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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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No es la libertad, es la democracia

Las mejores elecciones catalanas de la historia: en participación al menos. Este es un dato cualitativo tratándose de la democracia, la ley del número aplicada a la voluntad ciudadana. El motor de esta intensificación democrática es el proyecto independentista. El señuelo de la secesión, planteada como un proyecto a corto plazo, ha servido para movilizar a quienes la desean fervientemente pero también a quienes la viven como una pérdida y una catástrofe.

No es el único. Los ciudadanos han sido convocados también con propósitos de demolición, una pulsión más de castigo que de búsqueda de utopías a mano, impulsada por la corrupción, los recortes sociales, la desafección política, e incluso el cambio generacional. El resultado es un paisaje político nuevo, con el partido del Gobierno español en su porción congrua, Ciutadans convertido en el primer partido de la oposición y Podemos que no consigue similar proeza respecto al PSC ni devenir alternativa de Gobierno.

Estos resultados no permiten lecturas simplistas. Mas tendrá dificultades para gobernar dependiendo de los votos de la CUP, una fuerza que quiere sacar a Cataluña no tan solo de España sino de la OTAN y de la UE. El Parlamento no es tan solo mayoritariamente independentista, sino muy escorado a la izquierda. El derecho a decidir, sea lo que sea, contará con una mayoría tan ancha que puede acercarse a los 90 diputados necesarios para las grandes reformas estatutarias. Si contara con el PSC, como hace un cuarto de hora, superaría el centenar.

Traducido a votos, la cuenta finalmente más auténtica de la ley de los números, Cataluña aparece partida limpiamente en dos: el hemisferio que sitúa como su preferencia casi única la independencia y el hemisferio que la rechaza o no la considera prioritaria. La fuerza del secesionismo es enorme, pero la independencia no está más cerca. La lección que recibe el PP valdrá para todos: no se puede gobernar España contra Cataluña y ni siquiera sin Cataluña. Tampoco Cataluña puede ser independiente con el 50 por ciento de los ciudadanos que no lo desean o están abiertamente en contra.

Al contrario de lo que dice la propaganda, no es la libertad de los catalanes en España ni de los españoles en Cataluña lo que está en juego. Es la capacidad de la democracia para funcionar adecuadamente, es decir, convertir los conflictos en cauces de diálogo y de pacto. Eso es lo que dice el extraordinario equilibrio de votos y de fuerzas que arrojaron ayer las urnas.

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28 de septiembre de 2015
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La definición de Europa

¿Qué es Europa? Esta es una vieja pregunta de respuesta jamás satisfactoria. Han intentado responderla poetas y filósofos en numerosas ocasiones, también geógrafos e historiadores, al igual que economistas y sociólogos, incluso algunos teólogos, pero al final nadie ha conseguido una definición exacta y eficaz.

Una tal definición puede valerse de varios instrumentos. Uno de ellos es la delimitación del perímetro, sus fronteras. También cuentan los principios o valores políticos establecidos en sus cartas constitutivas. Es muy evidente la existencia de un mercado común a todos, donde puedan circular personas, capitales, bienes y servicios, de la que se desprende fácilmente una moneda común. Pero la que más se exige y a la vez se echa en falta cuando hay un proyecto que no funciona es el demos, el pueblo soberano, los ciudadanos que eligen a sus representantes y gobernantes.

Desde la caída del muro de Berlín y el final de la división del continente por la Guerra Fría, se ha intentado a menudo y con objetivos muy prácticos. ¿Hasta dónde debía llegar la ampliación de la Unión Europea, este proyecto de unificación de los pueblos y los ciudadanos europeos? ¿Debe incluir a Turquía? ¿Debería llegar algún día incluso a Rusia?

Una cumbre estableció en 1993 en Copenhague los criterios que debían salvar los países candidatos al ingreso. Sirvió para situar bien alto y claro el listón y evitar que ingresaran países que no cumplen con los estándares democráticos ni respetan los derechos humanos, no tienen una economía de mercado, no desean aplicar la legislación europea o no comparten los objetivos fundacionales. Una definición surgida de la filosofía moral, elegante y eficaz, la definía en la misma época como el territorio libre de la pena de muerte.

La discusión entre juristas y políticos surge en cada una de las numerosas reformas de los tratados: Maastricht (1992), Ámsterdam (1997), Niza (2001), Lisboa (2007), además del Tratado Constitucional (2004), que es probablemente donde más se discutió, aunque nunca llegó a entrar en vigor porque los franceses y los holandeses lo rechazaron en sendas consultas populares. Finalmente, siempre con resultados inconclusos.

Esta vez la pregunta va muy en serio. No son los juristas y los políticos quienes la formulan sino unos ciudadanos extraeuropeos, sirios, afganos, eritreos, y la hacen con los pies. Las respuestas les llegan de los países europeos que les reciben o les rechazan, y de los Gobiernos e instituciones abocados a construir una política de asilo europea en la que quedarán definidas las fronteras (gestionadas finalmente en común), los valores (Hungría, por ejemplo, ya está fuera) o la ciudadanía (los refugiados serán candidatos y los inmigrantes económicos lo tendrán más difícil).

La Europa del derecho de asilo será más pequeña, como sucede ya con la del euro y dejará muy atrás una gran parte de la definición territorial: Ucrania y Turquía quedan mucho más lejos ahora. Esta crisis de los refugiados nos enfrenta a los europeos ante un momento definitorio: o la Europa de las dos velocidades o nada; es decir, la desintegración, el regreso a los nacionalismos y la irrelevancia.

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24 de septiembre de 2015
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Éxodos y holocaustos

Tony Judt terminaba su impresionante Posguerra con un epílogo titulado ?Desde la casa de los muertos. Un ensayo sobre la memoria moderna europea?. Su libro sobre la historia de Europa desde 1945 culminaba con una idea original y certera respecto al exterminio de los judíos de Europa durante la II Guerra Mundial. El billete para entrar en Europa es el reconocimiento del Holocausto, decía el intelectual judío, británico y estadounidense fallecido en 2010.

Para convertirnos en plenamente europeos, como individuos y como países, debemos partir de una memoria y de un reconocimiento del destino trágico de los judíos europeos que se extiende a la memoria y el reconocimiento de todos los otros casos de limpieza étnica y exterminio sufridos en tierra europea en el siglo XX. No se puede ser europeo sin reconocer los intentos de aniquilación de un grupo de europeos en manos de otros europeos: sirve para Turquía respecto a Armenia, Serbia en relación con Bosnia o todos los países que en un momento u otro colaboraron con Hitler.

Pudieran parecer cuestiones que afectan únicamente a la historia. No es así, tal como acaba de recordarnos otro historiador, que nos restriega otra idea fuerte y desagradable por nuestro rostro de europeos indiferentes o con buena conciencia: el Holocausto no es cosa del pasado; no hay nada que permita a los actuales europeos colocarse a resguardo exhibiendo algún tipo de superioridad ética respecto a los europeos de los años 20 y 30; los genocidios se producen en las zonas grises, tierras de nadie donde la regla de juego deja de funcionar y el Estado se aparta, como fue el caso de los países de Europa oriental durante la Guerra Mundial donde empezó propiamente la Shoa. Ese otro historiador, que nos golpea con estas ideas en un ensayo publicado en The Guardian ('El mundo de Hitler puede que no esté tan lejos', 16 de septiembre), es precisamente Timothy Snyder, discípulo y amigo de Judt que publicó un formidable libro de conversaciones con el maestro fallecido (Pensar el siglo XX).

Lo más inquietante de la metáfora de Hitler, que iguala cualquier atrocidad real o imaginada con el nazismo, es que contiene una mentira y una verdad. La comparación es abusiva, mentira, pero ¡ay de nosotros si nos resguardamos en el exceso metafórico para cerrar los ojos ante las atrocidades de las que podríamos ser capaces en determinadas circunstancias!: la verdad. Esas lecturas del pasado convienen al momento actual, cuando llega a Europa un éxodo masivo que escapa de la guerra y del genocidio en Oriente Próximo, provocando reacciones ambivalentes y confusas, en las que se combinan la generosidad representada por Angela Merkel y la xenofobia nacionalista de Viktor Orbán.

Tenemos enormes dificultades para recibir a esos centenares de miles de personas que se desplazan del sur al norte y para hacerlo de acuerdo con la legislación europea e internacional y con nuestros convenios y cartas de derechos humanos. El derecho de asilo fue concebido para casos singulares, pero no para desplazamientos en masas. Hay problemas materiales, pero también hay temores culturales e identitarios. ¡Mucho cuidado!, porque además, en las fronteras, donde se hallan las zonas grises de recepción, se abre el campo abonado para una vulneración masiva de derechos e incluso para el exterminio. Los europeos, para empeorar las cosas, nos hallamos prácticamente paralizados para toda acción urgente, fundamentalmente por ausencia de un poder ejecutivo fuerte y central, la federación europea con ejército y política exterior que el euroescepticismo y la europereza nos han hurtado.

Merkel asegura que Alemania saldrá transformada por la llegada de los refugiados. Europa entera cambiará. Y el mejor y mayor cambio que podría realizar es convertirse en la unión política capaz de gestionar esta crisis en todos sus aspectos: los militares, para resolverla en origen, Siria; los materiales, para organizar los campos de acogida en las fronteras en buenas condiciones; y luego los sociales de cada país para instalar a los asilados e integrarlos. También los diplomáticos, para obligar a la comunidad internacional a compartir la carga en sus debidas proporciones. ¡Un sueño!

Sabemos que esto es solo el comienzo. Éxodos como el de Siria los hay también en Asia y en África ahora mismo. Los hay donde hay Estados fallidos, guerras civiles, golpes de Estado y terrorismo. Los habrá todavía más, vinculados a las catástrofes provocadas por el cambio climático. Naciones Unidas calcula que hay 60 millones de refugiados en el mundo, una cifra pequeña frente a los 7.300 millones de habitantes del planeta, pero inquietante si todos se dirigen hacia la misma tierra prometida.

Los europeos tenemos todos los motivos, surgidos del pasado e incrustados en el presente, para evitar la buena conciencia. Pero a la vez debemos observar con la misma visión crítica los nulos esfuerzos que hacen algunos países vecinos de Siria con los que tenemos estrechas relaciones económicas e incluso políticas, militares y culturales, hasta el punto de que patrocinan clubes de futbol e invierten en nuestras empresas e instituciones. Nada contrasta más duramente con la complejidad de la crisis en Europa y con el peso que sufren países vecinos como Líbano, Jordania y Turquía, que acogen a los refugiados a millones, como su impacto en los seis países socios del Consejo de Cooperación del Golfo, algunos de los cuales se hallan entre los más ricos del mundo.

Estos países, empezando por la opulenta Arabia Saudí, no han recibido ni un solo refugiado sirio y se han limitado a desenfundar la chequera para atender a Naciones Unidas, aunque comparten lengua, cultura y religión con los sirios en desbandada y, para colmo, están en algunos casos en el origen de la crisis. Mucho más que en los refugiados estos países han venido invirtiendo en ayuda a las guerrillas sirias que combaten contra El Assad, incluyendo grupos vinculados a Al Qaeda y al Estado Islámico, y sobre todo en la guerra de Yemen, que a su vez ha fabricado ya 100.000 refugiados en dirección a África.

Ninguno de estos países ha firmado el Convenio de Asilo de 1951, en consonancia con su peculiar sistema de ciudadanía, estrictamente limitada a la pequeña fracción nativa de la población. No es anécdota ni casualidad que también sea allí donde más fácilmente se difunde la propaganda negacionista del Holocausto.

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21 de septiembre de 2015
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Una triple crisis europea

No es una, sino tres. El sistema de fronteras y asilo europeo está a punto de colapsar. Decenas de miles de personas se hallan deambulando entre Grecia y los Balcanes a la espera de encontrar el portillo hacia un país que les acepte como asilados. Un país como Siria, que constituía una pieza crucial en el sistema de equilibrios de poder en Oriente Próximo, está a punto de desaparecer.

Europa se ha construido de crisis en crisis según la doctrina ya tópica del más ortodoxo europeísmo. Pero esta doctrina se halla ahora sometida a una prueba de tensión extrema, porque no es una crisis sino tres arracimadas las que enfrenta, justo cuando apenas quedan instrumentos nacionales para que actúe por su cuenta cada uno de los Estados socios y todavía no hay ni un atisbo de instrumentos para resolverlas de forma conjunta a través de las instituciones de la UE.

Las tres crisis se hallan encadenadas en el tiempo y en el espacio como las cuentas de un rosario: primero Siria, luego las masas de refugiados y finalmente la implosión del sistema de fronteras europeo. Y las tres interpelan a los europeos y a sus instituciones respecto a sus responsabilidades: ante la desaparición de un país vecino que se traduce en un caos geopolítico devastador; ante el destino de miles de refugiados desprotegidos y desatendidos, que son castigados y rechazados en países como Hungría y no obtienen suficiente protección ni atención en los otros países que utilizan como corredores en su huida; y ante el desmoronamiento del sistema de Schengen y el regreso, de momento eventual, a la Europa anterior a la libre circulación de personas del Mercado Único alcanzada en 1993.

La reacción europea ante la triple crisis es parcial, rácana y alicorta. Aunque Alemania está dispuesta a admitir hasta un millón de refugiados este año, los ministros del Interior de la UE no han sido capaces de superar la cifra ridícula de 40.000 inicialmente propuesta. Ya no sirve el entero edificio de la actual política de asilo, que deja la iniciativa al cargo de los Estados, y se necesitará tiempo para conseguir los consensos mínimos para su reconstrucción. Apenas se habla y menos se hace respecto a la resolución del problema en origen, es decir, la creación de zonas seguras en Siria que permita regresar a los refugiados, y luego el fin de la dictadura y la estabilización de la región: eso exigiría de Europa una política exterior y de defensa que no ha querido tener y los medios militares para la acción de los que no dispone.

No hay que olvidar la tercera crisis, la humana, esos miles de personas que deambulan por las lindes de Europa y que en pocos días pueden encontrarse en situaciones trágicas que nos van a escandalizar y nos harán revolver de nuevo las entrañas. Están recibiendo la ayuda y la solidaridad de muchos europeos en Hungría, en Grecia o en Serbia, pero nadie se ha hecho cargo todavía de gestionar este éxodo y de cubrir sus necesidades urgentes de habitación, alimentos y seguridad, algo que solo los Estados e instituciones europeas e internacionales, debidamente coordinados, pueden resolver con dignidad y eficacia.

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17 de septiembre de 2015
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El contorsionista

La contorsión argumental es muy fuerte, pero este contorsionista está acostumbrado a grandes proezas. El buen contorsionista es el que se ve capaz de sostener a la vez una tesis y la contraria, ambas a favor de la causa, lógicamente. Con una mera mayoría de escaños, el independentismo se ve capaz de empezar la marcha hacia la independencia. Como sucede con los grandes números de circo, la reacción suele ser una exclamación de asombro del público: Ooooh! Después de exigir el funcionamiento de la ley democrática de los números aplicada a los ciudadanos, alehop!, utilizamos la mayoría de los escaños. El derecho a decidir ha pasado a mejor vida. Para nada cuentan las distorsiones que produce la ley electoral, que perjudica la mayor circunscripción urbana de Barcelona. Con una mayoría de votos adjudicados a formaciones que no apoyan la independencia, las que sí la quieren anuncian que van de cabeza a proclamarla: ohhhh!

Ciertamente, tiene poca relación con el radicalismo democrático exhibido con las demandas de consulta, pero ya se sabe que pocos argumentos en este debate admiten la propiedad recíproca: los aplicamos severamente cuando nos favorecen y son nimiedades cuando nos dejan en desventaja. Nadie se impone un listón que no pueda saltar. Nadie plantea plebiscitos para salir derrotado. Sí, la prensa internacional puede cabecear cuanto quiera, seguro que contaminada por los argumentos unionistas, pero ahí está el mandoble lógico definitivo: como no nos dejan votar, como que no nos han permitido hacer la consulta... Es decir, contamos escaños en castigo porque no nos han dejado hacer el referéndum de autodeterminación que exigíamos. Este es un castigo peculiar, puesto que no se dirige únicamente al adversario, sino que alcanza a los casi 450.000 ciudadanos que votaron el 9N aunque no a favor del doble sí independentista. Son ciudadanos que aceptan e incluso desean la realización de una consulta y que, en cambio, se opondrían a la independencia en caso de ser consultados. Pues bien, para ellos, abandonados por Mas después de obedecerle el 9N, también sirve el castigo de la cuenta de escaños en vez de votos, culminación del último giro de Convergència, que consistió repudiar el derecho a decidir a favor de la abierta apuesta secesionista.

El hecho objetivo es que se propone realizar un paso trascendente e irreversible como declarar la independencia mediante una mayoría parlamentaria que no tiene por qué alcanzar la mitad más uno de los votantes, echando mano de la democracia representativa en vez de la democracia directa de los ciudadanos. Un caso tal ha sido estudiado por numerosos organismos y tribunales y no tiene antecedentes. Si en todo el mundo se exige no tan solo una mayoría, sino incluso que sea cualificada, de votantes y de censo en algunos casos, es porque se considera que no sería democrático realizar un paso de tal trascendencia mediante una mayoría circunstancial y precaria. Una idea de democracia de tal calibre, de muy escasa calidad por cierto, solo se encuentra en regímenes que no cumplen los estándares internacionalmente admitidos.

En definitiva, si para gobernar y turnarse en el poder como exige un sistema democrático bastan mayorías parlamentarias incluso frágiles, para emprender caminos sin retorno que aspiran a cambiar el rumbo de la historia se necesita mayorías no tan solo reforzadas sino también persistentes. A la vista de las actuales encuestas podría darse el caso de que la mayoría de escaños exigida se obtuviera con la adición de los votos de Junts Pel Sí y de la CUP, con lo que podemos encontrarnos con la extraordinaria contorsión de que sin mayoría para gobernar, por incompatibilidad entre los programas, exista mayoría para proclamar la independencia.

Conociendo los antecedentes, cabe una explicación que se quiere mantener oculta. El plebiscito del que se presume no es sobre la independencia. Nada se producirá que supere el mero ámbito intencional o declarativo: palabras sin actos que las sigan. Lo único que se va a votar es si sigue adelante el proceso encabezado por Mas o si se rompe filas y se pasa a una fase distinta, con otros líderes y estrategias. Al presidente le basta la mayoría de escaños independentistas para declararse vencedor. Ni siquiera especifica que quiere la mayoría para Junts Pel Sí. Su posición quedará reforzada cuanto mayor sea la mayoría: en votos además de escaños, a la espera de las nuevas mayorías que surjan de las elecciones generales. ¿Meras contorsiones para mantenerse en el poder y pasar de contorsionista a negociador en jefe? Puede ser. Pero sería mejor no tener que comprobarlo.

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14 de septiembre de 2015
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Europa, valores y derecho

Por una vez, la extrema derecha xenófoba y racista no controla la agenda política. Puede que la recupere, pero de momento está en manos de los millares de ciudadanos europeos decentes que se han volcado con los refugiados que huyen de la destrucción y de la muerte en Oriente Medio. En Alemania, claro está, pero también en Grecia y Hungría, y por supuesto en España, sobre todo desde nuestros municipios. Depende de todos que la agenda no vuelva a caer en las manos sucias del extremismo excluyente. Nada más fácil que levantar el espantajo de la infiltración terrorista o alentar los temores a la invasión de quienes poseen una identidad cultural o una religión distinta como están intentando ya ciertos medios de comunicación y algunos gobiernos y partidos. Es una tentación que afecta a muchos gobernantes, sobre todo los que dependen del voto populista de derechas. No era nada evidente que gobiernos conservadores profundamente reticentes ante las migraciones, el español sin ir más lejos, adoptaran posiciones acordes con los valores y el derecho europeo. Sin la presión de la calle y sin la actitud decidida de Francia y Alemania, estos gobiernos no se habrían movido. Ahora van a acoger importantes cuotas de refugiados siguiendo las órdenes de la autoridad europea competente con la misma convicción y disciplina con que ordenaron los recortes. No hay que reprochárselo. Sin valores liberales y democráticos y sin Estado de derecho no hay Europa que valga. Aplicar el derecho de asilo no es ningún mérito sino lo que corresponde a los valores europeos y lo que exigen las convenciones internacionales. Recordemos brevemente que la obligación de todo Estado democrático, como miembro de la UE y firmante de los pactos internacionales de Naciones Unidas, es aceptar la petición de asilo de todo perseguido político que se presente en sus fronteras, sin penalizar la eventual transgresión de las reglas de inmigración y sin discriminarle por su religión, sexo, raza o condición del tipo de que sea. La UE puede organizar programas preventivos para evitar la llegada masiva de refugiados, intentar atajar la implosión de Estados fallidos como Siria o ayudar a los países vecinos para que acojan allí a los refugiados y no se vean impelidos a viajar en largas y penosas migraciones hasta el corazón de Europa. Puede criticar a Estados Unidos por su falta de liderazgo en Oriente Próximo, la guerra de Irak y de Afganistán o por lo que sea. Pero lo que no puede ni debe hacer es rechazar a quienes llegan a sus puertas para pedir asilo. Ciertamente, está en peligro el tratado de Schengen, que saltará por los aires si no se organiza racionalmente la llegada de los refugiados por las entradas más frágiles de la UE. Pero mayor es todavía el peligro en el que se hallan la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, las convenciones internacionales sobre asilo y la propia Declaración Universal de Derechos Humanos, auténtico papel mojado en caso de lo que los europeos no queramos ni sepamos acoger a quienes vienen a llamar a nuestras puertas con la simple pretensión de salvar sus vidas y las de sus familias.

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10 de septiembre de 2015
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Pekín, capital del antifascismo

El presente ilumina el pasado y nos ofrece inesperadas noticias retrospectivas. China fue el país que más vidas humanas sacrificó para vencer al fascismo en 1945, hace ahora 70 años, y no Estados Unidos o la Unión Soviética. Las cifras cantan: ningún otro país perdió más población en los combates, bombardeos y ejecuciones vinculados a aquella gran contienda que alcanzó todos los continentes. Fueron 35 millones los chinos fallecidos, frente a los 27 millones de ciudadanos soviéticos. Quien recordó estas cifras es el presidente de la República Popular China, Xi Jinping, este pasado jueves desde el balcón de la puerta de la plaza de Tiananmen que conduce a la Ciudad Prohibida, y donde cuelga un enorme retrato de Mao Zedong, el fundador de la China comunista. Lo hizo antes de pasar revista a 12.000 soldados y de presenciar una soberbia parada militar tan prolija como la denominación de la jornada que se conmemoraba, los 70 años de la 'victoria en la guerra de resistencia contra la agresión japonesa y en la guerra mundial antifascista'. La Segunda Guerra Mundial, tal como la cuenta el presidente, empieza en Asia mucho antes que en Europa, en 1937 al menos, cuando se declaran las hostilidades entre la República de China de Chang Kai-shek y el Japón imperial de Hiro Hito, e incluso en 1931, cuando el Ejército japonés invade Manchuria. Lo que no dice es que no fue China, sino Estados Unidos, quien venció a Japón en 1945. Y que no fueron los comunistas, sino los nacionalistas del Kuomintang, quienes cargaron con el mayor peso de los combates en territorio chino. Eso son meros detalles para los historiadores, que no suelen atender a las virtudes retroactivas del relato nacionalista. Xi Jinping, como todos sus predecesores, hizo en su discurso las menciones de rigor a la fructífera línea de pensamiento marxista-leninista, al maoísmo, al pensamiento de Deng Xiaoping, e incluso sin citar sus autores a las teorías de las Tres Representaciones y del Desarrollo Científico, que se supone son las memorables aportaciones ideológicas de sus predecesores, Jiang Zemin y Hu Jintao. Ya es un gran éxito que China haya alcanzado el quinto relevo en el poder sin que las purgas por corrupción hayan alcanzado aún a los dirigentes jubilados, ambos instalados en la tribuna presidencial en compañía de su sucesor. Más importantes que las referencias doctrinales a las viejas y melladas consignas fueron las reiteradas referencias a la ?espléndida civilización de 5.000 años? creada por los chinos y proyectada ahora hacia el futuro. El comunista Mao Zedong venció en 1949 a los nacionalistas en la guerra civil y fundó la actual República Popular, pero ahora Xi Jinping exhibe sin rebozo el discurso del orgullo nacionalista chino a través de esta conmemoración. Nacionalismo por nacionalismo, el partido comunista se queda con la historia entera de China, incluida la trayectoria del nacionalista Kuomintang frente a Japón. El desfile aportó muchas novedades, a pesar de que el ritual venga pautado por una larga tradición militarista de inspiración soviética que se remonta a los 50. Hasta ahora los desfiles solían celebrarse en el aniversario de la proclamación de la República al término de la guerra civil. La conmemoración del Día de la Victoria sobre el Fascismo, en cambio, es una originalidad adaptada a las necesidades de Xi, quien se mira en el espejo del culto a la personalidad de Mao y busca una doble reafirmación, hacia dentro y hacia fuera. Son evidentes las dificultades interiores, como evidencian la desaceleración de su economía, las caídas bursátiles, catástrofes como la de Tianjin o las campañas anticorrupción en las que se libran batallas ideológicas entre dirigentes y tendencias dentro del partido comunista. China ha agotado su modelo económico basado en la capacidad inversora y pugna ahora por otro basado en el consumo. En el exterior, en cambio, Xi quiere aprovechar el vacío de liderazgo mundial para avanzar los peones de una futura hegemonía. La tribuna del desfile describe a las claras los efectos limitados y contradictorios de sus propósitos. Estuvo flanqueado por Vladímir Putin, que también ha construido su relato antifascista frente a Europa y Estados Unidos a partir de la victoria de Stalin sobre Hitler, específicamente con la crisis ucrania. Y le acompañaban el presidente venezolano, Nicolás Maduro; el general golpista egipcio Abdelfatah al Sisi; el sudanés Omar el Bachir ?inculpado en La Haya por genocidio?, y el último dictador de Europa, Alexander Lukashenko, entre otros muchos dirigentes de similar calibre que probablemente se proclaman antifascistas. Todos ellos aplaudieron el desfile en el que se conmemoraba, de nuevo en palabras del presidente Xi, ?una batalla decisiva entre la justicia y el mal, la luz y la oscuridad, el progreso y la reacción?. También hubo novedades en cuanto a armamento de última generación y sobre todo de fabricación china. Un desfile como este sirve para mostrar a amigos y adversarios el catálogo de armas que se pueden colocar en el mercado o en un escenario de tensión bélica. Entre el abundante arsenal exhibido destaca la fuerza aérea y los numerosos artefactos (misiles principalmente) vinculados a las estrategias denominadas como de antiacceso/denegación de área, con las que Pekín pretende dificultar cada vez más la presencia de EE UU en los cielos y mares asiáticos y dar cobertura a su constante presión expansionista con la construcción de instalaciones y aeropuertos militares en peñascos y arrecifes disputados con casi todos los países vecinos (especialmente Japón, Filipinas y Vietnam). Xi anunció también una reducción del Ejército en 300.000 soldados, una cifra poco significativa en unas Fuerzas Armadas que están haciendo un salto tecnológico y prescindirán cada vez más de la mano de obra extensiva. Hay muchas formas de desfilar, todas eficaces a la hora de mostrar las uñas. El mismo día, cinco buques chinos desfilaron sigilosamente por aguas de Alaska, coincidiendo con la visita del Obama al Estado más septentrional de la unión americana. El presidente chino también quiso tranquilizar a los espíritus asustadizos ante tal exhibición: ?No importa cuán fuertes podamos ser, pero China jamás buscará la hegemonía o la expansión?. 

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6 de septiembre de 2015
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Europa es Alemania

Un viejo debate ha quedado superado. A pesar de la crisis griega, a nadie le interesa ya saber si tenemos una Alemania europea o una Europa alemana. Europa es Alemania. O dicho de otra forma: la escasa y defectuosa Europa que tenemos se debe al liderazgo alemán y específicamente al de Ángela Merkel. Sin Alemania, ya no habría Europa alguna, ni escasa ni defectuosa. Así ha sucedido con la crisis ucrania, con la griega y ahora con la llegada de millares de refugiados, en su mayoría sirios que huyen de la guerra y de las matanzas de civiles. Aunque los europeos apenas nos enteremos, las tres crisis tienen un carácter existencial, porque ponen a prueba la capacidad de los países socios para seguir juntos en el proyecto de unión cada vez más estrecha e incluso para preservar los principios y valores que inspiran a la UE. La canciller alemana lo enunció en una frase ya célebre sobre la moneda única: ?Si cae el euro, cae Europa?. Y ahora ha vuelto a enunciarlo respecto a la política de asilo: ?Si Europa falla en esta cuestión de los refugiados, quedará destruida la estrecha vinculación con los derechos civiles universales y no tendremos la Europa que deseamos?. El papa Francisco, escandalizado ante los naufragios de las pateras con refugiados e inmigrantes en el Mediterráneo, denunció la globalización de la indiferencia solo empezar su pontificado. También en la actual crisis, lo peor de todo es la europeización de la indiferencia, esa Europa que se encoge de hombros, se desentiende y deja caer el peso de los problemas a los países directamente afectados. Alemania, por contra, no tan solo está propugnando las políticas que convienen para la mayor oleada de refugiados políticos desde la Segunda Guerra Mundial, sino que está predicando con el ejemplo y es el país que más refugiados acoge y más se ha movilizado. ¿Hay también motivos de interés en la favorable acogida de los refugiados en Alemania? Los hay, sí. La demografía alemana augura un futuro muy incierto si no llegan y se integran millones de inmigrantes en los próximos años. Pero lo mismo sucede, en grados distintos, en toda Europa. El continente europeo, si quiere mantener sus valores y sus niveles de bienestar, debe convertirse en tierra de inmigración. Ofrecer el asilo e integrar a los millones de personas que huyen de Siria puede ser por tanto una oportunidad para los europeos, para nuestros intereses, pero también para la preservación de nuestros principios y valores. Europa no es tan solo Alemania, está claro. Pero Alemania es la que hace la tarea europea fundamental, a la que los otros países solo aportan por el momento la ayuda o el complemento. Hacer Europa es ahora mismo acoger asilados en nuestros pueblos, ciudades y países. Si solo es Alemania quien lo hace, con la ayuda de Suecia o de Francia, nadie tendrá derecho a evocar más tarde el peso excesivo de Alemania en las políticas y en las decisiones. Los refugiados de la estación de Budapest no gritan 'Europa, Europa', sino 'Alemania, Alemania'.

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3 de septiembre de 2015
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Tres sorpresas catalanas

Llevamos al menos tres años con esta historia, cinco si buscamos un poco más de perspectiva, pero apenas se ha empezado a superar la sorpresa. Antes de 2010 y sobre todo de 2012, la independencia catalana era una propuesta extravagante y extemporánea, sin apoyo relevante en la opinión catalana y desmentida por la idea de una evolución del mundo en dirección contraria. Cataluña era una vieja nación histórica que había conseguido sobrevivir con su identidad, su lengua y su reivindicación nacionalista, sin que nunca hubiera tenido la oportunidad ni siquiera de plantear el sueño que da cuerpo y sentido al nacionalismo de matriz romántica: alcanzar un Estado concebido exclusivamente para la nación e internacionalmente reconocido. No tan solo este sueño parecía imposible, sino que la propia persistencia catalana tras un siglo XX con más dictadura que democracia, más uniformismo que pluralidad y más centralismo que difusión de poder aparecía como una especie de milagro o de excepción, y especialmente sucedía con la lengua, sobre cuya defunción venían cayendo terribles profecías que la realidad se ha encargado de desmentir. Hasta tal punto es importante la sorpresa del independentismo, que en ocasiones se diría que es lo único importante para el independentismo. Ahora esta sorpresa se ha terminado. Todos, dentro y fuera de España, sabemos de la idea de Cataluña como Estado independiente, unos para defenderla, otros para combatirla y otros más meramente para sopesarla y analizarla. Sabemos que Cataluña sería viable como país separado, aunque hay serias dudas respecto a que lo sea el precio de la separación, para el conjunto de los españoles y para los catalanes, e incluso para los europeos, algo que el independentismo resuelve con la fe del carbonero de nuestras abuelas: si quieres ser feliz como tu dices, no analices. Respecto a la idea en sí, hay que conceder una victoria sin retroceso a los independentistas. La idea de la independencia ya está instalada. La verosimilitud del caso no ofrece discusión. Su peso en la opinión pública, todavía menos. Tampoco la centralidad del secesionismo dentro del catalanismo, con el que se deberá contar para hacer cualquier cosa en Cataluña y en España durante una larga temporada. Ahora el caso pasará por vez primera la prueba de las mayorías. Nunca anteriormente un partido con posibilidad y vocación mayoritaria había osado presentarse a las elecciones con la independencia como punto programático fundamental. Artur Mas ha dado el paso, legítimo e incluso necesario después de tantos años de ambigüedad, acompañado sin embargo de unas explicaciones y coartadas de difícil aceptación. Presenta estas elecciones como el sustituto del referéndum que no le han dejado hacer. Trasfiere toda la responsabilidad en quienes no le han permitido su consulta. Incluso achaca la indefendible cuenta de una mayoría de escaños en vez de votos para emprender la secesión al Gobierno de Rajoy que ha obstaculizado sus planes. El presidente Mas ha aprovechado unas circunstancias excepcionales para dar este paso, que su partido no había ni siquiera insinuado en 40 años de vida: la mayoría absoluta del PP, la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto y la mayor crisis económica que ha sufrido Europa desde 1929, con peligro para el euro incluso, coincidiendo con una crisis institucional que ha afectado a la propia monarquía. De puertas adentro, el independentismo vive esta circunstancia como un regalo providencial, que no se repetirá. De puertas afuera, como una situación límite, en la que se juega la vida o la muerte de la nación milenaria. Cierto que la ventana de oportunidad se está cerrando. La crisis terminará. El euro ya no está en peligro. El PP no repetirá mayorías absolutas. Ni siquiera vale la descalificación de la democracia española, a la vista de las alternancias que se están ya produciendo. Ningún gobierno nacionalista catalán volverá a tener las manos libres que ha tenido el de Mas para hacer de su capa presupuestaria un sayo a favor del plan secesionista. Las elecciones del 27S darán la medida de la fuerza independentista. Si Mas obtiene la mayoría de escaños, tendrá la opción de formar gobierno y utilizar los mecanismos legales para impulsar su proyecto, al igual que la oposición tendrá la de utilizar su fuerza parlamentaria para obstaculizarlo. Nada cambiará si la mayoría también es de votos: para que sea un plebiscito deben aceptarlo previamente todas las partes, en caso contrario quienes estén en la oposición seguirán protegidos por la legalidad constitucional. Nada se puede reformar desde Cataluña sin los dos tercios del parlamento, fijados libremente por los representantes de los catalanes, y este es el único listón aceptable incluso internacionalmente. El problema del independentismo es saber qué quiere hacer con el resultado electoral. Antes de empezar la campaña ya sabemos que tras las elecciones generales se abrirá el melón constitucional, cita a la que la lista del presidente Mas no quiere acudir si no es para el reconocimiento y ejercicio del derecho de autodeterminación. Por primera vez desde que el catalanismo echó a andar, hace más de un siglo, quienes ocupan la centralidad catalana no quieren participar en la reforma del Estado y hacen incluso bandera de su inhibición. Pero a los plebiscitos los carga el diablo. El 27S no se vota la independencia, ni siquiera la presidencia de Mas. Lo que de verdad los catalanes van a votar es si quieren participar, como han hecho en todas las ocasiones en la historia de España, en la tarea siempre inacabada de reformar la democracia constitucional junto al resto de los españoles o si prefieren quedar al margen. ¿Quién no desea un país mejor, sin corrupción, más próspero, democrático e integrado en Europa y por tanto más libre? De lo que trata el 27S es de saber si los catalanes quieren hacer esta Cataluña en solitario ?nosaltres sols?, y únicamente a partir de la separación, o con el conjunto de los españoles. Y de cara a las elecciones generales, vale también la recíproca: si el conjunto de los españoles quieren hacer España con los catalanes o prefieren dar la razón a los independentistas. Cataluña ha dado más de una sorpresa en los últimos tiempos. Además del auge independentista, ahí está la inesperada confesión de Pujol y su aparatosa caída del pedestal de padre de la patria, que le han inhabilitado para hacer oir su voz en la actual circunstancia. Pero la nueva y más inquietante de las sorpresas es la de esta inhibición inédita, inspirada en una ambición independentista que promete todo pero fácilmente puede quedar en nada, hasta trocarse en debilidad, pérdida de influencia y finalmente en irrelevancia, ¡ojo!, tanto por parte catalana como española. A fin de cuentas, si Cataluña no puede decidir unilateralmente que se va, tampoco se puede reformar la Constitución ni renovar la democracia española sin Cataluña.

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1 de septiembre de 2015
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Gambito de sangre

Al fin, Turquía ha bombardeado al Estado Islámico. Cierto, el Estado Islámico (EI) había bombardeado antes a Turquía y concretamente dejó 32 cadáveres en un atentado en la localidad de Suruç este pasado lunes en la frontera siria. Hasta ahora Turquía miraba los toros desde la barrera. Sobre el papel estaba en la coalición junto a Estados Unidos para atacar las huestes de Al Bagdadi en Siria por medios aéreos, pero en realidad había hecho de la ambigüedad y de la inhibición toda una política: miraba para otro lado ante la llegada de yihadistas de todo el mundo a través de su frontera; lo mismo hacía con el contrabando de petróleo con el que se financia el terrorismo; y se permitía observar a distancia como se zurraban los peshmergas kurdos y los soldados del califato, como sucedió en Kobane el pasado septiembre. Ahora ha movido pieza. Ha puesto a disposición de la aviación estadounidense su base de Incirlik para bombardear al EI, ha pedido el apoyo político de la OTAN y quiere crear una zona tampón en territorio sirio fronterizo, a disposición de la resistencia moderada siria, donde podría refugiarse la población, con la cobertura aérea y artillera de su ejército (por cierto, entre los moderados están los guerrilleros de Jabhat al-Nusra, rama de Al Qaeda que no quisieron incorporarse al EI). Al mismo tiempo, en un gambito sangriento, como para compensar, la aviación turca ha atacado las posiciones del PKK, el partido de los trabajadores del Kurdistán, y de sus milicias en Siria, los únicos grupos armados que frenaban el avance del califato, rompiendo para ello una tregua que ha durado dos años. No es exactamente un cambio de estrategia sino un movimiento táctico para enfrentarse mejor a la amenaza existencial que representan los kurdos para la Turquía de Erdogan: ataco al califato atendiendo a los requerimientos de los aliados y a la provocación de un atentado, pero al tiempo me ocupo de lo que Mao Zedong llamaba "enemigo principal", que son los kurdos. Ellos son la variable estratégica que nunca cambia. El presidente turco acaba de sufrir este pasado junio una severa derrota en sus pretensiones de ampliar sus poderes presidenciales, de la mano precisamente del partido de inspiración kurda HDP (partido popular democrático), que le sustrajo la mayoría absoluta en las elecciones generales y bloqueó la posibilidad de reformar la constitución. Erdogan no quiere que sean precisamente sus enemigos kurdos quienes venzan al EI en Siria, sobre todo porque lo único que está claro del nuevo mapa que está configurándose en la región es que el Kurdistán compartido también con Siria, Irán e Irak está hoy más cerca que nunca en su historia de adquirir el estatuto de nación independiente. La zona tampón que Turquía quiere crear en Siria coincide con el anuncio de Bachar el-Assad de un repliegue de sus tropas donde mejor puedan defenderse, una forma elegante de anunciar que deja el campo libre al EI allí donde el ejército sirio ha perdido el control. El dictador de Damasco es un artista de la supervivencia, como ya lo fue su padre, capaz de crecerse en cada una de las derrotas. Ahora busca un nuevo equilibrio de fuerzas que le permita mantenerse en el poder y negociar cuando sea necesario en posición de ventaja, aunque sea a costa de avanzar un paso más hacia la consolidación de una Siria dividida, como lo está ya su vecino Irak.

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30 de julio de 2015
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El Boomeran(g)
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