Marcelo Figueras
Me divirtió Charlie Wilson’s War, que aquí en la Argentina rebautizaron Juego de poder, de manera anodina pero acertada: si algo demuestra la película de Mike Nichols escrita por Aaron Sorkin es que el poder no está para nada reñido con lo lúdico. Como dice Gust Avrakotos, el desopilante agente de la CIA interpretado por Philip Seymour Hoffman: "Lo menos que podemos hacer es divertirnos mientras trabajamos’.
Se filmaron muchas películas sobre las guerras en que los Estados Unidos se involucraron durante estas décadas. (Aunque habrá menos de aquí en más, dado que les ha ido muy mal de taquilla -incluso a las que eran buenas.) Quizás por el hecho de ser la única basada en una historia real Charlie Wilson’s War también es la única divertida, una comedia brillante a lo Capra aplicada a un tema que nada tiene de gracioso: la ayuda clandestina que el diputado texano Charlie Wilson hizo llegar a los afganos a partir de los años 80, para que enfrentasen al invasor ruso y acelerasen el fin del mundo bipolar. Wilson (un Tom Hanks que disfruta como loco del papel a contrapelo de su imagen) es más un libertino que un liberal: amante de las mujeres, el alcohol y las drogas, no ha hecho gran cosa en Washington más allá de preservarse a sí mismo y conseguir reelección tras reelección por el simple expediente de conceder favores a diestra y siniestra mientras opera a favor de aquellos que lo han convertido en diputado -no los votantes, como se ocupa de aclarar, sino el lobby israelita que subvenciona sus campañas.
Sucumbiendo a la presión de otra lobbista, la millonaria -y ocasional amante- Joanne Herring (Julia Roberts), Wilson accede a visitar Afganistán. Al ver con sus propios ojos la triste condición en que viven los rebeldes afganos, Wilson acepta hacer algo para dotarlos de un armamento que les permita combatir en pie de igualdad, dado que hasta ese momento no les han dado nada más moderno que rifles Enfield de la Primera Guerra. Actuando en equipo con Herring (que ‘ama a Jesús y los martinis’, como la describió un periodista) y con el igualmente idiosincrático Avrakotos -este Hoffman se está acostumbrando a robarse cada película en la que aparece-, Wilson convence al Congreso de gastar centenares de millones de dólares y finalmente logra su objetivo. Pero una vez rechazado el invasor ruso, ya no logrará persuadir a sus pares de gastar un solo dólar más en los pobres afganos. Nichols y Sorkin subrayan este abandono, pero evitan decir que una de las consecuencias del mismo es la conversión de Afganistán en santuario para los terroristas -entre ellos el mismísimo Osama. Fieles a la constante de su política exterior del último siglo, cada vez que los americanos ‘arreglan’ algo, desarreglan en simultáneo cinco cosas más. Al final del film Nicholson y Sorkin incluyen una frase del Wilson real, que apunta en la misma dirección: el diputado texano, hoy retirado, dice que su país siempre ‘la caga en el partido final’. Más que diagnóstico, la frase suena a profecía.
La conversión de Wilson ocurre cuando se ve impactado por la miseria en que los afganos viven y la violencia insensata que reciben por tratar de conservar su territorio. Mientras contemplaba esas secuencias del film pensé en Gaza, que no luce hoy muy distinta de aquella Afganistán. Pero ningún político de los Estados Unidos tiene hoy el coraje de visitar Gaza. No sea cosa de que se conmueva y se vea obligado a hacer algo.