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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Querido Vincent Ward

Pocas cosas me angustian más que una obra de arte ignorada. ¿Cuántas maravillas, cuánta belleza se ha visto impedida de producir su magia por los imponderables de la vida? Días atrás, por obra y gracia de mi viejo reproductor de discos laser, volví a ver Map of the Human Heart, de Vincent Ward. Una de las más bellas historias de amor de la historia del cine -de la que casi nadie, ay, ha oído hablar.

Ward se hizo notar a fines de los 80 con un relato fantástico llamado Navigator. Cuando estrenó Map of the Human Heart -la fecha oficial es 1993, la habré visto poco después- yo estaba ansioso de ver qué nos había deparado esta vez. La película superó todas mis expectativas. Narraba la historia de Avik (Jason Scott Lee), un medio esquimal -su padre era blanco- que era trasplantado a Montreal en 1931 para curarse de su tuberculosis y quedaba transfigurado por el mundo occidental, y de Albertine (Anne Parillaud), otra mestiza, en este caso mezcla de blanco e indígena americano, que conocía a Avik en el mismo internado. Avik y Albertine batallan y se enamoran cuando niños. Separados después de un intento de fuga, vuelven a encontrarse años después, en Londres, durante la Segunda Guerra. Para ese entonces Avik es fotógrafo militar, parte de una tripulación aérea que efectúa vuelos de reconocimiento sobre territorio enemigo, y Albertine trabaja en el centro que recibe e interpreta esas fotos.

Su historia podría ser idílica de no ser por dos intervenciones del destino. La primera tiene la forma de Walter Russell (Patrick Bergin), el cartógrafo inglés que rescata a Avik y lo salva de una muerte segura al llevárselo a Montreal. Al reencontrárselo en Londres, Avik descubre que Russell se ha convertido en el amante de Albertine. Es el tercero en discordia, pero no cualquier tercero: tanto para uno como para otro, Russell representa la figura paterna que nunca han conocido.

La segunda intervención es la de la guerra misma. Avik es el único de su tripulación en sobrevivir al infame bombardeo de Dresden, que Vonnegut inmortalizó en Slaughterhouse-Five. Al caer en paracaídas en medio de las llamas, Avik tiene oportunidad de ver de cerca la clase de destrucción que hasta entonces sólo había visto desde el aire. Y allí cobra sentido lo que Russell le ha dicho antes de volar. Al intentar justificar la decisión del bombardeo sobre una población civil, Russell -que sabe o al menos intuye el amor entre Avik y Albertine- empieza dando razones militares para terminar revelando al menos parte de sus razones personales: años atrás amó a una mujer de Dresden que lo traicionó y despreció. ‘Hasta donde yo sé -confiesa Russell-, ella sigue viviendo allí'. Como todo padre, Russell ha dado la vida -y ahora da razones para rebelarse en su contra.

Creo, imagino, que Ward nunca se repuso de la módica repercusión que obtuvo Map of the Human Heart. Todo lo que sé de él a posteriori indica un sendero de caídas cada vez más profundas: lo echaron de Alien 3, filmó un mamarracho -ambicioso y personal, en tanto lidiaba con la necesidad de reconciliarse con la idea de la muerte, pero mamarracho al fin- llamado What Dreams May Come, y después de allí sólo filmó cosas que nunca se estrenaron, o por lo menos no trascendieron internacionalmente, como el film River Queen del año 2005. No me cuesta nada entender su espiral descendente. Cuando uno pone su alma en algo -y Map of the Human Heart tiene ese espíritu en cada fotograma-, aceptar que toda esa belleza será negada puede quebrar al más fuerte.

Si me encontrase con Ward alguna vez me gustaría contarle de mi hija Milena. Ella era pequeñísima cuando compré el disco de Map of the Human Heart, y por supuesto no entendía aún una sola palabra de inglés. Pero después de haber husmeado las imágenes y los sonidos del film por encima de mi hombro, se pasó meses y meses pidiéndome que se la enseñase otra vez. ‘Poné Avik', me decía. Ayer volvimos a verla juntos después de más de una década. Todavía recordaba la risa del niño y las escenas más indelebles: la abuela de Avik sacrificándose por amor, Avik y Albertine en la cúpula del Royal Albert Hall, o flotando encima de un globo aerostático.

Querido Vincent Ward, tu film es tan maravilloso que logró transfigurar el alma de una niña que ni siquiera entendía sus palabras. Ojalá quede en tu espíritu el deseo de producir el milagro otra vez. 

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5 de febrero de 2008
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Los libros que me hicieron así 1: Antiguo Testamento

/upload/fotos/blogs_entradas/antiguo_testamento_med.jpgEste libro moldeó las vidas de millones de personas criadas en el seno de las tres religiones monoteístas más grandes: el cristianismo, el judaísmo, la fe de los musulmanes. Pero aun aquellos que nacieron fuera de esos círculos recibieron su marca, porque la Biblia es la fuente de las historias seminales que dieron forma a nuestras culturas. Adán y Eva: el placer como pecado, la mujer como tentadora, el hombre como especie caida en desgracia y condenada al dolor. Caín y Abel: el origen de la violencia entre hermanos, un legado de sangre por el que seguimos pagando. David y Goliat: la astucia y la iluminación por encima de la fuerza. Moisés y el Exodo: las ventajas -y peligros- de sentirse el Pueblo Elegido de Dios. Jacob y el Angel: el valor de la determinación, cuando todo parece jugarnos en contra.

Lo bueno del Antiguo Testamento es que, como los más grandes entre los clásicos, crece con nosotros. Al principio nos enamora por el colorido y la dimensión épica de sus historias. (El cinemascope debe haber sido inventado para hacerles justicia.) Después nos somete a sus principios morales, rigiéndonos por ese Decálogo áspero que sólo puede haber sido concebido en el desierto. Al aproximarnos a la madurez se convierte en todo aquello de lo que abominamos: ¿acaso no es Dios el primer genocida, habiendo eliminado al grueso de la especie mediante el Diluvio porque no colmaba sus expectativas? Al volver al texto ya adultos, en lugar del Dios perfecto y omnisciente que nos vendieron cuando niños encontramos a un Dios caprichoso, violento y concupiscente -a cuya imagen y semejanza, ahora sí, nos descubrimos hechos. El Libro de Job nos presenta a un Dios que tortura a un hombre tan sólo para ensalzarse a sí mismo y por eso se llena de vergüenza. El orden original de los libros, tal como lo conserva el judaísmo, permite una lectura con coherencia psicológica: después de hacer sufrir inútilmente a Job, Yahvé ya no vuelve a aparecer en persona en las páginas restantes del volumen.

Las vueltas de la vida me enseñaron a tenerle piedad a ese Dios antropomórfico, que espeja y magnifica todas nuestras glorias pero también nuestras debilidades. Por más que ya no crea en la Verdad que pretende revelar, creo en el valor profundo de muchas de sus historias. Y encuentro ecos de las tribulaciones de sus personajes en cada instancia de mi vida. Todavía hoy, en las horas difíciles, encuentro consuelo en el ejemplo de Jacob y repito la demanda que le formuló al Angel, una bendición que a menudo sólo obtenemos mediante porfía: ‘Dame más vida', más vida no sólo en lo cuantitativo sino en lo cualitativo, una vida más iluminada, más alta, acorde a la promesa de excelencia que la especie se formuló a sí misma desde sus comienzos y que todavía, ¡todavía!, no ha sabido llevar a fruición. 

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4 de febrero de 2008
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Los libros que me hicieron así

/upload/fotos/blogs_entradas/le_morte_darthur1_med.jpgTendemos a pensarnos como el resultado de circunstancias genéticas e históricas: las características de nuestro cuerpo y de nuestra salud nos vienen por vía sanguínea, las características de nuestro derrotero dependen del mundo -el tiempo, el lugar, el sitial preciso en la escala social- que nos haya tocado en suerte. Pero yo creo además que también somos producto de otras filiaciones, acaso -tan sólo acaso- más electivas. Estoy convencido de que en buena medida somos quienes somos a causa de los libros, las películas, las músicas que hemos amado -los libros, las películas, las músicas de de algún modo nos han elegido. ¿Se habría transformado T. E. Lawrence en Lawrence de Arabia de no haberse sentido convocado por sus libros favoritos (La Odisea y Le Morte d'Arthur, que lo acompañaron a su campaña en el desierto) a un destino manifiesto?

Yo creo que soy quien soy, y quien quiero ser, no sólo debido a mi familia y al tiempo y el lugar en que vine a nacer, sino también por obra y gracia de las ficciones que me moldearon como masilla tibia. ¿A qué causa mayor deberíamos atribuir la personalidad del Quijote: a la leche y los cuidados maternos o al permanente influjo de la literatura de caballería?

Durante siglos se nos ha sugerido que el hombre tiene la capacidad de elevarse por encima de sus circunstancias originales. Yo coincido con el dictamen, y precisamente porque coincido creo que las ficciones de las que nos enamoramos nos sirven de nave y de timón hacia el destino elegido.

Existen infinitas formas de escribir una biografía. Una de las menos transitadas y de las más precisas sería la de interpretar la vida a la luz de las obras artísticas que le otorgaron al hombres sus ilusiones, su imaginación, su ética y su horizonte. Aunque más no sea para probar si lo que acabo de decir es practicable, durante las semanas siguientes intentaré listar cuáles son las obras que, hasta donde veo, me han convertido en lo que soy.

Mañana mismo empiezo.

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1 de febrero de 2008
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Un relato inquietante

Terminé Bullet Park, nomás. Extraño libro. Supongo que es el mejor de los elogios que puedo concebir hoy para una novela; algo como Bullet Park sería sencillamente impublicable en estos días, por lo menos en Hispanoamérica. Demasiado impredecible. La de John Cheever es una prosa impecable, aplicada a narrar una creciente sensación de extrañamiento. En algún sentido Bullet Park es como sus protagonistas, Hammer y Nailles: a primera vista parecen convencionales, pero su urbanidad disimula apenas una espiral de descomposición que tan sólo ha empezado a desatarse.

La novela de Cheever está hendida en dos. El primer tramo se dedica a Nailles, cuyo nombre suena igual a ‘clavos' aunque se escriba diferente. Nailles es un buen hombre, o en todo caso alguien que lucha denodadamente por ser un buen hombre, hasta que su vida empieza a girar fuera de control. El primer detonador es la depresión de su único hijo, Tony, que ni siquiera puede levantarse de la cama. El segundo es la muerte de un hombre del vecindario, con quien compartía a diario el tren en dirección a la oficina. El hombre desaparece en las vías, dejando tan sólo un zapato en el andén. El episodio deja a Nailles atenazado por ataques de pánico, que sólo puede conjurar mediante píldoras -que primero consigue legalmente, y después de manera clandestina.

Así como Nailles parece el típico hombre suburbano, sitiado por ‘la honestidad de la desesperación', Hammer -o sea, ‘martillo'- es más bien el típico excéntrico de la literatura norteamericana. Hijo de padre ausente, que en su juventud posó para un escultor llamado Fledspar, Hammer ve a su padre como una de las cariátides masculinas de los grandes edificios que ve a su paso: en Frankfurt, en Berlín, en New York, demasiado ocupado sosteniendo al mundo como para sostenerlo a él. /upload/fotos/blogs_entradas/the_wapshot_chronicle_med.jpgHammer va por la vida como bola sin manija hasta que se instala en el mismo suburbio de Nailles y sucumbe a la locura. Orbitas dispares que confluyen, los destinos de Hammer y Nailles se superponen en la medida en que ambos hombres, cada uno a su manera, van advirtiendo que la realidad es ‘una construcción agradable, bendita y útil' a la que pertenecen -pero cada vez menos, desde que descubrieron que se trata de un artificio.

Un libro perfecto pero inquietante. Me clavó el anzuelo. Voy a ver si me consigo el libro de relatos cortos y su primera novela, The Wapshot Chronicle.

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31 de enero de 2008
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Una esclavitud moderna

Lo que resulta extremadamente cambiante no es la mujer, como pretendía Verdi en Rigoletto, sino la tecnología. ¡No hay forma de seguirle el ritmo! Yo que todavía estoy buscando púa para volver a escuchar mis viejos discos de vinilo, yo que todavía veo algunas de mis películas en sistema laser (por ejemplo Fargo, de la que hablé recientemente), nunca dejo de temer el surgimiento de los nuevos sistemas que tornan obsoleto todo lo que hasta hoy tenía por corriente. ¿Cuánto falta para que den de baja definitivamente el formato del CD y el del DVD? Mis hijas, que todavía no han pasado del MP3 y me hostigan en nombre del iPod, empezarán a reclamar dentro de poco un MP5 -las cosas van tan rápido que terminarán salteándose el actual MP4.

La satisfacción de haberse comprado la última tecnología dura menos que un suspiro. Teléfonos, pantallas de TV, autos, todo es viejo al instante de haber pasado a ser nuestro, y a veces mucho antes de que hayamos terminado de pagar las cuotas. Cada vez que enciendo mi iMac -que ya es obsoleta, puesto que existen modelos más nuevos- la pantalla me tortura con la publicidad de la notebook Air, que no tiene más de 4 mm de grosor. ¡Así no se puede vivir!

Más allá de la broma, la cuestión de la tecnología entraña un peligro. Nadie cuestiona el avance ni el progreso, pero sí la compulsión por lo nuevo. Se nos bombardea a diario con la idea de que lo que tenemos nada vale, que lo verdaderamente bueno -lo cool, lo práctico, lo útil, lo glamoroso- es en todo caso lo que acaba de salir a la venta.

La tecnología consumible -esto es, la aplicación tecnológica que podemos llegar a adquirir, sumándola a nuestros objetos suntuarios- puede convertirse en una esclavitud como cualquier otra. 

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30 de enero de 2008
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La guerra pendiente de Charlie Wilson

Me divirtió Charlie Wilson's War, que aquí en la Argentina rebautizaron Juego de poder, de manera anodina pero acertada: si algo demuestra la película de Mike Nichols escrita por Aaron Sorkin es que el poder no está para nada reñido con lo lúdico. Como dice Gust Avrakotos, el desopilante agente de la CIA interpretado por Philip Seymour Hoffman: "Lo menos que podemos hacer es divertirnos mientras trabajamos'.

Se filmaron muchas películas sobre las guerras en que los Estados Unidos se involucraron durante estas décadas. (Aunque habrá menos de aquí en más, dado que les ha ido muy mal de taquilla -incluso a las que eran buenas.) Quizás por el hecho de ser la única basada en una historia real Charlie Wilson's War también es la única divertida, una comedia brillante a lo Capra aplicada a un tema que nada tiene de gracioso: la ayuda clandestina que el diputado texano Charlie Wilson hizo llegar a los afganos a partir de los años 80, para que enfrentasen al invasor ruso y acelerasen el fin del mundo bipolar. Wilson (un Tom Hanks que disfruta como loco del papel a contrapelo de su imagen) es más un libertino que un liberal: amante de las mujeres, el alcohol y las drogas, no ha hecho gran cosa en Washington más allá de preservarse a sí mismo y conseguir reelección tras reelección por el simple expediente de conceder favores a diestra y siniestra mientras opera a favor de aquellos que lo han convertido en diputado -no los votantes, como se ocupa de aclarar, sino el lobby israelita que subvenciona sus campañas.

Sucumbiendo a la presión de otra lobbista, la millonaria -y ocasional amante- Joanne Herring (Julia Roberts), Wilson accede a visitar Afganistán. Al ver con sus propios ojos la triste condición en que viven los rebeldes afganos, Wilson acepta hacer algo para dotarlos de un armamento que les permita combatir en pie de igualdad, dado que hasta ese momento no les han dado nada más moderno que rifles Enfield de la Primera Guerra. Actuando en equipo con Herring (que ‘ama a Jesús y los martinis', como la describió un periodista) y con el igualmente idiosincrático Avrakotos -este Hoffman se está acostumbrando a robarse cada película en la que aparece-, Wilson convence al Congreso de gastar centenares de millones de dólares y finalmente logra su objetivo. Pero una vez rechazado el invasor ruso, ya no logrará persuadir a sus pares de gastar un solo dólar más en los pobres afganos. Nichols y Sorkin subrayan este abandono, pero evitan decir que una de las consecuencias del mismo es la conversión de Afganistán en santuario para los terroristas -entre ellos el mismísimo Osama. Fieles a la constante de su política exterior del último siglo, cada vez que los americanos ‘arreglan' algo, desarreglan en simultáneo cinco cosas más. Al final del film Nicholson y Sorkin incluyen una frase del Wilson real, que apunta en la misma dirección: el diputado texano, hoy retirado, dice que su país siempre ‘la caga en el partido final'. Más que diagnóstico, la frase suena a profecía.

La conversión de Wilson ocurre cuando se ve impactado por la miseria en que los afganos viven y la violencia insensata que reciben por tratar de conservar su territorio. Mientras contemplaba esas secuencias del film pensé en Gaza, que no luce hoy muy distinta de aquella Afganistán. Pero ningún político de los Estados Unidos tiene hoy el coraje de visitar Gaza. No sea cosa de que se conmueva y se vea obligado a hacer algo.

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29 de enero de 2008
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Una fuerza elemental

En estos días estivales, tan proclives a la frivolidad, la noticia que la gente comenta más aquí en Buenos Aires es el crimen de una mujer joven, asesinada de cuatro balazos en la puerta de su casa. Madre de hijos pequeños, esta chica -Rosana Galliano, 29 años- salió a la puerta al recibir una llamada por el móvil, dado que la señal nunca llegaba bien al interior de la casa. Allí la esperaba alguien que la baleó a quemarropa con una pistola calibre 45. Como la chica estaba separada y en problemas legales con su ex marido (un hombre que le llevaba 30 años y al que había denunciado por malos tratos), y como en la escena se encontró un abrigo de este hombre apellidado Arce, las sospechas se dispararon de inmediato en su dirección.

Ni lerdo ni perezoso, Arce, con aspecto de abuelo más que de marido de la víctima (un tema al que soy particularmente sensible, yo también le llevo mis buenos años a mi mujer), salió a desparramar sospechas en todas direcciones: que los amantes de Rosanna -uno de los cuales sería jardinero, lo cual le da al asunto un toque de Desperate Housewives-; que la hermana de la víctima, con que según Arce sostenía con Rosana una relación lésbica; que el hermano menor de la víctima; que un novio de la adolescencia que trabaja de heladero... Sólo falta que le eche la culpa a sus propios hijos con tal de distraer la atención de su persona y complicar cada vez más el trabajo del fiscal.

/upload/fotos/blogs_entradas/fargo1_med.jpgPor esas casualidades de la vida volví a ver Fargo, aquella maravillosa película de los hermanos Coen. Y la puesta en escena del asunto -la decisión del tan estúpido como ambicioso Jerry Lundegaard (William H. Macy) de secuestrar a su mujer para conseguir dinero de su suegro, contratando para ello a dos criminales tanto más estúpidos y ambiciosos que él- me hizo pensar otra vez en este crimen tan discutido. Suelo pensar que las historias de médicos y hospitales funcionan siempre -por algo sigo la serie E.R. desde hace catorce años- porque la cuestión de vida o muerte que se dirime allí ayuda a echar luz sobre aspectos esenciales de la condición humana. Creo que con los crímenes, y muy especialmente con los pasionales, ocurre algo similar. Lo que los provoca (celos, codicia -el señor Arce se enfrentaba a la perspectiva de un divorcio oneroso), la forma en que ocurren (la llamada fatal motivada por la aparente falta de señal -no hay nada más fácil de fingir que una llamada entrecortada) y lo que hacen después los sobrevivientes (actuar delante de las cámaras llorando sin lágrimas, culparse los unos a los otros) pertenecen a esa clase de reacciones que, más allá de que se pretenda lo contrario, los seres humanos somos bastante más estúpidos de lo que creemos.

Karl Kraus decía que la estupidez es una fuerza elemental, comparada con la cual un terremoto equivale a nada. No pasa semana en que no renueve mi coincidencia con el señor Kraus.

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28 de enero de 2008
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El país del dolor

Estaba leyendo Bullet Park, de John Cheever (Rodrigo Fresán me regaló la novela hace años, nunca la había leido) cuando me enteré de la muerte del actor Heath Ledger. Probablemente no tenga nada que ver con las circunstancias de su deceso: mientras escribo esto las noticias dicen que la primera autopsia no arrojó resultados concluyentes, lo cual pone en dudas las versiones instantáneas sobre depresión y sobredosis, pero la superposición de las dos circunstancias -la noticia de la muerte de un hombre joven, mi lectura del capítulo IV del relato de Cheever- hicieron inevitable que las ligase en mi mente.

Al comienzo del capítulo IV hay un párrafo de antología en que se revela que el personaje Nailles siempre pensó "que la pena y el dolor eran un Principado, que existía en algún lugar más allá de las fronteras legítimas de la Europa Oriental". Estadounidense prototípico de los años de la Guerra Fría, Nailles desterró el dolor a un paraje exótico que no tiene intenciones de visitar nunca; en estos días, nosotros tendemos a ubicar el mismo Principado en algún lugar de Africa, de esos en que los niños ofician de soldados y se procura un genocidio diario. Nailles admite recibir postales desde el Principado de tanto en tanto, y sufrir pesadillas en las que entrevé sus montañas terribles desde la ventana de un tren, pero está decidido a no viajar jamás a esa tierra "donde el palacio ha sido convertido en hospital y los ríos de sangre producen espuma bajo el arco de los puentes".

Nada más humano que el deseo de imaginar que la pena y el dolor son una realidad distante. El problema de ser demasiado exitosos en esa fantasía es lo que suele ocurrir cuando pena y dolor golpean finalmente a la puerta -un destino que suele sernos inescapable. La experiencia traumática puede sugerir que nos hemos mudado por la fuerza al Principado, y que todo lo que nos rodea son estatuas grotescas y ríos de sangre. Y la vida no es ni una cosa ni la otra: acaso un tour con fecha de vencimiento, que nos lleva y nos trae de ambos territorios. La sensación de que el tren descarriló dejándonos varados en el Principado puede ser desesperante, lo entiendo. Pero nunca hay que olvidar que, incluso en el peor de los casos, la visita es transitoria. Porque el país del dolor es el mismo país de la alegría profunda. La cuestión es saber esperar que el tren coja la curva.

Ojalá el Principado no haya sido el paisaje que Ledger visitó en sus últimos tiempos, aun cuando los demás lo creían viviendo en una tierra de bonanza. Ojalá no sea el paisaje que ustedes visitan hoy.

Ningún río sigue siendo rojo cuando llega al mar.

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24 de enero de 2008
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Réquiem para un payaso

Me apenó la muerte de Heath Ledger. Porque era joven, porque estaba criando a una hija de apenas 2 años, porque parecía tener todo el futuro por delante. No hace mucho hablé maravillas aquí mismo de los minutos iniciales de The Dark Knight, la última película que completó en el icónico papel de The Joker, némesis excluyente de Batman -porque en comparación, todos sus otros adversarios palidecen. Por lo que se veía en ese aperitivo, su interpretación se alejaba de la vena payasesca del personaje (que define la actuación de César Romero en la serie de TV, y consume la de Jack Nicholson en el Batman de Tim Burton) para aproximarse a la idea que muchos tenemos de lo que el Joker es en verdad: un asesino ocurrente pero siempre despiadado, cuyo sentido del humor nunca deja de ser macabro. En esencia el Joker es un emisario de la muerte. El maquillaje es tan sólo su manera de hacernos saber que la gracia del asunto -eso de que estemos tan mal preparados para recibirla, por ejemplo- no se le escapa.

/upload/fotos/blogs_entradas/el_actor_heath_ledger_med.jpgYa me había impresionado en su momento uno de los afiches de la película que se estrenará a mediados de año. Mostraba una imagen del Joker interpretado por Ledger, con esa cara que parece haberse lavado con un cóctel de ácido y sangre, y el slogan: Why so serious? ¿Por qué tan serio? Imagino que la corrección política hará que retiren esos afiches de circulación, cuando en realidad deberían imprimir más y pegarlos por todas partes. El tono ominoso del afiche sólo aumentaría a sabiendas del destino de su actor. Creo que la intención del director Christopher Nolan era la de crear un personaje inquietante, ante el cual uno no sabe qué es más adecuado, si reír o temblar. Consciente o no de ello, Ledger acaba de ayudarlo a conseguir su objetivo. Nada de lo que diga en el film se salvará de ser sometido a dobles lecturas. ‘Lo que no nos mata nos hace más extraños', dice el Joker allí parafraseando a Nietzsche.

Lo que mató a Ledger nos hizo más extraños, en efecto.

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23 de enero de 2008
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La tómbola del Oscar

Y salieron las nominaciones para los premios Oscar, nomás... Predecibles como suelen serlo, dicho sea de paso. Nadie dudaba de que las películas de los Coen (No Country for Old Men, basada en la novela de Cormac McCarthy), Joe Wright (Atonement, basada en la novela de Ian McEwan) y Paul Thomas Anderson (There Will Be Blood, basada en el relato de Upton Sinclair llamado Oil) iban a estar entre las más nominadas, debido a la buena prensa que deriva de su prestigioso origen literario, sus aclamadas interpretaciones -de Javier Bardem a Daniel Day Lewis- y su aliento épico, que suele ablandar las rodillas de los votantes de Hollywood.

Siempre hay lugar para algunas sorpresas: la performance de Juno, por ejemplo, que además de las esperables nominaciones para su actriz -Ellen Page- y su guionista debutante -Diablo Cody- arrancó un reconocimiento para su director, el muy joven Jason Reitman, hijo a su vez del conocido director de comedias Ivan Reitman. Esto no es malo de por sí, dado que está bien que alguna vez nominen al director de una comedia -Juno lo es- en vez de privilegiar, como suelen hacer, a los directores de dramones como los antes mencionados. El asunto es que nominar a Reitman significó no sólo desbancar a Joe Wright -que dirigió una de las candidatas a mejor película, Atonement, a pesar de lo cual se quedó sin diploma: se ve que esta ‘best picture candidate' se dirigió sola-, sino también que se ningunease a directores que sin duda alguna se merecían figurar en el quinteto seleccionado. Por ejemplo David Fincher, por Zodiac. O Sean Penn, cuya Into the Wild resultó groseramente ignorada: ni siquiera seleccionaron al actor Emile Hirsh, cuya actuación -según dicen: tal como protesté días atrás, en Hispanoamérica seguimos sin ver la mayor parte de los títulos en danza- figuraba en todas las listas de favoritas.

/upload/fotos/blogs_entradas/4_months_3_weeks_and_2_days_med.bmpOtro asunto notable es el retroceso del cine mundial en la consideración de Hollywood. Hasta el año pasado venía viéndose un módico reconocimiento: películas chinas, mexicanas, japonesas se veían distinguidas en categorías que iban más allá de la obvia de Mejor Película Extranjera -llegando, en algunos casos, a disputar Mejor Película a secas. Este año se ve un contraataque de la producción americana. Yo no sé si Juno merece estar en el podio de las mejores películas, pero sí me consta que Michael Clayton no debería estar allí, así como tampoco debería estar su director y guionista, Tony Gilroy, y ni siquiera su protagonista George Clooney -con todo lo bien que me cae. Me huele que películas como Sweeney Todd o The Diving Bell and the Butterfly, ¡e incluso la misma Zodiac!, harían allí un mejor papel. Muchos críticos -los del New York Times- sostienen que la rumana 4 Months, 3 Weeks and 2 Days debería ser candidata a Mejor Película, pero no figuró por ninguna parte. The Diving Bell obtuvo algunas candidaturas a pesar de que está hablada en francés, pero su director, Julian Schnabel, es norteamericano -¡y resultó seleccionado como posible Mejor Director! Y las nominaciones a Bardem y Marion Cotillard por La Vie en Rose tampoco cuentan: en Hollywood suelen nominar actores extranjeros, lo que les cuesta es nominar películas, directores, guionistas que no tengan pasaporte americano, o en su defecto inglés.

Discutir el Oscar es un deporte de práctica anual. En caso de que la ceremonia no se realice a causa de la huelga de guionistas, mi simpatía anticipada para los ganadores: debe ser feo llegar a ganarse un Oscar para recibirlo no ante los ojos del mundo, sino por correo.

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22 de enero de 2008
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El Boomeran(g)
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