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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Vaya broma

Según un cable de la agencia AP, el escritor Milan Kundera habría denunciado a un espía de Occidente en los años 50 ante las autoridades del régimen comunista checo. Una vez apresado el sospechoso, llamado Miroslav Dvoracek, habría sido forzado a trabajar en las minas de uranio durante 14 años. /upload/fotos/blogs_entradas/milan_kundera_1_1_med.jpg

¿Se le puede creer a un documento de la policía comunista, rescatado del olvido medio siglo después por una entidad de nombre equívoco: Instituto para el Estudio de los Regímenes Totalitarios? (La denominación no especifica si se los estudia porque se los odia o se los admira.) ¿Tiene sentido que Kundera haya sido soplón para el régimen que siempre denostó, y que terminó inspirando su exilio? Según la versión, Dvoracek habría dejado una maleta en el apartamento de una mujer, que se lo contó a su novio para que éste a su vez se lo refiriese a Kundera, que habría entonces efectuado la denuncia. Suena al juego del teléfono descompuesto: una información demasiado vaga, y por ende de doble filo para alguien que quisiese congraciarse con el régimen. ¿Y si resultaba falsa?

Lo único cierto es que el generalmente discretísimo Kundera salió de inmediato a desmentir la especie. Según declaró a una agencia de noticias llamada CTK, nunca conoció a ese hombre. Kundera responsabilizó al Instituto y a los medios de intentar destruir su reputación y su persona ante el gran público.

¿Desmerecería el hecho, de ser real, novelas como La broma y La insoportable levedad del ser? Claro que no. Las grandes novelas son una destilación de lo mejor de sus autores, y nunca debe adjudicárseles sus miserias humanas. (Una de las razones por las que perseguimos el texto perfecto es la de crear algo en nuestras vidas que esté libre de las debilidades que expresamos a diario.) Pero por cierto, no me gustaría ser Kundera el hombre de resultar verdadera la historia. (Que no lo parece, insisto: hasta Dvoracek suena a personaje inventado por un escritor melómano como K.) Los artistas soñamos con producir belleza e inspirar a muchos, o a lo sumo con sacudir conciencias. Cargar con el peso de esos años de trabajos forzados sobre nuestras almas sería más de lo que podríamos soportar.

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14 de octubre de 2008
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El héroe más improbable

En un mundo donde tantos que por definición deberían velar por nosotros -desde padres a funcionarios electos- son los primeros en traicionarnos, ¿por qué sorprenderse de que un asesino serial pueda funcionar como héroe?

Basada en una serie de novelas de Jeff Lindsay, la serie Dexter cuenta con que esa inversión de valores no espantará a aquellos que crecimos en una sociedad heredera del Cambalache discepoliano. (‘Hoy resulta que es lo mismo /ser derecho que traidor / ignorante, sabio, chorro / generoso o estafador. Todo es igual / nada es mejor...'.) De acuerdo a la anécdota, Dexter Morgan (Michael C. Hall, el hermano gay de Six Feet Under) sufre de niño el trauma de ver a su madre despedazada por una sierra eléctrica y crece con irrefrenables tendencias psicopáticas. Lejos de condenarlo o institucionalizarlo, su padre adoptivo, el policía Harry Morgan (James Remar) lo insta a que dirija su violencia tan sólo hacia aquellos que, aunque tan psicopáticos como Dexter, eligen como víctimas a ciudadanos inocentes y escapan del cerco de la ley. El hecho de trabajar como forense en la policía de Miami facilita a Dexter el acceso a estos malvivientes. La pregunta subyacente a la historia es simple: el hecho de hacer algo ‘bueno' -esto es, liberar a la sociedad de tantos predadores, por más que se lo haga de modo ilegal-, ¿basta para redimir a un psicópata?

Producida por el canal de cable Showtime -que también lanzó otras series risqué como Weeds y Californication-, la tan divertida como adictiva Dexter ya tiene dos temporadas editadas en DVD y una tercera que debutó días atrás en los Estados Unidos. El tono general del relato es liviano, no perdiendo nunca de vista el hecho de que Dexter se considera desconectado de todo sentimiento: verdadera o imaginada, esta distancia ayuda a que la perspectiva mezcle asombro y malicia en partes iguales. Por eso, aunque no rehuye los hechos de sangre ni la crueldad del peculiar métier al que Dexter se aboca, la serie está más cerca de la sensibilidad pop del escenario de Miami que del profundo cuestionamiento existencial. Dexter transcurre en un universo donde todos los valores han sido relativizados; donde, como decía más arriba, las madres prostituyen a sus hijas (hubo un caso así en la Argentina, revelado días atrás) y los gobernantes electos espían a sus ciudadanos, los envían a guerras indefendibles o los despojan de todos sus ahorros. Pero tampoco pretende reflexionar seriamente sobre el asunto: se contenta más bien con solicitar del espectador el beneficio de la duda, a sabiendas de que en este mundo los héroes serán improbables -o no serán.

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13 de octubre de 2008
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Escribir para el cine (5)

Los escritores tenemos mucho que hacer en el territorio del cine, hoy más que nunca. La narrativa audiovisual está llamada a jugar un rol clave en la integración de nuestras naciones, en la expresión de nuestras realidades y de nuestros deseos, en la consagración del talento latino como moneda de circulación internacional. Es tiempo de que cumplamos con nuestra parte: produciendo obras llamadas a la moralidad del conocimiento e inspirando al mundo entero. El talento existe, aunque las circunstancias suelen ser tan apremiantes que sólo permiten el ocasional brillo individual. Lo que precisamos ahora es sagacidad, decisión... y paciencia de sabios.

Si no lo hacemos así, no inspiraremos otra cosa que una tristeza parecida a la del final de Hamlet; esto es, la tristeza por las obras que el príncipe nunca llegó a escribir, por la realidad que nunca llegó a modificar por la vía del arte para la que estaba tan bien preparado. ¿Qué es lo que determina la caida de Hamlet y la subsecuente tragedia? Durante siglos se interpretó Hamlet como el drama de un hombre que no se atreve a actuar, consumido por un dilema metafísico: la cuestión del ser-o-no-ser sería tan grave que anularía cualquier acción previa. Esta es una visión que conviene a los poderes de este mundo: nos halaga diciéndonos que la humana es la especie más espléndida, tan elocuente y rica en entendimiento como Hamlet mismo, a la vez que sugiere que la inacción es la consecuencia más natural de la autocontemplación. Eso es el mito de Narciso, en todo caso, y no Hamlet. Humildemente, desde el culo del mundo y como hijo de un continente que alberga las mayores injusticias sociales, me atrevo a interpretar la sagrada tragedia de otra manera.

Así de talentoso y de iconoclasta como se lo ve, Hamlet sucumbe cuando se rinde al peso de la convención. En la hora decisiva, deja de actuar como el hombre nuevo que insinuó encarnar y procede como el hombre viejo que lo precedió: su padre, el otro Hamlet, el monarca autárquico y violento. Durante algunos actos nos convenció de ser un artista de verdad, nunca lo vemos más pleno y feliz que cuando interactúa con la compañía teatral. Es entonces que escribe una pequeña pieza-dentro-de-la-pieza, con la intención de interpelar a su tío Claudio, convencido de que el arte modificará la realidad. Pero cuando esa pequeña obra llega a su climax, Hamlet la interrumpe y torna imposible que Claudio vea su rostro monstruoso en el espejo del arte. Es decir: le impide al arte jugar su parte.

Las palabras con que apura al actor que representará el crimen son una exhortación a sí mismo. Comienza, asesino, se dice, abriéndole paso a su parte peor: al Hamlet que es digno hijo de su padre genocida, prefiriendo la venganza a la creación. Sobre el final, resulta inevitable que Fortinbras solicite para el príncipe honores de guerrero. Vaya ironía. ‘Hamlet, que aspiraba a cosas más nobles, es tratado en su muerte como si fuese tan sólo una imagen de su padre', dice el ensayista Harold Goddard, para después reinterpretar el ser-o-no-ser de un modo que trasciende el pantano filosófico y lo convierte en programa de acción: ‘Shakespeare parece decir: imaginación o violencia. No existe otra alternativa'.

Nos encontramos en la disyuntiva del príncipe. Henos aquí, una pléyade de Hamlets convencidos del poder del arte y aun así temerosos de confiar en él hasta sus últimas consecuencias. La inacción, la queja, la autojustificación, el individualismo, la falta de iniciativas comunes no son alternativa para nosotros. Nuestra única opción es la que acabo de mencionar: imaginación o violencia. O ponemos nuestra imaginación en acto, convirtiéndonos además de artistas en artistas de nosotros mismos, o volveremos a ser víctimas -o peor aún: ¡cómplices!- de la violencia.

El resto es silencio.

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10 de octubre de 2008
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Escribir para el cine (4)

Entiendo cada película como un pequeño laboratorio revolucionario. Un grupo de gente, compuesto por personas a menudo antitéticas, se propone encontrar un territorio común para impulsar un proyecto que los identifique a todos en su justa medida. Por fortuna el cine superó ya noción constrictiva del director como autor único (basta de liderazgos mesiánicos), y por fortuna también sigue poniendo barreras a la dilución de la identidad de los creadores, sugerida por la anonimidad de internet.

Hace algún tiempo en el New Yorker, Terrence Rafferty atribuyó a Guillermo Arriaga las siguientes declaraciones: "Cuando oigo hablar de cine de autor, yo digo siempre cine de autores. El cine es un proceso colaborativo... Sería saludable que existiese un debate al respecto". No puedo estar más de acuerdo. A esta altura de la historia, la vieja teoría de que un film es hijo tan sólo de su director resulta tan absurda como pretender que una criatura es producto de un único progenitor, cuando se necesitan dos para procrearla y bastantes más para criarla como se debe.

Escribir para el cine me anima a exponer mi visión sin temer las visiones de otros; a escuchar más allá de los prejuicios; y a permitirme el coraje de cambiar. Desde que escribo guiones mis propios procesos como novelista se modificaron: ahora hago circular mis originales entre muchas manos, para prestarme a la prueba de fuego del disenso o de la incomprensión. Y mi trabajo sale fortalecido de esta instancia.

Desde que escribo para el cine me siento menos aislado como creador.

Su fragor me impulsó también a enfrentar realidades a las que, en la burbuja acustizada del escritor, había ignorado a pesar de que me perjudicaban. Los escritores no somos proclives a la conexidad, a la consciencia social y política, a la operativa gremial. Los cineastas de América Latina, en cambio, estamos obligados a defender nuestro quehacer a diario. Hablamos seguido, conspiramos contra la realidad, salimos a la calle a trasformarla. Luchamos contra molinos de viento, a menudo ayudados por subvenciones estatales que sin embargo no solucionan los problemas de distribución ni de exhibición.

Lo inexplicable es que nuestra combatividad se agote en las fronteras nacionales. Vivimos como si estuviésemos solos, como si nuestra problemática fuese única en el continente. Ahogados por nuestros problemas individuales, no terminamos de percibir que al uruguayo le ocurre lo mismo, y al brasileño, y al mexicano. Las películas que se hacen en un país raramente llegan a otro, a pesar de que cuentan historias que podrían ser compartidas, dado que nacen de situaciones similares. Nos sentimos felices cuando alguna major (las grandes distribuidoras de los Estados Unidos) compra nuestra obra, porque eso mejora sus chances en el estreno local; pero ignoramos, o preferimos no ver, que la misma major no hará esfuerzo alguno por estrenarla en otros territorios porque su prioridad será Harry Potter o cualquier otra de sus producciones.

La historia caliente nos envía señales que sería conveniente registrar. Los Estados Unidos construyeron un imperio a partir del lema haz lo que yo digo, mas no lo que yo hago. Por eso han defendido su producción cultural así como defienden la primacía de sus cultivos: de la manera más agresiva. Ellos son conscientes de que su producción artística es vital no sólo para otorgar trabajo a sus gremios específicos, sino para exportar además un modo de vida y los consumos que de él se derivan. El cine, la música y la TV de USA nos impusieron la omnipresencia del inglés, un modo de concebir la política, modas y modismos, productos alimenticios, el culto al automóvil e infinidad de otros usos que hoy nos resultan cotidianos; en este sentido, la cultura de USA funcionó como el Caballo de Troya de USA. Hoy que esta nación está jaqueada por los demonios que convocó en su auxilio, y que -de manera nada casual- su producción cinematográfica cayó en la peor de las mediocridades, se nos presenta una oportunidad única.

Deberíamos empezar, claro, por proteger nuestras democracias para que sus procesos no vuelvan a interrumpirse, como tantas veces durante el siglo XX: es imperativo que no empecemos de cero a cada tropiezo sino que avancemos, aunque sea con pasos pequeños. Y una vez establecida la velocidad crucero, implementar políticas culturales que ayuden a venderle al mundo nuestros películas y nuestros libros, del modo en que exportamos tequila, café o brotes de soja. Hechos como el apoyo al proceso democrático boliviano sugieren que nuestros gobernantes aprendieron el valor de la sinergia. A los artistas nos cabe la obligación de entendernos ya, para persuadir a nuestros Estados de que proteger y difundir el patrimonio cultural debe ser una política clave, un sablazo sobre el nudo gordiano de nuestras dependencias. 

                                                                                     (Continuará.)

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9 de octubre de 2008
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Escribir para el cine (3)

Corresponde aquí que realicemos la inversión de la pregunta: ¿tiene el cine algo que aportarnos a los novelistas, además de cheques abultados?

El cine es un maravilloso horizonte creativo para cualquier escritor. Cuando escribo una novela procedo como si fuese no sólo su ‘guionista' (la analogía más natural entre ambas redacciones), sino también su productor, director, actores, fotógrafo, musicalizador y experto en efectos especiales. Esto me pone en una situación donde no existe más límite que el de mi talento: puedo concederme un presupuesto ilimitado y escribir y editar durante años, cosa que un director de cine real no suele estar en condiciones de hacer. Soy libre. Soy feliz. Nadie se mete conmigo. (Salvo la familia, por cierto, cuando reclama que baje de mi nube.)

/upload/fotos/blogs_entradas/mickey_en_fantasa_med.jpgCuando hago cine debo realizar los hechizos cuya fórmula me había limitado a escribir sobre las páginas. A pronunciar los conjuros en voz alta, modificando el mundo real. Todo lo que había indicado debe volverse visible, encarnararse en formas, colores, sonidos. De la mezcla entre mis condiciones y mi suerte depende que mi destino sea el del aprendiz de brujo, que pierde el control de todo como Mickey en Fantasía... o el del brujo mismo. ¿Qué escritor puede resistir la tentación de convertirse en Primer Motor de un universo hasta entonces inmóvil? Es obvio que yo no.

Claro: mientras intento hacerlo, a diferencia de lo que ocurre cuando escribo una novela, todo el mundo se mete conmigo. El productor, para empezar. El director, si es que escribo para otro. Y los actores, y los técnicos, y los músicos, y los diseñadores... Esto significa no uno sino docenas de rompederos de cabeza. Pero yo siento que todos y cada uno de ellos valen la pena. ¿Por qué, si crear a solas es tanto más relajado? Tan sólo por lo siguiente: porque crear con otros me enriquece.

Si se tiene el tino de rodearse de colaboradores más talentosos que uno mismo, lo que resulta de presentarles nuestra visión y recibir su feedback es más rico que lo que uno había imaginado por las suyas. Me encanta crear un mundo a partir de la nada; pero disfruto tanto o más cuando la gente con quien me asocio ve cosas de ese mundo en las que yo mismo no había reparado, o me propone instancias superadoras. La idea original se espesa a punto de caramelo, adquiere texturas y sonoridades impensadas. Ya no se trata de una fantasía solipsista, sino de un universo compartido. Y ese juego es, al menos para mí, un placer irrenunciable. Jugar solo está muy bien, pero jugar con otros es simplemente genial.

Eso es lo que el cine aportó a este escritor, más allá de otro continente para sus historias: la sensación del proyecto colectivo. Ahora entiendo el sentido del brevísimo poema de Muhammad Ali: me, we. Yo, nosotros. Gracias al cielo: de no ser por el cine, quizás habría caido en la tentación de esta ‘literatura del yo' que está de moda entre tantos escritores... Pero habiendo crecido en un país estrangulado por una dictadura, salir de la burbuja donde me habían confinado se convirtió en una necesidad. Durante décadas, la dictadura y los gobiernos democráticos que la sucedieron aplicaron un plan de concentración de la riqueza y exclusión de las mayorías que requería, como condición sine qua non, desalentar toda iniciativa colectiva, toda intención de crear algo -empresa, política, medio de comunicación, obra de arte- en compañía de otros. El cine me enseñó que una creación a varias voces era, además de deseable, posible. Y hoy es más posible que nunca, gracias a la difusión de la tecnología digital. 

                                                                     (Continuará.)

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8 de octubre de 2008
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Escribir para el cine (2)

El cine no nació como procedimiento narrativo sino como curiosidad científica. Según el crítico y ensayista Angel Faretta, el salto que va del cinematógrafo (esto es, el soporte tecnológico) al cine en su categoría de arte lo dio David Wark Griffith, admirador de Charles Dickens y de los poetas victorianos. Pero además de inspirar con sus recursos la narrativa cinematográfica, los escritores no tardaron en sumarse en cuerpo y alma a su cadena de realización: el guión se convirtió, así, en el primer eslabón del proceso. Desde entonces las posibilidades comunicativas del cine crecieron de modo exponencial, con la capacidad expansiva del Big Bang.

Por su parte, aun cuando pretendiese fingir indiferencia, la literatura también acusó recibo de la llegada de este nuevo hermano. Con la irrupción del cine como fenómeno de masas, la novelística bifurcó sus senderos de manera clara: una corriente disputó al cine la narrativa popular (entrando en batalla desigual, a la vez, con los brillos accesibles de la televisión) y otra se concentró en los recovecos de la experiencia humana que consideraba vedados a la intrusión de las cámaras. Después de fracasar en el intento de convertirse en empresario cinematográfico en Dublin, ¿a quien le extraña que James Joyce le haya dado la espalda al cine, refugiándose en la mente de sus personajes vía monólogos interiores?

La escritura de una ficción no difiere, se trate de una novela o de un guión. Todo es idéntico en ambos procesos, empezando por el acto físico de la redacción. Durante el trance, escritor y guionista son las personas más solitarias del mundo. Su soledad es profundísima, en tanto no pueden conversar con nadie sobre ese mundo a medio cocer que existe tan sólo en sus cabezas. El resultado de sus requiebros también es común en ambos casos: un texto destinado a circular. Y aunque se suela minimizar el valor del guión en comparación a una novela (se habla de un texto condenado a ser apenas utilitario, un plan de batalla), su intención original no difiere. La novela pretende inspirar a un lector inasible, intuido antes que conocido. Pero el guión también busca inspirar, sólo que en este caso a un grupo de lectores específico: el productor, el director, los actores, el director de fotografía, el director de arte. Por eso mismo, si cumple con este cometido original, un buen guión redundará en una buena película incluso en manos de un director y de unos actores apenas competentes: porque los habrá inspirado, apelando a la mejor parte de su oficio.

/upload/fotos/blogs_entradas/no_direction_home_med.jpgEn No Direction Home, el documental sobre Bob Dylan, Allen Ginsberg sostiene que artista de verdad es aquel que nos inspira, expresando verdades que hasta segundos antes todos intuíamos sin saber cómo decir. En este sentido el guionista es un artista de la invisibilidad, porque inspira al director la noción de que la película ya existe en su cabeza, cuando nada existe aún más allá de un manojo de páginas. El guión es y será siempre el alma de un film: igualmente indivisible, inseparable de su expresión corpórea.

¿Tenemos los novelistas algo que aportar al cine, más allá de libros adaptables? Yo creo que sí. El espesor de las ideas. La tridimensionalidad de lo real. Una complejidad del relato que se aproxime más a la naturaleza caleidoscópica de nuestra percepción. Vuelvo a Kundera: una novela que no descubre un matiz hasta entonces desconocido de la experiencia humana es, dice el autor de La broma, simplemente inmoral. "La única moralidad de la novela es el conocimiento", afirma. La literatura nunca tuvo problemas en prestarle este norte al cine: ¿o acaso no es evidente que Citizen Kane, Rocco y sus hermanos, Ultimo tango en París y Apocalypse Now -por mencionar tan sólo algunas joyas de la corona- buscan en cada fotograma la moralidad del conocimiento con la misma integridad de Moby Dick o de El corazón de las tinieblas?

Los novelistas tenemos mucho que aportar al cine, empezando por la naturaleza proteica de nuestro arte. No olvidemos que el cine es un quehacer moldeado por industrias. Habiéndonos refugiado en una isla menos dependiente de la tecnología y de los imperativos del capital, los novelistas seguimos siendo para los cineastas una fuente de perpetua inspiración. Toda innovación narrativa que la literatura pone a prueba encuentra un modo de experimentarse en el cine. ¿Cuántas películas se han hecho ya que transcurren en la mente de su protagonista, de modo que habría impactado al mismo Joyce?  

                                                                                  (Continuará.)

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7 de octubre de 2008
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Escribir para el cine

Lo que sigue es el texto que leí el pasado viernes, en el marco del primer Congreso Iberoamericano de Cultura celebrado en México y consagrado al cine. 

 

¿Por qué es triste Hamlet?

/upload/fotos/blogs_entradas/hamlet_med.jpgYa sé que la obra tiene más cadáveres que actos: mueren todos los protagonistas a excepción de Horacio, y se dispone de ellos de la manera más variopinta -veneno dispensado por todo tipo de orificios, ahogamiento por culpa de un vestido que en el agua pesa demasiado... (Ofelia, hay que decirlo, fue la primera fashion victim de la Historia.)

Pero me refiero a otra clase de tristeza. El tipo de blues que permanece en el alma cuando ya empleamos la sección de Obituarios para envolver los huevos o el pescado. Entiendo su desconcierto, se preguntan qué tiene que ver este asunto con el tema que nos ocupa. Ténganme paciencia. Ya que arranqué hablando de una obra que se relaciona con la postergación de la duda, permítanme diferir la respuesta hasta el final. ¡Hagan de cuenta que se trata de una de esas películas que empieza con el héroe colgando de un abismo!

Cuando se habla de literatura en relación con el cine, todo el mundo se apresura a diferenciar sus esencias. Como si se tratase de dos personas inseguras, unidas por un parentezco de sangre que amenaza devorarse sus identidades individuales. Del lado de la literatura, los exégetas subrayan su preeminencia como Arte con mayúsculas: la novela como piedra basal de la cultura. Del lado del cine, los epígonos aseguran que su lenguaje es independiente de todo lo que antecede, y sugieren la conveniencia de prescindir de contaminaciones: el cine como objeto químico puro. Como si la vida verdadera no hubiese surgido del barro...

Si la tentación no fuese tan obvia, diría que la gente de ambos bandos comete el error que los latinoamericanos practicamos desde siempre: resaltar las diferencias entre nosotros, antes que convertir nuestras coincidencias en mayor fuerza -y más importante aun: en fuente de inspiración.

/upload/fotos/blogs_entradas/milan_kundera_1_med.jpgQuizás por considerarme tan escritor como cineasta, me resulta natural pararme en el terreno común a ambos quehaceres. Ambas disciplinas comparten la mayoría de sus valores. Veamos, por ejemplo, lo que dice un narrador eximio como Milan Kundera. En un ensayo Kundera sostiene que ‘la única raison d'etre de una novela es descubrir lo que tan sólo una novela puede descubrir'. La novela tendría, pues, ‘un extraordinario poder de incorporación: mientras la poesía y la filosofía no pueden incorporar a la novela, la novela puede incorporar dentro suyo poesía y filosofía sin perder nada de su identidad'. Esa sería su capacidad más meritoria. ‘Combinar todos los medios intelectuales y todas las formas poéticas para iluminar lo que sólo una novela puede descubrir: el ser del hombre'.

Ahora cambiemos unas palabras y veamos si el pronunciamiento funciona todavía. ¿No sería igualmente atinado decir que ‘la única razón de ser del cine es descubrir lo que tan sólo el cine puede descubrir'? ¿Es menor el poder de incorporación del cine, en tanto puede asimilar no sólo poesía y filosofía sino también la dramaturgia universal y hasta -no se ofendan, hombres de letras- la novela misma? ¿Acaso no combina el cine todos los medios intelectuales y las formas poéticas para iluminar (cuando hace bien las cosas, por cierto) el ser del hombre?

‘Cualquiera sea el aspecto de la existencia que la novela descubre', prosigue Kundera, y parafraseo yo: cualquiera sea el aspecto de la existencia que el cine descubre, ‘debe hacerlo mediante la belleza... Belleza, el último triunfo posible para el hombre que ya no puede tener esperanzas. Belleza en el arte: la súbita llamarada de lo nunca-antes-dicho'... o nunca-antes-visto.

Se trata de dos de los canales más privilegiados que abrió el hombre para transmitir belleza -la belleza estética, pero también la de las ideas y aquella otra que, al expresar el misterio de la existencia, nos pone al borde del conocimiento místico. Cine y literatura están, pues, hermanados por sangre. Como ocurre entre hermanos, es posible que se ignoren y hasta que se combatan. (Ah, cuántos crímenes se han cometido en el cine en nombre de la adaptación literaria...) Pero la naturaleza sugiere el otro camino: el del mutuo acompañamiento, el del enriquecimiento recíproco. 

                                                                                (Continuará.)

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6 de octubre de 2008
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El náufrago de las letras

Me encantó la entrevista que Braceli le hizo a Eduardo Belgrano Rawson y publicó durante el fin de semana adn, la revista cultural del diario La Nación. Belgrano Rawson es uno de los mejores escritores argentinos contemporáneos. /upload/fotos/blogs_entradas/el_nufrago_de_las_estrellas_med.jpgQue no goce de la difusión que merece, cuando libros como El náufrago de las estrellas, Fuegia y Noticias secretas de América figuran entre las novelas argentinas más perfectas y disfrutables de las últimas décadas, habla casi en su favor. Porque Belgrano Rawson es de la clase de tipos que no teme decir que el nacimiento de sus hijas lo puso más feliz que cualquiera de sus libros. ‘No importa lo que hagamos, ni nuestros libritos', le dijo a Braceli. ‘Lo que importa es cómo vivimos, eso es lo que va a hablar bien o mal de nosotros'. Y Belgrano Rawson, se nota, se ha dedicado a vivir bien. Esto es, lejos de conceder valor a las pavadas que desvelan a tantos escritores.

Debo haber empezado a leerlo sin darme cuenta, cuando escribía guiones de historieta para revistas como El Tony y D'Artagnan. Me pregunto cuáles serían sus seudónimos... Su padre era un profesor de filosofía que, apartado de su cátedra por cuestiones políticas, se convirtió en empleado bancario y criador de pollos. Belgrano Rawson lo vio morir joven, víctima de un cáncer fulminante, y debe haberse convencido de la importancia de no perder el tiempo en veleidades. ‘Escuché una frase china, y si no es china, a la mierda: ‘Apúrate, es mucho más tarde de lo que supones'. Apurate a disfrutar, dejate de pendejadas, tenés dos manos, dos piernas, dos ojos, diez dedos, otros diez, el bocho te funciona, ¡no seas imbécil!,' le dijo a Braceli, elaborando su propia filosofía. Debe ser por eso que se dedicó a hacer lo que más le gustaba, a enamorarse, a navegar, a mantener viva una familia. Y que bufen los eunucos, como diría alguien.

Lo que no significa que Belgrano Rawson no aplique el mayor de los rigores a su literatura. Manteniéndose tan apartado de los cenáculos como de las modas, ha construido una obra tan bella como envidiable. El fuego que lo impulsa es el único que cuenta. ‘Me acuerdo de una exhibición aérea en San Luis, había un tipo que daba una vuelta invertida que consiste, creo, en que el ala pase rozando a diez metros del suelo. Bueno, este tipo lo hacía, digamos, a cinco metros, el riesgo era inmenso. El instructor me decía: ‘¿Vos creés que alguien se da cuenta? ¡Nadie! Pero él lo quiere así, y ese es su orgullo y su pasión'. Con nuestros libros pasa igual, tratamos de rozar el ala en el suelo, aunque nadie lo va a notar'.

Esa es nuestra pasión y nuestro orgullo.

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3 de octubre de 2008
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El crítico

Cuando descubrí el flamante volumen en una librería (Espíritu de simetría: escritos de Angel Faretta en ‘Fierro', 1984-1991) lo compré de inmediato. Durante los años que el título subraya, los artículos de Faretta en la revista que dirigía Juan Sasturain se convirtieron en un faro para mí. /upload/fotos/blogs_entradas/espritu_de_simetra_med.jpgYa fuese hablando de cine o de literatura, Faretta rompía los moldes del trabajo crítico: lejos de conformarse con las convenciones del métier, introducía ideas o nociones insólitas, que el lector por supuesto no había imaginado encontrar pero que, una vez desplegadas, completaban de manera epifánica el edificio de su argumento. Si me obligasen a decir quiénes encarnan para mí el modelo del ensayista o del crítico, elegiría al Greil Marcus de Lipstick Traces y Mistery Train (otro que es una máquina de generar asociaciones tan inesperadas como enriquecedoras) y por supuesto, a Faretta.

En Marcus, en Faretta, el ensayista funciona como al Scotty del clásico hitchcockiano Rear Window: alguien que está condenado a mirar, y que termina viendo algo que aunque lo sorprende -con temor, con temblor-, constituye aquello que había salido a buscar, ni más ni menos.

Espíritu de simetría incluye textos maravillosos sobre Coppola, Welles, Carpenter, Wenders y Friedkin, sobre Ballard, Borges, Beckett y Simenon, sobre Columbo, Graham Greene y Peter Weir. Y aunque uno no coincida siempre con Faretta (que por ejemplo, revisa anteriores valoraciones sobre Bertolucci para calificarlo ahora de ‘vidrierista'), encontrará que hasta el más desaforado de sus argumentos obliga a considerar las cosas desde un punto de vista poco visitado.

‘...el nuestro es un país saturniano', dice al final del prólogo: ‘primero devora a sus hijos y luego cae en la melancolía'.

Con Faretta, uno siempre da con algo distinto de lo que pensaba encontrar. 

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2 de octubre de 2008
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¿Quieres ser John Cusack?

Otro actor inteligente a la manera de Paul Newman es John Cusack. No es atractivo al estilo Brad Pitt ni hace una industria de su encanto al estilo Tom Cruise; tampoco es de esos intérpretes que persiguen el prestigio con mayúsculas a través de personajes llamativos. (Quiero decir: nunca ha hecho de ciego ni de autista.) En todo caso, como dijo alguna vez Roger Ebert, Cusack es ‘el actor más natural del cine desde Robert Mitchum'. Haga lo que haga, en el género que sea, Cusack agrega siempre la cuota de verosimilitud que todo film necesita para funcionar de verdad.

/upload/fotos/blogs_entradas/john_cusack_en_como_ser_john_malkovich_med.jpgSin prestarse casi nunca a la clase de películas diseñadas como fenómeno de masas, Cusack (Illinois, 1966) ha logrado elegir proyectos de una inteligencia consistente: de Say Anything, de Cameron Crowe (una de las mejores comedias románticas del cine de Hollywood: ¡larga vida al personaje de Lloyd Dobler!) a The Grifters de Stephen Frears (un film noir como ya no se hacen, basado en un relato de Jim Thompson), y de Bullets Over Broadway (triunfando como alter ego de Woody Allen allí donde tantos otros actores fracasaron) hasta Being John Malkovich, Cusack ha sido un intérprete que nunca menosprecia al espectador. Esto se vuelve todavía más evidente cuando se involucra como coguionista y / o productor, en comedias negras como Grosse Point Blank (un asesino profesional en medio de una crisis existencial acude a la reunión de diez años de egresados), la flamante War, Inc o la memorable High Fidelity.

De origen católico irlandés, hijo de un documentalista amigo de Philip Berrigan -uno de los más notorios pacifistas norteamericanos-, Cusack siempre ha sido claro respecto de sus creencias. Opositor a la guerra de Irak desde el primer momento, es de esos tipos que nunca disimulan lo que piensan pero tampoco se hace notar por el modo en que agita banderas.

En estos días se está emitiendo por TV la entrevista que James Lipton le hizo para Desde el Actor's Studio; si se cruzan con ella, véanla. Y si no, alquilen Say Anything, o Malkovich, o High Fidelity, y simplemente conózcanlo. El tipo actúa bien, escribe y produce bien, piensa bien: ¿qué más se le puede pedir? 

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1 de octubre de 2008
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El Boomeran(g)
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