Marcelo Figueras
Ocurrió durante muchos años, en plena Semana Santa. Era un tiempo en que no existían los videoclubes y mucho menos los DVDs, por lo que no quedaba más remedio que ver cine en el cine (o malamente por TV.) Como solía pasar, la inminencia de las Pascuas sugería a distribuidores y exhibidores la conveniencia de ponerse piadosos. En televisión programaban Rey de reyes y Marcelino pan y vino. Pero había un cine -el Gaumont sobre la avenida Rivadavia, que tenía una maravillosa pantalla de 70 mm-, que reponía siempre la misma película, esa que yo acudía a ver año tras año en mi peculiar versión de lo que debía ser una peregrinación. Se trataba de Ben Hur, dirigida por William Wyler y protagonizada por Charlton Heston. La reponían porque Jesús tenía algo que ver con el asunto, pero yo iba a verla por otras razones. Las secuencias en las galeras -ah, ese mar que se curvaba eterno en la pantalla de cinemascope-, la carrera de cuadrigas en el estadio colosal, el horror que me producían el cuerpo mutilado de Messala y las llagas de las mujeres leprosas. La primera vez que la vi, mi madre aceptó taparme los ojos cada vez que aparecían Miriam y Tirzah, madre y hermana de Judah Ben Hur, enfermas de lepra por obra de la perfidia del villano. Con sucesivas visiones advertí que no había nada monstruoso en ellas. El horror estaba tan sólo en el interior de mi cabeza -y en las acciones de los hombres.
Durante mucho tiempo sentí un poco de vergüenza cada vez que confesaba que Ben Hur me encantaba. (Y me encanta todavía: no hace tanto que la he vuelto a ver, y me sigue produciendo las mismas emociones.) Para muchos no es una película seria, les suena a sinónimo de esos mamotretos de capa y espada que por entonces estaban de moda… y ahora también. Qué quieren que les diga, al lado de Gladiator, Ben Hur me sigue pareciendo una obra de arte. Nunca dejará de ser una de las películas que marcó mi vida.
Enterarme ayer de la muerte de Charlton Heston me produjo tristeza. Decir que me gustaba como actor también me dio siempre un poco de vergüenza, en especial desde que se hizo republicano y defendía el derecho a portar armas de sus compatriotas. Michael Moore puso al viejo en ridículo en Bowling for Columbine. Yo prefiero creer que el asunto no era ajeno a sus problemas con el alcohol y el diagnóstico de Alzheimer. Pero durante muchos años, Heston fue para mi el sinónimo de ‘la’ estrella de cine, la clase de actor que me movía a ver películas tan sólo porque aparecía en ellas. Le debo una larga lista de films para mí inolvidables: Marabunta, La agonía y el éxtasis (siempre fui fanático de Miguel Angel), A Touch of Evil, El planeta de los simios, Soylent Green… Ahora me arrepiento de no haber comprado la nueva edición de El Cid en DVD, que codicié en París durante mi último viaje.
Para mí fue siempre sinónimo del actor más grande que la vida misma -tenía esas facciones que parecían esculpidas por el mismísimo Michelangelo-, y en condición de tal me inspiraba a vivir la vida como una Aventura con las mayúsculas de rigor. En un tiempo que insiste en tratarnos como enanos y sugiere que ya no podemos narrar ni siquiera nuestras propias vidas, aquellas viejas películas de Heston me recuerdan por qué decidí vivir la mía en 70 mm y cinemascope.