fue una de las invenciones que, a su manera, explicaba la incertidumbre que es lo único cierto en nuestras vidas. Pero con el correr del tiempo sus interpretaciones archivaron el misterio que estaba en el corazón de su mística para apegarse a la peor, la más torpe de sus herramientas: los dogmas. Hoy en día las religiones suelen limitarse a la prédica de visiones reduccionistas, que no están a la altura imaginativa del universo que nos contiene. Dado lo cual nos quedan tan sólo dos disciplinas que permanecen en contacto con la naturaleza de la existencia, tal como se nos ha ido revelando a lo largo de la Historia: en primer lugar la ciencia (que más allá de su apego a los datos comprobables, ha hecho un uso prodigioso de la imaginación para explicarnos la esencia del tiempo, la multiplicidad de lo real y muchas otras cosas que muy pero muy lentamente van modificando nuestra percepción de lo que es) y en último término -como ya lo habrán conjeturado, quiero creer- el arte.

         Dentro del arte mismo, la literatura sigue desempeñando un rol central en el altar del conocimiento humano, por su capacidad de expresar pensamientos y sentimientos tan complejos como (en apariencia, al menos) contradictorios. Para volver a una analogía científica: las computadoras u ordenadores convencionales almacenan y manipulan información codificada en dígitos binarios, o sea múltiples combinaciones de tan sólo dos cifras: 0 y 1. O para ponerlo de otro modo: cuando no es 0 es 1 y viceversa sin otra variante posible, de la misma manera en que un switch sólo puede estar o encendido o apagado. Pero las computadoras u ordenadores cuánticos que sin duda redefinirán nuestro futuro dependen de combinatorias que desafían no sólo la física newtoniana, sino nuestra noción de la lógica. En una máquina cuántica de esta naturaleza -¡al igual que en una novela!- algo puede ser y no ser al mismo tiempo, y además ser pasado y futuro a la vez, y por cierto también ocurrir arriba y abajo en simultáneo.

         La ciencia ha debido andar siglos, reinventándose a sí misma una y otra vez, para llegar a sugerir algo -empezando por la característica ilusoria de lo real, siguiendo por la necesidad de desafiar a la lógica cartesiana y llegando, al fin, a la prueba de la existencia de infinitos universos en paralelo- que el arte venía insinuando desde el principio. Y pensar que todavía hay gente que sigue sostienendo que la novela está acabada... En todo caso habría que decir que el mundo estaría llegando, ¡por fin!, a ponerse a tiro de comprender la búsqueda en que la literatura está empeñada desde El cantar de Gilgamesh en adelante.

 

(Continuará.)



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
13 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

A través del espejo (3)

“Hay un viejo dictum que siempre me ha parecido uno de los más superficiales e idiotas, producto de alguien que visiblemente no era un novelista”, sostiene Juan Gabriel Vásquez en El arte de la distorsión. Y ese dictum es el siguiente: ‘Escribe sobre lo que conoces’.

Escribir sobre lo que ya sabemos equivale a contemplarse en un espejo. Y no en un espejo extraño o deformante como los de las ferias, ni tampoco en uno que invite a atraversarlo como aquel tan caro a Lewis Carroll, sino en un espejo convencional, de esos que se rompen si uno los embiste, y que nunca nos devuelven otra cosa que los rasgos que ya nos sabemos de memoria. Cuando lo que uno debería hacer cuando se lanza a escribir es, por supuesto, todo lo contrario.

         En uno de los capítulos más lúcidos de su libro, aquel que tituló Literatura de inquilinos, Vásquez sostiene que la mejor carta con que cuenta un escritor es, más bien, su desconocimiento. “… El verbo inventar viene del latín invenire, que significa ‘encontrar’”, dice, lo cual torna inevitable la conclusión: el oficio de escritor “consiste precisamente en buscar”.

         Por supuesto, esto no significa que un escritor tenga prohibido hablar de sí mismo. (Nadie escribe por otra razón que su propio deseo, ni de otra cosa que no sean sus obsesiones.) Ni que haya que evitar referirse a circunstancias familiares, o cuanto menos que le resulten conocidas. Lo que marca la diferencia es la actitud con que se narra. Aun cuando vaya a contar la historia de alguien que se le parece mucho y que atraviesa una situación idéntica a la suya, lo primero que hace el escritor genuino es tratar de perderse. Renuncia a lo familiar, se desprende de sus seguridades, extravía bastones y muletas, se desinstala, abandona (aunque más no sea metafóricamente) su hogar, porque sabe que no producirá nada valioso a no ser que escriba desde un lugar (del alma, pero lugar al fin) que le resulte terriblemente incómodo.

Por eso se procura un espejo roto, dañado o mal hecho, que le permita desconocer la imagen que lo mira. Y se lanza a narrar la aventura de ese extrañamiento. Porque el escritor de verdad, y por extensión el artista, nunca habla de lo que sabe. ¿Cuál sería la gracia de escribir si uno sólo fuese a dar cuenta de aquello que ya tiene claro?

Vásquez cita una frase de Philip Roth en la novela llamada (del modo más oportuno) Deception, que abre una posibilidad inquietante. Al decir que la vida es “ficción ligeramente torcida”, Roth parece sugerir que nuestras vidas son el espejo que distorsiona, y que la ficción es más bien la imagen original, clara y distinta –el ideal platónico que embarramos a diario.

De cualquiera de los dos modos (leamos de izquierda a derecha o de derecha a izquierda), lo que resulta indiscutible es que vida y ficción sostienen una relación especular; y que preguntarse por qué creamos –y por ende por qué leemos- se parece mucho a preguntar no sólo por qué vivimos, sino además por qué decidimos seguir viviendo.

 

(Continuará.)



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
11 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

A través del espejo (2)

La primera respuesta al ¿para qué leer? que consigna Juan Gabriel Vásquez en su libro El arte de la distorsión es prácticamente una no-respuesta. "Leer novelas -dice Philip Roth- es un placer profundo y singular, una apasionante y misteriosa actividad humana que no necesita más justificación moral o política que el sexo". El hecho de que constituya un placer que conecta con una necesidad humana profunda debería, según Roth lo insinúa, eximirnos de buscar mayores explicaciones: se trata, tal como dice, de un misterio, y los mejores misterios, o por lo menos los más duraderos, son los que nunca se develan del todo. 

Pero poco más adelante, Vásquez recurre a una explicación que el mismísimo Roth -aquel que no quería ahondar en la cuestión de las justificaciones- le provee también: "Leo ficción para liberarme de mi perspectiva sofocantemente estrecha de lo que es la vida y para entrar en simpatía imaginativa con un punto de vista narrativo distinto del mío. Es la misma razón por la cual escribo". A continuación de lo cual Vásquez dice: "El lector de ficciones es un inconforme, un rebelde, y la razón de su rebeldía y su inconformismo es la insoportable camisa de fuerza de la vida humana: el hecho de que esta vida sea sólo una -es decir, que no haya otra después de la muerte-, y además sea sólo una -es decir, que no podamos ser más de un hombre al mismo tiempo".

Es decir que, en esencia, leer (y por supuesto escribir) es una diversión, un vertirse, volcarse en un odre distinto del propio. ¿Para distraerse de "la insoportable camisa de fuerza de la vida humana"? Probablemente. El simple hecho de ausentarse de la realidad por un rato produce alivio, sin duda alguna. Pero la persistencia del recurso a lo largo de la historia (de las pinturas rupestres y el relato oral a Dr. House y el Kindle), y el hecho de que haya prestado servicios en circunstancias y culturas tan pero tan diversas, parece insinuar que las narraciones le conceden a la especie algo más hondo, y por lo tanto más entrañable, que un simple divertimento.

Roth habla de "simpatía imaginativa". Ponerse en la piel de otro de un modo tan confortable como el que provee la ficción (con un libro en la mano o delante de la TV, podemos exponernos a los peligros más grandes sin sufrir desventura más seria que un calambre) cumple una función inestimable. Como dice Vásquez, no tenemos más vida que esta y no contamos con otro invento mejor que la ficción para experimentar mil vidas aunque sólo vivamos una. (Por lo menos hasta que la tecnología no encuentre otra manera de vendernos existencias vicarias.) Las ficciones nos han permitido acumular una currícula que no cabría en ninguna solapa de libro: todos hemos sido piratas, reyes, magos, semidioses, conquistadores, superhéroes, santos, detectives, sex-symbols, guerreros medievales -y sigue la lista.

Pero a cambio de esta posibilidad de probarnos tantas pieles sin sufrir daño físico en el proceso, ¿no pagamos un precio? O para ponerlo de otro modo: ¿podemos ser todos esos Otros imaginarios sin cambiar un ápice, o no será más bien que el ejercicio de "simpatía imaginativa" tiene consecuencias sobre sus practicantes? Shakespeare es grande por muchas razones, pero una de las más importantes es, precisamente, su capacidad de "ser" todos sus personajes del modo más convincente. La mayoría de los escritores logra "ser" a fondo tan sólo un personaje, o un tipo de personajes, al que rodea de comparsas de poco espesor que lo ayudan a llevar la trama adelante. En cambio Shakespeare era tan convicente en su representación de los héroes como de los villanos, de las mujeres como de los hombres, de los viejos como de los adolescentes. ¡Pocos sirvientes, nodrizas y personajes secundarios más vívidos se han escrito, que aquellos que entran y salen constantemente de sus obras! 

Volviendo al meollo: la mayoría de las ficciones que hemos leído,

tanto literarias como audiovisuales, no nos hacen gran mella. Se olvidan tan pronto las terminamos. Pero todos podríamos dar cuenta de cuentos, novelas, películas y series que nos han marcado de por vida -que, sin exageración alguna, han contribuido a hacer de nosotros quienes somos.

Leer de verdad, pues, tanto como escribir a fondo, son actividades que suponen abrirse a la posibilidad de ser transformados. Como dice Vásquez, la razón profunda de nuestra adicción a los relatos pasa por la imposibilidad de conformarnos con nuestra piel. Esto no significa necesariamente que no queramos ser quienes somos; más bien quiere decir que queremos ser quienes somos, pero de otra manera. Le demandamos al relato que nos conceda la misma bendición que Jacob le arrancó al Angel, y que Harold Bloom traduce de este modo: más vida. Lo cual tampoco significa una vida más larga, sino una vida más intensa.

 

(Continuará.) 




[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
8 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

A través del espejo

Todos aquellos que disfrutan de los relatos (y con esto me refiero a usted, señora, y a usted señor; y a tí y también a vos que me mirás con desconfianza, porque no conozco a nadie que se resista al encanto de una buena historia sea cual fuere su formato: novela, artículo de periódico, serie de TV o chisme colgado de internet) deberían leer El arte de la distorsión, el nuevo libro de ensayos de Juan Gabriel Vásquez. Porque bajo su disfraz gentil de volumen para especialistas, el libro intenta responder un par de cuestiones que son importantes no sólo para el ghetto literario, sino para cada uno de nosotros -lo cual incluye, por cierto, a aquellos que no tocan un libro ni con un palo.

La primera es la siguiente: ¿para qué leemos? Y aquí me atrevo a ampliar el sentido de lo que Vásquez (autor, dicho sea de paso, de dos novelas magníficas: Los informantes e Historia secreta de Costaguana, y de una colección de cuentos, Los amantes de Todos los Santos) pretende decir. Yo entiendo que la expresión 'leer relatos' no debe restringirse ya a la tradición del libro, sino extenderse a todas las maneras en que registramos historias que no son la nuestra propia. Se suele decir, por ejemplo, que 'vemos' TV, y que 'vemos' cine, cuando lo preciso sería decir que leemos TV y leemos cine, puesto que uno ve aun lo que no quiere y enfrentarse a un relato audiovisual implica un gesto voluntario y un trabajo de decodificación de signos -equivalente al de la lectura convencional, del principio al fin.

Vásquez define al escritor como aquel que se dedica a "contar las tribulaciones de gente que nunca ha existido". Así puesta, se trata de efecto de una ocupación extraña, no muy distinta a la de aquel que conversa en voz alta con fantasmas, o a la del lunático que no distingue entre fantasía y realidad. Pero como el escritor no escribe para sí mismo sino para otros (pocos o muchos, pero otros), la definición torna imprescindible que expresemos su contraparte: esto es, la segunda parte de la ecuación, aquella que se aparta de la cifra aislada para definir un sistema que viene funcionando maravillosamente desde el fondo de los tiempos. 

A saber: a todos nosotros, escribamos o no, nos interesan las tribulaciones ajenas. Las historias de otra gente nos atraen como la miel al oso. Lo han hecho desde el comienzo de los tiempos, y lo harán hasta el fin de ellos: ¿a alguien le cabe duda de que el Apocalipsis será transmitido en directo? El hecho de que las historias a las que somos adictos sean reales o imaginarias es una consideración secundaria, ya que incluso las historias que se nos venden como verídicas pueden no serlo; la mayor parte del tiempo las damos por verdaderas mediante un salto de fe, depositando nuestra confianza en el narrador de turno, se trate de un medio periodístico, de un documentalista o de un historiador. Lo que nos interesa, pues, son las tribulaciones de la gente en general, de aquella que nunca ha existido pero también de aquella que existe, aunque probablemente no del modo en que nos lo cuentan.

Por eso creo que la pregunta inicial que Vásquez plantea con su modestia y rigor de siempre, ese ¿para qué leemos?, debería resonar mucho más allá de las filas de los lectores convencionales de ficción, ese grupo que adquiere cada vez más, dice Juan Gabriel, "el cariz de una secta". Lo que subyace a la pregunta es la cuestión de los otros, la tendencia irrefrenable a salir de lo que Vásquez, siguiendo a Philip Roth, define como nuestras vidas "sofocantemente estrechas", para interesarnos del modo más profundo, en primer lugar mediante el intelecto, en aquellos que no son yo ni tú ni usted. 

La segunda pregunta surgirá inevitable: dado que la tendencia a interesarnos en las tribulaciones ajenas es inseparable de la cultura humana y ha adquirido visos particulares en cada circunstancia histórica, ¿qué historias deberíamos narrar y leer hoy?

Pero me estoy adelantando.

 

(Continuará.)

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
7 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El imperio de los sentidos

Me gustó mucho Map of the Sounds of Tokyo. Lo cual no tiene nada de sorprendente: a este altura me considero un incondicional de las películas de Isabel Coixet. Cada vez que me topo con una de ellas entiendo hasta qué punto me acostumbré a esperar que un film me proporcione un cierto tipo de relato (lo cual supone además un cierto tipo de personajes, y de conflictos), olvidando en el proceso que el cine puede, y sobre todo debe, narrar de otras muchas formas.

Por supuesto que hay una historia en el corazón de Map of the Sounds of Tokyo. Uno de los protagonistas es español: David (Sergi López), dueño de una vinoteca en Japón, trata de reponerse del suicidio de su novia Midori. El otro es una chica japonesa, Ryu (Rinko Kikuchi), a quien se le paga para que asesine a David por no haber salvado a Midori. La íntima relación que David y Ryu desarrollan llevó a que muchos comparasen el film con Ultimo tango en París; un rasero injusto, ya que la sensibilidad de Coixet no comulga con la desesperación de los personajes de Bertolucci. David y Ryu no son Paul y Jeanne, son otra cosa. Su aproximación a la vida es por completo diferente: más zen, si se quiere, en tanto se abren a lo que el destino les pone por delante (el sexo, el amor y la muerte, en ese orden) con un abandono que está en las antípodas de la desesperación. Bailan la música que les tocó en suerte hasta el final, y de un solo trago, sin ser visitados jamás por la culpa. Lo cual, al menos en mi libro, es sinónimo de una vida bella, por breve que sea.

Cuando salí de los cines Princesa, Madrid ya no era la que había sido hasta que entré. Todo se veía, se sentía distinto: más intenso, más brillante, más lírico. Mi percepción hipertrofiada de aquel momento da cuenta de la capacidad de Coixet para desorganizar los sentidos del espectador y devolverlo al mundo en otro estado del alma. Al menos por un rato, me creí en condiciones de leer el mapa de los sonidos de Madrid -su trama más sensible y más profunda.

El cine de Coixet juega en otra liga. Tan distinta de aquella en la que revistan casi todos los demás, que resulta fácil perderse su música en medio de la cacofonía.




[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
6 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Mujer argentina

Cuando era pequeño, mi madre solía despertarme con música. Su repertorio no era muy amplio: Sinatra, Al Jolson, la banda de sonido de Cabaret, Iva Zanicchi. Entre sus discos de vinilo, la única música argentina que usaba como despertador para animarse (y animarnos) el día eran las canciones de Mercedes Sosa. Tenía varios discos, pero el que más recuerdo era Mujeres argentinas, que recogía músicas de Ariel Ramírez y letras de Félix Luna sobre aquellas figuras que la historia local había relegado a un segundo lugar para privilegiar, en cambio, a los hombres que hasta entonces eran protagonistas excluyentes de los libros de texto. Esa música significó, pues, mi primer contacto con Juana Azurduy, con la maestra Rosarito Vera, con la poeta Alfonsina Storni. Y por supuesto, con la voz de Mercedes Sosa.

Ese timbre (profundo y simple, que antes que virtuosismo transmitía autoridad) se me quedó grabado en el alma. Hubo tiempos en que mi predilección por ella se tornó inquietante: aquellos en que se hablaba de la Negra Sosa tan sólo en susurros, o mentándola como "esa comunista". Pero por fortuna volvió con la democracia, como un ventarrón. Debo haberme pasado una enorme cantidad de horas escuchando el disco doble de aquellos conciertos en vivo, donde la acompañaron León Gieco, Charly García y tanta gente más. Esa música funcionaba como un bálsamo, aceite tibio sobre los músculos amoratados por tanto golpe y tanta intolerancia. 

Su muerte me produce una sensación agridulce. Siento pena por su ausencia, pero tengo claro que su vozarrón seguirá resonando entre nosotros, quizás más que nunca. Mi amiga Isabel de Sebastián (otra cantante notable) me contó hace algún tiempo que existen teorías que sostienen que la música no sólo impacta sobre nuestro cerebro, sino también en el nivel molecular. No sé si esta hipótesis podrá ser probada alguna vez por métodos científicos, pero al menos tiene la verdad de la poesía. Yo tengo claro que la voz de Mercedes Sosa me construyó desde la más tierna infancia; y que por eso mismo, aun en la ausencia de la garganta original, seguirá haciéndome vibrar cada vez que suene en la calle o desde mi recuerdo.

Existen sonidos en este mundo que forman parte de nuestro ADN, en tanto nos definen con precisión química. La voz de la Negra Sosa está allí, se los aseguro: en lo más hondo de mí, cantando esa canción que siempre  "es necesario cantar de nuevo / una vez más".

 




[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
4 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El paraíso de los nerds

Finalmente pude ver la peli de Tarantino. Que aquí en España (sí, estaré saltando entre Madrid y Barcelona durante unos pocos días) se llama Malditos bastardos y en la Argentina Bastardos sin gloria. 

La verdad es que le tenía miedo. Kill Bill me había parecido una pavada y Death Proof una idiotez sin redención. Para colmo, que el amigo Quentin se metiese con la Segunda Guerra y la cuestión judía (Malditos bastardos imagina la existencia de algo parecido a un grupo terrorista judío que elige como blancos a los nazis) no constituía el mejor de los augurios. Si algo demuestran sus películas más valiosas (de Reservoir Dogs a Jackie Brown) es que a Tarantino el mundo real lo tiene sin cuidado.

Por fortuna, el amigo Quentin se toma el trabajo de establecer desde el vamos que lo que cuenta Malditos bastardos no es real y que aunque tome elementos históricos no ocurre en la Historia sino, más bien, en un universo imaginario al que habría que llamar Movieworld, o para ser más precisos, Tarantinolandia: un lugar entre fantástico y hostil donde sólo sobrevivirá aquel que sepa más cosas sobre el cine en general, y sobre determinados géneros en particular. La leyenda que abre el film lo pone en claro: ese érase una vez establece que lo que estamos por ver tiene la consistencia de los cuentos de hadas.

A partir de allí, lo que se narra tiene el mismo peso, y el mismo valor, de aquellas películas de la Segunda Guerra que tanto disfrutamos cuando niños. No, claro que no estoy hablando de La lista de Schindler: hablo de Los cañones de Navarone y de Doce del patíbulo. Películas de acción lisa y llana, que emplean los condimentos históricos para sazonar el guiso pero que no tienen más preocupación que la de entretener.

Alguien me dijo que Malditos bastardos es una película que defiende el accionar terrorista, y que dado que el film procede de Hollywood, esto entrañaría una buena noticia: la peli de Tarantino operando como una suerte de Caballo de Troya, desde el corazón mismo del imperio. Yo entiendo el razonamiento, pero creo que es dar por el pito más de lo que el pito vale. Para mí Malditos bastardos es una peli entretenida, infantil en la mejor de las acepciones, que no puede menos que producir delicia en los cinéfilos. Al fin y al cabo se trata de un film que reescribe la Historia desde el cine, con un poco más de gracia pero con el mismo propósito con que Rambo II reescribía la guerra de Vietnam: para que cierta gente se sienta heroica y victoriosa por algo que, por cierto, nunca se animó a hacer en el mundo real. El paraíso de los nerds.

Lo que hay que agradecerle a Tarantino es que haya sincerado sus propósitos. Creo que este hombre se convertirá en el ser más agradecido del mundo cuando la gente deje de verlo como un Autor (con mayúsculas, a la francesa) para mirarlo tan sólo como un entretenedor a la manera de sus ídolos. (Sin ir más lejos, Bastardos está llena de guiños a Sergio Leone, que se hizo famoso filmando westerns en Italia que no tenían más pretensión que la de homenajear al género divirtiéndose en el proceso.)

Vean Malditos bastardos y pásenla bien. Está llena de momentos divertidísimos. Por ejemplo el momento en que Aldo Raine, el personaje de Brad Pitt (más errolflynnesco que nunca) intenta hablar con acento italiano. Pero para mí, la mejor broma de todas pasa por la intención de hacer pasar a un ex crítico de cine, el teniente Archie Hicox, por un personaje heroico. Casi me caigo de la butaca de la risa...




[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
2 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Polémica animada

Chema Lobo me preguntó qué pensaba sobre la controversia desatada por Molina Foix con su artículo Dibujos animados. Para los que nada saben del asunto (como no lo sabía yo hasta entonces): Molina Foix disputa el hecho de que la historieta sea un arte en serio; critica la atención que se le dedica en los medios, festivales, museos y salones de exposición y ve mal que el Ministerio de Cultura otorgue premios a sus creadores; califica al historietista como “dibujante de monigotes”; pone a la disciplina más cerca del parchís y los juegos de mesa que de las obras imperecederas del arte; y dice, por último, que las viñetas satíricas y la caricatura política (George Cruikshank, sostiene, sí era un gran artista) pueden “reformar el mundo con su trazos” a diferencia de la historieta –“un entretenimiento muy menor”.

         Yo tengo la sensación de que se trata de una humorada de Molina Foix. (A quien no conozco más que de nombre: como ven mi ignorancia es oceánica, una de las consecuencias, mucho me temo, de mi pasión por las historietas.) Para empezar, creo que no tiene sentido tomarse en serio ningún artículo que sostenga que el Arte Equis es mejor que el Zeta. Esta es una discusión tan seria como la que pretende dirimir si uno ama más a su mamá que a su papá. Yo me siento más cerca de algunas disciplinas (el cine, la literatura) que de otras, pero nunca me atrevería a decir que Saul Bellow es mejor, o más importante, que Rembrandt. Los dos son esenciales en lo suyo, aunque yo esté en condiciones de apreciar a uno más que al otro.

         Cuando se entiende que parte de la crítica pasa por el hecho de que un Ministerio conceda no sólo la misma dignidad, sino además el mismo dinero al “dibujante de monigotes” que al novelista, poeta o ensayista, queda revelado que la objeción ya no es estética. Lo que hace Molina Foix es indignarse (de manera muy graciosa, insisto) porque alguien de los que juega en el otro patio se está quedando con los laureles y el dinero que debían, a su juicio, quedar en casa.

         Lo que está claro es que no tiene sentido hablarle de las glorias que la historieta produjo a lo largo de su historia. Sería un ejercicio tan inútil como pretender que a un daltónico vea los colores que no puede ver por culpa de su condición. Si Molina Foix no se ha dado por enterado en todo este tiempo de que el género está lleno de obras de arte imperecederas, ya no lo verá nunca. Defender un arte que se defiende por sí solo a través de sus obras es un ejercicio tan vano como intentar convencer a alguien, a esta altura del partido, que el cine puede ser un arte y no una monigotada. Hay gente que todavía discute el Big Bang y la evolución de las especies, y antes que polemizar con ellos prefiero dedicar mi energía a otros menesteres.

         Lo que termina demostrando que se trata de una humorada es la reivindicación que pretende hacer de las viñetas satíricas y la caricatura política. Puede que Cruikshank (a quien admiro, siendo como era uno de los ilustradores de mi amado Dickens) haya “reformado” al mundo, pero si uno acepta esta noción se vuelve improcedente negarle entidad a las historietas popularísimas que sin duda revolucionaron la cultura: tan evidentes, tan definitorias del paisaje mental que la imaginación humana desarrolló en su andar, que ni siquiera hace falta mencionarlas por su nombre.

Lo de Cruikshank y Daumier es, según entiendo, el punchline de la broma. Tengo la sensación de que se lo ha leido mal: lo que busca el artículo no es lanzar una polémica necesaria y mucho menos provocar indignación, sino producir una sonrisa. Pero en fin, así es como lo veo yo, que no dejo de ser un sudaca que no ha ganado premio alguno ni ha figurado jamás en las listas de best sellers.



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
30 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Ghettolandia

No dejen de ver District 9 de Neill Blomkamp. (Sector 9, aquí en Latinoamérica.) Hace mucho que no veo una película tan entretenida y a la vez tan inquietante.

La anécdota es simple. Blomkamp imagina que una nave extraterrestre ha quedado varada sobre el cielo de Johanesburgo, Sudáfrica, durante veinte años; y que sus tripulantes, una raza a la que los humanos llaman prawns (gambas, o camarones) porque se ven tan feos como un crustáceo, terminan hacinados en un ghetto llamado Distrito 9. El film -que se inicia como si fuese un documental- muestra la puesta en práctica de una iniciativa gubernamental para desplazar a los prawns lejos de la ciudad, a 240 kilómetros de Johanesburgo. La idea es convencerlos de que el nuevo emplazamiento es mejor que el actual. Pero está claro que el Distrito 10 no es más que un campo de refugiados, por no decir lisa y llanamente campo de concentración. El hecho de que el operativo de relocación esté a cargo de una empresa privada llamada MNU, cuya actividad más lucrativa es la fabricación de armas, no deja demasiadas dudas sobre la intención oficial.

El relato se centra en la peripecia de Wikus van der Merwe (deslumbrante Sharlto Copley), el empleado al que MNU pone al frente del operativo. Wikus desprecia a los prawns tanto como los demás. Le parecen desagradables, tontos e indignos de ser considerados en el mismo nivel de un humano. Pero un hecho fortuito (que no revelaré aquí, por cierto) lo obligará a cruzar la divisoria de aguas y a experimentar lo que los prawns experimentan. Lo cual, por cierto, no tiene nada de agradable. Una cosa es pertenecer al bando de los explotadores, y otra muy distinta encontrarte en el extremo inconveniente del látigo.

Los apuntes de Blomkamp sobre el racismo que los humanos (¡sin distinción de color!) practican sobre los prawns son punzantes. Resultan verosímiles dentro del universo alternativo del film (a cuyo realismo contribuyen los efectos del film, irreprochables), y al mismo tiempo son un espejo apenas deformante de las variantes de la segregación que los humanos practicamos con los otros humanos -aquellos que a tantos se les antojan tan feos, sucios y malos como los prawns.

Todos tenemos prawns viviendo cerca de casa. District 9 nos lo recuerda con las mejores armas de la ficción especulativa.



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
28 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Todos juntos ahora

Perdonen por el cuelgue de estos días. Pero estoy trabajando contra reloj para cumplir con un deadline: Mario Cuenca Sandoval me pidió un relato para una antología de cuentos ligados a Los Beatles, y sudo la gota gorda en pos de una buena versión de lo que bauticé Two Virgins.

         Mientras tanto, si no se ofenden me gustaría compartir un texto que publiqué el domingo pasado en el suplemento Radar de Página 12, celebrando la salida de la nueva edición de la discografía Beatle.

………………………………………………………….

 

La palabra singularidad está de moda. Penrose y Hawking la utilizan para explicar un fenómeno que representa una excepción al campo gravitacional. Vernor Vinge llama ‘Singularidad’ al momento del futuro que sobrevendrá una vez que desarrollemos una máquina superinteligente. Robin Hanson sostiene que a lo largo de la Historia la humanidad protagonizó muchas ‘singularidades’ que entrañaron saltos cualitativos y cuantitativos –la Revolución Industrial, sin ir más lejos.

         La remasterización de la música de Los Beatles constituye una mini-singularidad: las cifras indican que, por sí sola y en escasos días, le concedió a la moribunda industria discográfica un salto cuantitativo, metiendo cinco álbumes en el Top Ten y vendiendo casi un millón de ejemplares. En sí mismos, ni los Box-Sets ni los discos individuales necesitan más justificación que la que exhiben: cualquier excusa para volver a escuchar esa música es buena en sí misma. (Por cara que nos cueste.) Pero lo que la tecnología y la remezcla conceden al oyente no es una gracia menor.

Al resetear la vieja música, dotándola de la sonoridad que nos habituamos a registrar desde la invención de la tecnología digital, Los Beatles quedaron en pie de igualdad con el resto de los artistas que grabaron desde los ’70 hasta hoy. Y una vez puestos en la misma línea de largada, lo primero que salta al oído es hasta qué punto siguen estando a años luz de todo lo demás, dicho esto con cariño y respeto por otros artistas. No deberían ni siquiera tomarse el trabajo de sentir ofensa: con una Singularidad es imposible competir –y eso es lo que fueron Los Beatles, y lo que siguen siendo: un salto cualitativo tan inesperado, y tan irrepetible, que la ciencia sólo puede explicarlo una vez consumado. (La que suele explicar este tipo de cosas con más naturalidad es, por cierto, la religión.)

         La escucha cronológica de los álbumes, de Please Please Me a Abbey Road con el intercalado de Past Masters, equivale a la posibilidad de observar la evolución desde el homo sapiens hasta Bill Gates en el lapso de unas pocas horas: no existe forma de contemplar el principio y conjeturar lo que habrá de ocurrir, lo insólito del camino que se tomará y las alturas que conquistará en su vuelo. En la retrospectiva, parece fácil oír algunas de las canciones primitivas y concluir que tanto Lennon como McCartney todavía estaban en vías de convertirse en buenos compositores. Pero no hay forma de escuchar Little Child y conjeturar que en el futuro de esos artistas –un futuro que ya existía, si hay que creer en la noción del tiempo difundida por el bueno de Einstein- ocurriría algo como Strawberry Fields Forever.

         Lo que va de un punto a otro es inefable. Podemos, sí, desmenuzar cada elemento de lo preexistente: en qué track y en qué dosis hay elementos de rhythm & blues, del cancionero de music hall, de bolero, de flamenco, de folk y de raga, dónde hay armonías eólicas y arreglos de jazz, donde melodías que hubiesen conminado a Mozart a devorarse la peluca. Lo que no se puede anticipar ni siquiera hoy es la modalidad de la combinatoria, la progresión a que daría lugar, y en consecuencia la creación de algo completamente nuevo –tanto, que para llegar a fruición tuvo que generar a pasos agigantados una tecnología que por entonces no existía.

         En esa alquimia ladina entre lo viejo –la vastísima tradición que estos muchachos se cargaron sobre los hombros, incluyendo la que ellos mismos desarrollaron a velocidad lumínica durante aquella década- y lo que todavía estaba por venir sin que nadie lo viese venir, hay una experiencia del tiempo que pone a prueba los límites de lo humano. Pero esto es algo que deberían estudiar los científicos. Ya llegará aquel que probará la existencia de universos múltiples con A Day In The Life por todo teorema. Por el momento, el común de los mortales nos contentamos con experimentar esta música que, a la manera del perseguidor cortazariano, mañana estará todavía mejor compuesta e interpretada que hoy; una belleza que ya está grabada de manera indeleble en nuestro cuerpo, y aun así sigue conmoviéndonos porque todavía hoy es, de la manera más inexplicable, inesperada.

         Algún día la tecnología evolucionará al punto de que una cámara nos enseñará el Big Bang, o sea la Primera Singularidad, en vivo y en directo. (Todavía podemos ver sus resabios, cada vez que nuestros televisores se quedan sin imagen y nos muestran una lluvia gris.) Pero por el momento, no tenemos posibilidad de experimentar nada análogo a esa maravilla –salvo atendiendo a Shakespeare, contemplando la pintura One: Number 31, 1950 de Jackson Pollock o rindiéndonos a la música de Los Beatles. 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
25 de septiembre de 2009
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.