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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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Geopolítica del trumpismo

Donald Trump ha conseguido su objetivo, pero ha dejado el mundo sembrado de enemistades. El populismo vive y triunfa con el miedo y el odio, aun a riesgo de que el miedo y el odio que siembra terminen volviéndose en su contra. Sumemos la lista de humillados y ofendidos: la entera población latinoamericana, con la mexicana a la cabeza, merecedora de un muro infamante que les separe de Estados Unidos; el mundo árabe y musulmán, todo entero sospechoso de terrorismo; China, ladrona de puestos de trabajo; los países de vecindario más inseguro y peligroso, como las repúblicas bálticas, Polonia, Ucrania, Japón o Corea del Sur, aprovechados del paraguas nuclear de Washington. Total: más de la mitad de la población del planeta.

Esta será la base de popularidad con que contará cuando empiece a mandar los primeros mensajes al mundo. El primer ministro japonés, Shinzo Abe, derechista él mismo y normalmente en sintonía fina con las Administraciones estadounidenses de todos los colores, ha sido el primero en llamar de urgencia a la puerta del presidente electo. Le verá el 27 de noviembre, con evidente interés en dejar sentir sus opiniones antes de que cristalicen en el nuevo equipo y la nueva política. La presidenta de Corea del Sur, Park Geun-hye, todavía más apremiada por las amenazas de Corea del Norte, ha conseguido hablar ya con el magnate y obtener garantías verbales de que no dejará a su país en el ­desamparo. quiere revertir la imagen de Estados Unidos construida por Barack Obama. Los discursos de Ankara, El Cairo, Adis Abeba, la simpatía de las poblaciones de tez oscura, hasta hace poco colonizadas y explotadas, esclavizadas incluso, por los hombres blancos, serán un paréntesis en la historia de Estados Unidos. Para el antiguo Tercer Mundo entero, tentado por el nuevo americanismo liberal y de izquierdas que representaba Obama, significa el retorno al estereotipo de la memoria colonial, en el que Estados Unidos se identifica con un tipo blanco, rubio, alto, racista y arrogante.

Todavía sin encuestas internacionales que lo midan, el aprendiz de presidente es un excelente candidato a las peores cotas de popularidad global de la historia. Cuidado, a excepción de los votantes de las derechas extremas y extremas derechas, europeas principalmente, desde los partidarios del Brexit hasta el Frente Nacional de Marine Le Pen, el Partido de la Libertad holandés de Geert Wilders, el Fidesz de Viktor Orbán, o Pegida (Patriotas contra la Islamización de Europa) y Alternative für Deustchland en Alemania. Su política internacional es de momento lo más semejante al vacío. Las ideas que se le conocen, insultos y ofensas aparte, son muy elementales. Es aislacionista: America First. Se aproximará a los problemas del mundo en función estrictamente de los intereses de EE UU. Si no se apea de estos propósitos tiene en su mano deshacer 75 años de compromiso estadounidense con el mundo, desde que Franklin Delano Roosevelt decidió en diciembre de 1941 intervenir en el continente europeo para evitar que Hitler se convirtiera en el emperador de Europa.

Trump representa, solo por sus declaraciones, la política del descompromiso y de la irresponsabilidad ante el devenir del planeta. Washington quiere lavarse las manos de la gobernanza y la estabilidad mundiales como Londres se lava las manos del futuro de Europa, y ambos lo quieren hacer precisamente durante la mayor crisis de gobernanza que sufren el planeta y Europa. Exactamente lo contrario de lo que hicieron desde Roosevelt hasta Churchill, Kennedy y Brandt, Reagan y Gorbachov. Toda una promesa de incertidumbre, inestabilidad e incluso inseguridad que hace irreconocible al presidente de EE UU en el tópico del líder del mundo libre. Ya no lo será a partir de ahora si aplica estas ideas.

El aislacionismo de Trump es compatible con el belicismo, cosa realmente rara en la historia estadounidense. Quiere replegarse, deshacer alianzas como la OTAN, defender solo el propio interés, pero a la vez aumentar el gasto de defensa. La superpotencia encastillada en su casa, protegida de la llegada de los alienígenas y con fuertes barreras arancelarias y de todo tipo para las mercancías extranjeras, quiere destruir los monstruos lejanos, como el Estado Islámico, y que se la respete y se la tema, y por eso amenaza con utilizar sus armas más devastadoras, las nucleares, contra el enemigo que ose desafiarlo.

Ese extraño aislacionismo belicista se acompaña además de unilateralismo. Ya hemos visto en qué concepto tiene Donald Trump a las reglas de juego. Vale si gano y las impugno si pierdo. Para la escena internacional ni siquiera le convienen unas reglas de juego: la superpotencia bajo su mando será la única regla que permitirá algún juego a quienes acepten su papel. Se presenta oscuro el futuro de las instituciones y organismos internacionales, los tratados y acuerdos, sobre energía nuclear, desarme, derechos humanos o cambio climático. Trump quiere dar una vuelta de tuerca más a la aproximación de George W. Bush y los neocons al mundo después del 11-S, profundamente unilateralista y hostil a las instituciones internacionales.

Una política exterior por definir, trazada sobre estas características, es una apelación a subasta. Todos los países con contenciosos y rivalidades intentarán convertir la construcción de esa nueva política en su negocio. En India hay tantas esperanzas en un Trump islamófobo como temores en el vecino y enemigo Pakistán. Rusia quiere que le levanten las sanciones por la invasión de Ucrania y la anexión de Crimea y le reconozcan su soberanía sobre la península. En Israel se levantan voces que reclaman el fin del proceso de paz, el reconocimiento de las colonias de Cisjordania y la capitalidad de Jerusalén. Hay dirigentes saudíes e israelíes que también aspiran a una ruptura del acuerdo nuclear con Irán.

Los autócratas están de enhorabuena. No lo esconden. Les gusta Trump. Tienen esperanzas en el nuevo presidente de Estados Unidos. Veremos luego si éste satisface sus expectativas, pero de momento cada uno de ellos echa sus cuentas y avanza sus peones para sacar provecho del nuevo reparto de cartas. Nada aprecian tanto como una presidencia que se desentienda del mundo, sobre todo en lo que se refiere a libertades individuales y políticas, Estado de derecho y limpieza electoral. Hillary Clinton era la garantía de lo contrario, de un EE UU vigilante e incordiante. Los presidentes vitalicios que tanto proliferan en África o los que repiten más de dos veces, pucherazo tras pucherazo tras saltarse la Constitución, dormirán más tranquilos sin ella en la Casa Blanca.

A la vista de las últimas revelaciones sobre la intervención de los servicios secretos rusos en la campaña electoral estadounidense, el hecho geopolítico más relevante de este cambio de época que acabamos de presenciar puede formularse en dos sencillas preguntas. ¿Conseguirá Putin algún tipo de revancha por la victoria occidental en la Guerra Fría? ¿Revertirá la presidencia de Trump la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX que fue según el presidente ruso la caída de la Unión Soviética? Los europeos debiéramos estar especialmente atentos a las nuevas relaciones ruso-estadounidenses.

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14 de noviembre de 2016
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Europa sin equilibrio

El equilibrio del poder no existe ahora en Europa. Empezó a romperse en 1989 cuando cayó el Muro de Berlín y apareció una Alemania nueva, mucho mayor en demografía, territorio y economía que Francia, su pareja continental, y que Reino Unido, la tercera pata de la estabilidad. Hubo esfuerzos para recuperarlo a partir de la arquitectura de la Unión Europea, notablemente el Tratado de Maastricht y la creación del euro. Pero a partir de 2008 con la crisis de la deuda soberana, convertida pronto en amenaza letal para la moneda única, terminó el espejismo y reapareció el viejo fantasma del hegemonismo germánico y el temor a que una Europa alemana sustituyera en poco tiempo el ensueño de una Alemania europea.

De los sucesivos rescates de la economía griega surgieron las imágenes injustas que ilustran el nuevo momento europeo. Angela Merkel es Adolf Hitler en las portadas de la prensa sensacionalista griega. La canciller alemana impone la austeridad más extrema, con reducciones salariales y recortes en el Estado de bienestar, a los países deudores que quieren disponer del crédito de las instituciones financieras europeas y se niega, en cambio, a la mutualización de la deuda mediante la emisión de eurobonos.

Alemania devuelve la imagen con la idea demagógica de unos países mediterráneos derrochadores y corruptos, que no sufren bajo la bota de la austeridad germánica sino que pagan su pereza y su dejadez de los tiempos de bonanza, cuando se endeudaron hasta límites insoportables. No cuentan para el caso los beneficios que reportó la burbuja inmobiliaria a la banca alemana ni el soberbio superávit comercial construido con una moneda común lastrada por los mediterráneos.

Si esta historia pudiera encapsularse en el destino del euro y en la construcción de la unión bancaria, con la mayor y más forzada transferencia de soberanía que se haya visto en Europa por parte de los países endeudados, el final llevaría el nombre de una Europa alemana, impregnada de la austeridad y de la estabilidad que forma parte del ADN de la política monetaria germánica. Así, gracias a la crisis, la Alemania definitivamente europea que había superado todos sus fantasmas históricos, se convertía al fin en directora y modeladora, hegemón geoeconómico, ya que no militar, de la Europa unida.

Pero no es así, tal como explica y documenta Hans Kundnani, autor de dos libros cruciales para la comprensión de la Alemania contemporánea y de su lugar en el mundo. El primero, no traducido al castellano, es ?Utopía o Auschwitz: la generación alemana de 1968 y el Holocausto?; y el segundo, ?La paradoja del poder alemán?, que suscita esta reseña acerca del papel de Alemania en Europa y aporta en su edición española un epílogo excelente, escrito cuando la crisis de los refugiados ya había empezado y la Alemania de Merkel se había convertido en una especie de faro moral, a la vez que mostraba de nuevo los límites de su poder.

Kundnani explica como Alemania ha regresado a su estatuto bismarckiano de semihegemón, una figura que combina poder y contención, matizada actualmente por su apabulladora superioridad geoeconómica pero también por su reticencia militar. Su peso y su lugar en Europa conducen al desequilibrio, acentuado ahora todavía más por el Brexit, un auténtico desentendimiento británico del continente, y por la erupción geopolítica en Oriente Medio que está conduciendo a millones de personas hacia las costas europeas. Y el resultado no es, según Kundnani, una Europa alemana sino una Europa caótica, que no sabe todavía como gobernarse ni hacia dónde debe dirigir sus pasos.

(Este texto es mi reseña para Babelia del 5 de noviembre de 2016 del libro de Hans Kundnani. La paradoja del poder alemán. Prólogo de José Ignacio Torreblanca. Traducción de Amelia Pérez de Villar. Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2016. 12.35 euros.)

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11 de noviembre de 2016
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La contrarrevolución de Donald Trump

Todo está por hacer y todo es posible. Estamos ante un nuevo comienzo. Empieza una época nueva. ¿Una revolución? No exactamente.

El primer trazo que define la política exterior de Donald Trump y la nueva geometría de las relaciones internacionales que empezará a surgir de su victoria es la incertidumbre. Nos adentramos en territorio desconocido. El presidente electo de los Estados Unidos se ha manifestado como un proteccionista y un revisionista radical en políticas comercial y emigratoria y en alianzas de seguridad, y como un ignorante en materia tan peligrosa como la proliferación nuclear y el uso del arma atómica. Eso tiene remedio: las opiniones se cambian y de lo que no se sabe se aprende. Pero mientras no suceda, la incertidumbre permanece y hace su trabajo de erosión, que alimenta la espiral de la desconfianza: sobre el futuro de la Alianza Atlántica, de los tratados comerciales como el NAFTA y TTP, las organizaciones internacionales, desde la OMC hasta la propia ONU, o los acuerdos de reanudación de relaciones con Cuba y de control nuclear con Irán.

Nos quedaremos cortos si pensamos que Trump puede cambiar. En su discurso de aceptación como presidente electo ya ha demostrado que puede hacerlo. Primero, ha contado que Clinton le ha felicitado, sin llamarla crooked (corrupta) ni pedir la cárcel para ella, ha elogiado su campaña y le ha agradecido ?los servicios prestados a este país?. Luego se ha cobrado los elogios quitándole el eslogan de campaña, together (juntos), para propugnar la unión después de sembrar la división. El mensaje es nítido: en la campaña se pueden decir unas cosas y luego desde la Casa Blanca convendrá hacer otras. Esto no significa que el cambio sea a mejor o que se vayan a hacer bien las cosas; significa que serán otras, distintas. De cara al mundo, al papel que tiene EE UU en el orden internacional y en la gobernanza global y al conjunto de alianzas y acuerdos internacionales, se supone que también puede cambiar. Si ya ha empezado a hacerlo en su noche electoral, podrá hacerlo luego cuantas veces le convenga. Sus posiciones son volátiles. Incertidumbre sobre incertidumbre, por tanto.

Trump no cambiará porque tenga un programa oculto más moderado. No lo tiene. Por no tener no se le conocen ni ideas ni asesores que las tengan, más allá de las cuatro ideas esquemáticas y eficaces, casi todas ellas radicales e inquietantes, con las que ha armado la retórica de su campaña: expulsar inmigrantes, construir vallas en las fronteras, erigir protecciones a la industria y el comercio estadounidense, cuestionar las alianzas y compromisos internacionales, procurar más por los intereses propios y menos por los de los aliados y regresar a un pasado idealizado en el que los Estados Unidos eran grandes y ricos.

Trump cambiará. En primer lugar, porque está en su naturaleza profundamente adaptativa. Y en segundo lugar, porque a pesar de que tenga 70 años y una carrera entera de multimillonario a sus espaldas, su falta de experiencia en gestión política y pública le obligará a aprender en el Despacho Oval; pero mientras aprenda, la ecuación que suma sus ideas escasas, nulas o perversas y su oportunismo desbordante arroja un resultado de mayor incertidumbre todavía sobre su presidencia. Además de desconocido, el camino que emprende se adentra en la oscuridad más absoluta.

Hay algo en lo que no cambiará, que no puede cambiar: su carácter, su capacidad para despreciar, acosar e insultar, ampliamente demostrada durante la campaña, tanto por los medios propios, exhibiéndola en sus mítines y en sus tuits, como por medio de las denuncias de sus adversarios. Podrá reprimirlo o encauzarlo. Pero estará allí, agazapado bajo su tupe teñido de rubio y dispuesto a salir en cualquier momento, cuando sea necesario, como el escorpión con el aguijón de su cola. Un carácter así da mucho juego, como se ha visto en la campaña porque suscita las simpatías de muchos votantes. De quienes comparten parecidas características de su personalidad o de quienes consideran que todo vale para el buen fin de ganar las elecciones, como es el caso de muchos y respetables dirigentes republicanos.

Puede dar juego incluso en las relaciones internacionales, donde encontrará con frecuencia creciente personajes salidos de un molde similar. Rodrigo Duterte, por ejemplo. El bocazas y faltón presidente de Filipinas seguro que se entenderá mejor con Trump que con Obama, que se ponía a tiro de sus insultos intolerables solo con pensar en su elegancia y su correctísima y culta oratoria. En este tipo de carácter reside un fallo de difícil enmienda, que su turbulenta y a veces obscena campaña ha descubierto al mundo entero. Carece de gran número de las llamadas virtudes romanas que se exigía al máximo magistrado del imperio. Solo para mencionar tres de las más imprescindibles y que adornan ostensiblemente a Obama: la auctoritas del sucesor es escasa, pero su dignitas y gravitas son nulas.

A Trump le falla un valor profundamente apreciado en un mundo tan conservador como el que vivimos y que tiene que ver también con el carácter: la previsibilidad. En su discurso de aceptación de la victoria ha dicho que Estados Unidos procurará por sus intereses en el mundo pero será una potencia benévola, que tratará honestamente a los otros países. Nada sobre el respeto a las alianzas, los compromisos internacionales y los valores compartidos. Los países socios y amigos de EE UU tienen todos los motivos para preocuparse. Cuanto más socios y amigos, como es el caso de Japón o de Alemania, más preocupación.

Incluso las potencias que mayor provecho van sacar de la inhibición de Estados Unidos en el escenario internacional, como es el caso de China o Rusia, tienen motivos de preocupación en lo que concierne a la estabilidad económica y geopolítica. Pero también será una ventana de oportunidad para quienes desean avanzar sus peones en el tablero global e influir en la creación de un orden internacional en el que cuenten con más y mejores palancas de acción, y todavía más para las fuerzas o países con vocación insurgente.

Obama ha sido el presidente que más se parece al actual mundo multicultural y multipolar. Este nuevo presidente blanco, protestante y anglosajón, además de xenófobo, es el anti-Obama, la reacción al ascenso de países y clases medias emergentes del antiguo Tercer Mundo. Estos días ha hecho fortuna en las redes una cita de Antonio Gramsci sobre las crisis revolucionarias con la que se quiere explicar el fenómeno de Trump e incluso presentarlo como el momento en que todo va peor antes de que todo vaya mejor: ?El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos?. La frase es de la época de ascenso de los fascismos.

Respecto a la gobernanza y al orden internacionales, estamos ante una página en blanco. Es verdad que todo está por hacer y todo es posible. Es un nuevo comienzo, una época nueva. Hay una revolución que está en marcha, pero es reaccionaria, y va en sentido contrario a las revoluciones democráticas, pues mira hacia el pasado y se propone quitar libertades y derechos. Es una contrarrevolución, en definitiva.

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10 de noviembre de 2016
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Tal día como hoy

Berlín, la actual capital alemana, estuvo dividida durante 44 años, de 1945 a 1989, en cuatro sectores correspondientes a cada una de las fuerzas de ocupación vencedoras del nazismo ?británicas, francesas, soviéticas y estadounidenses- que pronto se refundieron en dos: el Berlín occidental, administrado por la República Federal con capital en Bonn, y el Berlín oriental, capital de la República Democrática de Alemania, el régimen comunista instalado por el ocupante soviético. Desde 1961 hasta 1989, durante 27 años, la parte occidental estuvo rodeada de una doble valla de 160 kilómetros -106 kilómetros de placas de cemento y 55 de rejilla metálica-, con 260 torretas y 232 búnkeres y una zona de descampado con trampas, alambres y pistas de persecución. Aquella frontera felizmente desaparecida, alrededor de un enclave occidental en territorio de influencia soviética, fue la mejor custodiada y la más difícil de franquear del mundo.

El muro se construyó en un fin de semana, el del 13 de agosto de 1961, y desapareció en una noche, la del 9 de noviembre de 1989, un dia como hoy de hace 27 años. Las autoridades comunistas que lo construyeron querían cortar la hemorragia de población que sufría la Alemania comunista a través del Berlín occidental y presionar para hacerse con el control efectivo de la ciudad entera, cosa que ya habían intentado en 1948 cuando bloquearon los accesos y obligaron a Estados Unidos a organizar un puente aéreo para garantizar los suministros. El muro fue un símbolo, como lo fue Berlín. De la guerra fría ambos, mientras duró, y de la caída del comunismo y de la unificación alemana, a partir de 1989. Pero tuvo una función material, nada simbólica, que afectó a centenares de miles de personas.

En sus 28 años se cobró la vida de al menos 86 ciudadanos que pretendían saltar al Berlín occidental, según las cifras de la fiscalía, interesada en perseguir todavía a los responsables de los disparos. Otras evaluaciones elevan el número de víctimas mortales a más de dos centenares, que incluyen a policías comunistas abatidos en refriegas con quienes huían. Para la Alemania oriental, el muro fue un sistema de defensa económica y de represión de su población, imprescindible para la supervivencia de aquel régimen insostenible, tutelado por los soviéticos. Para los aliados occidentales fue una vergüenza, tolerable en la medida en que garantizaba el statu quo del Berlín dividido y, a la vez, la permanencia de un enorme escaparate democrático y capitalista tierra adentro más allá del telón de acero.

Un cuarto de siglo después, la idea de que un muro divisorio pueda cruzar una metrópolis tiene un carácter alucinatorio. Y, sin embargo, cuando existía parecía eterno e inamovible. EL PAÍS tenía 13 años cuando cayó y tiene ahora ya 40, muchos más de los que cumplió aquel muro. Pero su vago y siniestro recuerdo señala la reaparición hoy en el mundo, también en Europa, de nuevos muros destinados a separar a las gentes y a cortar el camino hacia la libertad de quienes huyen despavoridos de la miseria, la guerra o las dictaduras.

(Este texto forma parte del especial publicado con motivo del 40 aniversario del periódico)

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9 de noviembre de 2016
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El mundo emergente se revuelve contra el derecho internacional

El presidente Bill Clinton firmó el Estatuto de Roma por el que se creaba la Corte Penal Internacional el 31 de diciembre de 2000, veinte días antes de que tomara posesión su sucesor George W. Bush. Lo hizo con tanta convicción como reservas, que expresó en una declaración aneja. Convicción, por la necesidad de institucionalizar la justicia internacional tras los genocidios de los Balcanes y de Ruanda, que obligaron a crear tribunales especiales para juzgar a los criminales. Reservas, porque Estados Unidos es una superpotencia militar con presencia de tropas en 150 países y actuaciones armadas en numerosos escenarios, que tiene una nula disposición a situar a sus soldados bajo jurisdicciones ajenas y romper así una tradición de unilateralismo que sitúa a su sistema judicial por encima de cualquier otro.

Clinton recomendaba a su sucesor que no pidiera la ratificación en el Senado y esperara a que la CPI hubiera dado sus primeros pasos. Era una decisión prudente porque el Senado, dividido mitad y mitad entre demócratas y republicanos, tampoco le hubiera dado los dos tercios de los votos imprescindibles para ratificarlo; ni a él, ni a su sucesor George W. Bush. Este último fue más lejos: en mayo de 2002, cuando el Estatuto de Roma entró en vigor, comunicó a Naciones Unidas que no habría ratificación y que EEUU se desvinculaba de cualquier obligación respecto al tratado.

Apenas tres meses después, Washington fue más lejos con una legislación que protege a los militares y funcionarios estadounidenses ante la persecución de la CPI y prohíbe cualquier ayuda militar a los firmantes del Estatuto de Roma, con algunas excepciones como la de los miembros de la OTAN. Era el momento más unilateral de la reciente historia de EEUU, ya en los preparativos de la guerra de Irak y mientras buscaba una resolución del Consejo de Seguridad que autorizara la invasión. Fue justo cuando Bush se preguntó si Naciones Unidas era todavía relevante. Aunque Obama ha corregido luego esta política de hostilidad y ha regresado a la cooperación con la CPI, no ha tenido ningún efecto práctico ni se ha avanzado para la ratificación por un Senado que ahora es todavía más republicano y hostil.

La Convención sobre Derecho del Mar de Naciones Unidas (UNCLOS) es algo anterior al Estatuto de Roma. Fue firmada en 1982 y no entró en vigor hasta 1994, pero Washington tampoco la ha ratificado, por motivos muy similares. Si la CPI ha tenido como principal campo de actuación el continente africano --donde es alta la demanda, puesto que allí se amontonan estados fallidos, guerras civiles, elecciones fraudulentas, presidentes que se saltan las constituciones para perpetuarse en el poder, además de crímenes de guerra y genocidios--, la región donde la Convención del Mar suscita más pleitos es la zona marítima e insular del Mar del Sur de la China, llena de peñascos, islotes y atolones, apelotonados en límites discutibles y bordeando las rutas marítimas de mayor tráfico del planeta.

En pocos días se han retirado de la CPI tres países africanos, dos de ellos Burundi y Gambia, que lo han hecho por la cuenta que les trae: quienes rigen sus destinos podrían aspirar perfectamente a sentarse en el banquillo. También ha decidido abandonarla la Sudáfrica de Jakob Zuma, un presidente acosado por la corrupción que se ha puesto al frente de la manifestación precisamente porque aspira todavía a liderar a los africanos. Desde que se creó la CPI en 2002 aparecieron argumentos de peso para los africanos reticentes: el mayor, la imposibilidad de llevar a Bush y Blair ante un tribunal internacional por la guerra de Irak.

El argumento central es que la CPI es un instrumento para la hegemonía global occidental. Sirve para la jurisdicción universal como sirve para el derecho marítimo, como demuestra el caso de China, país firmante de la Convención del Mar que no ha querido reconocer en cambio la sentencia del Tribunal de La Haya que le quita la razón respecto a sus pretensiones sobre las aguas territoriales de Filipinas. El tamaño y el poder de China le permiten formular la objeción en términos más geopolíticos e históricos: Pekín no se siente concernido por un derecho internacional en cuya construcción no ha participado. Y por eso se esfuerza en sentar las bases de un nuevo orden ?sinocéntrico?, del que ya forman parte la Organización de Cooperación de Shanghai, sobre seguridad, o el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras.

Lo más sorprendente del pleito marítimo es que países como Filipinas, que obtuvo la sentencia favorable, y Malaisia, que también tiene contenciosos marítimos con los chinos, se distancien del lejano Washington y se acerquen a Pekín, la potencia ascendente y con ambiciones de ampliar sus aguas territoriales. Aparentemente lo hacen por motivos personales: el bocazas de Rodrigo Duterte, por su inquina personal contra los estadounidenses, y el corrupto del primer ministro malaisio Najib Razak, para protegerse de las denuncias. Pero es evidente que está muy viva la fibra antioccidental que pulsan con su retórica.

EEUU quiere mantener su hegemonía en la región e incluso manifestó su voluntad de desplazar el centro estratégico de su atención global hacia Asia; pero China a su vez tiene unos propósitos expansivos que afectan prácticamente a todos sus vecinos, objetivamente interesados en estrechar los lazos de seguridad con Washington aunque solo sea para obtener una relación más equilibrada.

Un distanciamiento paralelo sucede en África con la CPI. El mayor logro africano hasta la fecha es la sentencia a perpetuidad del pasado mayo contra el ex dictador de Chad, Hissène Habré, llamado el ?Pinochet de Africa?, condenado por crímenes de guerra y genocidio por un tribunal especial de Senegal. Esta es una novedad excelente respecto a la capacidad de los países africanos para resolver sus propios problemas y también respecto a la calidad de la justicia y del Estado de derecho en uno de ellos, aunque no debiera servir para desautorizar la CPI ni es seguro que garantice la capacidad de la Unión Africana para organizar su propia corte de justicia como algunos Estados quisieran.

Ambas revueltas, protagonizadas por países que fueron parte del Tercer Mundo, serán interpretados como signos de desoccidentalización del planeta, pero revelan la profundidad de las grietas que atraviesan la arquitectura institucional surgida del final de la Segunda Guerra Mundial, así como la inminente aparición de una nueva arquitectura más débil y regionalizada en la que EEUU tendrá menos palancas para defender sus intereses. A la vista de sus reticencias históricas ante las instituciones multilaterales, lo menos que se puede decir es que se lo habrán buscado.

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8 de noviembre de 2016
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La lección catalana de Trump

Los cuatro años de Procés ?o de procesismo, según los observadores más maliciosos? han producido una abundante literatura sobre las excelencias de la Cataluña futura. No está prohibido soñar y menos imaginar, entre otras razones porque es gratis. Pero a veces no son el deseo o la imaginación las que más nos cuentan sobre cómo queremos que sean las cosas sino nuestros propios actos y gestos, más elocuentes de lo que solemos pensar sobre nuestras auténticas intenciones.

Esto es lo que está ocurriendo con la rebelión municipal que ha organizado la CUP para poner contra las cuerdas a los Mossos, al consejero de Interior Jordi Jané y al propio Gobierno de Carles Puigdemont, conminándoles a que se sumen a la desobediencia de las órdenes judiciales que ordenan retirar banderas esteladas de los ayuntamientos, anulan resoluciones soberanistas o sencillamente citan a acudir al juzgado para declarar ante denuncias interpuestas y aceptadas.

La CUP no tiene secretos. Su objetivo es perfectamente coherente para una formación que quiere la ruptura con la democracia constitucional, la salida del euro y de la OTAN, y la construcción sobre sus cenizas de una república de trazas próximas a la Venezuela chavista. Sus consejos municipales pueden decidir con toda naturalidad que la medida más pertinente para las jornadas electorales es hacer ondear una bandera de partido como la estelada en el edificio del ayuntamiento. O que serán laborables los días del calendario festivo que se identifican con la denostada democracia española. Y también que no hace falta obedecer los requerimientos judiciales para enmendar las presuntas ilegalidades cometidas ni hay que acudir a declarar cuando lo considere conveniente un juez.

Más difícil de entender es que compartan estas actitudes autoridades sobre el papel más solventes, como son la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, o el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. Se puede estar en favor del derecho a decidir, como la primera, e incluso de la independencia más o menos exprés, como el segundo, y no desatender la legalidad vigente a conveniencia. Esta es una e indivisible y no puede estratificarse, distinguiendo una legalidad municipal y una legalidad catalana, estas legítimas y emanadas del pueblo soberano, y luego otras española y europea, menos legítimas y endosables a las élites, castas y burocracias.

Nadie ha prohibido las banderas esteladas. Nadie puede ni debe limitar la libertad de expresión. El problema es pretender vulnerar los reglamentos y las normas que cuidan del funcionamiento de las elecciones con la exhibición de banderas y símbolos partidistas en instalaciones vinculadas a los comicios que se celebran y hacerlo para más mofa en nombre de la libertad de expresión; o desatender las resoluciones y citaciones judiciales en nombre del pueblo soberano o, lo que es más grave, declarar la desobediencia a la más alta instancia de arbitraje constitucional a través de una resolución parlamentaria, como sucedió el pasado 9N.

Aunque sean de la CUP, es preocupante que quienes exhiban tal confusión sean cargos electos con capacidad de decisión sobre sus administraciones y sus presupuestos, porque indica que pueden desatender la ley también en otros ámbitos. Pero más alarmante es que la compartan fuerzas de Gobierno en Cataluña y en Barcelona, y, no por lo que dicen ni siquiera por lo que hacen, sino por el mensaje que hacen llegar a la población sobre la Cataluña futura que tienen dibujada en sus mentes. Política es pedagogía. Cada comportamiento político es una lección impartida que tendrá luego consecuencias.

¿Cómo será esa república catalana que propugnan los desobedientes? ¿Estará permitido colgar banderas partidistas en locales municipales cuando se celebren elecciones? ¿Será optativo el cumplimiento de las leyes y de las órdenes judiciales?

Las respuestas que da la CUP y sus amigos a estas preguntas son las mismas de Donald Trump respecto a los resultados electorales: solo los acepto si gano, solo asumo las leyes que me favorecen. Quien no respeta la legalidad ahora mal puede exigir que se respete mañana aun cuando esta legalidad lograra ser únicamente catalana.

Atendiendo al reparto del voto y a la división de la opinión pública ante la independencia, la desobediencia que la CUP practica y que otros jalean contiene una firme promesa en favor de la discordia civil y del enfrentamiento entre catalanes. Que, por cierto, no sería una novedad en la historia de Cataluña.

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7 de noviembre de 2016
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El sultán no lee la prensa

No hay quien pare esta deriva. El mejor termómetro lo proporciona el estado de la libertad de expresión. Turquía ya era, antes del golpe de Estado, uno de los países con mayor número de periodistas detenidos y encarcelados, según denuncia de Reporteros sin Fronteras y del Parlamento Europeo de abril de 2016. Pero la sangrienta intentona del pasado 15 de julio fue una buena excusa para terminar con los remilgos y barrer cualquier disidencia.

Solo faltaba la detención de Murat Sanbucu, director de la veterana y prestigiosa cabecera Cumhuriyet, símbolo de la Turquía laica y kemalista, la más europea e ilustrada, junto a quince periodistas de su redacción, acusados de una doble y contradictoria complicidad con sendos enemigos declarados de Erdogan, la secta islámica que dirige Fetulá Gülen, presunta organizadora del acusada del golpe militar, y el prohibido Partido Kurdo de los Trabajadores, tachado de separatista y terrorista. Sería ya muy grave si fuera solo una deriva contra la libertad de expresión. Pero las cifras de la represión son escalofriantes. Esta es un de las mayores purgas de las que exista memoria, solo equiparable en cifras de detenidos y destituidos de sus cargos, de momento sin ejecuciones, a las perpetradas por los mayores dictadores del siglo XX, Stalin, Hitler o Mao. Erdogan ya ha dejado caer el regreso inminente a la pena de muerte, para cuya aplicación no deben faltar candidatos entre los militares detenidos en la madrugada del 16 de julio.

Turquía está cambiando de régimen, en una transición hacia atrás: de la democracia a la dictadura, disfrazada de régimen presidencial; de la integración europea a la recuperación del perdido espacio imperial otomano. Iba a ser el modelo para las democracias árabes y ahora lo es de la regresión autocrática. Solo Túnez, donde empezó la desgraciada primavera árabe, mejora en estándares de libertad y democracia, mientras que Turquía se hunde en las clasificaciones internacionales.

Es de sobra conocido el disgusto que producen los periodistas en cierto tipo de gobernantes. Si hace unos años los había que eran auténticos adictos al papel impreso cotidiano, ahora los hay que se jactan de no abrir jamás un periódico. George W. Bush solo leía los resúmenes de prensa que le hacían sus ayudantes. A Erdogan también le disgustan los periodistas. Pero no se conforma con no leerles. Los detiene y encarcela.

Los hombres fuertes que nos depara el siglo XXI ?Putin, Erdogan, Orban, Xi Jinping, Al Sisi? no son antiguallas, todo lo contrario. Erdogan lo demostró con su decisiva intervención en la noche del golpe, cuando pidió a sus partidarios que se movilizaran en la calle a través de una aplicación para teléfonos móviles. Los autócratas se mueven como pez en el agua en las redes sociales, donde el buen periodismo naufraga y triunfan la insolencia y la brevedad cortante. En las redes, intoxican, interrumpen, intimidan, viralizan sus consignas y sus bravuconadas. Directamente, como Trump, o a través de sus servicios. Para los periodistas de siempre, los del papel y los textos largos, los nuevos autócratas tienen también los instrumentos de siempre: las tijeras de la censura y los grilletes de la cárcel.

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3 de noviembre de 2016
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Como gatitos ciegos

Todo estaba preparado, hoy hace 60 años, para aplastar la revolución. Diez divisiones, con 5.000 carros y 150.000 hombres, más un nutrido apoyo aéreo, se había desplegado por toda Hungría, había bloqueado las fronteras con Occidente y organizado una tenaza sobre Budapest, que iba a cerrarse en la madrugada del 4 de noviembre.

El embajador de Moscú en Hungría era Yuri Andropov, el hombre que en 1982 se convertiría en el máximo dirigente de una Unión Soviética gerontocrática que ya se hallaba sin saberlo en fase de inmediato desmoronamiento. Andropov fue el elemento decisivo de aquella operación militar que terminó con una Revolución protagonizada por los jóvenes húngaros, estudiantes y obreros, en su gran mayoría de ideología izquierdista y comunista, pero dispuestos a morir por la libertad y la independencia de su país.

El primer intento de ahogar la revuelta, el 25 de octubre, se hizo con una fuerza de unos 20.000 soldados y apenas un millar de carros, preparados para los combates urbanos contra un ejército enemigo, como el alemán, al estilo de lo que había sucedido en la Guerra Mundial. Pero no para enfrentarse a una improvisada guerrilla urbana, con barricadas y cócteles molotov, que obligó al segundo ejército del mundo a replegarse y prometer conversaciones con el nuevo Gobierno pluralista y democrático, encabezado por el comunista reformista Imre Nagy.

Nadie estaba preparado para aquella Revolución. No lo estaba Washington, concentrado en la campaña electoral para la reelección de Eisenhower, que se conformó con mantener el reparto del mundo urdido en Yalta y sólo se permitió alentar a los revolucionarios e incluso criticar por su moderación al Gobierno de Nagy desde su emisora dirigida a los países comunistas. Tampoco Naciones Unidas, que se ocupó tarde y mal de las dos intervenciones soviéticas, pues estaba atareada con la invasión de Suez por Francia, Reino Unido e Israel, que se produjo en idénticos días.

Europa todavía no existía, y la mayor prueba era que París y Londres se habían metido en esta última y absurda aventura imperial e iban a recibir la regañina y el castigo correspondiente de Washington. La propia Unión Soviética tampoco podía imaginar que alguien cuestionara su orden y autoridad imperial sobre sus países vasallos. El único preparado, muy bien preparado, para enfrentar situaciones tan difíciles era el embajador Andropov, que consiguió adormecer y engañar al nuevo y legítimo Gobierno, tender una trampa y detener a la cúpula militar húngara y preparar la invasión con modos de fariseo y de tahúr. Recibió su premio al poco en forma de rápida escalada en el partido hasta alcanzar la jefatura del KGB en 1967, cargo que ocupó hasta 1982, cuando se convirtió en sucesor de Bréznev y antepenúltimo líder de la URSS.

El aplastamiento de la Revolución de 1956 llevó al exilio a casi 200.000 personas. Fueron a parar a las cárceles unas 22.000, de las que 330 fueron ejecutadas, entre ellas el primer ministro Imre Nagy. La dirigente comunista italiana, Rossana Rosanda, ha descrito en una frase escueta el espíritu que reinaba en las filas comunistas: "Los camaradas se sentían engañados, tratados como gatitos ciegos".

La fe en el comunismo se quebró de forma irreparable. Los 33 años que faltaban para la caída del muro de Berlín iban a ser una larga e inexorable pendiente y una permanente sangría de militantes. Pero aquél fue el año decisivo, en que se desarrolló la primera revolución antitotalitaria en un país comunista, y se conocieron los crímenes de Stalin gracias al informe secreto de Nikolái Jruschov ante el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS.

Todo ha cambiado en el 60º aniversario, mal les pese a la extrema derecha y a los populistas húngaros, que buscan estos días imposibles paralelismos. Aunque queda un hilo de inquietante continuidad. El actual señor del Kremlin, Vladímir Putin, también ha sido miembro del KGB, en el que ingresó a las órdenes de Andrópov. Ha sido el jefe máximo de los servicios secretos de Moscú, aunque en este caso con las nuevas siglas del FSB, el servicio federal de seguridad que sucedió al soviético Comité de Seguridad del Estado. Y se aupó en el poder gracias a la guerra de Chechenia, la acción militar que más se parece y que incluso supera a la terrible represión sobre Hungría en 1956.

Como sus antecesores en el Kremlin, que llamaban a capítulo a los Gobiernos de los países satélite para impartir sus órdenes, ahora Putin exhibe el poder que le dan los grifos del gas y del petróleo que Europa necesita para vivir. Sería muy lamentable que gracias a la desunión y a la ceguera de los europeos, los sucesores de Andrópov recuperaran ahora parte de lo que empezaron a perder hace 60 años.

* Este artículo apareció tal cual en las páginas de Internacional de EL PAÍS hace diez años, el 2 de noviembre de 2006, y solo se ha cambiado la cifra del 50 aniversario por el de 60. Se han mantenido intactas las consideraciones sobre el gas y el petróleo rusos, a pesar de que ahora Moscú cuenta con otras palancas más potentes para condicionar al conjunto de Europa.

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31 de octubre de 2016
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La caja negra del poder

Ahítos de transparencia como estamos, nos cuesta mucho entender los sistemas organizados en torno a la opacidad. En nuestros procesos de selección y elección de líderes no es la información lo que nos falta. Al contrario, al ser tan excesiva y de tan difícil decodificación, la demanda de los ciudadanos se traslada al análisis, al criterio, al buen juicio finalmente.

En la segunda superpotencia mundial y aspirante a primera para finales del siglo XXI que es China sucede exactamente lo contrario. Los procesos de selección y elección de líderes son lentísimos, extraordinariamente opacos e incluso sin reglas de juego claras y fijas que permitan un mínimo de orientación. A los ciudadanos se les ahorra el espectáculo cruel de la lucha por el poder que en nuestros sistemas se exhibe a veces con obscenidad.

El Vaticano y la suprema ceremonia del poder que es el Cónclave en el que se elije el papa es en comparación con el poder chino un juego de niños. El Kremlin sigue siendo complicado, sobre todo porque no hay regla de juego alguna que no sea la de la correlación de fuerzas, usualmente a favor de quienes tienen más palancas en la sombra, que son los servicios secretos. Los palacios reales de Riad no quedan mancos en cuanto a las invisibles pugnas endogámicas entre las distintas ramas de la familia Al Saud. Pero la palma sigue llevándosela Zhongnanhai, el complejo situado en el centro de Pekín, junto a la Ciudad Prohibida, donde viven y trabajan los emperadores rojos rodeados del mayor misterio y de un absoluto sigilo informativo.

En todos los sistemas antes citados, a diferencia de nuestras denostadas democracias representativas, funciona el sistema de la caja negra del poder. Es decir, tenemos un desconocimiento absoluto de lo que ocurre dentro del recipiente cerrado e inaccesible donde se toman las decisiones y debemos guiarnos únicamente por los datos que nos proporcionan los hilos eléctricos de entrada y salida. Con la idea de la caja negra, como saben quienes recuerdan todavía sus clases de física elemental, nos obligamos a entender el funcionamiento de un sistema por los datos exteriores que nos proporciona en vez de los elementos que lo componen, y de ahí que sea una imagen potente y útil para analizar los sistemas políticos cerrados y opacos.

De que las cosas son así en Pekín, hemos tenido buena prueba esta pasada semana, con el VI pleno del Comité Central del Partido Comunista de China, el órgano de dirección partidista que se reúne regularmente entre dos congresos y de donde emanan levísimas señales sobre la fuerza y el poder de cada uno de los dirigentes y especialmente del líder máximo, actualmente Xi Jinping. Los observadores más atentos esperaban obtener una señal clara respecto al liderazgo del actual número uno del partido y del Estado, el dirigente que ha acumulado más poder y más rápidamente en sus manos desde Mao Zedong, el fundador endiosado de la República Popular. El dato debía versar sobre una cuestión muy concreta, como era saber si Xi está preparando su perpetuación del poder más allá de lo previsto, rompiendo así la regla de juego informal, que ya se ha aplicado a las dos generaciones anteriores

Si Xi tuviera intención de retirarse al cumplir los 68 años, al final de su segundo mandato de cinco años en 2022, tal como está tácitamente acordado, este VI pleno hubiera sido la ocasión para señalar a un sucesor --o incluso sucesores, puesto que este tipo de señalamiento suele producirse a pares--, que recibiría la plena confirmación en el Congreso del Partido en octubre del año siguiente. Eso no ha sido así, o al menos nada se ha destilado de la reunión del pleno en este sentido, aunque tampoco ha ocurrido lo contrario.

El PCCh hace las cosas muy despacio, paso a paso, con un sutil incrementalismo en las decisiones muy difícil de detectar y valorar. Lo más notable en cuanto señales exteriores que se han podido detectar es que Xi Jinping ha sido declarado ?núcleo' del partido alrededor del cual deben todos arracimarse, curioso apelativo que su antecesor, el gris Hu Jintao, nunca mereció; pero a la vez se ha recordado la doctrina --que era de rigor en la anterior generación-- de la dirección colectiva, introducida precisamente para evitar el culto a la personalidad y las decisiones arbitrarias y caprichosas de Mao Zedong y su entorno.

El líder de la actual generación en el poder, la quinta después de Mao, ha demostrado ya una personalidad política y una idea de su autoridad personal mucho más acusadas que su antecesor, lo que ha conducido desde el primer día a especulaciones sobre su capacidad de romper la regla no escrita de la sucesión, establecida por Deng Xiaoping precisamente para evitar que los revelos se convirtieran en convulsiones políticas que pudieran afectar a la estabilidad del partido y del régimen. Con Xi el régimen se ha endurecido ideológicamente, tiene una política exterior más agresiva e incluso la represión contra la disidencia interior se ha incrementado. El propio partido, fuertemente electrizado por una lucha contra la corrupción de dimensiones desconocidas, ha recuperado algo de sus viejas raíces estalinistas.

En la época reformista y pragmática de Deng Xiaoping la obsesión era sustituir el gobierno de los hombres, tal como lo había protagonizado Mao, por el gobierno de las leyes, que no quiere decir de la democracia y del Estado de derecho, sino del Estado con derecho, que da previsibilidad y estabilidad y permite la apertura al mundo, las alianzas internacionales y las inversiones extranjeras. Parte del gobierno de las leyes era la reglamentación de las sucesiones, de forma que la sustitución de los líderes no terminara en una carnicería política con riesgo incluso físico, como sucedió con Mao Zedong en sus últimos años.

Pues bien, este progreso en la institucionalización de la cúpula del Estado parece que ahora ofrece dudas a muchos, hasta el punto de que se haya instalado la idea de que el hombre fuerte que dirige este país enorme con mano de hierro, al igual que hizo Mao, puede sustituir en el futuro a la idea del sistema estable y previsible. Pero esto no se conocerá con certeza hasta el próximo octubre, cuando el Partido Comunista celebrará su XVI Congreso. De momento, ya es evidente que Xi Jinping, sin necesidad de que se produzcan cambios políticos internos, se encuentra internacionalmente en la lista de los nuevos hombres fuertes del siglo XXI, como Putin, Erdogan, Al Sisi u Orban, que han empezado a poblar el paisaje de la nueva geografía política. Este es también un dato exterior que nos dice mucho sobre lo que está sucediendo en la caja negra.

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30 de octubre de 2016
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La izquierda entera ha dado el Gobierno a Rajoy

La izquierda española ha entregado el poder a la derecha, esta es la síntesis de lo ocurrido, en la que se concentran los dos pasos efectuados para alcanzar este resultado. Con el primer paso, la nueva izquierda radical de Podemos se negó a cerrar el camino de Rajoy a su segundo mandato, dando la presidencia del Gobierno al candidato del Partido Socialista, para lo que le bastaba con abstenerse en la votación de investidura a la que se presentó Pedro Sánchez con el apoyo de los votos de Ciudadanos. Con el segundo paso, la izquierda socialdemócrata se ha mostrado incapaz de construir una coalición con el conjunto de fuerzas que se oponían a Mariano Rajoy y no ha tenido más remedio que abstenerse en la investidura del candidato conservador para evitar unas nuevas elecciones a las que se hubiera presentado dividida, sin candidato y con altas posibilidades de convertirse en la tercera fuerza y por tanto de dejar la oposición en manos de Podemos.

Que una y otra izquierda se tiraran los platos a la cabeza era parte del guión previsto por los hábiles consejeros de Rajoy. El PP contaba con la ambición de Iglesias por convertirse en el jefe de la oposición y sustituir al PSOE como principal partido de la oposición y mayor organización de la izquierda. Pero el PP también contaba con la dificultad que significaba para el PSOE aceptar los votos de los nacionalistas enrocados en un derecho a decidir que divide al socialismo. El éxito de esta estrategia inmovilista popular ha sido clamoroso: sin entregar nada, ni la cabeza de su presidente, ni nada sustancial de su programa de Gobierno, ni por supuesto ninguna silla en el Consejo de Ministros, Rajoy obtendrá la investidura gratis total.

Cierto que ha contado con ayudas inestimables en las dos izquierdas, la moderada y la radical. En la moderada ha tenido la ayuda de Susana Díaz, que ha utilizado esos diez meses de interinidad y de búsqueda de mayorías de investidura para atar a Pedro Sánchez en una especie de potro de tortura, limitado en sus movimientos por todos los lados gracias a la resolución del comité federal de 28 de diciembre y a un marcaje constante de sus movimientos: había que votar en contra de la investidura de Rajoy, pero no podía pactar con los nacionalistas ni siquiera una abstención. También Pedro Sánchez le ha ayudado, con su escasa mano izquierda para gobernar su partido, para buscar una alternativa de gobierno a Rajoy o alternativamente para obtener réditos en la negociación de la abstención. Entre la ambición del susanismo y la inhábil tozudez del sanchismo, el PSOE se ha visto obligado a entregarle el Gobierno a Rajoy sin contrapartidas.

También la izquierda radical ha ayudado a Rajoy, y especialmente Pablo Iglesias. Primero, con sus pretensiones desmesuradas, que alcanzaban prácticamente al control de los aparatos del Estado en un gobierno de coalición de izquierdas. Después, con su política del miedo. Y finalmente, con su confianza en un sorpasso que no se produjo en la segunda convocatoria del 21-J y que aspiraban a obtener en la tercera que ya no tendrá lugar. El éxito de Rajoy es más destacado en la medida en que Podemos ha demostrado sus límites electorales y sus dificultades para mantener la cohesión, entre tendencias, entre territorios e incluso entre dirigentes. La radicalización actual, con la investidura de Rajoy, y la tendencia a trasladar la oposición a la calle no son buenos augurios para el regreso de la izquierda al Gobierno en algún momento próximo, tras haberlo tenido a su alcance, casi en las punta de los dedos, durante esta larga crisis de interinidad.

Lo más curioso es que la fosa abierta entre el PSOE y Podemos es lo que más se parece a la división clásica entre socialdemócratas y comunistas en los combates políticos y también parlamentarios del siglo XX. De una parte, una izquierda moderada que quiere reformas, gobernabilidad y pactos con las fuerzas centristas; y de la otra, una izquierda radical que quiere rupturas, inestabilidad y frentes ideológicos, populares si se quiere, el equivalente de los enfrentamientos clase contra clase.

Los socialdemócratas se han convertido ahora, a ojos de Podemos, en socialtraidores que apuntalan un sistema corrupto y caduco, el régimen del 78 de un turnismo borbónico que hay que derribar. Los podemitas a su vez, a ojos del PSOE, son unos neocomunistas que quieren sustituir a la socialdemocracia como oposición a la derecha, alcanzando así 40 años después el objetivo que el Partido Comunista de Santiago Carrillo no pudo conseguir por el éxito del PSOE de Felipe González. Más que renovación y final de un ciclo político, parece la resurrección de antiguas querellas y el regreso de viejas políticas y lenguajes.

La experiencia demuestra que cuanto más dividida está la izquierda más fácil lo tiene la derecha para seguir gobernando. De forma que unos y otros ya saben qué les espera si en la próxima legislatura se instalan en las divisiones que les han ido separando cada vez más durante los diez meses de inestabilidad gubernamental.

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29 de octubre de 2016
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