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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Treinta y tres

Ayer se cumplieron treinta y tres años del inicio de la dictadura militar en la Argentina. Cifra de enorme peso simbólico: el tiempo que Jesús pasó en la Tierra de acuerdo con la tradición, al término del cual habría sido muerto para después resucitar.
    Tengo la mala costumbre de hacer zapping entre los noticieros locales a la hora de almorzar. Vi que todos le dedicaban un momento al recuerdo inescapable para después abocarse al maná del que hoy viven: el (eterno) conflicto liderado por la patronal del campo, la inseguridad en la que (eso dicen a toda hora, así que debería ser cierto) vivimos todos los argentinos.
    El canal que se llama así mismo América dedicó un larguísimo tramo de su informativo a la entrevista con una mujer llamada Claudia. ¿La razón de ese extraño privilegio? Ser la madre de unos mellizos menores de edad (sus nombres y apellidos no se divulgan por cuestiones legales), que están hoy detenidos en institutos por delitos reiterados. La peculiaridad genética ha hecho mucho por distinguirlos ante la opinión pública, que los conoce aunque más no sea de mentas aun cuando desconoce a delincuentes más peligrosos de la misma edad: es que los medios hablan de ellos todo el tiempo como ‘los Mellizos que aterrorizan al barrio’ de Berisso.
    Esta mujer, tan humilde (trabaja de empleada doméstica) como bien educada, tiene además otro hijo mayor –lo cual es un decir, por cuanto apenas cumplió diecisiete- que también está detenido. La historia que refirió ante cámaras no es nada excepcional en estos tiempos: padre ausente, madre que se emplea fuera de casa todo el día, chicos que debieron trabajar de pequeños hasta que advirtieron que las labores a que podían aspirar, por duras que fuesen, no garantizaban futuro alguno a gente de su condición. Y cuando no hay futuro, atontarse con la sustancia más ubicua y vivir a mil kilómetros por hora aunque sea por poco tiempo es lo más parecido a una salida glamorosa para miles de chicos.
    Lo que me extrañó fue que, dado que se trataba de una fecha de tal peso, nadie conectase los puntos que sugerían una línea recta de modo tan evidente. La dictadura, el conflicto con los empresarios del campo y las madres que piden por favor que mantengan presos a sus hijos (esta mujer, Claudia, lo expresaba con claridad: ‘No están en condiciones de vivir en sociedad’), no son hechos independientes. Muy por el contrario, indican una causalidad de hierro. La Argentina de hoy, este país donde los empresarios defienden de modo violento y extorsivo su derecho a las rentas extraordinarias, donde las estrellas de TV piden a las autoridades que maten a alguien para sentirse más seguras, donde los pibes se enceguecen con la droga hasta el punto de amenazar a sus madres, es una consecuencia directa de la experiencia de la dictadura –de cómo se llegó a ella, de cómo se vivió bajo su imperio y de cómo se salió de su yugo.
    Una enorme franja de la sociedad argentina fue cómplice por omisión en 1976, cómplice por comisión de allí en adelante y testigo mudo del derrumbe del régimen en el 83. Los militares se dispararon en los pies, cayendo por su propia torpeza; en cuestión de meses la democracia se nos vino encima, sin que la hubiésemos conseguido por mérito propio. (Lo cual no desmerece la lucha constante de pequeños sectores, a los cuales deberíamos seguir presentándoles el debido respeto.) Del 83 en adelante, la Argentina deja de ser el Infierno para convertirse en el Purgatorio. Su historia puede ser leida a partir de entonces como una serie de pecados pendientes de expiación: levantamientos militares, Obediencia Debida, Punto Final, crisis económica, Menem, Cavallo, De la Rúa, corralito, muertos en la represión, Duhalde, los asesinatos de Kosteki y Santillán…
    Sin duda es justo que no haya resurrección cumplidos estos treinta y tres años. No hemos hecho lo necesario; ni siquiera hemos hecho lo suficiente. Hay más gente hoy clavada en la cruz de la miseria de la que había entonces. Mucha más. (Insisto: por lo que desde aquel entonces no ha dejado de ocurrir, la difusión masiva de la pedagogía del yo-me-quiero-salvar-y-el-resto-que-reviente.) Quién sabe, tal vez cuando se cumplan los treinta y tres de la democracia en el 2016 hayamos aprendido algo.
    Se ve más que difícil, desde el hoy. Pero tengo fe. Contra toda esperanza.   



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25 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Neuman alumbra

Quiero compartir la alegría que me produjo la noticia de que Andrés Neuman ganó el premio Alfaguara, por su novela El visitante del siglo. Como escribí aquí mismo hace algún tiempo, Andrés resume en su persona características que van juntas tan sólo de manera muy ocasional: la de ser un escritor magnífico, al tiempo que un hombre sensible y encantador.
    Todavía no leí El visitante del siglo, aunque Andrés me habló de ella brevemente en Ecuador (donde nos conocimos, aunque suene absurdo, al mismo tiempo que conocimos a Mayté y a Eduardo Varas y a todo ese grupo delicioso de Guayaquil) y aquí en Buenos Aires, durante uno de sus últimos viajes. Pero leí Bariloche y Una vez Argentina y Alumbramiento, por lo cual no tengo duda alguna de que El visitante del siglo será puro placer de la primera página a la última. Que premien a alguien que uno quiere siempre es una satisfacción, pero lo es mucho más cuando uno intuye que el premio es merecidísimo.
    Andrés querido, ayer cuando me enteré (vía comentario de Mayté en este mismo lugar) me puse a escuchar Beatles a lo loco con mi hijo de seis meses. No se me ocurrió mejor manera de celebrar(te).



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23 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La venganza de Jacques Brel

Yo soy de los que ven signos por todas partes. No porque crea de manera exagerada en la existencia de prodigios: sería una redundancia, en un universo que es esencialmente prodigioso. Más bien creo que ese mismo universo, como cualquier autor que se precie, no resiste la tentación de llamar la atención sobre sus propios procesos narrativos.
    Ayer, al comprar El País, me fui de cabeza al artículo de tapa del dominical: Cien músicos hispanoamericanos eligen las canciones que cambiaron sus vidas. Buscaba, como buscamos todos, que la lista resultante reflejase las mismas canciones que iluminaron mi historia. No estaba tan lejos: abundancia de Beatles, Dylan, ¡una canción de The Smiths en el puesto séptimo!, Bowie, Thunder Road de Springsteen… Pero la verdadera sorpresa me la deparó la canción que figuraba en el primer puesto, exaltada además por las palabras de Concha Buika y la foto a dos páginas de un jovencísimo Jacques Brel tumbado sobre la hierba de un jardín: Ne me quitte pas, que según traducciones es No me dejes o No me abandones.
    Ne me quitte pas es el corazón de mi novela nueva, Aquarium, de la que he hablado un poco en estos días. Tanto es así que la historia se abre con sus versos (Yo te inventaré / palabras insensatas / que comprenderás) y se estructura en tres partes tomadas de otra sección de la letra: (Déjame convertirme en) La sombra de tu sombra / La sombra de tu mano / La sombra de tu perro.
    Me encantó descubrir que esa canción tan vieja sigue conmoviendo todavía hoy. Supongo que en buena medida se debe a que, más allá de su arte, todos hemos vivido algún romance que nos ha arrasado, reduciéndonos a la sombra de tu sombra… Ojalá la predilección que ese Top One transparenta signifique que todavía hay un público sensible a las historias de amor desgarradas y líricas –como Aquarium pretende ser, como Ne me quitte pas lo es de la manera más excelsa.
    Dicho sea de paso, ¿cuáles son las canciones que transformaron sus vidas, y por qué?



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22 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una batalla en la que todos ganan

Cuando una novela ya ha sido aceptada para su publicación, suele intervenir la figura del editor o editora. Que no es el dueño o dueña de la editorial, sino aquella figura designada para trabajar el texto en tándem con el autor. Aunque se desarrolle con los mejores modales, lo que suele tener lugar entre ambos es una (muy bienvenida) batalla de intelectos y sensibilidades.
    Para ser honestos, la figura del editor es algo que sólo tiene pleno desarrollo en los países de habla inglesa. Hasta donde llega mi experiencia, es muy raro que existan editores ‘editores’ en Latinoamérica. Por lo general, solemos entregar nuestros textos y recibir como único feedback una versión ya compuesta –quiero decir, tal como se verá impresa la página del libro- con las marcas del corrector. Esto es, subsanando los errores inevitables de la escritura: palabras mal escritas o mal empleadas, problemas de tipeo, cuestiones gramaticales, guiones, signos de puntuación… Y eso es todo.
    Al menos para mí, que por aquí no se suela contar con editores ‘editores’ (o sea dedicados de lleno a esta parte del proceso de la escritura) es una pena. En los Estados Unidos, en Inglaterra, el editor funciona para el escritor como una suerte de abogado del diablo: alguien que cuestiona el texto y por añadidura presiona al autor, para poner la obra a prueba de fuego y obtener la mejor de sus versiones. Pero claro, esto supone un trabajo de meses, con el editor ‘editor’ llenando al autor de notas, preguntas, sugerencias y propuestas de posibles cortes. (Porque por definición, los escritores escribimos de más.)
    Como advertirán, se trata de un asunto delicadísimo. Si la editorial se equivoca al asignarle el editor X al autor W, el resultado puede ser fatídico: un autor enojado, o peor aun, un texto que en lugar de haber sido pulido y comprimido para brillar como un diamante, simplemente ha sido talado en sus mejores partes, adocenado, pasteurizado. Yo creo que es imprescindible que el editor ‘editor’ esté enamorado de la novela sobre la que trabajará. Del mismo modo en que un director de teatro debe amar la pieza que tiene entre manos y también a los actores con que cuenta. (En este analogía, habrán advertido, el autor es tanto el texto como los actores, la materia prima que el director debería pulir para empujarla a su mejor versión.) Si el editor no está prendado del texto, la danza que emprenderá con el autor será trabada, incómoda y no llevará a la obra a fruición.
    En el caso de Aquarium, mi nueva novela (¿o debería decir ‘mi novela inminente’?) trabajé con Fernando Cittadini a instancias de Julia Saltzmann, de Alfaguara Argentina. Aun cuando no fue el trabajo convencional entre el editor ‘editor’ y el autor –por lo pronto no tuvimos el tiempo necesario para hacerlo: ¡la imprenta reclamaba ansiosa!-, se le acercó bastante. Fernando fue un lector atentísimo, y para suerte mía muy culto. No sólo me impulsó a tomar decisiones sobre el texto (finalmente el uso de paréntesis y guiones adquirió la coherencia de que carecía), sino que además me alertó sobre posibles faux pas. Por ejemplo el hecho de que yo hubiese inventado un personaje en Israel apellidado Goldmann, con dos enes. Fernando me dijo que esa versión del apellido sonaba más a la alemana que a israelita; y que los Goldman de Israel seguramente tendrían una sola ‘n’ final.
    Se tomó su trabajo tan en serio, que hasta le echó un vistazo al texto de los Agradecimientos…
    Hay escritores que no aceptan que se les toque una coma. Otros que se desprenden de sus textos por completo, llegando a agradecer que los editores ‘editores’ los corrijan por ellos. Yo soy obsesivo con mis novelas, pero aun así me gusta someterlas a la mirada de un editor ‘editor’. A fin de cuentas, nada me interesa más que obtener una versión final que sea impecable.
    Seguiré hablando del proceso en unos días.



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20 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Adiós Natasha

Toda muerte a destiempo es un shock. Y más aún cuando ocurre por causas absurdas, como el accidente de esquí que mató a Natasha Richardson en plena lección para principiantes. En situaciones semejantes uno se entristece por la persona que se fue, pero mucho más por las que quedan, girando en falso mientras tratan de comprender qué fue lo que ocurrió –y a qué han quedado reducidas sus propias vidas, de aquí en más.
    Pienso en su madre, la enorme Vanessa Redgrave, una actriz sin par que ha sufrido no pocos contratiempos a lo largo de su vida, muchos de ellos derivados de su compromiso político. Pienso en Liam Neeson, su esposo, recordando de manera inevitable el papel de viudo-con-hijo-pequeño que interpretó en la comedia Love, Actually. Nunca volveré a ver esas escenas sin imaginarme el dolor que Neeson debe haber sentido cuando la ficción quedó atrás.
    Y pienso en los hijos pequeños de la vida real, Micheal de 13 y Daniel de 12, que deben haberse despedido de su madre con un ‘hasta luego’. Todos aquellos que perdieron gente amada a la que no pudieron decirle ‘adiós’ a tiempo saben cuán insidioso, y cuán duradero puede ser el dolor de la no-despedida. Ojalá el tiempo les depare consuelo y un cierre verdadero.



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19 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El profesor chiflado

Me he vuelto adicto a Breaking Bad. Lo cual puede parecer broma, dado que la serie trata de un profesor de química que, al descubrir que sufre de un cáncer de pulmón en fase terminal, decide convertirse en fabricante de metanfetaminas para dejarle dinero a su familia; pero en esencia es verdad, dado que vivo en la anticipación de sus próximos capítulos.
    El relato es seco, descarnado. La clase de series que podríamos hacer muy bien en Latinoamérica, si hubiese canales dispuestos a emitir algo que vaya más allá de Operación Triunfo y Bailando con las estrellas o porquerías semejantes. En los dos capítulos de la segunda temporada que ya se emitieron en los Estados Unidos, la narración arranca con toques casi surrealistas: un ojo flotando en una piscina, un auto que rebota sobre el suelo como si tuviese resortes en lugar de ruedas. Ese preámbulo no hace otra cosa que subrayar lo extremo de las situaciones que Walter White (un inmejorable Bryan Cranston) está viviendo desde que se pasó al Lado Oscuro.
    Víctimas del distribuidor de las drogas que producen, un psicópata llamado Tuco (Raymond Cruz), Walt y su ex alumno y actual socio Jesse (Aaron Paul) se enfrentan a la muerte cuando Tuco se convence de que lo denunciaron a la policía. Secuestrados y encerrados en una cabaña en el desierto, Walt y Jesse entienden que su vida depende del ‘guardia’ que Tuco les ha puesto: un tío parapléjico, que sólo puede expresarse mediante un timbre de esos con que se llama a los botones en los hoteles. Jugadas con la más absoluta de las seriedades, estas escenas adquieren sin embargo un tinte de comedia: nada más hilarante que la desesperación lisa y llana.
    Historia de un hombre común que, con la excusa del bienestar de su familia, decide tomarse revancha de una vida perra, Breaking Bad es de esas series que sorprenden todo el tiempo: nunca sabemos qué es lo que ocurrirá, y cuando pensamos que nada puede ir peor, las cosas se complican todavía más.
    No sé si su productor y creador Vince Gilligan podrá sostener este nivel de tensión durante mucho tiempo. Pero al menos hoy, Breaking Bad aspira (ugh, cómo trabaja mi cabeza) al título de la mejor serie del momento.



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18 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Creciendo en público

¿Oyeron esas historias que suelen contar los escritores sobre la angustia que les produce entregar sus textos a la imprenta? Pues bien: todas verdaderas.
    La desconfianza que despiertan esas quejas está más que justificada. Los escritores somos tan narcisistas y dados a la autoconmiseración que nuestro destino se parece al del protagonista de Pedro y el lobo: nos quejamos tanto y por tan poca cosa, que el día que tengamos motivos válidos para lamentaciones nadie va a escucharnos. Por lo demás, la edición de nuestras obras debería ser un tiempo de goce y no de sufrimiento. ¿Quién en su sano juicio podría creer que la pasamos mal?
    Y sin embargo…
    Por favor, entiéndanlo: no hablo de una angustia desgarradora, ni siquiera de insomnio. Hablo de una modesta sensación de vértigo, parecida –perdón por lo elemental de la comparación, pero ocurre que es muy gráfica- a la que nos embarga cuando se aproxima la hora de dar a luz. Por supuesto que se trata del momento esperado que dará lugar a una felicidad inconmensurable. Pero a medida que el reloj avanza, las pequeñas dudas comienzan a acosarnos. ¿Y si algo sale mal? ¿Estará sana la criatura, tendrá todo lo necesario para vivir plenamente? ¿Y si se les escapó algo durante las ecografías? ¿Será posible que se hayan equivocado en la lectura del sexo? (A un amigo mío le pasó: esperaba a Juan y salió Victoria.) En suma: esperamos y tememos casi con la misma intensidad –y en ambos casos, por buenas razones.
    Borges solía decir que uno deja de corregir sólo cuando el original va a parar a la imprenta. Es así en efecto: desprenderse de la novela supone dejar de perfeccionarla, aceptar que ya no será la versión ideal sino apenas aquella a la que conseguimos arribar a duras penas. Y esto, en el contexto general de la creación, que es positivo en un noventa y cinco por ciento, se vive como una pequeña muerte.
    En estos días estoy atravesando ese proceso con mi última novela, Aquarium, que se editará en la Argentina en un par de meses. Dado que este asunto del blog tiene mucho del ‘crecer en público’ del tema de Lou Reed, se me ocurrió que podía interesarles compartirlo conmigo.
    Los tendré al tanto.    



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17 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otro abrazo de Liza

Brevemente, ya que es de madrugada y estoy por completo descerebrado, para no dejar de dar cuenta de la buena nueva: Liza Minnelli está bien y sigue dando batalla. El domingo por la noche, en el Luna Park de Buenos Aires, bromeó de modo incansable sobre las limitaciones que acarrea la edad y aun así movió su osamenta y cantó como los dioses. (O mejor dicho: como los dioses que renunciarían a su inmortalidad con tal de cantar como Liza Minnelli.)
    Mientras se metía al público en el bolsillo a fuerza de carisma y cantaba esas canciones inmejorables (Maybe This Time, As the World Goes Round, Liza With a ‘Z’, Cabaret, New York, New York) yo no podía dejar de pensar que esa mujer con tantos problemas de salud y tantas cicatrices (de las de quirófano y de las otras) era, más allá de su pequeño físico, Historia viva. La hija de Judy Garland y de Vincente Minnelli, la favorita de Bob Fosse, la amante de Scorsese, la cliente habitual de Studio 54. El vestuario brillante que lució durante el show lo sugería todo el tiempo: esa mujer parecía estar hecha de estrellas.
    Yo crecí amando su voz y sus canciones, por culpa de mi madre que ponía el disco de Cabaret todas las mañanas y murió antes de que Liza visitase este país por primera vez. Cuando en aquella oportunidad le conté a Liza su historia, la mujer hecha de estrellas se levantó de su asiento, dio la vuelta a la mesa y me abrazó. Así que anoche no fue la única noche en que me hizo feliz. Y espero que no sea la última, como sugirió su promesa de regresar y el hecho de que haya modificado la letra de Cabaret, para decir ahora que ella no piensa terminar como la trágica Elsie de la canción.
    Liza Minnelli es un monumento viviente, con acento en la palabra viviente. Siempre fue una fuerza de la naturaleza y lo seguirá siendo hasta su último aliento. Yo podré ser muchas cosas, pero en el fondo me basta –y me bastará hasta que muera- con ser El Chico al Que Liza Abrazó Una Vez en Buenos Aires.



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16 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¡Pobres los millonarios! (2)

Los millonarios de nuestra TV no reclaman justicia social. Reclaman una burbuja policial que les permita circular por donde quieran sin correr peligro, y que en la medida de lo posible sea extendida a sus familiares y amigos. Mientras ellos estén a salvo, el resto del mundo puede devorarse a dentelladas.
    Cuando se quejan de que ‘ahora se mata por el pancho y la Coca’ están expresando una realidad terrible sobre la cual, por supuesto, no parecen haber pensado a fondo. Si es así en verdad, si alguien mata tan sólo para procurarse un bocado inmediato sin pensar siquiera qué comerá más tarde, es porque está viviendo en un estado de necesidad límite. Lo cual indicaría, y más aun si esto tiene –como los voceros de la Nueva Indignación pretenden- visos de tendencia, que existe demasiada gente que atraviesa una situación terminal.
    En la abundancia de gente desesperada –porque no puede alimentar a sus hijos, porque no tiene un sitio decente para vivir, porque intuye que no le espera nada parecido a un futuro- no hay nada que las leyes puedan hacer, por draconianas que se las sancione. La gente desesperada no piensa en límites ni en leyes, porque su vida no vale nada. Apuesta cada día a una transacción muy simple: satisfacción momentánea o muerte, y la renueva una y otra vez porque, para qué engañarnos, no le queda nada que perder más allá de la moneda depreciada de sus días.
    Si esta gente contase con lo mínimo indispensable, si recibiese a cambio de trabajo una retribución que le garantice su dignidad, no mataría por el pancho y la Coca. El delito volvería a ser cosa de profesionales, como ha sido y siempre será. Y sin embargo –insisto- nuestros millonarios no piden justicia social. ¿Por qué? Porque instalar el tema de la justicia social en vez de reclamar seguridad llevaría a analizar la estructura económica de nuestro país. Y a que el común de la gente –los seguidores de Susana Giménez, de Moria, de Tinelli- entienda al fin un concepto elemental: en un país agraciado como la Argentina, si hay tantos que son tan pobres se debe a que hay algunos que son demasiado ricos. Y eso llevaría a preguntarse quiénes son los que se quedan con el dinero que se le escamotea a los trabajadores. Lo cual conduciría a una lista donde figurarían, entre tantos otros, los dueños de los medios que instalan el miedo en los días previos –oh casualidad- al debate de la nueva Ley de Radiodifusión. Y también figurarían, por supuesto, las Susanas y las Morias y los Marcelos que cobran cifras siderales a cambio de un trabajo discutible, que sólo puede estar valuado como aquí se lo valúa porque la estructura económica del país se ha deformado hasta lo indecible.
    Lo más patético es que esta gente piensa que puede patear el tinglado, voltearlo y salir indemne como tantas otras veces. Pero este tiempo no es aquel tiempo. Y este mundo no es aquel mundo. Así que, millonarios nuestros: si quieren saber cuál es su futuro probable en esas circunstancias, lean (yo sé que les cuesta, pero hagan una excepción y lean) La máscara de la muerte roja de Edgar Allan Poe. Y después hablamos.



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13 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¡Pobres los millonarios!

Cualquiera que visitase hoy la Argentina, o viese sus canales de TV abierta a la distancia, diría que el tema más acuciante del país es la inseguridad. Y no hablo de la inseguridad económica que padece el resto del planeta: me refiero a la inseguridad física a manos de ladrones y asesinos, de conductores irresponsables, de ciudadanos que discuten pavadas y sacan a relucir armas con las que terminan matando niños que pasaban por ahí.
    Desde mi sillón, mi ventana y mis excursiones a la calle, la visión es distinta. Yo no siento que haya más delitos profesionales –por llamarlos de alguna manera, ya que muchos son cometidos por muchachos que se inician o que roban para pagarse otra pipa de paco- que hace un mes o un año. Siento, más bien, que se está haciendo un uso político del asunto por vía de los medios. ¿Y quiénes son los voceros de esta nueva indignación? Las estrellas de la TV. Al exabrupto de Susana Giménez del que hablé aquí días atrás (‘Los que matan tienen que morir. ¡Y basta de derechos humanos y esas estupideces!’) se sumaron declaraciones de otra de nuestras divas de cabotaje, la señora Moria Casán. Si en más de una oportunidad esta vedette defendió lo actuado por la dictadura militar, ¿cómo no iba a asomar ahora reclamando mano dura?
    Una cadena de mails que me hicieron llegar decía algo muy cierto: nadie oyó alzar la voz a Susana Giménez durante la dictadura, cuando asesinaban gente de a miles, para proclamar el que mata tiene que morir.
    El último en sumarse al clamor fue Marcelo Tinelli, el hombre-ráting de la TV argentina, un título que reivindicó en los últimos años conduciendo una versión de Dancing with the stars que para ser precisos debería llamarse Mostrando el culo de las estrellas. Tinelli protesta porque se ve obligado a vivir encerrado en un country, como se les llama aquí a los barrios privados con vigilancia y muros perimetrales. Y dice tener miedo, porque ‘hoy te matan por el pancho y la Coca’.
    Yo entiendo que esta gente se sienta insegura. Todos aquellos que son millonarios en una sociedad injusta como la nuestra van a sentirse inseguros, de manera inexorable. Si uno fuese millonario en un país de millonarios, no temería un atraco. Pero ser rico en un país de hambre y esclavitud económica es un peligro, claro. El que tiene mucho en el país de los que no tienen siempre será un blanco móvil. Y más aun si labró su fortuna mostrándose en la TV, con concursos telefónicos, abundancia de siliconas y humor chabacano que le permitieron convertirse en figura popular e imán para los anunciantes. Lo cual no deja de ser una paradoja: se hicieron millonarios gracias a la gente que gana dos pesos por día y agradece un poco de diversión descerebrada al terminar el (duro) día. ¡Y ahora las estrellas de TV empezaron a temerle a aquellos que hasta ayer eran parte de su público!
    En fin, siempre hay cosas que se pueden hacer. Esta gente podría utilizar su fortuna para contribuir a la eliminación de la pobreza que genera violencia. Y si no, cabe la posibilidad de que se suban a un avión y se vayan a vivir a un sitio más seguro. No me veo extrañándolos, por cierto.



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11 de marzo de 2009
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