Lluís Bassets
¿Qué es Europa? Esta es una vieja pregunta de respuesta jamás satisfactoria. Han intentado responderla poetas y filósofos en numerosas ocasiones, también geógrafos e historiadores, al igual que economistas y sociólogos, incluso algunos teólogos, pero al final nadie ha conseguido una definición exacta y eficaz.
Una tal definición puede valerse de varios instrumentos. Uno de ellos es la delimitación del perímetro, sus fronteras. También cuentan los principios o valores políticos establecidos en sus cartas constitutivas. Es muy evidente la existencia de un mercado común a todos, donde puedan circular personas, capitales, bienes y servicios, de la que se desprende fácilmente una moneda común. Pero la que más se exige y a la vez se echa en falta cuando hay un proyecto que no funciona es el demos, el pueblo soberano, los ciudadanos que eligen a sus representantes y gobernantes.
Desde la caída del muro de Berlín y el final de la división del continente por la Guerra Fría, se ha intentado a menudo y con objetivos muy prácticos. ¿Hasta dónde debía llegar la ampliación de la Unión Europea, este proyecto de unificación de los pueblos y los ciudadanos europeos? ¿Debe incluir a Turquía? ¿Debería llegar algún día incluso a Rusia?
Una cumbre estableció en 1993 en Copenhague los criterios que debían salvar los países candidatos al ingreso. Sirvió para situar bien alto y claro el listón y evitar que ingresaran países que no cumplen con los estándares democráticos ni respetan los derechos humanos, no tienen una economía de mercado, no desean aplicar la legislación europea o no comparten los objetivos fundacionales. Una definición surgida de la filosofía moral, elegante y eficaz, la definía en la misma época como el territorio libre de la pena de muerte.
La discusión entre juristas y políticos surge en cada una de las numerosas reformas de los tratados: Maastricht (1992), Ámsterdam (1997), Niza (2001), Lisboa (2007), además del Tratado Constitucional (2004), que es probablemente donde más se discutió, aunque nunca llegó a entrar en vigor porque los franceses y los holandeses lo rechazaron en sendas consultas populares. Finalmente, siempre con resultados inconclusos.
Esta vez la pregunta va muy en serio. No son los juristas y los políticos quienes la formulan sino unos ciudadanos extraeuropeos, sirios, afganos, eritreos, y la hacen con los pies. Las respuestas les llegan de los países europeos que les reciben o les rechazan, y de los Gobiernos e instituciones abocados a construir una política de asilo europea en la que quedarán definidas las fronteras (gestionadas finalmente en común), los valores (Hungría, por ejemplo, ya está fuera) o la ciudadanía (los refugiados serán candidatos y los inmigrantes económicos lo tendrán más difícil).
La Europa del derecho de asilo será más pequeña, como sucede ya con la del euro y dejará muy atrás una gran parte de la definición territorial: Ucrania y Turquía quedan mucho más lejos ahora. Esta crisis de los refugiados nos enfrenta a los europeos ante un momento definitorio: o la Europa de las dos velocidades o nada; es decir, la desintegración, el regreso a los nacionalismos y la irrelevancia.