Hasta donde sabemos, el universo en su expresión más minúscula está regido por las leyes de la física cuántica. Lo que los científicos dicen al respecto es que, en el dominio de los fotones y de los electrones, lo único cierto es la incertidumbre. Está claro que podemos prever ciertos comportamientos aun cuando no podamos explicar sus porqués, del mismo modo en que muchos de nosotros conducimos automóviles y utilizamos iPhones sin tener la más mínima noción de la tecnología que hace posible su funcionamiento. Pero en lo que respecta a la exótica familia cuántica, ni siquiera los mejores científicos son capaces de transmitir mucho. En 1929 el científico Arthur Eddington trató de sintetizar el dilema en su libro The Nature of the Physical World, diciendo lo siguiente: "Algo que desconocemos está haciendo una cosa que no sabemos qué es". Y como todavía no estaba convencido de haber explicado esta incertidumbre con la elocuencia necesaria, recurrió a unos versos de Jabberwocky de Lewis Carroll ("The slithy toves / Did gyre and gymbal in the wabe") que resultan virtualmente intraducibles, pero que alguien se atrevió a españolizar diciendo, por ejemplo, que agiliscosos giroscaban los limazones.
Y esto, entiéndanlo, es lo más parecido a una definición precisa con que contamos en materia de física cuántica.
Lo que quiero decir es lo siguiente. Durante siglos la religión fue una de las invenciones que, a su manera, explicaba la incertidumbre que es lo único cierto en nuestras vidas. Pero con el correr del tiempo sus interpretaciones archivaron el misterio que estaba en el corazón de su mística para apegarse a la peor, la más torpe de sus herramientas: los dogmas. Hoy en día las religiones suelen limitarse a la prédica de visiones reduccionistas, que no están a la altura imaginativa del universo que nos contiene. Dado lo cual nos quedan tan sólo dos disciplinas que permanecen en contacto con la naturaleza de la existencia, tal como se nos ha ido revelando a lo largo de la Historia: en primer lugar la ciencia (que más allá de su apego a los datos comprobables, ha hecho un uso prodigioso de la imaginación para explicarnos la esencia del tiempo, la multiplicidad de lo real y muchas otras cosas que muy pero muy lentamente van modificando nuestra percepción de lo que es) y en último término -como ya lo habrán conjeturado, quiero creer- el arte.
Dentro del arte mismo, la literatura sigue desempeñando un rol central en el altar del conocimiento humano, por su capacidad de expresar pensamientos y sentimientos tan complejos como (en apariencia, al menos) contradictorios. Para volver a una analogía científica: las computadoras u ordenadores convencionales almacenan y manipulan información codificada en dígitos binarios, o sea múltiples combinaciones de tan sólo dos cifras: 0 y 1. O para ponerlo de otro modo: cuando no es 0 es 1 y viceversa sin otra variante posible, de la misma manera en que un switch sólo puede estar o encendido o apagado. Pero las computadoras u ordenadores cuánticos que sin duda redefinirán nuestro futuro dependen de combinatorias que desafían no sólo la física newtoniana, sino nuestra noción de la lógica. En una máquina cuántica de esta naturaleza -¡al igual que en una novela!- algo puede ser y no ser al mismo tiempo, y además ser pasado y futuro a la vez, y por cierto también ocurrir arriba y abajo en simultáneo.
La ciencia ha debido andar siglos, reinventándose a sí misma una y otra vez, para llegar a sugerir algo -empezando por la característica ilusoria de lo real, siguiendo por la necesidad de desafiar a la lógica cartesiana y llegando, al fin, a la prueba de la existencia de infinitos universos en paralelo- que el arte venía insinuando desde el principio. Y pensar que todavía hay gente que sigue sostienendo que la novela está acabada... En todo caso habría que decir que el mundo estaría llegando, ¡por fin!, a ponerse a tiro de comprender la búsqueda en que la literatura está empeñada desde El cantar de Gilgamesh en adelante.
(Continuará.)
[ADELANTO EN PDF]
