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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El último espectador (3)

En una entrevista concedida a Roberto Guareschi y Jorge Halperín, Piglia cita a Paul Valéry: "La era del orden es el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias". Lo que Piglia sugiere es que la sociedad debe ser vista como una trama de relatos. Dice: el Estado narra. También narran las religiones. Y por supuesto el capital, el poder del dinero. Esas narraciones se cuidan de perturbar sus respectivas conveniencias, de ahí que el sistema funcione casi sin chirridos. A veces surgen relatos contrapuestos, que ponen la trama en movimiento: el socialismo, por ejemplo. Pero lo más frecuente es que el sistema eche a circular relatos que justifican su accionar, ficciones concebidas como mecanismos de control: la narrativa del terrorismo escatológico es la más popular en estos días.

/upload/fotos/blogs_entradas/crtica_y_ficcin_med.jpg¿Cuál es el rol del cine y de la literatura en este mundo saturado de relatos? Difícil hacerse oír en un panorama tan lleno de ruido. La atención que el escritor, que el cineasta, concitan se ha vuelto mínima, las luces iluminan en otra dirección. Cito al Piglia de Crítica y ficción, en diálogo con Graciela Speranza: "Hay una narración social muy fuerte, que viene del Estado, de la cultura de masas, y después una suerte de ejército en retirada que sería la narración literaria, con un pelotón de vanguardia que realiza acciones de hostigamiento. La gente busca la narración en otro lugar, no porque la narración vaya a desaparecer, sino porque la novela ha perdido el lugar que tuvo en el siglo XIX, cuando la gente leía libros de Dickens como hoy mira televisión". Asimismo existe un ejército en retirada de la narración cinematográfica, porque el cine también perdió el lugar que tenía en el siglo XX, cuando la gente miraba películas como hoy mira televisión, o materiales fragmentarios en la pantalla de su ordenador.

Haber quedado en minoría, al borde de la clandestinidad, resulta seductor: lo convence a uno a ocupar el rol del rebelde. Mi duda es la siguiente. En un mundo atravesado por relatos, el hecho de que los hombres y mujeres que consagran su vida al arte de narrar sean desplazados al límite entre la marginalidad y la intrascendencia, ¿es lo que corresponde que ocurra -o se trata más bien de un error del que artistas y críticos somos cómplices?

/upload/fotos/blogs_entradas/respiracin_artificial_med.jpgLa narración no va a desaparecer, dice Piglia. Eso lo entendemos sin problemas, la especie humana necesita narrarse tanto como respirar. No conocemos mejor forma de pensar que mediante narraciones, por algo comprendemos mejor una historia que un silogismo. Respiración artificial, sin ir más lejos, apila citas, argumentos, datos, pero el corazón de su reflexión procede mediante la ficción: lo que explicaría la Historia con mayúsculas es un encuentro posible, pero imaginario, entre Kafka y Hitler.

La frase clave es aquí la siguiente: La gente busca la narración en otro lugar. ¿Por qué hace semejante cosa? ¿Porque la narración está en otro lugar por definición, o porque ya no la encuentra donde solía estar, esto es en la obra de los narradores, por así decirlo, vocacionales? Responder esta pregunta es clave, porque no tengo otro modo de determinar si las acciones de hostigamiento que estaríamos realizando transforman nuestra realidad, o si se trata más bien de esos gestos pour la gallerie que abundan en la práctica política: gritar cambio para que nada cambie, reacciones concebidas para producir prestigio en el mundo endogámico de los narradores. 

                                                      (Continuará.) 

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18 de abril de 2008
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El último espectador (2)

Todo empezó tirando del hilo de otra frase de Borges, que Piglia cita en El último lector: "La certidumbre de que todo está escrito nos anula y nos afantasma". Está claro que la tradición literaria es más copiosa, dado que es infinitamente más antigua, que la cinematográfica, ¿pero no es verdad que nos abruma una sensación parecida respecto del cine: la de que ya todo está filmado, editado en DVD o colgado de YouTube y por ende visto por alguien -por alguna clase de espectador?

El desarrollo de los medios electrónicos contribuyó, y lo seguirá haciendo cada vez más, a rediseñar los paisajes. Ya no habitamos la misma ciudad de nuestra infancia, ahora vivimos en un bosque de pantallas, tan lleno de signos como los árboles lo están de hojas verdes. La omnipresencia de la imagen concebida como artefacto narrativo es asfixiante. Miremos donde miremos, veremos alguna imagen desnaturalizada, esto es, no la imagen de algo que simplemente es u ocurre, un fenómeno físico elemental, sino una imagen que ha sido concebida para tratar de decirnos algo.

Piglia señala que en Borges, la fantasía del incendio de la biblioteca funciona como la promesa de un alivio. (¿No lo sería también la ceguera, en este contexto: la liberación de la obligación de leer más, de ver más?)

En Sylvie and Bruno Concluded, Lewis Carroll imagina un mapa "en escala uno a uno", que coincidiría con los límites del mundo que describe. En pleno siglo XIX el creador de Alicia intuía ya una posibilidad aterradora, que el siglo XXI amenaza con transformar en pesadilla: la posibilidad de que la representación sustituya la realidad, obturándola. Por eso surge la fantasía de desmontar el bosque abigarrado: la biblioteca llena hasta el tope y la cinemateca infinita, esa ciudad de espejos que nos anula y nos afantasma.

Cine y literatura nos pondrían hoy delante de la misma disyuntiva: ¿cómo inscribirse en la tradición, cómo aprovechar los espacios vacíos que quedan en la trama del bosque, para respirar y crecer y multiplicarse, todas esas necesidades que son expresión inclaudicable de nuestra existencia?

/upload/fotos/blogs_entradas/quemandolibros1_med.jpg

¿Deberíamos incendiar la biblioteca, la cinemateca, para llevar a fruición la tentación de Borges y labrarnos un nuevo comienzo? ¿O es que existe manera de dejar de considerarlas obstáculo para escribir nuevamente las novelas, para filmar nuevamente las películas, a la manera de lo que Pierre Menard quiso hacer a partir del Quijote? (No seríamos los primeros: Gus van Sandt filmó Psicosis calcando plano por plano el original de Hitchcock, como si la mímesis fuese la clave de la magia.)

Lo que Piglia el ensayista atribuye a Borges es un camino alternativo: todo lo que nos estaría permitido a los hijos de este tiempo, lo único que nos quedaría por hacer, ensarzados como estamos en este bosque de signos y de imágenes, sería releer, esto es, leer de otro modo. Por extensión, en lo que hace al cine tampoco nos quedaría más remedio que releer, o para ser más preciso: re-ver lo ya filmado. Si algo está claro es que ya no podemos leer ingenuamente, ni mucho menos ver ingenuamente.

Pero aun si asumiésemos in toto la premisa, no habríamos resuelto más que un mecanismo para insertarnos en la tradición. Habríamos encontrado, sí, la manera de resolver el dilema del artista burgués: cómo hacer para lograr ser leídos, vistos. Al instalarnos en el nicho que la tradición preparó, le facilitaríamos a los críticos el trabajo de leernos: entenderían todas las claves, manejarían todos los códigos requeridos para la comprensión de la obra. Esta solución sería la única necesaria en un mundo sin más textos que los literarios y más imágenes que las cinematográficas. Pero vivimos en un mundo lleno de otros textos, que no sólo no son literarios, sino que además ahogan y tergiversan a las obras literarias; un mundo lleno de imágenes que contaminan las imágenes cinematográficas.

Si cambiásemos de encuadre, rechazando el recorte de la realidad propio de la TV para concederle un formato más panorámico -nada por debajo de los 70 mm-, el dilema cambiaría también. Ya no se trataría de encontrar el modo de escribir ficción en una cultura que jura que todo ha sido escrito, ni de descular el modo de filmar ficción en una cultura que pretende haber agotado todos los géneros. La pregunta sería otra, más abarcativa, más comprometedora (o mejor aún, más peligrosa): ¿cómo producir ficción en una sociedad construida sobre ficciones? O para ser más preciso: construir ficción en una sociedad de masas conectada por medios electrónicos y basada en ciertos mitos fundacionales (las religiones, las Constituciones nacionales), ¿puede producir algo parecido al arte imperecedero -o tan sólo conformidad con el sistema? 

                                          (Continuará.) 

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17 de abril de 2008
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El último espectador

Durante esta semana, en Madrid, Casa de América ofrece un ciclo de homenaje al escritor y ensayista argentino Ricardo Piglia, autor de Respiración artificial y de Plata quemada y guionista de films como La sonámbula y Corazón iluminado. Lo que sigue es el texto que, si todo ha salido bien, presenté ayer martes en el contexto del ciclo. Lo reproduzco a partir de hoy en varias partes porque expresa algunas cosas en las que creo profundamente -en parte grito, en parte manifiesto-, pero ante todo porque me gustaría saber qué piensan ustedes de estos asuntos.

Abro el juego, pues. Soy todo oídos

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/upload/fotos/blogs_entradas/plata_quemada2_med.jpgBuscar a Piglia en las películas que llevan su nombre es una tarea desconcertante. Su obra literaria y ensayística se sostiene por sí sola, pero sus aportes al cine suponen otro tipo de viaje. ¿Existe algún hilo común entre la comedia Comodines, la ciencia ficción de La Sonámbula, el neo-noir de Plata Quemada y la nostalgia de Corazón iluminado? Las películas de Piglia son un objeto extraño, literalmente ex-céntrico. Muchos las ignoran como parte de su obra, considerándolas una distracción. Yo que lo conocí cuando me propuso guionar una historia suya para la TV -que iba a dirigir Adolfo Aristarain, nada menos-, creo por el contrario que en sus aventuras audiovisuales hay algo más parecido a un plan secreto que a un capricho.

Pero entiendo que su cine aparezca como un enigma a ser develado, el objeto de una investigación detectivesca de esas que tanto le gustan. ¿Qué se ve de Piglia en las películas con cuya creación colaboró? ¿Podemos distinguir la marca del autor en esas imágenes, o es que desapareció dentro de sus historias -Piglia como el escritor ausente, afantasmado?

La pista para salir de este laberinto la encontré en un pasaje de Respiración artificial, el primero de sus libros que leí, en algún momento de la década del 80 que se convirtió en una bisagra en mi vida. Allí Renzi, recurrente alter ego de Piglia, sugiere que para saber lo que Borges piensa de la literatura argentina no hay que escuchar lo que dice en reportajes y artículos. Si uno se deja engañar por esa corriente, encontraría que Borges elogia a Mallea, a Carmen Gándara "y a otros maestros por el estilo". No, según Renzi -según Piglia-, lo que hay que hacer para saber a quién admiraba de verdad es "mirar sobre quién ha escrito Borges su ficción, o mejor, a qué escritores argentinos usó como tema de sus relatos". Esto es: José Hernández, Sarmiento, Lugones, Arlt.

¿Se puede descubrir qué trata de decir Piglia a través del cine, recurriendo no sólo a las pruebas convencionales, en este caso las películas en cuyos créditos figura, sino a sus textos? Después de todo el cine es un arte de colaboración, del cual un escritor es apenas un engranaje. Pero los textos en los que Piglia habla de cine son demasiado escuetos para extrapolarles una teoría. ¿Es posible completar los vacíos aplicando al cine alguno de los conceptos que Piglia usa en sus ensayos?

Yo lo intenté. El resultado es una teoría descabellada, más apropiada a un congreso de ciencia ficción o las catacumbas de un culto nuevo que a un lugar como este, pero de todos modos les pido que sean indulgentes. Seguramente fui demasiado lejos (no sin agonía, ojalá esto cuente en mi favor), pero dado que ustedes ya están aquí, permítanme explicarme. 

                                                     (Continuará.) 

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16 de abril de 2008
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Un mundo sin Google

La idea cruzó por mi mente como un rayo, en un ramalazo de pánico. Había intentado frotar la lámpara en vano varias veces sin que el genio apareciese. No había caso: la conexión a internet funcionaba perfectamente -pero no podía acceder a Google.

Me pregunté qué sería de mí si Google colapsaba. ¿Cómo haría para buscar información a toda velocidad, para recordar fechas, para chequear la correcta grafía de los nombres? Tuve que hacer un esfuerzo para tranquilizarme. Me dije que yo era hijo de una cultura libresca, que había crecido consultando volúmenes polvorientos, que era dueño de una memoria nada desdeñable -poco seria respecto de las fechas, pero confiable en lo que hace a datos, historias y grafías. En el peor de los casos volvería a las viejas y buenas prácticas. Pero me alarmó descubrir hasta qué punto me había vuelto adicto a Google, al high que proporciona tener acceso inmediato a millones de informaciones.

¿En qué nos convertiremos mañana, nosotros los Google-dependientes? Más aun: ¿qué será de las nuevas generaciones, que nunca han debido sumergirse en una enciclopedia de papel en busca del dato esquivo? ¿Qué les ocurrirá el día que se apague la luz, cuando el truco de decir la palabra mágica y conjurar la verdad ya no funcione? ¿Es posible dar con algún modo de capitalizar las ventajas de la tecnología sin que nos volvamos más frágiles, más débiles?

El futuro va a ser una temporada de lo más interesante.  

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15 de abril de 2008
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REM acelera

Me complace anunciar que la banda REM no sólo está viva, sino que además goza de buena salud. Su último trabajo, Around the Sun, había presagiado lo peor. Me recuerdo escuchando el CD una y otra vez, tratando de hacer pie en alguna canción... y fracasando estrepitosamente. Around the Sun era la intrascendencia hecha disco. Tratándose de una banda que yo había llegado a considerar una de mis favoritas de los últimos veinte años (aliviando, junto con U2, el inmenso vacío dejado por Los Beatles tras su disolución), la suya era una catástrofe de dimensiones homéricas. Por suerte los miembros de REM comprendieron también que habían tocado fondo y decidieron hacer algo al respecto... o morir en el intento. Su nueva obra, Accelerate, es su disco más fresco y vital en mucho tiempo.

Me hice fan de REM desde los comienzos, cuando el single Radio Free Europe se me pegó con la persistencia de una infección. Recuerdo haber comprado sus primeras obras -hablo de los años 80, la última época del vinilo- en la disquería que el periodista Alfredo Rosso tenía en la galería Bond Street. Me encantaba la guitarra a lo Byrds de Peter Buck, la voz dulce y a la vez poderosa de Michael Stipe, las imágenes oscuras de las letras y el gótico sureño que se desprendía de todas las canciones. Con el tiempo adquirieron la variedad y la perfección de una banda clásica; sigo creyendo que Automatic for the People es uno de los mejores discos de la historia del rock, en la misma liga -por ejemplo- de Sgt. Pepper. (Nightswimming, que allí figura, es además una de las canciones más bellas que conozco.)

Accelerate huele a refundación. Ya desde la tapa, cuyo arte en blanco y negro parece más propia de una banda que comienza -y se autogestiona- que de un supergrupo. Es otra vez un disco de rock clásico, que regresa a la guitarra de Buck y sus inagotables arpegios. Más energético -la propulsión de Living Well is the Best Revenge, que abre el disco, establece el tono- que contemplativo, se las arregla de todas maneras para incluir una de esas baladas que REM hace tan bien: Until the Day is Done no desentona en compañía de clásicos como Everybody Hurts.

Stipe también volvió a su mejor forma, con letras que van de lo lírico a lo vitriólico (Accelerate puede ser leido como un disco sobre el estado de las cosas en USA), lleno de alusiones al apocalipsis y la cultura pop -desde Harry Houdini, un favorito de este servidor, a otro favorito: Blade Runner, en el verso "Tyrrell y su búho mecánico" de Sing for the Submarine- y un fraseo algo dylaniano que le percibo por primera vez. La música proveerá la luz, no puedes resistirte, canta en I'm Gonna DJ, que cierra el disco con ese pop viral que es una de sus marcas de fábrica -desde Radio Free Europe.

REM se las ingenió siempre para funcionar como banda sonora de mi vida, regalándome siempre la canción justa -la letra justa- en el momento indicado. Accelerate no es la excepción. Sólo eres tan grande como tus batallas, dice Stipe en Horse to Water, la canción de alguien que se niega a ser vencido.

Tomo debida nota. 

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14 de abril de 2008
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Diez cosas que no entiendo de los hombres

Hace ya mucho que la revista Esquire -la versión original, puesto que ahora existen sucursales- figura entre mis favoritas. (No es poco mérito. ¿Cuántas otras -por ejemplo la Rolling Stone original- se me han caido del podio con estruendo?) Más allá de sus artículos, suele incluir columnas que encuentro muy graciosas, como la que se llama The Rules, o sea Las reglas. (Un ejemplo de la edición de este mes. Regla No. 538: Cuidado con la tercera cosa -secuela, porción, bebida, esposa.) Pero una de las que más me hace reír se llama Diez cosas que no sabes sobre las mujeres, escrita cada mes por una figura distinta -mujer, por supuesto. Este mes le toca el turno a la actriz Leslie Mann, cuyo item No. 5 dice: Cuando les preguntamos cómo se ve nuestro trasero dentro de un jean, deben ser brutalmente honestos y completamente positivos a la vez. Cómo lograrlo es problema de ustedes.

/upload/fotos/blogs_entradas/scarlett_johansson_2_med.jpgA modo de homenaje, y consciente de que conviene mirar la paja en el ojo propio antes que la escoba del ajeno, me tomaré la libertad de recrear la sección, puntualizando cosas de mi propio género que suelen dejarme azorado.

1. Scarlett Johansson. De verdad: ¿es para tanto?

2. El heavy metal y sus variantes, que pasan todas por música de machos. ¿Pelo largo, ropa de cuero, ojos delineados, gritos agudos? Un psicólogo aquí.

3. Los rituales de cortejo. Tanta historia, tanta cultura, pero a la hora de impresionar a una mujer seguimos siendo tan ridículos -y fatuos- como un pavo real.

4. El complejo de Edipo. El amor por la autora de nuestros días me parece natural, pero sin exagerar. Yo tiendo a coincidir con Holden Caulfield: todas las madres están ligeramente locas.

5. La forma en que salpican tablas y mingitorios. A veces no sé si orinan o revolean el bastón a lo Chaplin.

6. Las proyecciones de lo fálico. Antes que invertir energía en ganar fortunas y conducir automóviles más grandes, ¿por qué no seducir de manera creativa a la mujer deseada, y ya?

7. Norris. Stallone. Schwarzenegger. Seagal. Tristes espejos.

8. El vello corporal. Las corbatas. Seriamente: ¿a quién se le ocurre?

9. Ir a ver fútbol a un estadio. Hay cosas mejores que hacer cuando uno escapa de casa.

10. Los preservativos. Tanta ciencia, tanta tecnología, ¿y todavía no pudimos inventar algo mejor?

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11 de abril de 2008
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Me gusta la mugre

Miro la serie Dirt casi con cargo de conciencia. Su protagonista, Lucy Spiller (Courteney Cox), editora de la revista DirtNow, no tiene casi ningún rasgo redimible: haría cualquier cosa -de hecho, hace cualquier cosa- con tal de conseguir un escándalo que poner en tapa y así mantener su medio a flote. En algún sentido, Dirt (es decir, literalmente: mugre) me produce la misma sensación que tengo cuando leo las novelas sobre Tom Ripley que escribió Patricia Highsmith: encuentro al personaje moralmente repugnante, pero no puedo evitar desear que salga bien parado de sus peripecias.

¿Por qué será que la intimidad de los famosos nos genera un morbo semejante? Suelo despreciar los programas de cotilleo locales, pero admito estar al tanto de lo que les ocurre a las estrellas internacionales. (A veces es casi inevitable: ¿debajo de qué piedra habría que esconderse para no enterarse del último papelón de Britney Spears o de la caida de Paris Hilton?) Pero la excusa que suelo darme -lo que les pasa a las vedettes de cuarta de la Argentina no sería tan interesante como, por ejemplo, cualquier cosa que le ocurra a George Clooney- es tan endeble que no me la creo ni yo. Cambiará el elenco de acuerdo a cada persona, pero a (casi) todos nos interesan las cosas que le ocurren a los talentosos, los ricos y los poderosos más allá del campo estrictamente laboral. ¿Cuán loco está Tom Cruise en verdad? ¿Quién nos cae mejor: Carla Bruni o con la ex esposa de Sarkozy? ¿Cuánto dinero dijeron que gastó el ex de Britney en Las Vegas?

Quizás nos produzca placer enterarnos de que esta gente, a pesar de tenerlo todo en apariencia, también puede ser castigada cuando incurre en los pecados que nosotros no nos atrevemos a cometer. Una satisfacción venal que nos justificaría en lo que tenemos de timoratos.

Mientras tanto, por supuesto, seguiré viendo Dirt.

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10 de abril de 2008
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Director se busca

Nunca tuve problemas en aceptar que, en buena medida, formatos televisivos como el de la serie y la miniserie ocupan hoy el sitial que otrora se reservaba a la novela. Narrativas largas -llevo catorce años viendo E.R.-, complejas, corales, con la ambición del fresco de época. Ayer Balzac, hoy Los Soprano. Más aun, el esquema de la miniserie es prácticamente el único adecuado para la adaptación de ciertas novelas, como las de Dickens, como las de John Irving, cuyo encanto pasa en parte por la posibilidad de desarrollar empatía con una gran serie de personajes -y eso requiere tiempo.

Bleak House, que suele traducirse al español como Casa desolada, es una de mis novelas favoritas de Dickens. Además de contar como protagonista a uno de sus mejores personajes, la sufrida Esther Summerson, Bleak House es particularmente contemporánea en algunos de sus temas -la asfixiante burocracia de la maquinaria legal, la corrección política que Mrs. Jellyby dedica al Africa al tiempo que descuida a su familia- y modernísima en su escritura, que alterna las voces de Esther y de un narrador omnisciente. Ya había leido por ahí que la BBC había hecho una adaptación para la TV a la que se le prodigaban elogios, y durante mi viaje a Londres me ocupé de buscar su edición en DVD.

/upload/fotos/blogs_entradas/bleakhouse_2_med.jpgCon Gillian Anderson (Scully en The X Files) como Lady Dedlock y Charles Dance como el malévolo Tulkinghorn, la miniserie Bleak House está en efecto muy bien. Pero aunque sortea la zancadilla en la que suelen caer las adaptaciones de Dickens al cine -a saber, la necesidad de comprimir tanta gente y tantas peripecias en hora y media-, comete un error que termina desmereciendo el resultado final. Es fácil entender por qué tuvo tanto éxito en Inglaterra, donde compitió de igual a igual con otras series en horario central: bien llevadas, las historias de Bleak House conforman sin problemas un melodrama con todas las de la ley -lo que nosotros llamamos teleteatro, o culebrón, con su mezcla de romances, secretos, conflictos sociales e injusticias varias por resolver. Donde Bleak House la miniserie traiciona a Bleak House la novela es en su imposibilidad de narrar en un estilo tan rico, tan inagotablemente creativo -o como lo pondría Borges: tan interminablemente heroico- como el de la prosa de Dickens.

Tan sólo en el primer capítulo, llamado In Chancery, Dickens nos hace descender lentamente sobre una Londres que es a la vez modernísima y antediluviana -hay un megalosauro que hace una aparición especial-, donde el barro original y la niebla de los tiempos se van fundiendo con el humo de la industria hasta disiparse en el umbral de Chancery, la corte de Justicia en la que nunca se imparte justicia. Leyéndolo hoy, da la sensación de que Dickens estaba dando instrucciones para el uso de un steadycam y el adecuado empleo de los efectos digitales: le llevó al cine más de un siglo de desarrollo tecnológico para ponerse en condiciones de narrar Bleak House tal como Dickens la cuenta.

Ahora sería necesario un director que fuese mezcla de David Lean y de Tim Burton para filmar Bleak House con un estilo tan maravilloso como el que Dickens crea. Hace falta más que tecnología para hacerle honor a ciertos relatos; en el caso de Bleak House, no se necesitaría nada por debajo del genio.

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9 de abril de 2008
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Dame algo de verdad

Es una pena que Into the Wild, la última película dirigida por Sean Penn, no haya obtenido la repercusión que se merecía. A pesar de haber ganado algún Globo de Oro y alguna nominación igualmente marginal en la tómbola del Oscar, las características de su narrativa -una historia triste, desnuda de falsos consuelos- debe haber convencido a los distribuidores de sus escasos prospectos comerciales. Aquí en la Argentina ni siquiera se la estrenó, condenándonos a contemplar los paisajes del film -panoramas magníficos de los Estados Unidos, con climax en Alaska- rotos por el pixelado del televisor.

Basada en el libro de non fiction de Jon Krakauer, Into the Wild narra la historia real de Christopher McCandless, un chico que al terminar la secundaria con promedio brillante decidió apartarse del sendero más transitado -la universidad, el trabajo formal, la fundación de una nueva familia- para dedicarse a viajar por su país rumbo a Alaska, sinónimo de una tierra indómita que todavía mantenía a raya a aquello que suele llamarse civilización. McCandless rompió sus tarjetas de crédito, donó el dinero de sus estudios a Oxfam y se rebautizó a sí mismo Alexander Supertramp, decidido a convertirse en efecto en un supervagabundo -un émulo contemporáneo de Thoreau.

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Más allá de los paisajes, de la sentida actuación de Emile Hirsch y de las canciones de Eddie Vedder, Into the Wild es una tragedia americana con todas las de la ley. El relato de Sean Penn no tarda en revelar que el combustible que puso en marcha a McCandless fue su sed de alguna clase de verdad, en un mundo (y en un país, habría que decir) asfixiado por sus propios artificios. Después de descubrir que lo habían engañado toda la vida -su historia familiar no era la que le habían contado desde pequeño-, y de comprender que esa mentira no resultaba ajena a la violencia que imperaba en el hogar paterno, McCandless huyó hacia delante. Persuadido de que en la naturaleza encontraría esa verdad sin tapujos que su familia y su sociedad le retacearon siempre, la abrazó con el fervor de los conversos. Pero cometió el error de creer que sería tan piadosa como eminente. McCandless murió en algún momento de agosto de 1992, en el interior del ómnibus destartalado que había convertido en su hogar. Posiblemente envenenado por unas semillas que comió -a pesar de que había tomado el recaudo de llevar consigo una guía de vegetales comestibles, Tana'ina Plantlore-, terminó consumido. A la hora de su muerte no pesaba ni 40 kilos.

Aquellos que también buscamos algo de verdad en este mundo de apariencias y mentiras institucionales, haríamos bien en tener en cuenta que el idioma en que se expresa no es necesariamente el que dominamos: no existen guías ni manuales que decodifiquen la verdad. Su fulgor no debería ocultar el hecho de que suele ser cruel. Into the Wild es un pequeño pero conmovedor recordatorio de que la búsqueda de la verdad en nuestras vidas no ocurre jamás en ausencia de riesgo. 

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8 de abril de 2008
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Más grande que la vida misma

Ocurrió durante muchos años, en plena Semana Santa. Era un tiempo en que no existían los videoclubes y mucho menos los DVDs, por lo que no quedaba más remedio que ver cine en el cine (o malamente por TV.) Como solía pasar, la inminencia de las Pascuas sugería a distribuidores y exhibidores la conveniencia de ponerse piadosos. En televisión programaban Rey de reyes y Marcelino pan y vino. Pero había un cine -el Gaumont sobre la avenida Rivadavia, que tenía una maravillosa pantalla de 70 mm-, que reponía siempre la misma película, esa que yo acudía a ver año tras año en mi peculiar versión de lo que debía ser una peregrinación. Se trataba de Ben Hur, dirigida por William Wyler y protagonizada por Charlton Heston. La reponían porque Jesús tenía algo que ver con el asunto, pero yo iba a verla por otras razones. Las secuencias en las galeras -ah, ese mar que se curvaba eterno en la pantalla de cinemascope-, la carrera de cuadrigas en el estadio colosal, el horror que me producían el cuerpo mutilado de Messala y las llagas de las mujeres leprosas. La primera vez que la vi, mi madre aceptó taparme los ojos cada vez que aparecían Miriam y Tirzah, madre y hermana de Judah Ben Hur, enfermas de lepra por obra de la perfidia del villano. Con sucesivas visiones advertí que no había nada monstruoso en ellas. El horror estaba tan sólo en el interior de mi cabeza -y en las acciones de los hombres.

/upload/fotos/blogs_entradas/charles_heston_as_benhur._med.jpgDurante mucho tiempo sentí un poco de vergüenza cada vez que confesaba que Ben Hur me encantaba. (Y me encanta todavía: no hace tanto que la he vuelto a ver, y me sigue produciendo las mismas emociones.) Para muchos no es una película seria, les suena a sinónimo de esos mamotretos de capa y espada que por entonces estaban de moda... y ahora también. Qué quieren que les diga, al lado de Gladiator, Ben Hur me sigue pareciendo una obra de arte. Nunca dejará de ser una de las películas que marcó mi vida.

Enterarme ayer de la muerte de Charlton Heston me produjo tristeza. Decir que me gustaba como actor también me dio siempre un poco de vergüenza, en especial desde que se hizo republicano y defendía el derecho a portar armas de sus compatriotas. Michael Moore puso al viejo en ridículo en Bowling for Columbine. Yo prefiero creer que el asunto no era ajeno a sus problemas con el alcohol y el diagnóstico de Alzheimer. Pero durante muchos años, Heston fue para mi el sinónimo de ‘la' estrella de cine, la clase de actor que me movía a ver películas tan sólo porque aparecía en ellas. Le debo una larga lista de films para mí inolvidables: Marabunta, La agonía y el éxtasis (siempre fui fanático de Miguel Angel), A Touch of Evil, El planeta de los simios, Soylent Green... Ahora me arrepiento de no haber comprado la nueva edición de El Cid en DVD, que codicié en París durante mi último viaje.

Para mí fue siempre sinónimo del actor más grande que la vida misma -tenía esas facciones que parecían esculpidas por el mismísimo Michelangelo-, y en condición de tal me inspiraba a vivir la vida como una Aventura con las mayúsculas de rigor. En un tiempo que insiste en tratarnos como enanos y sugiere que ya no podemos narrar ni siquiera nuestras propias vidas, aquellas viejas películas de Heston me recuerdan por qué decidí vivir la mía en 70 mm y cinemascope. 

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7 de abril de 2008
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El Boomeran(g)
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